XXV

Están empezando a abrirse paso —me dice Travis cuando entro en la casa.

Lo encuentro sentado junto a la gran mesa alargada del comedor, mirando hacia la puerta. Argos se ha sentado junto a él y Travis le acaricia las orejas distraído. Ambos oímos los arañazos de los Condenados contra la madera. Son incesantes.

—Creía que habías dicho que aguantaría —le contesto.

Intento no sonar acusadora, pero no puedo evitar cierto sentimiento de traición. Como si Travis hubiera prometido protegerme y ahora se rindiera.

—Los dos sabíamos que no aguantaría —me dice, y me pregunto si únicamente habla de la puerta y nuestras defensas.

—¿Cómo sabes que se están abriendo paso? —pregunto con voz dulce mientras camino hacia la puerta y coloco la mano sobre los tablones de madera que me separan del exterior. Parecen fuertes bajo mis dedos, pero noto la tensión en cada una de las diminutas astillas, la presión constante a la que están sometidos estos maderos.

—Lo oigo. Por la forma en que cruje la madera bajo su peso. Cuando estoy solo aquí abajo, es lo único que oigo.

Se me desploma la cabeza sobre el pecho ante sus palabras acusadoras.

—He intentado ingeniar un modo de salir de aquí —le digo—. Pero de momento no he dado con ningún plan que pueda funcionar.

—Vaya —es todo lo que responde.

Repaso con el dedo una raja ancha en medio de la madera.

—Conseguir que uno de los dos pase al otro lado no es difícil. Es… —vacilo durante un momento que resulta demasiado largo.

—Es mi pierna —termina la frase.

Asiento.

—Y el perro —añado.

Travis suelta una especie de risa que más bien parece un suspiro mientras da unos golpecitos a Argos en la cabeza. Argos se inclina contra la pierna de Travis a modo de respuesta, con los ojos cerrados por la satisfacción. El compañero fiel.

Me doy la vuelta para quedar frente a ellos dos, con las manos colocadas detrás de mí, mientras me apoyo en la puerta.

—No os abandonaré —le digo.

—Lo sé —dice Travis.

—No ha sonado como si me creyeras —contesto.

—Lo sé —responde—. Pero sí te creo.

—Encontraremos la manera de escapar.

Estoy a punto de andar hasta él y cogerle de las manos, pues necesito que me crea, cuando él me dice:

—Y entonces, ¿qué? ¿Qué pasará después?

—Encontraremos la manera de salir del pueblo y volveremos a recorrer el camino hasta que demos con el mundo exterior —le digo en un torbellino de palabras—. Será como siempre dijimos…

—Será como siempre dijiste —me corta Travis. Ni siquiera me mira a los ojos.

Trago saliva, y el vacío empieza a inundarme una vez más. Se me hunde el corazón en el pecho; mi respiración se vuelve superficial. Apoyo el peso del cuerpo en la puerta.

—Travis, no lo entiendo. Eso es lo que habíamos dicho desde aquel día en la colina. Desde que llegaste a la Catedral y yo te hablé del océano y…

Señalo su pierna y él se coloca una mano sobre el lugar en el que tuvo la herida.

—Porque esperaba que eso te hiciera feliz —me dice—. Allí en lo alto de la colina, cuando por fin nos besamos, te deseé más que a nada en este mundo. Más que a la aldea, más que a la amistad de mi hermano o que a mi prometida.

Se estremece al pronunciar la palabra como si le resultara amarga al gusto.

—Sigo deseándote más que a nada en este mundo —susurra—. Sigo dispuesto a arriesgarlo todo por ti.

Coloca los codos en la mesa y esconde la cabeza entre los brazos; entierra los dedos en el pelo. A su lado, Argos gime, también triste al ver que su amo se desmorona, triste ante la inestabilidad momentánea en el ambiente.

—Entonces, ¿por qué no fuiste a buscarme? —digo, aunque mi voz apenas transporta los sonidos.

Cierro los puños; el calor y la rabia y la vergüenza de que no fuera a buscarme empiezan a acumularse en mi cuerpo.

Durante un buen rato no dice nada. Y después pregunta:

—¿Sabes por lo menos cómo me rompí la pierna?

Niego con la cabeza.

Nunca me ha contado esa historia y yo nunca le he preguntado, pues daba por hecho que me la contaría cuando llegara el momento adecuado.

No levanta la cabeza de entre las manos mientras continúa:

—Fue por culpa de la torre. Esa vieja torre de vigilancia que hay en la colina del pueblo. Solía trepar allí y mirar más allá de la verja, hacia el Bosque, mientras me preguntaba qué otra cosa habría allí fuera, en el mundo. Me planteaba si nuestra aldea podía ser todo lo que quedase de un universo que era tan magnífico. ¿Cómo podíamos ser nosotros los únicos que hubiesen sobrevivido? ¿Cómo podíamos ser nosotros las personas a quienes Dios confiara en exclusiva el futuro de la especie humana?

Ahora levanta la mirada hacia mí.

—No somos Noé, no somos Moisés. No somos profetas. ¿Por qué nosotros? Y así fue como empecé a preguntarme por qué las Hermanas nos enseñaban que nosotros éramos los únicos que quedaban vivos. Que la alambrada marcaba el final del mundo. Y entonces me acostumbré a subir a la torre para planear la huida.

Sus ojos miran a lo lejos, como si imaginase cómo se sentiría de vuelta en la aldea, en lo alto de la atalaya. Como si reviviera las escenas del pasado, como si notara el viento acariciándole las puntas de las orejas.

—¿Sabías que cuando éramos niños Cass me contaba tus historias? Siempre se reía de ti. No con maldad, sino de la manera en que Cass solía reírse de todo antes de… —Señala con la mano el mundo que nos rodea ahora.

Sacudo la cabeza.

—Pensaba que a Cass no le gustaban mis historias. Creía que no me prestaba atención.

—Claro que sí, yo le suplicaba que me contara si tenía alguna historia nueva de tu parte.

—¿Por qué no me lo preguntabas a mí directamente? —susurro.

—Porque eras de Harry —me responde.

—No siempre lo fui.

—Sí, siempre —me corrige—. Siempre lo fuiste a sus ojos —añade en un tono más suave.

Empiezo a dar vueltas delante de la puerta, ampliando el trecho recorrido hasta que termino caminando por toda la habitación.

—¿Por qué te importaban mis historias? —le pregunto por fin.

—Porque tú también lo sabías. Tú sabías que había un mundo allá fuera. Después de la alambrada.

—¿Y qué?

—Pues que necesitaba ese convencimiento. Necesitaba esa… —Se encoge de hombros—. Necesitaba esa fe.

—Sigo sin entenderte —le digo.

Da una palmada en la mesa que nos sobresalta a Argos y a mí.

—Subí a la torre aquel día para despedirme del Bosque. Para abandonar esos sueños y aceptar la vida que había elegido. Para olvidarme del mundo más allá de la alambrada. Para olvidarme de ti.

Dejo de caminar.

—¿Qué ocurrió?

—El suelo estaba helado. Yo me despisté. Pensé en ti y en tus historias sobre el océano y en cómo siempre creíste en ellas con todas tus fuerzas. —Deja caer una mano de nuevo sobre la cabeza de Argos. No levanta la mirada hacia mí cuando añade—: Me resbalé.

Me desplomo en la silla como un peso muerto.

—No lo sabía.

Sacude la cabeza con la mirada todavía fija en Argos.

—Al principio, cuando me rompí la pierna, deliraba de tanto dolor, y pensé que era el castigo de Dios por haber deseado algo más. Por ser infeliz con las decisiones que había tomado. Por atreverme a imaginar una vida fuera del Bosque.

Levanta la vista y se encuentra con mi mirada.

—En ese momento estaba dispuesto a renunciar a todo. A seguir Su camino, fuera el que fuese. Pero entonces tú empezaste a ir a mi habitación noche tras noche y me hablaste del océano y me empujaste a salir del dolor y ya no sabía en qué creer. No sabía si me estabas tentando o si me estabas enseñando el buen camino.

Se frota la cara con una mano.

—Debes comprender que Harry siempre te ha querido. Que haría lo que fuera por ti.

—No estoy segura de que eso sea suficiente —le digo.

Las comisuras de sus labios se tuercen como si estuviera a punto de esbozar una sonrisa.

—Y yo no estoy seguro de que ninguno de nosotros dos sea suficiente para ti, Mary —responde.

Sé que espera que le diga que se equivoca. Lo veo en la forma en que contiene la respiración, esperando que lo corrija.

En lugar de hacerlo, desvío la mirada hacia la puerta y las astillas y rajas que presenta, y observo la forma en que se comba bajo el peso de los Condenados que no dejan de empujar ni un momento, que intentan entrar a toda costa en nuestro mundo. Que no se detendrán hasta que todos nosotros muramos también.

Un escalofrío me recorre la piel y me doy unas palmaditas con la mano en el muslo para llamar a Argos y que me consuele. Pero no se mueve ni se separa de Travis. En lugar de eso, reposa la cabeza en el regazo de su nuevo dueño, con los grandes ojos marrones alzados hacia mí.

Lo único que recuerdo es la espera. Con cada respiración y cada latido, regresa a mí la espera a que Travis fuese a buscarme.

—Ojalá lo supiera, Travis —le digo—. Ojalá lo comprendiera.

—Lo sé —me dice, porque es cierto que lo sabe. Conoce mis deseos mejor que yo misma.

Entonces me pongo a pensar en mi madre. Mi madre, que creció oyendo los relatos sobre el océano y que después me los transmitió pero que nunca fue a buscarlo por su propia voluntad. Ella creía en esas historias. La pasión con la que me las narraba, el temblor en su voz cuando hablaba de la época anterior al Regreso… El modo en que sostenía contra el pecho esa fotografía de nuestra antepasada entre las olas.

Y yo nunca le pregunté por qué no se había marchado. Por qué no fue a buscar el océano. Por qué se limitó a transmitirnos esas historias sin darnos instrucciones sobre qué debíamos hacer con la enormidad de esos recuerdos salvo transmitirlos nosotros también.

Ahora me pregunto si decidió no marcharse por nosotros. Por Jed y por mí. Pero en mi corazón sé que no fue por esa razón. Decidió no marcharse en busca del océano por mi padre. Porque él era suficiente para ella. Le bastaba para sentirse a gusto dentro del perímetro de la alambrada durante toda la vida.

Hasta que fue él quien quedó fuera. Solo entonces abandonó mi madre el pueblo, solo entonces corrió el riesgo. Por el hombre a quien amaba, estaba dispuesta a deambular por el Bosque eternamente con un apetito constante.

Pero no por el océano. No por sí misma.

—¿Qué hacemos ahora? —le susurro, aunque temo la respuesta. La casa tiembla bajo la presión de los Condenados del exterior. Vuelvo a caminar hasta la puerta y me apoyo contra ella, como si mi peso añadido fuera a contenerlos.

—Encontraremos la manera de salir —dice—, de seguir adelante.

Asiento con la cabeza y ambos nos quedamos en silencio durante un rato. Nos miramos el uno al otro pero en realidad no nos vemos. Ambos estamos perdidos en nuestros pensamientos, en nuestro propio universo.

—¿Crees que allá fuera saben de nosotros? —le pregunto por fin. Al ver la confusión de su rostro, aclaro—: No me refiero a allá fuera donde están Harry y los demás. Me refiero en el exterior. Más allá de la alambrada. En el camino.

Extiendo la mano hacia las ventanas apuntaladas.

Travis se encoge de hombros.

—Supongo que nunca me lo había planteado. Dediqué tanto tiempo a subirme a la torre para intentar averiguar la manera de salir de allí que nunca se me ocurrió pensar en que hubiera gente que intentase entrar en nuestro pueblo.

Repiqueteo con los dedos contra la madera de la puerta, con las manos de nuevo colocadas detrás de la espalda, mientras reflexiono sobre lo siguiente:

—¿Crees que Gabrielle intentaba encontrarnos? ¿Crees que sabía que estábamos allí? ¿O crees que simplemente siguió el camino igual que nosotros y aceptó llegar hasta donde la llevara?

—No lo sé —me dice—. Lo más probable es que se limitara a escapar de este pueblo cuando fue conquistado, igual que nosotros escapamos del nuestro.

Inclino la cabeza hacia atrás hasta que descansa en la puerta y me quedo mirando el techo. Vuelvo a pensar en esa noche en la que descubrí las huellas de Gabrielle en la nieve.

—Antes daba por hecho que se había marchado de su pueblo por propia voluntad, que había tenido la fortaleza de la que yo carecía. Cuando vivía en la Catedral y las noches eran silenciosas, solía soñar que seguía sus pasos. Que me colaba por la ventana y deambulaba por el camino hasta encontrar su pueblo.

Me doy cuenta de que tengo los ojos llenos de lágrimas y siento un poco de vergüenza cuando noto que empiezan a resbalarme por las mejillas.

—Todo el mundo me recibiría con los brazos abiertos y yo les preguntaría por el océano y ellos me conducirían hasta él. Quedaría liberada de la Hermandad y de los Condenados y de todas las normas, los votos, las promesas y los juramentos.

Incluso ahora puedo ver la estampa nítida en mi mente: noto sus brazos, que me rodean. Percibo el sabor salado en el aire.

—En mis sueños, lograba escapar —susurro—. Pero entonces, cuando llegamos aquí, lo comprendí. —Golpeo con la cabeza en la puerta, y el viejo resentimiento reaparece—. Me di cuenta de que ella se había marchado porque también su pueblo había sido invadido. No era una heroína, ni una exploradora. Era alguien como yo: alguien obligado a marcharse de su casa, asustada, sin tener más opción.

Me muerdo el labio y después añado:

—Eso hace que me pregunte si me habría atrevido a marcharme si no se hubieran roto nunca las verjas. O si me habría quedado en el pueblo esperándote para siempre.

Travis sigue sentado, mirándome. Espero que proteste, que me diga que me equivoco. Pero entonces oigo un ruido extraño. Travis también lo oye; ambos volvemos la cabeza e intentamos adivinar el origen del sonido.

Un crujido que se vuelve tan agudo que ya no puedo oírlo; después sigue un golpe y el estruendo de un montón de astillas al caer. Argos se pone a ladrar y yo noto cómo la puerta se desmenuza entre mis manos.

Travis está a mi lado. Me empuja hacia la escalera. Argos da vueltas a nuestro alrededor, incitándonos a darnos prisa. Nos cubre las espaldas en todo momento, nos protege. Hemos subido medio tramo de escaleras cuando se oye una explosión tan fuerte que me tapo los oídos con las manos. Oigo el sonido de las pezuñas de Argos arañando el suelo de la escalera al subir.

Los gemidos se hacen eco detrás de él, reverberan en todas las paredes de la casa. Se oyen más estallidos y destrozos, y el estruendo de los muebles al chocar contra la madera del suelo.

Al instante, los Condenados se nos echan encima.