XXIV

Me he acostumbrado a pasar la mayor parte del tiempo en el porche de la tercera planta, un lugar al que Travis no puede acceder por culpa de la pierna herida. No sé qué hace él durante todo el día mientras yo estoy sentada contra los barrotes de madera, con las piernas colgando en el aire, por encima de los Condenados de la calle.

El verano ha sido asfixiante y seco, y todas las tardes espero que caiga la lluvia que nunca llega.

He vuelto a ponerme mis antiguas prendas, después de haber plegado cuidadosamente todos los vestidos de la señora de esta casa y haberlos metido en el baúl, con la tapa bien cerrada. Cuando cruzo la zona del ático para llegar a mi atalaya, intento evitar mirar esos baúles de ropa apilados contra la pared, aunque siempre les echo un vistazo rápido de soslayo. Siempre me pregunto qué otros tesoros esconden.

Le he prometido a Travis, a pesar de no haberlo dicho en voz alta, que no volveré a arriesgarme a mirar. Que no haré nada que pueda ponernos en peligro. Que intentaré ser feliz con nuestra sencilla vida aquí. Y aun con todo, no puedo dejar de sentir curiosidad. No puedo dejar de preguntarme qué otras cosas podría descubrir en esos baúles.

Así pues, una tarde, cuando ya no puedo soportar más el aburrimiento, subo a hurtadillas al ático y empiezo a revolver entre su contenido. Aparto los vestidos, limitándome a acariciar levemente con el dedo la suavidad de sus telas, el brillo de algunos de los botones. Hay más ropa: cazadoras gruesas de invierno, chalecos como el que llevaba Gabrielle pero de colores más apagados. Repaso todos ellos con los dedos y me obligo a dejarlos a un lado en cuanto empiezo a preguntarme quién debía de usar esas prendas.

No puedo permitirme pensar en los habitantes de este pueblo y en sus historias perdidas.

Al fondo de uno de los baúles encuentro un paquete de libros con crujientes tapas de piel. Los levanto con cuidado, pero varios trocitos de piel se sueltan mientras los extraigo de su escondite. Abro el primer libro y paso los dedos por encima de la página. Es una fotografía, amarillenta por los bordes, de un bebé.

Solo he visto una fotografía en toda mi vida, la que se destruyó en el incendio de mi pueblo hace tantos años, y me sobresalto de nuevo al ver lo real que parece la imagen. Me asombra cómo la fotografía puede capturar un momento concreto de la vida, congelado para toda la eternidad. Para que los extraños como yo la admiremos y alabemos.

Con mucho cuidado, voy pasando las páginas y me encuentro con más fotografías. Hay una de una habitación pequeña con la luz del sol entrando por la ventana; y otra de un hombre joven y sin afeitar que está recostado en la cama con la mano colocada cariñosamente sobre el mismo bebé de la foto anterior, que ahora está dormido entre las mantas.

Hay otra foto de una niña sentada a una mesa, con la comida desperdigada por su cara sonriente.

Y otra de una niña que da sus primeros pasos, con la mano encima de la mesa, y un hombre sin rostro detrás de ella que extiende las manos, preparado para cogerla si se cae.

También hay fotografías tomadas al aire libre. Fotos de una niña con un columpio y una mujer joven mirando desde el lateral mientras la niña vuela por los aires. De una niña con dos coletas y las mejillas hinchadas, lista para soplar una tarta tachonada de velitas finas.

Fascinada, paso las páginas cada vez más deprisa, observando cómo crece esta niña.

Hasta que llego a la foto de una chica con la melena negra mojada sobre los hombros. Su madre está detrás de ella y la coge de los brazos. A su alrededor, las olas a punto de romper están eternamente quietas, con sus suaves sombreros blancos capturados antes de chocar.

Es el océano. Como el de la fotografía de mi tataratatarabuela cuando era pequeña. Y, por un momento, me quedo sin respiración, porque la chiquilla de la foto se parece a mí. Y la madre se parece a mi madre.

Las lágrimas empiezan a asfixiarse en mi garganta y me tiembla todo el cuerpo. A pesar de que comprendo que esa niña no podría ser yo: sus extremidades son demasiado largas y enclenques, su madre es más baja y regordeta que la mía. Pero por un momento, durante el tiempo que dura un latido, antes de que mi mente sea capaz de discernir esas mínimas diferencias, me pierdo en la idea de mi madre conmigo en el océano.

Paso el resto de las páginas del libro, pero todas están vacías y desnudas. Esta es la última fotografía. Una chica a quien no conozco, que existió antes del Regreso. En el océano, a salvo con su madre.

De repente, siento que el techo del ático está demasiado cerca de mi cabeza. Esta casa deja de ser suficiente para mí. Sé que esta soledad nunca se aposentará sobre mis huesos, y me doy cuenta de que sigo anhelando el océano, no me basta con asentarme en esta vida sin correr peligro.

Me duele el cuerpo al darme cuenta, y sacudo la cabeza mientras intento convencerme de que no puede ser verdad. Soy feliz aquí con Travis. Esto es lo que siempre había deseado: seguridad y amor.

Me falla la respiración, el aire es denso y me empuja hacia abajo hasta zambullirme en su interior, así que voy dando traspiés hacia la puerta y salgo al balcón desde el que puedo ver a los demás en su plataforma. Me froto los ojos porque la luz tan brillante casi me ciega.

Dedico el resto de la tarde a observar al resto del grupo haciendo sus tareas cotidianas. De vez en cuando, uno de ellos se detiene y me saluda con la mano y yo le devuelvo el saludo, pero, en su mayor parte, siguen con su vida como si yo no estuviera allí, dudando, analizándolo todo.

Su casa del árbol es más rudimentaria que la casa que ocupamos Travis y yo, sus paredes están hechas con troncos bastos, no tienen cristales en las ventanas. Se extiende por entre las ramas y resulta difícil decir dónde termina el árbol y dónde empieza la casa. Un extenso porche rodea toda la fachada, con plataformas de madera y pasillos que se introducen en los árboles circundantes, hacia otras casas y otras plataformas que conforman una retícula sobre el pueblo. Parece ser que tienen montones de provisiones, pues los he visto comer y reír tranquilamente.

Además, aunque parece que tienen un montón de espacio por el que desperdigarse, da la impresión de que prefieren mantenerse juntos. Todos viven bajo el mismo techo.

Son una familia feliz. Como la familia de las fotografías.

Un día, Harry y Jed sacaron una mesa al porche, y ahora comen siempre fuera. Observo cómo inclinan la cabeza hacia atrás cuando se ríen con ganas. También observo el modo en que la mano de Harry ha empezado a descansar en la cintura de Cass. Cómo cada vez pasa más tiempo con Jacob, como si fuera su propio hijo.

A pesar de que no puedo oír nada de lo que pasa en su mundo por culpa del estruendo de los Condenados, parece mucho más luminoso, ruidoso y pleno que el mío. Hace que mi propia casa parezca silenciosa y vacía.

No es que Travis y yo no hablemos, pues sí lo hacemos. Es solo que parece que las palabras se han vuelto innecesarias entre nosotros. Con solo mirarnos, con solo pensarlo, sabemos cuáles son los deseos del otro. Por eso, da la impresión de que nuestro universo se ha quedado mudo.

Los dos intentamos averiguar por nuestra cuenta cuál es la mejor manera de salir de esta casa, de salir de esta vida. Nos preguntamos cómo podríamos alcanzar a los demás y huir de este pueblo. Los dedos de mis pies se retraen ante el pensamiento de volver a adentrarnos en el camino, de buscar la siguiente puerta, de hallar el siguiente pueblo, el océano. De encontrar a la mujer que vivía antes en esta casa y decirle que hay alguien que todavía se acuerda de ella.

Que su vida sigue teniendo sentido.

Un día, a última hora de la mañana, salgo al porche, cuyos tablones están ya calientes por el sol estival, y veo que Harry está de pie al borde de su plataforma, el lugar más cercano a mí. Sacude la mano para saludarme y yo le devuelvo el saludo, y entonces traza un círculo con los dedos como si quisiera mandarme un mensaje.

Encojo los hombros a modo de pregunta, porque no le entiendo. Con la mano entera traza entonces otro círculo, pero sigo igual de perdida. Continúa haciendo gestos durante un rato y al final se rinde, llevándose las manos a las caderas. Entonces se da la vuelta, me da la espalda, y mira por encima del hombro. Yo hago lo mismo, manteniendo los ojos fijos en él mientras me doy la vuelta.

Sacude la cabeza para negar y veo que sube y baja los hombros mientras se ríe. Al final, se despide de mí con un gesto de la mano y vuelve a reunirse con los demás, mientras yo ocupo mi asiento habitual, con los pies colgando hacia la calle, y abro uno de los frascos de conserva de higo, para extender su azucarada mermelada sobre pan tierno.

Pataleo con los pies, dejando que el aire fresco me levante la falda, y contemplo la distancia existente entre nuestra casa y la verja. La distancia existente entre este porche y la plataforma de Harry. La densidad de los Condenados que hay entre nosotros. Y busco formas de escapar, pues mi deseo de continuar explorando hasta llegar al océano va reptando por mi piel conforme los días se nos escapan.

Intento no pensar en el libro lleno de fotografías escondidas en el baúl del ático. No se lo he mencionado a Travis por miedo a que piense que he vuelto a tener el mismo arrebato que con el vestido verde; que en cierto modo estoy obsesionada con las personas que nos precedieron y con sus historias.

Me pregunto si la chica de la fotografía sabía lo que se avecinaba. Que el mundo cambiaría de manera tan drástica. Una parte de mí quiere creer que la fotografía se tomó después del Regreso, que, de alguna forma, la madre y la hija están a salvo, envueltas por las olas del océano.

Pero sus ojos no desprenden miedo. Y nadie vive sin ese miedo después del Regreso. Es el miedo de la muerte siempre rondando a tu alrededor. Siempre necesitada de ti, siempre suplicándote.

Para distraerme de semejantes pensamientos, exploro el pueblo con la mirada. Me pregunto cómo debe de ser pasear por sus calles, cómo era cuando estaba lleno de vida. Nuestra casa domina el final de esta calle, con algunas viviendas de madera, pequeñas pero bien cuidadas, a lo largo de ambas aceras. No muy lejos veo los comercios en los que me fijé el día que llegamos aquí, con sus carteles que indican los artículos en venta (ropa, comida, servicios) meciéndose con la brisa, intactos. Es una estampa curiosa, porque en nuestro pueblo la Hermandad provee de todo y no hay necesidad de comprar y vender.

Sin embargo, por mucho que busco, sigo sin encontrar signo alguno de Dios grabado en los edificios. En lugar de eso, solo veo Condenados que salen arrastrándose de los edificios, que se cuelan por las tiendas. Toda la escena es demasiado surrealista para comprenderla, así que desvío la mirada, volviendo a adaptar la vista hacia Harry, Jed, Cass y Jacob.

Cuando el sol está lo bastante alto para darme de lleno en la cara, empiezo a sentir sed, así que me pongo de pie y me doy la vuelta para entrar. Entonces es cuando la veo: la flecha que sobresale de la madera de mi puerta. Bien envuelto alrededor de la saeta y asegurado con una cuerda hay un trocito de papel.

Lo saco de la flecha con los dedos pringosos de mermelada y lo despliego. Inmediatamente reconozco la letra apretada y retorcida de Harry. «Por fin nos comunicamos», dice la nota, y no puedo evitar soltar una risilla. La tímida risa da paso a unas carcajadas a pleno pulmón cuando veo todas las demás flechas que perforan la madera de la fachada de la casa, fuera de mi alcance. Cada una de ellas lleva un papelito atado a la saeta. Debe de haber por lo menos diez flechas en esa ala de la casa.

Y entonces miro por la barandilla del porche y veo que unos cuantos Condenados deambulan por el polvo con flechas colgando de distintas partes de su cuerpo, cada una de ellas con la correspondiente nota. Me río con tantas ganas que tengo que apoyar las manos en las rodillas, pues me duele la espalda ante semejante liberación.

Me doy la vuelta para buscar a Harry y lo encuentro en el borde de la plataforma, saludándome con la mano como siempre, con una amplia sonrisa en la cara. Ahora comprendo sus movimientos anteriores, intentaba que me diera la vuelta y mirara detrás de mí. Empiezo a reírme con picardía otra vez.

Incluso desde esta distancia soy capaz de adivinar que está orgulloso de sí mismo. Orgulloso de haber encontrado por fin un medio de comunicación, por muchos inconvenientes que tenga dicho medio.

Le saludo sacudiendo la mano y aprieto el mensaje contra el pecho. Me pregunto qué decía la nota de la primera flecha, si había escrito cartas más largas que se fueron acortando cada vez que el proyectil se desviaba y aterrizaba fuera de la diana. Me pregunto cuántos Condenados a nuestros pies llevan a cuestas planes de fuga.

Ahora me toca contestar a mí, así que entro en la casa y bajo la escalera de mano, para después correr hacia la planta inferior y llegar a la cocina. Encuentro a Travis en la alacena, contando frascos de conserva y anotando algo en un libro de contabilidad.

—¡Nos hemos comunicado! —digo sacudiendo la hoja de papel delante de sus narices.

Arruga un poco la frente, tal vez aturdido porque estoy tan emocionada que no consigo explicarme bien. Pero entonces sonríe para corresponder a mi sonrisa, coge la nota y la lee.

—Es de Harry —digo—. La ató a una flecha y luego la disparó hacia nuestra casa. Falló unas cuantas veces —reconozco—. Bueno, a decir verdad, bastantes veces. ¡Resulta que me he comprometido con el peor arquero del pueblo!

No me doy cuenta hasta que la palabra ya ha salido de mi boca: «comprometido». Es como si las letras quedaran suspendidas en el aire como la grasa que flota en el agua. Como una promesa que todavía perdura. Nuestros ojos se encuentran y creo ver dolor en ellos. La resignación de que, independientemente de la burbuja que nos rodee aquí dentro, Harry y yo tenemos una relación. Un vínculo.

—Travis —le digo, pues no sé qué palabras puedo pronunciar a continuación para darle confianza. Para enmendar el daño.

—¿Qué le vas a escribir? —pregunta él para llenar el vacío. Me da la nota y continúa contando frascos.

—No lo sé —contesto.

Y es verdad. Hay una parte de mí que desea contárselo todo. Que recuerda nuestra amistad infantil y nuestra noche del Enlace, y lo próximos que estuvimos el uno del otro en otra época. Que recuerda lo cerca que estuvimos de convertirnos en marido y mujer antes de que ocurriera la invasión.

De repente, me sorprende darme cuenta de lo sola que me siento.

Y es aterrador experimentar este sentimiento delante de Travis. Travis, que hace latir mi corazón y me produce un cosquilleo en los dedos con solo pensar en él. Travis, cuya respiración controlo mientras dormimos, cuyo corazón es la cadencia de mi vida.

Dejo caer la nota al suelo y se desliza por la madera con un suspiro. Travis se da la vuelta como si quisiera recuperarla y yo lo detengo a medio camino mientras se arrodilla. Me uno a él en el suelo, frente a frente. Trazo el contorno de su cara con el dedo, intentado recordar cómo fue la primera vez que me tomé tal libertad con este chico.

Sé al instante que mi cercanía le afecta. Lo sé por el sonido de su respiración, por el modo en que el aire se detiene en su garganta, por el modo en que su boca se abre aunque sea un resquicio. Lo sé por el modo en que sus pestañas aletean, por cómo me mira ahora a través de un laberinto de deseo.

Acerca mi cara hacia él, me roza los labios con los suyos y después coloca mi cabeza contra su hombro. Sus brazos me envuelven en un fuerte abrazo y comprendo lo mucho que me necesita. Me ovillo contra su cuerpo y dejo que juguetee con los dedos entre mi pelo.

Y cierro los ojos porque una parte de mí todavía se siente sola y perdida. Una parte de mí no sabe qué futuro podemos esperar de todo esto, qué felicidad podemos extraer de estos días. ¿Qué futuro podemos tener todos nosotros si somos los últimos seres humanos? ¿Si somos quienes deben soportar la carga de seguir avanzando, de volver a crear el mundo?

La responsabilidad me circunda. La responsabilidad por Travis, por Argos, por las promesas que ya le he hecho a Harry y que, en cierto modo, todavía nos unen, aunque nunca celebrásemos la ceremonia definitiva. Mi pecho empieza a desmoronarse ante el peso de todo esto, por el pánico absoluto a un posible fracaso.

Me deshago del abrazo de Travis y no vuelvo la mirada atrás para ver las preguntas que sé que deben de esconder sus ojos. No dice nada para detenerme.

Entonces registro toda la casa en busca de papel, y me tiemblan los dedos mientras subo un montoncito de hojas a uno de los dormitorios de la planta superior.

Mientras contemplo la página en blanco, me veo a la vez inundada por las palabras e incapaz de encontrar las que quiero utilizar. Las palabras que puedan transmitir la confusión que se fragua en mi interior. Por eso, empiezo a escribir todo lo que desearía haberle dicho a Harry. Y después lo que le habría dicho a Travis. Y a Jed y Cass. A mi madre, a mi padre, a mi futuro. Lo escribo todo, lleno las finas páginas de papel con palabras apresuradas y poco legibles, sin preocuparme de los borrones que dejo.

Una vez que he terminado, subo el fajo de papeles al ático y me siento contra la pared, con una caja de flechas a los pies. Con dedos temblorosos y manchados de tinta, envuelvo cada una de las hojas en una flecha y la ato con el hilo que encontré en un costurero.

Entonces salgo al porche y apunto. De pequeños, todos los niños de nuestro pueblo aprendíamos a utilizar las armas, entre ellas, el arco. El arma me resulta familiar al tacto, paso el dedo por el astil y cargo la flecha. Por un breve instante me pregunto cómo afectarán la hoja y el cordel a la trayectoria, si el tiro será igual de certero.

Tenso el arco y después, con un fuerte rebote, la cuerda recupera su posición habitual, mandando la flecha por los aires. Observo cómo describe una curva en el aire antes de clavarse en el cráneo de una mujer Condenada.

Cae al suelo y no se levanta. Agarro una segunda flecha con otra carta y la suelto de inmediato. Una y otra vez voy incrustando mi historia en los cráneos de los Condenados que nos rodean y, aun así, siguen acercándose. Su avidez los hace continuar, sin importarles tener que pisar a los miembros verdaderamente muertos de su legión caída.

Al final, cuando ya he tirado todas las flechas menos una, he derribado a veinte Condenados. Y a pesar de eso, no hay tregua. No hay resultados. Nada que marque mi hazaña.

Tomo la última flecha que me queda con la última nota atada alrededor y la suelto. Vuela en línea recta y se entierra en la madera que hay a los pies de Harry, que vuelve a estar en el borde de la plataforma, observando mi pequeña cacería.

Se inclina y saca el papel de la saeta, pero deja la flecha donde está. Desenrosca el papel y lo lee. Le digo que estamos bien y le pregunto si ellos también están bien. Y después le pregunto si se han planteado escapar.

Espero su respuesta.