En memoria de los soldados
y marineros de Chelsea

En la vejez, los momentos de gran energía y lucidez son como islas húmedas en un mar seco, y tanto en los arrebatos de cólera intensa como en los de alegría repentina un anciano con un bastón acaso descubra que sus muchos años no han aportado a su inocencia más que pruebas y explicaciones, y que, por mucho que haya aprendido en su larga vida, ya no ve tan lejos como cuando tenía siete años. Harry Penn vivía a menudo tales momentos, durante los cuales se entusiasmaba al descubrir que estaba aprendiendo lo que en el pasado había sabido antes de pagar el precio de averiguarlo.

Había crecido con el milenio a la vista y ahora quería que el puente de Jackson Mead fuera lo más largo y alto posible, que se precipitara como una lanza a través del muro de nubes. Sabía que para que eso ocurriera las condiciones del terreno tenían que ser perfectas. Ninguna empresa humana podía encargarse de los numerosos cambios, recoger los puntos sueltos o promover la justicia total y rotunda que se requería; sin embargo, todo debía estar en su sitio y todos tendrían que moverse con brío sobre el escenario iluminado según su papel. Harry Penn creía que aún no había cumplido con el cometido de su vida, y eso le entristecía. No bastaba con envejecer. Quería milagros. Quería vida donde no la había, la negación del tiempo y la conversión del universo en oro, aunque solo fuera durante un instante maravilloso. Quería ver los enormes penachos blancos, semejantes a los penachos ceremoniales de los caballos de los carruajes, que su padre le había prometido que se elevarían por encima de la ciudad anunciando la edad de oro.

De modo que en vano fantaseaba con sus libros y enciclopedias, recordaba lo mejor que podía cuanto había visto y estaba atento a la arquitectura del espíritu cuando esta sufría sus periódicas y alegóricas catástrofes y restauraciones. A menudo llenaba la enorme piscina de pizarra y se zambullía en el agua con la única intención de dejar que sus pensamientos flotaran libres, pero estos nunca flotaban tan libres como para prepararlo para el milenio que se aproximaba a toda velocidad.

Una noche se anuló la función de Jessica debido a un frío inusitadamente intenso. Por todo Manhattan, conforme los materiales se contraían con las bajas temperaturas, se oía el sonido de cables partiéndose y de mampostería cuarteándose: los latigazos de la ciudad, que eran las respuestas del invierno a los relámpagos. Mientras reverberaban los pequeños truenos, Jessica fue en trineo desde el teatro a la casa de su padre, donde cocinó cordero con guisantes, que comieron frente a la chimenea. Estaban solos, aunque esperaban la visita de Praeger más tarde. Christiana estaba con Asbury, y Boonya se había ido a ver a su hermana, que vivía en Malto Downs.

Tras recoger la mesa y lavar los platos, Jessica regresó con dos tazones de té negro y una lata de galletas de mantequilla con la imagen de un fusilero de las Tierras Altas con la falda escocesa de los Black Watch. El té fuerte avivaba la imaginación de Harry Penn. En la chimenea, el pino resinoso y el nogal seco se convirtieron en un Waterloo de líneas rojas que avanzaban y de pequeños cañonazos. Harry Penn estaba preocupado. El té y el fuego lo animaron.

—¿Qué ocurre —preguntó a Jessica— cuando olvidas tus diálogos?

—No los olvido.

—¿Nunca?

—Muy pocas veces. Casi nunca. Porque me aprendo el papel para convertirme en el personaje que he de interpretar, y no al revés. Una vez que soy ella, no puedo olvidarme de lo que dice. Es impensable.

—¿Quieres decir que aprender un papel tiene poco que ver con la memoria?

—Exacto. Solo los malos actores se aprenden de memoria sus papeles. Los buenos los escriben continuamente mientras los interpretan.

—Aunque el dramaturgo ya los haya escrito.

Ella asintió.

—¿Eso no es algo pretencioso?

—El dramaturgo lo entiende.

—Entonces te sumes en una especie de trance.

—Sí.

—La obra ya está escrita, pero sigue siendo nueva para ti. Cuando dices tus frases, las dices por primera vez. Son tan tuyas como del dramaturgo. ¿Cómo lo explicas?

—No sé explicarlo. Solo puedo decir que eso es lo que distingue a los buenos actores de los malos.

—Bien, ahora imagínate —dijo Harry Penn mirando la tapa de la caja de galletas— que tuvieras una preocupación y que al final de una larga y complicada obra olvidaras lo que tienes que decir. ¿Qué harías?

—Probablemente no tendría tiempo para pensar y diría lo primero que se me ocurriera. Las otras frases habrían sido un regalo y consideraría las frases que improvisara también como un regalo, aunque tal vez de otra fuente.

Alguien aporreó la puerta.

—Es Praeger —anunció Harry Penn.

—El alcalde —dijo Jessica con orgullo.

—Eso no cambia nada —declaró Harry Penn—. Es un buen hombre. Abre la puerta antes de que se congele. ¿Sabías que el alcalde Arándano murió congelado en Newtown Creek unos años antes de que yo naciera?

Cuando Jessica llevó a Praeger al gabinete de su padre, encontraron a este de pie ante la chimenea, con la tapa de la caja de galletas en las manos. Lloraba.

—¿Qué pasa? —preguntó Jessica.

—El fusilero de las Tierras Altas. Tengo esta caja desde hace años y nunca le había mirado bien la cara. Ahora lo entiendo.

—¿Qué entiendes? —preguntó Praeger.

—¿Os acordáis del indigente del Petipas?

—Sí.

—Tendría esta cara, más o menos, si hubiera estado afeitado y lavado.

Praeger miró la caja.

—No estoy seguro. No lo recuerdo bien.

—Porque nunca lo habías visto.

—¿Y usted sí?

—Sí.

—¿Cuándo?

—Cuando era pequeño. —Harry Penn dejó al fusilero en la repisa de la chimenea y retrocedió un paso. Volviéndose hacia Praeger, el alcalde de la ciudad, le ordenó que fuera al establo y enganchara los tres mejores caballos al trineo más rápido—. Quiero que me lleves al norte.

—¿A los Coheeries? —preguntó Jessica.

—Sí —respondió su padre sonriendo—. Por fin he encontrado mi lugar en este mundo.

Praeger salió. Cuando la luz del establo se encendió al otro lado del patio, Harry Penn se volvió hacia su hija y le dijo que había ocurrido un milagro, y justo a tiempo.

—¿Qué milagro? —preguntó ella.

—Peter Lake.

Harry Penn era el único hombre de Nueva York que podía ordenar al alcalde que preparara el trineo, y no dudó en hacerlo, ya que Praeger había trabajado para él y era su yerno a todos los efectos desde hacía más de diez años. Por otra parte, un hombre cuerdo de cien años tiene derecho a las más altas convenciones protocolarias y no necesita someterse por respeto a presidentes y reyes, porque los presidentes y los reyes han llegado tan alto que, si valen, solo piensan en la historia, y un hombre de cien años es historia.

Los tres caballos que Praeger enganchó al trineo de carreras estaban impacientes por correr, y casi antes de que se dieran cuenta estaban en Riverside Drive, volando hacia el norte.

—Baja y sigue por el río en la calle Ciento veinticinco —ordenó Harry Penn al alcalde.

—¿Estará helado en Spuyten Duyvil? —preguntó Praeger con cierto temor—. Los remolinos nunca se hielan, y luego está el canal de navegación.

—Seguro que sí. En un invierno como este —afirmó Harry Penn mirando al frente— siempre se forma un resistente puente de hielo entre Spuyten Duyvil y el canal. Se curva un poco hacia el oeste, luego gira hacia el este y se eleva un poco, casi como un tramo de pradera. Después de eso, el hielo estará despejado hasta el final del trayecto. Podremos correr como locos.

Praeger agitó las riendas con ímpetu y la troica torció a la izquierda y bajó hacia el río.

—¿Cómo lo sabe?

—Llevo casi cien años haciendo este viaje. Si solo has conocido una docena de inviernos, parecen caóticos. Pero después de cien empiezas a reparar en ciertas pautas que aparecen y se entrecruzan. Siempre sé qué tiempo va a hacer. Es fácil. Y conozco el estado del hielo. Eso también es fácil.

—¿Qué hay de las relaciones humanas?

—¿Tienes algún problema?

—No, solo por curiosidad.

Hubo un silencio.

—No es tan fácil, pero es posible.

—¿Y qué hay de la historia?

—La historia es muy difícil. Un número casi infinito de ondas interactúan dentro de un número infinito de conjunciones. Como imaginarás, últimamente ha habido una fuerte tendencia al agrupamiento y muchas ondas diferentes están corriendo juntas, en fase. Sin embargo, no veo que puedan estar agrupadas antes del año dos mil, para el que solo faltan dos semanas, a menos que se produzca alguna catástrofe.

—¿Y entonces qué? —preguntó Praeger, porque él también tenía sus ideas y había imaginado la ciudad girando descontrolada en una conmovedora y silenciosa caída sin fin.

—Entonces lo veremos —contestó Harry Penn.

El trineo golpeó el hielo con suficiente fuerza para resquebrajarlo a lo largo de media milla. Libre de obstáculos a partir de Spuyten Duyvil, la troica se deslizó hacia el norte tan veloz que los vigilantes de las ciudades que bordeaban el río anotaron en sus libros de registro que algo oscuro había pasado por el hielo y desaparecido antes de que pudieran identificarlo. Praeger ignoraba que las poblaciones que se veían sobre las colinas, como faros sobre acantilados, pertenecían a otra época. Y Harry Penn no se lo dijo porque, en un momento en que el futuro inmediato prometía ser tan decisivo, no quería que Praeger quedara seducido por la maravilla de un pasado vivo. Avanzaron junto a las ciudades y dejaron atrás la luz dorada del faro al dirigirse hacia el norte en dirección a las montañas que conducían al Lago de los Coheeries.

Llegaron al lago al día siguiente por la noche. Estaban agotados y les dolía la garganta. A diferencia de los pueblos de la ribera del Hudson, los que bordeaban el lago, entre ellos la ciudad del Lago de los Coheeries, estaban a oscuras. Harry Penn se levantó en el trineo para mirar la orilla.

—Nunca lo he visto tan oscuro —dijo—. Algo pasa.

La carretera que llevaba a la ciudad del Lago de los Coheeries a través de la llanura no había sido transitada desde la última nevada. La población se recortaba, totalmente oscura, sobre el enorme telón de cielo y estrellas. Avanzaron despacio y chocaron contra lo que creyeron que era un leño en mitad de la calle. Pero no era un leño, sino Daythril Moobcot.

Por todas partes había cadáveres. Estaban tendidos en los umbrales, o doblados y congelados sobre las cercas, como piezas de caza secándose al sol. Al lado de los muertos había rifles y pistolas. Parecía haberse librado una terrible batalla, y las calles estaban llenas de muebles y objetos pequeños, prueba del saqueo y desvalijamiento de los edificios. Las puertas abiertas de las casas se balanceaban aterradas con el flujo y reflujo del viento, o se cerraban de golpe como disparos.

—Casi lo sabía —dijo Harry Penn—. Pero pensaba que no ocurriría de verdad.

Praeger estaba sin habla.

—Pero si tenía que ocurrir, que así sea. Están muertos. Ya se acabó. Y eso significa que un centenar de épocas han tocado a su fin. Sígueme.

Pasaron por delante del cenador y se adentraron en el lago, ya no tan despacio, en dirección a la casa de los Penn, situada en una isla perdida entre las islas y los promontorios de la orilla opuesta. «Un poco a la izquierda», decía Harry Penn con voz temblorosa para guiar a Praeger, o bien: «Un grado a la derecha». Maniobrando alrededor de islotes rocosos cubiertos de pinos, de lugares abandonados hacía tiempo a los somorgujos, llegaron a una enorme casa que se alzaba al final de una curva blanca y suave. Estaba intacta.

—Menos mal que este lugar estaba escondido —comentó Praeger.

—Apenas importa, como verás. No se habrían llevado lo único importante, y en cuanto a los daños, pronto darán igual.

Fueron primero al cobertizo, donde Harry Penn esparció en el suelo todo un saco de avena delante de los caballos. Estaba muy agitado, como si la batalla librada hacía tanto tiempo en la ciudad se desarrollara todavía.

—Tráemelas —ordenó a Praeger señalando dos o tres escobas de paja que habían sido desechadas porque estaban manchadas de brea.

Abriéndose paso con esfuerzo a través de la nieve, que les cubría hasta los muslos, llegaron al porche, una enorme galería de más de cien pies de longitud y veinticinco de ancho. La puerta era tan sólida como siempre.

—¿Cómo entrarías? —preguntó Harry Penn señalándola.

—Con una llave.

Harry Penn se rió.

—Mira el ojo de la cerradura. No hay hueco, es como un trampantojo. Mi padre estaba obsesionado con los ladrones y jugaba con ellos. En aquellos tiempos robar era una profesión más respetable que hoy día. Era una especie de ajedrez. Mi padre invirtió mucho tiempo y dinero en burlar a los ladrones. Supongo que un caco moderno se limitaría a destrozar una ventana, pero en aquel entonces había ciertas convenciones. Mira.

Puso las manos en el pomo de la puerta y lo movió como si se tratara de una palanca de cambios, en un código de diez pasos, y la puerta se abrió automáticamente por medio de contrapesos.

Praeger quedó encantado.

—¿Te ha gustado? —preguntó Harry Penn—. Me alegro de que lo hayas visto, porque es la última vez que este curioso mecanismo funcionará.

Desapareció en la casa oscura y Praeger lo siguió.

Harry Penn sacó un encendedor de puros y pasó la llama en forma de lápiz por la cabeza de las escobas, que estallaron en enormes fuegos amarillos. Praeger comentó que era una suerte que los techos fueran tan altos. Si no, podrían haber prendido. Harry Penn guardó silencio y condujo al alcalde de Nueva York por las enormes habitaciones heladas.

Con las antorchas llameantes en la mano, se detuvieron aquí y allá, y las levantaron para iluminar los cuadros que los observaban con inconmensurable tristeza desde las paredes. Aunque la mayoría habían sido de caras felices o alegres, años y años de silencio e inmovilidad habían dado a los retratados la expresión dolida de los fantasmas abandonados. Parecía que les molestara haber sido olvidados, y tal vez los horrorizara que el anciano marchito que caminaba entre ellos con una antorcha hubiera sido en otra época un niño en quien habían depositado sus esperanzas. Durante el par de segundos en que surgían de la oscuridad, parecían enfadados y resentidos por haber sido condenados para siempre al silencio, y porque, pese a su sacrificio y su preocupación por las generaciones futuras, su casa había sido abandonada al viento y a la noche.

—Estos son los Penn —dijo el anciano—. Podría decirte el nombre de cada uno, y mucho más, porque son personas a las que quise. Todos han muerto. Pero hasta ellos podrían llevarse una sorpresa…, cuando se despierten.

—¿Se despierten?

—Sí. Creo que hay una posibilidad clara de que eso ocurra, y te diré por qué. En medio del lago hay una isla donde nos entierran, o nos enterrarán, a todos. En ella depositaron a mi hermana, que murió antes de la primera gran guerra. Pero ya no está allí. Se marchó bastante pronto, por lo visto. Y la explicación fue que su tumba había sido destruida por un meteorito. ¡Un meteorito! A nadie pareció importarle el hecho de que los meteoritos caen sobre la tierra, no al revés.

»Que la tumba fuera aniquilada, que desapareciera, encaja con su epitafio, que decía: “Partió al mundo de la luz”. No puedo explicarlo, pero creo que mi hermana hizo lo que dijo que iba a hacer.

Se detuvo en un umbral del cavernoso salón y se volvió hacia Praeger.

—Me dio instrucciones en su lecho de muerte. Entonces no las entendí. Pensé que deliraba. Me dijo que las siguiera cuando volviera a ver a Peter Lake, que estaba con nosotros. Él se fue justo después de que ella muriera y, aunque esperábamos que regresara en cualquier momento, no volvió y no lo vi nunca más…, hasta aquella noche en el Petipas.

—¿Cómo puede estar seguro?

—No puedo.

—¿Quién era ese hombre?

—Te lo enseñaré.

Harry Penn lo condujo al interior de la habitación. Las sombras tenían un ritmo al alzarse y caer, y Praeger reconoció el ligero olor a humedad de las alfombras y los muebles cubiertos con fundas. El aire empezó a llenarse de humo de brea, que oscureció el techo, de modo que parecía que estuvieran en una cueva sin cubierta o bajo un cielo de noviembre. Harry Penn avanzó unos pasos hacia la chimenea y levantó la antorcha hasta iluminar dos cuadros, uno colgado encima de la repisa y el otro enfrente.

—Beverly —dijo—, mi hermana. Y ese es Peter Lake.

Aunque frágil y débil, ella era una joven hermosa y sonriente. Él parecía desconcertado y fuera de lugar.

—Incluso cuando se pintaron esos retratos —explicó Harry Penn—, se sentía incómodo con nosotros. Pensaba que Beverly era demasiado buena para él y que nosotros no lo veíamos con buenos ojos debido a sus orígenes y al modo en que se ganaba la vida.

—¿Cómo se ganaba la vida?

—Era ladrón. Y es evidente que era bueno. Había sido maestro mecánico y se había metido en algún lío. Yo nunca supe cómo ni por qué.

»Y, un siglo después, está en alguna parte de la ciudad y no ha envejecido ni un ápice. Fíjate en el fondo de los retratos: cometas y estrellas. Mira sus caras. Esas personas no están muertas… Estoy seguro. Por favor, descuelga los cuadros.

Cuando Praeger hubo depositado los retratos en el suelo, se volvió y vio a Harry Penn prender fuego a las cortinas y los muebles.

—¿Qué hace? —exclamó.

—Estoy siguiendo las instrucciones de Beverly —respondió Harry Penn con tono encendido.

—¿Qué hay de los cuadros?

—Deberían arder también pero los necesito. Vamos, cógelos.

Mientras recorrían presurosos los pasillos y las galerías, Harry Penn rozaba las paredes y los muebles con la antorcha. Cuando llegaron a la puerta principal, la casa resplandecía más que una tarde de verano. Las llamas que rugían en su interior convertían las habitaciones en huecas cámaras naranjas y en bolas de fuego cegadoras. Chorros de llamas dentados ascendían por las escaleras como enormes serpientes que hubieran salido del lago en busca de los niños. La casa parecía danzar y dar vueltas, como si por el fuego pasaran a toda velocidad los acontecimientos ocurridos en su interior, como si cien veranos ardieran bajo una lente, cien inviernos se congelaran, rígidos y quebradizos, y todos los fuegos, bailes, besos y sueños que habían tenido lugar dentro se liberaran para girar en pálidos remolinos calientes y quemar la frágil madera con su repentina rebelión. Como si se tratara de un cohete, el fuego se elevó con un grito y atravesó el techo.

Colocaron los cuadros en la parte trasera del trineo. Praeger refrenó a los caballos asustados mientras Harry Penn prendía fuego al cobertizo. Toda la cueva verde resplandeció como si fuera de día. Rodearon la casa y los caballos se precipitaron aterrados hacia la ciudad a través del lago. El viento alargaba las llamas de las antorchas como si fueran cabello ondeante y las chispas desaparecían en la oscuridad. Los caballos relinchaban al correr por el hielo, porque no les gustaba tener tan cerca el fuego, en el trineo, ineludible.

Entre Harry Penn y Praeger incendiaron la ciudad. Las casas ardieron enseguida y las calles no tardaron en convertirse en una cuadrícula de llamas.

—Están todos muertos —dijo Harry Penn cuando salían de la ciudad—. Me pregunto si es posible sellar el pasado como quería Beverly, o si se malinterpretarán sus deseos.

Al llegar a lo alto de la colina dieron la vuelta al trineo para contemplar la ciudad y el lago. Al otro lado del hielo, la casa de los Penn ardía y la ciudad estaba envuelta en llamas como algo que hubiera sido sumergido en parafina.

No había mucho que decir. La luna se había elevado y brillaba con fuerza. Harry Penn tiró las antorchas a la nieve y Praeger dio la vuelta a los caballos para dirigirse hacia las montañas.

Hardesty subió corriendo los primeros tramos de las escaleras que conducían a las galerías acristaladas que, según suponía él, llevaban a su vez a la parte posterior del cielo. Al doblar el rellano al comienzo del cuarto tramo, lo detuvo de pronto un tapón azul de seis policías y un sargento que le cerraron el paso. Bebían café en tazas desechables e iban cargados de pistolas y porras.

—¿Adónde vas? —preguntó el sargento con tono belicoso.

—¡A coger el de las seis veinte a Cos Cob! —gritó Hardesty para despistarlos, ya que el cometido de los agentes era impedir el acceso a las galerías.

—Por aquí —dijeron indicándole el camino.

Bajó corriendo.

De nuevo en la galería de Vanderbilt, levantó la vista hacia el espacio abierto en el cielo y volvió a ver la misma cara mirando hacia abajo tranquilamente. Tenía que averiguar quién era. Si era preciso, atacaría a los policías. Si los pillaba desprevenidos, podría matar o herir a cuatro en el acto. Abatiría a los dos que quedaban gracias a sus conocimientos superiores de tácticas de asalto y a lo poco que le importaba que le hirieran. Pero necesitaría como mínimo dos pistolas, lo que significaba que tendría que abatir al menos a otros dos agentes. Parecía poco razonable que hubieran de morir ocho hombres solo para que él pudiera subir unas escaleras. Tal vez si los sobornaba… Pero ¿de dónde iba a sacar el dinero? Aunque robara a cincuenta personas, era poco probable que lograra reunir los varios miles de dólares que le harían falta. No obstante, tenía que llegar allá arriba.

La trampilla se cerró, sellando el cielo.

«Maldita sea», se dijo. Decidió esquivar a los policías. Se encaramó a la barandilla de la galería y empezó a escalar por la pared de mármol que se cruzaba con la cortina de cristal frente a las pasarelas. Tiempo atrás, artesanos pacientes habían labrado guirnaldas, huevos y dentículos en esa esquina. Los salientes y asideros que proporcionaban tenían el tamaño adecuado para los dedos de Hardesty. Para contrarrestar la presión contraria tenía que hacer fuerza contra el cristal.

Atreviéndose a escalar pero no a mirar hacia abajo, se movió deprisa e inseguro y logró aferrarse a la pared principalmente por la fuerza que lo impulsaba a subir. Si se hubiera detenido, se habría caído tras un par de segundos aterradores agarrado al mármol como un gato. Esta vez no había nada que lo llevara sin esfuerzo como había sucedido con la cuerda dorada. No obstante, había contradicciones y paradojas en la física y, aunque no tenía tiempo para reflexionar sobre ellas, sus dedos, sus músculos y su corazón las conocían muy bien. Si no tenía fuerza para quedarse pegado a la pared sin moverse, ¿cómo iba a tenerla para desplazarse hacia arriba? ¿Acaso el equilibrio era tan delicado que la potencia original de su primer paso desde la base podía acompañarlo hasta donde subiera, siempre que su sujeción fuera equiparable a la fuerza que tiraba de él hacia abajo? Y en ese caso, ¿por qué no se asía a los huevos, las guirnaldas y los dentículos en una posición neutral? En la escalada temeraria y llena de fe había como mínimo una pequeña porción de magia que abolía las leyes de la conservación, tal vez para al final restaurarlas. Fuera como fuese, en ese momento, con la bendición, la amnesia y el aliento que los buenos escaladores requisan al aire, ascendía por una columna casi pura en el interior de la estación Grand Central.

Cuando llegó por fin al saliente manchado de hollín que se alzaba muy por encima del suelo, puso la mano derecha sobre él y respiró aliviado. Estaba suspendido a una altura mortal (cuatro dedos lo sujetaban lo justo para dejar libre el pulgar), pero se sentía tan seguro como si estuviera atado boca abajo al suelo. Tras un breve descanso se aupó hasta el saliente.

Los policías estaban muchos pisos más abajo y probablemente ni imaginaban que alguien los había sorteado y era casi tan libre como las golondrinas, soberanas de las capas superiores del aire. Y aunque los viajeros hubieran levantado la mirada para contemplar las estrellas (cosa que no hicieron), probablemente no habrían visto al hombre que corría a lo largo del alto saliente sin protección.

Faltaba una de las hojas inferiores de una ventana en forma de arco. Tal vez se hubiera estrellado contra ella un pájaro o la hubiera alcanzado una bala perdida. Hardesty se arrastró por el hueco y salió a un pasillo en penumbra. El suelo estaba cubierto de una gruesa capa de polvo en la que había una fila de huellas que conducían a una escalera de caracol al final del pasillo. Tras dar siete vueltas alrededor de la escalera de hierro, Hardesty se encontró en una pequeña habitación abovedada que parecía una capilla, frente a una pequeña puerta metálica cerrada con llave por el otro lado.

Como lamentablemente sabía muy poco de allanar moradas, empezó a lanzarse contra ella. Poco a poco la puerta fue cediendo.

Peter Lake estaba echado en la cama entre las vigas de hierro, leyendo un número de Police Gazette de noviembre de 1910. A esas alturas se había acostumbrado a un montón de cosas extrañas y había visto con placer y sin el menor asombro las imágenes de vándalos hoscos y canallas meditabundos que no sabía si había conocido. Al pasar las páginas volvió a encontrarse con tipos como James Casey, Charles Mason, el doctor Long y Joseph Lewis. Aunque le sonaban las caras, no estaba seguro de qué tenía que ver él con ellos. ¿Por qué le conmovió tanto una vieja fotografía del carterista William Johnson? ¿Acaso porque el sombrero hongo y el traje eduardiano (ya desaparecidos, como sin duda su dueño) le recordaban una época en que no dominaban ni la naturaleza ni el hombre, sino que ambos habían llegado a un acuerdo que permitía incluso a los individuos más toscos reflexionar, gracias a su cultura y su entorno, sobre sus circunstancias, con resultados extraordinarios? ¿Cómo podía explicar si no los ojos tristes y sagaces de esos hombres? William Johnson (un nombre falso, por supuesto, uno entre una docena), un carterista, mostraba en el destello de sus ojos que había visto a través del tiempo y comprendido a los que lo seguirían. Una vez retirada la escoria del tiempo, los carteristas, estafadores y ladrones a veces resultaban ser dueños de esas caras inteligentes y mágicas que utilizaban los pintores del Renacimiento para representar a los santos y los ángeles.

Extrañamente conmovido por la mirada paternal y confiada de William Johnson, Peter Lake estaba a punto de pasar la página y encontrarse con una gran fotografía… de sí mismo, cuando pegó un salto en su cómoda cama al oír los golpes que daba Hardesty Marratta a la puerta metálica. La Police Gazette salió volando de sus manos como un pollo agitado y aterrizó en el polvo con el retrato de Peter Lake hacia abajo. Por pura casualidad, la expresión del ladrón de la ficha policial y la del maestro mecánico siempre impasible que se encontraba en las vigas de encima del cielo eran idénticas.

Lo habían detenido sin cargos poco antes de un golpe en el Delmonico, para el que había tenido que vestirse como en los años veinte y de veinticinco alfileres, y le habían dado una paliza porque sabían que tendrían que soltarlo. Cuando estuvieron listos para disparar el flash, una vez que se hubo enderezado el desgarrado cuello de etiqueta y los restos de la pajarita y posaba ya para la fotografía, oyó gritos de dolor al otro lado de la pared. Había vivido muchas veces esa clase de situaciones, pero no lo habían endurecido, de modo que la fotografía mostraba el semblante compasivo de un hombre que intenta ver a través de una pared tras la cual están asesinando a un compañero. Tenía una expresión alerta, atemorizada y, aun así, cínicamente fría, como si dijera: «Bueno, si soy el siguiente, soy el siguiente. Pero no contéis con ello». Ese era exactamente el aspecto que tenía Peter Lake mientras Hardesty Marratta, enloquecido y porfiado, se lanzaba contra la puerta una y otra vez, como una cabra que hubiera bebido a lengüetazos un cuarto de galón de té fuerte.

Peter Lake había olvidado la puerta que conducía al tejado y por eso creyó que no tenía escapatoria. De entrada se quedó paralizado, y luego le dio al interruptor que controlaba las estrellas. Siguieron brillando, porque habían sido encendidas para siempre. Despojado de la oscuridad, todavía contaba con la ventaja de la sorpresa. Si abro la puerta cuando el intruso se abalance sobre ella, tal vez se estampe contra la columna de hierro y pierda el sentido, pensó. No, no funcionará. Sea quien sea, tiene la cabeza dura. Dejaré que se canse un poco y luego improvisaré.

Peter Lake se subió a las vigas y esperó media hora tumbado entre las sombras mientras Hardesty seguía embistiendo la puerta. Tanto Hardesty como la puerta estaban sufriendo mucho en una guerra de desgaste en la que esta habría ganado de no ser porque su contrincante estaba convencido de que, si lograba acceder al otro lado, empezaría a llegar a la raíz de las cosas. Los intervalos entre sus acometidas eran cada vez más largos, estas se volvieron más lentas y débiles, y la puerta se parecía cada vez más a un diente suelto a punto de caer.

Al final Hardesty irrumpió en la habitación, corrió unos pasos, se volvió tambaleante y se desplomó. Peter Lake esperaba que otros lo siguieran. Al ver que no entraba nadie más, se bajó de las vigas, cerró la puerta y arrastró hasta la cama a Hardesty, que estaba muy magullado y jadeaba. Creyendo ayudarlo, cogió una lata que hacía noventa años había contenido un guiso de cordero de Nueva Zelanda, la llenó de agua tibia y se la arrojó a la cara.

Hardesty gesticuló como si se ahogara y abrió los ojos.

—¿Por qué ha entrado a la fuerza? —preguntó Peter Lake.

—Le he visto en la trampilla. Quería averiguar quién es y cómo ha llegado aquí.

—¿Por qué ha mirado hacia el techo? Nunca lo mira nadie.

—No lo sé. Cuando vi que las estrellas estaban encendidas no pude apartar la vista.

—¿No tenía que coger ningún tren?

—No.

—¿Cómo ha subido? —preguntó Peter Lake con recelo—. ¿Es amigo de los policías?

—He escalado por las paredes con ayuda de los huevos con guirnaldas y los sucios dentículos.

Peter se mostró escéptico.

—Cuesta creerlo. ¿Es usted escalador?

—En realidad, sí —respondió Hardesty—. Era…

Se interrumpió en mitad de la frase y, echando hacia atrás su cara palpitante, miró a Peter Lake. Este hizo lo propio (aunque su cara no palpitaba). Se habían reconocido del Petipas. Se les contrajo la garganta y se estremecieron como cuando descubrimos o confirmamos la presencia de fuerzas elevadas y teleológicas que se hacen pasar de forma descarada y poco convincente por coincidencias.

—¿Quién es usted? —preguntó Peter Lake.

Hardesty sacudió la cabeza.

—Eso no importa. Y usted, ¿quién es?

Jackson Mead desató todas las fuerzas que había estado preparando y reservando, a fin de crear un espectáculo frenético y estremecedor que duraría diez días enteros, hasta el comienzo del milenio, y que no cesaría aunque la ciudad quedara consumida por el fuego y los disturbios provocados por el puente del arcoíris.

Después de construir durante siglos y siglos, Jackson Mead había aprendido cómo había que hacerlo todo. Creía en la existencia de una ley de igualdades que decretaba un equilibrio perfecto. Para que todo lo que existía se elevara, algo tenía que caer, y no había ninguna forma libre, ya que toda forma tenía una sombra y un complemento. De ahí que tuviera sus detractores. Él los respetaba y no deseaba ganárselos, porque eso habría significado que creía que se oponían a él sin motivo. Además, sus actos eran justos y él bien podría haber estado de su parte. Pero no lo estaba porque su misión consistía en hacer que las cosas avanzaran, y para ello tenía que combatirlos. Le gustaba decir que nunca había habido un constructor que no hubiera entendido la guerra.

Durante casi una centuria había preparado las acciones que tomarían por asalto los últimos diez días del siglo, con Cecil Mature y el reverendo Mootfowl como sus insólitos generales. Pese a sus extravagancias personales, ambos eran perfectamente idóneos para sus responsabilidades y durante innumerables años habían estado a su lado, sin edad y sin envejecer, poseídos de una sabiduría extraordinaria que ocultaban inocentemente, no tanto para engañar como para satisfacer sus propios temperamentos.

El solsticio de invierno llevó a Sandy Hook una armada de enormes barcos cuya sola extensión calmó los mares. Desde sus cubiertas se inició un traslado sin precedentes de máquinas y materiales de construcción. Cientos de helicópteros de carga pesada, con hileras de luces parpadeantes y penetrantes faros azules a lo largo de sus cien pies de longitud, rugieron en el cielo acarreando bajo sus cuerpos torcidos, semejantes al de la mantis religiosa, objetos que tenían muchas veces su peso y su tamaño.

El zumbido de esos helicópteros se oía a millas de distancia. Al acercarse estremecían el suelo y congelaban a todos los seres vivos con las frecuencias paralizantes que brotaban de sus misteriosos motores. Sus luces parpadeantes y la longitud de onda de sus faros estaban perfectamente sincronizadas con los sonidos rítmicos, en armonías y contrapuntos de extraordinaria complejidad. Podían girar sobre cualquier eje y mantener cualquier posición. Eran delicados como mariposas y grandes como los aviones a reacción de mayor tamaño. En constante movimiento por encima del puerto, cruzándose unos con otros sin colisionar nunca, iban y venían de los barcos a las obras.

En los costados del buque de Jackson Mead atracado en el Hudson se abrieron unas puertas enormes. Desde la costa o sobre el hielo se veía que el vasto interior estaba dividido en numerosos niveles iluminados en tonos diferentes. Dentro de la nave se superponían unas diez o quince carreteras por las que pequeños vehículos veloces circulaban en diversas direcciones (solos o delante de múltiples tráilers), corriendo por las arterias bajo luces que parpadeaban apremiantes. A intervalos pasmosos por su precisión y frecuencia, salían de ese enorme hangar elevadores que tomaban gran velocidad y al girar en el aire provocaban ráfagas de viento que pulían el hielo y convertían los cristales sueltos y los restos de nieve en nubes que se expandían hasta la mitad de la altura de los rascacielos.

Del buque se proyectaban torres transparentes de veinte pisos. Las operaciones se dirigían día y noche desde ellas, envueltas en un tenue resplandor broncíneo que, sin embargo, evocaba otra clase de luz diurna perpetua, no de marzo, sino de agosto. Las obras se desprendían rápidamente de sus corazas para dejar a la vista medio centenar de reductos semejantes a fortalezas, hechos de hormigón liso y bien arraigados en el suelo. Sobre su superficie superior se colocaban las numerosas máquinas procedentes de los barcos y los trenes, que nunca llegaban al puerto, sino que se descargaban desde el aire y a continuación se levantaban de las vías vagón por vagón y se desechaban para que otros pudieran circular y dejar su cargamento sin cesar.

Sobre los cimientos había bases semejantes a bloques, grandes cajas y las esbeltas vigas que soportaban su peso. El cielo estaba lleno de helicópteros que remolcaban motores multicolores, enormes armazones de silicona vítrea, ensamblajes redondos de fuego transportados de un lado para otro como pequeños soles, antiguos artefactos arcanos que recordaban más que ningún objeto moderno al gigantesco espejo ustorio de Priestley o al telescopio de Herschel, palpitantes espirales de cristal que eran los hermanos de hielo de los pequeños soles, y flácidas redes de cables y circuitos eléctricos con las que los elevadores parecían medusas moviéndose en el aire por encima del puerto.

En cuanto la atónita plebe creía haber recuperado el aliento, un exquisito montaje sin precedentes se izaba de pronto de un barco, el tráfico se doblaba o la red de sonidos se volvía más densa. La estrategia de Jackson Mead consistía en que cada hora fuera más intensa que la anterior. El propósito era desconcertarlos, sorprenderlos, desorientarlos, arremeter contra sus sensibilidades, cegarlos con luces parpadeantes y golpear cada vez más fuerte, para que los adversarios quedaran incapacitados y el puente se sostuviera. Porque en última instancia, a pesar de la fuerza y de los planos, era una construcción delicada y frágil que dependía de circunstancias por las que Jackson Mead solo podía rezar.

Virginia estaba sentada en el borde de la cama de Abby, contemplando la luz menguante bajo una copiosa nevada. La hora en que se encendían las luces infundiendo esperanza y energía a la tarde transcurrió en silencio y tranquilidad. Como alimentaban a Abby por vía intravenosa, quienes estaban a la cabecera de su cama no contaban siquiera con la alegría ambivalente de las comidas del hospital, que llegaban en aparatosas fuentes semejantes a monedas enormes.

Hardesty llevaba fuera más de una semana. Era improbable que en mil años de búsqueda y sufrimiento deliberados lograra salvar a su hija moribunda, y no digamos en unos pocos días. Nada de lo que viera o imaginara salvaría a Abby. Los niños morían. En tiempos no tan lejanos veían la muerte mucho más a menudo que sus mayores. Aunque no podía explicarlo, Virginia estaba segura de recordar un cementerio de pobres en el que cincuenta pequeños ataúdes descansaban bajo la nieve esperando ser enterrados, mientras los sepultureros se apresuraban a terminar su tarea antes de que cayera la noche. Como nunca había visto tal escena ni ninguna remotamente parecida, se preguntó cómo podía estar tan vívidamente grabada en su memoria, y pensó que tal vez en los momentos difíciles el pasado y el futuro eran más capaces de emerger de las sombras. En la galería fija de escenas infinitas, todos los acontecimientos eran siempre accesibles. Nunca se perdía nada. Los sepultureros del cementerio de los pobres que se afanaban para evitar las tinieblas se afanarían para evitar las tinieblas durante toda la eternidad.

Tuvo un sueño vespertino. Un trueno súbito la sorprendía hundida hasta los tobillos en nieve recién caída mientras un coche oscuro tirado por un caballo oscuro pasaba a toda velocidad, sus ruedas, cuatro estudios perfectos de la hipnosis. Sin saber dónde estaba, se volvía para ver qué había detrás y, aunque los herrajes, los árboles y las farolas estaban grises por la nieve, poco a poco se sumergía en una escena estival en la que empujaba un cochecito junto a un lago. Estaba en un parque y había bancos y un sendero pavimentado junto al agua. Los árboles del otro lado del lago se reflejaban en su superficie, brumosos e indefinidos: la ciudad estaba llena de bosques oscuros. Se inclinaba sobre el cochecito para ver al bebé, pero estaba vacío. Se lo había llevado el lago y estaba en alguna parte bajo el agua. Entonces la tarde de verano se convertía en oscuridad y ella se encontraba en un pasillo penumbroso. El revestimiento de las paredes, lleno de rozaduras, brillaba en la luz tenue y el suelo estaba cubierto de escombros. Cuando sus ojos se acostumbraron a la penumbra, vio junto a la barandilla a una niña con un traje anticuado. Se le había caído el pelo, tenía una mano en la boca y se agitaba presa de una especie de temblor. Se estaba muriendo, no tenía a nadie y estaba de pie. Virginia alargaba los brazos hacia ella para estrecharla, pero no podía moverse porque estaba atada a la barandilla. Hablaba con voz ahogada, pero la niña no la oía y seguía balanceándose, como si no supiera que uno de los derechos que se conceden a los enfermos y moribundos es el de tumbarse. Virginia trataba de desatarse y lloraba porque no podía moverse.

—Despierta, despierta —dijo la señora Gamely zarandeando a su hija—. Estás soñando. Despierta.

Virginia se irguió de golpe cuando su madre encendió la luz.

—¿Cómo está? —preguntó la señora Gamely.

Mirando a Abby, rodeada de tubos y cables eléctricos, Virginia respondió que seguía igual.

—Creo que cuando pase la médico esta noche deberíamos ir a pasear para que nos dé el aire —dijo la señora Gamely—. Llevas una semana sin salir.

—¿Dónde ha estado? —preguntó Virginia, porque su madre tenía las mejillas más coloradas que la manzana más escarlata de los Coheeries.

—He ido a una conferencia, querida. No te enfades. La daba ese hombre que tanto te irrita, el señor Binky. A mí me ha caído bien, aunque tiene que mejorar mucho su vocabulario. Ha hablado de forma conmovedora de su tatarabuelo, Lucky Binky, el que se hundió con el Titanic. Me ha emocionado bastante que no parara de referirse al Titanic como el Gigantic.

La señora Gamely ignoraba que Craig Binky no le había quitado ojo durante toda la charla y que después había ordenado a Alertu y Scroutu que la localizaran. Estos empezaron entonces a patear la ciudad en busca de una mujer robusta de cabello blanco que recordaba una bola de masa hervida y a quien Craig Binky había descrito solo como: «¡Esa Serafina, esa mujer encantadora, esa rosa blanca!».

Virginia miró a su madre con incredulidad. ¿Cómo podía haberse apartado de la cama de Abby para ir a una conferencia impartida nada menos que por Craig Binky? Sin embargo, a la señora Gamely le parecía perfectamente correcto, ya que, a diferencia de su hija, los médicos y los demás expertos, creía que, si bien la enfermedad de la niña era grave, para recuperarse solo necesitaba que se le aplicara cierta cataplasma. Por si acaso, la llevaba siempre en el bolso. Pero cada vez que sacaba el tema le gritaban como si fuera idiota. Eso la había desalentado mucho, y en su opinión era una lástima que la pequeña sufriera por culpa de la excesiva fe que los médicos tenían en extrañas máquinas y estúpidos medicamentos que no surtían efecto. Se planteó imponerse a ellos. Podría hacerlo porque, entre los chismes que llevaba en el morral (como, por ejemplo, un gallo vivo aunque soñoliento), había un instrumento de lo más persuasivo que se llamaba escopeta. Pero ya no se sentía tan segura de sí misma como antes. Eso no eran los Coheeries. Dejaba que hicieran lo que quisieran y, si bien guardaba la cataplasma, no se atrevía a aplicarla. ¿Y si hubiera agravado el estado de la niña?

La doctora llegó tarde esa noche; en cuanto finalizó sus exámenes, la señora Gamely y Virginia salieron a la nieve dejando de guardia a una enfermera.

—¿Por dónde quiere pasear? —preguntó Virginia.

—Por donde sea. Mírate. Estás temblando. Necesitas andar y recuperar las fuerzas.

Caminaron durante horas describiendo círculos y largas curvas, pasando en silencio entre lúgubres y desangelados almacenes espolvoreados de nieve como pasteles de azúcar. Virginia empezó a contar su sueño.

—¿La niña salía del lago y daba palmas? —la interrumpió la señora Gamely con sorprendente vehemencia.

—No, no salía del lago. Pero luego la veía, con unos años más, en el pasillo de un bloque de pisos —explicó Virginia, y le contó el resto del sueño. Cuando terminó, afirmó—: Creo que es obvio.

—Crees que la niña del sueño era Abby y que has soñado con ella porque estás angustiada.

—¿Qué podría significar si no?

—Podría no significar nada y ser valioso por sí mismo. Un sueño no es una herramienta para este mundo, sino una puerta de acceso al siguiente. Tómalo por lo que es.

—¿Qué se supone que debo hacer con él?

—Nada. Es como algo hermoso. No tienes que hacer nada con ello.

—Ah, madre —exclamó Virginia, al borde de las lágrimas—. Abby se va a morir y Hardesty y usted se dedican a dar vueltas por la ciudad hablando como místicos y vagabundos. La mitad del tiempo no entiendo lo que decís. No sé qué demonios significa, y no va a cambiar la situación de Abby.

—Virginia —dijo la señora Gamely, e intentó abrazar a su hija.

—¡No!

La anciana la tomó del brazo y emprendieron el regreso al hospital a través de la nieve. Reinaba el silencio, solo roto por el sonido del viento y las campanas de las iglesias que daban la hora y los cuartos. A pesar del frío brumoso, madre e hija se notaban secas y ardiendo por dentro.

En una plazoleta de Chelsea vieron una estatua de un soldado de la primera gran guerra. Estaba cubierto de nieve y casi perdido entre las blancas nubes de bruma y nieve que aullaban en las calles y formaban remolinos en las plazas. Se detuvieron a leer la inscripción del pedestal: «En memoria de los soldados y marineros de Chelsea».

—¿Te acuerdas de esta estatua? —preguntó la señora Gamely.

—No —respondió Virginia con tono de disculpa.

—Al acabar la guerra, vinimos a la ciudad para recibir a tu padre. Tú eras pequeña. ¿Te acuerdas?

—No, no lo recuerdo.

—Fue muy difícil llegar hasta aquí, pero lo conseguimos, y esperamos varios meses mientras iban viniendo los barcos con las tropas. Muchos hombres habían muerto, pero sus familias habían recibido telegramas. Nosotras no sabíamos nada de él y dábamos por sentado que Theodore estaba bien, porque tampoco habíamos recibido malas noticias.

»Durante ese tiempo vivimos en el West Side, en el límite de Chelsea, cerca del río. A veces veníamos a este parque. Tú les decías a los otros niños que este era tu padre. Tu padre no volvió. Lo habían matado meses atrás pero nunca llegó la notificación.

—¿Cómo se enteró usted?

—Cuando regresó su división fuimos a Black Tom, donde iban a desembarcar. Tú estabas muy emocionada. Yo me había arreglado y tú llevabas un ramito de flores del que no te desprendiste en todo el día, ni siquiera después de averiguar la verdad. No querías soltarlo. Te lo arranqué de las manos cuando te quedaste dormida esa noche. Harry Penn fue quien nos lo dijo.

—¿Harry Penn?

—Estaba al mando del regimiento de tu padre. Todos los hombres de los Coheeries estaban juntos. Le hiciste llorar. ¿Te acuerdas?

Virginia negó con la cabeza.

—Por supuesto que no.

—¿Nunca ha sacado el tema? Hace años que lo conoces.

—No me despidió a pesar de todo lo que hice. Supongo que es una forma de sacar el tema.

—Le conmoviste profundamente, Virginia. Estabas tan emocionada y contenta, y él tuvo que decirte que tu padre había muerto. Se le rompió el corazón.

»Era a principios del verano. Ese día te pusiste enferma y la fiebre te duró hasta bien entrado el invierno. Intentabas reunirte con tu padre. Yo también lo habría hecho, pero tenía que cuidar de ti.

—Si esa es la razón por la que Harry Penn nunca me ha levantado la mano, ¿de qué ha servido?

—Si durante todo este tiempo no has sabido siquiera los motivos de Harry Penn, ¿por qué supones que conoces sus efectos? Un acto bondadoso es como un saltamontes: duerme hasta que lo llaman.

»Nadie te ha dicho nunca que vivirías para ver las consecuencias de tus actos, ni que tienes garantías, ni que no estás condenada a vagar en la oscuridad, ni que todo será demostrado y perfectamente verificado como un hecho científico. Nada lo está, al menos nada que merezca la pena. No te crié para que pisaras solo terreno firme. No te enseñé a pensar que podemos controlarlo y entenderlo todo. ¿O sí? Porque si lo hice, me equivoqué. Si no corres riesgos, los poderes que rechazas porque no puedes explicarlos se burlarán de ti.

—Ya lo han hecho.

—De acuerdo, Virginia. Has fracasado un poco. Pero sigues viva. Puede que no encuentres la forma de salvar a tu hija, pero tienes que intentarlo. Se lo debes a ella y a la vida en general.

La nieve caía implacable, siseando como cuando cae en serio, y madre e hija se abrazaron.