40

En su adolescencia, Gabrielle Ashe había recorrido innumerables veces las estancias de la Casa Blanca abiertas al público mientras soñaba en secreto que algún día trabajaría en la mansión presidencial y que formaría parte de la élite que gestionaba el futuro del país. Sin embargo, en aquel momento habría preferido estar en cualquier otro lugar del mundo.

Mientras el agente del Servicio Secreto de la Puerta Este la conducía hasta un ornamentado vestíbulo, Gabrielle se preguntaba qué demonios estaba intentando probar su anónimo informador. Invitarla a la Casa Blanca era una locura. «¿Y si alguien me ve?». Últimamente se había dejado ver con bastante frecuencia en los medios de comunicación como la mano derecha del senador Sexton. Sin duda alguien la reconocería.

—¿Señorita Ashe?

Gabrielle levantó los ojos. Un guardia de seguridad de rostro amable la saludó con una sonrisa de bienvenida.

—Mire hacia allí, por favor —dijo, señalando.

Gabrielle miró hacia donde él señalaba y quedó cegada por un destello.

—Gracias.

El guardia la llevó hasta un escritorio y le dio un bolígrafo.

—Por favor, firme en el libro de visitas —dijo, empujando hacia ella una pesada libreta forrada en piel.

Gabrielle miró la libreta. La página que tenía ante sus ojos estaba en blanco. Se acordó de haber oído en una ocasión que todos los visitantes de la Casa Blanca firmaban su propia página en blanco para mantener la privacidad de su visita. Firmó con su nombre.

«Aquí se esfuma cualquier posibilidad de un encuentro privado».

Gabrielle pasó por un detector de metales y a continuación recibió una leve palmadita.

—Disfrute de la visita, señorita Ashe.

Gabrielle siguió al agente del Servicio Secreto veinticinco metros a lo largo de un pasillo de suelo embaldosado hasta un segundo escritorio de seguridad. Allí, otro guardia extrajo una acreditación que estaba saliendo en ese instante de una máquina laminadora. Le hizo un agujero por el que introdujo un cordón y se lo pasó a Gabrielle por la cabeza, colgándoselo del cuello. El plástico seguía caliente. La foto de la identificación era la que le habían tomado quince segundos antes, al fondo del pasillo.

Gabrielle estaba impresionada. «¿Quién dice que el gobierno no es eficiente?».

Siguieron adelante. El agente del Servicio Secreto se adentró aún más en el complejo de la Casa Blanca. Ella se sentía más incómoda con cada paso que daba. No había duda de que, quienquiera que le hubiera hecho esa misteriosa invitación, no le preocupaba en absoluto la privacidad del encuentro. A Gabrielle le habían facilitado un pase oficial, había firmado en el libro de visitas y ahora la conducían a la vista de todo el mundo por la primera planta de la Casa Blanca, donde se arracimaban los visitantes.

—Y éste es el Salón de Porcelana —le decía una guía a un grupo de turistas—. Alberga la colección de piezas decoradas en rojo, con un valor de novecientos cincuenta y dos dólares la unidad, que perteneció a Nancy Reagan y que desató el debate sobre el consumo ostentoso en 1981.

El agente del Servicio Secreto la llevó hacia una enorme escalera de mármol, dejando atrás al grupo de visitantes. Otro grupo ascendía por la escalera.

—Están ustedes a punto de entrar en el Salón Este —decía la guía—, la sala de trescientos metros cuadrados donde Abigail Adams colgó en una ocasión la colada de John Adams. A continuación pasaremos al Salón Rojo, donde Dolley Madison emborrachaba a los jefes de Estado de visita antes de que James Madison negociara con ellos.

Los turistas se rieron.

Gabrielle dejó atrás la escalera siguiendo al agente, pasó luego entre una serie de cordones de separación y entró en una sección más privada del edificio. Accedieron entonces a una sala que Gabrielle sólo había visto en los libros y en la televisión. Contuvo la respiración.

«¡Dios mío! ¡El Salón de los Mapas!».

Ningún tour guiado visitaba jamás aquel salón. En cada pared había unos enormes paneles de madera que podían abrirse, mostrando, uno tras otro, todos los mapas del mundo. Aquél era el lugar donde Roosevelt había trazado el destino de la Segunda Guerra Mundial. Por otro lado, también era el salón desde el que Clinton había reconocido públicamente su aventura con Mónica Lewinsky. Gabrielle apartó esa idea de la cabeza. Pero lo más importante era que el Salón de los Mapas era una estancia de paso hacia el Ala Oeste, el área de la Casa Blanca desde donde se manejaban los hilos del poder. En ningún momento se había imaginado que acabaría precisamente allí. Estaba convencida de que su e-mail procedía de algún joven y audaz subalterno, o quizá de alguna simple secretaria de una de las oficinas del complejo. Estaba claro que no.

«Me dirijo al Ala Oeste…».

El agente del Servicio Secreto la condujo hasta el final de un pasillo alfombrado y se detuvo frente a una puerta en la que no figuraba letrero alguno. Llamó. El corazón le latió con fuerza.

—Está abierto —gritó alguien desde dentro.

El hombre abrió la puerta y, con un gesto, le indicó a Gabrielle que entrara.

Así lo hizo. Las cortinas estaban echadas y la habitación envuelta en penumbra. Apenas distinguió el débil perfil de una persona sentada frente a un escritorio en la oscuridad.

—¿Señorita Ashe? —dijo la voz desde detrás de una nube de humo de cigarrillo—. Bienvenida.

Cuando los ojos de Gabrielle se adaptaron a la oscuridad, poco a poco fue vislumbrando un rostro inquietantemente familiar y la sorpresa le tensó los músculos. «¿Es ésta la persona que me ha estado enviando los e-mails?».

—Gracias por venir —dijo Marjorie Tench con voz fría.

—¿Señora… Tench? —tartamudeó Gabrielle, de repente incapaz de respirar.

—Llámeme Marjorie. —Aquella horrenda mujer se levantó, echando humo por la nariz como un dragón—. Usted y yo vamos a hacernos buenas amigas.