Lo primero que hacen las Hermanas en cuanto Jed me devuelve a la Catedral es rasgarme la ropa y sumergirme hasta la cintura en el pozo sagrado. Me preparo para que el agua me abrase la piel ahora que ya no creo en Dios, pero no ocurre nada, y las Hermanas se limitan a canturrear sus oraciones y frotarme el cuerpo. Desde el pozo, por entre los brazos de las Hermanas, veo que una de ellas acompaña a Jed hasta la puerta de la Catedral.
Cuando me sacan del agua bendita, me arden los ojos y, en lugar de melena, parece que tenga una tela de araña pegada contra la cara, que me hace escupir y toser.
—Te quedarás aquí, dentro de los muros de la Catedral —me dicen las Hermanas—. No podemos dejar que vuelvas a la alambrada.
Lo comprendo y sé que, por mucho que me queje, no las haré cambiar de opinión. Y, sin embargo, me irrita que piensen que puedo ser tan tonta de ir a buscar a mi madre.
Ella ya no existe.
Una manta aparece encima de mis hombros y enseguida me conducen por un pasillo que jamás había visto, después bajamos un tramo de escaleras y entramos en una sala con paredes de piedra, el suelo también de piedra, un catre y una ventana que da al cementerio y, por detrás de él, al Bosque. Me entran ganas de reír; si tienen tanto miedo de que haga algo drástico después de haber visto morir a mi madre, ¿por qué me colocan en una habitación que da al lugar en el que se convirtió? Veo perfectamente la serie de compuertas por las que la arrastraron, e incluso distingo a un grupo de Condenados presionando contra la verja metálica. Sus gemidos se cuelan amortiguados a través de la ventana abierta.
—¿Por qué no puedo volver a casa? —pregunto cuando se disponen a cerrar la puerta tras de mí.
La hermana Tabitha, la más anciana, se detiene en el quicio de la puerta:
—Es mejor que te quedes aquí.
—Pero ¿qué pasa con mi hermano?
Cruzo los brazos sobre el pecho, me cubro los codos con las manos y me inclino hacia delante.
No me contesta. Entonces cierra la puerta y oigo que pasa el cerrojo. Me quedo sola con el sonido de los Condenados.
Durante un rato observo cómo el sol viaja por el cielo. Me percato de que, en las horas de más calor, los Condenados abandonan sus puestos junto a la verja y se adentran con pasos lánguidos en la profundidad del Bosque, escabulléndose para retirarse a una especie de hibernación eterna de la que únicamente salen cuando perciben el olor de carne humana en las inmediaciones.
Me quedo mirando las vallas con la esperanza de vislumbrar a mi madre, pero no lo consigo.
Esa noche no hay luna y contemplo cómo las estrellas llenan el oscuro vacío. Las nubes se ciernen hasta formar una espesa capa baja, hasta que no queda nada más que ver en el firmamento, de modo que me aparto y voy a sentarme en la cama, sin molestarme en encender la vela que hay en la mesita cercana a la puerta.
Quiero dormir, quiero tener sueños que me arrebaten de este mundo y me hagan olvidar. Quiero que los recuerdos dejen de agolparse a mi alrededor. Quiero terminar con este dolor que me está consumiendo.
Un fino hilillo de luz se filtra por la parte inferior de la puerta de madera y consigo ver las paredes que me rodean. Un grillo canta en algún lugar. Me arropo con la manta por encima de los hombros y de la cabeza, doblo las rodillas contra el pecho y suspiro pensando en mi madre.
Al día siguiente me escuecen los ojos por falta de sueño. Resigo con la mirada los rayos de sol que se cuelan e iluminan el suelo de la habitación, y me concentro únicamente en la luz que con paso lento se va alejando de mí. Alguien me trae comida y una jarra de agua, pero dejo intactas ambas cosas. Más tarde, entra la hermana Tabitha y me dice que ha venido a ver qué tal me encuentro, pero sé que ha venido para juzgar mi estado mental. Para ver si me he derrumbado ante el peso de la muerte de mis padres. El día continúa así: comida, hermana Tabitha, agua, hermana Tabitha, y vuelta a empezar.
Una pequeña parte de mí me insta a rebelarme, a romper las cadenas de esta celda. A ir corriendo para pasar el duelo junto a mi hermano. Pero estoy demasiado agotada, mi cuerpo se niega a moverse. Aquí me dan ropa cálida, comida y soledad, y no tengo que contestar a las preguntas ni a las miradas inquisidoras de nadie. No tengo que explicar por qué mi madre estaba sola, por qué no la acompañé.
En lugar de eso, puedo dedicarme a recordar en el lapso de tiempo entre una interrupción y otra. Me tumbo en el suelo con los ojos cerrados y el cuerpo relajado, intentando notar las manos de mi madre en el pelo mientras me repito mentalmente las historias que solía contarme una y otra vez. Me niego a olvidarme de los detalles y me aterra pensar que tal vez ya haya olvidado algunos. Repaso cada una de las historias de nuevo; relatos que parecen imposibles, sobre océanos y edificios que se alzaban hacia el cielo y hombres que tocaban la luna. Quiero que se me graben en el cerebro, que se conviertan en una parte de mí que no pueda perder como he perdido a mis padres.
Mi hermano no viene a verme y las Hermanas tampoco me dan noticias de él. Me pregunto qué debe de pensar sobre mí. Quiero enfadarme con él, deseo deleitarme en otra emoción que no sea el trauma y el dolor, pero comprendo que es su forma de llorar la muerte de nuestra madre.
Y por fin, al cabo de una semana, la hermana Tabitha se acerca a mí y me ofrece una túnica negra para que me la ponga. A continuación me dice que puedo marcharme y que debería dar gracias a Dios por la fortaleza que me ha dado para poder continuar con mi vida.
Asiento, porque no me apetece decirle que Dios no tiene nada que ver con esto, y lentamente camino hacia la casa de mi familia, donde hace apenas unas semanas todos vivíamos juntos, felices y a salvo. Ahora que mi madre ha fallecido, es la casa de mi hermano, quien, como único hijo varón, la ha heredado. No puedo evitar sentir un pinchazo de dolor al aproximarme sabiendo que mi madre no está allí. Nunca volverá a estar allí. Pienso en todos los recuerdos que hay atrapados en esas rugosas paredes de madera, en toda la calidez, en todas las risas y los sueños que albergan.
Tengo la sensación de que casi puedo ver todas esas cosas filtrándose, escapando para salir a la luz del día. Como si la casa misma estuviera limpiándose de nuestra historia; olvidando a mi madre y sus relatos, y borrando nuestra infancia. Sin pensar, coloco una mano contra la pared que hay a la derecha de la puerta. Como en todos los edificios de nuestro pueblo, allí encuentro una frase de las Escrituras, tallada en el tronco de madera por la Hermandad. Tenemos la costumbre y la obligación de colocar la mano contra esas palabras cada vez que cruzamos el umbral de una casa, para no olvidarnos de Dios ni de Sus palabras.
Espero que esos versos me tranquilicen, me infundan luz y gracia. Pero no lo hacen, no llenan el vacío de dolor que me embarga. Me pregunto si alguna vez volveré a sentirme llena ahora que ya no creo en Dios.
La madera que toco con las yemas de los dedos está lisa después de que tantas generaciones de habitantes hayan presionado las manos contra el mismo punto. Este punto que mi madre no volverá a tocar nunca.
Como si supiera que yo iba a ir ese día, mi hermano abre la puerta y me obliga a retirar la mano de los versos de las Escrituras. Al verlo me dominan los recuerdos y el dolor asfixiante. No me deja entrar y me pregunto si Beth podrá oír nuestra conversación desde allí.
Me sorprende lo voluble que se ha vuelto mi propio hermano. En otra época, él y yo éramos amigos y lo compartíamos todo. Sin embargo, él siempre fue el hijo predilecto de mi padre, y yo la hija predilecta de mi madre. Que nuestro padre pasara a ser un Condenado fue demasiado para mi hermano, y he visto cómo se ha ido endureciendo durante los últimos meses. Se ha volcado en su papel de Guardián, y en poco tiempo ha ascendido varios puestos en la jerarquía. Entrelazo los dedos de las manos delante del cuerpo mientras busco en su rostro la ternura que solía tener, pero lo único que encuentro son aristas punzantes.
—¿Por qué dejaste que se convirtiera? —me pregunta.
Se coloca la mano sobre los ojos para impedir que lo ciegue el sol que se cuela por encima de mi hombro, y su postura me recuerda al modo en que acostumbraba a quedarse plantada nuestra madre, peinando el Bosque con la mirada en busca de nuestro padre.
Esperaba que formulara esa pregunta pero, aun así, no sé qué quiere que responda.
—Fue lo que eligió —le digo.
Escupe en el suelo, junto a mis pies, y una parte del esputo se le queda impregnada en la incipiente barba morena.
—No fue lo que eligió.
Su voz suena tensa y contenida, y sé que preferiría gritarme, pero no quiere montar una escena a la vista de todo el pueblo.
—Estaba loca, estaba enferma.
Noto cómo su rabia y su dolor me cubren, y deseo asimilar sus emociones, quiero ayudarle a soportar esa carga. Pero mis propios sentimientos pesan demasiado, forman un remolino y me superan, tanto que soy incapaz de consolar a mi hermano.
—No podía matarla, Jed. No podía dejar que le hicieran eso.
Me resisto a ceder ante la tentación de mirarme las manos mientras hablo.
—¿Y qué creías que era arrojarla a los Condenados? ¿Eh, Mary? —Alarga los brazos y me agarra por los hombros con tanta fuerza que sus dedos se me clavan hasta los huesos—. ¿No te das cuenta de que ahora tendré que matarla yo? Cuando esté patrullando, ¿qué crees que ocurrirá si la veo? ¿Crees que podré dejarla escapar… —sacude la mano por detrás de mí, por detrás de los campos, hacia la frontera metálica—… sin más? Eso no es vida. No es natural. Es enfermizo, horroroso y malvado, y no puedo creer que me hayas hecho algo así. Que me hayas obligado a ser quien tenga que matar a nuestra madre porque tú no tuviste la fuerza necesaria para hacerlo.
Ahora entiendo que quería que fuese yo quien la matase para no tener que decidir él su destino.
—Lo siento, Jed —le digo, porque no se me ocurre una mejor manera de enterrar el hacha de guerra.
Él es un Guardián, uno de los pocos jóvenes cuya obligación es proteger la aldea, reparar la alambrada, matar a los Condenados. No sé cómo hacerle entender que fue lo que eligió nuestra madre, no yo; que, al tomar esa decisión, ella debía de saber que podría darse el caso de que su propio hijo tuviera que matarla más tarde. No sé cómo hacerle entender que algunas veces el amor y la devoción pueden dominar tanto a una persona que la lleven a desear reunirse con su esposo en el Bosque. Aunque eso signifique renunciar a todos los demás aspectos de su vida.
Avanzo para darle un abrazo, pero él mantiene el brazo rígido, con la mano aún sobre mi hombro, para que no pueda acercarme más.
—Ahora yo soy el hombre de la casa, Mary —me dice.
Intento sonreír, recordarle que siempre será mi hermano.
—Eso no significa que no puedas abrazar a tu hermana —le contesto.
No se ríe como yo esperaba.
—He oído que vas a entrar en la Hermandad —anuncia.
Sus palabras me golpean como un bofetón. No sé qué esperaba de él: rabia, dolor, arrepentimiento, pero no que me rechazase; no que me repudiase y me abandonase con las Hermanas antes de que tuviera la oportunidad de hablar con él, de exponer mi caso. Por eso no ha ido a verme a la Catedral: en su interior, yo ya pertenecía a la Hermandad, ya era una Hermana.
Una parte de mí sabía que las cosas terminarían así, que esta escena era inevitable en nuestras vidas. Mientras me aproximaba a nuestra casa hace un rato, en cierto modo sabía que ni siquiera me dejaría entrar para recoger las escasas pertenencias de mi madre. Jed se lo quedaría todo.
—Nadie se ha interesado por ti, Mary. Nadie ha pedido tu mano. Nadie cortejará contigo este invierno.
Sus dedos siguen mordiéndome el brazo.
—Pero Harry… —digo, gesticulando inútilmente por encima del hombro, hacia la colina que esconde el arroyo donde apenas hace una semana Harry me pidió que fuera con él a la Celebración de la Cosecha. Procuro recordar si llegué a contestarle.
Jed empieza a negar con la cabeza antes incluso de que yo desenrede la confusa maraña que tengo en la mente. Abro la boca, pero me corta sin contemplaciones.
—No ha pedido tu mano, Mary.
Lo miro fijamente, con la sensación de que todo lo que he sido alguna vez se está secando y abandona mi cuerpo. En mi pueblo, una mujer soltera tiene tres opciones. Puede vivir con su familia; puede esperar a que un hombre pida su mano, la corteje durante el invierno y se case con ella en las ceremonias primaverales; o puede entrar en la Hermandad. Nuestra aldea ha estado aislada desde poco después del Regreso y, aunque hemos ido creciendo en fortaleza y población a lo largo de los años, todavía es imprescindible que todos los hombres y mujeres jóvenes y sanos se casen y se reproduzcan si es posible.
La enfermedad que diezmó a mi generación no hizo más que convertir a los niños en piezas todavía más importantes. Y como quedábamos tan pocos en edad de casarnos, estas últimas estaciones me he dedicado a albergar esperanzas. Confiaba en que un día de este otoño alguien como Harry pidiera mi mano; o en que alguno de los chicos de mi edad se fijara en mí. Esperaba poder sentir algún día tanto amor hacia un hombre como mi madre, quien estuvo dispuesta a entrar en el Bosque de Manos y Dientes para seguir a su marido Condenado.
Por supuesto, Jed podría elegir acogerme y esperar a ver si alguien pide mi mano el año que viene, con el fin de dar al resto de las familias del pueblo un poco de tiempo para asimilar el hecho de que tanto nuestro padre como nuestra madre estén Condenados. Para asimilar que nuestra familia esté destinada a una muerte sin fin. Pero es evidente que no está dispuesto a tomar esa decisión.
—Todavía queda tiempo —le digo.
Percibo el ápice de desesperación de mi voz, la necesidad de que me acoja en su hogar ahora que no nos queda nada más.
—Tu lugar está en la Hermandad —me contesta, con una voz carente de emoción—. Buena suerte.
Con la presión de los dedos en mis brazos, me aparta de la entrada de su casa. Cuando miro en el fondo de sus ojos, creo que es sincero al desearme buena suerte.
—¿Y Beth? —pregunto, buscando cualquier excusa para quedarme junto a mi hermano un momento más. Confío en poder reavivar la amistad que compartíamos hace apenas unas semanas, y que hemos compartido toda nuestra vida.
Observo cómo se le tensan los músculos de la mandíbula y se aferra con la mano al marco de la puerta.
—Ha perdido el bebé —me informa. Retrocede para entrar en la casa, y la oscuridad interior vela su expresión—. Era un niño —añade mientras cierra la puerta.
Doy un paso adelante, con la intención de empujar la hoja de madera para entrar. Pero entonces oigo cómo pasa el cerrojo y me detengo, con la mano levantada en el aire. Quiero agarrarlo y abrazarlo y pasar el duelo con él. «Iba a ser tía», pienso mientras dejo que la mano se apoye en la cálida puerta de madera. Quiero chillarle a Jed que a mí también me duele, yo también lo siento y lo necesito.
Sin embargo, entonces caigo en la cuenta de que él tiene una nueva familia con la que pasar el duelo; de que, en cierto modo, yo ya no basto para consolarlo. No soy más que un recordatorio de la muerte de nuestros padres. Flexiono los dedos contra la puerta y mis uñas arañan los listones. Me percato de que estoy completamente sola.
Luchando por no dejar que me arda la garganta, dejo caer la mano y doy la espalda al único hogar que he tenido. Paseo la mirada por las casas familiares que hay a ambos lados del camino. Los espléndidos jardines veraniegos están desapareciendo, convertidos en retazos de barro donde tres niñas pequeñas juegan a dar vueltas en corro mientras cantan una cancioncilla. Sé que debería regresar a la Catedral, pero también sé que una vez que me una a las Hermanas mi vida se reducirá a estudiar las Escrituras y tendré muy poco tiempo para mis pensamientos y deseos. Así pues, me alejo de la amalgama de casitas bajas y deambulo por los lindes de los campos, ahora cosechados y preparados para el invierno, y empiezo a trepar por la colina que se alza en el extremo occidental de nuestro pueblo.
Cuando era pequeña, aprendí en las clases impartidas por las Hermanas que, justo antes del Regreso, Ellos (hace tiempo cayó en el olvido quiénes eran «Ellos») sabían lo que se avecinaba. Ellos sabían que había ocurrido algo terrible y que era solo cuestión de tiempo hasta que los Condenados lo colonizasen todo.
Entonces todavía confiaban en poder contenerlos. Por eso, cuando los Condenados empezaron a contagiar a los vivos y la presión del Regreso se hizo palpable, Ellos se empeñaron a fondo para construir verjas; unas verjas infinitamente largas. Ya no sabemos si esas alambradas estaban pensadas para mantener fuera a los Condenados o dentro a los vivos. Pero el resultado final de esa frontera fue la creación de nuestro pueblo, un enclave de cientos de supervivientes en el centro de un vasto Bosque de Condenados.
Hay diversas teorías que explican cómo cobró existencia nuestra aldea en medio de este Bosque. No cabe duda de que la Catedral y algunos edificios más son anteriores al Regreso, y algunas personas insinúan que Ellos idearon este lugar como santuario. Otros afirman que somos un pueblo elegido y que nuestros ancestros eran los mejores de su tiempo y por eso fueron enviados aquí, para que sobrevivieran. Las respuestas a quiénes somos y por qué estamos aquí se perdieron en la historia, se perdieron porque nuestros antepasados estaban demasiado ocupados intentando sobrevivir para recordar y transmitir lo que sabían. Las pocas reliquias que nos quedaban (como la fotografía que tenía mi madre de mi tataratatarabuela delante del océano) se destruyeron en el incendio que ocurrió cuando yo era niña.
Lo único que conocemos más allá de nuestro pueblo es el Bosque, y no conocemos absolutamente nada más allá del Bosque.
Pero, por lo menos, Ellos fueron lo bastante inteligentes para dejar una buena reserva de material con el que construir verjas después de crear nuestro pequeño mundo. De ese modo, una vez que el pueblo se hubo establecido, empezó a ganar terreno al Bosque y a expandirse. Poco a poco, mis antepasados limpiaron a golpe de hacha algunas parcelas del Bosque y las proclamaron suyas, empujando la línea de la alambrada hacia fuera para ampliarla hasta que no hubo más material con el que levantar la verja.
Esta colina se anexionó durante la última gran campaña, la última gran ampliación. Nuestros antepasados creían que era importante tener algún terreno elevado para poder vigilar el Bosque desde una atalaya. Durante un tiempo hubo una torre de vigilancia en la cúspide de la colina, pero ahora está medio derruida y ya no se utiliza. Sin embargo, eso no me impide trepar hasta ella para, por última vez antes de reunirme con las Hermanas, hallarme en el punto más alto de nuestra enclaustrada existencia.
Dirijo la mirada hacia el mundo que hay a mis pies. A mi derecha se extienden los campos que se pierden en la distancia, moteados aquí y allá por vacas y ovejas que los pastores han sacado a pastar desde los establos agrupados en el extremo más lejano de la línea fronteriza. No importa si el ganado se adentra en el Bosque: igual que el resto de animales salvo los humanos, no pueden contagiarse con los Condenados.
A mi izquierda queda el pueblo en sí. Desde aquí arriba las casas parecen todavía más pequeñas, la Catedral es una forma descomunal que domina el límite occidental, y su cementerio es todo lo que se interpone entre el enorme edificio de piedra y las verjas que bordean el Bosque. Desde aquí puedo ver la forma tan curiosa en la que se ha ampliado la Catedral, con alas que surgen del santuario central creando ángulos muy extraños.
A los pies de la colina, en el lateral opuesto a la aldea, hay una puerta que conduce a un camino que se adentra en el Bosque, una cicatriz que se abre paso entre los árboles. A pesar de que ese camino, así como el camino especular que conduce desde la parte del pueblo en el que se halla la Catedral hacia el Bosque, se hallan también limitados por verjas, ambos están terminantemente prohibidos por la Hermandad y los Guardianes.
Esos caminos no son más que retazos de tierra yerma cubiertos de arbustos, ramas y hierbajos. Las compuertas que los bloquean han permanecido cerradas toda mi vida.
Nadie recuerda hacia dónde llevan los caminos. Hay quien dice que se concibieron como vías de escape, otros aseguran que se trazaron para que pudiéramos adentrarnos en el Bosque en busca de leña. Lo único que sabemos a ciencia cierta es que uno señala el punto por el que amanece y el otro señala el punto por el que anochece. Estoy convencida de que nuestros ancestros sí sabían adónde conducían los caminos pero, igual que casi todos los demás datos sobre el mundo anterior al Regreso, ese conocimiento se ha perdido.
Nosotros somos los guardianes de nuestra memoria y hemos fracasado en nuestro empeño. Es como aquel juego que jugábamos en el colegio cuando éramos niños. Sentados en un círculo, un alumno susurraba una frase al oído del siguiente y la frase pasaba de unos a otros hasta que el último alumno del círculo repetía lo que había oído, para descubrir que no se parecía en nada a lo que había dicho el primero.
Así es ahora nuestra vida.