Me mantengo fiel a mi promesa: no digo nada a los demás sobre Beth. Aun así, la vigilo de cerca. La observo para asegurarme de que Jed no se aparta de ella en ningún momento. A pesar de que no tengo armas, estoy preparada para matarla, tanto si él quiere como si no.
Esa tarde, justo cuando el sol enciende como una llama las copas de los árboles, el camino se ensancha por fin, y nos da un respiro después de tanto tiempo de tener la verja tan próxima y acechante sobre nosotros y de temer que cualquier paso en falso pueda enviarnos contra la alambrada con un estrépito y hacernos caer en las manos de los Condenados. Vemos un baúl de madera apoyado en medio del claro del camino, sujeto con unas barras metálicas. Es largo y ancho y tiene un candado grande y oxidado en uno de los extremos. Argos lo olfatea, moviendo el rabo hacia delante y hacia atrás mientras baila muy alterado.
Nos arracimamos alrededor y me percato de que hay unas letras grabadas en la parte superior. Paso la mano por encima de los trazos para apartar las hojas podridas: «XVIII».
Vuelvo a pensar en las letras que Gabrielle dibujó en la ventana de su habitación: «XIV».
—¿Qué significan esas letras? —le pregunto a Jed.
Se encoge de hombros.
—¿Acaso importa?
—¿Las escribieron los Guardianes? —se me ocurre.
—No, el baúl ya estaba aquí. Fueron las Hermanas quienes nos hablaron de él y nos pidieron que mantuviéramos frescas las provisiones.
—Y ¿dónde está la llave? —pregunta Harry.
Jed vuelve a encogerse de hombros.
—No sé por qué no se me ocurrió traérmela.
Me doy la vuelta y escondo la cara en el hombro, para ahogar una risita.
Harry golpea el candado con el hacha, hasta que lo revienta al tercer intento. Dentro encontramos dos cantimploras de agua, dos bolsas de comida y dos hachas más de doble hoja. Jed coge una y Travis la otra.
—Deberíamos acampar aquí esta noche, donde hay más espacio —dice Harry.
Todos estamos de acuerdo, aliviados de apartarnos de la parte más estrecha del camino, así que los hombres empiezan a romper las tablas de madera que formaban el baúl para encender una hoguera, mientras Cass y yo preparamos la escasa comida.
En esta ocasión hablamos poco mientras comemos. Observo cómo las llamas devoran las letras grabadas en otro tiempo en la madera del cofre, y pienso en Gabrielle y en el aspecto que tenía aquella noche, cuando la vi por la ventana de la Catedral. Su pelo largo y moreno enmarcaba una piel que era a la vez pálida y oscura, como la luna cuando se posa justo encima del horizonte. Antes de que se convirtiera en una Condenada. Cuando no era más que una chica como yo, que oteaba a través de una ventana cerrada hacia la promesa del camino que discurría entre el Bosque, la promesa de otro mundo.
Esta noche, cuando me quedo dormida a pesar de la inquietud, con Argos acurrucado en mis brazos, sueño con Cass y con Jacob, que alargan las manos por entre la verja para atraparme. Lo que ocurre es que no están Condenados. Están a un lado de una portezuela cerrada con llave y yo estoy al otro lado de esa puerta, y los sonidos de los Condenados atruenan en mis oídos, pero no sé si ellos me persiguen a mí, o yo a ellos.
Cass abre la boca y grita, y yo me despierto disparada como un resorte para descubrir que sus gritos siguen haciéndose eco en mis oídos. Debajo de la mano noto la reverberación de los gruñidos de Argos, así que me siento muy erguida y miro hacia el lugar en el que Cass continúa gritando mientras señala con el dedo.
Lo primero que pienso es que Jed se equivocaba y Beth se ha convertido ya, pero entonces, por el rabillo del ojo, veo un fogonazo rojo y mi corazón deja de latir. Me atraganto con mi propia respiración cuando veo que Gabrielle viene a por nosotros. Me preparo para el impacto, para el rechinar de dientes, pero entonces oigo el traqueteo de la verja en el momento en que Gabrielle se estampa contra ella. Tres flechas sobresalen de su torso y uno de los brazos le cuelga formando un ángulo muy raro, pero eso no parece detenerla, ni siquiera le hace ir más despacio.
Otros Condenados se tambalean detrás de ella hasta que por fin se agrupan junto a la verja, todos clamando por acceder a nosotros.
Travis echa unos puñados de tierra a las ascuas del fuego de anoche mientras Harry y Jed se ponen en posición defensiva empuñando las hachas. Sin embargo, la verja contiene a los Condenados y lo único que nos ataca es el olor de su carne fétida y los sonidos de sus gemidos desesperados.
Abandonamos nuestro reducido campamento sin decir ni una palabra y volvemos a formar una sigilosa fila india cuando el sendero se estrecha. Caminamos deprisa para dejar atrás a los lentos Condenados que se arrastran para perseguirnos, incapaces de seguir nuestro paso. Pero Gabrielle aparece a nuestro lado detrás de todas las curvas. Es como Argos, corre con ventaja pegada a la verja, la zarandea, poniendo a prueba su debilidad, vuelve a correr hacia nosotros, intenta abrirse camino.
—¿Cómo consiguió salir del pueblo? —oigo que pregunta Beth lloriqueando—. ¿Cómo ha podido encontrarnos?
Jed aprieta a su mujer contra el cuerpo, pues el camino apenas es lo bastante amplio para que puedan caminar uno al lado del otro. Me busca con los ojos por encima de la cabeza de su esposa.
—Debe de haber vuelto a entrar por la brecha abierta en la alambrada —contesta.
—Eso significa que no queda nada en el pueblo para ella —oigo que comenta Harry—. Eso significa que la aldea debe de estar totalmente destrozada. Si no pudieron matarla…
Su voz se apaga, dejando que el resto de nosotros saquemos nuestras propias conclusiones.
Cass, que va de las primeras de la fila, se detiene al oír esas palabras, y cuando me acerco a ella, desliza la mano de Jacob en la mía y se queda rezagada. Oigo cómo solloza, cómo su cuerpo se sacude mientras lucha por tomar aire. Quiero detenerme y abrazarla, consolarla, pero, en lugar de eso, agarro con más fuerza la mano de Jacob.
—¿Por qué es tan diferente esa? —me pregunta el niño con su vocecilla infantil y un leve ceceo. Señala a Gabrielle, con su chaleco rojo brillante.
Meneo la cabeza. Pienso en cuando Gabrielle estuvo encerrada en la Catedral con las hermanas, en la última vez que la vi y en cómo busqué y rebusqué por el edificio pero no conseguí encontrarla. Pienso en el túnel, en las puertas que lo recorren, en las letras escritas a mano sobre las Escrituras. No puedo evitar volver a preguntarme qué le hicieron las Hermanas a Gabrielle, cómo pudieron provocar toda esta destrucción.
Una resplandeciente nube esponjosa acaba de cubrir la fuerte luz del sol justo por encima de nuestras cabezas cuando el camino se ensancha otra vez y nos topamos con otra compuerta que va de verja a verja. Situado sobre el cerrojo que la atranca hay una pequeña barra de metal con las letras «XIX» inscritas. Por un instante me recuerda a las puertas de la aldea, en las que las Hermanas inscribían todas aquellas frases de las Escrituras. Deslizo la mano sobre las letras igual que me enseñaron a hacer cada vez que entraba en una habitación para mostrar respeto a la palabra de Dios.
Sin embargo, en lugar de pensar en Dios, como se supone que debería hacer, pienso en Gabrielle.
Me pregunto qué relación habrá entre las letras que Gabrielle escribió en la ventana, las que encontramos hace unos días enterradas en el baúl de madera y estas, pero no consigo establecer la lógica. Levanto la mirada hacia el lugar en el que Gabrielle aporrea la alambrada con una pasión demente que jamás he visto en ningún otro Condenado. Me encantaría poder preguntarle estas cosas, consolarla, decirle que se calmara y después pedirle que me ayudara.
En lugar de eso, agarro el metal caliente que asegura la puerta y, cuando estoy a punto de levantarlo, Cass suelta un suspiro y se desmarca del resto del grupo.
—¿Qué haces? —grita para que su pregunta se oiga por encima de los chillidos de Gabrielle—. No sabes lo que hay ahí fuera. No sabes para qué sirve esta puerta. ¿Qué pasa si hay más Condenados al otro lado? Mary, podrías matarnos a todos.
—No tenemos otra opción —le respondo mientras acciono la palanca y la portezuela se abre ante mí, sin apenas emitir un chirrido. Aunque me sorprende lo mucho que pesa, me quedo de pie aguantándola mientras el resto de mis compañeros se desliza lentamente a través de ella.
Jed camina con un brazo protector alrededor de Beth, cuyos ojos ya se han hundido un poco en el cráneo; me percato de que sus pasos se han vuelto más inseguros, el pelo castaño le cae lacio sobre la cara. Intento apartar a mi hermano para decirle que esta noche tendrá que encargarse de ella. Beth es demasiado peligrosa. Pero menea la cabeza y niega antes de que yo pueda emitir una palabra y me dice que todo está bajo control.
Mientras veo cómo Harry y Travis atraviesan la puerta me pregunto si ellos también notarán esos cambios en su hermana. Si saben lo que le espera al final de este día. Si son conscientes de lo inevitable que es todo esto.
Sé que Jed todavía no les ha dicho que Beth se ha contagiado, a pesar de que con cada paso nos vamos acercando un poco más a su muerte.
Dejo que la puerta se cierre suavemente después de que todos hayamos pasado. Cuando vuelvo a colocar el cerrojo, encuentro otra plaquita de metal a este lado de la puerta. Grabadas en ella están las letras «XVIII», las mismas letras que estaban inscritas en el baúl. Me devano los sesos para encontrarle explicación, para adivinar qué significan esas letras, pero no llego a ninguna conclusión. Sacudo la cabeza y froto la pieza metálica con el dedo. Sus aristas vivas me hacen un corte en el dedo pulgar.
Me chupo la sangre del dedo mientras me reúno con los demás. Al cabo de unos cuantos pasos, el camino se bifurca en tres y nos encontramos ante un dilema. Argos trota por los distintos caminos, olfateando con furia, antes de venir a sentarse a mis pies, con la lengua colgando por un lateral del hocico.
—Podemos dividirnos, rastrearlos todos o sencillamente elegir uno —dice Harry con las manos en las caderas, mientras otea hacia el camino que se bifurca a la derecha.
Hay un pequeño claro en el lugar en el que confluyen los tres caminos y Beth ha aprovechado para acurrucarse sobre el suelo polvoriento, con el chal bien arropado sobre los hombros, y la cabeza apoyada sobre las piernas extendidas de Jed.
Cass se sienta con Jacob y coloca una mano encima de la suya mientras le ayuda a trazar unos números en la tierra.
—La elección es fácil —dice Cass sin levantar la mirada—. Tenemos que tomar el camino que nos aleje más de ella.
Señala con el dedo hacia donde Gabrielle sigue lanzándose contra la alambrada con el mismo furor que la primera vez que nos encontró. Ella es la razón por la que nos hemos visto forzados a caminar en fila india por este estrecho camino, temerosos de que, si caminábamos los unos al lado de los otros, pudiera atrapar a alguien desde la alambrada.
—Cass tiene razón —dice Travis—. Si seguimos el camino de la izquierda, no habrá forma de que pueda seguirnos.
Como todos estamos de acuerdo, Jed ayuda a Beth a levantarse del suelo y empezamos a recorrer con dificultad el camino de la izquierda, dejando atrás a Gabrielle, quien no deja de zarandear la verja. El sendero casi resulta solitario sin su constante presencia y una pequeña parte de mí reconoce que la echa de menos.
Llegamos a otras dos bifurcaciones dentro del estrecho camino durante las horas de más calor, y cada una de esas veces elegimos al azar qué dirección tomar. Justo cuando empieza a cambiar la luz, provocando que las distancias se nublen, Harry, que es quien camina a la cabeza, se detiene de pronto.
—Es un callejón sin salida —nos informa.