Pasamos la mayor parte del día desandando lo andado, sin hacer ningún verdadero progreso en el nuevo camino que hemos elegido. Decidimos acampar temprano, pues todos estamos rendidos. Esa tarde me alejo del grupo y retrocedo, caminando en dirección a nuestro pueblo, hacia el punto en el que nos separamos de Gabrielle. Solo hace un día desde la última vez que la vi, desde que encontré las placas que marcaban los caminos, pero, cuando me acerco a la verja y escudriño el Bosque, no la encuentro, no consigo vislumbrar ese extraño tono rojo.
Me siento con las rodillas encogidas y pegadas al pecho para disfrutar de la soledad. Ese momento demasiado fugaz en el que todo está en calma antes de que los Condenados me huelan y vayan a arracimarse junto a las verjas clamando por mí. Es raro sentarse junto a la alambrada sin los Condenados, poder echar un breve vistazo a cómo debía de ser la vida antes del Regreso, antes de esos gemidos constantes.
Siento un escalofrío y a continuación oigo el ruido de unos pies que se acercan arrastrándose hacia mí. Me agacho y me doy la vuelta, pero descubro que es Travis, quien camina cojeando hacia mí por el sendero. Ninguno de los dos dice ni una palabra cuando él se sienta a mi lado, con la pierna malograda totalmente extendida, y empieza a masajearse con las manos la zona en la que se le salió el hueso.
Apoyo la cabeza en su hombro y él se da la vuelta para besarme en la frente. Estoy segura de que lo hace como muestra de cariño. Para decirme que está ahí y que puedo contar con él. Pero el roce de sus labios retumba en todo mi cuerpo y me hace vibrar de la cabeza a los pies. Se combina con el silencio y crea la ilusión de que solo existimos nosotros dos, sin muerte, sin responsabilidades.
Decir que siento deseos es poco. Necesito a Travis con una ferocidad que jamás he experimentado. Salvo con él.
Mi falda sisea cuando yergo la espalda y me apoyo en una rodilla para quedar frente a él. Sus ojos se agrandan, mira hacia el camino. Le cojo de la barbilla para obligarlo a mirarme de nuevo.
El aire huele a moho cuando tomo aliento y lo agarro por los hombros, me aprieto contra él tanto como puedo y luego un poco más, y otro poco más. Hay demasiadas capas de ropa entre los dos, y me enfado con todo lo que nos separa; me da rabia no poder consumirlo por completo, devorar todo su ser. Por un momento comprendo el ansia de los Condenados, la necesidad de poseer la carne de un ser humano vivo.
Desliza los dedos entre mi pelo y sus labios se acercan a los míos, ¡ay, qué cerca están! Los recuerdos, las dudas y los miedos me sacuden como un torbellino y los aparto de un empujón para concentrarme en este momento y vivir únicamente aquí y ahora.
Respiramos al unísono, jadeamos para obtener más aire, para impregnarnos más del otro. Y entonces sus labios rozan los míos. Con suavidad, con ternura, como una hoja que cae en el agua.
Me coge de las manos y entonces percibo que siente dudas. Noto sus dedos recorriendo la cinta del Enlace, que todavía cuelga de mi muñeca.
Me suelta, sus labios se alejan de mi boca y noto las lágrimas calientes en las mejillas. No soporto mirarlo a los ojos. Saber que vacila.
Se aparta de mí, igual que si me arrancara la piel de mi propio cuerpo, y se levanta. Aunque le brillan los ojos, se da la vuelta y empieza a alejarse arrastrando los pies por el camino. Tengo ganas de correr tras él, de lanzarlo contra la verja y de exigirle que me diga por qué no fue a buscarme antes del Enlace. Quiero culparlo por estas cuerdas que rodean mi muñeca.
Quiero explicarle que nunca lo habría hecho de haber sabido que él iba a ir a buscarme. Quiero suplicarle que me perdone por dudar de él, por dudar de que iba a hablar en mi defensa antes de haber pronunciado los Votos de Constancia Eterna. Quiero creer que no iba a permitir que me casara con su hermano, pero que sus planes quedaron truncados por la invasión.
Sin embargo, en ese momento, me distrae un movimiento en el Bosque, un destello de color rojo en el límite de mi campo de visión. Ya no corre, ya no anda ni se mantiene en pie siquiera, sino que gatea. Arrastra su cuerpo destrozado por el suelo hacia mí, con los dedos aferrados a la tierra sucia. El avance de Gabrielle es lento, insoportablemente lento. Tanto que casi resulta triste verla reducida a esto. Su cuerpo ha consumido todas sus reservas de energía y ha empezado a desmoronarse sobre sí mismo.
Que nosotros sepamos, los Condenados nunca mueren, no perecen, a menos que sean decapitados o reducidos a cenizas. No se pudren, no se descomponen, sino que se van desmembrando poco a poco, un proceso que resulta cada vez más lento cuando se aletargan como animales en hibernación. Por eso es extraño ver a Gabrielle así, tan indefensa. Con los brazos extendidos hacia mí, casi suplicantes. Sus gemidos son ahora suaves y agudos como el último llanto entrecortado de un bebé que busca consuelo.
Pero sus ojos son los mismos. Su necesidad es la misma.
A pesar de todo, siento lástima por ella. Me da pena ver en qué se han convertido sus sueños. Intento recordarla de pie junto a la ventana de la Catedral y me pregunto si su vida también tuvo alguna vez complicaciones similares a las mías. Me pregunto si alguna vez se sintió dividida entre la obligación y el amor. Me pregunto si su existencia es más sencilla ahora que solo debe concentrarse en una necesidad, en un único deseo.
Pienso en Travis y Harry y en este camino interminable, y me doy cuenta de que algunas veces la muerte llega antes de que uno se lo espere. Muy pocas veces estamos preparados para que nuestros amigos, nuestros familiares y seres queridos mueran, pero jamás estamos preparados para nuestra propia muerte. Nunca estamos preparados para reconciliarnos con nuestros propios reproches.
Empiezo a correr a grandes zancadas por el camino, con los ojos nublados por las lágrimas. Cuando me reúno con los demás, voy directa hasta Harry y extiendo el brazo, del que cuelga la cinta del Enlace mugrienta y deshilachada.
—Córtala —le digo—. Con el hacha.
Toma mi mano en la suya, levanta la cuerda para apartarla de la delicada piel blanca de la parte interna de la muñeca. El filo del hacha está frío y afilado, y corta con facilidad la fina cuerda.
Todavía tiene cogido mi antebrazo con una mano cuando los despojos de los delicados nudos del Enlace flotan hasta caer al suelo. Noto cómo tira ligeramente de mí, pero me resisto. Entonces levanta mi muñeca hasta dejarla a la altura de su boca y besa la piel desnuda, rozada por el cordel. Los ojos de Harry no están puestos en mí sino en su hermano cuando me deja libre, con una leve sonrisa posesiva en la cara.
Esto parece interminable. Por las mañanas lamemos el rocío de las hojas. Intentamos cobijarnos a la sombra para protegernos del calor del día, dormimos para conservar energía. Y sin embargo, poco a poco, vamos agonizando. Nuestros pasos se han vuelto más pesados y aletargados. La cojera de Travis es más pronunciada, como si no tuviera fuerzas más que para arrastrar la pierna detrás de él. Argos nos va a la zaga, pues ya ha dejado de adelantarse para explorar y jadea a cada paso, como si le superara el esfuerzo de la existencia.
Una tarde, dos días después de enterrar a Beth y cinco días después de la invasión, notamos que se prepara una tormenta y nos sentimos aturdidos de tanta emoción. Por desgracia, apenas cae una llovizna, suficiente para empaparnos las prendas y la lengua pero insuficiente para rellenar nuestras cantimploras de agua.
Apenas puede decirse que vivamos. Con cada paso nos parecemos más al reflejo de los Condenados que merodean junto a nosotros, al otro lado de la verja. Algunos días me pregunto qué nos diferencia realmente de ellos.
Conforme se agotan los días, noto el peso de la responsabilidad sobre los hombros. La pregunta de Travis se hace eco en mi mente: ¿y si somos los únicos supervivientes? De ser así, ¿acabaré por aniquilarnos a fuerza de insistir en que sigamos avanzando por el Bosque? ¿Acaso si hubiéramos regresado al pueblo habríamos podido decantar la balanza hacia el otro lado en la batalla contra los Condenados? ¿Tendríamos que haber vuelto? ¿Tendríamos que haber elegido otra ramificación del camino?
¿Soy responsable de la desaparición absoluta de la humanidad?
Diez días después de la invasión, mientras el sol de la mañana derrite la niebla, llegamos a otro claro en el camino. En esta ocasión, en lugar de tener dos sendas divergentes, nos hallamos ante una plaza cuadrada con una puerta distinta en cada lado. Cass se derrumba, tirando de Jacob hacia ella y ofreciéndole el final de sus provisiones: la ración de víveres que ella no ha ingerido para guardársela a él.
Cierra los ojos y apoya su mejilla enjuta sobre la cabeza del muchacho mientras él desliza la pequeña porción de carne seca entre sus labios.
He perdido la cuenta de la cantidad de intersecciones con las que hemos topado. Al principio intentaba memorizarlas todas como si fueran un mapa. Intentaba recordar qué caminos estaban señalados con qué letras. Me pasaba el día caminando mientras trataba de unir todas las piezas y resolver el acertijo, de encontrar la lógica secreta.
Sin embargo, poco a poco, empecé a olvidarme, las imágenes mentales que había conservado de cada camino y cada placa de metal empezaron a volverse confusas y a borrarse, hasta el punto de que en ocasiones tenía la sensación de que las letras se repetían; de que volvíamos a cruzar por caminos con los que ya nos habíamos encontrado, como un verdadero laberinto.
Estoy dispuesta a rendirme, a admitir la derrota, a contarles el secreto de las letras de Gabrielle y suplicarles que me perdonen por habernos metido en este lugar cuando Harry lee en voz alta las letras de las placas adosadas a las puertas, como suele hacer en todas las intersecciones a las que llegamos.
—X-X-X-I —dice, antes de arrastrarse hasta la próxima—. X-I-X —lee—. Y por último, X-I-V.
Levanto la cabeza como propulsada. El corazón me golpea en el pecho como si acabara de salir a la superficie a tomar aire después de pasar demasiado tiempo bajo el agua. Me acerco a trompicones hasta donde está Harry, inclinado sobre la última portezuela, mirando hacia el camino con la cara apoyada contra los oxidados barrotes.
Paso la mano por la placa metálica y después resigo con los dedos las letras inscritas: «XIV». Mentalmente, estoy repasando con los dedos el cristal de la ventana de la Catedral, siguiendo el camino que Gabrielle señaló para mí: «XIV».
Esas son sus letras. Ese es su camino.
—Deberíamos descansar aquí antes de seguir avanzando —dice Harry, pero yo ya estoy levantando el cerrojo, abriendo la puerta.
Oigo que protestan a mis espaldas, pero mis oídos palpitan por el bombeo de la sangre. No puedo esperarlos. No puedo descansar.
Me tropiezo por el camino, tengo las piernas todavía muy débiles, pero el cerebro las insta a seguir avanzando. Oigo a los demás detrás de mí, oigo a Cass chillando que ella no quiere seguir avanzando; que la dejemos sola.
Pero no espero.
El sol de la tarde se escabulle en el horizonte cuando no puedo más y caigo de rodillas, con la respiración encallada en el pecho; mi cuerpo protesta, exhausto y agotado. Los demás me alcanzan por fin entre jadeos.
—Tiene que ser aquí —les digo.
Y entonces es cuando veo el pueblo a través de los árboles.