XXVII

Mary. —Alguien me tira del brazo y me despierto sobresaltada, con el sueño todavía vívido en lo más profundo de mi mente—. Mary, no tenemos tiempo para dormir.

Abro los ojos por obligación y encuentro a Travis acurrucado junto a mí. Me duele todo el cuerpo y me noto pesada, y entonces se enciende un recuerdo y me despierto por completo, apartándome la falda de las piernas.

Están envueltas en delicadas telas, algunas de ellas con puntos encarnados que desvelan las heridas que hay debajo.

—¿Había marcas de mordiscos?

Las palabras se me escapan de la boca.

Travis se pone de pie y se aleja de mí hacia donde los baúles están abiertos de par en par, con el contenido desperdigado por el suelo. Todas esas prendas tan hermosas que me había probado están arrinconadas, algunas de ellas hechas jirones y convertidas en vendas.

—No sabría decirlo —me dice llevándose una mano al pelo, como si buscara algo.

Contemplo su espalda, me fijo en el modo en que los músculos de la mandíbula se le contraen mientras observo su cara de perfil. Me pregunto si me habría dado cuenta en caso de que me hubieran mordido. Me paso la lengua por los dientes, planteándome cómo debe de saber la muerte. Me pregunto cómo debe de ser ese apetito eterno.

Con dedos temblorosos jugueteo con las vendas, retirando los extremos. Se me quedan pegadas a la piel durante un momento antes de dar paso a un agudo picor. Travis tiene razón: es imposible saber si entre las heridas hay mordiscos.

Sin embargo, cuando me despierto plenamente sí lo sé. Sé que mis latidos no están empujando la infección hacia el interior de mi cuerpo, la enfermedad no me está matando con cada respiración. Sé que estas heridas están provocadas por uñas y huesos rotos, no por dientes.

Sé que estoy bien. Sé que he sobrevivido tras haberme zambullido en un mar de Condenados.

Travis se arrodilla y rebusca entre la ropa extendida junto a los baúles, inspeccionando cada una de las prendas para colocarse algunas sobre el hombro y desechar otras en un oscuro rincón. De vez en cuando, Argos se interesa y persigue las telas descartadas mientras caen al suelo, gruñendo y rasgándolas con sus poderosas mandíbulas.

Debajo de mis pies, noto las vibraciones de los Condenados que se apilan en el pasillo, repiquetean casi como un latido. Seguirán entrando hasta que sean tantos que apiñados lleguen al techo, alcanzarán la trampilla a fuerza de colocarse unos encima de otros. Me froto las piernas con las manos solo de pensarlo.

Oigo un golpe seco cuando el libro con las fotografías resbala y cae al suelo. Travis sigue revisando todos los baúles y desecha las cosas que no le parecen útiles.

—¿Qué ocurre, Travis? ¿Qué haces? —le pregunto.

Gateo hasta los libros. Las fotos están desperdigadas por todas partes, la progresión de la niña pequeña a lo largo de su vida se ha convertido en una masa confusa. Tira otro libro al suelo, uno que yo no había visto antes, y algunos papeles salen despedidos de él cuando choca violentamente contra el suelo; unas páginas amarillentas vuelan a nuestro alrededor. Atrapo una con las palabras «USA Today» escritas en grandes letras mayúsculas en la parte superior. Travis me interrumpe antes de que tenga oportunidad de seguir leyendo.

—Tenemos que encontrar la manera de salir de aquí, Mary. No nos queda mucho tiempo.

Vuelvo a mirar hacia la puerta del porche. Sigue cerrada.

—¿Has hablado con Harry? —le pregunto.

—Solo para decirle que seguimos vivos —me dice.

Noto que el miedo le está agotando la paciencia.

Me incorporo y camino hacia la puerta. Cuando la abro, veo que está plagada de flechas y una brisa sopla por el ático, haciendo que los papeles vuelvan a echar a volar. Miro más allá del final del porche, al lugar en el que Harry y Jed sacuden los brazos histéricamente hacia mí. Han contemplado cómo nuestra casa era invadida. Lo han visto todo y se preguntaban qué nos habría pasado a Travis y a mí.

Me doy la vuelta hacia Travis y entonces una flecha pasa silbando junto a mi cabeza y entra en el ático. Oigo un grito agudo y Travis sale dando zancadas de la oscura buhardilla, con las manos apoyadas en el brazo y sangre colándose entre sus dedos.

Dirige la mirada más allá del espacio que nos separa, hacia donde Harry todavía está con el arco en la mano. Harry se encoge de hombros con mirada inocente.

—Qué rabia que Argos esté aquí —dice Travis apretando los dientes—. Me sentiría mucho más seguro si fuera él quien disparase las flechas.

Intento quitarle la mano para verle la herida.

—Es solo un rasguño —me dice, apartándome.

Continúa seleccionando prendas de ropa y no puedo evitar sonreír cuando rasga una tira de tela de un recargado vestido rosa de volantes y se la coloca sobre el brazo a modo de torniquete para cortar la hemorragia.

Suelto la flecha clavada en el suelo y desenrosco la nota. «¿Ahora qué?», pregunta Harry con letra temblorosa. No conozco la respuesta, así que aparto la flecha y me uno a Travis, junto a los baúles. Me arrodillo a su lado y apoyo la mano en su hombro.

Se sienta apoyando el cuerpo sobre los talones y se frota el muslo, como si le doliera. Cuando levanta la mirada para encontrarse con la mía, percibo el peso de la angustia que soporta.

—Lo conseguiremos —lo animo.

Pero ambos sabemos que puede que no lo consigamos; este ático podría ser nuestra tumba.

Argos chilla cuando otra flecha aterriza en el ático y se clava en el suelo.

—Tendría que haber cerrado la puerta para protegernos de los mensajes que sigue intentando mandar Harry —comenta.

—Están preocupados —le contesto—. Quieren ayudar.

Travis arranca la flecha del suelo y la lanza al rincón oscuro sin molestarse en leer la nota.

—No hay tiempo para hacerles caso. Tenemos que salir de aquí como sea.

De repente se desploma contra los baúles y observo fugazmente su perfil, veo la tensión que ha intentado ocultarme hasta ahora.

—Mary. —Baja la mirada y la fija en sus manos, cerradas como puños, con los nudillos de un blanco brillante—. ¿Puedo preguntarte una cosa? Me refiero a… —Observo cómo le tiembla la garganta mientras traga saliva—. ¿Lo notas?

Le asusta su propia pregunta, que flota en el aire como un olor putrefacto.

—No me han contagiado —le respondo con voz firme y fuerte. No parece muy convencido—. ¿Crees que no lo sabría si estuviera infectada? ¿No crees que los Contagiados pueden notar la muerte que devora sus venas?

Le da vueltas a mi pregunta y al final parece aceptarlo.

—¿Me lo dirías si te hubieras contagiado? —me pregunta volviendo los ojos hacia mí.

Estoy a punto de decirle que por supuesto, pero no puedo.

—No hasta que estuviera cerca del final —contesto. Porque no soporto el pensamiento de romperle el corazón antes de tiempo.

Abre la boca para protestar, pero la cierra al instante y mira a su alrededor, hacia la ropa desperdigada por el suelo. Los golpetazos de los Condenados vuelven a retumbar contra el suelo a nuestros pies, y el rostro de Travis adopta una expresión tirante de terror y decisión.

—No pienses en ellos —me dice, y no sé si se refiere a los Condenados o a los demás, que se encuentran en la plataforma—. Ayúdame a cortar estas sábanas y esta ropa y vamos a atarlas. Si te parece que no son lo bastante gruesas, trénzalas antes. Las utilizaremos a modo de cuerdas.

Asiento con la cabeza y tomo posición junto a una pila de ropa. Rasgo las sábanas, atándolas con nudos muy fuertes. El primer vestido que cojo es el verde que me puse hace tantas semanas, así que tengo que apartar los pensamientos sobre la mujer que lució este vestido mientras lo destrozo y oigo las protestas de la tela al rasgarse.

Travis vuelve al porche y empieza a tirar de las gruesas cuerdas que cuelgan inútilmente hasta el suelo. En su momento formaban parte de un puente, cuyas tablas de madera Travis va apartando a patadas mientras recoge las cuerdas y las enrolla formando un rudimentario ovillo.

—¿Crees que llegará hasta los demás? —le pregunto.

—Haremos que llegue, de una forma u otra —me contesta sin desviar la mirada de su tarea, con los dedos hechos un amasijo mientras anuda las distintas secciones de cuerda que ha recogido para convertirlas en una sola.

Noto que el suelo tiembla debajo de mi cuerpo y sé que Argos también lo nota, porque gruñe en lo más profundo de la garganta, con el rabo entre las patas. Se acerca y se apoya contra mí, colocando su cuerpo cálido entre la trampilla y yo. Igual que el agua que llena un cubo, los Condenados han ido llenando el espacio que hay debajo de nosotros. Me pregunto cuánto tiempo más nos queda antes de que se abran paso a la fuerza por la portezuela, y esos pensamientos me hacen emplearme aún más a fondo en mi tarea.

Cuando ya he terminado de romper en pedazos todos los vestidos y he atado las tiras unas con otras, me levanto del suelo y me desperezo, haciendo una mueca de dolor por las heridas de las piernas, antes de reunirme con Travis en el porche. Le pregunto qué más puedo hacer y resopla.

Me quedo allí mirándolo, entrelazo las manos y me siento inútil. El viento sopla a nuestro alrededor, se desliza por el ático y echa a volar los papeles del suelo, que flotan por la ventana hacia los Condenados de la calle.

Intento atraparlos, pero las hojas se me deshacen en los dedos, convertidas en polvo. Un papel aterriza ante mis pies y lo recojo con mucho cuidado. Los bordes son irregulares, como si lo hubieran arrancado de una hoja más grande. En la parte superior está escrito «The New York Times» con letras muy grandes. Debajo, en letras igual de grandes, pone: «La epidemia se extiende por los estados centrales: se insta a la población a desplazarse al norte». Debajo hay una fotografía de una asombrosa horda de Condenados, tomada desde arriba, a vista de pájaro.

Me acerco la foto a los ojos todavía más con la intención de distinguir los detalles entre sus gránulos. Nunca en mi vida había visto tantos Condenados juntos. Se extienden por todas partes y avanzan con decisión.

Me tambaleo hacia atrás y entro en el ático, extiendo el resto de papeles en el suelo y busco más fotografías. Las letras grandes y en negrita me gritan desde todas las páginas: «El Gobierno ha sido desplazado a un lugar secreto»; «El Departamento de Sanidad es incapaz de averiguar la causa de la infección»; «Cae el último bastión de las Rocosas»; «Llegan noticias de la invasión en todo el mundo»; «Zonas ya desinfectadas vuelven a correr peligro por culpa de los rápidos movimientos de los contagiados».

Me tiemblan los dedos. Atrapo una página que clama: «La ciudad de Nueva York está sitiada», junto a la foto de unos edificios tan altos que no había visto ni en sueños. Son impresionantes, apilados casi uno encima de otro hasta donde se pierde la vista. Me mareo solo con mirarlos, mientras recuerdo las historias que mi madre me contaba acerca de unos edificios que tocaban el cielo.

¡Pero jamás me había imaginado nada parecido! ¡Ni en mis fantasías habría dado con edificios como estos!

Trago saliva y la respiración se me queda atascada en la garganta mientras asimilo las implicaciones de esta fotografía. Demuestra que mi madre tenía razón, que las historias que nos transmitió eran ciertas.

Que existe el océano. Y que debe de ser inmenso.

Me incorporo del suelo a toda prisa y corro hacia el porche en busca de Travis.

—Tienes que ver esto —le digo, tirándole de la manga.

Me mira desde un lugar muy lejano, con las cejas fruncidas como si estuviera increíblemente concentrado.

—¿Estás lista?

Me rodea y entra de nuevo en el ático. Yo lo sigo, con el quebradizo papel en la mano.

—Travis, mira esta foto. Mira lo que significa.

Sigue contemplándome desde otro lugar, y mis palabras parecen vacías a sus oídos. Se oye un fuerte golpazo y el crujido de las tablas bajo nuestros pies. El suelo tiembla lo suficiente para hacerme tropezar, y extiendo los brazos para recuperar el equilibrio.

La página se arruga entre nuestras manos cuando Travis alarga la suya para agarrarme y estabilizarme.

—Tenemos que darnos prisa, Mary —grita, tomando la cuerda improvisada que acabo de trenzar y sacándola al porche.

Mi corazón palpita desbocado al ritmo de los golpes de los Condenados que hay en el piso inferior. Con la fotografía destrozada en la mano, caigo de rodillas, rebuscando entre el resto de páginas para tener más pruebas. Quiero volver a ver por un instante esos edificios. Pero todo se desvanece en cuanto lo toco, se desmenuza, se deshace, convertido en nada.

Se me nubla la vista con lágrimas de frustración. Ni siquiera veo ya las palabras ni las fotografías, me limito a palpar entre los papeles buscando algo a lo que aferrarme. Buscando un recuerdo. Y entonces mis dedos topan con algo más liso y más rígido. Es una fotografía de una extensión amplísima de edificios increíblemente altos, igual que la imagen que acabo de destruir hace unos segundos. Hay más edificios de los que hubiera imaginado que pudieran existir en todo el mundo, ya no digamos en un solo lugar…

Alrededor del borde de la foto hay un marco de color amarillo vivo y las palabras «Ciudad de Nueva York» escritas en letras curvadas.

Sonrío y me pongo de pie. Sin querer, doy una patada a un librito que patina por el suelo del ático y acaba deteniéndose junto a la puerta. Lo recojo. Comparado con las Escrituras es diminuto, apenas un poco más grande que la foto de la Ciudad de Nueva York, y del grosor de mi dedo pulgar. Deslizo la foto dentro del libro y me lo guardo dentro la blusa para mantenerlo a salvo. En el porche, Travis ha atado un extremo de la cuerda recién fabricada a la soga real, más gruesa, y el otro extremo a una flecha. Coloca la flecha en el arco, apunta, contiene la respiración y suelta la tensa cuerda del arco.

La flecha vuela por los aires, con su larga cola de telas vivamente coloridas trazando una estela tras ella, antes de aterrizar en el borde de la plataforma de madera, a los pies de Harry.

—Buen tiro —le digo.

Su boca se curva hacia arriba mientras responde con un guiño:

—Una de las muchas cosas que hago mejor que mi hermano.

Deslizo mi mano en la suya; el calor que irradia me sube al cuello y a las mejillas, mientras contemplamos cómo Harry agarra la cuerda, la suelta de la flecha y empieza a tirar de ella. Travis sujeta nuestro extremo con la mano libre, para que no cuelgue hasta la calle y se enrede entre los Condenados.

Al final, mis tiras trenzadas se terminan y empieza a avanzar la cuerda más gruesa, que recorre el trecho que nos separa a unos de otros. El cuerpo me tiembla de miedo mientras observo la longitud del espacio y mido constantemente la cantidad de cuerda que queda en el porche y el lapso que todavía falta por cubrir.

Casi lloro de alivio cuando Harry agarra la gruesa soga y empieza a darle vueltas alrededor de una rama robusta de su árbol. Travis tensa su extremo y lo ata fuerte a una viga de madera del ático. El suelo tiembla a nuestros pies con tanta fuerza que me veo obligada a agarrarme de Travis para no perder el equilibrio.

Miro hacia el ático y veo que la trampilla está empezando a ceder. Argos da vueltas alrededor, ladrando y gruñendo sin cesar. Se nos acaba el tiempo.