IV

Ya está a punto de anochecer cuando desciendo de la atalaya y regreso a la Catedral. Las Hermanas llevan un rato esperándome.

—Así que has decidido unirte a nosotras… —me dice la más anciana, la hermana Tabitha. Está de pie, mirándome, delante del altar, flanqueada por dos Hermanas de mediana edad.

—No me queda otra opción —le contesto, porque es la verdad.

Inhala aire con arrogancia y veo que sus labios se tensan formando una única línea. Se da la vuelta con brusquedad y entra por una puerta escondida detrás de una cortina, cerca del púlpito.

—Sígueme —me ordena con autoridad, y la obedezco.

Las otras dos Hermanas cierran la expedición detrás de nosotras.

Recorremos un pasillo estrecho que se adentra en lo más profundo de la Catedral, un lugar en el que no había estado nunca, hasta llegar a una enorme puerta de madera cruzada por barras metálicas. La hermana Tabitha tira de la puerta, la abre, coge una vela de la mesa que hay al otro lado y nos guía mientras descendemos por una serpenteante escalera de piedra muy empinada. El ambiente se vuelve más fresco, más húmedo, y cuando llegamos a la parte inferior del tramo de escaleras, nos hallamos en una sala cavernosa poblada por un sinfín de estanterías vacías.

Sin embargo, no nos detenemos allí. Cruzamos la estancia y hacemos una pausa en un rincón sombrío. Me digo que no tengo nada que temer en este lugar tan extraño; que la Hermandad siempre ha protegido a los habitantes de la aldea. Y al mismo tiempo, no puedo contener el escalofrío que se apodera de mi cuerpo y me agarrota los huesos.

La hermana Tabitha corre una cortina, que desvela una puerta cerrada. Saca una llave de una cadenita que lleva colgada del cuello, abre la puerta y me insta a que entre. La sigo por otro pasillo; este se parece más a un túnel, con los muros de piedra, el suelo de tierra y el techo con vigas de madera. Más estanterías recorren las paredes y, de vez en cuando, veo alguna botella polvorienta cobijada en ellas.

—¿Sabías que hace muchísimo tiempo, siglos antes del Regreso, este edificio pertenecía a una plantación de viñas? Albergaba la bodega —comenta la hermana Tabitha sin dejar de caminar, y nuestros pasos nos envuelven con su eco.

La llama de la vela parpadea y la hermana no se molesta en esperar mi respuesta, porque sabe que nunca nos enseñaron esa anécdota en la escuela.

—Lo que ahora es el Bosque, a las afueras del pueblo, solían ser campos de vid. Hasta donde se pierde la vista. Los Guardianes dicen que a veces todavía se encuentran restos de los viñedos, que todavía se topan con algunas parras de uva que trepan por las verjas.

El túnel traza una ligera curva hacia la izquierda. De vez en cuando pasamos por delante de una puerta camuflada entre las piedras. La madera está combada y arañada, y presenta gruesos cerrojos que la aseguran contra los muros. Me detengo delante de una de esas puertas, porque quiero preguntar qué se esconde detrás, pero las Hermanas que me cubren las espaldas me obligan a seguir andando. Me pregunto por qué esta historia (la de las viñas y el túnel) se ha mantenido en secreto, y por qué la hermana Tabitha ha decidido contármela en este preciso momento.

—Solían almacenar el vino para que fermentara debajo de nuestra Catedral, pero no era aquí donde lo fabricaban —continúa la hermana Tabitha.

Por fin llegamos al final del túnel, donde observo unos peldaños de madera encajados en los muros y que conducen hacia arriba. Entonces la hermana Tabitha se detiene y se da la vuelta para mirarme. Estudio lo que hay tras ella: una puertezuela de madera en el techo, al final de los escalones.

—El vino se fabricaba en otra parte —me dice, obligándome a que vuelva a centrar mi atención en ella—. Había que pisar las uvas, cosa que resulta muy sucia y atrae a muchos insectos, por eso tuvieron que levantar un edificio aparte en el que tenían las cubas para realizar esa tarea. Utilizaban este túnel para transportar y almacenar las reservas. Al cabo del tiempo, cuando la tierra dejó de ser productiva, la bodega cayó en desuso. El viejo edificio de madera en el que pisaban las uvas se desvencijó y se vino abajo. Pero la bodega en sí, nuestra Catedral, siguió en pie porque era de piedra.

La hermana Tabitha sube los peldaños de madera lentamente y se encorva al aproximarse a la portezuela del techo. Emplea tres llaves para abrir los cerrojos y después vuelve a bajar, dejando la compuerta encajada.

—Aquí es donde estaba el edificio con las cubas para prensar las uvas —me informa, empujándome escaleras arriba con tanta fuerza que casi me resbalo. Me agacho y rozo con la espalda la rugosa puerta de madera que hay sobre mi cabeza; las barras de metal se me clavan en la piel. Sabía que las Hermanas eran duras, porque no dudaban en emplear el castigo físico si era preciso para hacernos aprender la lección. Pero nunca las había visto con esta cara: bruscas, distantes y amenazadoras.

—Ábrela, Mary —me dice la hermana Tabitha.

Su voz me resulta aterradora, con ese timbre tan bajo y ese tono ominoso, y enseguida me doy cuenta de que no me queda otra opción. Empujo con el cuerpo contra la pesada puerta hasta que la hoja de madera se despega del marco, se abre por completo y cae al suelo, en el exterior del túnel, con un golpe seco que retumba a nuestro alrededor.

Noto que la hermana Tabitha me empuja en las piernas para que pierda el equilibrio si no termino de subir los peldaños, así que me asomo por la apertura, fuera de nuestro pequeño túnel. Me pongo de pie y desentumezco mis extremidades, como si emergiera desde la superficie, y entonces noto un empujón en la espalda. De repente, me encuentro a cuatro patas al aire libre, con las agujas de los pinos clavadas en las palmas de las manos. Oigo pájaros, noto la hierba seca bajo mis dedos de los pies descubiertos y me siento desorientada, confundida, hasta que empiezo a oír el primer gemido. El sonido crece y decrece dentro de mí, demasiado próximo, demasiado alto, peligrosamente cercano.

De forma instintiva doy un salto y después me acuclillo, con las manos extendidas delante del cuerpo. Me preparo para defenderme. Miro a derecha e izquierda, y el escenario se convierte de pronto en un borrón. Histérica, me dirijo al agujero del que he salido, para volver a la seguridad del túnel subterráneo, pero la hermana Tabitha me impide pasar.

—¿Qué queréis hacer conmigo? —grito.

Mi voz es áspera y está quebrada por el miedo; las palabras casi se me atragantan cuando intento tomar una bocanada de aire. Avanzo arrastrándome por el suelo, palpando con los dedos para ver si encuentro un palo o un arma o algo con lo que defenderme mientras los gemidos aumentan de volumen, y entonces oigo un estrépito que conozco bien. Es el ruido de los Condenados empujando la verja.

Miro a mi alrededor y caigo en la cuenta de que he aparecido en un pequeño claro del bosque, lejos de la aldea, que está protegido por un anillo de verja metálica el doble de alto que yo. Los Condenados empiezan a apiñarse junto a mí. Si diera dos pasos en cualquier dirección podrían atraparme a través del entramado de metal. La sangre bombea como un martillo dentro de mi cuerpo, el pánico me nubla la vista, y las manos me tiemblan y palpitan al ritmo del corazón.

Intento mirar a todas partes a la vez. Y entonces, la hermana Tabitha extiende la mano y un dedo se desliza fuera de su túnica negra, para señalar detrás de mi espalda, hacia los árboles. No había visto la puerta, pero allí está: el mismo sistema de compuertas tan complicado que se utiliza en el pueblo para desterrar a alguien a la espesura del Bosque. Lo único que tiene que hacer la hermana Tabitha es tirar de una cuerda que está en el suelo, al alcance de su mano. Si lo hace, la puerta se abrirá, ella y las demás hermanas se deslizarán para cobijarse en su pasadizo secreto, y yo me quedaré sola y tendré que enfrentarme a los Condenados.

—¿Qué hacéis? —pretendo gritar, pero mi voz es demasiado débil, casi un susurro—. ¿Por qué me hacéis esto?

Me entra hipo cuando intento tomar aire. Los Condenados me tienen sitiada. Mire a donde mire, me buscan con desesperación, dando empujones sin cesar contra la verja.

Las lágrimas se agolpan en mis ojos, me resbalan por la barbilla.

—Por favor —suplico mientras me dejo caer sobre las rodillas y apoyo las manos en la hierba, gateo hacia la hermana Tabitha, me agarro a su túnica negra—. Por favor, no me dejéis aquí.

Soy como una niña que suplica a su madre.

—Siempre hay otra opción, Mary —me dice la hermana Tabitha, que sigue de pie, con los pies asegurados contra los escalones y la parte inferior de su cuerpo todavía escondida bajo tierra—. Eso es lo que nos hace humanos, lo que nos separa de ellos.

La miro a la cara e intento encontrar la forma de terminar con todo esto. Tiene las mejillas sonrosadas por el aire fresco y su propio fervor. Veo unas arrugas incipientes en el rabillo de sus ojos, como reliquias, como muestras de que hace mucho tiempo sabía sonreír.

Dejo caer los hombros. Me hinco de rodillas delante de la hermana Tabitha. Bajo la cabeza y la apoyo en el pecho, abatida. No puedo hacer nada.

Me coloca ambas manos sobre la cabeza.

—Debe quedarte claro, Mary —me dice—. Debes comprender la importancia de haber elegido convertirte en una de nosotras. La Hermandad no es algo a lo que se pueda entrar a la ligera.

Mantengo la mirada fija en el suelo, fija en las hojas caídas de color apagado, mientras asiento con la cabeza. Noto un escalofrío por todo el cuerpo y me veo incapaz de controlar la sacudida de mis músculos. Los Condenados se garran con uñas y dientes a la verja y me rodean por todas partes. Pueden oler que estoy aquí.

—Tienes que decirlo tú, Mary.

Sus manos resbalan por mi pelo, y en lo único en que puedo pensar es en mi madre y en lo que ella eligió.

—Elijo unirme a la Hermandad —contesto, desesperada por salir del claro del Bosque.

—Bien —dice la hermana Tabitha mientras desliza las manos desde mi cabeza hasta un punto de la barbilla. Me agarra con fuerza, casi me hace daño. Tira de la barbilla para que la mire a los ojos, que tienen el color gris verdoso del cielo durante una tormenta eléctrica de verano—. La próxima y única vez que vuelvas a abrir la boca para hablar —me ordena— que sea para alabar a nuestro Señor.

Tardo un momento en comprender sus palabras (que estoy a salvo) y cuando lo hago, asiento con la cabeza desesperadamente, con el sonido de los Condenados extendiéndose bajo mi piel. Da un paso para apartarse y me ayuda a volver a bajar las escaleras. Muda, la sigo por el túnel hasta llegar a la sala cavernosa y, conforme subimos los peldaños que nos llevan de vuelta a la Catedral, recapacito y me maravillo ante la frialdad que he visto en los ojos de la hermana Tabitha. Creía que iba a congelarme el alma con su mirada, y aún ahora sigo notando que el frío me cala por dentro, en el lugar en que hasta ahora solo había conocido en calor de la Hermandad.

Regresamos al Santuario de la Catedral y las Hermanas me conducen por el pasadizo hasta la misma habitación que ocupaba esta mañana, la habitación con la vista al Bosque y a los Condenados. Han colocado un escritorio debajo de la ventana y un armario en el rincón con dos túnicas negras colgadas en él. Alguien ha encendido el fuego en un pequeño hogar de piedra para contrarrestar el frío del invierno que se avecina, pero soy incapaz de notar su calor.

Antes de marcharse, la hermana Tabitha me pone las Escrituras en las manos con un gesto contundente:

—Cuando las hayas leído cinco veces, podrás empezar a obtener privilegios —me dice.

Y entonces me deja sola de nuevo, para que baraje mis opciones.

Las Escrituras están recogidas en un libro de más de un palmo de grosor, con las tapas gastadas y agrietadas y las páginas tan finas que parecen translúcidas y llenas de letras apretadas. Leo sentada a la mesa, junto a la ventana, cuando brilla el sol, y cuando no brilla el sol, me quedo mirando el fuego y recuerdo a mi madre. Intento aplicar lo que leo en las Escrituras a lo que conozco de nuestra vida aquí y al final llego a la conclusión de que no hay respuesta.

Ahora mi mundo parece tan pequeño… Las cuatro paredes de mi cuarto son el único lugar en el que se me permite moverme sin supervisión. Echo de menos subir a la colina y quedarme allí de pie, con el viento soplando y colándose por mi ropa, mientras contemplo el horizonte preguntándome qué hay más allá del Bosque, si es que hay algo. Algunas noches, mientras me ronda el sueño, mi mente merodea a lo largo de la frontera de alambrada, hasta la puerta que protege el camino prohibido. Aunque ni siquiera en sueños me atrevo a traspasarla.

Transcurren las semanas. Conforme el invierno se instala entre nosotros y los días se vuelven más cortos, dedico menos tiempo a leer y más tiempo a pensar. Me quedo mirando por la ventana por las noches y me pregunto si los Condenados notarán el cambio de temperatura. Me pregunto si mi madre pasará frío en el Bosque.

A mediados del invierno, mis estudios se ven interrumpidos una tarde nevosa, cuando el eco de unos gritos y alaridos se cuela por el pasillo que hay al otro lado de mi puerta. Corro hacia la ventana y miro al exterior, preguntándome si los Condenados habrán conseguido al fin romper las verjas y estarán invadiendo el pueblo. Pero todo lo que queda en mi campo de visión está tranquilo, y no se oye la sirena. Me acerco a la puerta y coloco la oreja contra la madera, asustada. Si ha pasado algo malo dentro del edificio, a lo mejor el lugar más seguro es mi pequeña celda. Entonces recuerdo que la Catedral también es nuestro hospital, y que las Hermanas son quienes albergan los conocimientos médicos.

Los gritos se convierten en llamadas urgentes, pero como me llegan amortiguadas, no puedo distinguir las palabras concretas. Un hombre continúa gritando, parece que se esté muriendo de dolor. Me doy la vuelta, apoyo la espalda contra la puerta y me voy deslizando hasta que acabo sentada en el suelo.

Me tapo las orejas con las manos, pero aun así continúo oyendo el sufrimiento, las voces y el miedo. Y entonces, se produce un silencio tan pesado que casi me siento zambullida en él.

Esa noche no duermo, sino que me tumbo bajo las mantas y escucho cómo cruje y gime el Bosque, cómo la nieve se posa sobre nuestra aldea y las Hermanas se apuran por atender a su paciente recién llegado.

Se me ocurre que estamos tan obsesionados con protegernos del peligro que presenta el Bosque que se nos olvida que el resto de la vida también puede ser igual de peligrosa. Pienso en lo frágiles que somos aquí: como un pez dentro de una pecera de cristal, con la oscuridad cerniéndose por todas partes.