XXVI

Empujo a Travis para que termine de subir la escalera y miro hacia abajo para ver cómo se apiñan los Condenados. La madera que reforzaba la puerta está hecha añicos, falta la mitad de las tablas, y los Condenados se van filtrando por el agujero igual que la sangre que mana de una herida.

Un millar de pensamientos corren por mi mente. Cómo detenerlos. Cómo luchar contra ellos. Adónde ir. Cómo escondernos. Cómo sobrevivir. La pierna de Travis y Argos y la escalera de mano y el ático.

Travis se tambalea por el pasillo, su modo de caminar es rígido y acartonado, pues intenta correr apoyándose en la pierna tullida.

—¡Sábanas! —le grito—. ¡Coge sábanas!

No hace preguntas, sino que se dirige a uno de los dormitorios. Yo corro hacia otro y quito el colchón de la cama. Es pesado y voluminoso, y tardo unos segundos en maniobrar con él para sacarlo por la puerta. Pero en cuanto estoy de nuevo en el pasillo, lo empujo escaleras abajo con el fin de crear un obstáculo para impedir que los Condenados no avancen hasta nuestra posición.

Sin embargo, al final, encuentran la forma de salvarlo. Se suben unos encima de otros y empujan contra él con semejante presión que al final se vuelca, mientras ellos, con sus cuerpos contrahechos, suben en horda la escalera hasta que llegan a la segunda planta y vuelven a la carga contra nosotros.

Regreso corriendo al pasillo, donde está Travis, y le quito las sábanas de las manos. Envuelvo con una a Argos, que sigue gruñendo y gimiendo mientras se sacude. Sin preocuparme de consolarlo, cojo las esquinas de la sábana y las ato todas hasta conseguir capturar a Argos, que ahora no es más que una masa retorcida de uñas y dientes.

Me cargo el fardo al hombro y, poniendo a prueba mis músculos, subo por la escalera de mano y entro en el ático, donde dejo caer al perro en el suelo. Se escapa del saco improvisado con el pelo del lomo erizado y se cobija en un rincón, con los ojos abiertos como platos y las orejas gachas.

Miro hacia abajo y veo a Travis de pie en la base de la escalera. Es como si el tiempo se estrechara y enfocara ese punto, como si los latidos de mi corazón fueran el único indicador de que el tiempo pasa. Oigo el sonido de los Condenados que sortean el colchón y se deslizan hacia el pasillo. Poco a poco recorren el trecho que los separa de Travis, se dirigen a la escalera que conduce al ático.

Travis tiene una mano apoyada en un travesaño y rodea la madera con los dedos pero sin hacer fuerza. Mira por encima del hombro mientras los Condenados se aproximan a él.

Me doy la vuelta y coloco las piernas en posición adecuada para bajar a ayudarlo. Menea la cabeza una sola vez, un rotundo no.

Sin saber qué otra cosa puedo hacer, rebusco entre las pilas de armas que hay en la pared y agarro un hacha de empuñadura larga con una afilada hoja doble. La arrastro hasta la trampilla que hace de puerta del ático y se la paso a Travis.

Levanta la mirada hacia mí, ha quitado la mano del peldaño. Me había olvidado de lo verdes que pueden ser sus ojos; del círculo de color miel que rodea su iris; de la cicatriz que tiene escondida debajo de la ceja izquierda.

Me había olvidado de que su mirada puede hacerme sentir pletórica.

Antes de que pueda detenerme, salto por la trampilla sin molestarme en usar la escalera de mano. Aterrizo con un golpe seco junto a él y caigo apoyando todo el peso en una rodilla por la fuerza del aterrizaje.

Le arrebato el hacha a Travis y me doy la vuelta para enfrentarme a los Condenados. Le grito:

—¡Más te vale encontrar la manera de subir esa escalera! ¡Y rápido!

Cuando noto que va a empezar a protestar, me alejo corriendo por el pasillo, agarrando el mango del hacha con las dos manos.

Jamás en mi vida había matado a un ser humano. Una cosa es sentarse en el porche y lanzar flechas a los Condenados de la calle. Y otra muy distinta notar cómo el filo de la cuchilla les corta la carne. Porque, aunque la mente consciente sabe que los Condenados ya no son seres humanos vivos, todavía hay una parte de esa mente que se rebela contra tal verdad. Que insiste en que la mujer, el hombre, el niño que se acerca a ti aún guarda cierto parecido con la humanidad.

Ocurre sobre todo con los Condenados que acaban de convertirse. Quienes no han perdido extremidades ni trozos de carne por culpa del tiempo y del Bosque. Quienes no se han roto los dedos intentando abrirse paso por verjas y puertas. Ver a una mujer embarazada, con su cuerpo todavía turgente y firme, con los ojos todavía claros, que camina hacia ti, y saber que está muerta y que a la vez todavía necesita que acaben de matarla requiere una fuerza de voluntad que es casi inimaginable.

Y a pesar de eso, blando el arma. Con toda mi fortaleza me abro camino por el pasillo empuñando el hacha y cortando cabezas, los decapito para acabar con su desesperada existencia. Ni siquiera me doy cuenta de que estoy gritando hasta que necesito tragar saliva y tomar más aire. El hacha se encalla en la pared, pero la libero y vuelvo a blandirla, la sangre chorrea por el filo. Una y otra vez golpeo con el hacha, cortando sin cesar a los Condenados que abarrotan el pasillo.

El hacha vuelve a encallarse en la pared del otro lado del pasillo y, mientras tiro de ella para desatascarla de nuevo, con el mango resbaladizo por la sangre, me distraigo un momento.

Una chica de mi edad sube el último peldaño de la escalera. Lleva un chaleco de color rojo brillante igual que el de Gabrielle. Me tiembla la mano; pierdo el enfoque y el ritmo.

Y vacilo durante un instante demasiado largo.

Algo me tira del pie. Me tambaleo hacia atrás y empiezo a dar patadas. El hacha se me resbala de las manos. Sin ese punto de apoyo, pierdo el equilibrio.

Me caigo.

Una mano me agarra del tobillo.

Grito y pataleo y empiezo a recorrer de nuevo el pasillo apoyándome en las palmas de las manos. Noto más dedos sobre mis pies, más piernas. Tiran de mí sin descanso. Los Condenados continúan arremolinándose junto a las escaleras, arrastrándose hacia mí. Tienen que pisotear los cuerpos de los verdaderos muertos abatidos por mí, pero no les importa y siguen persiguiéndome.

Lo único que veo es una ola de Condenados que se abalanza sobre mí y me siento indefensa, a su merced. Me preparo para ser arrastrada a las mareas de su voluntad. En ese momento me pregunto si sentiré dolor. Si quedará algo de mí para que me convierta. Y si el ansia de carne humana será equivalente a mi ansia de ver el océano.

Quiero cerrar los ojos y dejar que llegue el final. Dejar que el destino me tome y me barra de aquí, me ahogue en el mar de Condenados. Pero oigo mi nombre mientras el impacto de mil picaduras de abeja simultáneas se transmite por mis piernas. Me niego a mirar de dónde proviene el dolor, no quiero ver los dientes de los Condenados que deben de estar perforándome la carne, enviando la infección por el interior de mi cuerpo. En lugar de eso, miro hacia arriba y veo a Travis subido en la escalera de mano, con la boca abierta en un chillido y los ojos abiertos como platos.

Me extiende una mano y yo me estiro todo lo que puedo hacia él, desesperada por notar el tacto de las yemas de sus dedos, y entonces veo movimiento en el ático. Antes de comprender nada, me veo engolfada en un frenesí de piel y colmillos. Oigo el sonido de las pezuñas que arañan con fuerza la madera y después un gruñido feroz reverbera por todo el pasillo mientras Argos ataca a los Condenados que hay a mis pies.

Es pura acción, desgarra la carne de los Condenados con sus colmillos, los destroza y rompe a tiras.

Liberada de repente, busco a tientas la escalera del ático, con la mano unida a la de Travis. Solo ha subido la mitad de los escalones, y yo salvo los peldaños de dos en dos hasta detenerme justo debajo de él. Entonces, con la fuerza que da haberse enfrentado a la muerte y haber sobrevivido, lanzo todo mi peso contra él, catapultándolo casi hasta aterrizar en el suelo.

En el piso inferior oigo todavía a Argos peleando con los Condenados, cuyos gemidos se vuelven más intensos conforme su número se multiplica. Oigo un aullido y veo que Argos retrocede hacia mí. Sin pensarlo dos veces, me deslizo escalera abajo y lo agarro por el pescuezo. Al instante se amansa, como si supiera que si forcejea contra mí puede provocar que lo suelte. Conseguimos subir los dos al ático.

Travis cierra de portazo la pesada trampilla y después corre los gruesos pasadores que la aseguran. Argos, cubierto de sangre y temblando, empieza a lamerme las piernas, pero Travis lo aparta para acercarse a mí.

Se arrodilla delante de mí y yo me siento con las rodillas flexionadas y el peso apoyado en las manos. Tengo miedo de mirarlo a los ojos. En lugar de eso, ambos miramos mis piernas y pies, que están cubiertos de sangre, con la falda hecha jirones.

—¿Te han mordido? —Su voz se quiebra al pronunciar la palabra.

Sus dedos palpan frenéticamente mi piel, intentando hallar las heridas.

—No lo sé —le digo.

—¡¿Te han mordido?! —me chilla.

Y yo le respondo:

—¡No lo sé!

Se queda callado, sin dejar de mirar toda la sangre acumulada, parte de la cual gotea en el suelo.

Me coge las pantorrillas con ambas manos y envuelve los músculos con sus dedos. Cierra los ojos como si de algún modo pudiera notar si la infección de los Condenados está devorando mi sistema. Si me está matando.

—Te amo, Mary —me dice, y entonces es cuando dejo que me invada el llanto. Esos grandes hipidos y lágrimas de terror y dolor que sacuden mi cuerpo hasta que no puedo hacer nada más que agarrarme a Travis para que me ancle a este punto.

Me empuja hacia él y yo me acurruco alrededor de su cuerpo mientras sollozo. Me sumo en la oscuridad con sus dedos acariciándome el pelo, con las mejillas todavía mojadas y el cuerpo palpitante.

En mis sueños siento manos que tiran de mí en todas las direcciones, despegando la carne que se me separa de los huesos, y, mire donde mire, veo a mi madre clavándome sus garras.