VI

Le he estado hablando a Travis del océano. Se ha sumido en un duermevela febril, con los labios entreabiertos, pero yo continúo susurrándole en sueños, intentando obligarlo a que se recupere. Como hago siempre, me he arrodillado junto a su cama y le he apartado el pelo de la frente con una suave caricia, y en esa postura estoy cuando la puerta se abre a mi espalda. Antes de que vea quién es, digo un rápido «Amén» y me pongo de pie, con las mejillas encendidas y la respiración convertida en leves jadeos.

Abro los ojos como platos cuando veo quiénes han venido de visita: Cass y Harry, seguidos de la hermana Tabitha.

—¡Mary! —exclama Cass.

Corre hacia mí y me abraza sin pensarlo, mientras yo hago lo mismo, enterrando la cara en su pelo rubio casi albino. A pesar de que estamos en lo más crudo del invierno, su pelo sigue oliendo a rayos de sol.

Ya noto las lágrimas que me aguijonean los ojos y me queman la parte posterior de la garganta. Es la combinación de haber echado de menos a mi mejor amiga, de haber anhelado el contacto físico y de haberla traicionado enamorándome de Travis. Por una vez, me alegro de no tener permitido hablar, porque no sé qué le habría podido decir a Cass, cómo habría podido explicarle por qué me ha encontrado arrodillada junto a Travis, con una mano apoyada en su pelo.

—Ay, Mary, ¿qué tal está?

Ocupa mi lugar junto a Travis y arropa las manos de su prometido con las suyas igual que un momento antes hacía yo. Incluso mientras dormita por culpa de la fiebre, inclina la cabeza hacia la de ella.

Estoy segura de que puede oler los rayos de sol y los anhela tanto como todos los demás.

—Travis —lo llama Cass, con la voz suave como un suspiro—. Travis.

Con una mano le acaricia la frente y él suelta un leve ronroneo. Cuando resigue la cara de él con la mano hasta llegar a la mejilla, él inclina el rostro para presionarlo contra sus dedos.

Ver su reacción me provoca tal dolor que apenas consigo mantenerme en pie y no apartar la mirada. Es la misma sensación que me embargó cuando tuve a mi hermano delante y me dijo que debía unirme a la Hermandad porque nadie había pedido mi mano. El mismo vacío que me taladra desde el centro mismo de mi ser.

Por un instante deseo apartar a Cass de la cama de un empujón, alejarla de Travis. Quiero gritarle y decirle que ella no soy yo, y que a quien debería corresponder de esa forma es a mí. Que yo soy la que ha estado a su lado desde el principio.

Pero no lo hago. Porque quiero creer que existen motivos para que Cass no haya ido a visitar a Travis desde que tuvo el accidente. Porque sé que es muy delicada y que incluso esto, incluso verlo febril y quejumbroso, resulta casi excesivo e insoportable para ella. A pesar de que él es su prometido, a pesar de que los cuatro nos hemos criado juntos y hemos sido amigos desde que tengo uso de razón.

De las dos, ella siempre ha sido la más débil y yo siempre he sentido la necesidad de protegerla. El hecho de que se haya presentado aquí da muestra de lo mucho que se preocupa por él, y asimilar esto me hace sentir todavía más vacía y tonta por haberme planteado siquiera que podía enamorarme de Travis.

A continuación le coge una mano a Travis y se la coloca sobre la mejilla. Permanece callada mientras las lágrimas escapan a toda prisa de sus ojos.

—¿Cuánto tiempo lleva así?

Miro a la hermana Tabitha porque no me está permitido contestar, y ella da un paso adelante, entre Cass y yo, y empieza a responder a sus preguntas. Me siento aliviada al ver que me ha quitado el peso de dar explicaciones, así que me aparto de la cama y me alejo de Cass, Travis y la hermana Tabitha, con el fin de dejarles un poco de intimidad para hablar.

—Hola, Mary —me dice Harry.

Me había olvidado por completo de que estaba en la habitación, apoyado en la pared junto a la puerta, así que asiento a modo de saludo. Lleva la melena oscura más larga que la última vez que lo vi, y se ha recogido el pelo detrás de las orejas. Eso hace que sus pómulos parezcan más afilados y duros. Estamos de pie, hombro con hombro, y noto cómo mi cuerpo se enciende de rabia y vergüenza ante este chico que me ha rechazado.

—La hermana Tabitha nos dijo que no podías hablar, que habías hecho una especie de voto de silencio, pero creo que Cass se había olvidado.

Vuelvo a asentir. No sé qué podría decirle si me dejaran hablar. Tal vez le preguntase por qué no pidió mi mano. Por qué me pidió que lo acompañara a la Celebración de la Cosecha la mañana en que mi madre se contagió y nunca volvió a hablarme, hasta ahora. No ha ido a ver a Jed para presentar formalmente su petición. Por qué me ha dejado en manos de este destino dentro de la Hermandad.

Tal vez le preguntase qué le ocurrió a Travis, qué le provocó una fractura tan tremenda en la pierna y por qué no ha ido a verlo hasta ahora.

—Tu hermano fue quien lo encontró —me cuenta, como si me leyera el pensamiento.

Los dos miramos a Cass, que se inclina sobre Travis mientras la hermana Tabitha, a los pies de la cama, explica los progresos en un tono suave y lento. Siempre me sorprende lo maternal que puede ser la hermana Tabitha cuando cura las heridas de Travis.

—Él fue quien lo trajo aquí —añade—. Beth estaba que se subía por las paredes porque no pudo acompañar también a su hermano. Es que las Hermanas tenían miedo de que cualquier movimiento pudiese provocar la pérdida del bebé.

Trago saliva rápidamente, intentando aliviar la quemazón de mi garganta. Jed estuvo aquí aquella noche. Estuvo aquí hace apenas unas semanas. Tan cerca de mí y, sin embargo, no fue capaz de ir a verme. No se preocupó de informarme de que su mujer volvía a estar embarazada.

Lo único que puedo hacer es asentir e intentar que mis mejillas no se enciendan como una llama debido a todas las emociones que me queman por dentro. Saco fuerzas de flaqueza para cruzar las manos plácidamente delante del estómago.

Harry se vuelve para mirarme a la cara, pero yo sigo con los ojos fijos en lo que tengo delante. Igual que su hermano, él es más alto que yo, así que baja la cabeza para hablarme:

—Nadie sabe qué pasó, Mary, o dónde estaba. —Duda un momento—. Jed nos dijo que encontró a Travis medio delirando, arrastrándose por los campos. Pero nadie ha sido capaz de adivinar qué le ocurrió.

Escudriña mis ojos como si yo tuviera que saber algo, como si yo poseyera las respuestas a sus calladas preguntas. Me limito a devolverle la mirada. Al final, se inclina hacia mí muy levemente.

—Mary —continúa diciéndome, con la voz tan grave y baja que las demás personas de la habitación no lo oyen—. Lo siento —prosigue—. Yo…

Baja la mirada al suelo y después, por encima de mi hombro, mira a su hermano y a Cass.

Abre la boca para seguir hablando, pero justo entonces el cuerpo de Travis se retuerce en la cama y Cass le suelta la mano y se incorpora. Mi amiga gimotea, con los ojos rojos e inyectados en sangre y con toda la cara demacrada, como si estuviera agotada por la emoción de estar tan cerca de un sufrimiento semejante.

No es la misma persona que entró por la puerta.

—¿Puedo volver otro día a hacerle una visita? —pregunta.

Por el modo en el que estamos colocadas, a la hermana Tabitha le basta con un ligero movimiento para mirar por encima de Cass y encontrarse con mi mirada un instante antes de responder:

—Por supuesto que sí. Mary reza por él todos los días. Puedes acompañarlos. A lo mejor si las dos os encomendáis a Dios, acaba por tener piedad.

Noto los ojos de Harry clavados en mí, deseosos de que le sostenga la mirada. Pero ahora no quiero sus disculpas. No quiero tener que explicar por qué he pasado tanto tiempo junto a su hermano.

Cass se vuelve hacia mí y me coloca la mano en la mejilla.

—Mi querida Mary —dice—. Qué buena eres.

En lo único en que puedo pensar es en que todavía le huelen las manos a Travis, y eso me destroza.

Una vez que Cass y Harry se han marchado, la hermana Tabitha me acompaña a mi habitación.

—Ya has terminado de leer las Escrituras cinco veces.

No es una pregunta y, si bien no me importa engañarla por omisión, no puedo mentirle directamente a la cara, así que digo que sí con la cabeza.

—Entonces, se ha acabado el voto de silencio.

—Sí —respondo, y el lenguaje verbal suena extraño en mi boca después de tantas semanas callada.

Mi propia voz resuena fuerte y áspera en mis oídos, que se han acostumbrado a los suaves susurros contra las mejillas de Travis.

—Ahora pasarás al siguiente nivel de tus estudios. De momento, ayudarás a Cass a asimilar este mal trago y continuarás rezando por Travis.

Asiento, porque, aunque ahora tengo permitido hablar, eso no quiere decir que me apetezca hacerlo. La posibilidad de hablar llega acompañada de la carga de tener que dar explicaciones a Cass.

Como soy débil, no le digo a Cass que ya no tengo que cumplir el voto de silencio. En lugar de eso, me siento en una silla cerca de la ventana mientras ella se arrodilla al lado de la cama de Travis y mueve los labios para rezar. La fiebre de Travis no remite y pocas veces está despierto, aunque con frecuencia gime de dolor y se revuelve en la cama. Al cabo de unas cuantas visitas como esta, me doy cuenta de que Cass está agotada, decepcionada y perdida, así que me acerco a ella y me arrodillo a su lado para estrecharla entre mis brazos. Cass se derrumba sobre mí hecha un mar de lágrimas.

El séptimo día, Cass no viene a sentarse junto a Travis, y empiezo a temer que le haya ocurrido algo. Pero entonces Harry ocupa su lugar y me dice que es demasiado duro para ella ver a Travis sufrir de semejante forma.

No se queda apenas. No me pregunta qué tal estoy o qué tal está Travis. Solo permanece un instante en el quicio de la puerta y me mira, allí sentada en la silla junto a la ventana, mientras yo contemplo cómo su hermano duerme plácidamente.

—Lo amas —me dice.

Intento encontrar un reproche en su voz, pero no puedo.

—No pediste mi mano —contesto.

Sus ojos resplandecen por un instante y entonces se alejan de mí y miran por la ventana. Quiero que me diga por qué. En lugar de hacerlo, responde:

—Lo siento, Mary.

Entonces se da la vuelta y se marcha, pero sus ojos languidecen sobre mí un momento antes de que cierre la puerta.

Me deslizo desde la silla hasta la cama de Travis y me coloco de rodillas junto al lecho. Hace mucho tiempo que no soy quien ocupa este lugar. Durante los últimos días era Cass quien estaba aquí, y Travis ha ido mejorando poco a poco: la rojez que rodea la cicatriz ha ido apagándose. Pero todavía tiene que conseguir mantenerse del todo despierto en lugar de entrar y salir de este sueño inquieto, con la mente aparentemente nublada por el dolor.

Me agarro a él y empiezo a sollozar. Lloro por la familia que he perdido, por haber traicionado a mi mejor amiga, por no tener ningún pretendiente y por enamorarme tan locamente de Travis. Lloro porque mi vida no es ni por asomo como imaginaba que sería. Lloro por el modo en que vivimos, y por los Condenados y el Bosque de Manos y Dientes, y por la Hermandad y los Guardianes. Y por mí y por Travis y su pierna rota, y por el pensamiento de que tal vez nunca se recupere o que, si lo hace, nunca vuelva a caminar bien, y porque mañana voy a pasar al siguiente nivel de mis estudios y tengo miedo de que no me permitan volver a ver a Travis nunca más.

Lloro porque esto no es vida. Porque así no es como debería ser la vida y porque no sé cómo puedo solucionarlo.

Mis lágrimas empapan la almohada. La mejilla, el cuello y el pelo de Travis están mojados, pero no puedo parar de llorar, y sigo derramando lágrimas hasta que empiezo a desmoronarme, intentando transportar el aire a mis pulmones mientras mi cuerpo se sacude.

Y entonces, noto una mano en la cabeza y miro hacia arriba. Es Travis, que está despierto. Por un momento me pregunto si está confundido y no sabe qué hago yo aquí en lugar de Cass. Ha sido Cass la que ha estado velando sus sueños últimamente y es Cass a quien él responde ahora.

Pero entonces susurra:

—Todo saldrá bien, Mary.

Apoya mi cabeza sobre su pecho y me abraza con cariño, y lo único que me planteo es por qué la vida no puede detenerse aquí y ahora y dejarnos congelados en este preciso momento.

Por desgracia, en lugar de eso oigo a alguien que arrastra los pies junto a la puerta y levanto la mirada para ver a la hermana Tabitha, que le trae la cena a Travis. Arquea una ceja al verme así: despeinada y ajena al mundo. Me pongo de pie y me alejo de la cama, mientras me seco la cara con la manga de la túnica.

Travis ha vuelto a quedarse dormido, con el cuerpo lánguido y los brazos a los lados, y no puedo evitar pensar que acabo de imaginármelo todo.

La hermana Tabitha no dice nada cuando salgo de la habitación y corro por el laberinto de pasadizos de la Catedral hasta el santuario de mi propio consuelo. Sin embargo, unas cuantas horas después, llama a mi puerta y me informa de que mis nuevos estudios me ocuparán todo el día y que ya no tendré tiempo de ir a rezar por Travis.

Me paso la noche sentada junto al escritorio con la ventana abierta, mientras el aire gélido sopla por mi cuerpo entumecido. Miro el Bosque, la frontera metálica, y me pregunto qué harán mi madre y mi padre. ¿Vivirán más felices ahora? ¿Los Condenados también tienen miedo? ¿Sienten la pérdida y el amor y el dolor y el anhelo? ¿No sería mucho más sencilla la vida sin tanta agonía?