Prólogo

Una gran ciudad no es más que un retrato de sí misma, y sin embargo, a la hora de la verdad, su cúmulo de escenas e imágenes forma parte de un proyecto profundamente conmovedor. Nueva York es insuperable como libro donde leer este proyecto. Porque el mundo entero ha volcado su corazón en la ciudad junto a los Palisades y la ha hecho mejor de como jamás tuvo derecho a ser.

Pero ahora la ciudad está oculta, como suele suceder, por la masa blanqueada en cuyo interior descansa, y pasa por nuestro lado a una velocidad vertiginosa, crepitando como el viento en la bruma, fría al tacto, destellando y desplegándose, rodando sobre sí misma como el vapor que se eleva de un motor o el algodón que se desprende de un fardo. Aunque la maraña deslumbrantemente blanca de sonidos incesantes prosigue implacable, la cortina se rompe… y deja ver, en medio de las nubes, un lago de aire límpido y cristalino como un espejo, el profundo ojo redondo de un huracán blanco.

En el fondo de este lago yace la ciudad. Desde nuestra elevada altura se ve pequeña y lejana, pero en su interior la actividad es evidente, ya que, si bien no parece más grande que un escarabajo, está viva. Ahora empezamos a descender, y nuestra rápida e inadvertida caída nos llevará a una vida que florece en la quietud de otra época. Mientras flotamos en un silencio absoluto, hacia un marco que de nuevo se descongela, nos hallamos frente a una meseta revestida de los colores del invierno. Son muy intensos, y nos invitan a entrar.