133

Cuando Rachel despertó, la habitación estaba a oscuras.

Un reloj marcaba las 10:14. No estaba en su cama. Durante unos instantes se quedó inmóvil, preguntándose dónde se encontraba. Poco a poco fue acordándose de todo… la megapluma… esa mañana en el monumento a Washington… la invitación del Presidente a pasar la noche en la Casa Blanca.

«Estoy en la Casa Blanca», pensó de pronto. «He dormido aquí todo el día».

La aeronave de la Guardia de Costas, siguiendo las órdenes del Presidente, había transportado a los exhaustos Michael Tolland, Corky Marlinson y Rachel Sexton desde el monumento a Washington a la Casa Blanca, donde se les había servido un suntuoso desayuno, habían pasado un reconocimiento médico y se les había ofrecido cualquiera de los catorce dormitorios del edificio para que se recuperaran.

Los tres habían aceptado.

Rachel no podía creer que hubiera dormido tanto. Encendió la televisión y se quedó atónita al ver que el presidente Herney había concluido su rueda de prensa. Rachel y los demás se habían ofrecido a aparecer a su lado cuando anunciara el fiasco del meteorito al mundo. «Todos juntos cometimos el error». Pero Herney había insistido en cargar con la responsabilidad él solo.

—Desgraciadamente —decía un comentarista político en la televisión—, parece que después de todo la NASA no ha descubierto ningún signo de vida procedente del espacio. Con ello son dos las veces en lo que va de esta década en que la NASA ha clasificado incorrectamente un meteorito, atribuyéndole signos de vida extraterrestre. Sin embargo, esta vez se encontraban entre los engañados un buen número de civiles que gozan de gran respeto.

—Normalmente —intervino un segundo comentarista—, debería decir que un engaño de la magnitud del que el Presidente ha descrito esta noche resultaría devastador para su carrera… y, sin embargo, teniendo en cuenta lo ocurrido esta mañana junto al monumento a Washington, tengo que decir que las posibilidades de que Zach Herney consiga la presidencia parecen más óptimas que nunca.

El primer comentarista asintió.

—Así que no hay vida en el espacio. Aunque tampoco queda vida en la campaña del senador Sexton. Y ahora, a medida que aparece nueva información que sugiere profundos problemas de financiación persiguiendo al senador…

Un golpe en la puerta atrajo la atención de Rachel.

«Michael», esperó, apagando rápidamente la televisión. No le había visto desde el desayuno. Al llegar a la Casa Blanca, Rachel no deseaba otra cosa que quedarse dormida en sus brazos. Aunque percibía que él sentía lo mismo, Corky había intervenido, aparcándose en la cama de Tolland y relatando exuberantemente una y otra vez su historia sobre cómo se había orinado encima y había salvado el día. Por fin, totalmente exhaustos, Rachel y Tolland se habían dado por vencidos, yendo a dormir a diferentes dormitorios.

De camino a la puerta, Rachel se miró en el espejo, divertida al ver lo ridículamente que iba vestida. Lo único que había encontrado para acostarse era una vieja sudadera de fútbol de Penn State que había en la cómoda. Le llegaba a las rodillas como un camisón.

Siguieron los golpes a la puerta.

Rachel abrió, desilusionada al ver que se trataba de una agente del Servicio Secreto de Estados Unidos. Era una joven guapa y de buen porte con una americana azul.

—Señorita Sexton, el caballero de la Habitación Lincoln ha oído su televisor. Me ha pedido que, ya que está usted despierta… —La joven se calló, arqueando las cejas, sin duda familiarizada con los juegos nocturnos que tenían lugar en los pisos superiores de la Casa Blanca.

Rachel se sonrojó al tiempo que sentía un cosquilleo en la piel.

—Gracias.

La agente condujo a Rachel por el pasillo impecablemente decorado hasta el marco de una puerta de aspecto sencillo que se encontraba muy cerca de la suya.

—La Habitación Lincoln —dijo la agente—. Y, como debo decir siempre que llego a esta puerta, «Duerma bien y tenga cuidado con los fantasmas».

Rachel asintió. Las leyendas sobre fantasmas en la Habitación Lincoln eran tan viejas como la propia Casa Blanca. Se decía que Winston Churchill había visto en ella al fantasma de Lincoln, como ya les había ocurrido a muchos otros, entre los que se incluían Eleanor Roosevelt, Amy Cárter, el actor Richard Dreyfus y muchas criadas y mayordomos. Se decía que el perro del presidente Reagan se pasaba horas ladrando ante la puerta.

De pronto la idea de tener que vérselas con espíritus históricos hizo que Rachel fuera consciente de hasta qué punto la habitación era un lugar sagrado. Se sintió repentinamente avergonzada, ahí de pie con su larga camiseta de fútbol y las piernas desnudas, como una universitaria colándose en la habitación de algún chico.

—¿Es kosher? —le susurró a la agente—. Me refiero si realmente es la Habitación Lincoln.

La agente le respondió con un guiño.

—En esta planta, nuestra política es «No preguntes, no cuentes».

Rachel sonrió.

—Gracias.

Alargó la mano hacia el pomo de la puerta, anticipando ya lo que iba a encontrar al otro lado.

—¡Rachel!

La voz nasal recorrió el pasillo como una sierra circular.

Rachel y la agente se giraron. Corky Marlinson renqueaba hacia ellas, apoyándose en un par de muletas con la pierna ya debidamente vendada.

—¡Yo tampoco podía dormir!

Rachel se derrumbó en cuanto vio que su cita romántica estaba a punto de desintegrarse.

Los ojos de Corky inspeccionaron a la guapa agente del Servicio Secreto. Le dedicó una amplia sonrisa.

—Me encantan las mujeres con uniforme.

La agente se apartó la americana, dejando a la vista una arma colgada del cinturón de aspecto letal.

Corky retrocedió.

—Mensaje recibido…

Se volvió entonces hacia Rachel.

—¿Mike también está despierto? ¿Va a entrar? —preguntó, al parecer ansioso por unirse a la fiesta. Rachel soltó un gemido.

—De hecho, Corky…

—Doctor Marlinson —intervino la agente secreto, sacando una nota de su americana—. Según esta nota, que me entregó el señor Tolland, tengo órdenes explícitas de acompañarle a la cocina, ordenarle a nuestro chef que le prepare lo que usted desee, y pedirle que me cuente en detalle cómo logró salvarse de una muerte segura… —La agente vaciló, poniendo una mueca de asco cuando volvió a leer la nota—… ¿orinándose encima?

Al parecer, la agente había pronunciado las palabras mágicas. Corky soltó las muletas al instante, puso un brazo alrededor de los hombros de la mujer en busca de apoyo y dijo:

—¡A la cocina, mi amor!

Mientras la indispuesta agente ayudaba a Corky a avanzar renqueando por el pasillo, Rachel no dudó ni un segundo que Corky Marlinson estaba en el cielo.

—La orina es la clave —le oyó decir—. ¡Porque esos malditos lóbulos olfativos teleencefálicos pueden olerlo todo!

La Habitación Lincoln estaba a oscuras cuando Rachel entró. Le sorprendió ver la cama vacía y sin deshacer. Michael Tolland no estaba a la vista.

Una antigua lámpara de aceite ardía junto a la cama, y en el suave resplandor apenas pudo distinguir la alfombra de Bruselas… la famosa cama labrada de palisandro… el retrato de Mary Todd, la esposa de Lincoln… hasta la cama en la que Lincoln había firmado la Proclamación de Emancipación.

Cuando Rachel cerró la puerta tras de si, sintió una húmeda ráfaga de aire en sus piernas desnudas. «¿Dónde está?». En el otro extremo de la habitación había una ventana abierta, cuyas cortinas de organza blanca ondeaban al viento. Fue hasta ella para cerrarla y un espantoso susurro manó del armario.

—Maaaaaryyyy…

Rachel giró sobre sus talones.

—Maaaaryyyy —volvió a susurrar la voz—. ¿Eres tú?… ¿Mary Todd Liiiincoln?

Rachel cerró rápidamente la ventana y se giró hacia el armario. El corazón se le había acelerado, aunque era consciente de que era una estupidez.

—Mike, sé que eres tú.

—Noooooo… —continuó la voz—. No soy Mike…, Soy… Aaaabe.

Rachel se llevó las manos a la cintura.

—¿Ah, sí? ¿El honrado Abe?

Se oyó una carcajada sofocada.

—El moderadamente honrado Abe, sí.

Ahora también Rachel se reía.

—Asústateeeeee —gimió la voz desde el armario—. Asústate muchooooo.

—No estoy asustada.

—Por favor, asústate… —gimió la voz—. En la especie humana, las emociones de miedo y de excitación sexual van íntimamente relacionadas.

Rachel rompió a reír.

—¿Así es como piensas excitarme?

—Perdónameeee —gimió la voz—. Hace muchos aaaañoooos que no estoy con una mujer.

—No lo dudo —dijo Rachel, abriendo la puerta de golpe.

Michael Tolland estaba delante de ella con su sonrisa picara y torcida. Estaba irresistible con su pijama de satén de color azul marino. Rachel no ocultó su sorpresa al ver el sello presidencial blasonado en su pecho.

—¿Un pijama presidencial?

Michael se encogió de hombros.

—Estaba en el cajón.

—¿Y yo sólo he encontrado una camiseta de fútbol?

—Deberías haber elegido la Habitación Lincoln.

—¡Deberías habérmela ofrecido!

—Me habían dicho que el colchón era incómodo. Una antigualla de crin de caballo —dijo Tolland con un guiño, señalando un paquete envuelto en papel de regalo que había sobre una mesa con tablero de mármol.

—Te lo compensaré con eso.

Rachel se emocionó.

—¿Para mí?

—Le he pedido a una de las asesoras presidenciales que saliera a buscarlo. Acaba de llegar. No lo agites.

Rachel abrió el paquete con cuidado, sacando el pesado contenido. Contenía una bola de cristal en la que nadaban dos feas carpas. Miró a Michael presa de una confusa decepción.

—Estás de broma, ¿verdad?

—Helostoma temmincki —dijo Tolland orgulloso.

—¿Me has comprado unos peces?

—Son unos peces besadores muy difíciles de encontrar. Muy románticos.

—Los peces no tienen nada de romántico, Mike.

—Díselo a ellos. Se pasan horas besándose.

—¿Y supuestamente esto es otra forma de excitarme?

—Tengo muy olvidado el cortejo. ¿Puedes puntuarme teniendo en cuenta el esfuerzo?

—Para futuras ocasiones, Mike, los peces no tienen nada de excitante. Inténtalo con flores.

Tolland sacó un ramo de lirios blancos de detrás de la espalda.

—He intentado coger rosas rojas —dijo—, pero casi me disparan al colarme en el Jardín de las Rosas.

Cuando Tolland atrajo el cuerpo de Rachel hacia el suyo y aspiró la suave fragancia de su pelo, sintió que en su interior se disolvían años de silencioso aislamiento. La besó apasionadamente, sintiendo cómo su cuerpo se pegaba al suyo. Los lirios blancos cayeron a sus pies y las barreras que Tolland ni siquiera era consciente de haber levantado se derritieron repentinamente.

«Los fantasmas han desaparecido».

Ahora sentía cómo Rachel lo llevaba a la cama y oyó su suave suspiro al oído.

—No hablas en serio cuando dices que los peces te parecen románticos, ¿verdad?

—Sí —dijo Mike, volviendo a besarla—. Deberías ver el ritual de apareamiento de las medusas. Increíblemente erótico.

Rachel le hizo tumbarse boca arriba sobre el colchón de crin de caballo, acomodando su esbelto cuerpo sobre el de él.

—Y los caballitos de mar… —dijo Tolland, ya sin aliento mientras saboreaba el contacto de la piel de ella contra el fino satén de su pijama—. Los caballitos de mar ejecutan… una danza amorosa increíblemente sensual.

—Basta de hablar de peces —susurró Rachel, desabrochándole el pijama—. ¿Qué podrías decirme sobre los rituales de apareamiento de los primates avanzados?

Tolland suspiró.

—Me temo que no me dedico a los primates.

Rachel se quitó la camiseta de fútbol.

—Bueno, chico estudioso de la naturaleza, en ese caso te sugiero que aprendas rápido.