XIII

Lucho por mantener una expresión impasible y me trago el suspiro de conmoción. Solo me vienen a la mente imágenes de mi hermano y yo cuando éramos pequeños, sentados junto a mis padres delante del hogar. Oigo la nana que mi madre solía cantarnos por las noches.

Me debato conmigo misma. Una parte de mí necesita desesperadamente saber más detalles y otra parte me detesta por ceder ante la hermana Tabitha; por darle lo que quiere, que es mi obediencia ante sus deseos, ante su superioridad.

—¿Cuándo? —es lo único que digo. Trago saliva y me aclaro la garganta—. ¿Cuándo perdió mi madre…? —No puedo terminar la frase, pues temo levantar un puente que cubra ese hueco que quedó entre la vida de mi madre y la mía.

—Antes de que tú nacieras —me dice—. Y también después.

No le veo los ojos, pero me pregunto si reflejarán comprensión. Si lamentará los hijos que perdió mi madre y si se siente inútil por no haber podido impedirlo a pesar de ser la que cura a todo el pueblo.

Por un momento es como si la hermana Tabitha y yo estuviéramos conectadas a través del dolor de mi madre.

Entonces se pone de pie y se vuelve hacia mí.

—Muchísimas veces. Tantas que daba la impresión de que tú no tenías que haber nacido.

Cualquier empatía que pudiera haber sentido hacia la hermana Tabitha se rompe en mil pedazos; el sonido de los gemidos de mi madre el día en que se convirtió en Condenada atruena de nuevo en mis oídos. Me inunda hasta que siento náuseas y me parece que no voy a soportar seguir en esta habitación, seguir cerca de esta mujer.

Sin embargo, mantengo el tipo, porque no deseo que vea el efecto que sus palabras tienen en mí. La hermana retrocede hasta la mesa y coloca las manos sobre las Escrituras. Entonces se acerca a mí y se queda allí plantada.

Sus ojos se topan con los míos cuando baja una mano y me agarra de la mano derecha. A continuación, desenvuelve la cinta con la que había rodeado las Escrituras y empieza a dar vueltas con ella sobre mi muñeca. Cada vez que completa una vuelta ata la cinta de una forma muy complicada y me obliga a enunciar los Votos de Fidelidad. Tres veces repetimos la acción: tres vueltas de cordel, tres nudos, tres votos.

Con cada movimiento, cada cordada y cada palabra me siento más alejada de Travis, y tengo que morderme la lengua para no romper a llorar.

—Ahora eres una mujer Comprometida, Mary. Y tienes una obligación que cumplir con tu marido, con Dios y con este pueblo. Ha llegado el momento de aceptar esa obligación, Mary. Ha llegado el momento de dejar de jugar al lado de la alambrada. Ahí fuera no hay nada. Tu madre lo aprendió por las malas, y sería de esperar que tú hubieras aprendido la lección viéndola a ella.

Intento zafarme de la hermana moviendo el brazo hacia atrás, pero sigue sujetándome la muñeca con fuerza.

—He hecho todo lo que sé para ayudarte, Mary. Te enseñé la doctrina de nuestro Señor. Pero tú no estabas contenta. Te procuré un marido. Pero tú no estabas contenta. ¿Qué más hace falta, Mary? ¿Hace falta que llegue la destrucción de este pueblo para que tú encuentres la felicidad? ¿Para que tú estés satisfecha con la vida que te ha sido dada?

Sus ojos tienen la fuerza de una tormenta de verano. El sudor me humedece la piel y empieza a resbalarme por la espalda, colándose por la fina tela del camisón.

Noto su respiración en la mejilla e intento alejarme de ella, pero la pared impide que me mueva.

—Reza al Señor, Mary. —Continúa—: Reza para que Él tenga piedad de ti y te dé un hijo, una salida para amar a alguien que no seas tú misma. —Sacude la cabeza mientras habla, con la voz convertida en un susurro—. Eso es lo que hizo tu madre, Mary. ¿Cómo crees que acabó teniéndote a ti?

Me entran ganas de abofetearla, quiero embestirla y empujarla con toda la furia, todo el dolor y todo el odio que hay dentro de mí y que me devora. Pero no puedo. Porque, de repente, no es a la hermana Tabitha a la que odio, sino a mí misma. Nunca se me ocurrió que mi madre hubiera podido tener dificultades para concebirme. Nunca dudé de la facilidad con la que supuse que yo había entrado en su vida.

De pronto me doy cuenta de hasta dónde llega mi egoísmo. Esta mujer que tengo enfrente sabe más sobre mi madre de lo que yo sé o sabré jamás. Todas esas historias que mi madre me transmitió flotan en mi cabeza al mismo tiempo. Nunca me pregunté por qué me contaba mi madre esas historias. Nunca me pregunté qué significaban para ella esos relatos.

Nunca me pregunté en qué creía mi madre. Qué clase de vida vivió cuando tenía mi edad. La echo tantísimo de menos ahora mismo que me entran ganas de acurrucarme en un rincón, envuelta en vergüenza y anhelo.

La hermana Tabitha está a punto de decir algo más cuando ambas oímos que llaman a la puerta. Se me derrite el corazón. «Será Travis —pienso—. Por fin ha venido a buscarme». Tengo la cara tan próxima a la hermana Tabitha que veo cómo el sudor se escapa de su piel. Por un instante me pregunto si ella podrá oír lo que pienso, si podrá notar cómo se estremece mi cuerpo por la impaciencia. Vuelve a sonreír, tímidamente, y luego se aparta. Harry entra en la sala y me entran ganas de llorar cuando lo veo, con las mejillas sonrosadas por el aire fresco de la noche y el pelo húmedo que se le empieza a rizar por encima de las orejas.

Miró por detrás de él, hacia la penumbra del anochecer, con la esperanza de vislumbrar a Travis, con la esperanza de que esté allí esperándome, apartado en una esquina. Mis ojos escudriñan cada una de las sombras, pero no hay nada: el mundo está vacío. Y entonces, con un clic, la puerta se cierra por completo.

Harry lleva en brazos un perro negro muy inquieto que apenas debe de tener un año, pues la carne todavía no ha acabado de rellenarle la piel de las patas. El perrillo se precipita al suelo y corre en círculo, pero luego se pone a juguetear sobre mis pies, mientras con la cola barre los objetos que hay en una mesita baja.

—Es un regalo de bodas para ti, Mary —me dice Harry bajando un poco la cara, como si le diera vergüenza.

Quiero sonreír. Quiero darle las gracias. Pero en mi mente sigo mirando más allá de la puerta, buscando a Travis.

Harry extiende el brazo izquierdo. La hermana Tabitha lo coge y, dejando un par de palmos de cinta floja entre ambos, anuda el otro cabo del cordel alrededor de su muñeca tres veces, realizando la misma serie de complicados nudos y votos que ha hecho conmigo un poco antes.

Con la mano puesta en el centro de la cinta que nos une, la hermana Tabitha recita una vieja oración sacada de las Escrituras. Una vez que termina, dice:

—Ya está realizado el Enlace.

A continuación, camina hacia la cama y saca una espada de la cesta con la que entró en la cabaña. La coloca en la mesa, junto a las Escrituras.

—Esta es vuestra última oportunidad de renunciar al otro. Vuestra última oportunidad de romper los lazos que os unen. Mañana aceptaréis los Votos de Constancia Eterna, que son definitivos.

Dicho esto, se marcha con sigilo de la morada y nos deja solos.

Harry vuelve su mirada hacia mí y yo sigo mirando fijamente al extraño perrillo, que se ha acurrucado junto al fuego y roe un palo delgado que ha sacado de la pila de leña que hay junto a la chimenea. Harry alarga una mano para quitarme algo que llevo en la mejilla y me lo enseña, pero no distingo qué es.

—Es una pestaña —me dice—. Pide un deseo y sopla para que te dé suerte.

La seriedad de su expresión me recuerda a cuando éramos pequeños. Pienso en cómo corríamos por los campos justo después de la cosecha, cuando el aire olía a rayos de sol y al aroma de la vida. En ese momento recuerdo una tarde en la que todos los niños del pueblo estábamos jugando a perseguirnos dentro del laberinto que nuestros padres habían trazado al cosechar los campos de maíz.

Los niños nos perdíamos y jugueteábamos entre los arbustos bañados por el sol del final de la tarde, como si lo único importante en el mundo fuese serpentear por un camino que no conducía a ninguna parte salvo al centro de un campo. En una época en la que el final del camino no tenía más importancia que el trayecto que nos llevaba hasta él.

Esa tarde, en la que yo no debía de tener más de ocho años, cogí de la mano a Harry y tiré de él para que entrara en el laberinto conmigo. ¡Cuánto nos reímos mientras nos abríamos paso por los numerosos senderos, caminando en círculos, descubriendo callejones sin salida! Y entonces empezó a llover, no lo suficiente para hacernos salir del laberinto, pero sí lo bastante para apagar nuestra sed sacando la lengua para beber las gotas de lluvia.

Recuerdo que encontramos un recodo en el camino que pasaba casi desapercibido, era una modesta entrada que se abría formando un claro circular cubierto únicamente por suaves tréboles, como si nadie hubiera cultivado jamás ese punto y nunca hubiera crecido planta alguna.

En ese punto no llovía, sino que todavía brillaba el sol.

Recuerdo que Harry y yo nos cogimos de las manos y empezamos a girar en círculo hasta que nos mareamos de tanto dar vueltas y nos echamos a reír, entrelazados. Entonces nos dejamos caer en el suelo, tocándonos apenas con las puntas de los dedos.

Justo en ese momento el arco iris más asombroso que he visto en mi vida se abrió paso entre la lluvia y cubrió nuestro pequeño claro de tréboles. Todo lo que nos rodeaba era una explosión de color y luz, y recuerdo que Harry volvió la cara hacia mí y yo lo miré, y me dijo:

—Por la suerte, Mary. Por nosotros. Por siempre.

La pasión que emanaban sus ojos a esa edad, cuando era todavía un niño, es la misma que he visto otras veces en los ojos de Travis. La misma que veo ahora en los ojos de Harry. Entonces caigo en la cuenta de que lo he culpado de mi destino, como si él hubiera sido mi enemigo y no el amigo que conozco desde siempre. Ahora veo que su vida está tan limitada como la mía. Ambos nos hemos topado con las mismas normas y tal vez sea injusto por mi parte culparlo por la situación en la que nos encontramos ahora.

Me desmorono.

—Quiero marcharme de aquí —le digo. Mi voz no es más que un susurro.

Permanece callado, de modo que continúo hablando. Ahora que ya he dicho esto, no puedo evitar seguir, no puedo evitar pronunciar las palabras que he estado almacenando en la cabeza como nubes negras antes de la tormenta, que aumentan la presión y siguen creciendo, retorciéndose sobre sí mismas en el caos.

—Existe un mundo allá fuera. Al otro lado de la alambrada… Hay algo más. El Bosque termina. Lo sé. Había una niña que se llamaba Gabrielle y llegó del otro lado. Era una Intrusa que vino al pueblo, pero ahora es una Condenada y sé que fueron las hermanas quienes la sacrificaron. Ella es la Veloz, la que lleva ese extraño chaleco rojo, y es la prueba de que hay algo más; la mataron porque no querían que lo supiéramos. Nunca han querido que sepamos lo que pasa.

El monólogo me deja exhausta, y me aterra darme cuenta de que he comunicado esta idea al mundo, de que he manifestado mis deseos más ocultos. Los pensamientos así no están bien vistos… nadie que yo conozca ha expresado jamás el deseo de salir del pueblo; de cambiar la utopía por lo que pueda haber más allá.

—¿Eso te haría feliz, Mary? —me pregunta. Su voz es suave, carente de censura o juicio de valor.

Por fin lo miro a los ojos. Alarga el brazo y desliza su mano sobre la mía, con la cuerda colgando entre los dos.

Por un breve instante odio a Harry por no ser Travis. Y odio a Travis todavía más por no haber ido a buscarme. Por haber permitido que me enfrente a esta noche. Pero, por encima de todo, me odio a mí misma por amar al hermano de Harry con todo mi ser, hasta el punto de que no quede nada para mi prometido.

También me odio por ser tan cobarde y no atreverme a dejarlo libre. Por no usar el filo de la espada para cortar nuestras ataduras.

Se inclina hacia delante y percibo que huele como Travis. Me veo obligada a cerrar los ojos cuando me roza la frente con los labios. El calor del hogar casi me asfixia. Su boca se desplaza hacia mi oreja.

—¿Serías feliz si te marcharas de aquí, Mary?

Es tan tierno, está dispuesto a hacerme feliz de un modo que nadie ha intentado jamás. Las lágrimas empiezan a agolparse en mis ojos y mi cuerpo comienza a responder a este hombre como si fuera su hermano susurrándome en el oído. Como si mi cuerpo no fuera capaz de ver la diferencia entre los dos, entre sus susurros y el roce de su respiración contra mi piel.

Cierro fuerte los ojos y asiento. Me aterra que pueda repudiarme por desear eso, que pueda rechazarme y yo acabe a la merced de las Hermanas.

—Encontraremos la manera de que seas feliz, Mary. Te prometo que encontraré una salida para nosotros dos.

Vuelvo a asentir, incapaz de abrir la boca para hablar por miedo a que se escapen los sollozos que estoy intentando contener dentro de mí.

—Lo único que quiero es que seas feliz, mi querida Mary —repite como un eco mientras alarga una mano y me coloca un mechón de pelo detrás de la oreja, y después se inclina para recorrer con los labios el mismo camino que han seguido sus dedos.

Abro los ojos y miro al cachorro que acaba de regalarme, observo cómo se acurruca junto al fuego mientras duerme y sueña como lo hacen los perros jóvenes, seguramente persigue en sueños algo que nunca atrapa. La única diferencia entre él y yo es que mañana él olvidará que quería algo que estaba fuera de su alcance y yo siempre me acordaré de este anhelo.

Harry continúa besándome en el cuello hasta que me veo obligada a cerrar los ojos y un suspiro se escapa de mis labios, como de placer.

Con los ojos aún cerrados, levanto la mano y trazo la curva de sus omoplatos. Me pregunto si la espalda de Travis tiene el mismo contorno. Si mi mano encajaría sobre su piel del mismo modo que encaja sobre la de Harry. Cuántas veces he revivido el momento en que Travis me susurró al oído, cuántas veces he imaginado a Travis besándome en la mandíbula. Esta noche me aferraré a esos recuerdos, temerosa de haberlos olvidado, y me sentiré una traidora en medio de mi propia confusión.

Sin embargo, las imágenes se niegan a formarse en mi mente y no recuerdo absolutamente nada de Travis. No veo más que a Harry junto al fuego, con su piel cálida que huele a tierra recién removida. No puedo evitar oír las palabras de la hermana Tabitha, que se repiten como un eco por la habitación. Me recuerdan que esta es la vida que me ha sido dada.

No es la vida que yo he elegido.