Una edad de oro

Durante las primeras horas del nuevo milenio Peter Lake durmió entre las máquinas del Sun. Los mecánicos aceptaron lo que había dicho. Tras haber visto de lo que era capaz, sentían hacia él un temor reverencial y no se atrevieron a molestarlo. Si hubiera tenido otros seguidores, adeptos o incluso amigos, tal vez lo habrían despertado justo antes de las campanadas de la medianoche, esperando un milagro. Pero los acontecimientos extraordinarios rara vez se presentan con puntualidad y Peter Lake, totalmente solo, dormía cuando el reloj dio las doce y llegó el año 2000. Estaba reclinado contra una máquina que él mismo había despertado de un puntapié unas horas antes, con la mano derecha sobre la herida del costado izquierdo y la boca entreabierta. No había ningún reloj a la vista, pero los del Sun seguían marcando los segundos con exactitud como si nada hubiera ocurrido. Las plantas continuaban en sus macetas y tiestos y no cobraron vida ni echaron a andar; las puertas todavía chirriaban al abrirse, y un celador extendía un producto verde para recoger el polvo mientras barría.

El Sun y el Whale preparaban una edición conjunta, como era habitual cuando las noticias lo merecían, y trabajaba el doble de empleados que de costumbre. El lugar había cobrado vida en mitad de la noche cuando de todos los barrios llegaron reporteros con expresión perpleja para escribir sobre lo que habían visto mientras la ciudad era arrasada. Había tantas historias que contar sobre la muerte de la antigua era que el periódico del día siguiente tendría casi el doble de páginas de las que solía tener el Ghost (que, en cambio, había cerrado por culpa del apagón). Por ejemplo, los animales de los zoológicos y los caballos de los establos del West Side habían armado tal revuelo que habían tenido que soltarlos. Aterrorizados por los fuegos, galopaban en manadas, recorriendo de arriba abajo las avenidas entre las hileras de edificios en llamas. Cuando doblaban una esquina, escribió un reportero del Sun, la imagen difuminada de su suave pelaje y sus lomos musculosos recordaba un río desbordado.

Sin embargo, comparados con las personas, los animales eran un modelo de rectitud y autocontrol. Las calles estaban llenas de automóviles que circulaban a toda velocidad. Los conductores que buscaban la forma de salir de la ciudad encontraban las carreteras bloqueadas por el tráfico, la gente o los escombros, y se dirigían lo más rápido posible hacia otras salidas. Pero no había salidas, y el resultado era que cada vehículo probaba una e iba corriendo a la siguiente. En todas las calles y bulevares de doble sentido había automóviles rodando a cien millas por hora en ambas direcciones. Cuando se producía un choque, los que sobrevivían seguían adelante. A cada momento, en cualquier manzana, un coche perdía el control y se estrellaba contra un escaparate o contra la aterrada turba de las aceras. No ayudaba a rebajar la tensión el hecho de que todos los coches de bomberos y furgones policiales de la ciudad corrieran de un lado para otro con la sirena a todo volumen, y que los tanques y helicópteros de la milicia utilizaran toda la gasolina para tratar de formar las islas que Praeger de Pinto les había ordenado proteger.

Los puentes estaban atestados de refugiados que los cruzaban en la oscuridad, sin saber que los cinturones de ciudades satélite que rodeaban Manhattan se habían convertido en una única muralla de fuego. Caminaban en un silencio estupefacto, con los niños a la espalda y maletines y fardos en las manos. Las calles se habían convertido en una gran tienda de viejo, pues la gente acarreaba infinidad de objetos que quería salvar. Miles y miles huían con libros, cuadros, lámparas de araña, jarrones, violines, relojes antiguos, electrodomésticos, sacos llenos de objetos de plata, joyeros y —maravilla de las maravillas— televisores. Los más prácticos se dirigían al norte por Riverside Drive, con mochilas cargadas de comida, herramientas y ropa de abrigo. Pero en lo más crudo del invierno, en un mundo convulsionado, ¿qué posibilidades tenía un hombre con una sierra de cadena sujeta a la espalda?

No eran decenas de miles sino cientos de miles los saqueadores que invadían los barrios comerciales. Como a los más ambiciosos se les había ocurrido embestir con excavadoras las paredes de los bancos, se oían explosiones a medida que la dinamita abría una cámara acorazada tras otra. Pero era imposible distinguir una detonación de otra mientras los almacenes de combustibles ardían y la milicia abría cortafuegos alrededor de las islas. Los eufóricos y cargados saqueadores caminaban a paso de caracol empujando o arrastrando neveras, muebles grandes, percheros llenos de ropa y sacos de dinero. Los sacos de dinero eran los más tristes de los huérfanos, porque, en cuanto encontraban un nuevo padre, este moría de un tiro y los adoptaba otro. La escena se repetía sin cesar, de tal modo que si se hubieran seguido los desplazamientos de las bolsas de dinero se las habría visto ir de aquí para allá como pelotas, en unos exquisitos juegos malabares ejecutados por los poderes de la insensata avaricia. Había tantos objetos abandonados en las calles que hasta los barrios más ricos parecían suburbios derruidos de los que solo quedaran las paredes, y era difícil saber adónde creían ir quienes llevaban a cuestas artículos robados. La mayoría caminaban en círculos, locos de felicidad por tener este o aquel objeto nuevo. Como no quedaban lugares donde vivir, los que tenían muebles robados probablemente nunca se sentarían ni se tumbarían en ellos, sino que pasarían semanas o meses acarreándolos sobre los hombros.

Saqueadores de otra clase se habían juntado en bandas embriagadas que buscaban placeres libertinos entre los escombros. En los muebles abandonados por quienes no tenían fuerzas para llevárselos mantenían relaciones sexuales personas de todos los sexos y edades. Las combinaciones que se establecían entre grupos e individuos, y entre los que deseaban mantenerlas y los que no, eran terribles y tristes.

La policía no sabía a quién disparar ni qué defender, ya que todo parecía estar reñido con todo, había estruendo y fuego por doquier, los delincuentes desaparecían sin dificultad en el oscuro viento de cenizas y las calles estaban llenas de lunáticos con fardos.

Los periodistas del Sun también tuvieron ocasión de informar sobre familias que se habían mantenido unidas y defendido del caos, sobre actos de caridad desinteresada y sobre los valientes y los locos que habían tratado de detener el desenfreno. Esos actos eran escasos, episodios aislados que no lograron cambiar el curso de la marea; no por su culpa, sino porque ni el momento ni el lugar eran propicios.

Testigos del desmantelamiento de la ciudad, los periodistas de Harry Penn que no fueron asesinados (cayeron muchos) regresaron al Sun para escribir sobre ello. Consideraban que era lo correcto, aunque todo lo demás se hubiera ido al carajo, porque sabían lo suficiente para saber que cuando el mundo se acaba siempre logra empezar de nuevo y no tenían intención de quedar excluidos.

Mientras la ciudad ardía bajo cielos plagados de densas tormentas eléctricas y las máquinas funcionaban como una seda en el Sun, Peter Lake dormía.

Praeger de Pinto apenas se había vuelto para saludar a Harry Penn. Plantado en el centro de la terraza norte, el alcalde estaba ocupado mirando a través de la cristalera con unos prismáticos de visión nocturna montados sobre un trípode.

—¿Quién vigila la isla seis? —preguntó por el sistema de amplificación, casi como un dios.

—Yo —contestó una voz en la hilera de hombres que tenía a su izquierda: delegados adjuntos, auxiliares de personal y un par de patrulleros a los que habían llamado para llenar vacantes, todos equipados con los mismos instrumentos ópticos de visión nocturna que el alcalde.

—¿Ve ese hueco en el lado sudoeste? —preguntó Praeger.

—Ahora no lo veo, señor. La ceniza es demasiado espesa. Pero lo he visto antes y he informado.

—¿Han respondido?

—No.

—La isla seis se ha desconectado de la red de comunicación —anunció un técnico.

—¿Cuándo? —preguntó Praeger.

—Hace cinco minutos.

—Intente recuperarla. Eustis, envíe un hombre a ese puesto de mando para avisarles de la brecha. Y dele una radio. La isla seis está en Chelsea. Si se da prisa, estará allí en veinte minutos.

En tanto la ciudad ardía a sus pies, Praeger y los demás mantenían conversaciones como esta con una calma y serenidad absolutas mientras trabajaban para mantener sus defensas y salvar cuanto pudiera salvarse. Al cabo de varias horas se habían acostumbrado a ver la ciudad envuelta en llamas y humo. Para Praeger de Pinto y su generación, la idea de que su futuro transcurriera en tranquilos puestos de mando y batallas apocalípticas era natural desde su nacimiento. La mayoría de los hombres que se encontraban ahí arriba se mostraban serenos e impasibles. Ese era su cometido, algo con lo que siempre habían contado. La lógica de las décadas anteriores, las guerras contra sueños e ilusiones, la vida llena de expectativas, habían llevado, como cabía esperar, a eso. De hecho, dando por sentado su inevitabilidad, a veces lo habían deseado incluso.

En cambio Harry Penn, que era un anciano y había tenido otras expectativas, sufría viendo las decenas de miles de llamas que parpadeaban en la oscuridad buscando lo que quedaba por quemar. Le dolían en lo más hondo las victoriosas nubes de humo y vapor que se elevaban sobre la ciudad reflejando la luz naranja, dando vueltas y extendiéndose como masa en manos de un panadero. Parecían estar riéndose de las manzanas derruidas y reducidas a cenizas que tan cobardemente habían abandonado.

A diferencia de los demás, Harry Penn recordaba la ciudad en sus albores. En términos generales, la gente era entonces más amable y más capaz que sus descendientes, y la misma ciudad era distinta, inocente. Las curvas de los caminos de carros, eliminados hacía tiempo; las velas hinchadas de los barcos, desaparecidas hacía mucho; los flancos y las crines de los caballos que corrían por las calles, también desaparecidos; incluso la forma de vestir, delicada y gentil, eran, en sí mismos, una oración que recibía continua aprobación. A Dios y a la naturaleza les habían complacido las curvas inmortales y correctas, los caballos, la indecisión en la expresión, la singular habilidad de la ciudad para comprender el lugar que le correspondía en el mundo, y esta había sido recompensada con límpidos vientos del norte y una bóveda de cielo azul intenso. La ciudad que Harry Penn había conocido y amado había sido joven y nueva.

En un momento de tranquilidad, Praeger se volvió hacia Harry Penn y vio que el rostro del anciano, iluminado tenuemente por la cruda luz del fuego, estaba lleno de pesar.

—¿Qué pasa? —preguntó.

—Digamos que una criatura encantadora que conocí hace mucho tiempo se ha vuelto mayor y dura, y ahora sufre una muerte desagradable.

—No es cierto —dijo Praeger—. No se está muriendo. Esto va a despejar el camino.

—Supongo que soy demasiado viejo y estoy demasiado apegado a una época para perder la fe en ella.

—Mire. Ahí fuera, en la negrura, ya veo surgir una ciudad nueva.

Harry Penn miró y solo vio el pasado con el que tan a menudo soñaba.

—Hubiera dicho que precisamente usted vería esto tal como es —añadió Praeger—. Pensé que lo comprendería. El Sun va a salir, ¿verdad?

—No hemos fallado un solo día.

—En estos momentos el Sun es el único edificio iluminado de la ciudad…, como un faro.

—Te equivocas —replicó Harry Penn—. El Sun está a oscuras. Las máquinas se han detenido y los mecánicos dicen que tardarán seis meses en arreglarlas. Cuando salí hace un par de horas todos trabajaban a la luz de velas. Vamos a publicar la edición conjunta manualmente, con la prensa de pedal.

—Venga conmigo.

Praeger rodeó los hombros de Harry Penn con un brazo y lo condujo hacia la galería este. Sentía un profundo afecto por el anciano.

Al principio no vieron nada, solo una nube gris que pasaba veloz, tiznada de ceniza y carbonilla. Pero luego, como si la elevaran con una manivela, ascendió lenta y torpemente y una luz atravesó la última de sus sucias faldas.

Solitario en la oscuridad de Printing House Square, el Sun brillaba como una gema con facetas. Sus ventanas irradiaban haces de luz asombrosamente angulares y alineados con suma precisión. En el suelo de la plaza se reflejaba un resplandor difuso, del que rayos semejantes a espadas se proyectaban como las ramas de un cardo o las representaciones metálicas de la luz en la cruz de san Esteban.

—Ahí está —dijo Praeger—. Una de las recompensas de la virtud.

Pero Harry Penn sabía más que él.

—Ni mil años de virtud bastan para dar forma a la luz. Es algo más grande que la virtud…, y debe de estar muy cerca.

Harry Penn regresó al Sun y Praeger asumió de nuevo el mando en la ardua batalla que se libraba en silencio a sus pies, para la cual probablemente había nacido.

Mientras cruzaba Printing House Square, Harry Penn estaba tan embelesado viendo que la luz del Sun cortaba el viento cargado de cenizas como el bisturí de un cirujano, que no se fijó en los tres hombres que lo seguían. Medio ocultos por el miasma que entraba y salía como una marea de agua contaminada, dirigían sus pasos de modo que se cruzaran en el camino de Harry Penn a doscientos pies de las puertas del Sun. Sabían por sus andares que se trataba de un hombre rico y muy anciano. El aire majestuoso, entrañable y sorprendente con que caminaba no solo expresaba el optimismo de otra época, sino que asimismo transmitía con bastante claridad que llevaba encima una suma importante de dinero, un reloj de oro y, a buen seguro, gemelos o un alfiler de corbata también de oro. Además, los vejetes erguidos como Harry Penn estaban bastante sordos, tenían pocos reflejos y se venían abajo con un solo golpe. Así pues, los tres hombres que lo seguían por la plaza no tomaron muchas precauciones. De haber sido Faldones Cortos (no lo eran), habrían sido muy cautos. En los tiempos de los Faldones Cortos, los hombres centenarios, aunque corrían grandes peligros debido a su edad, habían combatido en la frontera, en la guerra civil y en otras acciones mucho más violentas que cuanto los Faldones Cortos hubieran conocido.

Los tres hombres estaban convencidos de que sería pan comido. Y casi lo fue, porque poco antes de llegar al Sun Harry Penn se detuvo a respirar. Pero en ese momento uno de los enormes elevadores de Jackson Mead pasó volando demasiado bajo, con gran peligro, entre las altas torres. Harry Penn se volvió al oírlo rugir y, cuando el humo empezó a desvanecerse, los vio. Ellos siguieron acercándose. Al principio no estuvo seguro del riesgo que corría. Luego vio los cuchillos y las cachiporras. Su indignada expresión de sorpresa los divirtió y enfureció al mismo tiempo.

Habiendo vivido cien años, Harry Penn no tenía miedo a nada. No tembló, no se le cortó el aliento ni parpadeó. Se consideraba un representante de la era de Theodore Roosevelt, el almirante Dewey, los magníficos soldados de la Unión, los que habían luchado contra los indios y (como diría Craig Binky) el Salvaje Buffalo Bill.

Como en efecto era lento de reflejos, miró a sus tres asaltantes durante demasiado rato mientras se aproximaban a él. Sin embargo, fue capaz de evocar el pasado, y el pasado acudió para protegerle. Le centellearon los ojos. Sonrió. (Y se llevó una mano al bolsillo para sacar una pistola antigua de cuatro cañones).

Esa pequeña arma parecía ridícula y poco efectiva. Tenía el mismo aspecto inofensivo que un trabuco. Los hombres estaban a punto de decírselo cuando disparó con el primer cañón y derribó al que tenía más cerca, con una bala en el plexo solar. Sobresaltados, los otros dos se detuvieron durante un momento fatal, en el que les disparó a ellos también.

Se quedó parado un instante, mirando los tres cuerpos sobre los que la niebla y el humo creaban un arco. No había matado a nadie en toda su vida, ni siquiera en las guerras. Temblaba un poco, pero luego pensó que era demasiado viejo para preocuparse. Ya conocía las terribles lecciones que un hombre más joven podría aprender de semejante acto, de modo que dio media vuelta, se guardó la anticuada pistola en el bolsillo y siguió andando hacia la oficina.

El Sun se había convertido en un ejemplo de luz y actividad. Aislado por el cortafuegos natural de Printing House Square, con guardias armados detrás de sacos de arena en las entradas y en el tejado (esos hombres habían oído los tres disparos de Harry Penn, pero no habían visto nada debido al humo), con su propio suministro de electricidad y con las familias de los empleados refugiadas en el patio y por todo el vasto interior del edificio, los trabajadores se afanaban como nunca lo habían hecho.

Mientras Harry Penn subía los varios tramos de escaleras, lo detuvieron unas cien veces jóvenes excitados que querían demostrarle que cumplían con su deber y que estaban llenos de esperanzas. Le hicieron preguntas innecesarias y él les contestó con calma a fin de alentarlos. Sabía que para conciliar el aire festivo del Sun con lo que ocurría fuera solo debía pensar en la juventud de sus periodistas.

En lo alto de las escaleras se topó con Bedford.

—¿Cómo habéis conseguido encender las luces? —preguntó.

Bedford se encogió de hombros.

—Se han encendido sin más. Supongo que los mecánicos lograron reparar las máquinas.

Bedford bajó para interrogar a los mecánicos.

Cuando más tarde acudió al despacho de Harry Penn, lo encontró sentado en un sofá, fumando un puro y mirando fijamente los cuadros de Peter Lake y Beverly.

—Los mecánicos dicen que las máquinas estaban totalmente paradas y atascadas —explicó a Harry Penn, que había apartado la vista de los retratos—. Tenían la mitad desmontadas en el suelo y calculaban que les esperaban seis meses de trabajo cuando el mecánico jefe volvió y las arregló en…, bueno, dicen que en un minuto.

—¡Cómo! ¿Trumbull? No creo que Trumbull pueda arreglar nada en un minuto. Tarda un año en afilar mi navaja suiza. Algo no cuadra.

—Es con Trumbull con quien he hablado.

—Miente.

—Señor Penn, Trumbull ya no es el mecánico jefe.

—¿Ah, no? ¿Desde cuándo? ¿Dónde estaba yo?

—Hace bastante tiempo que los mecánicos tienen un nuevo jefe, al que ellos mismos ascendieron al cargo.

—Maldita sea, Bedford —dijo Harry Penn furioso—. Nadie asciende a nadie aquí excepto yo. Nadie reparte acciones excepto yo.

Bedford sacudió la cabeza.

—Recibe las acciones de un aprendiz. Lo eligieron como jefe porque, según dicen, es tan bueno que no podían esperar.

—¿Quién es?, ¿uno de esos jóvenes informáticos? Tráeme a ese canalla. Quiero hablar con él.

—No puedo.

—Maldita sea —dijo Harry Penn alzando la vista al techo, exasperado—. ¿Quién dirige este periódico?

Bedford trató de responder, pero no le salieron las palabras. Harry Penn montó primero en cólera y luego se quedó pasmado.

—¿Cómo se llama?

—Lo llaman señor Portador.

—Señor Portador.

—Eso es.

Harry Penn no sabía si cargar su arma o tener un ataque de histeria.

—¿Por qué no puedes traerlo aquí? —preguntó.

—Está echando una cabezada.

—¿Está echando una cabezada?

—Sí, señor. No quieren que nadie lo moleste. Le tienen un temor reverencial. Al parecer creen que es el rey de los mecánicos.

—Como si es el rey de los gitanos —exclamó Harry Penn con una mirada feroz, y se levantó del sofá—. Voy a despertar al tal señor Portador y lo voy a despedir con una patada en el trasero. Después lo contrataré de nuevo como mecánico jefe y me arrodillaré ante él porque estoy muy agradecido de que ese canalla haya conseguido mantener encendidas las luces.

Mientras bajaba por las escaleras, rítmicamente, de escalón en escalón, tuvo un escalofrío, luego se le erizó el vello y por último dejó de sentir los peldaños bajo sus pies y de oír sus pisadas y el sonido de las máquinas. No era posible, se dijo justo antes de hablar con los mecánicos. Pero… el mejor mecánico del mundo, que arreglaba todas las máquinas con un solo movimiento, al que habían ascendido los otros mecánicos y que sin embargo recibía las acciones de un aprendiz, no podía ser nadie más.

Petrificado de miedo y expectación, Harry Penn interrogó a los mecánicos.

—¿Dónde está el señor Portador? ¿Está aquí?

—Sí, está aquí —respondió uno.

—Llevadme hasta él.

—No se le debe molestar —declaró Trumbull—. Está durmiendo.

—Oh, vaya —dijo Harry Penn, adoptando el tono reverencial de Trumbull—. Solo quiero verlo.

—Está allí —le indicó Trumbull—. Avance dos hileras y tuerza al llegar al compresor. Verá un pequeño callejón de generadores…

Harry Penn ya había echado a andar. Dejó atrás las dos hileras, torció al llegar al compresor y recorrió el pequeño callejón de generadores hasta que se encontró con un hombre que dormía apoyado contra una máquina en perfecto funcionamiento.

Al principio Harry Penn no pudo verle la cara. Se arrodilló temblando y con la mano se protegió los ojos de la luz brillante de la bombilla con pantalla cónica de latón. Entonces lo vio. Vio lo que ningún hombre tiene derecho a esperar ver ni en cien años de vida. Vio surgir el pasado. Vio el pasado victorioso. Vio el tiempo y la muerte derrotados. Vio a Peter Lake.

Ver a Peter Lake exactamente igual después de ochenta y cinco años no solo significaba que el tiempo podía ser derrotado, sino también que aquellos a quienes se ha amado no se limitan a desaparecer para siempre. Harry Penn podría haber muerto feliz en el acto mientras Peter Lake dormía ante él. Pero los privilegios no llegan solos y ese no era el último hecho extraordinario que vería Harry Penn, quien no escogió ese momento para expirar.

Asió la muñeca de Peter Lake y tiró de ella para despertarlo. Todavía dormido, este apartó el brazo.

—Eso no es lo que he pedido —dijo.

—¡Despierta! ¡Despierta! —exclamó Harry Penn entusiasmado.

Pero, por más que lo zarandeó, Peter Lake siguió durmiendo. Así pues, Harry Penn recurrió al efectivo y viejo toque de diana que había utilizado en las guerras. Inclinándose hasta quedar a unas pulgadas de la oreja derecha de Peter Lake, gritó con todas sus fuerzas:

—¡Granada de mano!

El cuerpo de Peter Lake se fundió en un relámpago que se elevó en el aire, donde de alguna manera logró permanecer hasta que hubo escrutado cada palmo del suelo. Cuando descendió, vio a un hombre muy viejo con una sonrisa de oreja a oreja.

—¿Por qué ha hecho eso? —preguntó.

—No había forma de despertarte. Es un placer… ¿Qué digo? No es un placer, es algo magnífico, la mayor alegría de mi vida, volver a verte.

Peter Lake lo miró con cierto temor.

—¿Nos conocemos?

Harry Penn echó la cabeza hacia atrás y rió con delirante satisfacción.

—¡Soy Harry Penn!

—Usted es el director del Sun. Mi jefe. Pero nunca nos han presentado.

—Ya lo creo que sí —afirmó Harry Penn, que daba botes de alegría—. ¡Hace más de ochenta y cinco años! Yo no había cumplido aún los quince. Por supuesto, no me reconoces, pero yo sí te conozco a ti. No has envejecido ni un día. ¡Caray!

Peter Lake miró al anciano detenidamente, esperando que le contara algo más. Trató de imaginar cómo había sido de adolescente, pero le resultó demasiado difícil.

Harry Penn, todavía extasiado (y así seguiría hasta el día de su muerte), se dio una palmada en el muslo y ordenó sus pensamientos.

—Verás —dijo con tono alegre—, esto me recuerda cuando era niño y estábamos en las montañas, camino de los Coheeries. Yo tenía unos cuatro años, creo.

»Era una hermosa mañana de junio y en la posada donde nos quedamos a pasar la noche mi padre tenía que enviar un telegrama o esperaba recibir uno…, no lo sé. Yo estaba impaciente por llegar a los Coheeries, pero me dijeron que no podríamos marcharnos hasta la tarde. Subí a un lugar elevado desde el que me pareció que se veía el mundo entero y que recibía la mitad de la luz del sol, y allí encontré un campo de arándanos. Pronto me ensimismé, y me habría quedado allí comiendo hasta que mi padre me hubiera llamado de no ser porque vi un tren que se acercaba serpenteando por la ladera de la montaña. Las vías estaban muy cerca de donde me encontraba y supe que iba a pasar por mi lado.

»Mientras observaba cómo se aproximaba, me agité mucho. Quería detenerlo, porque era consciente de que, si venía hacia mí, también se iría dejándome allí. Y porque lloraba por adelantado su partida. Decidí detenerlo, aunque eso significara tener que destruirlo. ¿Sabes cómo se me ocurrió hacerlo?

Peter Lake negó con la cabeza para indicar que lo ignoraba.

—Arrojándole un arándano —dijo Harry Penn en un susurro ronco—. Cogí el más grande que encontré y fui a esperarlo junto a las vías, lleno de sentimiento de culpa por lo que iba a hacer para acabar con un bonito tren, solo por el amor que sentía hacia él. Recuerdo que al verlo acercarse temblaba de remordimientos. En el preciso instante en que la locomotora de setenta toneladas se puso a mi altura, renuncié al mundo y le lancé el arándano.

»Cuando quise darme cuenta, el último vagón se alejaba hacia los prados a los que me había dado miedo ir porque había demasiadas abejas en las flores silvestres. El tren siguió avanzando hasta desaparecer en las brillantes cumbres nevadas de la cordillera.

»En mi vida he sentido mayor alivio. Después de quitarme ese terrible peso de encima, bajé brincando al hotel y decidí que nunca más tiraría arándanos a las locomotoras.

»Pensé que cuando me vieras te quedarías tan asombrado como yo al verte a ti. Pero no tienes la más remota idea de quién soy, ¿verdad?

—No, señor, la verdad es que no.

—He pecado de vanidoso al pensar que me reconocerías, como cuando creí que podía detener una locomotora de setenta toneladas con un pequeño fruto. A mí apenas me conocías entonces, pero ¿no te acuerdas de mi hermana?

—No puedo decir que me acuerde de ella. Verá, está en lo cierto cuando habla de cien años atrás. Me vienen retazos de recuerdos. Pero nunca veo nada claro.

—Entonces no sabes quién eres.

—No.

—Yo sí.

—Sería un gran alivio que me lo dijera. Lo he tenido en la punta de la lengua desde que me sacaron del puerto.

—¿Ni siquiera sabes cómo te llamas?

—No, señor, ni siquiera eso.

—Entonces acompáñame —dijo Harry Penn—. Sube conmigo y te enseñaré quién eres, no con palabras, sino con imágenes hermosas que nunca podrán ser falsificadas ni amañadas. Y, sabiendo qué amas, sabrás exactamente quién eres, para siempre.

Peter Lake se apretaba el costado mientras subía detrás de Harry Penn por la escalera del Sun. Cada paso le producía un dolor mayor, porque la herida no había cicatrizado. Aun así, subió los peldaños casi flotando, y cuando llegaron al último piso siguió elevándose por encima del rellano y tuvo que obligarse a bajar para no golpearse con el techo. Un chico de los recados se quedó boquiabierto al verlo y dejó caer el gran fajo de papeles que tenía en los brazos, y la brisa se los llevó por el pasillo con la misma ingravidez y gracilidad que había caracterizado el ascenso de Peter Lake por las escaleras.

Solo mediante una disciplina y concentración férreas logró Peter Lake avanzar paso a paso por los largos pasillos. Sabía que si se abstraía siquiera un instante atravesaría cada vez más deprisa las paredes hacia el aire libre, precipitándose hacia algo que tiraba de él a una velocidad creciente e ilimitada. Se preguntó qué le infundía el poder de flotar, correr y elevarse.

Todo lo que había estado bramando en su interior se calmó con el aura dorada y azul de los cuadros colocados sobre una larga mesa del despacho de Harry Penn, ligeramente inclinados, de modo que parecía que Peter Lake y Beverly miraran a lo lejos.

Una corona de color surgía de los retratos de tamaño natural, con rosas, amarillos y azules que bullían en el aire, desplegándose eternamente, como la espuma iluminada por el sol de una ola suspendida en la luz. A Peter Lake y a Harry Penn les pareció que las dos figuras estaban vivas. El fondo oscuro, con un ligero resplandor (como si un intenso haz lo atravesara invisible, exceptuando unos pocos destellos reveladores del polvo), no era de ningún modo plano y, aunque solo eran unos pocos milímetros de pintura, conducía el ojo a un punto lejano y profundo. Beverly parecía estar eternamente al borde de una sonrisa. No solo tenía la expresión de gracia y perdón comunes a quienes miran desde el pasado, sino que daba la impresión de que rebosaba del conocimiento de algo sublime y bueno. En su retrato, Peter Lake parecía inseguro, incómodo y no tan iniciado en el radiante misterio que rodeaba a Beverly con tanta fuerza y confianza, a pesar de la vacilación con que ella se llevaba la mano izquierda a los pliegues de seda sujetos sobre el hombro con un broche de plata. Pero era evidente que él no iba a tardar en aprender. En la mano derecha Beverly tenía un abanico cerrado, apoyado sobre el vestido gris perla. Aunque no se advertía en los retratos, los dos estaban casi juntos cuando el artista los había pintado, y en realidad Beverly tendía la mano izquierda hacia la de Peter Lake. No llegaban a tocarse, pero quien conociera las circunstancias en que habían posado vería que estaban a punto de hacerlo.

Estaban vivos. Esto no se dice en sentido figurado, a manera de recurso estilístico o metáfora. Estaban vivos y, aún más, ella lo había visto todo.

—Te llamas Peter Lake. Y esta es mi hermana…, Beverly —explicó Harry Penn.

Peter Lake alzó una mano, como diciendo: «¡Chist! Lo sé. Por supuesto que lo sé». Además, sabía exactamente qué tenía que hacer, aunque no cómo iba a hacerlo.

Tras lanzar una última mirada a los ojos de Beverly en busca de coraje, dio la espalda al retrato y salió del despacho, con Harry Penn pisándole los talones.

El anciano seguía a duras penas su paso, y Peter Lake habló sin volverse hacia él.

—Posamos para ese retrato un día muy bonito. Yo quería salir, pero ella me obligó a estar a su lado desde la mañana hasta la noche. A veces, cuando me cansaba de estar de pie, me arrodillaba sobre un pequeño taburete detrás de ella. No vi el sol ni una sola vez ese día, solo un cielo azul perfecto a través de la parte superior de una ventana orientada al norte.

»Por la noche me sorprendió advertir que tenía unas agradables agujetas y la cara y los brazos bronceados.

»Ella dijo que era mi premio y que eso solo era parte de lo que estaba por venir. Entonces no supe a qué se refería, pero ahora lo sé.

Harry Penn se detuvo y observó cómo Peter Lake desaparecía escaleras abajo. El anciano había cumplido con su cometido y regresó a su despacho para dirigir el Sun.

El gordo y afable Cecil Mature de ojos achinados estaba hecho una furia. «¡Haz esto! ¡Haz lo otro! ¡Haz lo de más allá!», gritó rabioso a un escritorio cubierto de montones de solicitudes, pedidos de materiales, papeles sueltos, peticiones, reclamaciones y varias docenas de notas rojas y azules de Jackson Mead que habían llegado al mismo tiempo con la indicación: «Muy urgente, un mil por ciento de prioridad absoluta, si fuera un rey de la Antigüedad, le cortaría la cabeza si no se ocupara de ello inmediatamente».

Cecil Mature apretó el puño hasta que pareció un pequeño montón de bollos y lo descargó sobre el enorme escritorio con tal fuerza que media docena de pantallas de rayos catódicos parpadearon a modo de afeminada protesta. Rezumando una rabia que amenazaba con menoscabar su dulce carácter, trató de perder los estribos como hacían los demás y volverse malvado. Llevando al extremo, por así decir, una naturaleza que no conocía extremos, se encontró inmerso en una lucha entre una voz externa y una inaudible pero omnipotente dulzura interior.

«Él se queda allí sentado y ni siquiera se mueve —añadió intentando acalorarse—. Solo da órdenes, órdenes y más órdenes. Apenas abre los labios cuando habla, todo para conservar la energía. “Señor Wooley, envíe veinte mil vehículos de carga a los yacimientos de hierro de Minnesota. Señor Wooley, convierta en transportadores de hidrógeno líquido los supertanques que estamos construyendo en Sasebo. Señor Wooley, dibuje los planos de un horno de fundición de titanio que pondremos en Botsuana. Señor Wooley, haga esto. Señor Wooley, haga lo otro”. ¡No puedo!».

Mootfowl apareció como salido de la nada.

—Quiere que averigües cómo avanza el incendio. Se aproxima desde el norte a toda velocidad y dice que debes acercarte a él, rodearlo y tratar de obtener información sobre los Faldones Cortos.

—¿Y qué hago con todo esto? —preguntó Cecil, refiriéndose al montón de notas «urgentes»—. ¿Qué hay de las fluctuaciones de carga de Black Tom, la inversión de la polaridad en Diamond Shoals y los conmutadores que es preciso cambiar en South Bay? ¿Cómo va a hacerse todo eso?

—Dice que no te preocupes.

—¿Que no me preocupe? ¿Después de todos estos años? ¿Es que él no está preocupado?

—No, no lo está.

Cecil estaba atónito.

—¿Y tú? ¿No estás un poco tenso? Por Dios, yo lo estoy. La ciudad está ardiendo; nos presionan por todas partes; la situación en el puerto es tan turbulenta que no veo cómo diablos van a permanecer estables las lentes, y tienen que estar totalmente inmóviles para que los haces se concentren como es debido, ya que las lentes de hielo han desaparecido y…

—Yo no dejaría que eso me quitara el sueño, Cecil —lo interrumpió Mootfowl—. No pienso hacerlo.

Cecil no daba crédito a sus oídos.

—¿Cómo es posible? ¿Tú? ¿Tú, el más nervioso, inquieto, rígido y tenso teólogo que ha existido jamás? ¡Estamos tan cerca!

—Cecil, ¿comprendes lo que pasará si tendemos ese puente y resiste?

—La salvación eterna, el cielo en la tierra, la visión del rostro de Dios, la edad de oro…, todo el mundo delgado y en forma —respondió Cecil con una especie de temor reverberante.

—Exacto —confirmó Mootfowl—. ¿Y qué sería de nosotros?

—¿Qué? —repitió Cecil, a punto casi de volcar su silla.

—Nos quedaríamos sin trabajo. Si todo fuera felicidad, ya no nos necesitarían, ¿no?

—¿No quieres que sea así?

—Con franqueza, no. He cambiado de opinión. Y él también se lo está pensando mejor. Nos gusta cómo son las cosas. Disfrutamos de equilibrios oscilantes, la guerra continua entre el bien y el mal, los maravillosos pequeños triunfos del alma. Tal vez sea demasiado pronto para acabar con todo eso. Tal vez necesitemos más tiempo para meditar.

—¿Otros cien años?

—Hemos reflexionado sobre los excelentes tiempos que hemos vivido, y hemos decidido que tal vez otros mil… o dos mil.

—¿Qué hay de Peter Lake?

—¿Ha de ser absoluto su triunfo? Ninguno de los otros lo ha tenido, ni Beverly Penn ni quienes la precedieron, aunque cuando le llegue el momento de actuar puede que eclipse a los demás y nos arrebate el control.

—Ellos no hacen eso.

—No lo han hecho hasta ahora. ¿Cómo sabemos que él no lo hará? Por cierto, todo le está saliendo muy bien, por lo que hemos visto.

—¡Lo has encontrado!

—A las dos de esta madrugada —respondió Mootfowl—, dormido contra una hilera de máquinas. Lo entrené para eso.

—Y un cuerno —replicó Cecil—. ¿No te acuerdas de dónde lo sacaste?

—Bueno, sí. Pero yo desarrollé su percepción de la naturaleza de las máquinas. Recordarás que él creía que eran animales.

—¿Dónde está?

—Siempre has sido leal a él, mucho más que a cualquiera de los otros.

—Lo ha pasado mal.

—Igual que los demás —dijo Mootfowl—. Lo último que sé de él es que estaba en el Sun. No te entretengas. Tenderemos el puente dentro de unas horas y si aguanta, si aguanta… Supongo que querrás estar cerca.

Printing House Square estaba abarrotada de supervivientes aturdidos que buscaban a sus seres queridos. Por miedo a desentonar demasiado entre los que estaban perdidos y solos, las familias cuyos miembros se encontraban contenían la alegría, lo que solo conseguía aumentarla. Los Marratta se reunieron con Asbury, Christiana y Jessica Penn en la entrada del Sun. Se sentaron junto a una hilera de palmeras iluminadas por varios focos cenitales. Las máquinas de vapor del Sun traqueteaban y siseaban a un ritmo vigoroso para suministrar electricidad a las prensas y las lámparas. En cambio, al otro lado de Printing House Square, el Ghost estaba negro como un pozo. Los empleados miraban al victorioso rival e, iluminadas tan pronto por el resplandor del fuego como por la luz del mismo Sun, sus caras, tristes y cetrinas, se apoyaban en manos que no tenían nada que hacer.

Cuando Peter Lake llegó al pie de las escaleras, vio a los Marratta en el otro extremo del vestíbulo y se dirigió hacia ellos. Al llegar a la hilera de palmeras se apretó el costado en respuesta a una punzada de dolor que casi lo tumbó, y se quedó inmóvil, esperando a que pasara. Estaban charlando. Asbury y Hardesty hablaban de la cámara acorazada en la que este había guardado la bandeja. Con las libras de oro de la bandeja, el enorme y poderoso caballo, la lancha y las numerosas destrezas y virtudes que tenían los Gunwillow, los Marratta y la señora Gamely, podrían empezar de nuevo en la ciudad, quedara como quedase, una vez que los fuegos se extinguieran y llegara la mañana.

Peter Lake salió de entre las palmeras. En ese momento Cecil Mature entró corriendo en el vestíbulo del Sun, sin aliento después de haberse abierto paso a través de las multitudes. Cuando vio a Peter Lake, sus ojos apenas visibles se llenaron de lágrimas. Peter Lake también sintió una oleada de afecto fraternal hacia él, y cuando habló se le quebró la voz de la emoción.

—¿Tienes herramientas para volar una cámara acorazada? —le preguntó.

Cecil casi se desmayó de felicidad viendo cómo los viejos tiempos se reanudaban de forma tan repentina y perfecta.

—Puedo conseguirlas —respondió eufórico.

—En el Sun tenemos abrazaderas y martillos, pero el metal es blando. Necesitaré brocas de diamante de todos los tamaños, nitrógeno, mandriles regulables y sondas. Yo llevaré lo demás.

—¡Lo conseguiré todo sin problemas! —exclamó Cecil antes de alejarse—. Espera aquí.

Peter Lake se volvió hacia Asbury.

—Háblame del caballo que has mencionado. ¿Es muy grande, tanto que casi hace falta una escalera de mano para subir a él? ¿Y es blanco como la nieve y más bonito que una estatua ecuestre? ¿Combate como nunca imaginarías que pueda combatir un caballo, agitando las patas delanteras y sacudiendo la cabeza de un lado a otro como un mazo? ¿Y da zancadas extraordinariamente largas que, si quiere, pueden transformarse en vuelo? Me refiero a volar.

—Sí, así es —respondió Christiana.

—El caballo que tenéis es mío —declaró Peter Lake, y Christiana bajó los ojos por tener que perder al animal otra vez.

Pero Peter Lake se volvió hacia Virginia.

—¿Dónde está tu hija?

—Está muerta. Tú mismo la viste.

—Pero ¿dónde está ahora?

—La enterramos en la isla de los Muertos —respondió Hardesty.

Peter Lake cerró los ojos y reflexionó. Luego, asintiendo con la cabeza, como para convencerse a sí mismo de algo, los abrió y dijo:

—Desenterradla.

—¿Qué estás diciendo? —replicó Hardesty, de pronto enfadado.

—Digo que debéis ir a la isla de los Muertos y desenterrarla. O exhumarla, si lo preferís. Sacarla de la tumba.

—¿Por qué? —preguntó Hardesty, sin saber qué pensar.

—Porque va a vivir —afirmó Peter Lake en voz baja—. Lo sé por Beverly. —Alzó una mano—. Haced lo que os digo. Me llevaré el caballo, porque es mío, pero a cambio abriré la cámara acorazada y sacaré la bandeja.

—Has nombrado a Beverly —dijo Hardesty—. ¿Te refieres a Beverly Penn?

—Sí, Beverly Penn.

—Entonces sé quién eres, por las fotos de los archivos. Eres el hombre que estaba a su lado en todas las fotografías y a quien nunca se identificaba. ¿Cómo es que no has envejecido durante todos estos años?

—Eso mismo me pregunto yo —dijo Peter Lake—. Me ha tenido perplejo durante bastante tiempo. En cualquier caso, Cecil Mature ha vuelto. Si me decís dónde está la cámara acorazada y el número de la caja, entre los dos recuperaremos la bandeja y os la daremos a cambio del caballo. ¿Dónde está el caballo?

—El señor Cecil Wooley —lo corrigió Cecil entre jadeos, pues arrastraba un pesado saco de cuero lleno de brocas de diamante y sondas de titanio—. ¿Te acuerdas?

—Me acuerdo —respondió Peter Lake—. Señor Wooley, ¿le gustaría abrir la última cámara acorazada?

Cecil sonrió feliz y balanceó tímidamente el pie derecho sin levantar la vista del suelo.

Hardesty le dijo a Peter Lake el número de la caja y dónde estaba la cámara acorazada.

—La conozco de antes, cuando era lo último en cámaras acorazadas. Con herramientas y técnicas modernas no debería ser difícil abrirla.

—¿Quieres la combinación de la caja y la llave del candado? —preguntó Hardesty sacando el llavero. Luego, al darse cuenta de que había ofendido a Peter Lake, volvió a guardárselo en el bolsillo.

Christiana explicó a Peter Lake dónde encontraría el caballo blanco: en un patio de Bank Street. Él advirtió que no quería separarse del animal.

—Yo tampoco voy a quedármelo —dijo—. Volverá a su hogar.

Durante esas conversaciones la señora Gamely había estado de morros en un banco, sin que nadie reparara en ella. Peter Lake se acercó.

—Sarah, siento haber sido tan grosero contigo hace un rato. No me acordaba, de verdad. ¿Me perdonas?

—Claro que sí. Eres Peter Lake, ¿verdad?

Él asintió.

El señor Cecil Wooley, como prefería que lo llamaran (pues creía que, a diferencia de las pesadas sílabas de «Mature», «Wooley», de wool, lana, sonaba más liviano), y Peter Lake se marcharon para abrir la cámara acorazada.

Después de pedir a los mecánicos que les pasaran por las ventanas el resto de las herramientas que iban a necesitar, salieron del Sun en dirección al banco que Hardesty había escogido años atrás por considerarlo noble, responsable y a prueba de robos.

Si mediante la voluntad, la imaginación y el deseo es posible pasar de una época a otra, Peter Lake y Cecil Mature lo consiguieron en una caminata de media milla. De todos modos, existían en el presente de mala gana y sospechaban que pronto se elevarían y saldrían volando de él. Colgados solo de un hilo en la época moderna, casi les parecía oír los coros de voces, los sonidos trémulos que estremecerían el suelo y los tonos que llegarían de más allá de los remolinos de humo. Percibían con gran intensidad la inminente unión de caos y orden que parecía dirigirse hacia la turbulenta ciudad rodeada de tranquilas bahías azules.

Vieron imágenes proyectadas desde lejos en las hinchadas nubes de humo, y Peter Lake enseguida dedujo que el recuento de todas las cosas, aunque se precipitaran hacia un infinito inexplorado, todavía podía devolver un reflejo fuerte e imborrable. Vieron cómo, desplegándose brevemente, florecía la ciudad que habían conocido: los caballos tirando de carros, los recogedores de nieve trabajando con ahínco, los bomberos con sus coches semejantes a urnas, el laberinto de cables de teléfono cubiertos de hielo, las antiguas sedas y agujas de diamantes, expresiones inocentes y fugaces nacidas para iluminar un rostro ignorante hasta el final de los tiempos. Oyeron los cascos de los caballos, las fúnebres sirenas de ferris cargados hasta los topes, el estruendo de los arneses, los gritos de los buhoneros y las ruedas de madera sobre los adoquines. Y Peter Lake supo que esas cosas no eran en sí mismas más que medios para evocar a los seres a los que había amado y recordarle que el poder del amor que había conocido se repetía millones y millones de veces, de un alma a otra: todo era valioso, todo era sagrado, nada se perdía. Se deslizó a través de los ensueños que destellaban valientes en el humo y lo conmovió profundamente la voluntad de las cosas de vivir en la luz.

El banco era un antiguo e imponente edificio de piedra. Todas las ventanas y puertas estaban cubiertas de rejas españolas que parecían delicadas como el encaje. Pero los barrotes, lejos de ser zarcillos de adorno, eran de acero templado tan grueso como la cabeza de Craig Binky.

—He aquí un banco digno de admiración —dijo Peter Lake señalando el lema grabado en letras de más de cuatro pies de ancho a lo largo del arquitrabe: «No seas ni prestamista ni prestatario».

—Nunca hemos hecho nada remotamente parecido a esto —dijo Cecil con cierto temor.

—Yo sí. Muy parecido. Algunas de las cámaras acorazadas privadas que abrí debían de ser casi tan grandes como la de ahí dentro. Solo se necesitan las herramientas adecuadas, paciencia y un poco de práctica. No es más que metal.

—¿Cómo vamos a entrar? ¿Por la puerta principal?

—Podríamos utilizarla, ya que no hay policías cerca y está oscuro. Pero los bancos siempre concentran sus fuerzas en los lugares que están a la vista del público. Ahorraremos quince minutos si nos metemos por una ventana trasera del segundo piso.

Rodearon el edificio y se encaramaron a un ancho saliente que formaba el alféizar de una ventana con gruesos barrotes de hierro.

—En los viejos tiempos hubiéramos tenido que serrar los barrotes, o utilizar un gato de rosca del tamaño de un poste de teléfono. Pero hoy día, gracias a diligentes metalúrgicos, contamos con estos pequeños artilugios.

Metió la mano en su bolsa y sacó dos gatos plateados, cada uno del tamaño de una barra de pan. Se componían de una caja de engranajes en el centro y de algo que parecía una combinación de un eje roscado y un poste de trinquete. Peter Lake los colocó entre los barrotes y a continuación fijó unas manivelas plegables que él y Cecil Mature empezaron a hacer girar. Al cabo de un minuto de vueltas y vueltas furiosas no se había producido ningún cambio perceptible.

Peter Lake explicó que los cientos de engranajes de aleación ligerísima estaban tan comprimidos que proporcionaban una ventaja mecánica de dos mil. Aunque habría que dar muchas vueltas, funcionaría, dijo, y señaló unas pequeñas grietas en la piedra donde se insertaban los barrotes. También había modelos accionados por baterías, informó a su colega, pero ¿para qué? ¿Qué ibas a hacer mientras el aparato trabajaba?, ¿sentarte en el saliente a comerte el almuerzo o a leer un número de Field and Stream? La idea era trabajar con la máquina.

Los barrotes no tardaron en cantar como ancianas irlandesas pastoreando ovejas en la niebla. Diez minutos más tarde se habían separado lo suficiente para que Peter Lake diera la vuelta a los gatos, los retirara y se deslizara por el hueco. En cambio Cecil quedó atascado y solo logró introducirse después de que Peter Lake lo embadurnara de grafito y tirara de él. Con el esfuerzo se abrió de nuevo la herida de Peter Lake, que se dobló de dolor.

«Estoy bien —dijo—. Sigamos».

Por fin se encontraban en terreno conocido, trabajando juntos con las viejas herramientas en una anticuada alarma de ventana de cinta de ruptura. Practicaron una docena de agujeritos en la cinta y los conectaron entre sí con sondas y cables de acero. Acto seguido, sabiendo que el suministro de corriente no se interrumpiría, cortaron con esmero un círculo en el cristal y lo sacaron con una ventosa doble que colocaron entre la ventana y los barrotes. Tuvieron cuidado con las alarmas, no porque temieran a la policía (que estaba desbordada de trabajo), sino por orgullo. Aseguraron un aparejo de poleas a los barrotes, se deslizaron con las herramientas por el orificio del cristal y, con los pies en los estribos del aparejo, se descolgaron poco a poco hacia el suelo, treinta pies más abajo.

Aterrizaron con suavidad y sin hacer ruido. Peter Lake escrutó la oscuridad turbulenta que se extendía en lo alto.

—¡Chist! —susurró a Cecil, quien creyó que la policía andaba cerca—. ¿Has oído eso?

—¿Qué? —susurró Cecil a su vez.

—La música.

—¿Qué música?

—Música de piano, muy tenue y hermosa. Escucha.

Cecil cerró los ojos, contuvo el aliento y se concentró, pero no oyó nada.

—¡Ah…, qué hermosa! Qué apacible.

Cecil tomó una bocanada de aire y lo intentó de nuevo.

—Me gusta la música —dijo al cabo de un minuto, después de exhalar—. Pero no oigo nada.

—Suena muy bajito. Se eleva en círculos por allí, cerca de lo alto de la cúpula, como una nubecilla.

Se deslizaron por una pequeña pradera de mármol encerado, el camino iluminado tenuemente por el resplandor rojo de los fuegos, y bajaron por unas escaleras anchas que conducían a la cripta donde habían instalado la cámara acorazada. Resultó fácil forzar una puerta ceremonial de acero color bronce: solo tuvieron que golpear la cerradura con una lezna y una almádena. Una vez traspasada, encendieron las linternas de cabeza y se acercaron a la cámara acorazada.

La puerta tenía diez pies de diámetro y bisagras con ejes que eran el doble de gruesos que una manguera de bomberos. Las ruedas y barras de acero inoxidable desperdigadas por la parte delantera recordaban el interior de un submarino. Pero eso no desanimó a Peter Lake, que de inmediato se sumió en un monólogo analítico tan seductor como los que Cecil había oído tantas veces a Mootfowl cuando este realizaba a tientas algún cometido difícil y desconocido.

—Estas ruedas de aquí —dijo tocando la mitad de los cabestrantes mientras hablaba— solo sirven para impresionar a los clientes que utilizan las cajas fuertes. Están pegadas para que parezca que es imposible mover la puerta. Giran, ¿lo ves? Pero no tienen nada que ver con el problema.

»Esas dos… —dio unas palmaditas a dos abrojos de acero con radios de una yarda de diámetro— enroscan los cuatro pernos. Eso es. Si pudiéramos hacerlas girar, los pernos saltarían de los remaches como marmotas saliendo de la madriguera. Cada perno tiene el grosor de un pequeño leño del diámetro de un plato, en sólido acero al vanadio.

»En los viejos tiempos podíamos manipular las cerraduras, incluso las dotadas de sistema de relojería. Había que taladrarlas para llegar al mecanismo, pero se podía hacer. Ahora los dispositivos han sido retroadaptados de tal modo que los controlan esas pequeñas piezas de silicona, esas pastas de té que son más inteligentes que nosotros. Si quieres superarlas en ingenio tienes que ser capaz de vértelas con los electrones por separado. Tal vez Mootfowl sepa hacerlo, pero no es mi estilo.

»De modo que hemos de saltarnos el control, llegar a los cuatro pernos y destruirlos. Eso implica taladrar tres agujeros por cada perno y hacer volar el perno dentro de la cámara, ya que por detrás la puerta está cubierta solo de una lámina de acero de un cuarto de pulgada que es fácil de doblar. Los agujeros han de hacerse en el lugar exacto.

Peter Lake sacó de la bolsa de cuero un montón de calibradores y reglas y empezó a grabar un diagrama euclidiano sobre la superficie de acero bruñido, que oportunamente era lisa. Cantaba mientras trabajaba, lo que alegró a Cecil (aunque no oyera el lejano piano que le acompañaba), porque el sonido era druídico, hipnótico y ligeramente oriental, y le recordaba los años en que hacía tatuajes. Al cabo de una hora todo estaba lleno de rombos grabados con precisión. Después de taladrar orificios de anclaje para los trípodes que sostendrían las barrenas en la inclinación adecuada, colocaron las barrenas y los berbiquíes y comenzaron a taladrar.

Utilizaron los taladros eléctricos refrigerados por agua de velocidad ultraalta que Peter Lake había tomado de la odontología y adaptado a sus necesidades en el Sun. Tras abrir en poquísimo tiempo los agujeros, vertieron en ellos la nitroglicerina de una docena de botellas de cristal y los sellaron con gutapercha, introdujeron largas sondas de encendido de cobre a través de la blanda sustancia de sellado, las conectaron a un distribuidor semejante a un pulpo, recogieron las herramientas y pasaron un cable fuera de la cámara y a través del suelo cavernoso del banco.

Mientras conectaba los cables a un detonador, Peter Lake dijo:

—No me gusta volar cámaras con nitrógeno, pero la rapidez es esencial en este caso y esas pastas de té lo están pidiendo a gritos. Los pernos saldrán disparados hacia el fondo de la cámara como proyectiles destinados a perforar armaduras. Espero que no alcancen la bandeja. —Se volvió hacia Cecil—. ¿Recuerdas la oración del nitrógeno de Mootfowl?

Cecil asintió.

—Pues dila mientras empujo el émbolo.

Cecil murmuró algo sobre una bola de fuego y Peter Lake puso una mano en el émbolo y, apretándose el costado con la otra, metió la vara en el pistón.

El banco se estremeció como si se hubiera producido un terremoto. En el techo se encendió una gran araña de luces, cuyas toneladas de cristales oscilaron en señal de sorpresa y protesta.

—Eso es. Hasta se han encendido las luces. Baterías, todos los bancos tienen circuitos de batería para las personas como nosotros. Vamos.

Bajaron corriendo a la cripta, que estaba ahora bien iluminada.

—Gira las ruedas —ordenó Peter Lake—. Yo no puedo. Me duele demasiado el costado.

Cecil hizo girar las ruedas para sacar lo que quedaba de los pernos. Luego tiraron de la enorme puerta, que colgaba en perfecto equilibrio de las bisagras con ejes gruesos como mangueras de bombero, y la cámara se abrió.

—¿Cuál es el número de la caja? —quiso saber Cecil.

—Mil cuatrocientos noventa y ocho —respondió Peter Lake. Sentía un fuerte dolor porque no había podido resistirse a ayudar a Cecil a abrir la puerta.

La caja se hallaba a la altura de la cintura, en el lado derecho de la cámara. Peter Lake se acercó a ella, se arrodilló y empezó a probar distintas combinaciones. Se vio a sí mismo en el espejo de una pared, se miró a los ojos y echó un vistazo a la forma rechoncha de Cecil, que se balanceaba a su lado expectante. Luego vio el charco de sangre que se formaba sobre las baldosas de mármol. A pesar del dolor, parecía que se sentía cada vez más despierto y más fuerte.

—Ya está —dijo tras mover la palanca del cerrojo.

La pequeña puerta se abrió y Cecil sacó la caja. Arrancaron el candado, levantaron la tapa y retiraron la tela en que estaba envuelta la bandeja.

Peter Lake la alzó.

No era un objeto inanimado. Se movía, como un buen cuadro. Y como la luz. En la interacción eternamente llena de vida de los metales puros e inmaculados con que había sido fabricada, brillaba con mil colores, lanzando destellos blancos, azules, plateados y dorados. Parecía arder e iluminaba sus caras.

—Está viva —dijo Peter Lake—. Nadie la fundirá nunca. No podrían.

Chelsea se había convertido en una isla oscura y silenciosa rodeada de filas de nerviosos milicianos armados con fusiles y bayonetas caladas. Como Cecil era bajo y rechoncho, guardaba cierto parecido con los Faldones Cortos, aunque sin la nariz chata y curva ni la barbilla en forma de raqueta. Los milicianos, en su mayoría granjeros del norte, no estaban muy seguros de qué aspecto tenían los Faldones Cortos de cerca, y tampoco se sentían atraídos por las bolsas de cuero con herramientas de ladrón. Pero, deslumbrados por la bandeja, dejaron pasar a Peter Lake y a Cecil.

Aunque los fuegos habían liberado enormes cantidades de energía y las inversiones térmicas habían mantenido el aire caliente cerca del suelo (llevando a algunas áreas el calor estival y a la mayor parte de la ciudad una agradable primavera), todavía era invierno y los vientos fríos, semejantes a corrientes gélidas en un río tibio, zigzagueaban a través de las suaves inversiones térmicas como serpientes de hielo: recongelaban charcos de agua derretida, volvían resbaladizas las aceras y contraían barrios enteros de aire en extrañas barreras flotantes. En Chelsea hacía calor. Los árboles ya tenían hojas. Los arbustos se habían vuelto más tupidos y se erguían en columnas firmes que presionaban las verjas de hierro o se congregaban en la plaza. Las flores reconquistaron los parterres, con tanta seguridad en sí mismas como los gatos que duermen al aire libre una noche de verano.

—Debe de haber venido un florista —comentó Cecil, y entreabrió la boca con la intención de inhalar más aire del habitual para oler las flores.

—Ya lo creo —respondió Lake—. Esos solo son algunos de los arbustos. Los hay de una milla de altura, y otros con apenas el tamaño de una hoja.

Se adentraron en un estrecho pasaje que conducía a un patio con jardín. Una verja de hierro cerrada con un candado de bicicleta les obstruía el paso. El maestro mecánico del Sun no lo habría abierto más deprisa de haber tenido la llave. Al final del pasaje había un jardín cercado que se extendía de este a oeste a lo largo de dos manzanas. Los ocupantes de los edificios que daban a él habían derribado las cercas que separaban sus parcelas para convertir el estrecho recinto en un parque privado.

Peter Lake comprendió que era mejor que fuera él solo a buscar a Athansor. Se detuvo y se volvió hacia su amigo, que fue consciente de que otra etapa se terminaba. Esta vez Cecil no iba a imponerle su presencia como había hecho a principios de siglo, rogándole que le dejara ser su cocinero de calabazas, prometiéndole ganar dinero con los tatuajes como actividad complementaria, siguiéndolo a todas partes aunque le resultara difícil no quedarse atrás.

Cuando alguien muere, los que le sobreviven a menudo piensan: «Ojalá tuviera un día más. Lo utilizaría muy bien. Una hora, tal vez incluso un minuto». A Cecil Mature se le había concedido un tiempo al lado de Peter Lake que ahora llegaba a su fin. Habrían caído lágrimas por sus mejillas si Jackson Mead y Mootfowl no le hubieran enseñado que no había que llorar. «No es bueno para el sistema digestivo», había afirmado Mootfowl, tan severo como el sepulturero de Connecticut que había sido.

—Todo ha cambiado —dijo Peter Lake—. Para nosotros ha llegado el fin. Pero ya verás que cuando duermas todo será tan vívido que no sabrás cuál es el sueño. Y cuando ya no quede nada de ti serás dominado por la fuerza de otra época, que, acuérdate de lo que te digo, te reclamará. Te agarrará y te sacará de debajo como una trucha atrapando un gusano, todo de repente, todo sorpresa, como algo plateado que se elevara de las profundidades. Y entonces puede que descubras que todo empieza de nuevo, porque nunca ha terminado.

—Lo entiendo. Pero no por eso resulta más fácil.

—Ahora debes darme la espalda e irte.

—No puedo.

—Sí puedes. Alguna vez tendrás que hacerlo, así que es mejor que lo hagas ahora.

Cecil pensó que sería imposible darle la espalda. Pero Peter Lake sonreía, y tal vez por la promesa que percibió en su sonrisa Cecil fue capaz de dar media vuelta e irse.

Peter Lake se quedó solo en el jardín. Caminó despacio entre los árboles hasta que, a mitad de camino, se encontró sobre un pequeño montículo desde el que podía ver el otro lado. Allí, mirándolo en absoluta calma, estaba su caballo blanco.

En cuanto Peter Lake lo vio, todos los poderes que lo habían llevado hasta allí lo abandonaron para siempre y se convirtió en un simple hombre con una herida en el costado. El caballo, por su parte, había dejado de parecer la imponente estatua de antaño. Se le veía más menudo, tal vez no tan buen guerrero, y tenía algo que recordaba… al caballo de un carro de la leche. Siguió a Peter Lake con la mirada y ladeó el cuello mientras este rodeaba unos arbustos. Cuando Peter Lake salió, Athansor tenía las orejas echadas hacia atrás, la cabeza inclinada hacia delante y las patas derechas apoyadas en el suelo de forma titubeante, que era como solía apoyarlas cuando tiraba del carro de la leche en verano y se detenía bajo una ducha para caballos junto a la acera de la Sociedad de Ayuda al Caballo.

Peter Lake miró a Athansor a los ojos. Aunque el caballo parecía más menudo y sus heridas y cicatrices eran todo menos agradables a la vista, y aunque no habría estado fuera de lugar enganchado a un carro, todavía tenía los ojos redondos y perfectos.

Tras apoyar la bandeja contra las ramas obstinadas que habían brotado de un tocón, Peter Lake subió rápidamente a lomos del caballo y se dirigieron hacia el túnel del otro extremo del cercado. Avanzaron veloces entre hojas verdes como si estuvieran en primavera o verano, y cuando Peter Lake miró al cielo supo que no faltaba mucho para el amanecer.

—Vamos —dijo, guiando al caballo blanco a través del oscuro follaje—. Date prisa. Vuelves a casa.

Los fuegos se habían extinguido tras quemarlo prácticamente todo, y las vigas de los edificios destripados brillaban por la acción del calor. Aparte de esas barras de color rojo oscuro que convertían la ciudad en un plano luminoso de lo que había sido, quedaba poco en pie. Las islas protegidas se alzaban entre campos de destrucción que una vez más mostraban los accidentes naturales del terreno, y Manhattan había recuperado los espacios abiertos después de cientos de años. De los ríos se elevaba humo y vapor en tonos blancos, grises y plateados. Las calles estaban desiertas. La ciudad había sido conquistada y destruida, y parecía mucho más pequeña.

Poco antes del amanecer, Peter Lake recorría a medio galope las largas avenidas a lomos de Athansor. Las zancadas del caballo, de una gracilidad sin igual, los llevaban de un extremo a otro de la isla como si utilizaran una correa para afilar navajas de afeitar o tejieran una sábana en un telar. Iban de aquí para allá con tal fluidez que parecía que se deslizaran sobre hielo, y a su paso el tiempo se comprimía en las ruinas, lo que les permitía ver la ciudad como era y como sería, toda a la vez. Nunca se había fabricado un tapiz más rico, porque aquí el tiempo en general estaba en tela de juicio. Eran capaces de verlo no porque tuvieran un don y fueran nobles, sino porque habían conocido la humildad y porque el mundo se había batido en retirada cuando se sublevaron imágenes inactivas que habían salido en desorden y victoriosas. Aunque la ciudad estaba en ruinas, nada en ella parecía muerto, y continuaba como si su espíritu nunca hubiera necesitado el marco material que ahora había desaparecido.

Vieron cómo una tormenta negra se desataba en un día de verano y desperdigaba a los chiquillos por el parque, el pelo ondeando al viento, los aros rodando sueltos, los lazos de los canotiers de las niñas agitándose tan violentamente como las alas de un pájaro atrapado en una casa. Vieron cómo un aeroplano se elevaba solitario en la noche y su poderosa luz blanca brillaba para ellos en el aire como si Dios hubiera mandado un ángel. Vieron buques y barcazas desplazarse veloces de norte a sur y de sur a norte, como si fueran a abastecer a enormes regimientos en peligro, cortando la franja azul del Hudson con ondas plateadas que destellaban cual espadas. Vieron luchadores peleando sobre una colchoneta, sus miembros trabados en formas simétricas sin que ellos lo supieran, parodias de puentes, vigas y formaciones rocosas. Vieron a una niña pobre besar a una muñeca. Vieron cómo, en el barrio de la moda, un martinete de seis pisos de altura hipnotizaba a una multitud a la hora de comer con los golpes sobrenaturales de metal contra metal y las demenciales exhalaciones del vapor que levantaba su enorme peso una y otra vez, tal como hacían los obreros textiles, que pasaban todas las horas y los días de su vida cosiendo. Vieron a una familia pasear junto a un estanque y supieron por las casas y las paredes de madera que los patos que vivían en él nunca habían oído otro idioma que el holandés. Vieron pequeños barcos valientes surcar raudos Hell Gate, bailando valses en una corriente blanca entre paredes rocosas. Vieron a una joven actriz que, bañada en una luz rosada, interpretaba su papel y dominaba el miedo. Vieron los puentes de color gris acero, a la luz del sol y bajo tormentas de nieve, alzarse por toda la ciudad como gigantescas cabeceras de cama.

Todas esas cosas se desplegaban ante ellos como banderas que se extienden con el viento y parecían ser una parte importante de la verdad, aunque solo fuera porque presentaban una y otra vez las mismas curvas, los mismos colores, las mismas simetrías fluidas, los mismos sentimientos, operaciones y actos que, a lo largo del tiempo, hablaban y cantaban en un idioma y una canción de una belleza fundamental.

Peter Lake pasó por delante de salones de baile y orquestas sinfónicas de diez en fondo contenidos en el mismo espacio y descubrió que sus sonidos se combinaban en un único tono perfecto. Una parte de las impecables imágenes superpuestas era al parecer que Athansor encabezaba un grupo de cincuenta caballos o más: yeguas y sementales, potros y potras, caballos grises, castaños y negros, ponis moteados, Shetlands rojos, percherones que lucían crines por encima de los cascos como bailarines africanos, caballos árabes, caballos de guerra, purasangres y caballos de tiro. Pero al mirar con más detenimiento Peter Lake vio que eran reales. Más que meras imágenes, eran caballos de carne y hueso, que se habían unido a Athansor mientras este corría por las calles. Habían salido de sus escondites en descampados llenos de escombros y avanzaban todos a medio galope, con el mismo paso ágil, detrás del caballo que antes tiraba de un carro de la leche.

Cuando hubo clareado lo suficiente para distinguir las formas a lo lejos, Peter Lake vio a los Faldones Cortos, estupefactos y boquiabiertos, al pasar por su lado ruidosamente al frente de la procesión. Eso convenía a sus propósitos. Pronto descubrirían el patrón de sus movimientos e irían a informar a Pearly, quien a buen seguro también se enteraría de que Athansor se había convertido en cincuenta caballos sincronizados.

En su último trayecto hacia el norte de la isla, mandaron a los cincuenta caballos al río y observaron cómo lo vadeaban hacia Kingsbridge y escapaban a lo largo de la orilla. Ahora solo quedaba un caballo en Manhattan. Viendo que el sol estaba a punto de salir, Peter Lake y Athansor se alejaron a galope tendido y se detuvieron en alguna parte del sur del parque. Apenas quedaban en pie construcciones que sirvieran de referencia y no sabían dónde estaban exactamente.

El jinete desmontó. Resulta imposible abrazar a un caballo como es debido, porque es demasiado grande. Peter Lake se contentó con mirar a Athansor a los ojos. «Supongo que sabes adónde vas». El caballo estornudó. «¿Crees que te aceptarán allá arriba estando resfriado? —preguntó Peter Lake—. Probablemente en esos pastos no les preocupen esas cosas. Pero, quién sabe, quizá te pongan en cuarentena. Tal vez sea eso lo que me impide entrar a mí. Ha llegado el momento de que hagas lo que pudiste hacer y no hiciste por mi culpa, durante sabe Dios cuánto tiempo. Adelante. No te acompañaré. Tienes que hacerlo tú solo».

Athansor no se movió hasta que Peter Lake chasqueó la lengua y agitó una mano. Entonces relinchó y echó a andar. El movimiento lo dominó y empezó a galopar, cada vez más deprisa, hasta que el suelo retumbó bajo sus cascos. Se alejó de Peter Lake, que se quedó muy triste. No volvería a ver al caballo blanco, pero estaba seguro de que este encontraría el lugar que le correspondía, del que había partido, su hogar.

Athansor dio un salto como para elevarse. Descendió después de deslizarse solo diez o quince pies en el aire, pero no se desanimó. Volvió a intentarlo, como un hombre que, tras despertar de un sueño en el que volaba, se duerme de nuevo convencido de que volverá a volar. Encontró una larga avenida sin escombros y empezó a correr. Al principio avanzó a medio galope, conteniéndose. Luego se lanzó a galope tendido. El aire silbaba en sus orejas echadas hacia atrás. Los cascos parecían tocar el suelo tan pocas veces y con tanta ligereza como las manos del alfarero el torno, que aparentemente mueve sin esfuerzo. Sin duda ahora, con la velocidad que había alcanzado, solo tendría que levantar las patas delanteras, tensar el cuello y alzar la cabeza hacia el cielo, como siempre había hecho, para surcar el aire en una curva ascendente. Se lanzó hacia delante y hacia arriba y se negó valientemente a esperar otra cosa que no fuera volar.

Sin embargo, pese a su valentía, descendió sobre el pavimento, perdió el equilibrio y dio varias volteretas incontrolables hasta estrellarse contra una hilera de cubos de la basura que formaban una barrera, a ambos lados de la cual no había absolutamente nada. El estrépito lo sorprendió, pero no tanto como su simple condición terrestre.

Tras el susto y la humillación de patinar por la calle y derribar los cubos de la basura, Athansor se retiró al parque. Solo en un campo vacío, bajó la cabeza y la metió entre las patas delanteras hasta que quedó ovillado en una masa compacta que recordaba una estatua ecuestre hecha por un cubista o, como habría dicho Craig Binky, por un cubano.

El objeto de esa postura era inspeccionarse. Desde distintos establos y en la calle había sido testigo muchas veces del proceso incontestable y sacro en el que un mecánico alzaba un coche en presencia del silencioso e intimidado dueño para examinar sus entrañas desde abajo. Eso mismo hizo consigo mismo. Pero él no era mecánico, veterinario, anatomista ni (más a propósito) ingeniero aeronáutico. Todo parecía estar en buen estado: los cascos brillaban, negros y duros; los músculos eran firmes; los tendones bajo el pelaje, fuertes como cables de acero, y la barriga, dura y aerodinámica.

Alentado porque al parecer todo estaba bien, decidió intentarlo una vez más. Ganaría velocidad en una carrera frenética cuesta arriba hasta el Belvedere, desde donde se lanzaría por encima del lago y la alta montaña de escombros de la Quinta Avenida para describir una asombrosa curva orbital hacia el sur.

Subir por los senderos resultó tan fácil como si fueran llanos. Ni siquiera los escalones y los recodos representaron un obstáculo. Al inclinarse hacia fuera en las curvas, comprobó su inercia rozando con los cuatro cascos la vegetación de la orilla del camino mientras se precipitaba hacia delante como si bajara por una montaña a toda velocidad. Una vez en lo alto, cruzó como una flecha una superficie de roca lisa y se lanzó al aire con la fuerza de sus cuartos traseros comprimidos. Se elevó, fascinado. Recordó lo que era volar y experimentó la hermosa ingravidez del ascenso que sienten los ángeles. Luego empezó a bajar.

No fue en absoluto el planeo controlado con que solía descender, una caída en la que cada momento de temor conllevaba una tregua con la gravedad, hasta que esta y él firmaban un tratado sobre el suelo. Nada de eso: fue una derrota aplastante, en la que se revolvió y agitó las patas. Giró en el aire, con los ollares dilatados, los ojos muy abiertos, y cayó en el lago cien pies más abajo del Belvedere, levantando columnas de espuma blanca que por un momento parecieron alas que le brotaran en los costados, aunque, afortunadamente, no fue consciente de la ironía.

Pese al modo en que había caído al agua, nadó a la perfección y subió a la orilla tan dignamente como jamás ha salido un caballo de un río o un lago. Tal vez porque estaba chorreando, pareció enloquecido o asustado. Pero nada iba a detenerlo, y se dirigió hacia una de las largas y rectas avenidas, donde esperaba galopar tantas millas como hiciera falta antes de alzar el vuelo.

La superficie del puerto era verde y lisa como una esmeralda, aunque al principio no pudieron ver su color a la extraña luz que medió entre la oscuridad y el amanecer, una vez que se hubieron extinguido los fuegos y la luna apareció entre las enormes nubes himalayas de vapor y ceniza. Asbury condujo la lancha por las arrepentidas aguas, entre carámbanos de hielo volcados que a la parpadeante luz de la luna no parecían tanto icebergs como los inofensivos osos polares de los cuadros, eternamente inmóviles y de solo cuatro pulgadas de altura.

En la isla de los Muertos, el sepulturero había desaparecido. Al oír la lancha había huido dejando el sombrero y las palas. Hardesty tiró el sombrero a un lado, cogió una pala y se puso a cavar. No quiso que Asbury lo ayudara, y deseó morir y despertar en otro mundo antes de que la pala tocara la madera. Sacó paladas de tierra blanda mientras los demás observaban.

Poco después el pequeño ataúd estaba fuera de la tumba.

—¿Y ahora qué? —preguntó, asustado y reacio a abrirlo.

—Sácala. No hace mucho que la enterramos y la tierra está fría —dijo Virginia.

Hardesty apretó los dientes e hizo palanca con la pala en la tapa del ataúd. La abrió, la levantó y la arrojó violentamente a un lado. Dentro estaba Abby, tal como la habían visto por última vez. De lejos habría parecido que estaba dormida.

Hardesty se inclinó para atraerla hacia sí y oír si respiraba. Pero la niña estaba inmóvil. La cogió en brazos, como había hecho tantas veces para llevarla a casa por la noche cuando se quedaba dormida.

Asbury mantuvo la lancha pegada al muelle mientras Hardesty subía, cogió a Abby y la tendió sobre la tapa de la escotilla. Entre Virginia y la señora Gamely auparon a Martin para que subiera a bordo y Christiana empujó la lancha y saltó ágilmente a la proa.

La vibración del viejo motor bajo la tapa de la escotilla apartó a Abby el pelo de la cara. Solo se dio cuenta Martin, que era el único que se atrevía a mirarla, ya que solamente él estaba convencido de que se despertaría. Se arrodilló a su lado y esperó a que abriera los ojos. La señora Gamely toqueteaba nerviosamente la cataplasma que llevaba en el bolso, pero sabía que servía para curar a los enfermos, no para devolver la vida a los muertos. Los demás miraban a cualquier parte menos a Abby, aunque Virginia tenía la mano derecha sobre su hombro. Atravesaron el puerto entre los bloques de hielo que se derretían, creando suaves ondas con la proa y sin dejar apenas estela.

Empezaba a clarear.

En efecto, clareaba. El sol estaba a punto de salir en el primer día del tercer milenio, para contemplar la destrucción de la ciudad y ver con qué alegría, determinación y coraje afrontaban sus habitantes esa nueva jornada. Como siempre antes del amanecer, dominaba cierta sensación de apremio.

La avalancha continua de mensajeros y mensajes que habían llegado hasta Jackson Mead en las horas previas se interrumpió de pronto. No acudió nadie para romper el silencio, y hasta Cecil Mature estaba callado en su puesto, mirando con tristeza por las grandes ventanas que daban al puerto de aguas verdes. Sosegado por primera vez en demasiado tiempo para recordarlo, Mootfowl estaba encaramado en una silla, como un niño castigado en la escuela, detrás de Jackson Mead, hacia un lado. Había rezado para sí durante al menos una hora, aunque nadie sabía qué había pedido en sus oraciones.

En la quietud, Jackson Mead reflexionaba sobre lo que se disponía a hacer y dudaba que fuera a salir bien. No lo había logrado otras veces, cuando los elementos eran más simples, el aire más puro, y el horizonte temblaba ante la cercana presencia del muro de nubes. Pero ahora casi nadie sabía lo que representaba el muro de nubes, ni siquiera cuando recorría la ciudad y blanqueaba sus almas. Y, si bien las máquinas estaban listas, Jackson Mead no estaba seguro de que se dieran las condiciones necesarias. Dudaba de la llegada del oro destellante que aseguraría un instante de justicia perfecta y equilibrada, porque dudaba que alguien recordara o apreciara la justicia, ya fuera natural o divina. La habían definido según sus propios criterios, lo que significaba que siempre tenía que ser rápida y sencilla.

Había tardado siglos en comprender que debía tender un puente de luz sin un final discernible. Antes de eso había construido maravillas de bellas proporciones y etérea elegancia, catenarias plateadas que cantaban con la brisa muy por encima de ventosos estrechos de todo el mundo, que comunicaban acantilados poblados de brezo o unían los extremos de una ciudad colapsada y empobrecida. Había sido un gran acierto crear esas vastas curvas que eran en sí mismas una síntesis ideal de elevación y caída, aspiración y desespero, rebelión y sumisión, orgullo y humildad. A imitación de las ondas universales, eran los objetos más resistentes jamás construidos, y probablemente las más religiosas de las estructuras, a excepción tal vez de las agujas de las iglesias que apuntaban hacia lo alto.

Ahora tenía los gruesos haces de luz alineados con suma precisión, perfectamente paralelos y puros, para lanzarlos en una curva tan gradual que todos los sistemas de medición conocidos la considerarían recta. Echaría raíces en el Battery y atravesaría el aire con elegantes vigas de diversos colores, directa como una flecha, en un ángulo de cuarenta y cinco grados.

Jackson Mead se acercó a una ventana tintada de doce pies de largo y le dio una patada.

—Quiero ver esto tal como es, con sus verdaderos colores —dijo mientras el cristal se rompía y los añicos volaban hacia fuera para planear y dar vueltas en el viento.

La brisa les dio en la cara y les echó el pelo hacia atrás, y los obligó a inclinarse para examinar lo que tenían delante. El cielo estaba atestado de columnas de vapor y humo. Altas y blancas, girando y elevándose lentamente, con la parte superior ya iluminada por el sol, parecían una cadena de montañas doradas que se extendían a lo lejos, no sobre el horizonte, sino en lo alto. Jackson Mead ladeó la cabeza y entrecerró los ojos ante semejante espectáculo; luego se volvió hacia Mootfowl.

—Son las columnas de humo y cenizas. No podemos esperar más.

Con un llamativo movimiento de la mano y los ojos, ordenó que el puente se tendiera.

En la lancha, creyeron que los había alcanzado un rayo. El cegador destello espectral y la sacudida que siguió los arrojó sobre el pantoque. La única que no se movió fue Abby.

Al este del parque, el caballo blanco, que contemplaba una avenida aparentemente interminable tratando de armarse de valor, se quedó sin aliento con el repentino estallido de luz y el estruendo del trueno que retumbó sobre la ciudad y puso en posición de firmes incluso a las ruinas.

Del Battery se elevaba un hermoso haz de luz sesgado, de todos los colores. Cada tramo era tan alto como un hombre, tenía una yarda de anchura y no se sabía qué longitud. Los colores más cálidos —los rojos, verdes, violetas y grises— estaban en el centro, y los más etéreos y metálicos, en la parte exterior. Unos rayos sólidos biselaron el aire, se elevaron a través de las columnas de humo y vapor y desaparecieron. Los haces azules, blancos, plateados y dorados del exterior eran transparentes, cegadores, como piedras preciosas, y una aureola que parecía lo bastante firme para caminar sobre ella reprodujo la estructura principal en una carretera difusa, plateada, espejeante.

Jackson Mead observaba todo esto mientras pasaban los minutos. «¿Cuánto falta?», preguntaba a cada momento, porque sabía que incluso a la velocidad de la luz, o más rápido (debido a la curva), no tardarían segundos o minutos, sino horas, en descubrir si el puente se sostendría. Sabrían que el largo arco había encontrado un lugar de reposo si una ola regresaba a través de él y sacudía la tierra. De lo contrario, simplemente se extinguiría, como si alguien hubiera apagado de un soplo una vela.

No eran los únicos en la ciudad que estaban paralizados por lo que ellos habían hecho. Nadie se movía, por miedo a romper el hechizo. Sobre todo quienes desconocían la prueba que aún faltaba creían que estaba funcionando. Las columnas no paraban de elevarse. El sol estaba tan cerca del horizonte por el este que, contemplándolo, se habría pensado que toda Europa ardía. Y el puente parecía avanzar.

Sin embargo Mootfowl, el mecánico experto, de pronto dio un paso hacia delante, porque había visto en medio de la luz lo que nadie más, ni siquiera Jackson Mead, era capaz de ver. Cecil Mature apartó la mirada del puente por primera vez para volverse hacia Mootfowl. Entonces Jackson Mead vio lo que Mootfowl había descubierto.

El interior había empezado a vibrar, una señal inequívoca de que el puente no se sostendría. De modo apenas perceptible al principio, comenzó a oscilar a un ritmo regular. El puente entero se estremeció. Luego se combó y, tan repentinamente como se había tendido, desapareció dejando solo su hermosa imagen borrosa para quienes se encontraron de pronto a la luz de la mañana, suspirando al recordar su belleza.

El sol se había elevado. Parecía posarse sobre una hilera ennegrecida de tejados de Brooklyn y gotear oro en las calles. A medida que ascendía vertiendo metal derretido sobre las colinas y el puerto, convertía un millar de callejones oscuros en un millar de esclusas doradas.

En las ruinas de la catedral del Mar, Peter Lake observó cómo la luz que se colaba por detrás de las columnas y los contrafuertes ahuyentaba sistemáticamente las sombras y se reflejaba en los cristales que quedaban en las ventanas que seguían en pie. Supuso que la catedral se había alzado negra como la pez cuando el fuego la había rodeado y que la luz rojiza había danzado en zigzag sobre los altos techos. Y tal vez una brillante llamarada, la explosión de un conducto de gas o el repentino incendio de una casa de madera había arrojado rectos rayos destellantes a través del ojo blanco de la ballena, o logrado que las velas de los delicados barcos de cristal parecieran hincharse. En el suelo yacían vigas chamuscadas y, cuando la luz del sol entró a raudales, Peter Lake vio que no tardarían en crecer hierbajos sobre la piedra.

Sin saber exactamente qué esperaba, se sobresaltó al oír un ruido que sonó como metal golpeado por un puño enguantado. Se protegió los ojos y miró hacia la puerta, donde, iluminado por detrás, alguien se tambaleaba y se llevaba las manos a la cabeza.

—Tienes que ser tú, Pearly —gritó Peter Lake, aunque no lo veía bien porque le daba el sol en los ojos—. Solo Pearly Soames se golpearía la cabeza al cruzar una puerta de catorce pies de ancho.

Avanzó hacia el centro de la catedral sintiendo cómo se le aceleraba la sangre. No contaba con tener ánimos para pelear, pero el espíritu combativo había vuelto como salido de la nada.

Pearly pegaba saltos de dolor tras haberse dado un golpetazo en la cabeza con una tubería que caía en diagonal sobre la puerta.

—O tal vez no seas Pearly Soames —añadió Peter Lake con sorna—. Por la forma de saltar, diría que eres una de esas liebres malnacidas que pisan un clavo.

Pearly se detuvo, presa de una cólera todavía peor que el dolor.

—Ahora bien, Pearly Soames también es un imbécil malnacido. Se cae rodando por las escaleras dos veces al día y dispara a sus propios hombres por equivocación. Confunde las palabras porque su lengua es una serpiente que lucha por su independencia. Y le dan ataques temibles y repugnantes, tras los cuales descubre que tiene las manos ensangrentadas porque se ha arañado los costados y destrozado la cara con sus largas y mugrientas uñas. Pero al malnacido, y digo bien, malnacido, aún no se le conoce por saltar como una liebre. Entonces, ¿quién eres? ¿Pearly o una liebre?

—Soy Pearly y lo sabes —replicó una voz grave y ronca con ira apenas contenida.

Pearly Soames recorrió despacio la nave central, entre dos bosques de bancos aplastados por la mampostería caída.

Era formidable. Peter Lake no recordaba que fuera tan corpulento, pero lo cierto era que parecía medir diez pies. Ahí estaban de nuevo los ojos que harían que Rasputín pareciera manso como un cordero. Incluso Peter Lake, en quien había residido casi toda clase de poder, quedó impresionado por su movilidad. Eran remolinos poco profundos que se consumían a sí mismos y aterrorizaban no tanto por la amenaza que encerraban como por su vacuidad. Pearly se fijó en la herida que Peter Lake tenía en el costado.

—Veo que el pequeño Gwathmi llegó a herirte —dijo, acariciando la posibilidad de que Peter Lake hubiera perdido su invulnerabilidad al precipitarse a través del tiempo—. Me lo comentó su hermano Sylvane, que esperaba una recompensa. No lo creí y lo maté.

—A ver —lo interrumpió Peter Lake con tono burlón—. ¿Cuál de tus chismes con mango de marfil empleaste para matarlo? ¿El puño de proxeneta? ¿Una pistola con culata de ébano?

—Lo maté con las manos. Sylvane era muy menudo, aún más que Gwathmi. Lo agarré por el cuello con el puño derecho —dijo Pearly, que apretó los dientes como si volviera a hacerlo— y estrujé hasta que se partió. Él trató de sacar sus armas, pero no tuvo tiempo. Tendría que habérselo imaginado.

—No puedes hacerme eso a mí, ¿verdad? —preguntó Peter Lake mirándole sin miedo a los ojos—. Nunca has logrado ponerme la mano encima, ¿recuerdas?

—Ah, no, a ti no —respondió Pearly—. A ti no. Te protege una mujer, Peter Lake, una joven. Ya lo creo que lo he intentado, pero tienes un escudo. O tenías un escudo. La muchacha debe de estar cansándose de la tarea, ya que dejó que Gwathmi te rajara. Nada dura para siempre, Peter Lake. Nada. Ni siquiera el amor de esa joven por ti.

—El amor pasa de un alma a otra, Pearly. Dura para siempre. Pero ¿cómo vas a saberlo tú?

—Tal vez lo sepa. Te sorprendería lo que he llegado a saber. Te concedo que pasa de un alma a otra, pero tú debes concederme a mí que es una mercancía perecedera y que, cuando cambia de manos, deja a las almas abandonadas y desprotegidas.

—No estoy de acuerdo —repuso Peter Lake—. Creo que no se pierde nada en el acto de dar.

—¡Eso es un maldito cuento —gritó Pearly— y va contra todas las leyes! El mundo se sostiene en un equilibrio perfecto. Cuando damos, perdemos. Cuando tomamos, ganamos. No hay nada más.

—No. Las leyes que tú crees absolutas en ocasiones han sido abreviadas. De todos modos, son enormemente complicadas y lo aparente no siempre es lo verdadero.

—¿Estás seguro? —preguntó Pearly.

Peter Lake titubeó antes de responder:

—No. No lo estoy.

—Por supuesto que no lo estás, porque tu protección ha desaparecido —insistió Pearly—. Te han abandonado, Peter Lake. Sabía que si persistía el tiempo necesario te encontraría ya acabado.

—Puede que haya desaparecido mi protección —afirmó Peter Lake—, pero aquí me tienes para luchar.

A continuación hizo algo que nadie se había atrevido a hacer jamás: se irguió y escupió a Pearly a los ojos.

La corta espada de Pearly se desenfundó de inmediato y descendió, pero Peter Lake saltó hacia un lado. Solo entonces vio que había Faldones Cortos encaramados a las paredes, escondidos entre los bancos rotos y plantados en apretadas filas cerca del altar.

Cuando Pearly gritó y blandió la espalda de izquierda a derecha, Peter Lake se lanzó hacia atrás y aterrizó al pie de una columna rota.

—¿Qué te hace pensar que no puedo acabar contigo así? —dijo al tiempo que descargaba un puño en el aire—. ¿Qué te hace pensar que no puedo coger a todos esos hombrecillos de ahí y arrojarlos hacia Canarsie más rápido que la velocidad del sonido? —Peter Lake, cuyos ojos centelleaban de cólera, había olvidado por un instante lo que se proponía hacer.

Pearly se abalanzó sobre él con la intención de rebanarle los tobillos. Esta vez, en lugar de esquivar la espada, Peter Lake levantó el pie izquierdo y la inmovilizó contra la piedra. Por más que lo intentó, Pearly no logró moverla.

—¿Por qué estás tan seguro de que las cosas han cambiado? —preguntó Peter Lake, sin apartar el pie de la espada.

Pearly sonrió.

—¿Por qué? —repitió Peter Lake.

—Porque hemos descuartizado al caballo.

—Eso es imposible —dijo Peter Lake, al borde de las lágrimas.

—Ya lo creo que sí. No hace ni diez minutos.

—No te creo.

—No tienes por qué creerme —dijo Pearly—. Puedes verlo con tus propios ojos.

Se volvió hacia los hombres que había detrás de él. Se produjo un revuelo en las filas y se abrió un pasillo entre ellas por el que avanzó una docena de individuos, todos empapados de sangre, que acarreaban las extremidades, los cuartos y la cabeza del caballo. Parecían los hombres de los mercados de carne que cargaban sobre el hombro corderos enteros o canales de ternera. Pero las piezas que ellos llevaban no habían sido desolladas y el pelaje, aunque cubierto de sangre, era blanco.

Peter Lake se desmoronó. Se apartó de la columna y dejó que la espada cayera al suelo, de donde Pearly la recogió.

—Ya ves —dijo Pearly señalando los restos del caballo—, he ahí tu invulnerabilidad. He ahí los resultados de tus creencias. He ahí lo que han provocado tus sentimientos y he ahí el final que has de soportar.

Peter Lake se arrodilló.

Pearly alzó la espada con las dos manos y apoyó la punta entre la clavícula y la base del cuello de Peter Lake.

—¿Sabes lo que te pasará?

Peter Lake guardó silencio.

—Te pudrirás en el suelo hasta que los perros vuelvan a la ciudad, y entonces se pelearán por lo que quede de ti y del caballo y se llevarán los pedazos a sus guaridas bajo los muelles…, si las ratas no llegan primero. En cuanto a Beverly Penn, la viste por última vez a principios de siglo, y no volverás a verla. Has llegado a un final corriente e inevitable, aunque has peleado con denuedo para llegar a él. Dentro de un instante enmudecerás y serás olvidado para siempre. No habrá nadie que te recuerde. Nada. Todo habrá sido en vano.

Peter Lake miró el cielo de la mañana y vio las grandes columnas. De formas perfectas, un blanco puro y muchas millas de altura, se mantenían inmóviles en el frío aire azul.

—Solo son nubes de vapor y ceniza —dijo Pearly—. A veces se forman después de un incendio.

—Que yo sepa, tendría que haber habido más… —Peter Lake calló de pronto, y sus ojos buscaron en vano lo que apenas alcanzaba a oír.

Pearly también aguzó el oído, la punta de la espada abandonó el hombro de Peter Lake y quedó suspendida en el aire. Desde el norte llegaba un sonido semejante a un trueno que sonaba más fuerte a medida que se acercaba. Era continuo y electrizante. Luego pasó por delante: cascos golpeando el suelo. Toda la isla temblaba.

Peter Lake se volvió de nuevo hacia Pearly.

—Creía que habíamos visto a todos los caballos de la isla cruzar hacia Kingsbridge, pero al parecer hubo al menos un desafortunado animal que no vadeó el río —dijo ladeando la cabeza hacia los pedazos de carne amontonados cerca de él.

—Ese es el caballo blanco —afirmó Peter Lake señalando con el brazo derecho en dirección al trueno—. Y por el modo en que corre, va a conseguirlo.

Pearly no había cambiado de postura. Peter Lake cogió la punta de la espada y volvió a colocársela en la clavícula.

—Y yo también, Pearly, yo también, aunque de un modo que nunca entenderás. Verás, funciona. Los equilibrios son exactos. El mundo es un lugar perfecto, tan perfecto que, aun cuando no haya nada después, todo esto habrá sido suficiente. Ahora lo entiendo, ahora estoy seguro de lo que he de hacer. Y ha de hacerse rápido.

Movió la espada hasta que empezó a hundirse en su carne. Luego levantó la mirada, más allá de Pearly.

—Solo el amor… —dijo—. No pares.

La espada se clavó hasta que la empuñadura se detuvo en el hombro y Peter Lake murió.

A quienes vieron u oyeron al caballo del carro de la leche, entre ellos Peter Lake, les pareció, por el sonido y la velocidad de su galope, que lo seguía un trueno. Pero para él fue un tránsito fluido y fácil en que tierra y aire se difuminaron en un sueño sedoso que le permitió volar. Cuando ganaba velocidad, el suelo y el cielo se desdibujaban en líneas de color viscoso, y no tardaba en abandonar la tierra con saltos ligeros que solo dejaban el silbido del viento en sus orejas y en los bordes de sus cascos. Luego tocaba el suelo de nuevo y recordaba lo que había sido estar atrapado en la maquinaria del mundo y conocer de primera mano sus fricciones, sus complicaciones y su amor. Pero descubrió que, en su ingrávida aceleración, un silencio terso y perfecto lo impulsaba a seguir avanzando: señal inequívoca de pastos en los que las flores silvestres eran estrellas y donde caballos enormes vivían en eterna quietud y sin embargo no dejaban nunca de moverse.

Aunque siempre que tocaba el suelo lo frenaba su amor hacia los que todavía estaban de lleno en el mundo, el éter transparente tiró de él desde su largo sueño, y se elevó en el aire. Vio que el muro blanco rodeaba las bahías y las ensenadas. Al adentrarse en las nubes observó que eran tal como las recordaba. Y una vez más Athansor, el caballo blanco, tantas veces derrotado, atravesó el muro de nubes… para no retroceder.

En el patio donde Christiana había tenido el caballo blanco, la bandeja yacía en la sombra, pero la luz daba en la pared justo por encima de ella y, a medida que el sol se elevaba, la perfecta y nítida línea entre la luz y la sombra descendía. Al principio solo se iluminó una fina franja en la parte superior de la bandeja, que se calentó como un cable eléctrico. Luego, cuando la luz se derramó en una cortina dorada, la bandeja ardió. Casi tan potente como el sol, alumbró el lado oscuro del jardín con el intenso resplandor que despedía el metal puro en colores deslumbrantes. Mientras la inscripción tomaba el fuego del sol, el patio empezó a llenarse de luz dorada.

La lancha del Sun cruzaba las frías corrientes que habían vuelto verde, dorado y blanco el puerto, y sus motores zumbaban con un sonido grave y desconcertante al avanzar poco a poco a través del oleaje ininterrumpido. Los pasajeros se dirigían al sur, donde un blanco muro vertical había transformado el puerto en un mar infinito. Aunque el muro se revolvía y rodaba, combándose hacia fuera y replegándose, se elevaba erguido hacia el cielo, más allá de donde alcanzaba la vista. Hardesty dijo que se había formado con el humo y el polvo de la ciudad derruida y que algo así podía constituir un espectáculo muy hermoso a la luz del sol de la mañana.

El único que no miraba el muro de nubes ni hacía conjeturas sobre lo que iba a ocurrir era Martin, quien no apartaba los ojos de Abby, casi como si se tratara de una cuestión de fe.

Las reverberaciones del motor, que estaba justo debajo de la tapa de la escotilla sobre la que yacía la niña, le habían apartado el pelo de la cara hacía rato. Daba la falsa impresión de que se movía por sí misma, y a veces sus manos se desplazaban ligeramente con los movimientos del barco. Cuando su índice izquierdo se extendió y luego retrocedió, Martin contuvo el aliento. Le pareció que los labios de su hermana se fruncían, solo un poquito. Luego creyó que respiraba. Cuando le dijeron que mirara el muro blanco, se negó a apartarse de Abby. Porque su hermana se movía. Tenían que ser las vibraciones del motor, nada más. Pero ahora extendía los dedos. Y ahora respiraba. Y ahora, en un instante decisivo y repentino, abría los ojos sorprendida.

Martin esperó a reponerse para decírselo a los demás. Abby lo había mirado y había sonreído. Cuando Asbury vio que la niña abría los ojos, agarró con fuerza el timón, porque, después de haber encontrado tan cerca lo que buscaba, resultaba difícil mantener el rumbo hacia el Battery. La señora Gamely tiró la cataplasma arrugada al puerto y se echó a llorar. Virginia, con supremo autocontrol, se acercó a su hija como si la niña acabara de despertar de la siesta. Aunque temblaba y las lágrimas le impedían ver, no hizo ningún movimiento brusco o exagerado, y se limitó a sentar a Abby en su regazo.

Hardesty, como de costumbre, estaba juntando las piezas. Sabía que, a ojos de Dios, todo estaba interrelacionado; sabía que la justicia surge de forma inesperada de los actos y las consecuencias de épocas olvidadas hace mucho, y sabía que el amor no se rompe con el tiempo. Pero se preguntaba cómo, sin tener pruebas, lo había sabido su padre y dónde había encontrado las fuerzas para creer. Sus pensamientos se volvieron hacia Peter Lake, pero fueron interrumpidos por algo maravilloso.

Porque en ese instante, en una confusión abrumadora, vio ante sí las numerosas horas fecundas de todas las épocas, pasadas y futuras, un universo infinitamente ligero y profundo, los ojos inocentes de su hija y la ciudad fragmentada en cien millones de líneas que, vistas desde lo alto, eran tan plácidas y hermosas como un cuadro muy querido. Todo el tiempo se comprimió, y él y los demás se estremecieron como juncos al comprender qué había sucedido y por qué. Luego los sorprendió un viento repentino que los elevó en una fe plena y victoriosa. Mientras ascendían, en cascadas cada vez más altas, observaron que la gran ciudad que los rodeaba era infinitamente compleja y sagrada y estaba llena de vida.