La hermana Tabitha tenía razón: con mis nuevos estudios ya no me queda tiempo de ir a ver a Travis en todo el día. En lugar de eso, la Catedral domina mis horas. Por las mañanas limpio la nieve de los caminos, saco el polvo a los bancos de la iglesia y recoloco los libros para las celebraciones religiosas. Enciendo los cirios sagrados del altar y canto oraciones especiales cada vez que se consume una capa de cera. Preparo las comidas y friego los platos. Pero no tengo permitido salir de los muros de la Catedral. No puedo ir al pozo, ni al arroyo, ni a los campos.
Así pues, no veo a ningún habitante del pueblo a menos que se acerque a la Catedral.
Durante las semanas siguientes, Cass y Harry van a hacer compañía a Travis. Algunas veces van juntos y otras veces solos. Es mezquino por mi parte, pero me escondo cuando veo acercarse a Cass. No puedo soportar mirarla a la cara sabiendo que es a ella a quien ha elegido Travis, y tampoco me quito de la cabeza que, aunque dijo mi nombre aquella noche, tal vez se estuviera refiriendo a Cass.
Cuando ya no puedo aguantar más esa situación, una noche me bajo sigilosamente de la cama y me abrigo con la manta por encima de los hombros. Salgo a hurtadillas de la habitación y me deslizo por el distribuidor hasta llegar al centro de la Catedral. A lo largo de los años, los aldeanos han añadido alas al edificio, pasillos que serpentean y se alejan del Santuario principal formando ángulos extraños, algunos de ellos con intersecciones. Mi modesto cuarto se halla dentro de la estructura antigua, construida con piedra y no con madera, una piedra fría, húmeda y oscura. La mayoría de las Hermanas eligen vivir en otra parte de la Catedral, en las habitaciones más nuevas que dan al pueblo, porque prefieren no ver desde la ventana el cementerio y el Bosque. Quizá la hermana Tabitha eligiera mi habitación a modo de castigo, para aumentar mi aislamiento. Pero no he protestado: prefiero el silencio y la soledad de mi pasillo vacío.
Cuando me acerco al Santuario, el techo se cierne en la oscuridad y la estancia se abre para revelar varias filas de bancos. Me apretujo contra la pared con el fin de que las Hermanas que guardan vigilia por la noche no me vean. Me detengo a observarlas, arrodilladas y con las cabezas inclinadas las unas hacia las otras, mientras las llamas de las velas forman sombras alrededor de sus rostros. Susurran con mucho fervor y supongo que están rezando, hasta que una de ellas silba y dice en voz baja:
—Así ha sido siempre y así será. La Hermandad no permitirá que te atrevas a hacer lo contrario. No debes pensar esas cosas y, mucho menos, decirlas.
Sin pensarlo, me acerco un poco más, agazapada en la oscuridad, para intentar entender la conversación. Pero entonces la hermana Tabitha entra en el Santuario arrastrando los pies y yo me escabullo. Sigilosamente, me deslizo por una puerta, recorro un pasillo y subo las estrechas escaleras que me llevan a otro distribuidor, hasta encontrarme con la mano apoyada en la puerta de Travis. Me falta el aliento y todavía me tiembla el cuerpo al pensar que me he escapado sin que me viera la hermana Tabitha y he sabido encontrar el camino hasta la habitación de Travis. Giro lentamente el pomo.
Hay una vela en la mesa, junto a la cama, que parpadea cuando abro la puerta y la corriente del pasillo se cuela por la habitación. Cierro la puerta a toda prisa. Travis está incorporado sobre unos almohadones y me mira, como si me estuviera esperando.
Tardo un momento en darme cuenta de que está despierto. Alarga una mano hacia mí. Su cuerpo tiembla ligeramente.
—Mary, ven a rezar por mí —me dice.
Corro junto a su cama y me arrodillo, y entierro la cabeza contra su cuerpo.
La fetidez de la enfermedad ha desaparecido y su rostro ya no está tan pálido y sudoroso. Coloca los dedos debajo de mi barbilla y sé que debe de notar mi piel resbaladiza por las lágrimas.
—Reza por mí —insiste.
—No… no puedo —le digo—. No conozco ninguna oración.
—Dime la oración del océano —contesta, y me echo a reír.
Él sonríe y se desliza con cuidado sobre la cama para tumbarse, mientras yo me recuesto junto a él y le susurro al oído. Me agarra firmemente de la mano y no puedo evitar que mi corazón lata con más fuerza que nunca.
Esta semana he ido a la habitación de Travis todas las noches, para repetirle las historias que mi madre solía contarme. Estoy agotada, pero loca de alegría. Por la noche entramos en nuestro universo particular, podemos dedicarnos enteramente el uno al otro, como si nos hubiéramos librado de todas las demás obligaciones.
Esta noche mi cuerpo late muy alerta cuando me arrodillo junto a su cama, con nuestros dedos entrelazados. Respiramos de forma acompasada durante lo que me parecen semanas, aunque apenas hayan sido unos segundos. Es como si una eternidad separase nuestros labios y nunca fuéramos a ser capaces de tocarnos. Como en matemáticas, donde la división por la mitad puede prolongarse hasta el infinito.
Mis labios casi rozan los suyos y me olvido de Cass, de Harry, de Jed y de nuestro pueblo. Por la noche, refugiados en su habitación, solo existimos Travis y yo, y el que sería nuestro primer beso.
Pero es en ese preciso momento cuando me percato de que pasa algo raro. Tal vez sea un cambio en la corriente de aire de la habitación, o tal vez mis oídos se hayan alertado al oír que se abre alguna puerta, pero el caso es que me aparto un poco y miro a los ojos a Travis. Veo que él también ha notado el cambio.
—Chist —le digo colocando un dedo entre nuestros labios, sorprendida de que quede sitio suficiente entre nosotros para que quepa.
Me esfuerzo por distinguir algo más y entonces percibo que hay pies, muchos pies, que suben las escaleras y empiezan a recorrer el pasillo. Retrocedo aterrada y Travis baja las mantas y me agarra de la cintura para deslizarme sobre él y después colocarme entre su cuerpo y la pared. A continuación, nos cubre a ambos con la colcha.
Contengo la respiración y espero.
Se oyen susurros en el recibidor cuando un grupo de gente se desliza junto a nuestra puerta. Entonces se abre la puerta de la habitación, los goznes gimen ligeramente y el sudor cubre de inmediato todo mi cuerpo. El corazón de Travis late con fuerza en los intervalos en los que no late el mío, y sé que, esté quien esté en la puerta, debe de oír la percusión combinada de ambos latidos. Desde mi escondite no puedo ver qué hace Travis, pero respira de manera profunda y acompasada, como si estuviera dormido. Cierro los ojos con todas mis fuerzas y me reprendo por haber corrido semejante riesgo.
Oigo que la persona de la puerta da un paso hacia delante.
—¿Travis? —pregunta, como si quisiera asegurarse de que está dormido.
Me muerdo el labio al reconocer la voz de la hermana Tabitha. Travis no se mueve, no reacciona.
Finalmente, la puerta se cierra con un clic, es la pieza que coloca el cerrojo en su lugar, aunque el sonido me llega amortiguado por las mantas y la colcha. Esperamos. Travis baja por fin las mantas y el aire fresco y renovado vuelve a entrar en mis pulmones, pero no me muevo ni abandono mi posición.
Las paredes son finas en esta parte del recinto y oímos que algunas personas se mueven por la habitación contigua. Se oye el chirrido de un mueble arrastrándose por el suelo y entonces alguien sisea, como si quisiera detener el ruido.
Travis y yo nos miramos a los ojos. Lo único que nos llega es un murmullo, la cadencia de voces que sube y baja, que se superpone apresurada.
—¿Crees que habrán traído a otra persona malherida? —le susurro.
Niega con la cabeza.
—Creo que oiríamos sus gritos si sintiera tanto dolor.
Me encojo de hombros. A lo mejor el enfermo se ha desmayado.
—Además, ¿por qué iban a querer encerrarme si solo se tratara de alguien enfermo? —pregunta en un suspiro.
Inclino la cabeza hacia atrás y pego la oreja a la pared. Oigo una reprimenda repentina y tajante, emitida en tono severo:
—No, no se lo diremos hasta que llegue el momento adecuado. Mantén la boca cerrada sobre este tema.
Y entonces, supongo que la persona que estaba hablando se desplaza al otro extremo de la habitación, porque las voces vuelven a convertirse en murmullos.
Mientras intento adivinar qué es lo que está pasando, de repente caigo en la cuenta de que estoy tumbada en la cama con Travis, que tengo el cuerpo aprisionado entre él y la pared, y que el calor mutuo nos envuelve a los dos. Su respiración cambia ligeramente, se vuelve más pesada, cargada de anhelo, como si se hubiera percatado de lo mismo que yo.
De pronto, cada centímetro de mi piel se despierta por completo, el vello de mi cuerpo busca el movimiento, como si se tratase de antenas. Travis está tumbado bocarriba y yo tengo la espalda contra la pared, de modo que lo miro de frente.
He dejado la mano apoyada sobre su pecho y algo en mi interior me insta a apretar los dedos contra su piel, a apretar mi cuerpo contra el suyo. Mi respiración se vuelve agitada. Todo esto me supera, es casi insoportable.
—Supongo que debería irme, por si vuelven a comprobar si estás dormido —digo, y él traga saliva y asiente con la cabeza.
Oigo la forma en que el aire entra y sale de sus pulmones, como si le costara respirar.
Empiezo a deslizarme por encima de su cuerpo. Antes no había prestado atención al gesto debido a la adrenalina, al miedo a que nos pillaran. Pero esta vez cada una de las partes de mi cuerpo comprende lo que está pasando aquí, en su cama. Con cuidado de no darle un golpe en el muslo herido, deslizo una pierna sobre sus caderas, apoyando el peso de mi cuerpo contra la pared hasta que quedo de rodillas, a horcajadas sobre él, con una pierna a cada lado de su tronco.
Cierra los ojos e inclina la cabeza sobre la almohada, con los labios ligeramente entreabiertos, como si le doliese. Asustada, me acerco más a él y le susurro:
—¿Te hago daño?
Con los ojos todavía cerrados, menea la cabeza hacia delante y hacia atrás, y extiende las manos para colocarlas sobre mis caderas; sus manos parecen tan grandes sobre mi piel que me inmovilizan durante un latido. Los dos nos fundimos casi en un mismo cuerpo mientras presionamos el uno contra el otro desde la cadera hasta la barbilla. Mi mente se acelera al darme cuenta de que mi proximidad lo afecta, de que no soy la única que nota este calor.
Se oye un golpetazo en la habitación contigua y me apresuro a terminar de deslizarme sobre Travis y me dejo caer en el suelo, lista para esconderme debajo de la cama si es preciso.
Con la cabeza pegada a la pared en todo momento por si acaso oigo que cambia el movimiento de la habitación de al lado, correteo hasta la puerta y toco el pomo. Está cerrada con llave. No hay forma de conseguir abrirla.
Travis se ha incorporado en la cama, apoyado sobre los codos. Gracias a la luz de la luna veo que tiene el rostro encendido por el calor.
Tendré que saltar por la ventana. Cruzo la habitación y forcejeo con la ventana de guillotina hasta que consigo levantarla lo suficiente para colarme por la abertura. El aire frío invade mi fino camisón, luchando contra el calor residual de la cama de Travis, así que me coloco por encima de los hombros la manta que me había llevado.
Por suerte, este invierno ha nevado mucho y hay una capa de nieve considerable que amortiguará mi salto de dos pisos. Estoy a punto de emprender mi huida cuando oigo mi nombre.
Travis ha alargado la mano hacia mí y, aunque sé que estoy tentando a la suerte, regreso junto a él.
—¿Volveré a verte pronto? —me pregunta.
La llama de la vela que hay al lado de la cama parpadea por la corriente que entra de la ventana y dibuja sombras en su rostro.
—No lo sé —le digo sinceramente—. No estoy segura de que pueda arriesgarme otra vez.
Asiente con la cabeza. Lo comprende. Y entonces me toma de la mano y aprieta sus labios contra mi palma. Noto como si el fuego entrara en mi torrente sanguíneo y abrasara todo mi cuerpo. Me besa la muñeca y entro en el infierno. Empieza a avanzar por mi brazo, su respiración me hipnotiza, y casi me rindo cuando tira de mí hacia su torso.
Sin embargo, en lugar de eso retrocedo, llevándome el brazo al pecho.
—Cuídate —le digo, porque no sé cómo explicar todo lo que verdaderamente quiero decirle.
Y entonces me deslizo por la ventana y me veo cubierta de nieve, que al instante empapa mi piel, una piel que hace unos segundos estaba en llamas.
Por miedo a que me vean las personas que están en la habitación contigua a la de Travis, corro con todas mis fuerzas por el cementerio hacia la verja y me escondo entre las sombras, cerca del borde del Bosque. Froto la nieve con los pies a cada zancada, intentando que no sea tan evidente que un ser humano se ha alejado de la ventana de Travis, pero mis pies no tardan en empezar a congelarse, porque las finas zapatillas que llevo puestas no me protegen apenas de la nieve.
Cuando ya no me atrevo a acercarme más al Bosque a esas horas de la noche, empiezo a dar un rodeo con la intención de entrar por la puerta principal de la Catedral. Mi mente deambula y regresa a Travis, a su cama y al tacto de su piel. Mi cuerpo se estremece por los recuerdos, el deseo, el aire gélido. Por eso, al principio no me doy cuenta de que estoy siguiendo los pasos de alguien más en la nieve: no solo hay pasos de una persona, sino de muchas.
Me detengo. Detrás de mí no se extiende nada más que el Bosque, y mi corazón empieza a latir con fuerza. ¿Y si esas huellas son de los Condenados? ¿Y si han roto la verja y nadie ha tocado la sirena de alarma? El terror me invade, pero, aunque tropiezo y me arrastro por la nieve, me levanto y me empeño en seguir las huellas hasta el punto de partida.
Se paran en la verja. En la puerta que da al camino que se aleja de nuestro pueblo y se adentra en el Bosque de Manos y Dientes. Me arrodillo sobre la nieve y miro a través de la puerta. A la luz de la luna consigo entrever las huellas claras de un par de pies que llegan hasta la portezuela. Se extienden, a través de las zarzas rotas, y recorren el camino hacia el Bosque hasta donde se pierde la vista. No son las pisadas torpes de los Condenados, sino las huellas fuertes y bien definidas de los vivos, como si alguien hubiera recorrido este camino a propósito para acercarse a nosotros.
El camino está prohibido para todo el mundo: los aldeanos, las Hermanas, los Guardianes. Nunca jamás he visto abierta esta puerta, nunca jamás he visto a nadie emplear este camino.
Alguien del Exterior ha entrado en nuestro pueblo.
Lo que significa que existe un Exterior: algo más allá del Bosque.
Emoción, miedo, curiosidad y pánico se agolpan en mi garganta, hasta el punto de que creo que voy a marearme antes de tragar saliva y volver a centrarme en el momento presente. Agachada sobre la nieve, me fijo en el contorno de la huella del Intruso. Es pequeña como la mía, pero los pasos son largos: o se trata de un chico o de una mujer.
¡Alguien del Exterior ha llegado a nuestro pueblo!
Empieza a soplar el viento y extiende la nieve recién caída, que poco a poco borra las huellas. Voy casi dando brincos mientras sigo las huellas en dirección contraria, hacia el pueblo, hasta llegar a la entrada principal de la Catedral. Estoy a punto de abrir de par en par la puerta de tanta emoción, con el cuerpo entero rebosante de energía, cuando el cerebro me hace reaccionar.
Nadie ha accionado la sirena; nadie ha tocado las campanas del pueblo. Es cierto que es de noche, pero la llegada de un Intruso es una noticia por la que merece la pena despertar a los aldeanos. Y sin embargo, las Hermanas han mantenido al Intruso en secreto. Lo han arrastrado a la habitación contigua a la de Travis y lo han encerrado allí. Y he oído cómo una de ellas decía que no se lo dirían a los habitantes del pueblo hasta que estuvieran preparadas para hacerlo.
De repente, comprendo que en teoría yo no tenía que enterarme de la llegada del Intruso y me planteo hasta dónde llegarán las Hermanas para mantener el secreto. Pienso en el túnel que hay debajo de la Catedral y en el claro del Bosque, y me pregunto qué otros secretos deben de guardar.
Me camuflo entre las sombras que proyectan los muros de la Catedral bajo la luna. Con las manos apoyadas contra su formidable fachada de piedra, repto entre los arbustos y rodeo los montículos de nieve hasta llegar debajo de mi ventana. Alargo los brazos, deslizo la hoja hacia arriba para abrirla y me cuelo dentro, mojada y temblando, con las manos y los pies entumecidos.
Tras avivar las brasas del fuego, me desvisto y cuelgo la ropa encima de la silla para que se seque. Me siento en la alfombrilla que hay delante del hogar y me tapo con la manta por encima de los hombros; todavía tengo el cuerpo frío por dentro. Mientras oigo el viento que repiquetea fuera, doy gracias porque mis huellas van a borrarse, aunque sé que el aire también eliminará las huellas del Intruso que llegan hasta la verja.
Alguien del Exterior ha llegado a nuestro pueblo y, mientras estoy aquí sentada mirando las llamas, comprendo en lo más profundo de mi ser que eso era lo que estaba esperando, lo que siempre había deseado aunque hasta este momento no lo hubiese sabido.
El Intruso es la excusa para marcharme de este poblado. Ahora que hay pruebas, ahora que todos los vecinos van a saber que hay algo más, que ya no somos una isla, ahora, ha llegado el momento de que retomemos el contacto con el mundo Exterior.
Nada podrá contenernos por más tiempo. No, cuando llegue a oídos de la gente la noticia del Intruso. Y yo seré la primera que cruce esa puerta. Yo seré la que dirija la marcha hacia el océano. Hacia el lugar donde los Condenados no han estado jamás.