El dolor no llega. Abro un ojo y veo que el avance de la mujer hacia mí se ha detenido. El extremo de la larga empuñadura de la espada está enterrado en el polvo, junto a mi cabeza, y apenas separa sus dientes de mi carne. Continúa agitando piernas y brazos, arañándome las mejillas con las puntas de los dedos.
Caigo hacia atrás, quedo tumbada con ella manoteando sobre mí, y empiezo a arrastrarme por el suelo, deslizándome para salir de debajo de su cuerpo. Unas manos me agarran por los hombros y empiezo a contraatacar de nuevo, pero esta vez es Harry, que tira de mí y me libera.
Con un golpe limpio decapita a la mujer Condenada y su cabeza rueda por el suelo. Alargo la mano para recuperar el arma, pero está demasiado hincada en el hueso, clavada hasta el fondo. Harry me tira del brazo y me veo obligada a dejarla atrás, de modo que noto las manos demasiado vacías, demasiado vulnerables.
Mi cuerpo se estremece, me tiemblan las piernas y ya empiezo a notar el ardor de las lágrimas que aguijonean en mi garganta cuando nos ponemos en marcha de nuevo. El aire resulta pesado y huele a sangre, su acidez se me queda estancada en el paladar, como si la saborease en lugar de olerla. Noto convulsiones en el pecho con cada respiración, como si me faltara el oxígeno.
A mi alrededor, amigos y vecinos caen en las garras de los Condenados. Algunos ya han muerto y han Regresado, con las gargantas destrozadas, las extremidades malogradas. Continúan surgiendo de la niebla que nos envuelve.
Están por todas partes. Quienes se hallan en las plataformas procuran combatirlos, proteger a los vivos que quedan por la calle, pero los Condenados fluyen como una ola interminable, multiplicándose por momentos. La niebla lo confunde todo y hace que resulte difícil distinguir entre los vivos y los muertos.
Harry se encuentra a mi izquierda, y ha vuelto a cargarse a Jacob sobre los hombros. Señala un punto detrás de mí y entonces me doy la vuelta. A mi derecha está la Catedral, con sus muros de piedra gruesos y sólidos. Aunque los Condenados se arremolinan a nuestra espalda, todavía no han llegado al refugio de la Catedral. Las Hermanas y los Guardianes ya están apostados junto a los ventanales del segundo piso y tiran flechas sin cesar.
Oigo el sonido de los martillos mientras quienes se hallan dentro del templo fortifican los enormes ventanales de la planta baja. Todavía estamos a cierta distancia cuando veo a dos Hermanas que aparecen desde el lateral del edificio. Entre las dos, cierran las pesadas contraventanas que protegen cada una de las aberturas y se dirigen hacia la enorme puerta principal, desde donde otra Hermana les hace señas con las manos.
Parece que hay un problema con el último postigo. Mientras nos aproximamos, veo que lo sacuden con todas sus fuerzas para ver si cede. Al final, una de las Hermanas empuja a la otra hacia la puerta y se queda sola en el exterior; entonces me doy cuenta de que es la hermana Tabitha.
Forcejea contra la enorme contraventana descansando todo su peso en ella, apoyada de espaldas contra la lámina de madera. Por fin, la hoja se desatasca y observo cómo la hermana se tambalea hacia atrás en el momento en que el pórtico se cierra de golpe. Tira de una gruesa barra de metal y la coloca sobre los asideros que hay a ambos lados de la ventana, para reforzarla. Una vez terminada su labor, se apresura a llegar a la puerta principal y sus nudillos golpean la madera.
Harry y yo corremos como locos hacia ella, buscamos a toda prisa el refugio temporalmente a salvo de la Catedral. Intento gritarle que nos espere, pero me he quedado sin aliento y las palabras se ahogan en mi boca.
Sin embargo, parece que de algún modo se percata y, mientras se abre la puerta, ella mira hacia atrás. Se queda contemplando cómo Harry, Jacob, Argos y yo nos acercamos a pesar de que varias manos intentan tirar de ella para resguardarla en la seguridad de la Catedral.
Permanece quieta en el vano de la puerta. Duda.
No es que el mundo que me rodea se detenga, sino que cada detalle se vuelve brillante y vívido. Por un momento creo que estoy fuera de mi cuerpo, flotando y contemplando la escena. Ya no noto la opresión de los pulmones ni la fatiga de las piernas, ni la debilidad de la rodilla sobre la que me he caído hace un rato.
La hermana Tabitha esboza una sonrisa y veo que sus nudillos, aferrados al borde de la puerta, se han quedado blancos. Cada uno de mis pasos parece más lento y costoso. Estamos lo bastante cerca ya de la puerta como para distinguir a las Hermanas que, detrás de ella, le suplican que entre, le gritan que cierre la puerta. Gritan que hay que fortificar de una vez el templo.
Y aun así, ella aguarda. Impide que cierren la puerta con su cuerpo, hace oídos sordos. Da un paso hacia delante, alarga una mano como si con ello pudiera tirar de nosotros para que avanzásemos más deprisa.
No ve aproximarse el rayo rojo.
Y sin embargo, debe de percibir que algo espeluznante se avecina, porque yo dejo de correr. Tiene que oír el crujido de unos pies que corren a toda velocidad sobre la tierra seca a su derecha. Tiene que ver el gesto horrorizado de mi cara.
Gabrielle se abalanza sobre ella antes de que a la Hermana le dé tiempo a volver a la cabeza. Se estrella contra su cuerpo antes de que pueda cambiar de expresión. La hermana Tabitha intenta zafarse, intenta escapar metiéndose en la Catedral mientras Gabrielle se enreda en su larga túnica negra. Observo cómo las otras hermanas la expulsan a manotazos para apartarla de la puerta. Oigo sus sollozos de dolor, que se convierten en chillidos y luego en gritos ahogados. Oigo las expresiones de pánico de las Hermanas cobijadas dentro mientras tratan de cerrar la puerta y de expulsar a la hermana Tabitha para alejarla de ellas.
Gabrielle se fija en las otras religiosas y aparta de un empujón a la hermana Tabitha para abrirse paso. Está a punto de conseguir entrar, a punto de pisar el Santuario. Pero entonces, la hermana Tabitha extiende sus brazos alrededor del delgado cuerpo de Gabrielle y tira de ella para apartarla del quicio de la puerta, a pesar de que Gabrielle se retuerce e hinca sus dientes en la garganta de la Hermana.
La puerta de la Catedral se cierra a cal y canto mientras la hermana Tabitha y Gabrielle continúan peleándose en el suelo. La niebla se enrosca y arremolina alrededor de sus cuerpos entrelazados.
Noto que los gimoteos me ahogan y me llevo una mano a la boca, porque sé muy bien que no debo llamar la atención sobre mi persona, pues lo último que querría sería proporcionarle tan rápido una nueva víctima a esa cosa en la que se ha convertido Gabrielle. Los Condenados nunca dudan en abandonar a una presa recién matada con el fin de derribar a otro ser humano. Su naturaleza los lleva a matar y contagiar por encima de todo lo demás.
Parece que el mundo a mi alrededor se acelera, y de repente me siento mareada, todo da vueltas. Todas las escaleras de mano de las plataformas han sido recogidas o apartadas. La Catedral está cerrada. No queda ningún sitio a donde ir.
«Salvo el camino», me digo. Salvo la puerta por la que entró Gabrielle cuando llegó al pueblo hace tantas semanas. Hace tanto tiempo, cuando todavía estaba sana.
Me doy la vuelta y echo a correr a toda velocidad, con Harry pisándome los talones. Oigo el sonido de infinidad de pies que nos persiguen. Estoy segura de que Gabrielle nos está siguiendo. Cuando nos acercamos a la verja, la sirena empieza a atronar de nuevo, alertando a los aldeanos de algo que ya sé: las plataformas están llenas, todos aquellos que todavía estén a ras de suelo deben buscar otro refugio.
La alambrada se comba en los puntos en los que los Condenados que no han encontrado la salida empujan contra ella, el olor de la sangre fresca en el ambiente los vuelve locos y despierta su apetito. Noto los dedos torpes cuando forcejeo con el cerrojo de la puerta, y entonces percibo a Harry detrás de mí, presionándome, con la respiración caliente y rápida sobre mis oídos.
Por fin, el cerrojo cede y Harry nos empuja a todos a través de la puerta con tanta fuerza que me tropiezo y me caigo en medio del camino; me duelen las palmas de las manos. Me doy la vuelta justo en el momento en el que Argos se cuela por la abertura. La puerta se cierra de golpe y Gabrielle se choca contra ella, con la boca abierta y sangre resbalándole por la barbilla.
Cierro los ojos, contengo la respiración, dejo que la sirena resuene como el pulso por todo mi cuerpo, dando gracias por una vez de que el sonido sea tan ensordecedor que me abrume y bloquee el resto de mis sentidos. Ahora mismo no quiero ver nada. Ni oír, ni palpar, ni oler.
Pero mi cuerpo busca aire desesperadamente y el hedor de la muerte se filtra en mi interior. Me pongo de pie y regreso junto a la portezuela por la que hemos entrado, apartando de mi hombro la mano de Harry, que intenta detenerme. Cuando quedo a un brazo de distancia, me detengo. Me recompongo y miro a Gabrielle.
Miro a la muerte a los ojos.
Tiene los dedos rotos; los huesos de algunos de ellos empujan contra la carne. Sus brazos están hechos trizas y, aun así, se arroja hacia mí con una pasión que no cesará hasta que su cuerpo esté demasiado desgastado para seguir en pie y, aun entonces, seguirá gateando para intentar alcanzarme.
La sirena detiene su gemido una vez más y el sonido se ve reemplazado por el traqueteo de la verja, que Gabrielle zarandea una y otra vez, una y otra vez, restallando los dientes rotos mientras sus mandíbulas se cierran ávidas de alimento. Pero sus ojos continúan estando claros; tienen esa claridad de los recién Condenados. Y me mira fijamente como si yo fuera su única salvación.
Me doy cuenta de que estoy plantada en el mismo camino que ella recorrió para llegar hasta nuestro pueblo, y ahora es ella la que está atrapada al otro lado de la alambrada. Me gustaría preguntarle quién es, de dónde viene y qué quiere de mí. Por qué estamos conectadas a través de este lugar.
Pero entonces levanta la cabeza como si olisqueara el aire, algo llama su atención por el rabillo del ojo, y al instante se esfuma como un rayo en dirección al pueblo. Regresa a la niebla, donde la esperan mis amigos y vecinos. Regresa en busca de sustento.
Harry se acerca y me agarra para instarme a que continúe caminando por el sendero. Argos se enrosca entre nosotros dos, ladrando y gruñendo a los Condenados que empujan contra las verjas a derecha e izquierda. Sin embargo, me niego a moverme, a seguir avanzando. En lugar de eso, entrelazo los dedos por la malla de la verja junto a la que estaba Gabrielle hace un momento, y miro a través de la temprana neblina de la mañana hacia nuestro hogar.
—Era ella —susurro.
Mi cuerpo empieza a perder fuelle, como si no pudiera soportar más la presión y se derrumbara.
Harry me agarra del brazo, intenta tirar de mí para evitar que siga mirando la carnicería que esconde la niebla.
—¿De qué hablas, Mary?
—La chica de la que te hablé anoche. —Empiezo a golpear la verja, pues quiero sentir tantas emociones como me sea posible para demostrarme que sigo viva—. Gabrielle. La chica que llegó por el camino. Ella ha sido la que ha provocado esto. Ella es la razón…
—Mary, pero ¿se puede saber qué dices?
Su voz titubea al final de la frase, como si él también estuviera a punto de desmoronarse.
Siento que estoy despedazándome por dentro, todo mi ser se fragmenta al mismo tiempo.
—¿No lo ves? ¡Eso es lo que le hicieron! Las hermanas, ellas provocaron esto y…
Harry aparta mis dedos de la verja y me empuja contra su cuerpo.
—Eso ya no importa.
Intento zafarme de él, no quiero que me consuele, pues la furia y el terror se me mezclan en la boca del estómago.
—Pero ¿y si los Guardianes tuvieran algo que ver con…?
—¡He dicho que ya no importa, Mary! —Su voz retumba en mi pecho y hace que todo mi cuerpo vibre—. Lo hecho, hecho está. ¡Y ahora no es el momento de hablar de eso!
Inclino la cabeza hacia delante. Sé que no debería seguir insistiendo, pero no puedo evitarlo.
—Pero demuestra…
—¡No! —grita. Le brillan los orificios nasales cuando respira hondo, cierra los ojos y menea la cabeza. En el momento en que vuelve a hablar, sus palabras resultan bien escogidas, mucho más contenidas—. No demuestra nada. Solo que han roto la alambrada y han atacado nuestro pueblo, y que nosotros no estamos allí para ayudar.
Vuelvo la mirada hacia la aldea y veo figuras que se mueven, pero no soy capaz de distinguir si están vivas o Condenadas. No sé si es una escaramuza, una batalla o la guerra. Me parece ver otro flash de color rojo, pero no puedo estar segura de que no sea mi imaginación jugándome una mala pasada. Diciéndome que veo lo que quiero ver.
En ese momento, hay alguien que se acerca a nosotros y emerge de entre la niebla. Dos personas se aproximan. Doy un paso atrás y me pregunto si serán más Condenados. Me pregunto cómo he podido terminar al otro lado de la verja, temiendo lo que hay dentro de las fronteras.
Sus rasgos empiezan a cristalizar y reconozco la cojera de Travis.