La ciudad en llamas

Al principio ni el cuerpo de bomberos ni la policía se enteraron de que pasaba algo. Los turistas que se encontraban en los miradores de las torres de una milla de altura vieron columnas de fuego en la distancia infinita. Pero, como cuantos visitan lugares elevados, supusieron que abajo todo estaba bajo control.

Las columnas de fuego que se alzaban sobre la ciudad de los pobres pasaron inadvertidas a los funcionarios que estaban furiosamente concentrados en las singulares actividades de Jackson Mead. Los fuegos no eran algo insólito en la ciudad de los pobres. Ya fuera verano o invierno, ardían sin llama, consumiéndose a sí mismos en incendios autoprovocados. Pero esta vez las llamas eran más altas y abarcaban muchos más lugares. Mientras el resto de Nueva York se guarecía del frío en acogedoras casas donde los niños jugaban y los perros hastiados del invierno dormían junto a la chimenea, un ejército se echó a las calles de la ciudad de los pobres.

Dos días después de Navidad, hombres y mujeres jóvenes bailaban en el Plaza, los elevadores rugían en el puerto, los puentes de Brooklyn y Queens resplandecían con el tráfico nocturno y las fábricas habían reanudado su rítmico trabajo. Abogados que no dormían nunca asimilaban montones de datos y normas y escupían argumentos las veinticuatro horas del día. Bajo tierra, los operarios estaban en guerra con las tuberías y los cables para mantener iluminada y caldeada la ciudad. Se movían con la incansable determinación de un tanquista en una batalla blindada, manejando con gran esfuerzo enormes llaves inglesas de diez pies de largo, enfrentándose a explosiones y al fuego, cavando como locos y apremiando a escuadras y batallones para que corrieran por los oscuros túneles, donde las luces de sus cascos de minero se balanceaban sobre caras atemporales y sucias. La policía resolvía incidentes aislados con enfrentamientos mortales por toda la ciudad, los agentes de cambio sujetaban seis teléfonos en cada mano, eruditos sentados en una misma sala de la biblioteca estaban, no obstante, en un millar de lugares diferentes, cada uno inclinado sobre su libro en uno del millar de charcos de luz que arrojaban las lámparas. Y en el Plaza bailaban: las mujeres con vestidos blancos o rosa salmón, los hombres de blanco y negro y con fajines. Violinistas de calvicie incipiente, bigote fino y cara asombrosamente disoluta llenaban de música el patio de columnas de mármol. De las columnas y los techos colgaban montones de serpentinas y banderitas rosas y doradas que daban una calidez veraniega a los bailarines. Los respaldos de las sillas estaban tapizados de visón, castor y otras pieles que, como si recordaran las gélidas temperaturas, seguían frías al tacto. Fuera, los carruajes pasaban trotando y los vientos del norte en pugna sacudían los árboles cubiertos de carámbanos como si fueran campanillas de cristal. El esplendor y el elegante movimiento, la salud y el baile, la alegría, pronto se desvanecerían.

En un lugar de la ciudad de los pobres donde las carreteras y las calles se habían desgastado y solo quedaba un prado de color té salpicado de hoyos y chabolas, un anciano y su esposa se ganaban la vida desde hacía años con una pequeña tienda. Los estantes de madera estaban casi vacíos, pero de vez en cuando lograban reunir unas pocas bolsas de arroz y azúcar, botellas de refresco llenas de queroseno, utensilios domésticos de segunda mano y unas pocas verduras encogidas y mutiladas. La única habitación estaba iluminada por una lámpara de sebo de buey y aceite usado. Cuando ese invierno empezó a hacer mucho frío, los ancianos se pusieron toda la ropa que tenían y se refugiaron en la trastienda, detrás de una cortina de arpillera confeccionada por ellos. A veces el anciano salía a buscar pedacitos de madera que luego quemaba en una lata de café. Estaban demasiado ateridos para temblar, tenían los labios amoratados y no se movían, como para no ofender al frío, con la esperanza de que les dejara vivir. Aunque la ola de frío no cesó, y no cesaría hasta mucho después de que hubieran muerto, no murieron de frío. Murieron de calor.

Más o menos en el momento en que el baile del Plaza llegaba a su apogeo y las mujeres de hombros desnudos bailaban valses en sensual armonía, los ancianos oyeron el comienzo de algo que sonaba como una mezcla de oleaje y fuego.

Oyeron el viento y a gente correr como los animales que huyen de los incendios forestales, con enormes saltos semejantes a las palpitaciones del corazón. Luego llegaron los rezagados. Alguien aporreó la puerta de la tienda. El anciano tragó saliva, demasiado aterrorizado para moverse. Su mujer lo miró y lloró. Las lágrimas le rodaron por la cara, una cada vez. Antes de que cayeran en su vestido, la puerta fue derribada y golpeó el suelo con el estrépito de una explosión. En un abrir y cerrar de ojos entraron cincuenta personas que de inmediato hicieron desaparecer cuanto había en los estantes. Luego arrancaron los estantes. Dieron patadas a todo hasta derribarlo. Cajas de madera y de cartón se estrellaron contra el techo y rebotaron en las paredes, antorchas encendidas se deslizaron por la madera y, cuando el tugurio empezaba a arder y la turba ya salía, alguien rasgó la cortina de arpillera. Media docena de hombres parecieron ofendidos al ver que los tenderos se habían atrevido a quedarse quietos al otro lado y les prendieron fuego.

Su ropa se quemó y ellos ardieron como sebo. Cuando todo estalló en llamas, el lúgubre interior se convirtió en un horno blanco y plateado. Bajo las vigas combadas, una burbuja de fuego dorado se abombó como el techo de una cueva. Visto de lejos, pareció que una pequeña columna giratoria atravesara el tejado y danzara unos pocos segundos sobre un lecho de chispas.

Por todo el oscurecido paisaje, donde la falta de luz delataba su pobreza, pequeños pilares menudos parpadearon y aumentaron de tamaño, juntándose a veces, hasta que pequeñas tormentas de fuego giraron como trombas palpando cada contorno de la tierra, yendo de aquí para allá, buscando madera, árboles muertos y tierra empapada de aceite en las orillas de riachuelos estancados y canales hediondos.

Jackson Mead estaba sentado en silencio en una habitación a oscuras con vistas al puerto. Había escogido la planta treinta de un edificio de tamaño mediano como su último puesto de observación, aunque podría haberse instalado muchos pisos más arriba. Pero, teniendo en cuenta lo que esperaba presenciar, poco importaba que estuviera a treinta pisos del suelo o a diez millas, y esa perspectiva, ni demasiado alta ni demasiado baja, era la mejor para él, pues siempre había dicho, de forma bastante críptica: «Todas las épocas pasan velozmente a través de las puertas medianas». Ni siquiera Mootfowl y el señor Cecil Wooley entendían qué quería decir, pero sabían que todo lo que hacía respondía a su objetivo central y que su decisión de optar por los pisos intermedios se había gestado durante muchos miles de años y tenía sus orígenes en un gran acontecimiento único, cuando algo enorme, quebrado y entretejido de llamas había rodado por el aire tras ser arrojado de un lugar tan luminoso que, a su lado, el sol parecía negro como la pez.

La máquina que Jackson Mead había montado ya no requería su control, solo que la contemplara mientras asombrosas jerarquías progresaban a sus pies. Un millar de directores se hallaban frente a un millar de poderosas pantallas. Eran controlados por supracontroladores que tenían a su vez capitanes y capitanes de capitanes. En un gran número de grandes salas subterráneas y en torres de cristal sobre los barcos, el trabajo se llevaba a cabo a la máxima velocidad. El terreno había sido preparado a conciencia.

En la tranquilidad de su refugio bien protegido, Jackson Mead veía desarrollarse su plan. A veces Cecil Mature y Mootfowl se acercaban silenciosamente a él y le decían algo. Pero la mayor parte del tiempo observaba cómo sus elevadores y sus barcos luchaban por construir, de forma trepidante, sobre el hielo que cubría el puerto.

Mootfowl se acercó a Jackson Mead, que miraba las serpenteantes luces del exterior a través de las paredes de cristal de tenue color humo.

—La ciudad ha empezado a arder —anunció en voz baja—. Ha habido un levantamiento general.

—¿Dónde? —preguntó él, con absoluta calma.

—En las partes más remotas de la ciudad de los pobres, a cincuenta millas. Probablemente mientras hablo la distancia haya disminuido.

—¿Hay tormentas de fuego?

—Sí, pequeñas y desperdigadas. Desde lo alto de las torres más altas, las zonas periféricas parecen rastrojos en llamas, como un incendio de pastizales que avanzara lentamente.

—Dentro de pocos días —dijo Jackson Mead—, al otro lado de estas ventanas habrá columnas de fuego, altas como las nubes, y el cielo, negro de humo, será compacto como un techo abovedado.

—¿Quiere que informe al nuevo alcalde?

—¿No está enterado?

—Que yo sepa, no.

—No. Que lo averigüe por sí mismo.

—Si lo avisamos ahora, podría detenerlo.

Sacudiendo la cabeza despacio, Jackson Mead se volvió hacia su subordinado.

—Doctor Mootfowl, hasta ahora siempre hemos fracasado, aunque hemos estado a punto de conseguirlo, no porque nos faltara ciencia, sino más bien porque no se daban las circunstancias apropiadas.

—¿Señor?

—Es cierto, reverendo, que las oraciones que entona de forma tan espléndida pidiendo la gracia se acumulan, pero todavía han de desencadenar el acontecimiento que permitirá el triunfo de nuestra empresa. Nuestro puente está listo para brotar. Pero, a menos que algo nos acerque a la orilla opuesta, no tenemos ninguna posibilidad.

—¿El incendio lo hará?

—No el incendio en sí, sino lo que ocurrirá dentro de él. La gran energía y la disociación, las abstracciones de luz y fuego, y los extremos a los que conducen al alma humana, ponen en evidencia nuestros mecanismos, por hermosos que sean. La ciudad arderá porque ha llegado su momento. En el mundo, Mootfowl, todo se reduce al amor o a una lucha, que, cuando son lo bastante ardientes para inflamarse, se elevan y combinan. Si los fuegos llevaran a una sola alma humana al más elevado estado de gracia, en ese momento tenderíamos nuestro puente.

»Por hábil que sea, amigo mío, no puede capturar con un lazo a un caballo en una pradera abierta a menos que lo cerque.

—Entiendo.

Cecil Mature salió de las sombras.

—Los fuegos han cruzado el anillo de las treinta millas —informó—. No se explica su repentina velocidad.

—¿Qué hay de Peter Lake? —preguntó Jackson Mead, que por primera vez apartó los ojos de las vistas.

Cecil sacudió la cabeza y cerró sus estrechos ojos. Resopló y estornudó.

—Ni rastro —respondió.

Abby llevaba tanto tiempo inmóvil que su madre solo supo que estaba muerta cuando en el monitor apareció una línea recta y se dispararon alarmas que indujeron a médicos y enfermeras a acudir corriendo. Pese a todos sus esfuerzos y a las máquinas que empujaron en carritos silenciosos hasta la habitación, no lograron reanimar a Abby Marratta. Probablemente se había hartado de las máquinas, después de tanto tiempo conectada a ellas.

El gemido electrónico del monitor de las constantes vitales era a oídos de Virginia como la música que anuncia el fin del mundo. Después de que lo apagaran, se llevaran las máquinas y cubrieran a su hija con una sábana, siguió oyéndolo.

La señora Gamely inclinó la cabeza y lloró. Se había negado a creer que una niña con tan pocos años de vida pudiera morir antes que ella. No encajaba con su visión de un futuro que había estado segura de que pertenecía a su nieta.

A Virginia le costaba respirar. No podía imaginar que en adelante tuviera un solo momento en que no experimentara dolor y terror. Miró la sábana que cubría a Abby tratando de dar sentido a la sencilla trama del tejido, pero no le reveló nada. Transcurrieron segundos, luego largos minutos y largas horas en un silencio inmóvil, sin que ocurriera nada ni hubiera redención, resurrección ni milagro.

Luego apareció ante sus ojos una imagen brillante e intensa. Se avergonzó de albergar una imagen tan luminosa cuando el mundo debería haber sido irremediablemente gris. Era como la risa en una capilla durante un sermón solemne y tedioso. En un sueño que la transportó a otra época, vio una criatura hermosa y atolondrada.

Era un verano espléndido, vistoso. La niebla sobre el puerto era tan densa y cálida que lo teñía todo de sepia y negro. Pero el blanco, en contraste, fulguraba con una fuerza insólita y parecía flotar ligeramente en el aturdimiento propiciado por el sol. Un ferry con una chimenea alta y oscura emergió de la niebla y se acercó poco a poco a su amarradero encalado, junto al Battery. Virginia lo observaba con incredulidad. Eso no era un sueño. Era más intenso que cuanto había sentido en su vida. Por la posición del sol y el calor dedujo que era el mes de julio, pero de unos noventa o cien años atrás, a juzgar por el brillo y el buen estado del ferry y de las barcazas que pasaban, muy distintas de las destartaladas piezas de museo que ahora renqueaban y mendigaban sobre el agua cuando el puerto no estaba congelado. Los pasajeros del ferry estaban en las cubiertas, esperando a desembarcar en una mañana de julio de mucho tiempo atrás, y contemplaban en silencio el encuentro del barco y el muelle, como si ellos mismos estuvieran al timón. Docenas de sombrillas blancas, ligeras como vilanos de diente de león, giraban impacientes y agitaban suavemente el aire. Los hombres sin americana resplandecían como faroles blancos con sus camisas de hilo y algodón bien planchadas. Su mirada, llena de desdén, iba del muelle a la timonera durante una maniobra de atraque menos que perfecta. Por fin el ferry se acercó a la grada y chocó con la tierra. Los motores se apagaron y de las tuberías de achique salieron cascadas de agua como si el ferry suspirara de alivio. Las puertas se plegaron, como espejos de afeitar, en estrechas placas metálicas y un torrente de pasajeros pasó por delante de Virginia, cuyos ojos se dirigieron hacia el fondo de la multitud, hasta una joven a quien no conocía o no reconoció. Aun así, siguió a esa frágil y hermosa muchacha, que no podía tener más de quince o dieciséis años, hasta la rampa y a través de la terminal.

Su mera presencia conmovió a Virginia profundamente y la llenó de felicidad. La joven caminó entre unas verjas de hierro por las que Virginia no podía pasar y se perdió en los oscuros y elevados desfiladeros que zumbaban en el verano, como si la misma luz fuera un enjambre de mosquitos siempre insatisfechos. En cuanto desapareció, Virginia quiso arrodillarse y llorar, porque, hasta que la blusa blanca de la joven se convirtió en un punto danzante que no parecía real, se había sentido invadida de un sentimiento de gratitud y benevolencia.

Pero al ver la pequeña forma bajo la sábana experimentó una amargura terrible. No soportaba el contraste entre la imagen poderosa y tranquilizadora que tenía tan clara en la mente y el hecho de que Abby yaciera muerta. Necesitaba a Hardesty. ¿Dónde estaba, por el amor de Dios?

—¿Sabes? —dijo Hardesty entre bocanadas de aire húmedo, mientras Peter Lake y él corrían por el oscuro túnel del metro—, cuando compras esa pequeña ficha tienes derecho a algo más que a utilizar el túnel.

—Lo sé —respondió Peter Lake, corriendo sin esfuerzo, mientras, detrás de él, Hardesty se esforzaba por no quedar rezagado.

—Entonces, ¿por qué hacemos esto?

—¿No los has visto?

—¿A quiénes?

—¡A los tipos con abrigos negros!

Hardesty jadeaba. Le costaba seguir una conversación con ese mecánico que debía de haber sido corredor olímpico, porque al parecer avanzaba sin esfuerzo y solo se contenía por no dejar a atrás a su compañero.

—¿Los bajitos?

—Sí, los que matan, roban e incendian. Los tenemos justo detrás.

Se detuvieron. Tras unas cuantas inhalaciones profundas, Hardesty estuvo en condiciones de aguzar el oído y captó lo que parecía el sonido amortiguado de cien ratas correteando. Luego observó un zarandeo ondulado a medida que las zancadas de los Faldones Cortos las empujaban de un lado para otro y bloqueaban las tenues del túnel.

—Siempre están en todas partes —dijo Peter Lake—, aunque a veces parece que desaparezcan. Me alegro de que existan. Cuando me persiguen me mueven a hacer cosas de las que no me creía capaz.

—Los vi en los Coheeries. No sabía que estaban aquí, pero debí imaginármelo, porque parecían dirigirse a alguna parte con rabia, y la gente suele llevar su rabia a Nueva York.

—Los Coheeries —repitió Peter Lake—. Me suena ese nombre, pero no sabría decirte de qué.

—Los Penn tienen una casa de veraneo allí.

Peter Lake no dijo nada.

—Harry Penn, nuestro jefe.

—Nunca me lo han presentado —replicó Peter Lake con un malhumor que lo sorprendió.

Al llegar a la estación de la calle Treinta y tres se subieron de un salto al andén, para asombro de los viajeros, cuya perplejidad fue aún mayor cuando cien o más Faldones Cortos, con gritos como de ave y voces estridentes, aparecieron en un torrente de ropa decimonónica formal y barata que había sido alterada por las tijeras de los sastres, el roce y el tiempo. Los Faldones Cortos llevaban cuchillos cuyo mango era un puño de acero con incrustaciones de nácar y pistolas en las que habían grabado desnudos recostados del tipo que uno esperaría ver tras la barra de un bar.

Hardesty y Peter Lake atravesaron corriendo Gramercy Park…, sin abrir la verja, que pareció desvanecerse cuando ellos la cruzaron y reaparecer no bien los Faldones Cortos estuvieron dentro del parque, atrapados como un grupo de comadrejas sudadas; maldijeron una cerradura imposible de abrir por dentro y quedaron colgados por los tirantes al tratar de trepar por los barrotes y resbalar. Pero muchos se escurrieron entre ellos o por debajo de la verja y reanudaron la persecución, que los condujo rápidamente a través de Madison Square, muy llamativa debido a la remodelación llevada a cabo para acoger a la burguesía y nuevas oficinas. Corrieron entre los viejos rascacielos de cobre, cuyos lados blanqueados brillaban como lunas metálicas a la luz de las farolas de mercurio, y pasaron junto a los enormes relojes antiguos engalanados con bayas incandescentes que marcaban la hora en rojo y blanco. A esas alturas Hardesty ya se había calentado y seguía las largas e ingrávidas zancadas de Peter Lake con largas zancadas ingrávidas.

Pensaban despistar a los Faldones Cortos tomando una ruta tortuosa a través del Village, pero allá donde giraban se topaban con ellos, omnipresentes como el fino humo acre que teñía el aire y oscurecía las perspectivas a ambos lados de las avenidas. Los centinelas de los Faldones Cortos avisaban a los demás y se reanudaba la caza del zorro, no con cornetas y libreas rojas, sino con ululatos y gorjeos glotales, gritos de helio, chillidos de brujas y suspiros de enanos.

Peter Lake hizo una propuesta.

—Mira, están en todas partes y siempre lo estarán. Reconozco que pueden resultar terroríficos, pero siempre que me enfrento a ellos gano y parece que cada vez se me da mejor. Bien, tenemos unos cincuenta pisándonos los talones. Aunque nunca me las he visto con tantos a la vez, cuando estaba en el cielo me pareció que podía hacer algo con las manos, algo ajeno a las leyes de la física, algo asombroso.

»Soy mecánico y en mi trabajo me rijo por las proporciones universales y leyes indestructibles. Pero últimamente han ocurrido cosas extrañas y sospecho que, si bien las leyes siguen siendo las mismas y no pueden abreviarse, quizá sepamos muy poco de la variedad de sus aplicaciones. En otras palabras, estoy hablando de habilidades que, por lógica…

—¡Ve al grano!

—De acuerdo. ¿Por qué no buscamos un bonito callejón sin salida al que podamos llevar a estos demonios y probamos esa nueva habilidad que creo poseer?

—¿Por qué no?

—Si no sale bien, esos cabroncetes de nariz chata nos matarán.

—Probemos tu magia en Verplanck Mews —propuso Hardesty—. Es amplio y no tiene salida.

—No tiene nada que ver con la magia —declaró Peter Lake mientras se encaminaban al callejón—. Estoy hablando de una redistribución concentrada e inesperada.

—Sea lo que sea —dijo Hardesty, con la voz embargada de emoción—, ahora mismo tendrás la oportunidad de ponerlo en práctica.

Los Faldones Cortos aparecieron en la boca del callejón como un rebaño de ovejas que hubieran llegado al extremo abierto de un desfiladero: formaron una fila que poco a poco se alargó hasta cerrar por completo la entrada. Entonces avanzaron lenta y metódicamente, manteniendo la formación. Al fondo de la calleja, Hardesty y Peter Lake oyeron lo que sonó como la actividad de un enorme casino haciendo girar las ruletas y desembolsando dinero, con el entrechocar del metal, cuando los Faldones Cortos amartillaron sus armas, abrieron sus navajas de resorte y blandieron garrotes y cadenas erizadas de cuchillas.

—Bien —dijo Peter Lake, empezando lo que prometía ser una tranquila exposición—. Esto es lo que se me ocurrió cuando estaba detrás del cielo…

—¡Hazlo de una vez! —gritó Hardesty—. ¡No seas tan didáctico! ¡Están aquí!

—No te preocupes por ellos —lo reprendió Peter Lake—. Observa.

Se enrolló la manga derecha, cerró el ojo izquierdo y alargó la mano apuntando a los Faldones Cortos como si su brazo fuera un rifle. A continuación cerró el puño lentamente en el aire.

Un Faldones Cortos tiró de pronto sus armas y pareció comprimirse, como un hombre que sufriera un extraño ataque para el que no hubiera tratamiento. Se le pegaron los brazos al cuerpo y se puso morado por falta de aire. Sus compañeros se quedaron impresionados.

Con el brazo rígido, Peter Lake alzó el puño ante sí. El menudo y encogido Faldones Cortos se elevó en el aire.

—¡Oh! —exclamó Hardesty, a punto de desmayarse de placer.

—Bien, a ver si funciona —dijo Peter Lake con el mismo tono frío de antes, un poco como un profesor de ciencias de instituto.

—¡Por supuesto que funciona!

—No. Me refiero a esto. —Peter Lake bajó el puño, lo que provocó que el Faldones Cortos se estampara contra el suelo. Luego lo levantó tan rápido como pudo y abrió la mano al llegar al punto más alto.

El Faldones Cortos salió disparado como un cohete. Aun en la distancia se vio cómo sus mejillas bulbosas y su nariz carnosa caían por la fuerza de la gravedad formando los pliegues de un buda. Allá fue, convertido en un haz blanco y zumbando como una bala, hacia el humo cada vez más espeso que cubría la ciudad.

—Funciona —afirmó Peter Lake—. Ahora quiero probar un truco para cazar con lazo que me he inventado.

—Adelante —dijo Hardesty—. Tengo mucho interés por verlo.

Empleando la misma técnica, Peter Lake atrapó a un Faldones Cortos y lo elevó por encima de los tejados. Girando el puño cerrado alrededor de la cabeza, lo obligó a dar vueltas a una velocidad increíble a unos diez pies por encima de los gabletes y las chimeneas del callejón. El Faldones Cortos iba cada vez más deprisa, y sus colegas movían la cabeza como un grupo de perros siguiendo una abeja llena de energía, hasta que empezó a dejar una estela de humo y de repente estalló en llamas. Una lluvia de chispas frías, lo único que quedó de él, cayó al callejón. Como los Faldones Cortos no tenían a Pearly para que les infundiera coraje, dieron media vuelta y huyeron.

Peter Lake agarró a uno desde lejos, lo puso boca abajo y lo sacudió hasta que las monedas y las armas cayeron de sus bolsillos y tintinearon en el suelo. Luego le dio la vuelta de nuevo y lo dejó marchar.

—Si no recuerdo mal —comentó Peter Lake mientras caminaban tranquilamente por el Village sin que nadie los molestara—, esos tipos de los abrigos negros a los que llaman Faldones Cortos me persiguieron en el pasado, y otro tanto ocurre ahora. A mí se me da cada vez mejor luchar contra ellos, pero su número no para de aumentar.

A dos manzanas del hospital Saint Vincent, mientras Hardesty y Peter Lake caminaban entre el denso miasma que había invadido poco a poco la ciudad, un Faldones Cortos solitario se acercó corriendo desde una calle lateral, tan rápido como se lo permitían sus cortas piernas. Hardesty y Peter Lake se prepararon para un ataque, pero antes de llegar a ellos el Faldones Cortos se arrojó sobre la nieve y, dando panzadas como una foca, se deslizó hasta los pies de Peter Lake, que empezó a cubrir de besos.

—¡Te lo suplico! ¡Te lo suplico! —imploró, casi atragantado porque la boca se le llenaba de nieve—. ¡Perdóname la vida, maestro!

—No te estoy persiguiendo —replicó Peter Lake, y lo levantó del suelo—. No te haré nada si te comportas de un modo civilizado.

El Faldones Cortos se sacudió la nieve del abrigo y de los pantalones de pata de gallo. Su sombrero hongo era del repulsivo color verde bilioso de una mosca.

—¡P-P-Pittsburgh! —gritó, sin dejar de escupir nieve—. ¡P-Pittsburgh!

—¿Qué pasa? —preguntó Peter Lake.

—¿Qué pasa con qué? —respondió con evidente buena fe el Faldones Cortos, cuya nariz se curvaba como una silla de montar inglesa.

—Con Pittsburgh.

—Ah, Pittsburgh —repitió de un modo más bien mecánico, de pronto temeroso—. Nací en Pittsburgh. Me raptaron y mataron a mis padres. Mejor dicho, mataron a mis padres y me raptaron. Me obligaron a ir a su colegio, un colegio para bestias, toda clase de criaturas voladoras, insectos horribles, la muerte. Me obligaron a ir a su colegio y, mmm, a aprender cosas horribles, y, mmm, no quiero estar más tiempo con ellos. Quiero estar en tu bando.

—Yo no tengo bando —dijo Peter Lake.

El Faldones Cortos lo miró sin comprender.

—¿Quieres decir que sois solo tú y él?

—Podría decirse así.

—¿Y qué hay del caballo?

Peter Lake se sumió de inmediato en pensamientos melancólicos. Pareció al borde de algo, como si estuviera amaneciendo en sus ojos.

—¿Quieres decir que no tienes el caballo?

—No…, no…, creo que yo…

—¡No nos das miedo si no tienes ese puto caballo! —exclamó el Faldones Cortos con voz casi triunfal.

Con un único movimiento rápido que recordó a Hardesty a un mago sacando algo de detrás de su capa, el Faldones Cortos extrajo del abrigo un cuchillo y se lo clavó a Peter Lake en el abdomen.

El silencio de Peter Lake se intensificó y se le cortó el aliento. Agarró el cuchillo y se lo arrancó. Manó sangre en un arco rojo brillante. Tambaleándose ligeramente, retrocedió un paso y se cubrió la herida con la mano izquierda.

El Faldones Cortos borboteaba con una risa de autocomplacencia, pero estaba demasiado aterrado para moverse.

—Te ríes —dijo Peter Lake con gran dificultad— a pesar de lo que voy a hacerte.

—¡Eres idiota, eres idiota! —gritó el Faldones Cortos, con creciente terror—. No soy de Pittsburgh. Soy uno de ellos desde siempre. ¡Has confiado en mí!

Peter atrapó el aire y aplastó los brazos del hombre contra sus costados.

—¡Mi abuela, de haberla tenido, jamás habría confiado en mí! —gritó el Faldones Cortos.

Hizo una mueca mientras se elevaba en el aire.

Apretándose la herida, Peter Lake echó el brazo hacia atrás como un lanzador de jabalina, arrojó con todas sus fuerzas al Faldones Cortos y lo propulsó por encima de la Sexta Avenida convertido en una masa borrosa que zumbó con un sonido agudo, se prendió fuego y sobrevoló los trineos y los taxis como un cometa en llamas hasta desaparecer en una vaharada de humo gris acre.

Praeger de Pinto estudiaba los cálculos y las cuentas de un enorme libro encuadernado en cuero, tratando de descubrir en la historia del siglo anterior una solución metafísica a los trágicos e insolubles problemas económicos de la ciudad. El reloj dio las nueve. Se había fijado en que no se veían estrellas por la ventana de su despacho del ayuntamiento, pero supuso que se debía a las densas nubes que pronto traerían nieve.

De repente, uno de sus ayudantes recién nombrados irrumpió en la habitación sin llamar. Le corrían lágrimas por la cara.

—¿Qué pasa? —preguntó Praeger.

El joven histérico intentó hablar, pero un sollozo átono le brotó de los pulmones y siguieron más lágrimas.

—¿Qué pasa? —gritó Praeger, más asustado que enfadado.

Entonces el jefe de bomberos, Eustis P. Galloway, un hombretón de gran autoridad y dignidad, apareció detrás del joven ayudante. Le rodeó los hombros con un brazo e hizo una declaración electrizante.

—La ciudad está ardiendo.

—¿Dónde?

—Por todas partes.

—¿Qué quiere decir con «por todas partes»? —preguntó Praeger mirando por la ventana.

Los edificios circundantes estaban intactos, pero detrás de ellos el cielo era de un naranja feroz, como en los cuadros apocalípticos que siempre colgaban en los sótanos de las sociedades históricas sin que nadie reparara en ellos. Aun de lejos, era un espectáculo extraordinario y soberbio. Al enorme y fornido Galloway, el Peñón de Gibraltar, le había temblado un poco la voz.

De pronto se esfumó Praeger el hombre y apareció Praeger de Pinto el titular del cargo. Esa disociación y elevación mágicas e inmediatas eran algo propio de los antiguos dirigentes y jefes de los imperios y los clanes. El cargo lo envolvía en su poderoso halo invistiéndolo de una entereza y una sangre fría que le habrían permitido dar su propia vida, o la de su familia, porque ya no era él. Se había convertido en el alcalde, y la responsabilidad del cargo lo sumía en un trance desinteresado que aumentaba sus poderes, profundizaba su juicio y lo despojaba para siempre del miedo.

El alcalde se volvió hacia el jefe de bomberos.

—¿Qué ha hecho hasta ahora?

—Cada compañía se está ocupando de su propia sección lo mejor que puede, con vistas a reforzar los cortafuegos naturales. Pero el incendio se propaga más deprisa de lo que avanzaría por su cuenta. Hay diez mil pirómanos ahí fuera.

—¿Qué hay de la reserva y de las demás ciudades?

—Hemos hecho un llamamiento general a todas las ciudades de trescientas millas a la redonda. Ya no tenemos tropas de reservas. Están todas en las calles.

—Bien.

El despacho se había ido llenando de ayudantes y jefes de departamento. Praeger los organizó y les dio instrucciones.

—En primer lugar, coja un camión y traslade el equipo de radiotelefonía y radioteletipo al mirador de la Quinta Gran Torre. Mande a todo el mundo allí y monte un puesto de mando.

»Segundo, dígale al jefe de policía que vaya a verme allí, con los enlaces de emergencia de todas las comisarías.

»Luego llame al gobernador. Dígale que hablaré con él en cuanto pueda, pero que mientras tanto le pido que movilice a toda la milicia. Dígale que consiga tantas tropas como pueda reunir y las envíe a la ciudad. Designaré áreas de coordinación antes de que lleguen. Si se niega, dígale que nos enfrentamos a una insurrección y que la ciudad entera está en llamas.

»Envíe a todos los delegados allí.

»Y ponga en marcha una operación de abastecimiento para llevar catres, mantas, comida, sillas y escritorios a la torre.

Una docena de hojas se arrancaron de una docena de cuadernos y los subordinados se pusieron en movimiento.

Praeger y el jefe de bomberos salieron hacia el mirador. Este habló por su radiotransmisor mientras cruzaban presurosos el parquecito de delante del ayuntamiento, que, al estar rodeado de un anillo ininterrumpido de altas torres, a Praeger siempre le recordaba el fondo de un pozo profundo.

La Quinta Gran Torre era el edificio más alto de la ciudad. Se tardaba cinco minutos en subir al último piso en un ascensor exprés y, cuando ellos llegaron, se estaba conduciendo a los turistas rezagados a las cabinas de cristal para que emprendieran el ventoso descenso. Un guardia del mirador entregó a Praeger y a Eustis Galloway unos prismáticos de alta definición y les informó de que había abierto todos los telescopios de moneda.

Eustis Galloway y el alcalde salieron a la amplia terraza acristalada y miraron primero hacia el norte. Praeger había pensado en reprender al jefe de bomberos por permitir que la situación se desmadrara, pero se abstuvo de hacerlo al ver lo deprisa que se propagaba el fuego. Era evidente que había pirómanos en acción, porque las zonas oscuras eran escenario de chispas repentinas que se convertían rápidamente en llamas que a continuación se fundían en tornados cíclicos y tormentas de fuego. Era como si el mundo hubiera empezado a autoconsumirse, tal como la leyenda prometía que ocurriría con el cambio del milenio, aunque la gente había dejado de creer en ella hacia mucho tiempo.

La ciudad estaba encerrada en una cúpula de humo naranja tan sólida y lisa como el alabastro. No se veía una sola estrella, ni siquiera en lo más alto, donde un torbellino invertido se retorcía y giraba hacia arriba a gran velocidad. A lo largo del horizonte, nubes de distinta densidad remolineaban en el sentido de las agujas del reloj, acelerando a medida que ascendían hacia la tumultuosa rejilla a la que estaban trenzadas.

—Mire —dijo Praeger cuando una torre de cristal de los Palisades entró en erupción de golpe.

Menos de un minuto después, el edificio arrojaba llamas en alas fulgurantes y coronas firmes que cortaron el aliento al avezado bombero. Antes de que el edificio se derrumbara, vieron que su esqueleto de acero era más oscuro y más rojo que las cortinas de llamas blancas y doradas que correspondían a sus habitaciones.

Al estallar los depósitos de gasolina y petróleo, torrentes de fuego corrieron hacia los ríos y las bahías abriendo desfiladeros de llamas en el hielo de varios cientos de pies de grosor. Los fuegos que ardían en esas zanjas lanzaban al aire nubes de vapor blanco y humo negro de petróleo y se extendían hacia los lados formando cavernas huecas. Una zona del puerto de media milla de diámetro se había convertido en el delicado tejado de cristal de una cueva abierta en el hielo. Cuando el fuego rugió en su interior, el hielo se iluminó y brilló como una lámpara colosal. Del témpano surgieron agua y vapor en forma de géiseres de miles de pies de altura.

Concluida la instalación de la red de comunicaciones, un técnico informó a Praeger de que el gobernador estaba al teléfono y que solo tenía que hablar; todo sería amplificado, incluida su propia voz.

—¿Qué piensa hacer con todas esas tropas allá abajo? —bramó el gobernador desde ninguna parte. Sus palabras resonaron por todo el puesto de observación.

—Para empezar, tenemos diez mil pirómanos sueltos —explicó Praeger.

—Las tropas no están entrenadas para esa clase de trabajo policial —replicó la voz del gobernador.

—¿Qué trabajo policial? —gritó Praeger a su vez, mirando alrededor para ver de dónde llegaban las voces—. No van a hacer ningún trabajo policial, solo van a disparar a pirómanos y saqueadores.

—¿Con qué fin?

—Toda la maldita ciudad está ardiendo —afirmó Praeger—. Cuantos más pirómanos y saqueadores eliminemos, menos incendios provocados y saqueos habrá. ¿No es evidente?

—Pero ¿a qué precio?

—¿A qué precio? ¡No quedará nada!

—Entonces, ¿por qué molestarse? —preguntó el gobernador, de un modo que confirmó su inveterada hostilidad hacia una ciudad que rara vez se atrevía a pisar.

—Le diré por qué, gobernador —replicó Praeger, cuyas palabras se elevaron por todo el lugar—. La ciudad no va a arder eternamente. Vamos a reconstruirla. Antes del verano se habrá convertido en algo con lo que jamás habrá soñado, ya lo verá. ¿Y sabe qué? Si detenemos el incendio esta noche, empezaremos a reconstruirla al amanecer. Si no logramos detenerlo hasta mañana por la mañana, empezaremos a reconstruirla por la tarde. Cuando eso ocurra, quiero ver muertos a todos los pirómanos y quiero que todo aquel que acaricie siquiera la idea de encender una cerilla recuerde lo que les pasó a quienes provocaron este incendio.

—Creeré lo que dice sobre la reconstrucción cuando la vea.

—La verá. Somos los reconstructores más rápidos del mundo. Por algo hablamos tan deprisa. Todo lo que el fuego nos arrebate lo tomaremos de él. Haremos como si fuera un turista.

El gobernador cedió. La milicia saldría enseguida hacia la ciudad.

—Eustis —dijo Praeger, su voz todavía amplificada—, reúna todos los coches de bomberos. Quiero crear islas de seguridad en las que, si es necesario, protegeremos los edificios uno por uno.

El jefe de bomberos sacudió la cabeza, como diciendo que lo que pedía era imposible.

—Hágalo —añadió Praeger—. Escoja las islas y protéjalas. Y deshágase de todo el que no se mueva deprisa. —Y se volvió para mirar la ciudad.

—Los incendios aún no han llegado a Manhattan —informó un ayudante—. ¿Quiere conservar todo el distrito?

—No —respondió Praeger—. Es demasiado grande. No funcionaría. Creen islas. Creen islas y manténganlas a salvo.

En la planta del Saint Vincent donde estaba Abby, una hilera de ventanales ofrecía una vista del norte.

—Mira —dijo Peter Lake al ver el color del cielo.

—¿Qué es eso? —preguntó Hardesty acercándose a la ventana.

Todo el cielo estaba rojo. Pero, a diferencia de una puesta de sol o un amanecer, palpitaba y vibraba. Copos de nieve de tamaño descomunal que se habían formado alrededor de partículas de ceniza caían pesadamente en línea recta.

—Debe de ser un incendio —dijo Peter Lake—, lo que explica la capa turbia que flota en el aire. Probablemente las llamas tengan mil pies de altura.

Virginia oyó a alguien en la puerta y creyó que se trataba de los encargados del depósito de cadáveres. Todo menos impaciente por recibirlos, se encogió y miró al frente con gesto inexpresivo. Luego se levantó y cruzó despacio la habitación. Cuando abrió la puerta, estaba llorando.

Al ver a Hardesty, inclinó la cabeza. Él no quiso creer que una sábana cubriera a Abby.

—Ha muerto —dijo Virginia.

—¡Te conozco! —exclamó la señora Gamely dirigiéndose a Peter Lake, casi con tono acusador—. Tú conducías el trineo. No has envejecido ni un ápice. ¿Cómo es posible? ¿Qué haces aquí?

—Deje de farfullar, señora —replicó Peter Lake.

La mujer estaba histérica y él, aunque tenía una vaga idea de a qué se refería, estaba cansado de recuerdos inexplicables.

—No sabes de qué te estoy hablando —dijo ella—. Fue hace mucho tiempo, en el Lago de los Coheeries. Beverly…

Peter Lake se estremeció.

—¡Calle, señora! —gritó—. ¡Calle o la arrojaré al otro extremo del mundo!

La señora Gamely retrocedió. Martin se levantó de un salto y se puso a su lado como para protegerla de Peter Lake.

Con el aire de un maestro cerrajero al que hubieran llamado para abrir una cámara acorazada, Peter Lake se acercó a la cama y retiró la sábana. Tocó la frente de la niña muerta con dos dedos de la mano izquierda y la miró a los ojos. Hardesty pensó que tal vez ese hombre —indigente, mecánico o lo que fuera— se disponía a devolverle la vida. Pero pronto quedó claro que no tenía intención de llorar siquiera.

La cara de Peter Lake se ablandó un instante con una sonrisa apenas perceptible.

—Esta es la niña… Esta es la niña que saltó a mis brazos. Y es la niña del pasillo. Eso fue hace mucho, mucho tiempo.

»Si mal no recuerdo, la confundí con un niño. No importa. Estaba agonizante y ciega, pero seguía de pie. No sabía que tenía derecho a tumbarse.

Virginia trató de hablar, pero no le salieron las palabras. Tenía delante un hombre que hablaba de su sueño como si no fuera un sueño, sino algo ocurrido en otra época.

Entonces se apagaron las luces. Toda la ciudad quedó a oscuras. Las lejanas torres, cuyas luces nunca habían menguado, parecían de pronto lisas losas negras. Los pacientes gritaron y los celadores corrieron por los pasillos, chocando unos con otros. Sin las luces, el fuego brillaba mucho más. Era lo bastante intenso para iluminar la habitación. En nubes de humo a millas de distancia se reflejaba el resplandor de las llamas, que destellaba en las paredes y los rostros como la luz de un faro. Las escarpadas nubes reflectantes se habían elevado tanto que la ciudad se veía pequeña.

—Tengo que ocuparme de las máquinas del Sun —anunció Peter Lake—. Aunque no hay electricidad, esos viejos motores pueden seguir funcionando y alguien ha de asegurarse de que así sea. Los generadores deben generar y las turbinas volar a toda velocidad. Yo me encargaré. No tengo elección.

Desconcertado tanto por su poder como por su impotencia, Peter Lake caminó por las calles ennegrecidas bajo un cielo que palpitaba con el resplandor del fuego. Logró detener en gran medida la hemorragia apretándose la herida con una mano. Aun así, le dolía mucho y temía que se le parara el corazón o morir desangrado.

Cada vez que veía un Faldones Cortos, lo arrojaba sin piedad al aire para iluminar la calle por la que iba. De pronto parecía prácticamente invulnerable a ellos, pero ¿de qué le servía la invulnerabilidad si no era capaz de proteger a una niña que sufría? Al torcer hacia el oeste en Houston Street, media docena de Faldones Cortos salieron de un descampado y corrieron hacia él. Los levantó y, antes de que se dieran cuenta de qué ocurría, los convirtió en cometas. Mientras cruzaba Chambers Street vio a otro grupo de Faldones Cortos varias manzanas más allá. Los últimos recorrieron media milla hacia Broadway antes de que Peter Lake los agarrara con la mano izquierda y los lanzara de tal modo que hubo fuegos artificiales sobre el puente de Manhattan.

Le sorprendió ver el Sun tan oscuro como el Ghost al otro lado de Printing House Square. Los periodistas del Sun se esforzaban por terminar el trabajo a tiempo a la luz de velas. En el vestíbulo, lo asombró la cantidad de periodistas, tipógrafos y chicos de los recados que iban y venían con palmatorias.

—¿Qué es esto? —gritó—. ¿Un monasterio?

Pero los otros subieron por las escaleras y cruzaron el patio sin responder.

—Se ha ido la luz en toda la ciudad, señor Portador —lo informó un guardia.

—Lo sé —replicó Peter Lake indignado—. ¿Qué hay de las máquinas?

—No conseguimos hacerlas funcionar —contestó alguien.

El dolor de la herida se intensificó cuando bajó por las escaleras hasta las salas de las máquinas, donde los mecánicos y aprendices trabajaban con ahínco a la luz de velas. Al verlo corrieron hacia él con el rostro manchado de aceite y le explicaron sus esfuerzos de varios días para poner las máquinas en marcha.

—¡Todo se ha atascado! —gritó Trumbull, el antiguo mecánico jefe—. Dudo que ni siquiera usted pueda arreglarlas. ¡Parecen haberse soldado en una única maldita pieza!

—Vuelve a poner la tapa de la trihebilla —ordenó Peter Lake al aprendiz que en el pasado lo había seguido.

—Pero, señor Portador —protestó el aprendiz desde un jardín de engranajes y ejes que había sacado laboriosamente del interior del trihebilla—, tengo que volver a montarla.

Los ejes se colocaron de un golpetazo en su sitio, los engranajes encajaron entre sí con un clic, las planchas descendieron con un gratificante estruendo y cada tornillo giró como un derviche en su orificio. Si una pieza no encajaba, zangoloteaba frenética hasta que lograba deslizarse con suavidad. Y, en su carrera por el suelo, piezas metálicas de un peso letal esquivaban cuidadosamente las temblorosas piernas del aprendiz, que observaba con los ojos desorbitados.

—¿Qué más habéis desarmado?

En cuanto hubieron enumerado las máquinas que habían desmontado, oyeron el ajetreo de las piezas; parecía que un millar de mecánicos ágiles trabajaran perfectamente coordinados. El sonido era como el de un montón de monedas que giraran y giraran, o como un ejército con cotas de malla y espuelas. Las tapas se cerraron por sí solas y los tornillos corrieron hacia sus tuercas.

Peter Lake caminó tambaleándose entre las máquinas, tocándolas una por una como si acariciara una vaca. Cada vaca así señalada respondía con un giro poderoso y bien engrasado, y a partir de ese momento funcionaba como si hubiera aprendido el secreto del movimiento perpetuo.

Cuando Peter Lake pasó junto a un generador, las luces de las salas de máquinas se encendieron y los agotados mecánicos aplaudieron. Los grandes motores de vapor se pusieron en marcha lentamente y sisearon mientras arrojaban columnas de humo y exhalaciones. Sus enormes brazos y ruedas elipsoidales encendieron por orden las luces y organizaron los campos magnéticos en obedientes miriñaques y polisones.

Mientras Peter Lake avanzaba con dificultad entre las hileras, las distintas áreas del Sun se llenaban, una por una, de luz clara y los empleados aplaudían como habían hecho los mecánicos. Una vez que las prensas empezaron a girar, los tipógrafos sintieron una oleada de emoción, porque amaban sus máquinas tanto como Peter Lake amaba las suyas.

Tras poner en marcha todas las máquinas, Peter Lake se dejó caer cerca de una viga andante elefantina. Al ver la sangre que le brotaba de la herida, los mecánicos quisieron ayudarlo, pero él los rechazó. Convencidos de que no podía ocurrirle nada que él no permitiera, se retiraron a sus puestos entre los motores, que funcionaban a la perfección.

Peter Lake sintió de pronto toda la potencia de las máquinas entre las que yacía. Y de no haber sido porque sus movimientos se contrarrestaban entre sí, seguramente lo habrían destrozado las fuerzas que lo recorrían. Campos magnéticos que fluían sinuosos como auroras boreales lo alzaban sobre ondas semejantes a cisnes. Mientras los pesados volantes de inercia giraban sin un temblor, la uniforme rotación de la masa lo aporreaba como martillos neumáticos. Aunque tal vez las ruedas giraran borrosas, sentía una afinidad absoluta con cada una de ellas, y cada golpe de cada perno lo alcanzaba como si él fuera un tambor. Pero mucho más influyente que el magnetismo o las variaciones de la masa era la luz. Se derramaba de las anticuadas bombillas transparentes de las lámparas cónicas que colgaban como fruta sobre las máquinas. Peter Lake observaba cómo se movía. Ríos lentos y aprensibles caían sobre las superficies de acero engrasado y formaban arcoíris y joyas destellantes.

Asbury y Christiana, que iban a hacer un recado para el Sun, se dirigían a Manhattan por una autopista que bordeaba la ciudad de los pobres cuando repararon en la capa turbia y el cielo infernal. Unos minutos más tarde se encontraron en un atasco después de que una turba hubiera tirado a la carretera un pórtico de señalización. Vieron que media milla más atrás la muchedumbre empezaba a asaltar los automóviles parados.

Temerosos de abandonar los coches y aventurarse en la ciudad de los pobres, sobre todo al ver las columnas de fuego que remolineaban entre los escombros, la mayoría de sus ocupantes se encerraron dentro, petrificados de miedo, mientras miles de merodeadores marchaban sobre la autopista. Zarandeaban los vehículos, rompían los cristales y metían teas encendidas en los depósitos de gasolina. Sacaban de los coches a familias enteras y las arrastraban hacia la oscuridad. Los arcenes se convirtieron en un matadero donde hojas afiladas se unían a víctimas temblorosas para crear ríos de sangre. A medida que la turbamulta avanzaba a lo largo de la hilera de vehículos y empezaba a bambolearlos, los pasajeros cerraban los ojos y rezaban sus últimas oraciones.

Los primeros helicópteros cargados de tropas sobrevolaron la autopista durante diez minutos de estruendo, pero el humo ocultaba la matanza que tenía lugar abajo.

Asbury y Christiana se bajaron del coche y saltaron el guardarraíl para dirigirse a la explanada de ladrillos.

—¿Qué extensión tiene? —preguntó ella refiriéndose a la enorme pradera sembrada de ladrillos.

—Varias millas.

—Al menos aquí no hay nadie. Si nos escondemos entre los ladrillos tal vez nos salvemos —dijo ella recordando lo que había visto una vez. Sabía que algunos hombres eran capaces de correr como gacelas sobre los ladrillos y que, como si formaran un orden especial de animal depredador, se abalanzaban sobre quienes vagaban por ese abrupto terreno angular.

—Tal vez —respondió Asbury—, pero nos verán cuando se haga de día, así que debemos llegar al río antes de que amanezca.

Se pusieron en camino guiándose por la masa oscurecida de los altos edificios de Manhattan. Los separaban del río al menos cinco millas, la mitad de las cuales tendrían que recorrerlas sobre ladrillos, y la otra mitad, entre hoyos desconocidos, olvidados hacía tiempo por todos menos por sus moradores, que no conocían otra cosa. Varias horas antes del alba dejaron atrás los ladrillos y corrían tan deprisa como podían entre los socavones.

Tenían previsto cruzar el río East, pero el cauce central era un canal de corriente rápida sobre un lecho de hielo fundido cada vez más hondo y cubierto por una capa resbaladiza de aceite que ardía con llamas de cientos de pies de altura.

—Lo único que podemos hacer es llegar al puerto y rodearlo —dijo Asbury—. Pero tendremos que esperar a que oscurezca.

Resueltos a pasar todo el día escondidos entre los escombros, retrocedieron hasta el hoyo más silencioso saltando de un edificio incendiado a otro y moviéndose solo cuando no había nadie alrededor.

Cuando salían corriendo de un bloque de pisos en ruinas, con escaleras de incendios oxidadas que lo rodeaban como una enredadera muerta, los abordó un anciano que surgió de un foso abierto en el suelo. Les indicó por señas que se acercaran y ellos así lo hicieron.

En un dialecto que apenas comprendieron les dijo que lo siguieran hasta la iglesia.

—¿Qué iglesia? —preguntó Asbury, quien fue informado, en el mismo dialecto oscuro, de que la gente de los hoyos siempre había encontrado refugio en el patio de una iglesia.

Los escombros habían caído de tal modo que el patio no se veía desde la calle. Estaba bordeado de claustros que no se utilizaban desde hacía tiempo. Al fondo se había reunido un millar de personas, tan asustadas que hasta los niños estaban inmóviles. El anciano estaba orgulloso de haber rescatado a los desconocidos y de mostrarles con cuánta astucia había logrado esconder a tanta gente. Cuando se disponía a irse para salvar a más personas, Asbury le pidió que se quedara.

—Si sigue yendo y viniendo, seguro que nos delata.

—Eso mismo dijeron los primeros —respondió el anciano—. Aquí están a salvo.

Tras esbozar una sonrisa desdentada y darse una palmada en el muslo, se fue a buscar a más gente para ponerla a salvo.

Asbury y Christiana estaban rodeados de hombres, mujeres y niños de ojos hundidos y vientres hinchados, cuya piel cetrina transparentaba los huesos. Esas personas vivían poco tiempo y se las enterraba en tumbas sin lápida. Eran la gente de los hoyos, que creía que los habitantes de la ciudad eran ricos y que las torres brillantes del otro lado del río pertenecían a los dioses. Temían incluso mirar a Asbury y Christiana, más altos que ellos.

—¿Os podríais defender si nos descubrieran? —preguntó Asbury.

No hubo respuesta.

—Esperaremos a que oscurezca —dijo Christiana— y entonces los dejaremos a su suerte.

El anciano llevó a más supervivientes aturdidos, que se apoyaron contra las columnas de piedra rojiza y observaron cómo los bordes de ciclones de aire caliente empujaban por el cielo nubes de humo y ceniza. Costaba saber si era de día o de noche, y de todas partes llegaba el sonido de tormentas de fuego, explosiones y artillería.

Por la tarde Asbury y Christiana vieron que el anciano conducía al escondite a tres hombrecillos con abrigos negros.

«¡Son ellos! —gritó Asbury—. ¡Los ha traído!».

Los Faldones Cortos derribaron al anciano de un empujón y retrocedieron. Asbury rogó a los hombres que se encontraban entre los supervivientes amontonados que lo ayudaran a impedir que los Faldones Cortos se marcharan pero, mientras estos reculaban hacia la salida blandiendo sus armas, nadie se movió.

Cuando los Faldones Cortos se hallaban en el centro del patio, Asbury corrió hacia ellos, seguido de Christiana.

Alcanzó a uno y le clavó un puño en el pecho. El Faldones Cortos dijo algo con una voz llena de aire y acto seguido expiró. Los otros dos empezaron a golpear a Asbury con cadenas. No podía separarse del que había matado, cuyo cuerpo lo asfixiaba, como si Asbury se ahogara en él.

Tras una confusa pelea con los dos Faldones Cortos, mató a uno y el otro escapó. Asbury y Christiana trataron de convencer a los refugiados en el patio de que se desperdigaran, pero fue inútil. Llegaron más Faldones Cortos, guiados por el que había huido. Unos cuantos bloquearon la salida y otros subieron por las escaleras hasta el tejado, donde se apostaron en lugares ocupados antaño por las gárgolas que habían protegido a los monjes. Entraron en tromba en el patio, instigados por uno que se situó delante y se golpeó el pecho como un babuino. Asbury levantó una cadena y el babuino corrió detrás de sus camaradas. Asbury y Christiana se hallaban cerca de los dos cadáveres y se preguntaban qué sucedería cuando los Faldones Cortos encontraran el coraje necesario para aproximarse. Hasta las gárgolas, que eran arqueros, temían disparar las armas de fuego y se contentaban con lanzar al azar flechas hacia la multitud temblorosa. El ruido de las flechas al dar en el blanco —como un hacha afilada clavándose en madera muerta— finalmente envalentonó a los Faldones Cortos, que se lanzaron hacia delante.

Entonces Athansor surgió del sibilante viento cargado de ceniza y con cuatro pases asombrosos arrancó a las gárgolas vivientes y las lanzó contra las paredes y las torres. Cuando los Faldones Cortos levantaron la mirada, lo vieron descender lentamente como si se deslizara por un haz de luz. Christiana creyó que era producto de su imaginación, pero en efecto el caballo descendía, pateando el aire, doblando su blanco cuello musculoso y echando fuego por sus ojos terribles y justos.

Mientras los Faldones Cortos se desperdigaban, Athansor galopaba por el patio, saltaba de un muro a otro con tanta fuerza que los derrumbaba, y atrapaba a los hombrecillos entre los dientes. Los pisoteaba, les daba la vuelta y los arrojaba de manera asesina contra las columnas de piedra. Al ver que quedaban unos cuantos dispuestos a luchar, se levantó sobre las patas traseras —veinticinco pies en el aire— y cayó sobre ellos con los cascos.

Mientras el caballo blanco combatía, lo que quedaba de los claustros reverberaba como si hubiera un terremoto. Cuando terminó, se detuvo a unas yardas de Asbury y Christiana y relinchó.

Se arrodilló y Christiana se subió a él. «Ven», dijo a Asbury, y este la siguió. Con un salto silencioso abandonaron el claustro lleno de humo y ascendieron por encima del río. Un millón de fuegos parpadeaban a su alrededor, y al mirar abajo vieron un paisaje trémulo y oscuro. Debido al viento cargado de ceniza, la noche había llegado antes de tiempo. Mientras volaban a través de las nubes de humo, tuvieron que cerrar los ojos y echarse hacia delante, apretando la cara contra el suave pelo del lomo del caballo, asombrosamente ancho y espacioso. Asbury creía que estaban soñando, pero Christiana sabía que no era un sueño.

El último día del último año del segundo milenio, Hardesty y Virginia depositaron el cuerpo de su hija en un pequeño ataúd de madera y cruzaron la ciudad en dirección al sur. Hardesty insistió en que la enterraran antes del cambio de milenio, que tendría lugar esa noche. Dejarla atrás en el milenio en que había nacido mientras ellos pasaban al siguiente parecía lo apropiado. No querían engañarla con una hora o un día de la nueva era que ella nunca conocería.

Era una procesión extraña: Hardesty a la cabeza, con el ataúd al hombro; Virginia detrás, con la mirada baja, y por último la señora Gamely y Martin, cogidos de la mano. Por la tarde los desfiladeros estaban oscuros debido al viento cargado de ceniza y la temprana puesta del sol. La ciudad de ventanas de cristal, antes iluminada por mil millones de fracciones dispersas del sol, estaba ahora negra como un pozo. Avanzaron por los estrechos desfiladeros, teniendo como rosa de los vientos los edificios bajos que se recortaban sobre el naranja palpitante del cielo iluminado por el fuego. Al final llegaron al Battery, donde oyeron cómo las torres de cristal del centro de la ciudad prendían cual bengalas con las llamas procedentes del norte.

Pisaron el inestable hielo que ardía al pie del viejo muro de piedra del Battery y se dirigieron hacia la isla de los Muertos, a una milla y media del puerto. Normalmente un pequeño ferry iba y venía varias veces al día. Durante la helada la gente se había limitado a caminar detrás de los trineos que transportaban los ataúdes. Pero ahora unas grietas gigantescas habían quebrado la robusta y maciza mole de cristal que antes circundaba todas las islas y tocaba el suelo del puerto. De docenas de anchas fisuras salían de vez en cuando llamas que se elevaban varios cientos de pies por encima de los ríos de aceite ardiente que habían formado los desfiladeros. Emergían muros de humo negro y vapor blanco que se teñían de rosa con la luz del fuego. Géiseres originados en las cavernas llenas de agua verde agitada y aceite ardiendo estallaban de pronto en medio de un lago de hielo transparente y arrojaban pesadas esquirlas afiladas como cuchillos. La superficie empezaba a fundirse con el calor que irradiaba el cielo lleno de nubes, y en ocasiones los estanques de hasta veinte pies de profundidad que aparecían eran drenados al instante por una nueva grieta en la que el agua se desvanecía en una anárquica red de túneles, cuevas y ríos subterráneos.

Cruzaron un lago de agua tibia que les llegaba hasta la cintura. Al salir miraron atrás y vieron que había desaparecido. A continuación tuvieron que dar un rodeo de una milla para esquivar una grieta que contenía un millón de toneladas de aceite ardiendo. Vadearon corrientes rápidas sobre cauces de hielo fundido y atravesaron espirales de humo negro como el carbón, para salir al otro lado y encontrarse con que el laberinto tenía muchas más paredes.

De pronto, sobre sus cabezas comenzaron a aparecer y desvanecerse con un rugido el millar de elevadores, que volaban a escasa altura en medio del vapor y el humo, sus luces parpadeando a lo largo de sus cien pies de longitud mientras iban veloces de un lugar a otro. Sus rotores y reactores partían y agitaban las nubes de tal modo que pequeños relámpagos y truenos los seguían a través del hielo desplegándose como un velo. Se entrecruzaban en extrañas guirnaldas frente a los Marratta y la señora Gamely, que enseguida aprendieron a no inmutarse cuando pasaban. Hardesty se preguntó qué iba a ser del plan de Jackson Mead ahora que la gran lente de hielo se había roto sin remedio, e imaginó que el maestro constructor se habría hundido mucho más que el hielo.

Buscaron un sepulturero en la isla de los Muertos. Los sepultureros eran los descendientes de los hombres de la bahía y los fugados de lo que estos habían dado en llamar «hospitales para los congelados». Y tenían todo el aspecto. Debido a su piel, sus barbas alborotadas, sus cordones de cuero raído y mugriento y sus ojos muy abiertos, que les daban una expresión de perplejidad, parecían ser los dignos herederos de sus peculiares antepasados.

Hardesty encontró a uno cavando al pie de un enorme árbol inclinado.

—Entiérrela —ordenó señalando el ataúd.

El sepulturero objetó que ya era de noche.

—Será de noche el resto de su vida si no empieza a cavar ahora mismo —lo amenazó Hardesty.

—Págueme.

Hardesty dejó caer unas monedas en las manos ahuecadas del hombre.

Ya había una fosa esperando. Se dirigieron a ella y bajaron el ataúd.

La tumba estuvo cubierta mucho antes de la medianoche. Sabían que tenían que darse prisa, pero antes de emprender el regreso por el hielo, repleto ahora de cálidos lagos verdes que no tardarían en ser subsumidos, se quedaron allí un rato, incrédulos. El mundo entero parecía agonizar. «Adiós, Abby», dijo Virginia.