XII

La habitación es diminuta y tiene el techo bajo. Contra la pared del fondo hay un catre con una manta de cuadros vieja y descolorida totalmente ajustada alrededor de la cama. A mi derecha tengo un escritorio estrecho, sobre el cual hay un libro grueso que solo podría ser el de las Escrituras, rodeado de velas apagadas. En el otro extremo de la habitación veo un gran tapiz colgado de la pared, con Sus sagradas palabras tejidas en él, y debajo de este, un cojín delgado y desgastado por el uso en el que uno se arrodilla para rezar. El suelo del centro de la habitación está cubierto por una alfombra redonda trenzada que parece fabricada con los restos de las túnicas viejas de las Hermanas.

Me asombra lo cotidiana que parece esta habitación, podría ser el dormitorio de cualquier miembro de la Hermandad; parece un reflejo de mi cuarto, que está en la planta superior. Continúo avanzando y el ruido de mis pisadas se ve amortiguado por la alfombra. Paso un dedo por encima del suave tejido del tapiz, mientras me pregunto cuántas manos más habrán tocado estas palabras, habrán buscado consuelo en su presencia. El cojín del suelo está hundido en el lugar donde seguramente hayan reposado unas rodillas durante horas.

Cuando me siento en la cama, cruje ligeramente bajo mi peso, perturbando el silencio de ensueño que me rodea. Acerco los pies al jergón y me inclino hacia atrás, a la vez que me pregunto quién debió de ser la última persona que durmió aquí. ¿Gabrielle? ¿Travis cuando estaba tan enfermo? ¿Una Hermana sometida a algún castigo?

Inquieta, ávida de respuestas, me desplazo hasta la mesa estrecha y enciendo las velas que rodean las Escrituras. Aunque me quedo frente al grueso libro con las tapas agrietadas, tengo la mirada desenfocada, mis pensamientos se repliegan sobre sí mismos. De forma ausente abro las Escrituras, hojeo entre sus páginas y el sonido que producen al pasar me recuerda el susurro de las hojas otoñales al ir posándose en el suelo. Sin embargo, no miro las palabras escritas en el papel, miro a través de ellas, perdida en mi mundo.

Hasta que me doy cuenta de que a esas palabras les pasa algo raro. Todas las páginas están demasiado cargadas de texto. Me inclino hacia delante para ver mejor y me percato de que todos los márgenes, todos los espacios en blanco de todas las páginas, están abarrotados de temblorosas letras manuscritas. Los trazos son tan pequeños que me cuesta entenderlos, y la tinta del otro lado de la página se transparenta creando sombras que hacen que los garabatos resulten prácticamente indescifrables.

Retrocedo hasta llegar de nuevo a la primera página y me enfrento a esa letra tan críptica escrita con tinta azul sobre las páginas amarillentas y finas como papel de cebolla. «Al principio —pone— no comprendíamos sus implicaciones».

Acerco una vela al libro pero el resto de las palabras se me resisten. Vuelvo a hojear el libro y observo cómo cambia la forma de escribir, la tinta se vuelve negra, parece más gruesa y todavía más difícil de entender.

Y entonces, las palabras manuscritas se detienen en medio de las Escrituras. Paso el dedo por la página para ver qué es lo último que escribieron: «Como era de esperar, el aislamiento extremo y absoluto fue el causante de su inmensa fuerza y su velocidad. Que Dios nos ampare, la mandaremos al Bosque para ver cuánto tiempo resiste con el fin de comprenderla mejor. A través de su sacrificio nos haremos más fuertes. A través de Su gloria sobreviviremos».

No me doy cuenta de que he contenido la respiración hasta que suelto un grito ahogado y necesito más aire. Me tiembla el cuerpo, mi mente gira como un remolino. Soy incapaz de tragar lo bastante deprisa para que las lágrimas no me nublen la vista. Me alejo a toda velocidad de la mesa y me tropiezo con la alfombra que queda detrás de mí, me caigo contra la puerta y, al chocar, la cierro de un portazo; el sonido resuena por el oscuro pasillo.

Estoy atrapada, confinada. Todo lo que llevo dentro grita y vuelvo a ahogar un suspiro para tomar aire. El pánico me consume y entonces, por costumbre y también porque creo que me dará seguridad, paso los dedos por encima de ese punto próximo a la puerta en el que deberían estar grabadas las Escrituras, donde las Hermanas escriben las palabras sagradas en el exterior y el interior de cada puerta de la aldea. Lo habitual es que ese punto se note erosionado debido a la infinidad de manos que lo tocan diariamente, pero aquí la madera del marco sigue siendo rugosa y me transporta al momento presente.

Acerco la mirada para observar con detenimiento y me doy cuenta de que las palabras listadas aquí no pertenecen a las Escrituras, son una lista de nombres. Y en la última línea está escrito «Gabrielle», con letras todavía frescas y muy hundidas en la madera.

De repente cambia la dirección del aire que me rodea, casi como si hubiera un remolino. Como si hubiera una sutil corriente que se hubiese colado en el diminuto dormitorio. Siento un escalofrío de terror, pues temo que me hayan descubierto sin saber cómo. Temo que mi destino sea el mismo que el de Gabrielle.

Tiro de la puerta y se abre sin dificultad soltando un chirrido. Me inunda el alivio de constatar que no se había atrancado y miro hacia el túnel. Todavía desprende un olor acre por las botellas de vino rotas. No tengo ni idea de cuánto tiempo llevo aquí abajo. Me muero de ganas de seguir leyendo, pero sé que, si lo hago, me arriesgo a que me descubran.

Me planteo llevarme las Escrituras, pero no tengo ningún sitio donde esconderlas. Salgo sigilosamente del cuartito, cierro y atranco la puerta tras de mí. A continuación limpio el desaguisado de todas las botellas rotas lo mejor que puedo, escondiendo los cristales más grandes debajo de las estanterías que cubren las paredes. Entonces, después de prometerme que regresaré a esa habitación, deshago el camino andado hasta llegar a la puerta oculta y con los dedos apago la mecha de todas las velas de la mesa, de modo que dejo el túnel sumido en la oscuridad después de marcharme. Los pernos bien engrasados se deslizan suavemente hasta retomar su lugar en las bisagras de la puerta y borran todas las pruebas de mi presencia.

Cuando me escapo del sótano veo una palidísima sombra rosada que se abre en el horizonte a través de las ventanas. Me cuelo en mi habitación y me pongo la túnica. Enciendo una hoguera y echo el camisón sucio a las llamas, cada vez más vivas. De todas formas, a partir de mañana, no voy a volver a necesitarlo.

Me quedo de pie delante de la ventana abierta, junto al escritorio, y dejo que el aire fresco de la mañana primaveral me lave, y limpie el olor a moho y vino rancio que ha quedado impregnado en mi cuerpo. Miro más allá del cementerio, hacia la verja, y voy desenfocando los ojos hasta que el Bosque queda reducido a un borrón de color verde intenso, los Condenados son motas apagadas y la alambrada no existe.

Ya no tengo claro ningún aspecto de la vida. Nada tiene sentido y no sé cómo voy a conseguir que lo recupere.

Esta noche se celebra mi Enlace con Harry. Hoy es la última oportunidad de que Travis vaya a pedir mi mano. Las celebraciones se retomarán esta tarde. Pero por ahora, el tiempo me pertenece, así que me escabullo de la Catedral y bordeo los límites del pueblo que se despierta hasta llegar una vez más a la colina.

En lugar de mirar hacia el Bosque, hacia los bordes de mi mundo, hoy dirijo la mirada hacia el pueblo. Miro las cabañas y las casas que se apiñan contra el terreno que empieza en la falda de la colina y se extienden hacia la Catedral, al otro lado del pueblo. La Catedral es una figura imponente, cuyas alas se extienden como brazos. Detrás de la Catedral está la estampa tan familiar del cementerio y la leve pendiente hasta el arroyo donde Harry y yo nos dimos la mano el día en que mi madre se contagió. Salpicando el territorio veo las plataformas construidas en los árboles, aprovisionadas y listas para servir de refugio si se produce una invasión.

La alambrada lo rodea todo, ese alto entramado de metal que nos mantiene siempre a salvo. Pienso en lo frágiles que son esas verjas, en cómo las parras de uva disfrutan serpenteando por ellas durante el verano, con lo que obligan a trabajar sin descanso a los Guardianes que vigilan en todo momento, que reparan y arreglan la alambrada constantemente.

Me asombra pensar cómo algo tan delicado, similar a un cordón de alambre, puede mantenernos atrapados en este mundo. Fuera del alcance de los Condenados, pero también fuera del alcance de nuestros sueños. El sol se cuela en medio del cielo y por un instante destella sobre las verjas que protegen el camino que se extiende desde la portezuela cercana a la Catedral.

Dedico la mañana a pensar en cómo, juntos, Travis y yo podríamos darle sentido a todo esto. Y continúo deambulando por la parte alta de la colina, esperando a que Travis vaya a buscarme, mientras el tiempo se escurre ante mis ojos como el agua sobre una piedra.

Cuando llega la hora de prepararme para la ceremonia vespertina del Enlace, me siento encima de la cama de la modesta cabaña próxima a la Catedral que se convertirá mañana en el hogar de Harry y en el mío, una vez que nuestro enlace se haya completado. Dejo las manos muertas sobre el regazo al caer en la cuenta de que, al fin y al cabo, es posible que Travis no vaya nunca a buscarme.

Alguien llama a la puerta y mi corazón se sobresalta, latiendo con fuerza. Me pongo de pie con la esperanza de que sea Travis. Sé que es nuestra última oportunidad. Sé que, una vez que comience el Enlace, tendré que entregarme a Harry o cancelar la ceremonia.

Y cancelar la ceremonia significa quedarme a merced de las Hermanas. Suplicarles que me permitan volver a unirme a sus filas aunque eso implique ser poco más que su sirvienta. Ninguna mujer de nuestra aldea recibe nunca una segunda oportunidad de contraer matrimonio.

Paso las manos extendidas sobre la tela blanca y fruncida que me cubre las piernas. Me tiemblan las manos cuando me acerco a la puerta. Se me tensa el estómago, todo mi cuerpo se inunda de miedo y esperanza y júbilo.

La luz que entra por la puerta es el último suspiro cegador del día, y por un momento pienso que es Travis y que por fin mi vida ha encajado en el sitio que le corresponde. Por fin comprenderé cuál es mi lugar dentro este mundo.

Y entonces oigo el susurro de las faldas cuando la hermana Tabitha se abre paso, atraviesa el umbral de la puerta y se planta en el centro de la habitación. Se da la vuelta para mirarme a la cara, me repasa de arriba abajo con sus ojos afilados.

—He venido para prepararte para el Enlace —me dice—. Para darte la bendición de la Hermandad.

Me entran ganas de hacerme un ovillo, de arrugarme y replegarme sobre mí misma hasta convertirme en nada más que un hatillo vacío tirado en el suelo. Me mareo y se me nubla la vista. Me quema la garganta, pues se debate entre el grito y el llanto. Sin embargo, me niego a que la hermana Tabitha vea alguna de esas reacciones, así que levanto la barbilla, cierro la puerta y busco equilibrio apoyándome con una mano contra la pared.

Estamos las dos solas en la pequeña cabaña de una única estancia que nos alojará a Harry y a mí, hasta que tengamos hijos y necesitemos más espacio. El pensamiento de tener hijos con Harry cae sobre mí como una losa que me aplasta el estómago.

Durante estos últimos días ya había empezado a imaginarme cómo serían mis hijos con Travis, cómo se agarrarían sus manitas chiquitinas a mi dedo. Ya había soñado una vida entera compartida entre Travis y yo. Y resulta que esa era la única vida que podíamos vivir juntos: la de mis sueños.

La hermana Tabitha y yo permanecemos de pie una enfrente de la otra, con la espalda rígida hasta que ella traza una leve sonrisa, como si soltara aire medio riendo.

Menea la cabeza.

—En este mundo hay cosas que debemos aceptar, Mary. Cosas que tal vez no tengan sentido para nosotros en este momento, pero que debemos cumplir. Cosas que deben seguir siendo sagradas si deseamos perseverar.

Camina hasta la estrecha cama y deja una cesta sobre la colcha blanca. Sin parar de hablar, empieza a sacar el contenido.

—Por ejemplo, piensa en los Condenados. No los comprendemos. Lo único que sabemos es que tienen hambre. Pero sabemos que debemos dejarlos donde están. Ningún habitante de este pueblo se molesta en seguir cuestionando su existencia, aunque estoy segura de que nuestros antepasados invirtieron mucho tiempo en hacerlo.

Coloca en la cama una cuerda trenzada de color blanco y aspecto delicado, y después saca las Escrituras de la cesta. Rodea el libro sagrado con la cuerda y continúa con su discurso.

—Lo mismo ocurre con el matrimonio. Nuestros ancestros sabían que, para sobrevivir, tenían que perseverar. Sabían que debían mantener unos lazos de sangre fuertes; que crear cada nueva generación era la tarea más importante después de mantener la aldea a salvo y bien alimentada.

Traslada las Escrituras envueltas con la cuerda hasta la mesilla que hay en la parte de la habitación en la que estoy yo, y allí las deja. Entonces se dirige hacia el hogar y sacude las ascuas a la vez que añade unas astillas de madera seca hasta conseguir que los troncos empiecen a crepitar.

Las llamas devoran la corteza y la retuercen formando zarcillos de borde rojizo, pero el calor no consigue penetrar en mí, no consigue calentarme.

—Hay algo que deberías saber sobre tu madre, Mary —me dice, arrodillada junto al fuego—. Deberías saber que perdió más de un hijo.