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La primavera en el pueblo es sinónimo de lluvia, bautismos y bodas. Es sinónimo de la Misa del Edén, en la que celebramos que hemos sobrevivido un año más, que hemos vencido a los Condenados, y en la que oramos para protegernos en los años venideros. El elemento central de la Misa del Edén son las bodas. En nuestra aldea, el matrimonio es un vínculo sagrado que se lleva a cabo mediante tres rituales que afianzan los lazos entre marido y mujer y que reciben el nombre de Ceremonia de los Sacramentos: un acto que dura una semana y que comienza con la Promesa, continúa con el Enlace y termina con los Votos de Constancia Eterna. Es la culminación de los cortejos vividos durante el invierno, que siempre comienzan con la Celebración de la Cosecha.

El ritual más importante y más sagrado de la Ceremonia de los Sacramentos es el de los Votos de Constancia Eterna, que unen para siempre a los prometidos y los convierten en marido y mujer. La víspera de la celebración de los Votos, se realiza la ceremonia del Enlace, en la que las Hermanas atan la mano derecha de la novia a la mano izquierda del novio, y la pareja pasa la noche en su nueva morada. Los dejan a solas y les entregan una espada ceremonial que pueden utilizar para cortar su Enlace. Es el momento de airear los trapos sucios entre ellos, y su última oportunidad de rechazar al otro como esposo.

Los demás días de la Misa del Edén que transcurren entre un rito matrimonial y otro se utilizan para bautizar a los niños que han nacido de los matrimonios contraídos el año anterior, así como para celebrar la concepción de los bebés que todavía no han nacido. Es la época más solemne y alegre del año para nuestra aldea, que honra nuestra supervivencia, nuestra existencia y la continuidad de nuestro pueblo desde el Regreso. Marca el compromiso hacia la perseverancia y la dedicación.

Como este año soy una de las dos únicas novias, siguiendo la tradición me visten con una túnica blanca que tendré que llevar todos los días de esta semana. Me adornan el pelo con las primeras flores que han nacido esta primavera. Cuatro jóvenes somos los que vamos a casarnos y a anunciar nuestra Promesa: Travis y Cass, y Harry y yo.

Los cuatro nos ponemos en fila encima de una tarima delante de la Catedral y su descomunal silueta nos cubre de sombras. Nos indican que nos pongamos frente a nuestros prometidos y la hermana Tabitha se coloca a un lado, con todo el pueblo reunido alrededor de la tarima. El sol primaveral brilla con una intensidad especial y el calor húmedo sube formando ráfagas desde el suelo hasta que el aire se vuelve tan espeso que, en lugar de respirar, parece que nademos.

La hermana Tabitha habla de las obligaciones; de los pecados y la vida y el compromiso y los votos. De cómo esta unión marca la perseverancia de nuestro pueblo. Nos recuerda nuestra fragilidad, los peligros que emanan no solo de los Condenados que hay fuera de las fronteras sino también de las amenazas internas: la enfermedad, la esterilidad, la pérdida de un bebé. Nos señala a los cuatro y nos dice que algunas veces las generaciones quedan menguadas, así que es nuestra responsabilidad crecer y multiplicarnos, para convertirnos en unas de las familias más prolíficas de la comunidad.

Sus palabras se deslizan por mi mente y soy incapaz de concentrarme en ellas. Otros pensamientos ocupan mi atención. Es la primera vez que veo a Travis desde que Harry pidió mi mano. Desde que Travis fue liberado de los cuidados de las Hermanas. Desde que me abandonaron en la Catedral y me quedé sin ningún otro lugar al que ir.

Tiene el pelo más claro, más rubio, como si pasara las tardes al aire libre, tomando el sol. Ha engordado un poco y la piel de la cara ya no le queda tan tirante sobre los pómulos. Sus ojos brillan más, son más verdes y ya no parecen hundidos. Tiene buen aspecto. Está sano.

Verlo me hace daño. Y tengo que contenerme para lograr quedarme quieta, de pie enfrente de Harry, en lugar de ir a abrazar a Travis, quien está detrás de mí, enfrente de Cassandra.

La hermana Tabitha continúa hablando sobre nuestras obligaciones hacia los demás y hacia Dios, pero en lo único en lo que puedo concentrarme es en el movimiento del aire que provoca Travis cuando se inclina sobre el bastón y cambia el peso de pierna de forma casi imperceptible, intentando encontrar la postura más cómoda.

Me alegro de verlo de pie, caminando, más sano. Sin embargo, odio verlo sonreír… Estoy destrozada.

Cuando la hermana Tabitha nos indica que es el momento de la ceremonia en el que debemos hacer los juramentos, todos nos damos la vuelta para quedar mirando al altar. Harry está a mi izquierda y Travis a mi derecha. Si cierro los ojos, puedo imaginarme que es con Travis con quien me estoy comprometiendo, que es Travis quien me llevará a casa cuando termine esta semana que inaugura nuestra nueva vida.

Nos hacemos eco de las palabras de la hermana Tabitha mientras nos dirige a lo largo de toda la Promesa. Y justo cuando nos comprometemos el uno con el otro, cuando nos prometemos que realizaremos el voto eterno al final de esta semana, noto los dedos de Travis que rozan los míos. Alargo la mano para tocar la suya pero no hay más que aire.

Ahora soy la prometida de Harry, así que él me ayuda a bajar del estrado y nos alejamos de la sombra de la Catedral para recibir la luz del sol. Nuestros vecinos nos rodean para darnos la enhorabuena y pierdo a Travis entre la multitud.

Lo he perdido para siempre.

La semana de la Ceremonia de los Sacramentos transcurre como una neblina vertiginosa. En todos los actos, nosotros cuatro somos los invitados de honor, nos colocan apartados del resto del pueblo, como si nos expusieran. Nos arrastran de un evento a otro. Nos invitan a cenas para señalar la importancia de la ocasión. Hacemos meditaciones en solitario para preparar nuestras almas para el inminente compromiso.

Además de la celebración de la Promesa, el Enlace y los Votos de Constancia Eterna, el otro gran acontecimiento de la Ceremonia de los Sacramentos es el bautismo. Todos los bebés son presentados ante la Hermandad y los Guardianes, son paseados entre los habitantes del pueblo. Esos niños nos pertenecen a todos, dicen las Hermanas, porque son nuestro futuro.

Bautizan a los cuatro niños que nacieron de los matrimonios celebrados el año pasado, y no puedo evitar ver cómo Jed y Beth intentan escabullirse desde el fondo de la multitud para no contemplar el ritual. Supongo que el dolor de haber perdido a su bebé este otoño les resulta insoportable.

Por fin, tras media semana de celebraciones, me encuentro un rato a solas y me arranco las flores del pelo. Estoy harta de los vecinos, estoy harta de Harry y de las Hermanas y de los Guardianes y de los bienintencionados que me dan la enhorabuena.

Estoy harta de la felicidad. Así pues, subo a la vieja atalaya de la colina, el único lugar en el que estoy segura de que podré encontrar la soledad.

Sin embargo, cuando llego allí veo que alguien se me ha adelantado, y estoy a punto de darme la vuelta cuando reconozco la figura que está sentada contra el muro de la torre. Es Travis. Noto una palpitación en mi interior. Nunca se me había ocurrido que él también pudiera utilizar este refugio, es más, nunca pensé que alguien más que yo pudiera utilizarlo.

Hace tanto tiempo desde la última vez que estuvimos juntos los dos que no se me ocurre nada mejor que hacer que mirarlo fijamente, con ojos hambrientos. Por un momento, me planteo darme la vuelta y echar a correr hacia el pueblo, dejarlo aquí y apartar la tentación. No es mío, no puede ser mío, y es demasiado doloroso estar cerca de él y saber que nuestra situación es irrevocable.

Pero antes de que pueda moverme, Travis alarga una mano hacia mí y me dice:

—Mary, ven a rezar por mí.

Sus palabras son mi perdición. Corro, me tropiezo con la túnica y gateo y me arrastro arañando la tierra hasta que llego a su lado, apoyo las manos sobre su pecho y mi respiración se convierte en una serie de jadeos.

—¡Mary! —exclama, mientras introduce la mano en mi melena y me sujeta la cabeza. Acerca mi cara a la suya, en contra de todo lo que ha estado separándonos. Lo necesito con una urgencia que soy incapaz de disimular.

Detiene mi cabeza justo antes de que nuestros labios se toquen, antes de lleguen por fin a casa. Travis está jadeando y yo solo consigo respirar el aire que sale de sus pulmones. Permanecemos en esa posición lo que parece una eternidad, incapaces de entregarnos el uno al otro, de construir el puente que una todo lo que hay entre nosotros.

—Mary… —susurra. Percibo el movimiento de sus labios.

Estoy segura de que está a punto de apartarme con la mano y va a decirme que no podemos hacer esto. Va a recordarme que él no puede hacerme suya y que no va a traicionar a su hermano. Acurruco la cabeza en el hueco de su hombro y aprieto la frente contra su cuello.

Hace calor y Travis está sudando, así que rozo su piel con la boca y pruebo la sal que me queda en los labios. Quiero fundirme con él, olvidar todas las barreras que hay entre nosotros y lo único que puedo hacer es tomar aire, quedarme aquí sentada e intentar no apretar mi cuerpo aún más contra el suyo.

No es mío sino de Cass, y sé que debería darme la vuelta, marcharme de este lugar. Pero me falta fortaleza para hacerlo. Por esta última vez quiero deleitarme en su esencia, arroparme con ella y guardarla como un recuerdo.

Permanecemos un rato en esa posición. Yo sigo acurrucada sobre su regazo, agarrándome con fuerza a él, y noto cómo se abre todo lo que hay escondido en mi interior. Ahora mismo soy feliz. Travis vuelve a enterrar la mano en mi melena y yo me relajo contra su cuerpo, liberando mis últimas dudas.

Hace un auténtico día primaveral. Los pájaros han regresado a nuestro pueblo, la nieve se ha convertido en barro y el sol brilla mansamente y da un calor agradable. La brisa nos cubre y el sonido del aire entre los árboles me recuerda las historias que me contaba mi madre sobre el océano.

—En momentos como este es difícil creer que no seamos las dos únicas personas que hay en el mundo. Solos tú y yo, en lo alto de esta colina —me dice Travis. Le sonrío. Y continúa—: Pero entonces, otras veces, pienso que es imposible que seamos los únicos que hay en el mundo. Me refiero a los habitantes de este pueblo. Es decir, tiene que haber algo más ahí fuera, algo más allá del Bosque.

Inclino la cabeza levemente hacia atrás para mirar a Travis a los ojos. Es como si hubiera dado forma a las palabras que habitan en mi corazón, como si se hubiera abierto camino hasta mis sueños. Yo pensaba que era la única que creía en la vida fuera del Bosque. Con una ligera presión de la mano, vuelve a colocar mi cabeza contra su hombro y el corazón me late desbocado al oír sus palabras.

—No eres la única a la que le contaban historias de pequeña —me dice. Contengo la respiración, porque creo que no ha terminado—. Y esos relatos me hacen pensar que tiene que haber algo más ahí fuera. Que esto no puede ser todo lo que existe. No podemos ser todo lo que existe. Tiene que haber más vida que este pueblo y sus mandatos.

Habla con voz comedida, como si él también notara las ataduras que nos mantienen apartados el uno del otro. Me coloca un dedo debajo de la barbilla y levanta mi mirada hasta que mis ojos se encuentran con los suyos:

—¿No lo percibes, Mary? ¿No ves que hay algo más? ¿Que la vida aquí no es suficiente?

Las lágrimas se me escapan de los ojos y mi sangre corre apresurada. Miro hacia la verja metálica como si así pudiera mirar hacia nuestro futuro. El Bosque está tan lejos que no distingo ningún Condenado en concreto, únicamente una masa difusa que se apelotona contra la alambrada. Entonces cambia la dirección del viento y puedo oír sus gemidos, transportados hasta la colina.

Estoy a punto de hablarle de Gabrielle (la prueba de que existe algo más) cuando un destello rojo sale disparado de los árboles y mi corazón se detiene por un instante. Contengo la respiración. Me siento con la espalda erguida y concentro todos mis sentidos en el Bosque.

—¿Qué ocurre? —me pregunta Travis, que también se incorpora, con una mano puesta en mi espalda.

Creo que es una alucinación, pero entonces vuelvo a ver el destello. Un color rojo brillante artificial contra las sombras de los pinos. Me pongo de pie y me olvido de repente de la tranquilidad, de la felicidad que sentía hace un segundo, y bajo a trompicones por la colina, sin que me importe tropezarme con las raíces y las piedras. Apenas consigo contenerme cuando me aproximo a la alambrada que se extiende por toda la base de la colina y freno justo a tiempo de mantener la distancia mínima para no correr el riesgo de que me muerdan y me contagien.

El destello rojo reaparece y se planta delante de mí. Ahora está pegada a la verja, como los demás. Por su mirada es evidente que está Condenada. Sus miembros no se mueven acompasados como si formaran parte del mismo cuerpo y su piel parece tirante sobre la estructura ósea, como si los huesos de la cara estuvieran a punto de abrirse camino a la fuerza a través de la piel.

Sin embargo, el color rojo de su chaleco acolchado sigue siendo tan vivo y extraño como antes, y sé que es ella. Sé que es la Intrusa. Es Gabrielle.

Me entran ganas de agarrarme yo también con los dedos a la verja. Travis llega renqueando hasta mí y me empuja hacia atrás.

—Pero ¿qué haces? —me pregunta, con la voz convertida en un suspiro mientras intenta recuperar el resuello.

Camina ayudado de un bastón y va cojeando, así que de repente caigo en la cuenta del esfuerzo que le habrá costado bajar la colina tan deprisa para detenerme.

Gabrielle sale disparada de entre los demás Condenados. Es como ellos, pero en cierto modo distinta. Es más pulcra. Más veloz. Se aferra contra las rejillas de metal con una rapidez y una voracidad que no he visto jamás. Permanezco junto a Travis a nuestro lado de la alambrada, sin saber qué sentir o qué hacer.

—No vuelvas a hacer eso —me susurra Travis al oído, abrazándome por los hombros y empujándome hacia su cuerpo.

Lo único que quiero es dejarme llevar, dejar que me arrope y me tome y me proteja. Todo mi cuerpo se estremece con cada latido, me tiemblan las manos.

—Ella era quien estaba en la habitación que había junto a la tuya —le digo señalando a Gabrielle—. La Intrusa que llegó al pueblo la noche que fui a tu dormitorio.

El calor me sube a las mejillas mientras recuerdo su cuerpo bajo el mío.

Observamos cómo la chica del chaleco rojo arremete contra las barras de la alambrada, desesperada por llegar a nosotros. Hay algo especialmente malévolo en ella: ninguno de los dos hemos visto un Condenado igual.

—Un día me habló desde el otro lado de la pared —le cuento—. Fue después de que te cambiaran de habitación, cuando fui a buscarte. Me dijo que se llamaba Gabrielle.

Me arde la garganta y trago unos sollozos que amenazan con liberarse. No puedo creerme lo que le ha ocurrido a esta chica que se atrevió a recorrer los caminos del Bosque, que se atrevió a entrar en nuestro pueblo.

Las lágrimas resbalan por mi rostro y me doy la vuelta para mirar a Travis.

—¿Te contó algo a ti? —susurro—. ¿Te dijo de dónde era? ¿Por qué fue a nuestro pueblo?

—Mary, por favor —me dice él.

Y entonces sus labios aterrizan en los míos y me quedo callada.

Recuerdo lo maravilloso que fue cuando estuvimos a punto de darnos nuestro primer beso, aquella noche, hace tanto tiempo. Fue la noche en que Gabrielle había entrado por la portezuela del camino. Antes de que ninguno de los dos supiéramos que existía el Exterior, cuando solo nos importaba estar juntos el uno con el otro en esa habitación. Ay, cómo palpitaba mi corazón y cómo se sentía mi cuerpo, al borde de la nada y de la plenitud. Desde entonces he recibido algunos besos. Besos cariñosos. Todos de parte de Harry. Todos durante nuestro brevísimo noviazgo. Nunca he besado a nadie más que a Harry.

Sin embargo, este beso con Travis… Es como despertarme y haber renacido y darme cuenta de lo que es y puede ser la vida. Me zambullo en él, las olas me empujan hacia el fondo y me arrastran en un remolino como si no pesase nada. Como si no valiese nada, pero lo tuviese todo.

El sonido de la verja sacudiéndose por culpa del asalto de Gabrielle nos separa. Travis mantiene la frente apretada contra la mía.

—Tendríamos que contárselo a alguien —le digo.

Él asiente.

—Lo de Gabrielle —añado.

Sonríe.

—Sí, eso también —me dice.

No puedo evitar sonreírle.

Igual que los bulbos enterrados que permanecen dormidos bajo tierra, me siento como si por fin empezara a desarrollarme. Entro en calor, el gozo florece en mi interior y se expande por todo mi cuerpo. He apartado de mi mente el horror de descubrir que Gabrielle se ha convertido en una Condenada, he confinado a lo más profundo de mi ser esa noticia para que no interfiera en la alegría de este momento.

—Soy más rápida que tú —le digo—. Correré a contárselo a los Guardianes. Querrán saber lo que ha pasado.

De pronto dudo. Pienso en las promesas que he hecho a Cass y a la hermana Tabitha y a Harry y a mí misma. Pienso en todo lo que implica incumplir esas promesas, en todo aquello a lo que tendré que renunciar. He intentado vivir de acuerdo con las normas del pueblo, de acuerdo con los edictos de la Hermandad, y no me han proporcionado más que confusión, misterio, mentiras y dolor.

Pensaba que podía dejar escapar a Travis. Pensaba que podía vivir de forma satisfactoria. Pero eso era antes de que me dijera que él también creía en un mundo más allá de las fronteras. Antes de darme cuenta de que él también había crecido pensando que había algo que nos superaba, que existía algo más.

Ahora mismo, aquí de pie enfrente de Travis, mientras lo saboreo en los labios, decido que voy a echar todo lo demás por la borda. Podré enfrentarme a la ira de Cass, de Harry y de la hermana Tabitha si tengo a Travis a mi lado.

—¿Irás a buscarme?

Sé que le estoy pidiendo que traicione a su hermano, que tambalee el equilibrio del pueblo y que haga daño a mi mejor amiga. Pero nada de todo eso me importa ya. Estoy dispuesta a renunciar a todo por él.

Me sonríe, roza mis labios con uno de sus dedos, como si sellara una promesa y, con el sonido de Gabrielle sacudiendo la alambrada cada vez más tenue a mi espalda, regreso al pueblo para ir en busca de los Guardianes.