XX

Después de enterrar a Beth, Harry y Travis regresan al punto del camino en el que Cass y yo estamos sentadas en silencio, observando cómo Jacob dormita con Argos, viendo cómo sus hombros huesudos suben y bajan de forma hipnótica. Harry anuncia que el plan es volver a reseguir nuestros pasos mientras todavía quede un resquicio de luz y acampar en la última intersección de la alambrada, donde el camino es más ancho.

Les digo que empiecen a andar sin mí. En lugar de seguirlos, doy media vuelta y me deslizo hasta el final del camino cortado, donde me encuentro a Jed de pie junto a un montículo de tierra. Noto el peso de la pena en sus hombros encorvados, en el modo en que sus manos cuelgan a ambos lados como si no les quedara ni un resto de vida.

—Fue la de rojo quien la atacó —me dice Jed, con los ojos fijos en la tierra que sigue filtrándose por la carne de su esposa muerta—. Era muy rápida. Demasiado… Beth estaba… —Traga saliva. Guarda silencio un instante—. Beth estaba embarazada otra vez —dice por fin.

Se le quiebra la voz mientras dice esto y dudo antes de acercarme a él, antes de deslizar su brazo sobre mis hombros para que yo pueda soportar parte de su dolor.

Por un momento tengo miedo de que vaya a rechazarme. Pero entonces se vuelca sobre mí. Soy la única cosa que impide que se derrumbe del todo, y por fin tengo la impresión de que volvemos a ser hermanos. Los vínculos que se forjaron cuando éramos niños son demasiado férreos para romperse.

—Jed —le digo. Y entonces hago una pausa y respiro hondo. Temo llegar al momento más doloroso—. ¿Qué le ocurrió a Beth? ¿Cómo se contagió?

Una piedrecilla se resbala del montículo de tierra que hay a sus pies y me suelta de pronto para agacharse a recogerla. La frota entre el dedo índice y el pulgar.

—Nos dirigíamos a la Catedral —me cuenta—. Íbamos a decirle a la hermana Tabitha que Beth estaba embarazada para que pudiera bendecirla como al resto de las madres al final de la ceremonia.

Me queman las mejillas al recordar lo que se suponía que tenía que ocurrir en vuestro último día allí.

Pierde la mirada en el Bosque.

—Oímos la sirena y nos resguardamos en una cabaña vacía. Estaba intentando atrancar la puerta cuando tú pasaste por delante corriendo con Harry. Observé cómo corríais hacia el camino y me di cuenta de que habíais tenido la mejor idea; supe que el camino era nuestra única oportunidad de sobrevivir. Y estaba muy preocupado por ti, Mary.

»Pero Beth —sacude la cabeza mientras revive el recuerdo— no quería entrar en el camino. Estaba demasiado aterrada. Quería subir a una plataforma, donde sabía que estaría a salvo. Exactamente como le habían contado. No me entendía cuando intentaba explicarle que el camino era más seguro. Que yo lo había recorrido otras veces con los Guardianes para reforzarlo.

Inclina la mano hacia atrás como si se dispusiera a arrojar la piedrecilla hacia el Bosque, pero se detiene en el último momento.

—Yo fui quien tiró de ella para que me siguiera. Yo fui quien la condujo al camino cuando empezó a llover. Pensé que si esperábamos hasta que se hiciera de noche… tal vez consiguiéramos escabullirnos entre los Condenados. Estábamos a apenas unos pasos de la cabaña cuando la Veloz la atrapó. Pensé que la lluvia nos ayudaría a despistarlos. Nos daría el tiempo que necesitábamos para huir. Pero no conté con la Veloz. Con la confusión de todo el mundo gritando, gimiendo y peleando… no la oí acercarse. Le arrebaté a Beth de las manos. Y que Dios me perdone, pero le lancé a otra persona viva con la esperanza de poner a salvo a Beth.

Me abrazo el cuerpo, tratando de imaginarme cómo debió de ser aquello para Jed; cómo debe de ser sentirse responsable de que la persona que más ama uno en el mundo se contagie.

—Entonces ya no había nada que pudiéramos hacer —dice en voz baja, derrotado—. Las personas que había subidas a las plataformas cercanas a la cabaña, las personas que conocíamos de toda la vida… vieron cómo Beth era atacada. Y empezaron a lanzarle flechas. Intentaban matarla, así que no podíamos regresar. Además, la sangre de la herida llamaba la atención de otros Condenados más lentos. Nos costó horrores conseguir llegar a la puerta del camino.

Lucha por contener la respiración, por contener los sollozos, y lo que más deseo en el mundo es arroparlo y mecerlo en mis brazos. Borrar ese dolor y esa congoja como intentaría hacer una madre con su hijo.

Pero no lo hago. Me quedo donde estoy, al pie de la tumba de Beth, y dirijo la mirada hacia el Bosque mientras me pregunto cómo es que nunca estamos del todo preparados para la muerte. Cómo puede ser que, a pesar de estar en todo momento rodeados por ella, alertados por ella, sabedores de que un error puede conllevar el Contagio, cómo a pesar de todo eso, cuando la muerte llega, no estamos preparados. Seguimos lamentando demasiadas cosas.

—No me quedó otra opción —dice al fin, como si me pidiera la absolución—. No podía permitir que se convirtiera en uno de ellos. No podía soportar imaginármela en el Bosque.

—Lo sé —le digo, pensando en nuestra madre y en la opción que ella tomó, en la opción que yo le dejé tomar.

—Ha sido lo más duro que he hecho en mi vida.

—Lo sé —repito, porque no se me ocurre qué otra cosa puedo añadir.

Jed asiente, me aprieta el hombro y se pone en marcha por el camino al encuentro de los demás, quienes ya están montando el campamento. Yo me quedo rezagada, reflexionando sobre la mentira que acabo de decirle a Jed.

Porque no acepto la mano de Dios; no creo que exista una intervención divina o una predestinación. No puedo creer que nuestros caminos estén prefijados y que nuestras vidas carezcan de voluntad. No creo en la inexistencia de algo como la capacidad de elegir.

A la mañana siguiente el sol no sale, sino que parece caer sobre nosotros de forma líquida, pues el aire es tan espeso y plomizo que la humedad cubre nuestros cuerpos de sudor. A pesar de que sabemos que debemos apretar el paso esta mañana, nadie ha movido un dedo para abandonar el pequeño claro en el que hemos pasado la noche. Cass da un sorbito a una de las cantimploras de agua y la pasa a los demás. Al cogerla, la noto casi vacía.

Hace tres días de la invasión. Estamos furiosos, aterrados y tristes.

—Deberíamos regresar —dice Cass.

A mi lado, Harry suelta un suspiro, como si hubiera estado conteniendo la respiración. Argos está tumbado a mis pies, con la cabeza apoyada en mi rodilla, y noto cómo le sobresalen las costillas igual que los maderos de un espigón cuando deslizo la mano por su costado. Menea letárgicamente la cola contra el suelo polvoriento.

—No nos queda suficiente agua para seguir caminando sin rumbo como hasta ahora —continúa Cass—. No podemos sobrevivir sin agua y no podemos confiar en seguir avanzando limitándonos a rezar para que vuelva a llover.

Apenas ha empezado el día y ya noto que podría llenar una de las cantimploras escurriendo el sudor que empapa mi blusa.

—A lo mejor deberíamos explorar a ver si encontramos agua —sugiere Travis.

—Lo que tenemos que hacer es regresar —responde Cass.

Sus palabras suenan muy bien enlazadas, como si hubiera representado mentalmente esta conversación unas cuantas veces antes de decirlas.

—Cass, cariño, no me parece… —dice Travis, y se me encoge el estómago al oír la palabra «cariño». Vuelvo la cabeza para apartarla del grupo y miro en dirección a los Condenados que se han arracimado junto a la verja, intentando ver por detrás de ellos, hacia el Bosque.

—Me da igual lo que te parezca —le dice cortante Cass.

Tengo que morderme el labio para no echarme a reír. No estoy acostumbrada a ver a Cass tan decidida. Me resulta poco natural, extraño y, sin saber por qué, de repente muy gracioso.

—Lo que no me da igual es que casi nos hemos quedado sin agua. —Se pone de pie y sacude la cantimplora vacía delante de las narices de Travis, obligándole a inclinarse hacia atrás sobre los codos—. Y nos quedaremos sin comida dentro de pocos días. Lo que no quiero es que acabemos muriendo aquí en el Bosque por tener miedo a regresar al pueblo —dice.

Da una patada al suelo con todas sus fuerzas, como si no pudiera controlar el cuerpo.

—No hay nada a lo que regresar —dice Jed con un tono que pretende zanjar la cuestión.

—¡Y tú qué sabes! —exclama Cass. Su voz se vuelve cada vez más aguda, más desesperada—. No puedes saberlo. Solo sabes que las cosas pintaban mal cuando te marchaste. No puedes saber si no han mejorado. No puedes saber si no fueron capaces de volver a contener a los Condenados y cerrar la brecha de la alambrada.

Jed no dice nada, pero su expresión indica que se ha retraído, ensimismado, que ha vuelto a sus recuerdos de Beth.

Cass empieza a dar vueltas a nuestro alrededor.

—¿Es que no os dais cuenta de lo que está ocurriendo aquí? ¿Es que no os dais cuenta de cómo va a acabar esto? Seguiremos los caminos hasta que estemos tan débiles que no podamos andar más y al final moriremos aquí.

Sacude las manos mientras habla y está tan absorta en su propio fervor que no ve las lágrimas en los ojos de Jacob, no se percata de que lo está aterrorizando.

—¿Qué sentido tiene deambular por aquí de esta manera? —grita.

—Hay algo más ahí fuera —digo al fin.

Se echa a reír, con los ojos abiertos como platos y envilecidos.

—¿Qué hay ahí fuera, Mary? ¿Te refieres al océano? —Coloca las manos sobre las rodillas y se inclina hasta que su rostro queda al mismo nivel que el mío—. ¿Podemos bebernos el océano, Mary? ¿Crees que tu precioso océano nos salvará cuando nos estemos muriendo en este camino?

Vuelve a incorporarse y, muy erguida, anuncia:

—Yo voy a regresar. —Nos repasa con la mirada antes de añadir—: Y me llevo a Jacob.

Alarga la mano hacia él, pero el niño se limita a gimotear y a apartarse un poco más; teme la locura que se desprende de sus ojos, teme la muerte que ha presenciado en el pueblo.

Cass se acerca hasta donde está sentado Jacob y lo agarra de la mano, tira de él para que se ponga de pie, pero el niño no quiere. Sus sollozos se convierten en un auténtico llanto que hace temblar su cuerpecillo, pero, aun así, Cass no lo suelta.

Al final, el niño exclama:

—¡Ay, me haces daño!

Así que Harry se acerca a Cass y la aparta.

Entonces Cass arremete contra Harry y lo agarra por la parte superior de los brazos. Deja marcas en los puntos de la piel en que le clava los dedos.

—Ven conmigo —le dice, prácticamente suplicándole. Ahora está jadeando, con todo el cuerpo tenso y tembloroso como si fuera a romperse en pedazos con la más leve de las respiraciones—. Jacob podría ser nuestro. Tú y yo juntos podemos cambiar todo esto. Podemos arreglarlo… Podemos arreglarlo todo. Haremos que las cosas sean como deberían haber sido.

Habla deprisa, con las palabras encabalgándose unas en otras como si temiera olvidarlas o perder la voluntad de decirlas en cualquier momento.

Ninguno de nosotros se mueve, ninguno de nosotros respira siquiera mientras vemos cómo se desmorona Cass.

—Piénsalo, Harry —insiste. Ahora su voz es más suave—. Todo sería como antes, cuando Travis estaba enfermo y solo existíamos tú y yo.

En ese momento me viene a la cabeza la imagen de Cass de niña. De su pelo rubio platino y sus ojos inocentes. De cómo me escuchaba con atención cuando le repetía las historias de mi madre a pesar de que no creía en ellas. Nunca comprendió nada sobre el mundo antes del Regreso. Su vida siempre estaba en el momento presente. En la dicha de un pueblo permanentemente protegido de los Condenados, ajena a todo lo que pudiera haber existido alguna vez más allá de las verjas.

—¿Y si somos los únicos supervivientes? —pregunta Cass dirigiéndose a todos nosotros, sacudiendo la mano ante nosotros—. ¿Y si somos los únicos que quedamos en este mundo? No podemos dejarnos morir sin más. No podemos ser el final de todo.

Harry nos mira uno por uno, con los ojos muy abiertos y las mejillas encendidas. Su mirada se detiene un instante más sobre mí, como si me mandara una silenciosa súplica para que le ayudase. Como si, de algún modo, yo supiera qué hacer.

—Los caminos están marcados —digo por fin mirándome las manos—. En el suelo, donde se separan. Hay una placa de metal que tiene unas letras inscritas. En la puerta de nuestra aldea también había unas letras parecidas. Igual que en el baúl que encontramos.

Los ojos de Harry se abren aún más y entonces se libera de las garras de Cass y se arrodilla en el punto en el que se bifurcan los caminos para apartar la hierba crecida, hasta que encuentra la plaquita metálica. Lee las letras en voz alta:

—I-V y V-I-I.

Jugueteo con la cinta del Enlace mugrienta que aún me rodea la muñeca. No quiero compartir con ellos las letras que Gabrielle dibujó en la ventana para mí. Es el último vínculo entre nosotras dos. El último secreto que compartimos.

—Esas letras tienen que significar algo —digo entonces—. Creo que, si las seguimos, conseguiremos averiguar qué orden tienen. Conseguiremos averiguar qué lógica encierran y a dónde conducen.

Cass suelta un gruñido en voz baja.

—Y entonces, ¿qué? —dice—. Ya seguimos uno de esos caminos y nos llevó a un callejón sin salida; no nos llevó a ningún sitio. Las cosas son como nos contaron de pequeños: ¡el Bosque de Manos y Dientes no tiene fin!

—¿Y si nos mintieron? —pregunta Travis con voz serena y comedida. Nos mira uno por uno—. Es evidente que nos mintieron acerca del camino. Los Guardianes iban dejando provisiones por el sendero a pesar de que siempre nos decían que no se podía entrar en él. Que nadie podía hacerlo. ¿Y si resulta que el Bosque sí tiene un final?

—Tenemos que regresar —repite Cass. Pero esta vez sus hombros se derrumban, las facciones del rostro flácidas por la fatiga y la voz vacía de sentimiento—. Por favor —añade. Se dirige a Harry y repite—: Por favor.

Pero nadie se mueve para unirse a ella, así que al final se da la vuelta y se aleja de nosotros dando traspiés por el camino.

Apenas ha recorrido unos metros cuando cae de rodillas y empieza a llorar, con unos sollozos desgarradores que parecen tener su eco en los Condenados que empujan las verjas a nuestro alrededor. Finalmente, Jed se pone de pie y camina hasta ella. Al principio ella sacude una mano como si quisiera apartarlo, pero él no se lo permite.

En lugar de marcharse, se sienta junto a ella, la coloca sobre su regazo y le arropa los hombros con los brazos. Recuerdo que cuando éramos niños solía abrazarme a mí del mismo modo cada vez que me despertaba llorando por culpa de una pesadilla. Tengo que volver la cabeza para no ver cómo Jed acuna a Cass, pues me arden los ojos, que anhelan aquella época; cuando todo lo que me preocupaba eran los monstruos de mis sueños; cuando mi hermano siempre estaba allí para consolarme.

Nos sentamos, cada uno en nuestro mundo.

—¿Y si Cass tiene razón? —pregunta Travis por fin—. ¿Y si somos las últimas personas que quedan? ¿Los últimos supervivientes?

Ninguno de nosotros responde.