—¿Qué? —chilla Cass.
Su voz denota un punto de histeria, y rodea a Harry para verlo con sus propios ojos. Empieza a aporrear la sección de verja que corta el camino, de un modo que me recuerda a los Condenados, siempre deseando estar al otro lado de la alambrada.
Por fin, Travis se acerca a ella y la abriga con sus brazos. Le dice que se tranquilice y la mece lentamente mientras Harry da un paso, aún por detrás de ella, y le coloca una mano en el hombro. Entre los dos intentan calmar los sollozos convulsivos de Cass. Incluso Argos trota a su lado, se apoya contra sus piernas y le lame la mano. Ella agarra con fuerza a Travis, veo cómo sus dedos se hunden en la carne del hombro de él, junto al cuello de la camisa, y no puedo evitar contemplar la escena con celos, como si tuviera una piedrecilla parecida a la posesión en la boca del estómago.
—Es inútil —murmura Cass—. Todo… Lo hemos perdido todo. Mi padre y mi madre… Mi hermana… —Respira con dificultad y veo que tanto Travis como Harry tienen lágrimas en los ojos—. Ya no están —continúa—. Ya no queda nadie. Están muertos. Y nosotros… —Empieza a sollozar de nuevo y todo su cuerpo se sacude—. Nosotros… el camino, ¡ay, Dios!
Sus palabras se convierten en gemidos. Travis la abraza aún más fuerte y le pasa la mano por el pelo para tranquilizarla.
Me arde la parte posterior de la garganta y noto que se me revuelve el estómago, pero no llega la arcada y nadie se da cuenta. Me entran ganas de arrancarle a Cass de los brazos, pero en lugar de hacerlo doy un rodeo por el lugar en el que está Beth acurrucada en el suelo y camino unos cuantos pasos más con intención de alejarme por el sendero. Intento respirar hondo, pero mi cuerpo todavía se estremece. Conozco ese dolor. Lo comprendo, yo he vivido con esa especie de arrepentimiento. Sé que debería sentir compasión por ella, sé que todos estamos en el mismo barco. Pero no puedo evitar la bofetada de calor, la rabia que se fragua en mi estómago.
—Creo que deberíamos pasar aquí la noche —exclama Jed—. No estoy seguro de que Beth pueda seguir caminando hoy. —Espero que les explique por qué, como me prometió; que les diga que se ha contagiado. Pero lo que dice es—: Está destrozada después de la pérdida de sus padres.
Levanto los brazos y empiezo a alejarme con grandes zancadas, pero Jed me alcanza antes de que pueda distanciarme lo bastante para que los demás no me oigan.
—No sirve de nada —me dice, pero no sé si se refiere a Travis, a Harry, a Beth o al camino.
Lo único que sé es que estoy llena de rabia por todo lo que ha pasado. Es como si un rayo atravesara mi cuerpo con toda su furia.
No puedo evitar echarme a reír, con el sonido de la risa salvaje en la garganta.
—¿Quieres que hablemos de lo que no sirve para nada, Jed? —le pregunto, porque quiero explotar por algún sitio y él es quien tengo más a mano—. ¿Qué me dices de mantener en secreto lo que le ha ocurrido a Beth? —lo digo en voz alta, con la intención de que todos lo oigan, y tal como deseaba, tanto Travis como Harry me miran cuando menciono el nombre de su hermana.
De repente, siento una necesidad imperiosa de herir a Travis, quien permanece abrazado a Cass, con los posesivos dedos de ella sobre su muñeca, como si fuera la cinta del Enlace. Quiero herirle por hacer que lo deseara con tantas ganas y después no ir a buscarme en mi última noche con Harry. Por no haber ido a por mí antes de que todo se volviera tan complicado y horrendo.
—Díselo, Jed —digo con los ojos todavía atrapados por la mirada inquisitiva de Travis—. Me prometiste que lo harías. Diles que Beth ya está muerta. Diles que te niegas a matarla. Diles que nos has puesto en peligro a todos.
No me muevo mientras veo cómo la mano de Jed se aproxima hacia mi cara, ni cuando noto el picor del impacto contra mi mejilla. Ni siquiera rechisto ni levanto la mano para aliviar el escozor.
Es fácil ver que Travis sigue sin comprender qué pasa. Beth, al oír su nombre, se despierta. Cuando se da cuenta de que todos la estamos mirando se incorpora rápidamente y el chal se le resbala del hombro y deja a la vista la herida infectada que tiene debajo.
Harry chilla como un animal herido y cae de rodillas al suelo. Empieza a arrastrarse hacia su hermana. Travis se limita a quedarse de pie y mirarme mientras yo noto cómo mi cuerpo se enciende por el calor. Empiezo a despreciarme, la vergüenza fluye por mi interior, me ahoga. Me doy la vuelta y corro de nuevo por el sendero.
Pero por lo menos sé que ahora Travis está sintiendo tanto dolor como yo.
Merodeo por distintos senderos, dejando montones de piedrecillas o de ramas pequeñas cada vez que llego a una bifurcación del camino, para después poder reseguir mis pasos y volver con el grupo. Ojalá encontrara algo que nos resultara útil; algo que pudiera entregarles como un obsequio con el que hacer las paces y demostrar que vamos en la dirección adecuada. Algo que demostrara que no vamos a deambular por el Bosque hasta morir de inanición o deshidratación.
Por desgracia no encuentro nada: solo el camino interminable repleto de zarzas y arbustos desmesuradamente altos. Unas parras marrones y muertas resiguen las intersecciones de la alambrada, con brotes que en otro tiempo debieron de presentar flores pero que ahora cuelgan lánguidos y secos.
Al final me encuentro de nuevo en el primer cruce de caminos, y allí me siento a contemplar la extensión del Bosque. Todo está muy tranquilo, porque los Condenados no se han despertado con el sonido de mis pasos.
—¿Gabrielle? —pregunto al silencio. Al principio lo digo en voz baja, pero poco a poco gano confianza—. ¡Gabrielle! —grito.
Al cabo de un momento oigo el ruido de un animal que se sacude entre los arbustos, y entonces su brillante chaleco rojo surge de los árboles y se abalanza contra la verja. No es a su nombre a lo que responde, sino a mi existencia. No viene porque la he llamado, sino porque tiene ansia de mí. Porque ha perdido el juicio y se muere de hambre y no conoce otra urgencia que el deseo de carne humana.
Parece un poco más lenta, como si su cuerpo hubiera empezado a romperse en pedazos por el esfuerzo de seguir demostrando tanta energía. Aun con todo, alarga los dedos hacia mí a través de los agujeros de la alambrada, con la boca apretada contra el metal, por si me acerco lo suficiente para que me atrape.
Se me pasa por la cabeza deslizar un dedo por la verja y metérselo en la boca. Dejarla que me consuma y me contagie. Abandonar la tortura del camino y de este anhelo que no puedo soportar.
Pienso en mi madre, allá fuera en algún rincón del Bosque, y en que tal vez pudiera encontrarla si yo también estuviera Condenada. Siempre me he preguntado si existe un ápice de reconocimiento entre los Condenados. Si son como animales salvajes que comprenden algo tan profundo y verdadero como el amor.
Alargo una mano y presiono con el dedo contra la uña de su dedo meñique, el único dedo que no tiene agarrotado y roto de tanto intentar romper a golpes la verja.
—¿Quién eres? —le pregunto.
Ahora sus ojos están velados y tienen un color azul lechoso. Sé que no me ve.
Las lágrimas recorren mis mejillas y chocan contra mi blusa.
—¿Es la vida más fácil al otro lado? —le pregunto, sin dejar de reseguir su dedo meñique con el mío. Intenta agarrarme la mano, pero la suya está demasiado destrozada para poder hacerlo.
Es casi igual de alta que yo y tiene una constitución parecida. En otra época podrían habernos confundido con dos hermanas, aunque su nariz, en el pasado larga y recta, ahora está encorvada, con el hueso del puente a la vista.
—Lo siento —le digo.
Deseo con todas mis fuerzas que pueda oírme. Que pueda comprenderme. Pero ella continúa hincando los dientes y, mientras el sol se desliza por el horizonte, yo continúo llorando con todas mis fuerzas.
Cuando me doy la vuelta para alejarme de ella mientras me froto debajo de la nariz, veo una cosa que resplandece entre la hierba en el punto en que confluyen los dos caminos. Achino los ojos e inclino la cabeza, pero ya no lo veo, así que me acerco al lugar donde la alambrada se separa y doy una patada en el suelo.
Oigo un leve tintineo y caigo de rodillas, utilizando mis dedos mojados de lágrimas para tantear por la hierba hasta que lo encuentro. Atada con un cable a la parte inferior de la verja hay una plaquita de metal igual que las que había colocadas sobre el cerrojo de las puertas. Esta se halla ligeramente a la derecha de la división, a menos de un palmo del principio de ese camino.
Igual que las otras barras de metal, lleva una inscripción. Froto los dedos sobre ella para eliminar la suciedad. Noto el relieve de cada letra: «XXIX».
Por curiosidad, escarbo al principio de la otra ramificación del camino y aparto los gruesos hierbajos muy crecidos para encontrar otra barra con letras similares: «XXIII».
Dejo caer el peso sobre los talones, hasta que me caigo al suelo con un ruido sordo y termino sentada. Igual que las puertas, estos caminos están marcados, no son azarosos.
Con miedo a estar viendo visiones o inventándome las cosas, me pongo de pie de un salto y corro hasta la siguiente intersección del camino; para cuando llego allí, mi cuerpo pide aire a gritos. Me dejo caer de rodillas y escarbo en la tierra hasta encontrar otras dos plaquitas metálicas, cada una de las cuales marca un camino. Una vez más, tienen letras similares: «VII», «IV».
Cierro los ojos e intento elaborar la secuencia lógica de las letras. Averiguar qué tratan de decirme; qué tienen en común. Pero mi corazón late demasiado rápido, la sangre fluye por todo mi cuerpo con tanta velocidad, con tanta exaltación, que no puedo concentrarme.
Me tiemblan los dedos mientras los froto contra las letras una y otra vez, una y otra vez. Vuelvo a pensar en la ventana en la que Gabrielle escribió su nombre y con total claridad veo en la mente las letras que dibujó debajo: «XIV». Las letras tienen que ser algún tipo de código, las placas de metal tienen que ser algún tipo de indicación.
A pesar de todo, no consigo adivinar cuál es. No soy capaz de hacer encajar las piezas. Aprieto los dientes por la frustración y tiro un puñado de tierra sobre la placa que he estado analizando. Vuelvo a enterrarla entre los matojos.
Mientras el sol languidece sobre las copas de los árboles y noto cómo me arde la piel que se va quemando poco a poco, retrocedo hasta nuestro campamento en el callejón sin salida, y repaso las letras mentalmente una y mil veces.
Todas esas veces llego a la misma conclusión: existe una conexión entre las letras y Gabrielle. Las letras me llevarán a ella. Resolverán el misterio de quién es y, tal vez, incluso de dónde proviene.
Ella intentaba decirme algo cuando escribió esas letras con el vaho creado con su aliento en la ventana. Y no me queda otra opción que interpretar su mensaje.
Repiqueteo con los dedos en los labios mientras continúo pensando. Me quema por dentro la urgencia de contarles a todos mi descubrimiento. De explicarles que ahora por fin tenemos algún rumbo. Algún propósito.
Troto por el camino, pasando apresurada por delante de los montoncitos de piedras que había ido dejando para indicar el camino de vuelta al resto del grupo, y me detengo únicamente para buscar las plaquitas metálicas, las señales del camino. Cada vez que repaso con los dedos las letras inscritas no puedo evitar echarme a reír.
Todavía estoy exultante por el júbilo y la risa cuando doblo una curva y me encuentro a Cass sentada, con Jacob dormido a apenas unos pasos de ella. El niño tiene el cuerpecillo aferrado a Argos como si fuera un recuerdo de la vida previa a la invasión.
—Beth está muerta —me dice sin molestarse siquiera en mirarme a la cara—. Están cavando su tumba. No quería que Jacob viera cómo la decapitaban. Ya ha visto más que suficiente.
El arrepentimiento me supera, y toda la alegría de mi descubrimiento se esfuma de mis huesos. No me he despedido de ella. No estaba allí.
No he hecho nada en sus últimas horas salvo provocarle dolor.
—Debería ir a ayudar —digo.
Noto mi voz tensa y siento el dolor en cuanto sale de mi garganta. Las lágrimas ya empiezan a descender de mis ojos y corren por mis mejillas.
Cass extiende una mano y me agarra del tobillo cuando intento pasar por delante.
—No —me dice.
Dejo que mis piernas se derrumben y termino bien acurrucada a su lado.
—Lo siento —contesto.
Vuelvo a disculparme, como si esas fueran las únicas palabras que soy capaz de pronunciar.
Asiente con la cabeza. Su expresión es grave, muy seria. No es la Cass que conozco de toda la vida, quien irradiaba luminosidad y rayos de sol. Quien siempre se mostraba despreocupada y alegre. Me duele ver cómo la oscuridad repta y se introduce en su espíritu, hasta conquistarla.
Dejo caer la cabeza entre las rodillas y coloco las manos ahuecadas sobre la nuca. De repente, encontrar unas ridículas piezas metálicas con letras grabadas parece absurdo. Es como si el mundo hubiera abierto sus fauces. Como si hubiera volcado de nuevo la realidad sobre nosotros, para recordarnos lo injusta que es nuestra vida. Lo inútil que es intentar existir cuando no nos rodea más que muerte. Una muerte incesante y decidida.
Una nube oculta el sol, sumiendo el mundo que nos rodea en una fría oscuridad. El viento mece levemente los árboles; las hojas muestran como un destello el envés blanco. El sabor de la lluvia cubre mi lengua y a lo lejos oigo los suaves murmullos de los Condenados, hasta ahora dormidos, que se despiertan para salir a buscarnos. Han oído mis pasos y olfateado mi rastro.
Decido no decirles nada sobre las letras. No quiero darles esperanzas. No quiero ver cómo Cass vuelve a derrumbarse, no quiero tener que soportar el peso de sus expectativas.
¿Y si las letras no significan nada? ¿Y si el camino no lleva a ninguna parte? ¿Y si desciframos el acertijo y de repente empezamos a aspirar a un final, y no encontramos ninguno? Basta con que yo sepa que los caminos están señalados, basta con que yo sepa que tengo que buscar las letras de Gabrielle.
Me pregunto si tal vez todos los caminos conducen a los Condenados. Si es un destino que ninguno de nosotros podemos eludir: tan seguro como la muerte. Me pregunto si tal vez tenía razón cuando era niña, si es cierto que no puede existir un lugar como el océano, un lugar tan inmenso que no esté contaminado tras el Regreso.