—Ahora te quedarás con nosotras —me dicen las Hermanas— hasta que regrese tu hermano.
Jed todavía no ha vuelto del turno de vigilancia junto a la frontera del Bosque. Las Hermanas han mandado a un mensajero para que lo avise, pero tendremos que esperar por lo menos un día más hasta que aparezca. Para cuando él llegue, lo más probable es que nuestra madre ya no esté, así que no tendrá oportunidad de hablar con ella para hacerle cambiar de opinión.
Mi madre ha elegido unirse a los Condenados. Y estoy más que segura de que mi hermano me culpará de su elección. Me preguntará por qué permití que decidiera algo tan importante por sí misma, por qué no me interpuse y, en su nombre, les pedí a los Guardianes que la mataran.
No sé si sabré qué contestarle.
Entregar a un ser humano vivo al Bosque de Manos y Dientes es un proceso complicado. Los Guardianes descubrieron hace años que el traspaso no puede realizarse demasiado rápido, porque una persona viva que aterriza en el Bosque no es más que comida para los Condenados, quienes le arrancan la piel a tiras y la devoran hasta que no queda nada.
Pero, al mismo tiempo, es demasiado peligroso dejar que alguien Infectado permanezca dentro del pueblo. Los Guardianes no pueden correr el riesgo de que alguien Regrese estando aún entre los vivos, y no se sabe a ciencia cierta cuándo va a morir un Infectado para después Regresar. Todo depende de la magnitud del mordisco: si es un mordisco pequeño y superficial, pueden necesitarse días para que la infección se extienda y mate a la persona, mientras que si alguien es víctima de un ataque brutal, puede Regresar al cabo de solo unos latidos.
Por eso los Guardianes han ideado un complicado sistema de compuertas y poleas que mantienen a los Infectados en una especie de purgatorio entre los vivos y los Condenados. Allí es donde se encuentra mi madre ahora, y yo estoy sentada a su lado; oigo cómo deja caer la mandíbula y luego aprieta los dientes, igual que un gato que se relame pensando en un pajarillo, mientras la infección se filtra sin descanso por su cuerpo. Ya está demasiado enferma para hablar, demasiado destrozada incluso para comprenderme.
Lleva una cuerda de seguridad atada al tobillo izquierdo y toquetea distraída sus extremos deshilachados. Todos estamos esperando que ocurra lo inevitable, pero sabemos que, a juzgar por su herida, tardará por lo menos un día en Regresar. No todos los Infectados se convierten rápido.
Le hago compañía desde la parte segura de la alambrada. Pero no estoy sola, porque no se fían de mí y tienen miedo de que la visión de mi madre convertida en una Condenada me arrastre a hacer algo terrible y absurdo, como abrir las compuertas de par en par y provocar una invasión. Un Guardián, uno de los amigos de mi hermano, está apostado a mis espaldas para controlarnos a mi madre y a mí. Él será quien ponga en funcionamiento las puertas y él será quien me mate si me acerco demasiado a ella después de que se convierta. Ese es el trato que pacté con las Hermanas para que me dejaran acompañar a mi madre en estos momentos: puedo quedarme cerca de ella, pero, si me muerde, tendré que someterme a la pena de muerte inmediatamente.
Me he sentado con las rodillas dobladas contra el pecho y los brazos alrededor de las espinillas. He dejado de notar los pies, como si la sangre se negara a bombear tan lejos de mi corazón.
Estoy esperando a que mi madre muera.
El tiempo se ha convertido para mí en la cuenta atrás hacia el Regreso de mi madre. Ojalá fuese algo sólido, algo que pudiera atrapar, sacudir y detener. Sin embargo, el tiempo se me escapa, el día se esfuma sin pausa. Algunos lugareños han venido para consolarme, pero no saben qué decirme. La esposa de mi hermano, Beth, ha mandado el recado de que reza por nosotros, pero las Hermanas no la dejan levantarse de la cama por miedo a que pierda al bebé.
He visto a Harry de pie a cierta distancia, con el fuerte sol de la tarde reflejado en su rostro. Me alegro de que no intente aproximarse a mí, ni intente hablarme de lo ocurrido esta mañana, cuando me cogió de la mano debajo del agua e impidió que fuera al encuentro de mi madre.
Me pregunto si todavía cree que vamos a ir juntos a la Celebración de la Cosecha la semana que viene. No se suspenderá, a pesar de la inminente muerte de mi madre. Tal como nos recuerdan continuamente las Hermanas, así son las cosas después del Regreso: la vida debe continuar. Debemos aceptar el ciclo.
Cuando se pone el sol, Cassandra me trae la cena y se sienta conmigo. La puesta de sol es tan bella que hace daño a los ojos, y los colores se reflejan en la cara pálida y el pelo rubio de Cass. El Guardián se ha mantenido alejado por la tarde, porque sabe que el final está cerca. Mis pensamientos han ido alternándose entre la esperanza de que mi madre se convierta rápido y termine pronto de sufrir, y el terror a que se convierta demasiado rápido y la haya perdido para siempre.
Al cabo de un rato, digo:
—Cass, ¿crees en el océano? ¿Crees que todavía sigue ahí fuera?
Observo cómo la luz juguetea con las copas de los árboles del Bosque, cómo todo lo que tengo ante mí se ondula.
—Recuérdame lo que solía contarte tu madre sobre el océano —me pide. Tiene la voz dulce y amable.
—Es todo agua —le cuento una vez más.
Cass siempre me ha perdonado las fantasías, siempre me ha escuchado con atención cuando le repetía las historias sobre cómo era la vida antes del Regreso, unas historias que han pasado de generación en generación a través de las mujeres de mi familia. Una vez, su madre le prohibió hablar conmigo porque dijo que yo le llenaba la cabeza de mentiras y blasfemias. Sin embargo, nuestro pueblo es demasiado pequeño para mantener semejante prohibición.
—Soy incapaz de imaginarme cómo puede haber tantísima cantidad de agua en el mundo, Mary —me dice. Ya me lo ha dicho muchas veces. Le brillan los ojos cuando desvía la mirada de la puesta de sol para dirigirla a mí—. Soy incapaz de imaginarme un lugar ahí fuera sin Condenados. —Frunce el entrecejo y junta las cejas—. Pues, ¿por qué iban a estar aquí y no allí?
Una lágrima se le forma en el rabillo del ojo y el sol del atardecer resplandece en la gota cuando esta cae y resbala por su mejilla; la imagen de mi madre en el purgatorio le resulta insoportable. Acerco a Cass a mi cuerpo y dejo que repose la cabeza sobre mi regazo, con el rostro en dirección contraria al Bosque, mientras le acaricio el pelo del modo en que mi madre solía acariciármelo a mí. Contemplamos cómo se van encendiendo los candiles en el pueblo. Mi madre siempre me contaba que, cuando ella era pequeña, las Hermanas encendían el rudimentario y viejo generador de electricidad en Nochebuena. Es una de esas historias que nunca he compartido con mi amiga y se me ocurre que podría contárselo: revelarle que, una vez al año, esta aldea solía brillar más que el cielo.
Sin embargo, noto que ha empezado a resoplar, una vez agotado su llanto, y no quiero llenarle la cabeza con más fantasías por esta noche.
Cuando se marcha, me suplica que la acompañe, pero no puedo. Le digo que debo estar aquí cuando ocurra, de modo que ella se lleva las manos a la boca como si el horror la superara y entonces se da la vuelta y corre a refugiarse en la seguridad del poblado.
Me gustaría correr con ella, escapar de este lugar y olvidar el día de hoy. Pero me quedo, con los dedos temblorosos y el aire denso y detenido en la garganta. Necesito hacer frente a la conversión de mi madre. Se lo debo después de lo que ha pasado esta tarde, después de haber dejado que deambulara sola junto a la verja.
Vuelvo a mirar hacia la valla metálica. Observo cómo la luz resbala por el cielo, formando sombras zigzagueantes en el suelo, a mis pies. Desenfoco la vista, para emborronar todo lo que me rodea. Cuando lo hago, la alambrada deja de existir. Como si todos formásemos parte de un solo mundo.
—¿Mamá? —susurro al amanecer.
Anoche había luna nueva, así que he pasado las horas de oscuridad escuchando el roce de las hojas secas detrás de la verja, imaginando mentalmente los peores escenarios posibles. Cada vez que oía un crujido, pensaba que se rompía la verja, cada vez que los Condenados rascaban y arañaban el metal, creía que habían encontrado un punto débil.
El cielo está gris y húmedo cuando, gateando, me acerco al redil en el que está encerrada mi madre. Allí sigue, en el centro del cuadrilátero de tierra, y la veo tan quieta que por un momento pienso que ha muerto y está a punto de Regresar. La bilis y el terror ascienden por mi garganta, pero permanecen atrapados. Siento que necesito gritar, pero me quedo totalmente muda con la boca abierta y los dientes medio separados.
Me tiemblan las piernas entre los faldones, así que me agarro al suelo, y estoy a punto de llegar a la verja cuando oigo al Guardián a mis espaldas. Me doy la vuelta para mirarlo, suplicante.
—Todavía está viva —le digo, porque sé que es así.
Mira por encima del hombro hacia la niebla y, al ver que estamos solos, asiente con la cabeza como si me estuviera dando permiso, y yo entrelazo los dedos alrededor de la delgada rejilla metálica ya oxidada, notando cómo sus terminaciones puntiagudas y frías me muerden las palmas.
—El océano —murmura mi madre.
Veloz como el rayo vuelve la cabeza hacia mí y veo que tiene los ojos abiertos como platos, desenfocados pero lúcidos. Se arrastra hacia mí hasta que nuestras manos se tocan a través de la verja.
—¡El océano, Mary, el océano!
Ahora sus palabras denotan urgencia, su boca se mueve con rapidez. Tengo miedo de que el Guardián piense que está loca y ya se ha convertido, y que entonces me mate, pero no puedo apartar las manos porque mi madre se aferra a mí con mucha fuerza.
—Qué bonito es el océano —repite esas palabras una y otra vez, y sus ojos empiezan a brillar, llenos de lágrimas—. ¡El agua, las olas, la arena, la sal!
Ahora sacude la verja y provoca unas ondulaciones que se extienden en ambos sentidos, el metal se bambolea hacia delante y hacia atrás. Me asombra que le quede tanta fuerza; lleva muchas horas agonizando.
—Me consume —dice entonces, con su voz convertida en un susurro. Pasa un dedo por los agujeros de la alambrada y me acaricia la muñeca—. Hija mía —me dice—. No lo olvides, hija mía.
Las lágrimas brotan de sus ojos y oigo que el Guardián grita detrás de mí, y entonces, mi madre se desploma en el suelo, a la vez que sus dedos se resbalan de los míos.
En el momento que transcurre entre la muerte de mi madre y su Regreso, dejo de creer en Dios.
El Guardián agarra de inmediato el cabo de la cuerda atada al tobillo izquierdo de mi madre mientras yo me alejo de la verja. Está unida a un sistema de poleas suspendidas de las ramas más altas de los árboles, así que, cuando él tira con fuerza de la cuerda, esta arrastra a mi madre hacia el fondo del redil. El Guardián acciona una manivela, se levanta una compuerta y su cuerpo sin vida se desliza dentro del Bosque de Manos y Dientes. El Guardián corta la cuerda, gira en sentido opuesto la manivela y las compuertas se cierran con un chirrido. Durante el tiempo que dura un latido, el mundo permanece en silencio a nuestro alrededor, el sonido de nuestra respiración queda amortiguado por la niebla.
Una vez cumplida su obligación, cuando el cuerpo de mi madre ha sido entregado a los Condenados, el Guardián me coloca una mano sobre el hombro. No importa si es para consolarme o para impedir que me acerque. Imagino que noto su pulso a través de las yemas de sus dedos. Qué vivos nos sentimos los dos en ese instante, rodeados de tanta muerte.
No consigo decidirme; no sé si quiero ver cómo mi madre Regresa o no. No sé si podré soportarlo. Pero no puedo evitar preguntarme cómo debe de ser ese momento. ¿Habrá una chispa o un instante en el que me recuerde?, ¿en el que recuerde cómo era su vida anterior?
Mi madre solía contarme historias sobre como, mucho antes del Regreso, las personas se preguntaban qué ocurría después de la muerte. Me decía que religiones enteras nacieron y se desarrollaron alrededor de esta sencilla incertidumbre.
Ahora que sabemos qué pasa después de la muerte, ha surgido una nueva pregunta que sustituye a la anterior: ¿por qué?
De pronto, el arrepentimiento grita dentro de mí. Me pregunto si debería haberla vestido de otra forma. Si debería haberle puesto prendas más abrigadas o unos zapatos mejores. Si debería haberle prendido una nota con un alfiler al forro del vestido para decirle que la quiero. Me pregunto cuánto tardará en encontrar a mi padre y si lo reconocerá. La imagen de ambos cogidos de la mano junto a la verja cruza por mi mente.
Se pone de pie antes de que me dé tiempo a saber qué ocurre. Me mira fijamente y, por un segundo, en lo único que puedo pensar es en mi madre, pero entonces abre la boca y mi mundo se rompe en pedazos con sus chillidos, que se convierten en gemidos cuando sus cuerdas vocales ya no aguantan más.
Me resulta insoportable, así que empiezo a avanzar hacia ella, intentando zafarme del peso de la mano del Guardián, pero entonces oigo mi nombre, dicho a modo de advertencia.
Es Jed. No lo he oído acercarse, pero ahora lo huelo, el olor de los bosques y del trabajo y del humo de nuestra casa. No me molesto en mirarlo, simplemente sé que lo tengo detrás, así que me dejo caer inclinándome sobre él. Ha vuelto del turno de vigilancia en la alambrada justo a tiempo de ver morir y Regresar a nuestra madre.
Más adelante, el Guardián que lleva dentro me interrogará y me hará reproches: por permitir que mi madre tomara esa decisión y por fallarles a ella y a él al quedarme rezagada junto al arroyo; por ser demasiado egoísta para entender que mi madre iría al Bosque sin mí y por no estar allí para impedirlo.
Pero, por el momento, Jed es mi hermano y nuestros padres ya no están, así que somos lo único que nos queda.