Al día siguiente me mandan que vaya a atender al paciente, que no ha dicho nada en toda la noche.
—Tenemos muchas obligaciones, Mary —me indica la hermana Tabitha mientras me conduce desde mi habitación al Santuario principal y de allí a un recibidor, del que salen unas escaleras estrechas que desembocan en otro distribuidor largo con puertas de madera a ambos lados.
—Del mismo modo que has aprendido a dedicar tu vida al Señor, ahora tendrás que aprender a cuidar de Sus hijos. Pero recuerda —añade dándose la vuelta y cogiéndome de la barbilla con sus dedos fríos—: debes mantener tu voto de silencio. Todavía tienes que ganarte los privilegios.
Asiento. No le digo que hace ya una semana que terminé de leer por quinta vez el libro de las Escrituras. He estado de lo más entretenida disfrutando de mi soledad.
Abre la puerta y oigo un gruñido que me recuerda a los Condenados. Por un instante me quedo petrificada en el pasillo, reviviendo el momento en que mi madre se convirtió y en el que sus gritos dieron paso a unos gemidos anónimos.
La luz del sol se cuela por una ventana que hay enfrente y se refleja en las paredes forradas de madera, en contraste con el recibidor oscuro y estrecho. Aquí todo es más luminoso que en mi celda, más claro. En el extremo más alejado, contra la pared, hay una cama individual con sábanas blancas y una colcha de cuadros de colores tenues, en la que se retuerce un joven que ha deshecho la cama de tanto moverse.
—Agua —suplica el enfermo.
Y la hermana Tabitha se dirige a mí y me ordena que salga a recoger un poco de nieve limpia en un cuenco para que él pueda beberla mientras ella va a buscar vendas nuevas.
Cuando regreso, tengo las manos rojas y entumecidas del contacto con la nieve. Lentamente me acerco a la cama. El paciente está más tranquilo, y cuando oye mis zapatos contra el suelo de madera, se da la vuelta y veo quién es.
—Travis —suspiro.
La voz me raspa en el garganta y miro a mi alrededor con rapidez para asegurarme de que la hermana Tabitha no me ha oído hablar. No me cabe duda de que me enviaría al Bosque si lo creyera conveniente.
—Mary —susurra él—. Ay, Mary.
Alarga un brazo y me coge la mano para acercarla a su mejilla, de modo que me veo obligada a inclinarme hacia delante y termino tropezándome y cayendo de rodillas junto a la cama. Una parte de la nieve se cae del cuenco y se desparrama por el suelo, pero Travis tienes los ojos cerrados, así que no ve los copos que se derriten en los tablones de madera arañada.
Le arde la mejilla, así que deslizo la mano hacia su frente, igual que solía hacer mi madre cuando Jed y yo nos poníamos enfermos de pequeños. Pienso en todas las veces en las que he rozado a Travis sin querer mientras jugábamos en el campo o mientras íbamos al colegio, y sin embargo, en cierto modo ahora su piel parece distinta, más adulta. Tiene más de hombre que de niño.
Cojo un pellizco de nieve del cuenco y coloco la mano delante de su boca. Con la lengua resigue mis dedos y noto como si se me derritiera la piel por primera vez en la vida.
De repente, dejo de considerarlo mi amigo para verlo como algo más, pero me obligo a recordar que no tengo permitido desearlo. Suspira y veo cómo su cuerpo se relaja de nuevo recostándose en el colchón.
—Por favor, Mary, dame más —me pide con los ojos todavía cerrados.
Asiento y continúo alimentándole con nieve; su respiración se derrite en mis dedos, su cuerpo está ardiendo, deshidratado y sediento.
—Me duele mucho, Mary —susurra—. Dios, no sabes cuánto me duele.
Siento el creciente impulso de consolarlo con palabras, y deseo saber qué le ha pasado para hallarse tan malherido, pero tengo miedo de preguntarle y arriesgarme a que la hermana Tabitha me oiga hablar y me ordene que me aleje de él o me prohíba volver a verlo. Aprieto la frente contra su mejilla, mi piel fresca contra la suya, y así seguimos cuando la puerta se abre detrás de nosotros y la hermana Tabitha entra dando zancadas, con el rostro contraído en una severa mueca.
Se hace el silencio y entonces Travis dice:
—Gracias por la oración, Mary. Ya me siento mejor.
Sus palabras consiguen que el ceño fruncido de la hermana Tabitha se relaje levemente.
—La oración siempre es la mejor medicina —dice la Hermana, y a continuación se acerca a la cama y, con una ternura que nunca pensé que pudiera mostrar, baja la sábana que cubre el cuerpo de Travis con la intención de examinarle las heridas.
La sangre ha manchado las gasas y vendas que lleva atadas alrededor del muslo izquierdo, pero está seca y de color marrón; imagino que es una buena señal. La hermana Tabitha me pide que le dé la mano a Travis mientras ella retira las vendas y me armo de valor para ver lo que hay debajo.
He visto tantos horrores y tantas cosas grotescas en mi vida que jamás pensé que pudiera marearme y notar que me fallaban las rodillas al ver la herida de Travis. Es imposible crecer rodeada del Bosque y no ver las estampas más atroces: a los Condenados con esa piel reseca hecha trizas y esas heridas abiertas e infectadas hasta el hueso, con esos dedos retorcidos y rotos de tanto aferrarse a las verjas, y esas extremidades unidas al cuerpo apenas por los cartílagos.
Travis me agarra con fuerza de la mano, como si quisiera consolarme en lugar de buscar consuelo en mí. En mitad del muslo tiene un profundo corte de color rojo intenso que todavía supura una sangre de aspecto acuoso. Varias tiras torcidas de puntos largos sujetan ambas partes juntas. La hermana Tabitha coloca una mano a cada lado de la herida y aprieta, provocando un respingo de Travis, quien pone los ojos en blanco de tanto dolor.
—De momento no hay infección —informa la Hermana sin levantar la mirada—. Eso me da esperanza. —Envuelve con vendas limpias la piel desnuda y en carne viva—. Pero la fractura fue tan mala que no sé si se habrá soldado correctamente, así que habrá que esperar a ver qué pasa. Lo que sí sé —dice mientras sube las sábanas de nuevo hasta la barbilla de Travis y las asegura bajo el colchón de manera tirante— es que Travis se pasará en esta cama el resto del invierno por lo menos, y tendrá suerte si vuelve a caminar. Ahora está en manos de Dios.
—¿Puede…? —Travis duda un momento, traga saliva, con el rostro pálido y unas perlas de sudor formándosele en la frente—. ¿Puede volver Mary otro día a rezar por mí? —pregunta.
La hermana Tabitha mira detenidamente y con severidad a Travis y después me mira a mí, pues todavía tengo sus manos arropadas en las mías. Asiente una vez con la cabeza, un movimiento rápido que dura menos que un latido.
—Sí puede. Pero ahora debe retomar sus estudios. Y tú deberías saber, Travis, que no tiene permitido hablar salvo para rezar, así que, por favor, no la tientes a que haga otra cosa.
Bajo la mirada y contemplo cómo los dedos de Travis se entrelazan en los míos. Mi mente retrocede al día, hace unos meses, en el que su hermano Harry y yo nos dimos la mano bajo el agua y él me pidió que lo acompañara a la Celebración de la Cosecha, que ahora queda tan lejana. Recuerdo lo blanda y poco atractiva que me pareció entonces la piel de Harry y lo dura y callosa que noto la piel de Travis contra mi piel suave.
Le doy la vuelta a la mano de Travis y miro las líneas que cruzan su palma, mientras me pregunto cuántas cosas me habré perdido desde entonces.
Voy a la habitación de Travis todas las mañanas. Ayudo a la hermana Tabitha a limpiarle la herida, que sigue sin cicatrizar y está muy roja, cosa que preocupa a las hermanas. Fruncen el entrecejo y murmuran palabras sagradas cuando pasan junto a él. Todo el mundo reza para que se recupere. Me gustaría saber qué le ocurrió, pero guardo silencio como me han ordenado. Lo único que me han contado es que la grave fractura del hueso le rasgó la piel, que no está sanando como debería.
La mayor parte de las veces que voy a ver a Travis, lo encuentro enterrado en las mantas, medio delirante por el calor y la fiebre. Hay muchos días en los que no me reconoce. Otros días me agarra y me suplica que le dé agua y que acabe con ese dolor.
Cuando puedo, me arrodillo al lado de su cama y le cojo de las manos, las arropo con las mías y me inclino junto a su oído para susurrarle. Sé que debería estar rezando y que las Hermanas creen fervientemente que la oración es la única cosa que puede salvarlo, pero me siento incapaz.
No puedo confiar la vida de mi amigo a algo de lo que estoy tan poco segura y con lo que sigo tan enfadada por haberse llevado a mi familia y haberme dejado sola en este mundo.
Así pues, en lugar de rezar, le hablo de las cosas en las que sí creo, de las cosas que sé que son ciertas porque tengo fe en ellas. Le cuento las historias que me narraba mi madre sobre la vida antes del Regreso.
Le hablo del océano.
En esos momentos sé que estoy enamorada de Travis. Noto cómo me desvivo por conseguir que se ponga bien. Sé que si pudiera dividir mi vida y compartirla con él para hacer que sanase, no dudaría en hacerlo. Y no comprendo cómo es posible que, día tras día, yo lo visite y apoye la cara tan cerca de la suya que mis labios le rocen la mejilla y la oreja y, aun así, él no haya mejorado.
Cuando no estoy con Travis sino a solas en mi habitación, no puedo olvidar aquel día junto al arroyo, el día en que mi madre se contagió. Recuerdo cuando Harry me dijo que Travis había elegido a mi amiga Cass y no a mí. A pesar de que Cass no ha ido a la Catedral para sentarse junto a Travis como he hecho yo, a pesar de que ella no se lo merece tanto como yo, recuerdo que Travis ya le ha pedido la mano a otra. Que es a Cass a quien estaría cortejando ahora mismo si no fuera por la pierna rota. Y saberlo me llena de rabia y de nostalgia, y ambas se entrelazan en lo más profundo de mi ser hasta un punto que ya no puedo distinguir a la una de la otra y lo único que sé es que lo deseo.
Así es como he llegado a comprender por qué jamás podré ser una verdadera sierva de Dios, por qué nunca seré capaz de entregar mi vida a las Hermanas. Amo demasiado a Travis para renunciar a él.