XXII

No hay ni un alma. No se ve humo subiendo por las chimeneas. Las elaboradas plataformas de los árboles están vacías, las escaleras de mano se hallan tiradas en el suelo sucio, con los travesaños cubiertos de matojos. Aquí el mundo es silencioso. Tranquilo. Yermo.

Durante todo el tiempo que llevamos caminando por el sendero, los gemidos de los Condenados han sido constantes. Cuando su sonido es tan incesante, la mente debe encontrar un lugar en el que almacenar el recordatorio machacón de la muerte. Por eso, los gemidos pasan a ser poco más que un murmullo, un ritmo de fondo para la vida.

Tal vez por eso ninguno de nosotros se da cuenta de que el tenor de ese murmullo cambia, se intensifica, se armoniza. De que se hace eco a nuestro alrededor y empuja hacia nosotros hasta que nos vemos rodeados por el ruido.

Sin percatarnos, cada uno de nosotros sigue su propia ruta, admirados por este lugar nuevo y a la vez desierto.

—¡Comida! —grita Jacob, con la voz vibrante por el éxtasis.

Se aparta de las manos hambrientas de Cass y corre hacia el edificio más próximo. Cass lo llama con desgana, su voz está quebrada por la deshidratación, y se tambalea tras él.

Nadie la detiene; el resto continuamos adentrándonos en el pueblo. A pesar de estar vacío, este lugar parece más organizado que nuestra aldea. Aquí las calles son anchas y están dispuestas siguiendo una retícula. Los edificios son más grandes y más sólidos. Hay una calle dedicada al comercio: junto a cada puerta, vemos colgados unos carteles que anuncian los productos que se venden en el interior, mecidos por la brisa.

Recorremos lo que parece la calle principal y Harry y Jed se desvían hacia un edificio en el que hay armas expuestas, mientras que Travis y yo nos quedamos solos y observamos con admiración nuestro nuevo entorno.

Levanto la mirada y me fijo en que, igual que nuestro pueblo, este lugar tiene plataformas en los árboles que sirven de refugio contra las rupturas de la alambrada. Sin embargo, a diferencia de nuestro pueblo, estas plataformas tienen verdaderas estructuras construidas en ellas: casas, pasarelas entre plataformas, cuerdas y poleas. Es como si encima de los árboles existiera un eco de la aldea que hay a ras de suelo. Como un reflejo en un cubo de agua.

Me quedo allí quieta, con la cabeza inclinada hacia atrás, mirando embelesada mientras la luz del sol serpentea por los brotes de los árboles y motea mi cara. Me llena de paz. Cierro los ojos y escucho el sonido del aire colándose entre las ramas, golpeando las cuerdas anudadas contra los troncos de los árboles y provocando que la puerta de una casa cercana se cierre de pronto contra la pared, aunque sin hacer casi ruido.

A pesar de que mis sentidos están atentos al mundo que me rodea, no me percato del aumento en el volumen de los gemidos.

Hasta que oigo a alguien gritar. Hasta que oigo a mi hermano gritar: «¡Corre!». Hasta que noto la mano de Travis que me agarra del brazo, el sonido de un cristal que se rompe junto a mi cabeza.

Salen a rastras de las puertas entreabiertas a la luz del sol. Los Condenados en letargo que han esperado durante tanto tiempo en este pueblo hasta que llegara carne fresca y viva se abren paso apartando verjas destrozadas, rompiendo ventanas polvorientas. Todo por atraparnos.

Me acerco a la plataforma más cercana pero Travis tira de mí para impedírmelo.

—La escalera —me dice, clavándome los dedos en el brazo con fuerza—. Con esta pierna no puedo.

Por un momento no entiendo lo que quiere decir, pero entonces me arrastra para alejarme de esa calle y me conduce hacia la portezuela y el camino. Me lleva de vuelta al mundo conocido, que es seguro y está a salvo de los Condenados; de vuelva al lugar del que vinimos.

Sacudo el brazo, pues soy incapaz de regresar al camino. Incapaz de renunciar a este pueblo y a mi búsqueda del final del Bosque y del océano. Sé que una vez que regresemos al camino estaremos atrapados, porque los Condenados bloquearán la puerta durante días y semanas. Jamás seremos capaces de volver a entrar en el pueblo.

—No lo conseguiremos —le digo a Travis.

Y tengo razón. Nos hemos adentrado mucho en el pueblo y los Condenados que hay entre nosotros y la verja son demasiados para esquivarlos a todos.

Azuzo a Argos para que salga del lugar en el que se ha cobijado, a mis pies, con las orejas puntiagudas y la vibración grave de un gruñido retumbándome entre las piernas. Me mira durante un instante, sus dudas son evidentes. Y entonces le doy un empujón con la rodilla y se marcha corriendo, recupera las lecciones aprendidas y corre de un edificio a otro. Retrocede y gruñe cada vez que huele la muerte de los Condenados.

Esta vez soy yo la que tira de Travis, quien anda con paso vacilante por culpa de la rigidez de su pierna malherida. Arrastrarlo me hace ir más despacio, pero me niego a dejarlo atrás.

Oigo los gritos aterrados de Jed y de Harry, pero no me molesto en ubicarlos. Lo único que se me ocurre es que también ellos están buscando refugio, confío en que lo hagan en el mundo vacío que hay en las copas de los árboles.

En cada una de las puertas, Argos ladra y retrocede. Los Condenados surgen de todas las estructuras, de todos los escondites de la aldea, y empiezo a temer que no vayamos a encontrar ningún refugio seguro; que este lugar no sea más que un nido de Condenados en hibernación.

Nos apartamos del centro de la localidad, alejándonos de las tiendas y acercándonos a las viviendas. Los Condenados salen a rastras de los campos circundantes y forman una masa que nos olfatea y sigue nuestro rastro.

Travis da un traspié y su mano se resbala de la mía. Me doy la vuelta y veo a un niño pequeño que se aproxima a nosotros. Tiene la ropa hecha jirones y los brazos le cuelgan inertes a ambos lados. Me maravillan sus ojos: de un insondable azul lechoso contra la piel pálida y blanquecina, con un mechón de pelo rojo. Las pecas le salpican la nariz y la parte superior de las mejillas, así como las puntas de las orejas.

Casi parece estar vivo, como si acabara de levantarse de la siesta para encontrar su mundo abandonado y distinto. Sin darme cuenta, extiendo la mano como si quisiera darle la bienvenida, decirle que no pasa nada, que acaba de despertarse de una pesadilla y que todo esto pasará y tendrá sueños más dulces.

Casi lo tengo en mis brazos, con la cabeza inclinada hacia mi mano y la boca abierta exponiendo sus dientes, cuando un pie calzado con una bota irrumpe delante de mis ojos, choca contra la cabeza del chico y lo manda rodando hacia atrás.

Es Travis, que todavía se agarra la pierna tullida. Me coge y tira de mí con el fin de alejarme del muchacho, conteniendo la rabia hasta que estemos a salvo.

No puedo evitar mirar por encima del hombro en dirección al chiquillo que hemos dejado atrás, que ahora lucha por ponerse de pie. Las manchas de sangre se mezclan con las pecas de su cara, y ahora tiene la nariz cóncava, incrustada en la cabeza por culpa de la patada que le ha propinado Travis.

Pero, aun así, va a buscarme. Tiene los ojos fijos en mí.

Argos me mordisquea los talones y sus dientes insisten en tocar la carne de mis pantorrillas. Utiliza su cuerpo para azuzarme, para empujarnos a Travis y a mí hacia una enorme casa de tres plantas que domina el final de la calle.

Ahora los Condenados están a menos de una brazada de nosotros y cuando cerramos la puerta de la casa, tenemos que apartarlos a manotazos, mientras ellos abren las fauces de par en par intentando mordernos.

Se inclinan hacia nosotros y huelo su muerte, pero al cabo de un instante estamos dentro y Travis empuja la puerta hasta que se cierra herméticamente.

La quietud de la casa me invita a actuar, así que corro hasta las ventanas y cierro los postigos a toda velocidad, utilizando las gruesas tablas apoyadas en las paredes para reforzarlos. Cuando tenemos asegurado el primer piso, corro a la planta superior y me encuentro con un largo pasillo con puertas cerradas a ambos lados.

Las uñas de Argos repiquetean contra la madera del suelo mientras olfatea las rendijas de todas las puertas. Aquí el aire huele a cerrado y a moho por la falta de ventilación. En la última puerta, Argos empieza a temblar, mientras un gruñido grave y prolongado sacude su estructura ósea.

Apoyo una mano contra la puerta, coloco el oído sobre la madera. Oigo un golpe repetitivo pero suave que retumba una y otra vez. Como el sonido de un gato encerrado en un armario; es como el eco de mi corazón palpitante. A pesar de que sé que debería esperar a Travis, me trago el miedo que se me acumula en la garganta y abro la puerta hasta dejar un resquicio de luz, lista para empujarla contra las manos de los Condenados.

Pero no pasa nada. Solo me llega el continuo golpeteo, que se oye más fuerte ahora que no hay barrera alguna entre él y yo.

Dejo que la puerta se acabe de abrir sola y me sorprendo al ver la luminosidad de la habitación. Una ventana grande permite que la luz del sol caiga formando un ángulo sobre una alfombra descolorida. Contra una de las paredes hay una cama individual con una colcha de patchwork en tonos azules y amarillos. Sobre el cabezal, colgado de la pared, hay un cuadro de un árbol con lustrosas hojas verdes.

Me doy la vuelta para mirar detrás de la puerta y entonces veo el origen del repiqueteo. Engolfada en un rincón, hay una cuna blanca con un faldón de encaje también blanco. No quiero saber más, pero al mismo tiempo me siento impelida a acercarme, a mirar por encima de los barrotes.

Hay un bebé, una niña, que hace mucho tiempo se destapó a base de dar patadas a las mantas. Tiene la piel cenicienta y la boca abierta en un perpetuo aunque silencioso grito. No tiene edad suficiente para darse la vuelta, ni para sentarse, ni para trepar y saltar de la cuna. Por eso se ha quedado allí tumbada, golpeando con sus rollizas piernecitas contra la estructura de madera de la cuna, llamando eternamente a su madre. Pidiendo comida.

Pidiendo carne.

Tiene los ojos totalmente cerrados, pero aun así sé que está Condenada. Lo sé porque noto que no hay sangre que bombee por su cuerpo, porque el suave punto de sus sienes no tiene pulso. Porque la piel se le cae a tiras. Por el olor que desprende.

Y porque ningún niño podría haber sobrevivido en este pueblo durante tanto tiempo de haber estado vivo. Sacude un pie descalzo en el aire y entonces veo las marcas de los mordiscos, un anillo de heridas que rodean su tobillo y que la han llevado a esta situación.

Me quedo de pie contemplándola. Nunca había visto un bebé Condenado. Debería sentir compasión. Debería sentir algo dentro de mí que me empujase hacia esta niña indefensa, alguna especie de sentido maternal adormecido. Debería sentir deseos de cambiarle la ropa ajada, de cuidarla.

Empiezan a temblarme las piernas por culpa de la fatiga, y el mundo que me rodea comienza a inclinarse, de modo que me veo obligada a apoyarme en los barrotes de la cuna para mantener el equilibrio. Argos monta guardia en la puerta, aúlla, con la cabeza levantada, y enseña los dientes. La habitación apesta a muerte, que enturbia mis sentidos, invade mi cerebro… Al perro no le gusta verme tan cerca del peligro de los Condenados.

Y aun así, la niña me hipnotiza con su gemido silencioso, su boca abierta, sus fervientes patadas; con su imperiosa necesidad.

Estoy más que cansada de la necesidad: la necesidad de sobrevivir y de alimentarnos, de tener seguridad y confort. Lo único que deseo es dormir en silencio. Quiero paz.

Pienso en la decisión de mi madre cuando eligió unirse a mi padre en el Bosque. Siempre he creído que se había contagiado por equivocación, en un arrebato salvaje de pasión al ver a mi padre junto a la frontera. Ahora dudo. Ahora me pregunto si sencillamente se rindió, si la lucha por la vida y la esperanza acabó por superarla.

Y esta reflexión se enciende como una mecha dentro de mi cuerpo, el calor me recorre hasta que siento como si las yemas de los dedos me ardieran. La furia late en mi interior. Furia contra mi madre, contra mí misma, contra nuestra propia existencia que siempre ha estado limitada por los Condenados.

Respiro hondo y a continuación agarro una manta que hay en un cesto, junto a la cuna, y la coloco en el suelo. Con cuidado, cojo a la niña, sujetándole la cabeza, y por un ínfimo segundo vuelve la cara hacia mí como si estuviera sana, como si yo fuera su madre, y noto que las lágrimas me resbalan por las mejillas.

Esta niña podría ser hija de mi hermano. Podría ser hija de mi madre. Podría ser hija de Travis y mía. Alguien era su padre. Alguien la cogió en brazos en otra época igual que yo hago ahora.

Me arrodillo junto a la mantita y coloco a la niña en el centro, mientras mis lágrimas forman círculos oscuros al caer sobre el tejido. Canturreo a la vez que pliego cuidadosamente las esquinas, envuelvo a la criatura y la abrazo contra mi cuerpo, intentando consolarla.

Una vez, aún en el pueblo, me imaginé cómo serían mis hijos con Travis. Tendrían el pelo oscuro como yo y los ojos verdes como él, y crecerían fuertes y sanos. No se parecerían en nada a esta niña, y sin embargo, notarla contra mí, notar su peso en mis brazos, es justo como me lo imaginaba.

Le paso un dedo por la frente y por el puente de la nariz. Cass me enseñó a hacer eso con su hermana pequeña, era un truco para conseguir que los bebés se durmieran. Pero esta niña no dormirá nunca, no soñará nunca, no amará nunca.

Estoy temblando cuando oigo a Travis cojear por el pasillo.

—Los demás han conseguido llegar a las plataformas y están a salvo —me informa mientras entra en la habitación.

Se detiene en cuanto me ve, en cuanto ve lo que tengo en brazos. Su rostro se contrae por el horror cuando asimila la realidad de la situación.

—Mary —me llama alargando una mano, para invitarme a que me acerque al pasillo.

Su tono es tenso, aunque intenta sonar amable y tranquilizador. Noto su vacilación, casi puedo oírlo gritándome que recupere el juicio.

Pero yo sigo meciendo a la niña y le canto una nana mientras la acuno, y ella gimotea con ese grito ahogado.

—Mary —repite, esta vez a modo de súplica.

Da un paso hacia mí con la intención de quitármela de las manos.

Pero, antes de que lo haga, me acerco a la ventana, apretando su cuerpecillo suave contra mí. La deposito en el hueco de la palma de una mano mientras con la que me queda libre abro la hoja de cristal. Dejo que el aire fresco y limpio me inunde, lave el hedor a muerte de la habitación. Me inclino hacia fuera, dejo que el sol me queme la piel, abrase mis lágrimas.

Y entonces dejo caer a la recién nacida.

Aterriza sobre la masa de Condenados que hay abajo, y no veo ni oigo que toque el suelo. Confío en que su delicada cabeza no haya sobrevivido a la caída desde un segundo piso y en que por fin, definitivamente, muera. No obstante, también sé que, aunque la criatura sobreviviera, ya no supondría ninguna amenaza para nosotros.

Un profundo escalofrío me recorre el cuerpo.

Travis se acerca a mí por la espalda y coloca los brazos alrededor de mis hombros. Le tiemblan las manos.

Levanto los dedos y los apoyo contra sus mejillas; noto el pulso acelerado de su corazón, que repiquetea bajo su piel. El calor.

—Estamos a salvo —le digo.

—Cuéntame una historia, Mary —murmura contra mi oreja, con el aliento tierno, húmedo y vivo.

Me conduce hasta la cama individual que hay apoyada contra la pared del fondo.

—No sé si me acordaré de alguna…

Sigo llorando, así que se sienta y tira de mí para que me coloque a su lado.

—Háblame del océano —me invita.

Cubre mi mano con la suya y empuja mis dedos hacia su boca. Sus labios se cierran sobre la carne de mi dedo pulgar. Recuerdo la noche en que llegó a la Catedral y cómo le alimenté con nieve, y recuerdo el tacto de su boca seca contra mis dedos agarrotados. Recuerdo la sensación de mi cuerpo derritiéndose por primera vez. Recuerdo que me sentí verdaderamente viva. Me permito liberarme de toda la tensión y el miedo y el dolor de los últimos días, y me derrumbo contra su cuerpo fuerte.

Dejo que me llene de esperanza una vez más.

—Me temo que a lo mejor no existe… —Se me quiebra la voz.

Se desliza al otro lado de la cama y me invita a que me tumbe junto a él, hasta que acabo ovillada contra su cuerpo, y noto la respiración caliente en la nuca, sus labios temblorosos contra mi piel. Sus brazos me agarran con fuerza, me coge de las manos y con el pulgar me acaricia la parte interna de la muñeca.

Me permito olvidarme del mundo en el que vivimos. Me olvido de nuestra aldea y de este nuevo pueblo y de la Hermandad y del camino y del Bosque. No pienso en los Condenados ni en mi hermano, ni en estar comprometida con Harry ni en mi mejor amiga.

Estamos solos en una casa que podría haber existido antes del Regreso y podría seguir existiendo después. Existe ahora, en un momento que es cotidiano y no está atenazado por la muerte y la supervivencia y el miedo.

Solo por un instante, deseo pensar en la vida y en nosotros, y en nada más.