XIV

Cuando la sirena aúlla a la mañana siguiente estoy aún en la cama. El perro que Harry me entregó la noche anterior como regalo de bodas, al que he llamado Argos, empieza a ladrar como un loco, intentando decidir si atacar a quien provoca el ruido o esconderse en un rincón.

Noto un tirón brusco en la muñeca y de repente me veo medio despatarrada en el suelo.

—Mary, levántate —me grita Harry.

Me ha tirado de la cama. Me quedo mirando la cuerda tensa que hay entre ambos. Con la mano que tiene libre, Harry palpa la mesita de noche buscando algo, pero yo sigo inmóvil, incapaz de dejar de contemplar la cinta. Mi mente es un torbellino de imágenes de la noche anterior: Harry besándome, la hermana Tabitha adoctrinándome para que sea una buena esposa y dé hijos a nuestro pueblo, Argos y sus sueños de cachorro…

—¡Mary, tienes que ayudarme!

Tira de la cuerda y noto cómo se me clava en la muñeca. Me percato de que le tiemblan las manos. De una zancada se coloca a mi lado, me agarra de los hombros y tira de mí hacia la mesa. Toma la espada ceremonial que había dejado en la cabaña la hermana Tabitha y la desliza por debajo de la cinta del Enlace.

Y en ese momento, la presión de la muñeca desaparece. Una vez libre, Harry empieza a saquear nuestra morada en busca de ropa y comida, que embute rápidamente en una bolsa.

Cojo el otro extremo de la cuerda y dejo que se deslice entre mis dedos. Las fibras han mantenido el calor en los puntos donde estaban los nudos que rodeaban la muñeca de Harry.

Da la sensación de que el tiempo se ralentiza, se estira y tensa como un hilo de lana. La sirena ahoga cualquier otro sonido, de modo que veo a la gente correr por delante de la ventana que hay junto a la puerta, lanzar miradas por encima del hombro, con la niebla arremolinada alrededor de sus pies como si en lugar de andar se deslizaran, pero todo ocurre en un silencio casi absoluto, sus movimientos se pierden en la única nota sólida y sostenida de la alarma.

El pánico para el que me había preparado desde niña no llega. En lugar de asustarme, camino hasta la ventana, sin molestarme en cubrirme el cuerpo mientras mis amigos y vecinos se desperdigan en dirección a alguna de las plataformas. A pesar de todo, una parte de mi cerebro, la parte que está enterrada en mi subconsciente, me urge a pasar a la acción. Me urge a vestirme y echar a correr. Correr como el resto del pueblo antes de que sea demasiado tarde. Antes de que las plataformas estén llenas y los aldeanos hayan subido todas las escaleras de mano.

Detrás de mí Harry grita órdenes, pero sus palabras se mezclan con la sirena, y todo forma un desbarajuste dentro de mi cabeza. Una pequeña parte de mí se pregunta si esta sirena retrasará la ceremonia, si todavía quedará tiempo para que Travis vaya a buscarme. Me pregunto si realmente se ha producido una invasión de los Condenados o si es algo como lo que le ocurrió a mi madre, si alguien se habrá acercado demasiado a la alambrada. Si alguien se habrá arriesgado, habrá perdido el juicio, se habrá Contagiado.

Argos araña el suelo con todas sus fuerzas, intenta abrirse camino excavando una zanja. Sus uñas raspan y se deslizan inútilmente sobre la madera y percibo su pánico creciente. Levanta la cabeza como si quisiera aullar, enseñando los dientes, suplicándome con los ojos que haga algo.

Por fin, estoy a punto de recoger mi falda cuando lo veo: un destello de color rojo brillante por el rabillo del ojo, que pasa como una exhalación por delante de la ventana. Conozco ese color. Conozco su artificialidad. Conozco esa rapidez.

Los Condenados están aquí, entre nosotros. No es ningún simulacro.

Gabrielle está aquí.

Me peleo con los botones de la falda y me acerco a la puerta mientras me paso la blusa por la cabeza. Me detengo justo cuando mis dedos van a tocar el pestillo de la puerta. ¿Y si es demasiado tarde? El corazón me late desbocado a la vez que la indecisión recorre toda mi sangre. ¿Y si las plataformas ya están llenas?

Vuelvo la mirada hacia Argos, que intenta decidir si seguirme o no, si confiar en que yo vaya a protegerlo. Harry está totalmente absorto mientras corre por la cabaña rebuscando en los cajones abiertos para ver si encuentra armas.

Al otro lado de la ventana veo a un niño y una niña que escapan entre la niebla, cogidos de la mano. Son hermanos. Los conozco; los conozco desde que nació el niño, Jacob, hace seis años. Jacob se tropieza y cae al suelo, y se lleva las manos a la rodilla ensangrentada por el golpe. Su hermana se detiene al darse cuenta de que se le ha quedado la mano vacía donde hace un momento estaba la mano de su hermano mayor. Mira hacia atrás por encima del hombro a Jacob, quien sigue en el suelo, con el brazo extendido hacia ella suplicándole que lo ayude. Ella menea la cabeza, se lleva los dedos a la boca y abre muchísimo los ojos; sus rizos rubios saltan con ese gesto.

De repente, todo su cuerpo se agarrota con un terror ancestral. Veo cómo se le forma una mancha húmeda en la parte delantera de la falda y la niña retrocede un paso, alternando la mirada entre su hermano y algo que ve detrás de él. Jacob vuelve la cabeza y entonces se deja caer sobre la espalda, utilizando las palmas de las manos para arrastrarse por el suelo polvoriento y lleno de obstáculos. El marco de la ventana me tapa parte de la escena, así que tengo que apretar la cara contra el cristal en una posición muy extraña para ver lo que ya sé que está ahí. Es un grupo de Condenados que se abalanza sobre el muchacho. Siempre van en grupo.

La niña da dos pasos hacia su hermano, lo agarra del brazo y tira de él, pero es demasiado pequeña y débil para arrastrarlo. Los Condenados se acercan y el niño pelea con su hermana, intentando zafarse de sus manitas para alejarla, para empujarla hacia las plataformas.

Todo esto ocurre en el lapso de tiempo entre un latido y otro, y me aparto de la ventana antes de que mi corazón vuelva a latir de nuevo, antes de ver el destino de Jacob, que conozco demasiado bien. Igual que la niña, sacudo la cabeza sin acabar de creérmelo.

Cunde el pánico. Y el pánico provocará que quienes se han encaramado a las plataformas suban las escaleras de mano de un momento a otro. Harán todo lo que puedan por salvarse los primeros.

A Argos se le eriza el pelo del lomo, baja la cabeza y veo que su cuerpo vibra con un gruñido. Todos los perros de nuestra aldea temen a los Condenados de manera instintiva y han sido entrenados para reconocer su olor. Todo su cuerpo está concentrado en vigilar la puerta de la cabaña, nos avisa de lo que se fragua al otro lado.

Algo estalla dentro de mí. Una mano me aparta de la ventana. Harry me planta la espada ceremonial en la mano y me agarra de la barbilla, con los dedos clavados en la mandíbula mientras busca mis ojos.

Se le hincha el pecho, el sudor le baja por las sienes. Y entonces abre la puerta de par en par, sale como un rayo y vuelve antes de que yo tenga oportunidad de reaccionar. Antes de que tenga oportunidad de gritar o retenerlo. Va y vuelve mientras yo todavía me froto el punto de la piel en el que acaba de hundirme el pulgar. En los brazos lleva a Jacob, a quien tanto su hermana como yo habíamos dejado en manos de los Condenados. Harry deja caer al chico sobre la cama y continúa con su actividad de recopilar provisiones.

Me lanza un hatillo y yo lo aprieto contra mi pecho con una mano, a la par que sigo aguantando la espada con la otra. Coge dos cantimploras llenas de agua que estaban colgadas en una percha junto a la puerta y entonces se detiene a mirarme. Yo sigo de pie en el mismo sitio en el que me ha empujado, contra la pared.

Alarga una mano hacia mí y yo la acepto. Sus dedos resiguen la cinta blanca del Enlace que cuelga de mi muñeca y veo un amago de sonrisa dibujado en sus labios. Abre la boca para decir algo, pero he quedado ensordecida por la sirena interminable.

Noto cómo la cabaña tiembla cuando algo choca contra la puerta. Harry se aleja de mí y coge a Jacob en brazos. Se lo carga al hombro. Al llegar a la puerta, se detiene, coloca la mano sobre la madera y repasa las Escrituras que están talladas en el marco. Deseo cerrar los ojos, negar lo que está ocurriendo. Fingir que este día no ha empezado nunca… no empezará nunca.

Intento palpar y agarrar fuerte la empuñadura de la espada, mi única arma. Desde una edad temprana, todos los habitantes del pueblo aprendemos a pelear por si llega un día como este. La madera del mango está muy pulida y se me resbala por la palma empapada. Me resulta extraña, demasiado rígida, y además, la bolsa de víveres me desequilibra.

Y entonces, antes de que tenga tiempo de recolocarme el peso, de prepararme, Harry abre de nuevo la puerta y echamos a correr.

Incluso cargando con el chiquillo, el agua, un hacha y su propia bolsa de provisiones, es más rápido que yo; sus pasos son más seguros que los míos, y además, el terror me nubla la vista. Argos se enrosca entre mis piernas, pues no conoce un mejor refugio, y me tropiezo.

Nuestra cabaña está detrás de la Catedral, justo en el extremo de la zona principal de viviendas de la aldea. Aquí son escasas las plataformas, pero aun así corro hacia la más cercana, entorpecida por la voluminosa bolsa que llevo apretada contra el pecho. Cuando mis dedos están a punto de agarrarse a la escalera colgante, esta se me escapa de las manos, pues resbala mucho debido a la neblina de la mañana. Me detengo a mirar a la gente que hay subida, solo está medio llena. El hombre que acaba de recoger la escalera se limita a encogerse de hombros mientras me devuelve la mirada. Ni siquiera se disculpa. Aunque tampoco habría podido oír sus palabras con la sirena embotando mis sentidos continuamente.

A su lado, en la plataforma, varios hombres apuntan con arcos y tiran flechas hacia objetivos que se hallan en algún lugar posterior a mí. Noto la compresión de una flecha que divide el aire en dos al pasar junto a mi cabeza. No sé si la flecha iba dirigida a mí o a algo que hay detrás de mí, pero me niego a mirar por encima del hombro para averiguarlo. La realidad es demasiado dura para asimilarla en estos momentos, así que la aparto de un manotazo.

Histérica, miro a mi alrededor en busca de otra plataforma y me tambaleo hacia ella. Argos continúa junto a mí y me muerde la falda para que me quede quieta, y al final me tropiezo y me caigo de rodillas. Levanto la mirada y veo a Travis en la base de la escalera, a apenas diez pasos de donde estoy arrodillada. Está esperando que le toque el turno de subir, con Cass a su lado.

No puedo reprimirme y grito su nombre.

Por supuesto, es inútil. La sirena es estruendosa, y el pánico comunitario nos ha dejado a todos sordos. Vuelvo a chillar y cierro los ojos por el esfuerzo de aunar todo el aliento que me queda dentro del cuerpo para que salga en esa única palabra. La sirena se detiene justo en el instante en el que el sonido abandona mi boca y el mundo se sume en un silencio roto únicamente por el eco del nombre de Travis que sale de mis labios.

Es como si yo hubiera congelado el mundo por un momento. Travis levanta la mirada y nuestros ojos se encuentran. Dos latidos y luego tres… somos casi como una sola persona. Allí, en medio de la nada, existimos por un breve instante en nuestra propia calma, y casi puedo imaginarme el contacto de sus labios contra mis muñecas.

Y entonces, algo me tira de la manga mientras unos hombres empiezan a gritar órdenes y los gemidos de los Condenados se arraciman a nuestro alrededor, chocando contra el silencio. Intento defenderme desesperada golpeando con la mochila, pero quien me agarra es Harry, que consigue esquivar mis golpes.

Me coge del brazo y tira de mí para alejarme del círculo de casas, de las plataformas abarrotadas y de Travis, en dirección a la Catedral. Oigo gritar a la gente. Cunde el pánico, el dolor, el terror. El sonido crea una armonía con los gemidos, con los gritos de la batalla.

Algo me tira del pelo y me tambaleo, al final caigo apoyando una rodilla. Ruedo hacia un lado mientras unos resbaladizos brazos grises intentan atraparme. Acabo tumbada de espaldas, y Argos ladra como un demente mientras una mujer Condenada cae sobre mí. Palpo la hierba que me rodea con las manos hasta que noto la madera suave de la empuñadura de la espada. Me revuelco y entierro la hoja afilada en el hombro de la mujer Condenada.

Es la primera vez que empleo un arma contra algún Condenado y siento náuseas al notar que el liso metal corta la carne y se clava en el hueso. La mujer sigue atacándome, aunque lleva el brazo totalmente colgando; varios mechones de su grasiento pelo rubio se le pegan a la cara. Intento tirar de la espada para sacarla de su cuerpo, pero no consigo hacer palanca.

La mujer continúa abalanzándose sobre mí. Tiene la boca abierta con la mandíbula caída, y veo huecos donde le faltan algunos dientes. Subo las manos para intentar apartarla y me clava las uñas. Tiene la boca tan cerca de mi carne que noto el hedor de la muerte que se filtra por mi interior. Le doy patadas, suelto manotazos contra ella, pero es en vano. Cierro los ojos y espero.