53

Marjorie volvió a dejar el papel sobre el escritorio, recorrió con los ojos la Oficina de Comunicaciones y dedicó al equipo una inclinación de cabeza impresionada. Parecían ansiosos.

Encendió entonces un cigarrillo, echó humo durante un instante; dejando crecer la expectación. Por fin sonrió.

—Damas y caballeros, pongan en marcha los motores.

Cualquier razonamiento lógico se había evaporado de la mente de Rachel Sexton. No se acordaba del meteorito, de la copia impresa del RPT que llevaba en el bolsillo, de Ming ni del espantoso ataque del que había sido víctima en la placa de hielo. En su mente sólo había espacio para una cosa:

«Supervivencia».

El hielo, como un borrón debajo de ella, era como una infinita y lustrosa autopista. Rachel no era capaz de saber si tenía el cuerpo adormecido por el miedo o si simplemente estaba entumecido por el traje protector, pero no sentía el menor dolor. No sentía nada.

«Todavía».

Tumbada de lado, enganchada a Tolland por la cintura, estaba acostada de cara a él en un extraño abrazo. Delante de ellos, el globo ondeó, inflado por el viento, como un paracaídas tirado por un coche de carreras. Corky avanzaba arrastrado tras ellos, zigzagueando enloquecidamente como el tráiler de un tractor totalmente descontrolado. La bengala que señalaba el punto donde habían sido atacados había desaparecido en la distancia.

El siseo producido por sus trajes de nylon Mark IX contra el hielo fue ganando en intensidad mientras continuaban acelerando. Rachel no tenía la menor idea de la velocidad a la que avanzaban, pero el viento soplaba como mínimo a noventa kilómetros por hora y la rampa que tenían debajo y que no presentaba la menor fricción parecía pasar cada vez más rápido con cada segundo.

El globo Mylar impermeable no parecía tener intención de romperse ni de soltarles.

«Tenemos que soltarnos», pensó Rachel. Se alejaban a toda velocidad de una fuerza mortífera para dirigirse directamente hacia otra. «¡Probablemente el océano esté a tan sólo un kilómetro y medio de aquí!». La idea del agua helada le trajo recuerdos aterradores.

El viento sopló más fuerte y su velocidad aumentó. En algún lugar por detrás de ellos, Corky soltó un grito de terror. A esa velocidad, Rachel sabía que sólo les quedaban unos minutos antes de despeñarse por el acantilado y caer al océano helado.

Al parecer, Tolland estaba pensando lo mismo porque ahora luchaba contra el cierre de carga que tenían enganchado a sus cuerpos.

—¡No puedo desengancharnos! —gritó—. ¡Hay demasiada tensión!

Rachel albergó la esperanza de que un repentino cambio de viento diera a Tolland un respiro, pero el katabático soplaba con despiadada constancia. En un intento por ser de alguna ayuda, retorció el cuerpo e hincó la púa delantera del crampón en el hielo, enviando al aire una estela de fragmentos de hielo. Apenas logró disminuir la velocidad.

—¡Ahora! —gritó Rachel, levantando el pie.

Durante un instante, la cuerda que sujetaba la carga al globo se aflojó ligeramente. Tolland tiró hacia abajo, intentando aprovechar que la cuerda se había destensado para manipular e intentar sacar el cierre de carga de los mosquetones. No lo consiguió.

—¡Otra vez! —gritó.

Esta vez los dos se retorcieron uno contra el otro y clavaron las púas delanteras de los crampones en el hielo, enviando al aire una doble estela de hielo y frenando el armatoste de forma más perceptible.

—¡Ahora!

Siguiendo la indicación de Tolland, ambos levantaron el pie. En cuanto el globo volvió a salir despedido hacia delante, Tolland hincó el pulgar en la lengüeta del mosquetón e hizo girar el gancho, intentando soltar el cierre. Aunque esta vez casi lo consiguió, necesitaba destensar aún más la cuerda. Como Norah les había dicho, fanfarroneando, los mosquetones eran de primera calidad: cierres de seguridad Joker especialmente diseñados con una presilla adicional en el metal para que no se soltaran si se ejercía sobre ellos la menor tensión.

«Muerta por culpa de un cierre de seguridad», pensó Rachel, a quien la ironía no le pareció en absoluto divertida.

—¡Una vez más! —gritó Tolland.

Reuniendo toda su energía y esperanza, Rachel se retorció todo lo pudo y clavó las puntas de los pies en el hielo. Arqueó la espalda e intentó cargar todo el peso del cuerpo sobre los dedos de los pies. Tolland siguió su ejemplo hasta que ambos quedaron peligrosamente inclinados sobre sus estómagos y la conexión de sus cinturones tiró de sus arneses. Tolland hincó con fuerza los dedos de los pies y Rachel se arqueó aún más. Las vibraciones les provocaron ondas expansivas en las piernas. Tuvo la sensación de que se le iban a partir los tobillos.

—Aguanta… aguanta…

Tolland se retorció para soltar el cierre Joker en cuanto la velocidad de ambos disminuyó.

—Ya casi…

Los crampones de Rachel chasquearon. Las púas metálicas se despegaron de sus botas y salieron despedidas hacia atrás, perdiéndose en la oscuridad de la noche, rebotando por encima de Corky. Inmediatamente el globo saltó hacia delante, enviando a Rachel y a Tolland zigzagueando a un lado. Tolland no pudo seguir sujetando el cierre.

—¡Mierda!

Como enojado por haberse visto momentáneamente sujeto, el globo Mylar se lanzó hacia delante, tirando aún con más fuerza, arrastrándolos por el glaciar hacia el mar. Rachel sabía que se acercaban rápidamente al acantilado, aunque se enfrentaron al peligro incluso antes de llegar al precipicio de cincuenta metros sobre el Océano Ártico. Tres enormes cornisas de nieve se levantaban a su paso. A pesar de la protección que le ofrecía los trajes Mark IX, la experiencia de verse lanzada a gran velocidad contra los montículos de nieve la aterrorizó por completo.

Luchando desesperadamente con sus arneses, Rachel intentó encontrar algún modo de soltar el globo. Fue entonces cuando oyó el rítmico tintineo sobre el hielo… el repetido repiqueteo del metal ligero sobre la placa desnuda de hielo. El piolet.

Aterrada como estaba, había olvidado el objeto que llevaba suspendido del cordón de apertura que colgaba de su cinturón. La ligera herramienta de aluminio rebotaba contra su pierna. Levantó los ojos hacia el cable de carga que conectaba con el globo. Nylon grueso, y trenzado, de uso industrial. Bajó la mano intentando encontrar a tientas el piolet que no dejaba de rebotar contra su pierna. Agarró el mango y tiró de él, estirando el cordón de apertura elástico. Todavía de costado, intentó levantar los brazos por encima de su cabeza, colocando el borde serrado del piolet contra el grueso cordón. Con gran dificultad, empezó a serrar el tenso cable.

—¡Sí! —gritó Tolland, buscando ahora a tientas el suyo.

Deslizándose sobre su costado, Rachel quedó totalmente estirada con los brazos sobre la cabeza y serrando. El cable era muy resistente y las hebras de nylon iban deshilachándose lentamente. Tolland cogió su piolet, se retorció, levantó los brazos por encima de la cabeza e intentó serrar desde abajo en el mismo punto. Las sierras de doble filo entrechocaron mientras trabajaban al unísono como un par de madereros. La cuerda empezó a deshilacharse por ambas caras.

«Lo conseguiremos», pensó Rachel. «¡Esta cuerda terminará por romperse!».

De pronto, la burbuja plateada de Mylar que tenían delante se lanzó hacia arriba como si hubiera dado con una ráfaga ascendente. Horrorizada, Rachel vio que simplemente estaba siguiendo el contorno del terreno.

Habían llegado.

Los bancos de nieve.

El muro blanco se cernió un solo instante sobre ellos antes de que llegaran a él. El golpe que Rachel recibió en el costado al entrar en contacto con la pendiente le dejó sin aire y le arrancó el piolet de la mano. Sintió que su cuerpo era arrastrado hacia arriba por la cara del banco de nieve y vio cómo salía despedida por encima como un esquiador acuático enredado en la cuerda de tiro por encima de una ola. Tolland y ella se vieron repentinamente catapultados, dibujando una vertiginosa pirueta en el aire. El canal que separaba los dos bancos de nieve se extendía a lo lejos por debajo, pero el deshilachado cable de carga aguantaba, levantándoles y haciéndoles sortear el primer canal. Durante un instante, Rachel pudo ver lo que tenía delante. Dos bancos de hielo más… un corto altiplano… y luego la caída al mar.

Como poniendo voz al terror mudo de Rachel, el chillido agudo de Corky Marlinson rasgó el aire. En algún lugar tras ellos, Corky sorteo el primer banco de nieve. Los tres se elevaron en el aire al tiempo que el globo ascendía como un animal salvaje, intentando romper las cadenas que lo ataban a su captor.

De pronto, un brusco chasquido reverberó sobre sus cabezas como un disparo en el silencio de la noche. La cuerda deshilachada cedió y el extremo hecho jirones reculó ante los ojos de Rachel. Instantes después cayeron al vacío. En algún lugar por encima de ellos, el globo Mylar salió despedido totalmente fuera de control… dando vueltas hacia el mar.

Enmarañados entre mosquetones y arneses, Rachel y Tolland se precipitaron hacia el suelo. En cuanto vio ascender hacia ella la blanca elevación del segundo banco de nieve, Rachel se preparó para el impacto. Se estrellaron contra la cara más alejada, apenas rozando la cumbre del segundo banco. El golpe quedó parcialmente amortiguado por los trajes y por el perfil descendente del banco. En cuanto el mundo que la rodeaba se transformó en un amasijo de brazos, piernas y hielo, Rachel se vio lanzada a toda velocidad por la pendiente hacia el canal de hielo central. Instintivamente, extendió los brazos y piernas, intentando aminorar la velocidad de la caída antes de que Tolland y ella impactaran con el segundo banco. Notó que perdían velocidad, aunque no mucha, y tuvo la sensación de que habían pasado unos segundos antes de que subieran deslizándose pendiente arriba. Al llegar a lo alto, experimentaron otro instante de ingravidez en el momento de pasar por la cumbre. Luego, totalmente presa del terror, notó que iniciaban la caída a peso muerto por la otra cara del banco hacia el último altiplano… los últimos cuarenta metros del Glaciar Milne.

Mientras bajaban deslizándose hacia el acantilado, Rachel pudo notar el peso de Corky al ser arrastrado por la cuerda de seguridad, y sintió que todos aminoraban la velocidad. Sabía también que, aunque por muy poco, era demasiado tarde. El borde del acantilado se acercaba a ellos a toda prisa y Rachel soltó un grito de impotencia.

Entonces ocurrió.

Ya no había borde. Lo último que Rachel recordó fue que estaba cayendo.