Durante los dos días que han pasado desde que hablamos en la colina, no he hecho más que esperar a que Travis venga a buscarme. Recorro mi reducido dormitorio de piedra en la Catedral mientras agudizo el oído para ver si oigo el eco de su voz por el pasillo, pero solo me llega el silencio. Cada vez que tengo un momento para estar sola y puedo escabullirme de las interminables obligaciones y festividades, corro a la colina. Tengo la esperanza de encontrarlo allí. Tengo la esperanza de que haya dado con una manera de que ambos podamos estar juntos.
Sin embargo, cada vez que llego, me recibe únicamente el viento en los árboles. Y también los gemidos de los Condenados que suben flotando desde el Bosque. Los Guardianes han aumentado la vigilancia de las fronteras, así que me siento a observar cómo marchan arriba y abajo, con la mirada fija en el Bosque, en busca de Gabrielle.
Algunas veces veo a Jed entre los Guardianes y me entran ganas de correr hasta él y contarle todo lo que sé sobre Gabrielle; contarle que llegó del mundo Exterior. Pero no le digo nada porque los Guardianes sirven a la Hermandad y tengo miedo de que Jed no me guarde el secreto. Si la hermana Tabitha se enterase de que yo sabía qué le había pasado a Gabrielle, me arrojaría al Bosque.
Harry, que ahora es aprendiz de Guardián, me ha dicho que la Veloz, como la han apodado, ha desaparecido Bosque adentro. Dice que de vez en cuando aparece y se vuelca contra la alambrada con tanta ferocidad que los Guardianes son incapaces de matarla.
Su existencia ha empañado las celebraciones de la Misa del Edén. Algunos vecinos están preocupados porque creen que los Condenados están mutando, adaptándose, y temen que la Veloz sea la prueba de que ha nacido una nueva raza que nos aniquilará a todos.
La Corporación de los Guardianes y la Hermandad intentan calmar el terror que se va fraguando, y nos dicen que el fenómeno de los Condenados rápidos no es nuevo. En una de nuestras celebraciones, la hermana Tabitha se pone de pie, flanqueada por los dos Guardianes de mayor rango. Los habitantes se arremolinan a su alrededor, agarrando bien a sus hijos y con los ojos fijos en las verjas. El aire está cargado de su miedo y noto cómo se me endurecen los músculos debido a la tensión del momento.
—Desde que ocurrió el Regreso, la Hermandad ha conocido algunos casos de Condenados rápidos —dice, irguiéndose con los brazos a ambos lados del cuerpo y la larga túnica negra ondeando alrededor de sus tobillos con el viento de la tarde—. Los Veloces son fieros, extraordinarios y devastadores. Siempre han existido pero, gracias a la bendición de Dios, este pueblo nunca ha sido asediado por ellos.
Dirige una mirada rápida hacia mí mientras pronuncia esas palabras, como si en cierto modo yo tuviera la culpa de la llegada de Gabrielle.
—Desconocemos qué les hace ser diferentes, qué les hace ser tan veloces. Pero lo que sí sabemos es que se agotan también muy rápido, se arrancan la piel a tiras y fuerzan su cuerpo al límite hasta desaparecer, y de ese modo, al cabo de poco, todo vuelve a la normalidad. Los Guardianes han duplicado la vigilancia y han llamado a quienes protegían los campos para que vayan a sumarse a los turnos alrededor de la localidad. Pronto se acabará esta amenaza: bien porque los Guardianes matarán a la Veloz o bien porque la Veloz acabará apagándose. Hasta ese momento, la única opción que tenemos es continuar orando a Dios para rogarle su perdón y su bendición.
La hermana Tabitha nos pide que recemos todos juntos y se baja de la tarima para que la Misa del Edén y la celebración de la Ceremonia de los Sacramentos pueda continuar. Sin embargo, en el rostro de todos veo que están inseguros y tienen miedo de esta nueva raza de Condenados. El baile se vuelve apático. Los festejos terminan temprano. Los vecinos se encierran en sus moradas por la noche y se preparan para lo peor.
No puedo evitar preguntarme qué otra información nos oculta la Hermandad. Qué otros secretos tienen las hermanas encerrados en su Catedral. Qué saben de la criatura llamada Gabrielle, que en otro tiempo fue una chica como yo.
Mis pensamientos vuelven una y otra vez al día en que la hermana Tabitha me condujo por el túnel subterráneo y me llevó al claro del Bosque. ¿Acaso hizo lo mismo con Gabrielle? Me entran ganas de correr hasta la hermana Tabitha para preguntarle qué ha hecho, para preguntarle cómo ha pasado todo. Sin embargo, al principio me quedo callada porque siento pavor de convertirme en lo mismo que Gabrielle, y después hay otras preocupaciones que empiezan a taladrarme en la parte posterior de la cabeza: ¿podría haber hecho algo yo para salvarla? ¿Podría haber desvelado su presencia? ¿Haber buscado con más ahínco? ¿Soy responsable de su destino?
Al final, mi curiosidad es tan grande que tengo que saber lo que ocurrió: qué provocó que se convirtiera en una criatura tan rápida y poderosa, tan diferente de todos los Condenados que he conocido en mi vida.
En los pocos días que me quedan antes del Enlace con Harry, empiezo a merodear por la Catedral mientras hago mis tareas. Me detengo delante de las puertas cerradas y escucho a hurtadillas las conversaciones de las Hermanas más ancianas, quienes supongo que son las que guardan los secretos.
A pesar de todo, no me entero de nada importante. Frustrada, al ver que el tiempo se me resbala entre los dedos, empiezo a explorar zonas que tengo prohibidas. Pongo a prueba los límites de la Hermandad, de la Catedral, a sabiendas de que, si me descubren, yo también puedo acabar en el Bosque y seguir los pasos de Gabrielle.
Pero no me importa ser temeraria. Porque cada día que pasa es un día más en el que Travis no ha ido a buscarme. Un día más en el que crece mi desesperación por comprender qué ha pasado. Tengo que saberlo todo: por qué estamos aquí, quiénes son las Hermanas, qué provocó el Regreso.
Son preguntas que nunca nos han permitido cuestionarnos; que nos han prohibido plantearnos.
Esos pensamientos me rondan la cabeza y la llenan por completo. Mientras me arrodillo durante los servicios religiosos o asisto a las celebraciones de la Ceremonia de los Sacramentos, me rebelo por dentro con la intención de encontrar la forma de burlar a las Hermanas, me planteo cómo puedo eludir su control. Cómo puedo entrar en los rincones prohibidos de la Catedral.
Y sin embargo, cuando llega mi última noche a solas, la víspera del día de la ceremonia de mi Enlace con Harry, sigo estando igual de lejos de la verdad. No he encontrado nada que relacione a la Hermandad con el regreso de Gabrielle. No he descubierto nada que pueda probar que ellas son cómplices. Me siento en el borde de la cama, con el camisón agarrado con fuerza entre los puños cerrados, y me quedo mirando la ventana abierta. Miro hacia el Bosque y me pregunto si todo habrá sido en balde; si mis preguntas van a quedar suspendidas en el aire.
Me pregunto si las Hermanas tienen razón y su camino es el único posible. Si su verdad es la única verdad. Si el nuestro es el único pueblo que queda en el mundo. Me pregunto si mi madre estaba equivocada y el océano no existe.
Aprieto los dientes y quiero gritar de frustración y aturdimiento. ¿Cómo se supone que voy a comprenderlo todo?
El nerviosismo hace que me ardan las piernas, así que salto de la cama y empiezo a dar vueltas por la habitación. A mi alrededor, la Catedral se prepara pacíficamente para pasar la noche. Mi mente lucha contra sí misma, instándome a salir del dormitorio para buscar por última vez alguna pista y después ordenándome que me quede donde estoy. Una parte de mí me advierte que no tiente al destino ni despierte la ira de las hermanas, que espere a que llegue Travis y proclame que soy su prometida.
Pero entonces pienso en Gabrielle, allí fuera, dejándose la piel contra la verja. Me pregunto si mi madre también estará allá fuera. Si tal vez, ahora que está al otro lado, ella habrá encontrado por fin las respuestas que yo ando buscando.
No me molesto en encender la vela cuando me deslizo fuera de la habitación. No me molesto en pegar el oído a las puertas por las que paso mientras recorro la Catedral, arrastrándome por las paredes hasta que llego a las polvorientas escaleras que dan al sótano. Mentalmente estoy siguiendo a la hermana Tabitha, recuerdo el día en que me condujo aquí abajo, a un lugar que yo ni siquiera sabía que existía, para enseñarme la importancia de las opciones que uno tiene. Recuerdo que fue la primera vez que supe que la Hermandad nos ocultaba cosas.
El aire se vuelve más fresco, más húmedo, cuando llego al último de los peldaños y coloco los pies desnudos sobre las piedras irregulares del suelo. No se ve nada, así que, a tientas, rasco el pedernal para encender la vela. Su débil llama apenas ilumina mi mano temblorosa y la luz se desvanece enseguida en la densa oscuridad que me rodea.
Con la mano que me queda libre palpo la pared buscando las estanterías vacías que, tal como me explicó la hermana Tabitha, solían usarse para almacenar las botellas y los barriles de vino en fermentación. Oigo que un recipiente lleno de clavos afilados repiquetea contra la madera vieja y me quedo petrificada, mientras un escalofrío me recorre el nacimiento de todo el vello del cuerpo.
Cuando lo único que oigo es mi tenue respiración, continúo palpando la superficie para abrirme camino por la estancia hasta que, al toparme con la pared con un dedo del pie, encuentro el rincón más alejado de las escaleras. Aparto la pesada cortina que esconde la puerta y la atravieso a gatas mientras el polvo me llena la boca y la nariz. Y por fin, noto los rugosos tablones de madera que conforman la puerta que da al túnel que me conducirá al Bosque.
El pestillo no se mueve, y de pronto me pregunto qué esperaba encontrarme aquí abajo. Tal vez confiaba en que la hermana Tabitha se hubiera olvidado de cerrar la puerta con llave. Tal vez confiaba en que se abriera ante mi férrea fuerza de voluntad.
Sin embargo, al ver que no ocurre nada de eso, descanso la cabeza sobre la madera, apoyo una oreja contra ella como si así pudiera oír algún ruido del otro lado. Como si la propia puerta pudiera susurrarme sus secretos. Pienso en todo lo que han visto estos muros y me pregunto cómo debían de ser las cosas cuando sobrevino el Regreso. ¿Sabían lo que se avecinaba? ¿Estaban preparados? ¿Existía siquiera este pueblo antes del Regreso o se creó como santuario? ¿Era un refugio aislado del mundo?
Por desgracia, las paredes no me dicen nada, ni desvelan los secretos que guardan, y todo a mi alrededor permanece en silencio; incluso mi respiración está amortiguada por la cortina que me separa del resto de la estancia. La falta de sueño hace que me piquen los ojos y me pesen las extremidades. Quiero quedarme encerrada en esta crisálida para siempre. No quiero tener que enfrentarme a Harry. No quiero tener que preguntarme si Travis irá a buscarme. No quiero tener que doblegarme ante las Hermanas, tener que admitir que me equivocaba cuando las juzgué.
Repaso con las manos las barras metálicas remachadas que sujetan los tablones de la puerta y les dan consistencia, buscando alguna suelta que sé que no encontraré. Deslizo los dedos por encima de las bisagras y se me mancha la piel con la grasa que emplean en la Catedral para evitar que las puertas chirríen.
De repente, me entran unas ganas locas de volver a la cama; de disfrutar de mi última noche a solas antes de quedar unida a Harry. Deseo que esta última noche se prolongue y que Travis me transporte en sueños. Me aparto bruscamente de la puerta, deslizo la cortina que me cae por encima de los hombros y paso los dedos por su mugrienta superficie, pero en ese momento se me ocurre cómo puedo pasar. Cómo puedo acceder al túnel y a las estancias ocultas en él.
Me despejo por completo en cuanto levanto la vela, que había dejado en el suelo, junto a mis pies. La llama parece vibrar con mis latidos y las tenues sombras que proyecta a mi alrededor se difuminan por los bordes. Me tiemblan los dedos cuando empiezo a palpar las estanterías de madera, buscando alguna que esté floja o deteriorada. Por fin, una de mis yemas se topa con las astillas de un tablón agrietado y tiro de él, retorciendo la madera hasta que salta y se rompe, de forma que me quedo con un listón largo y estrecho en la mano.
Continúo palpando las estanterías hasta que encuentro otro pedazo más grueso de madera que me servirá de mazo improvisado y después regreso hasta la puerta escondida. Apuntalo el listón de madera contra la cabeza del perno que sujeta las dos hojas de la bisagra y empiezo a repicar en el otro extremo con la tabla ancha. Aseguro bien la cortina alrededor de mis hombros, con la esperanza de amortiguar el sonido del martilleo.
Al principio el perno se niega a ceder y tengo que golpear más fuerte, hasta que termino aporreando con el mazo contra el listón de madera con todas mis fuerzas, sin que me importen ya los ecos que reverberan en la estancia.
Noto cómo el perno empieza a hacer juego dentro de la bisagra, así que tiro de él con los dedos, que cubro con el bajo del camisón para agarrar mejor la escurridiza barra de metal. Con un último tirón sale por completo y cae al suelo emitiendo un gratificante tintineo. Sin dudar ni un momento, empiezo a trajinar con la otra bisagra, que queda en la parte baja de la puerta.
El camisón me tira por la espalda, pues se me ha pegado a la piel con el sudor, cuando consigo liberar de su anclaje el perno de la segunda bisagra. Una vez hecho esto, la puerta deja de está unida a la pared por medio de los goznes. Me entran ganas de saltar y gritar de satisfacción pero, en lugar de eso, me enjugo el sudor de la frente con el brazo y estiro las costuras que se me han pegado a la espalda mientras compruebo mis progresos.
A pesar de que la puerta sigue asegurada por un lado mediante el cerrojo, permite cierto movimiento por el otro lado ahora que he desmantelado las dos bisagras. Respiro hondo, introduzco los dedos por la estrecha rendija que queda debajo de la puerta y forcejeo hasta que la puerta empieza a abrirse ligeramente. Araño la estrecha apertura hasta que la agrando lo suficiente para deslizarme por ella, y la pesada puerta se inclina hacia abajo ahora que las bisagras ya no la ayudan a mantenerse en equilibrio.
Todo huele a humedad y a moho, y mi propia respiración resuena en mis oídos como si fuera un huracán. Me esfuerzo por descubrir qué se esconde en la oscuridad que queda más allá de la tenue luz de la vela, pues de repente me aterra que pueda haber algo o alguien más aquí abajo. Cuando estoy casi convencida de que oigo a todas las lombrices que se acercan hacia mí reptando por el suelo, recuerdo que había una mesita con velas en el lado del túnel más cercano a la puerta y las enciendo todas. Mi cuerpo se estremece aliviado al ver que el parche de luz que me rodea crece un poco.
Ahora todo mi cuerpo tiembla, ya no sé si es por miedo o porque el sudor ha empezado a empapar el fino camisón. Ojalá Travis estuviera a mi lado, así tendría a alguien a quien dar la mano, alguien que apaciguara el terror que alimenta mi imaginación. Llevo mucho tiempo pensando en este túnel y en estas habitaciones y, aun así, ahora que estoy en él, no quiero seguir avanzando.
Ya no estoy segura de si quiero saber la verdad. Saber qué se esconde aquí abajo.
Con la vela extendida delante de mí, me obligo a continuar, notando la suavidad del suelo de tierra compacta bajo los pies descalzos. Paso por delante de las estanterías para almacenar el vino y recuerdo el día en que la hermana Tabitha me contó la historia de este edificio. Sigo la curva que traza el túnel hacia la izquierda y me detengo delante de la primera puerta.
La madera está más deslucida de lo que recordaba, la abertura es más pequeña. Resigo con los dedos las astillas que sobresalen en las esquinas. Se me había olvidado que tenía unos cerrojos metálicos ya oxidados anclados a la piedra, que mantenían la puerta cerrada, y me entran ganas de gruñir con una mezcla de alivio y frustración al verlo. Doy unos golpecitos en la madera y, al no oír respuesta alguna, llamo con más fuerza.
Me siento como un vecino que llama a la puerta y me entra una risilla nerviosa, cuyo sonido choca con las paredes de piedra y produce un eco desquiciante a mi alrededor. El sonido resuena desafinado en mis oídos y provoca un escalofrío que me recorre la columna vertebral.
Intento acompasar la respiración y dejo la vela en el suelo, cosa que me hace perder a un tiempo la luz y el calor. Todo el cuerpo me late con cada bombeo del corazón y siento un picor en las manos que es fruto del miedo. Agarro una de las dos partes del cerrojo con cada mano y tiro de una de ellas hacia atrás y hacia arriba mientras empujo la otra hacia delante y hacia abajo.
Oigo un clic y después un crujido cuando el cerrojo se suelta y la puerta se abre ante mí de par en par de forma repentina.
Una ráfaga de aire sale de la habitación abierta y apaga la vela que tenía a los pies, con lo que me deja en una completa oscuridad.
El pánico se apodera de mí al instante y doy unos tímidos pasos hacia atrás, hasta que me topo con la pared que tengo a mi espalda y los pies se me resbalan bajo el peso del cuerpo. Me imagino unas manos que me tiran de los tobillos y me muerdo la lengua para no soltar un grito. Me levanto del suelo, doy un traspié y choco contra la pared, tras lo cual oigo el sonido de unas botellas que caen de las estanterías y se rompen cerca de mí.
Cegada, empiezo a correr. Detrás de mí oigo cómo se rasgan unas telas, cómo gruñe la madera contra el metal. Me tropiezo y me caigo. Me estremezco al chocar contra los peldaños de madera y darme cuenta de que he recorrido el túnel en el sentido contrario. La estancia cavernosa que hay debajo de la Catedral está en el otro extremo del túnel, así que ahora me encuentro debajo del Bosque. Por un segundo me planteo volver corriendo hasta el inicio del túnel, regresar a la Catedral, pero la oscuridad es excesiva, demasiado espesa.
Subo los peldaños hasta toparme con la trampilla de madera colocada en el techo que se abre hacia el exterior; no puedo continuar avanzando. Me ovillo y aprieto las piernas contra el pecho. La respiración sale a trompicones de mi ser como un sollozo. Me tapo la boca con una mano, pero no amortigua el sonido, ese resuello agudo de mi cuerpo en busca de aire fresco.
Intento contener la respiración y escuchar la quietud que me rodea, entre unos latidos martilleantes que provocan la convulsión de todo mi organismo. Oigo el sonido del líquido que gotea de las botellas de vino rotas. Nada más.
Un dolor punzante perfora el pánico y, con manos temblorosas, me saco un cristal afilado del lateral del pie derecho. Tengo las mejillas mojadas de tantas lágrimas. No quiero estar aquí. No quiero que las cosas sean así. Ya me da igual Gabrielle, las Hermanas, Harry y Travis. Ya me da igual todo lo que hay en este mundo.
Me imagino empujando la pesada puerta de madera hasta abrirla sobre mi cabeza y colándome en el claro del Bosque. Me imagino caminando lentamente hacia la alambrada, con el camisón blanco ondeando alrededor de mis tobillos como si flotara. Me imagino a mi madre esperándome al otro lado de la verja. Con las manos extendidas, lista para recibirme.
Entonces dejo que los sollozos me derrumben. Así no es como me había imaginado mi vida. Agachada, sucia y aterrada en un túnel secreto debajo de la Catedral, la víspera de mi Enlace con un hombre a quien no quiero. De niña soñaba con el amor, con la luz del sol y con un mundo más allá del Bosque. Soñaba con el océano, con un lugar intacto después del Regreso.
Y de pronto me pregunto qué derecho tenemos a creer que nuestros sueños infantiles vayan a hacerse realidad. Siento un dolor físico al percatarme de esto, al comprender esta verdad. Es como si me hubiera despojado de algo muy importante para mí. La pérdida es sobrecogedora. Casi basta para hacerme tirar la toalla.
Es como si mis huesos ya no pudieran continuar sustentando mi cuerpo. Como si yo no fuera nada más que sangre y lágrimas y miedo y arrepentimiento, y resbalase hasta fundirme con el mundo que me rodea. Me doy cuenta de que tengo tres opciones: encontrar la forma de abrir la puerta que tengo encima y adentrarme en el Bosque por mi propio pie, quedarme aquí hasta que la hermana Tabitha me encuentre y me mande al Bosque, o acabar con la tarea que he empezado y regresar a mi vida.
Me alejo a toda prisa de las escaleras. Me obligo a retroceder por el pasillo, que está tan oscuro que es como nadar por unas espesas aguas negras. Noto la tierra húmeda bajo mis pies, el olor del vino rancio y amargo, que se me queda pegado en la parte posterior de la garganta. Mi cuerpo se tensa cuando paso por la puerta recién abierta a oscuras, contengo la respiración al imaginarme unas manos que me agarran desde dentro de la habitación y cedo ante la tentación de echar a correr hasta que, al tomar la curva que describe el túnel, veo una diminuta rendija de luz que desprenden los restos de las velas que hay junto a la puerta del sótano de la Catedral. Cojo dos palmatorias y deshago el camino andado, con cuidado de no pisar los cristales rotos que la luz de las velas ilumina al reflejarse en sus aristas afiladas.
Vacilo al llegar a la puerta de la habitación, pues la luz no penetra más allá del quicio. Todavía estoy a tiempo de retroceder. De limpiar las botellas de vino rotas, volver a colocar los goznes de la puerta en su sitio y regresar a la cama, fingiendo que esta noche no ha sido más que un sueño.
En lugar de eso, respiro hondo y me obligo a dar un paso al frente.