Da la sensación de que los fundadores de este pueblo comprendían plenamente la naturaleza de la amenaza que existía al otro lado de la alambrada. Mientras que las plataformas de nuestra aldea eran pequeñas y contaban con escasas provisiones, aquí forman casi otro pueblo en sí mismas. Hay incluso casas de tamaño similar a la cabaña en la que yo crecí resguardadas en los recodos de las ramas más gruesas, y varios puentes de cuerda conectan unas plataformas con otras. A pesar de que únicamente hemos podido comunicarnos a través de la distancia que hay entre nuestra casa y la plataforma mediante señas, es evidente que el resto del grupo está sano y contento en los refugios de los árboles.
Del mismo modo, pese a que nuestro pequeño santuario está rodeado por unos infatigables Condenados, nosotros dos también parecemos a salvo aquí dentro, con los robustos postigos reforzados por barras que protegen todas y cada una de las ventanas del piso inferior. Mientras los Condenados no cesan de empujar contra las paredes y las puertas, nosotros nos cobijamos en el interior de la casa, donde estaremos a resguardo hasta que su persistencia venza la oposición de nuestras fortificaciones.
Tengo la impresión de que esta casa se construyó para un asedio así, y eso hace que me pregunte cómo y por qué nuestra propia aldea estaba tan mal preparada. Hace que me pregunte por qué este pueblo difiere tanto del nuestro. Por qué las casas son muchísimo más grandes y más sofisticadas.
La planta inferior está dominada por una estancia inmensa que sirve de cocina, comedor y sala de estar. En el centro de esa habitación hay una enorme estufa de leña, y a lo largo de la mayor parte de una de las paredes de la estancia se extiende una chimenea con barbacoa para cocinar, que es casi lo bastante alta para que yo quepa de pie dentro de ella.
En la parte del comedor vemos una mesa larga delimitada por unos bancos: tiene sitio suficiente para alimentar a una familia numerosa y a infinidad de vecinos. En un extremo de la sala de estar hay una pared cubierta de armas. Distingo algunas lanzas grandes, varias hachas de empuñadura larga y otras armas que no había visto nunca; todas tienen filos cortantes. Asimismo, hay arcos y unos baúles llenos de flechas. Y colocadas en un lugar de honor sobre la chimenea de la cocina, hay dos espadas relucientes con la hoja curvada y la empuñadura minuciosamente grabada.
En la parte posterior de la casa, camuflada detrás de la escalera, hay una alacena repleta de alimentos. Allí se almacenan, en tres o cuatro filas por cada estantería ancha, innumerables latas y frascos de frutas y verduras en conserva. Especias y hierbas secas, así como carne desecada, cuelgan del techo, y unos grandes toneles de harina de trigo y avena acaban de completar las provisiones.
Esta despensa tiene comida suficiente para mantenernos a los dos vivos durante años, o eso parece. Hay más comida de la que he visto en toda mi vida, y me pregunto si en la Catedral tendrían tantos víveres almacenados.
Justo al lado de la puerta de la despensa hay un patio diminuto delimitado por un grueso muro de ladrillo. Unas cuantas macetas resiguen el perímetro, listas para ser plantadas. En el centro hay un pozo que proporciona agua fresca para la casa y el jardín. Queda justo el espacio despejado suficiente para que Argos pueda dormir por las tardes al sol.
Al parecer, los habitantes originarios de esta casa esperaban algo así, esperaban la invasión inevitable que los dejaría incomunicados. Una isla en el mar de Condenados.
En la planta superior hay cuatro habitaciones: tres dormitorios y la habitación del bebé, cuya puerta cerramos aquel primer día y no hemos vuelto a abrir desde entonces. Exactamente igual que mi casucha del pueblo, esta imponente casa tiene una escalera de mano anclada a la pared al final del pasillo de la segunda planta. Trepo por ella y empujo la trampilla del techo, que abre paso a un espacio amplio que se extiende por toda la planta de la casa.
Aquí arriba hay todavía más comida forrando las paredes y más armas acumuladas en montones ordenados. Hay baúles almacenados en un extremo que no me molesto en explorar. En el otro extremo de la estancia veo una puertecilla blanca. Tiro del pomo y forcejeo con él hasta que finalmente cede, y las vibraciones suben por mis brazos cuando se abre como un resorte.
En el exterior hay un pequeño porche con unas barandillas gruesas a derecha e izquierda, y nada al frente. Cuando salgo a recibir la brillante luz del sol, acaricio el marco derecho de la puerta, una costumbre que proviene del mandato de frotar la mano sobre las Escrituras que siempre estaban grabadas en ese lugar.
Sin embargo, estas paredes están desnudas y lisas. No hay nada escrito en la pared, ningún recordatorio de Dios ni de Sus palabras. Vuelvo a pensar en todos los demás quicios de las puertas por los que he pasado desde que estoy aquí y caigo en la cuenta de que el resto también estaba vacío.
Me pregunto por qué la Hermandad de este pueblo no insistía en que sus aldeanos inscribieran fragmentos de las Escrituras, y después me percato de que no hay ningún reclinatorio para rezar en toda la casa. Tampoco hay tapices en las paredes que reproduzcan Sus oraciones. Esta casa no alberga ningún rastro de Dios. El descubrimiento me sobresalta: ¿cómo pudieron permitir que una estructura como esta dentro del pueblo cometiera semejante blasfemia, ostentara semejante libertad?
Y me pregunto, por un breve instante, si la Hermandad de este pueblo no controlaba de forma tan severa como la nuestra. O tal vez no controlaba en absoluto.
Me inclino sobre las barandillas del porche y observo la horda de Condenados que se arremolina dos pisos más abajo. Me fijo en que ninguno de ellos lleva el atuendo de la Hermandad, ninguno de ello lleva hábito. Repaso con la mirada los edificios que me rodean: ninguno de ellos tiene símbolos de Dios. Y, que yo vea, no hay ninguna Catedral.
Me da vueltas la cabeza mientras intento comprender la lógica de este nuevo pueblo. Intento adivinar si era un pueblo desprovisto de Dios o solo desprovisto de Hermandad. Intento adivinar si es posible seguir creyendo en Dios sin la Hermandad.
Mareada, me siento en el suelo, con los pies colgando por el borde del balcón y balanceándose en el aire, cosa que me hace sentir todavía más indefensa. Jamás he conocido la vida sin la Hermandad, sin su presencia y vigilancia constante. Jamás se me había ocurrido que Dios pudiera separarse de la Hermandad, que cupiera la posibilidad de que no hubieran estado siempre tan íntimamente entrelazados que uno no pudiera existir sin el otro.
Ese pensamiento me sobresalta y hace que mi respiración se vuelva entrecortada y superficial.
Algo oscila en el extremo de mi campo de visión y me aparta de mis revelaciones. Entonces reconozco a Harry de pie en el borde de su plataforma de los árboles, a corta distancia de nosotros. El mundo a mi alrededor vuelve a enfocarse mientras me incorporo y me coloco una mano sobre los ojos para protegerme del sol, para conseguir distinguir mejor mi entorno.
Me fijo en que hay un árbol enorme derrumbado no muy lejos de la casa, en la polvorienta calle, entre la plataforma de Harry y el porche en el que me hallo. Caigo en la cuenta de que antes formaba parte del elaborado sistema de casas en los árboles y veo que a mis pies hay varias cuerdas colgando de unos tablones. Descienden desde la parte frontal del porche, en la que no hay barandilla, hasta el suelo en el que los Condenados las pisotean.
Da la impresión de que las cuerdas pertenecían a un puente que salvaba el espacio entre ambas estructuras. Entonces se me ocurre que probablemente esta casa, nuestra casa, era el ancla de todo el sistema. Y ahora, por algún motivo natural o artificial, hemos quedado desgajados, abandonados a la deriva.
Me pregunto si existe alguna forma de que Travis y yo podamos llegar hasta donde están los demás, o de que ellos se abran paso hasta nuestra casa; si existe alguna forma de reparar el puente roto por el árbol caído. Me da un vuelco al corazón al pensarlo, pues no deseo renunciar a mi soledad con Travis tan pronto.
Harry me saluda con la mano y yo le respondo. Nos quedamos de pie, mirándonos el uno al otro, hasta que me doy cuenta de que me estoy frotando la muñeca en el lugar en el que la rozó la cuerda del Enlace, donde las costras de los arañazos todavía motean mi piel.
Intenta decirme algo, pero yo no le entiendo por culpa de la distancia y de los gemidos constantes de los Condenados. Me encojo de hombros y me llevo una mano al oído. Vuelve a gritar ayudándose con las manos alrededor de la boca, y una vez más, meneo la cabeza con un gesto negativo. Sacude la mano, se da por vencido, como si lo que quisiera decirme no fuese importante.
Al cabo de un rato vuelve a retirarse a la plataforma, regresa a su casa en el árbol, donde Cass, Jed y Jacob lo esperan. Enseguida veo un hilillo de humo que se eleva por la chimenea y me pregunto si ellos también han creado su propia vida. Si han encontrado el modo de ser felices en este nuevo lugar, igual que hemos hecho Travis y yo.
Vuelvo a deslizarme dentro del ático y rozo con la palma la pared lisa que hay junto a la puerta. Cuesta quitarse un hábito, y la ausencia no impide que mis dedos sigan buscando.
Conforme pasan los días, Travis y yo empezamos a pertenecer a otro mundo. Pasamos la mayor parte de nuestra vida juntos en el piso de arriba, donde las ventanas están abiertas a la luz y al aire fresco. Una vez más, los gemidos de los Condenados empiezan a integrarse en nuestro día a día, el ruido constante queda relegado a un murmullo en lo más recóndito de nuestra mente.
Solo muy de tarde en tarde, cuando trepo a la plataforma del ático para observar a mi hermano, a mi prometido y a mi mejor amiga, me pregunto si ellos llevarán una vida similar a la mía, con una tranquilidad cotidiana que oculta la amenaza tan inminente que acecha al otro lado de la puerta.
En una ocasión estoy a punto de preguntarle a Travis por qué no fue a buscarme cuando estábamos en el pueblo. Estoy sentada frente a él en la mesa del comedor y de repente se produce una pausa en la conversación. Me muero de ganas de conocer las respuestas, de saber cómo habría sido mi vida sin la invasión. Estoy recopilando mis pensamientos, con el dolor del anhelo todavía fresco en la garganta, cuando me sonríe y me da la mano; noto sus palmas rugosas contra mi piel, y me percato de que ya no importa. Porque ahora estamos juntos. Y no quiero arruinar la armonía que hemos encontrado.
Establecemos rutinas. Argos se pasa el día dormitando en distintos rincones. Travis mantiene la casa fortificada y yo mantengo nuestros cuerpos bien alimentados. El mundo exterior termina en la puerta de la vivienda, y eso incluye nuestros compromisos con el resto de las personas. Aquí, en nuestra morada, solo importamos nosotros y nuestra vida juntos, y durante un tiempo, es una delicia.
Hasta que llega un día en que vuelvo del porche de la azotea y me quedo frente a los baúles que amueblan el otro extremo de la habitación. Por primera vez, me llaman la atención, así que paso la mano por su madera pulida, mientras el olor del cedro invade mi cabeza.
A pesar de que sé que no puede haber nadie detrás de mí, pues Travis es incapaz de trepar por la escalera de mano que conduce a esta planta, me doy la vuelta para asegurarme de que no me vigila nadie. Y después, con mucho cuidado, levanto el pasador de uno de los baúles que queda en la parte superior de la pila.
Está repleto de ropa, cosa que me hace esbozar una sonrisa, contenta de haber encontrado una diversión para pasar la tarde. Uno por uno voy sacando todos los vestidos que están laboriosamente bordados y decorados con piezas de fantasía, cada uno de ellos plegado con mucho primor antes de haber sido almacenado. Cada uno es de un color distinto: algunos más vivos y otros más apagados; algunos con tonalidades que no había visto nunca. La tela es suave y vaporosa; las faldas llevan cosida una malla rígida que les da más cuerpo, vuelo y consistencia.
Los cojo uno por uno y los aprieto contra mi cuerpo, preguntándome qué debe de sentirse ataviada con semejante maravilla, hasta que me entran ganas de probármelos. Al principio tengo un poco de vergüenza, me da apuro notar el tejido extraño contra mi piel desnuda.
Sin embargo, entonces empiezo a plantearme qué mujer debió de ponerse esos vestidos en otro tiempo y por qué. Hace varios días que vivo en esta casa y me he prohibido imaginarme a sus anteriores ocupantes. Desde que tiré al bebé por la ventana no me he permitido especular acerca de los niños que en otra época comían sentados a la mesa de la planta baja, acerca de los hombres que fabricaban las armas, acerca de las mujeres que preparaban las conservas de frutas y verduras, que planificaban meticulosamente un asedio al que no pudieron enfrentarse porque no vivieron lo suficiente.
Y ahora que me he puesto sus prendas me asaltan sus recuerdos. Sé que la dueña era más alta que yo porque las faldas de los vestidos me arrastran por debajo de los pies y rozan el suelo polvoriento. Sé que sus pechos eran más voluminosos que los míos, tal vez debido a los hijos que tuvo. Sé que sus brazos eran más rollizos que los míos porque las mangas me bailan en las muñecas.
Lo que no sé es qué fantasías imaginaba cuando daba vueltas con este vestido. Qué hombre le puso la mano sobre el talle, haciéndole sentir un cosquilleo y provocando que sus pestañas aletearan.
De repente me mareo. El torbellino de pensamientos choca dentro de mí y siento la necesidad de saber todas esas cosas. Corro hasta la plataforma, todavía ataviada con el vestido verde de la mujer, y me arrodillo para estudiar a los Condenados que hay debajo. Examino los brazos de cada una de las mujeres, su cintura, su pelo, sus muñecas.
¿Cuál de ellas deslizaría la cabeza por este vestido? ¿Cuál de ellas pasaría suavemente las manos por su tela? ¿Cuál de ellas tuvo a la niña, educó a los hijos, durmió en la cama en la que yo duermo ahora?
Los Condenados son casi imposibles de diferenciar, pues todos comparten ese apetito y esa ansia interminable, esa piel deslucida y esos ojos inexpresivos.
Ninguna de las mujeres que veo en la calle me parece adecuada, así que corro hacia la escalera, desciendo rápidamente hasta el dormitorio y miro por todas las ventanas. Pero es dificilísimo. Están demasiado apiñados; se pisotean los unos a los otros; dan patadas al polvo en su amago incesante de acceder a esta casa, de acceder a Travis y a mí.
Sin molestarme siquiera en levantarme los faldones del vestido demasiado grande, corro como el rayo a la planta baja y agarro una de las lanzas de mango largo, con lo que sobresalto a Travis. No oigo lo que me dice mientras vuelvo a subir trastabillando por la escalera, con la empuñadura golpeando contra las paredes del pasillo. Su filo cortante pero oxidado deja su estela tras de mí, rascando los arañados suelos de madera mientras me dirijo a la carrera hasta mi ventana. Me inclino por encima del borde de la barandilla, forzando las costuras del vestido, y extiendo hacia fuera la lanza todo lo que puedo. Tiene longitud casi suficiente para llegar hasta la refriega de la calle desde la ventana del segundo piso, así que con ella voy apartando a los Condenados, en un intento de identificar mejor la cara de cada una de las mujeres.
Es como un apetito que no puedo satisfacer, una sed insaciable: tengo que saber quién vivió en esta casa, qué vida he suplantado. ¿Quién de ellas será la esposa y madre? Estoy casi segura de que seré capaz de adivinarlo con solo mirar a los ojos a la mujer que está aporreando su propia casa, a la que insiste en recuperar su antigua vida. La vida que yo le he robado.
Estoy totalmente fuera de mí, blandiendo la lanza contra los Condenados con los ojos empañados por las lágrimas, cuando Travis llega renqueando por fin a la habitación. Le cuesta respirar después de la ardua ascensión de la escalera.
Me coloca una mano en el hombro, pero yo me zafo de su gesto. Cegada, voy pinchando todos los cuerpos mientras grito:
—¡Cuál! ¿Cuál de vosotras?
Al final me arranca la lanza de las manos y me aparta de la ventana. Pero para entonces mi mente ha seguido dando vueltas y ha llegado a otras posibilidades, con otras teorías:
—A lo mejor se escapó —le digo—. A lo mejor no pudo volver a su casa pero sí pudo llegar a las puertas del camino —continúo—. A lo mejor le pasó como a Gabrielle.
Me llevo las manos a las mejillas, pues todo parece enfocarse por un breve instante. Tal vez escapó, tal vez están todos ahí fuera, solos y buscando algo. Tal vez yo soy quien tiene que encontrarlos, recordarlos, animarlos a seguir adelante. Empiezo a dar vueltas por la habitación, con la mente convertida en un torbellino.
—Puedo llegar hasta la compuerta —digo sin aliento y muy emocionada—. Puedo encontrarla.
—¿A quién? —me pregunta Travis en tono alto y firme mientras me agarra de los hombros—. ¿A quién estás buscando?
—A ella —contesto, y me señalo, al vestido que llevo puesto.
—¿De qué hablas, Mary? Lo que dices no tiene sentido.
Su zarpazo me impide que siga caminando, pero mis pies golpetean contra las maderas del suelo, mis dedos se clavan en la madera con el deseo de moverse, de actuar para saciar mi ansia.
—¿No lo ves? Ahora mismo podría haber alguien en nuestro pueblo, alguien dentro de nuestras casas. Alguien podría encontrar mi ropa y pensar que soy una de ellos, que estoy Condenada, pero no lo estoy. Estoy aquí, y ellos no lo sabrán jamás.
Consigo liberar mis hombros de sus manos y continúo dando vueltas por la habitación. Me llevo una mano al pelo mientras sacudo la otra a la vez que pienso, intentando reordenar los pensamientos agitados que tengo en la cabeza.
¿Quiénes somos sino las historias que transmitimos? ¿Qué ocurre cuando no queda nadie a quien contarle esas historias? ¿Cuando no hay quien las escuche? ¿Quién sabrá en el futuro que yo existí? ¿Y si de verdad fuésemos los únicos que quedamos vivos… quién conocería nuestras historias entonces? ¿Y qué pasará con las historias de todos los demás? ¿Quién las recordará?
—No hay nadie en nuestra aldea, Mary —me dice—. Y la mujer que solía vivir en esta casa, ¿qué importa ahora? Ya no está aquí. Si consiguió escapar viva, no se cruzó en nuestro camino.
Chasqueo los dedos.
—Tienes razón —le digo. Todos mis pensamientos cobran sentido de pronto—. Seguro que ha seguido adelante. Seguro que ha seguido otro camino, tiene que haber escapado alejándose de aquí.
Travis sacude la cabeza.
—Mary. —Vuelve a cogerme del brazo para impedir que siga moviéndome—. Dime por qué esto te importa tanto. Dime por qué ahora, de repente, todo esto es tan importante…
Detengo los pies y lo miro a los ojos. A esos ojos increíblemente bellos y tranquilos.
—Porque nadie volverá a saber de ella. Y eso significa que nadie volverá a saber de mí. —Mi voz se convierte en un susurro—. Cuando lleguen a nuestro pueblo, ¿quién me conocerá?
—Yo te conozco, Mary.
Me acaricia la mejilla con la mano, resigue con un dedo mi mandíbula, y me veo obligada a cerrar los ojos, para que no lea en mi expresión las palabras que golpean en mi cabeza pero que no puedo decir en voz alta. Que eso no es bastante.
Que estoy aterrada de pensar que él no es bastante.
La garganta me arde por las lágrimas acumuladas cuando me empuja contra su pecho.
—Yo te conozco, Mary —repite, y las vibraciones de su voz retumban por todo mi cuerpo. Ahora tiene los labios sobre mi oreja y es como si pudiera leer mi mente, pues dice—: ¿Acaso no te basta la vida conmigo, Mary?
Me invade el vacío cuando asiento, porque no puedo soportar decirle la verdad. A pesar de que es capaz de leerme el pensamiento, a pesar de que me ha demostrado lo bien que me conoce. A pesar de que ya sabe la respuesta. Porque todavía albergo la esperanza de que pueda llenar el vacío y el anhelo; de que mañana por la mañana pueda despertarme en sus brazos y eso me baste.