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Cuando el Kiowa viró sobre la cubierta de proa del Goya, Delta-Uno miró abajo desde la cabina, fijando los ojos en un panorama totalmente inesperado.

Michael Tolland estaba de pie en cubierta junto a un pequeño submarino. Suspendido de los brazos robóticos del sumergible, como en el abrazo de un insecto gigante, estaba Delta-Dos, luchando en vano por liberarse de las dos enormes pinzas.

«¿Qué demonios…?».

Fue entonces testigo de una imagen igualmente sorprendente: Rachel Sexton acaba de llegar a cubierta y ocupaba una posición sobre un hombre sangrante y atado a los pies del submarino. El hombre sólo podía ser Delta-Tres. Rachel sostenía una de las ametralladoras de la Delta Force contra él y miraba al helicóptero, como desafiándole a que atacara.

Por un momento, Delta-Uno se sintió desorientado, incapaz de imaginar cómo podía haber llegado a ocurrir lo que veían sus ojos. Los errores cometidos con anterioridad por la Delta Force en la plataforma de hielo habían sido algo extraño aunque explicable. Pero lo que ahora veían sus ojos era simplemente inimaginable.

La humillación que sufría en ese momento Delta-Uno habría sido ya insoportable en circunstancias normales, pero esa noche su vergüenza se vio incrementada porque había otro individuo volando en ese instante con él en el helicóptero, una persona cuya presencia se alejaba por completo del procedimiento habitual.

El controlador.

Tras el asesinato llevado a cabo por los Delta junto al monumento a FDR, el controlador había ordenado a Delta-Uno que volara hasta un parque público desierto no demasiado alejado de la Casa Blanca. Cumpliendo sus órdenes, Delta-Uno había aterrizado en una arboleda situada sobre una loma cubierta de hierba en el preciso instante en que el controlador, que había aparcado cerca de allí, salió de la oscuridad y subió a bordo del Kiowa. En cuestión de segundos volvían a estar en ruta.

A pesar de que la implicación directa del controlador en operaciones de misión era poco frecuente, Delta-Uno no tenía autoridad para oponerse. Consternado ante la forma en que la Delta Force había actuado en la Plataforma de Hielo Milne, y temiendo las crecientes sospechas y recelos por parte de ciertos elementos, el controlador había informado a Delta-Uno de que iba a supervisar personalmente la fase final de la operación.

Ahora el controlador viajaba como guardia armado, siendo testigo de un fracaso cuya posibilidad Delta-Uno jamás habría contemplado.

«Esto debe terminar. Ahora».

El controlador miró desde el Kiowa a la cubierta del Goya y se preguntó cómo demonios podía haber ocurrido lo que estaba presenciando. Nada había ido bien: las sospechas sobre el meteorito, los frustrados asesinatos de los Delta en la plataforma de hielo, la necesidad de terminar con la vida de un funcionario de alto rango junto al monumento a FDR.

—Controlador —tartamudeó Delta-Uno, cuyo tono de voz revelaba un perplejo desconsuelo mientras observaba la situación que tenía lugar en la cubierta del Goya—. No puedo ni imaginar…

«Ni yo», pensó el controlador. Sin duda habían subestimado a su presa.

El controlador miró a Rachel Sexton, que miraba a su vez con ojos desprovistos de toda expresión al reflectante parabrisas del helicóptero y se llevaba un dispositivo CrypTalk a la boca. Cuando su voz sintetizada crepitó en el interior del Kiowa, el controlador creyó que les iba a exigir que retiraran el helicóptero o que apagaran el sistema de bloqueo para que Tolland pudiera llamar pidiendo ayuda. Pero las palabras que pronunció Rachel Sexton fueron mucho más escalofriantes.

—Han llegado demasiado tarde —dijo—. No somos los únicos que están al corriente de la situación.

Durante un instante, sus palabras reverberaron en el interior del aparato. A pesar de que la afirmación sonaba muy poco creíble, la menor posibilidad de que fuera cierta hizo que el controlador guardara silencio durante unos segundos. El éxito de todo el proyecto requería la eliminación de todos los que conocieran la verdad, y a pesar de lo sangriento que el proceso de control de la situación resultara, él tenía que asegurarse de que aquello fuera el final. «Alguien más está al corriente…».

Teniendo en cuenta que Rachel Sexton era famosa por seguir un estricto protocolo en cuanto a datos secretos, al controlador le costaba creer que hubiera decidido compartir la información de que disponía con fuentes externas.

Rachel volvió a hablar por el CrypTalk.

—Retírense y salvaremos la vida de sus hombres. Acérquense y morirán. En cualquier caso, la verdad se sabrá. Ahórrense bajas. Retírense.

—Se está marcando un farol —dijo el controlador, a sabiendas de que la voz que Rachel Sexton estaba oyendo era un tono robótico y andrógino—. No ha hablado con nadie.

—¿Está dispuesto a correr el riesgo? —contraatacó Rachel—. Antes no he podido ponerme en contacto con William Pickering, así que me asusté y decidí asegurarme de que la información llegara a alguien más.

El controlador frunció el ceño. Era plausible.

—No se lo han tragado —dijo Rachel, mirando a Tolland.

El soldado que estaba entre las pinzas esbozó una sonrisa dolorida.

—Su arma no tiene balas y el helicóptero les va a hacer estallar por los aires. Ambos van a morir. Su única esperanza es soltarnos.

«Antes muerta», pensó Rachel, intentando calcular su siguiente movimiento. Miró al hombre atado y amordazado que estaba tumbado en el suelo a sus pies, directamente delante del submarino. Parecía delirar debido a la pérdida de sangre. Se agachó a su lado y miró sus duros ojos.

—Voy a quitarle la mordaza y a ponerle el CrypTalk en la boca. ¿Está claro?

El hombre asintió enfervorecidamente.

Rachel le quitó la mordaza. El soldado le escupió un salivazo sangriento a la cara.

—Zorra —siseó, tosiendo—. Voy a verte morir. Te van a matar como a un cerdo y voy a disfrutar de cada minuto de ello.

Rachel se secó la saliva caliente de la cara mientras sentía cómo las manos de Tolland la apartaban, tirando de ella hacia atrás y sujetándola mientras le quitaba la ametralladora de las manos. Rachel sintió en el tembloroso contacto de Tolland que algo dentro de él se había activado. Michael se dirigió a un panel de control ubicado a escasos metros, puso la mano en una palanca, y miró a los ojos al hombre que estaba tumbado en cubierta.

—Segunda oportunidad —dijo Tolland—. Y, en mi barco, nunca hay una tercera.

Presa de ira, tiró de la palanca. Una enorme trampilla se abrió en cubierta debajo del Tritón como el suelo de una horca. El soldado atado soltó un breve aullido de miedo y desapareció, cayendo en picado por el agujero. Se precipitó nueve metros hasta el océano. El impacto se tiñó de rojo carmesí. Los tiburones se abalanzaron sobre él al instante.

El controlador tembló de rabia, mirando desde el Kiowa los restos de Delta-Tres alejándose a la deriva bajo el barco en la fuerte corriente. El agua iluminada se había teñido de rosa. Varios peces luchaban por algo que parecía un brazo.

«Jesús».

El controlador volvió a mirar a cubierta. Delta-Dos seguía suspendido de las pinzas del Tritón, pero ahora el sumergible estaba colgado sobre un gran agujero en cubierta. Tenía los pies suspendidos sobre el vacío. Lo único que Tolland tenía que hacer era abrir las pinzas y Delta-Dos sería el siguiente.

—De acuerdo —ladró el controlador al CrypTalk—. Esperen. ¡Esperen!

Rachel se puso de pie en cubierta y clavó la mirada en el Kiowa. Incluso desde esa altura, el controlador percibía la determinación en sus ojos. Ella se llevó el CrypTalk a la boca.

—¿Todavía siguen pensando que nos estamos marcando un farol? —Llamen a la centralita de la ONR. Pregunten por Jim Samiljan. Está en el P&A, en el turno de noche. Le he contado todo acerca del meteorito. Él se lo confirmará.

«¿Y me da un nombre específico?». Aquello no pintaba bien. Rachel Sexton no era ninguna idiota y ése era un farol que el controlador podía comprobar en cuestión de segundos. A pesar de que no conocía a nadie en la ONR llamado Jim Samiljan, la organización era enorme. Rachel podía perfectamente estar diciendo la verdad. Antes de ordenar el golpe final, el controlador tenía que confirmar sí aquello era un farol… o no.

Delta-Uno miró por encima del hombro.

—¿Quiere que desactive el bloqueo para que pueda comprobarlo?

El controlador miró a Rachel y a Tolland, ambos a plena vista. Si alguno de los dos hacía el menor movimiento para utilizar un móvil o una radio, el controlador sabía que Delta-Uno siempre podía reactivar el sistema y cortarles la comunicación. El riesgo era mínimo.

—Desactive el bloqueo —dijo el controlador, sacando un móvil—. Confirmaré si Rachel está mintiendo. Luego encontraremos la forma de rescatar a Delta-Dos y terminar con esto.

En Fairfax, la operadora de la centralita principal de la ONR se estaba impacientando.

—Como ya le he dicho, no hay ningún Jim Samiljan en la División de Planes y Análisis.

Su interlocutor se mostraba insistente.

—¿Ha intentado utilizar el sistema de deletreo múltiple? ¿Ha intentado en otros departamentos?

La operadora ya lo había comprobado, pero volvió a hacerlo. Varios segundos más tarde, dijo:

—No tenemos a ningún Jim Samiljan entre nuestros empleados. No importa cómo lo deletree.

Su interlocutor pareció extrañamente encantado con la noticia.

—Entonces, ¿está segura de que no hay en la ONR ningún empleado llamado Jim…?

Un repentino revoloteo de actividad estalló en la línea. Alguien chilló. El interlocutor maldijo en voz alta y rápidamente colgó.

A bordo del Kiowa, Delta-Uno gritaba de rabia mientras intentaba por todos los medios reactivar el sistema de bloqueo. Se había dado cuenta demasiado tarde. En el inmenso despliegue de controles iluminados de la cabina, un diminuto piloto LED indicaba que una señal de datos SATCOM estaba siendo transmitida desde el Goya. «Pero ¿cómo? ¡Nadie se había movido de cubierta!». Antes de que Delta-Uno pudiera reactivar el bloqueo, la conexión procedente del Goya se terminó.

En el interior del hidrolaboratorio, la máquina del fax emitía satisfechos pitidos.

FAX ENVIADO.