Tal vez el conocimiento instintivo del Juicio Final esté tan extendido porque una vida que lleva a la muerte es un emblema perfecto de una historia que en algún momento será juzgada: la misma luz poderosa detiene, desnuda e ilumina a ambas. O tal vez se deba a que, en la vida, vamos tirando año tras año solo gracias a aquel par de momentos indiscutiblemente maravillosos. Esos momentos pueden darse en un campo de batalla, en una catedral, en la cima de una montaña o durante una tempestad en alta mar, pero se experimentan con mayor frecuencia a la cabecera de una cama, en la playa, en mohosos tribunales de justicia o conduciendo por carreteras de macadán calentado por el sol en tardes de verano poco propicias: porque los castillos de la era moderna se dividen en habitaciones muy pequeñas. Sin embargo, a menudo esas habitaciones están abarrotadas de gente, ya que la historia prefiere las masas y es más dada a repartir grandeza cuando todos los soldados de un ejército se reúnen en un único campo, cuando una catedral está hasta los topes o cuando se disipa la niebla y los barcos de una flota invasora descubren que, lejos de estar solos, forman una imponente escuadra.
Muchas veces, caminando por las calles magnéticas y reverberantes de la ciudad, Praeger de Pinto se había sentido sobrecogido por el exceso de luz liberada, por un latigazo de energía que retumbaba por los desfiladeros grises como un cable al partirse. Y en ocasiones, cuando la ciudad era tan ella misma que se estremecía y temblaba, Praeger de Pinto notaba que el espíritu se le elevaba dentro de los corredores atemporales que se extendían invisibles por encima y a través de las calles, cerca de las deslumbrantes fricciones que unen toda forma. Para él, el sonido grave de la sirena del ferry, ese gruñido elemental, abría corredores y corredores no solo en la seductora niebla como de encaje.
Esos acontecimientos constituyeron una excelente preparación para su investidura, en la que consiguió lo que quería y al mismo tiempo se perdió a sí mismo. La ceremonia fue muy similar a una ejecución, aunque no lo mataran. Quedó apartado de la vida normal y aislado de manera permanente. En otras épocas más amables el alcalde había sido uno más. De pronto Praeger de Pinto quedó enclaustrado por la gran responsabilidad y su juventud lo abandonó, como las palomas que, prefiriendo prescindir de las sendas tradicionales, se elevaban en el aire y se abrían paso con cautela entre las ramas cubiertas de hielo que resquebrajaban el cielo matinal en formas deslumbrantes.
El alcalde Armiño salió ataviado con su traje de ceremonia con complementos de armiño: cuello de armiño, gorro de armiño, estola de armiño y manguitos de armiño. Miró desde la masa de pieles negras, blancas y purpúreas y, con el aspecto de una marmota afeminada y aquejada de neurosis de guerra, subió a la tarima y se detuvo con expresión alicaída al lado del alcalde electo.
Al volverse para saludarlo, Praeger vio, más allá de la criatura envuelta en pieles que se deslizaba hacia él, una hilera de mandamases sentados en el estrado. Detrás había otra hilera, y así sucesivamente hasta las paredes color crema del ayuntamiento, donde acababa la tribuna de autoridades. ¿Por qué todos los dirigentes políticos, salvo contadas excepciones, medían seis pies y dos pulgadas, pesaban doscientas veinticinco libras y tenían la nariz roja y las mejillas coloradas en una cara mofletuda coronada por esponjoso cabello blanco y plateado? O, por el contrario, eran bajitos y delgaduchos, con bigote fino, voz ronca y gafas de sol permanentemente pegadas al rostro. Los rubicundos gordos y altos no tenían cuello, y los flacos y menudos siempre cojeaban un poco. Sin duda formaba parte de un plan divino, pensó Praeger.
Era el primer alcalde que se elegía sin los mandamases, y estos y todas las figuras destacadas de la ciudad habían acudido para oír su discurso. No sabían qué esperar de él. Podía hablar del encanto del invierno, vilipendiar los males de la televisión o cavilar en voz alta sobre el destino de la ciudad. Puesto que faltaba exactamente un mes para el milenio, en su discurso de investidura Praeger decidió disertar sobre el equilibrio metafísico que impregnaba todos los acontecimientos y caracterizaba de tal modo a la ciudad que era prácticamente su sello.
—Veo desconcierto en muchas caras. ¿Por qué? ¿No comprenden que esta ciudad es como la cuna del mecanismo que mantiene las cosas en buenas condiciones?
»Ah, ya entiendo. Ustedes lo han llamado erróneamente contraste, han observado sus lecciones sociales y lo han rechazado. Pero ¿de verdad creen que el patricio vestido de armiño es un elegido en mayor medida que el indigente que agoniza sentado ante una puerta en invierno?
»Mi madre me decía cuando era pequeño que si estudiaba jiu-jitsu con el barbero que daba clases en la buhardilla de su tienda lograría derribar a un hombre corpulento con un solo dedo.
»“¿Cuántos hombres corpulentos tienen un solo dedo, madre?”, preguntaba yo, tomando al pie de la letra sus palabras. Cuando entendí lo que quería decir no me sorprendí, porque ya había comprendido que la adversidad tiene sus compensaciones, que al caer, y al fracasar, nos elevamos. Es como si detrás de nosotros hubiera una mano que corrigiera todos los desequilibrios. ¿Por qué creen ustedes que los santos rara vez han tenido el poder temporal que identificamos erróneamente con los frutos de la justicia? ¿Creen que lo necesitaban o lo apreciaban?
Los mandamases empezaron a sudar pese al frío. Porque el nuevo alcalde no solo hablaba como un hombre del clero, sino que además sus gestos eran eclesiásticos. Siempre habían sabido que la única amenaza real a su poder era la teocracia, y no solo sudaban pese al frío: su sudor era helado. Por el contrario, los prelados que se habían congregado como cacatúas multicolores en las últimas filas de la tribuna de autoridades estaban cada vez más entusiasmados. ¿Era posible, se preguntaban, que los sueños que habían abandonado hacía tanto tiempo se hicieran realidad gracias a ese hombre que había tomado el ayuntamiento en un ataque frontal por la puerta trasera? Se morían por saber qué religión profesaba para reclamarlo. Con un apellido como De Pinto, podía ser católico, judío sefardí o incluso ortodoxo griego. ¿Quién sabía?
—No se engañen pensando que mis opiniones sobre el poder temporal y la riqueza material son una artimaña para defender el orden social actual. Veo a los marxistas de la fila treinta retorciéndose en sus asientos. Dejen de removerse. Redistribuyan la riqueza si eso les hace felices. Comparto, hasta cierto punto, sus ideas de igualación, aunque no tanto como para aceptar la tiranía que individuos como ustedes, que no tienen ojos para la gracia, desatarían si les dejaran gobernar solo según sus preceptos mecánicos. Puesto que creo que el cascarrabias que ocupa la presidencia del club tiene tantas probabilidades de ver más allá de este mundo como el indigente de quien he hablado, no pongo reparos a que se saque al indigente del frío y se le permita también a él comerse un solomillo Wellington. De hecho, es justo, pero constituye en sí mismo una teología de un orden muy inferior.
»Mucho más allá, sin embargo, hay un equilibrio reiterado, omnipresente e ingenioso. Se puede ver en la naturaleza y en sus leyes, en las estaciones, en la topografía, en la música y, de forma magnífica, en las perfecciones de la esfera celeste. Pero es perceptible también aquí, en la ciudad.
»A cada paso, la ciudad muestra escenas de triunfo y escenas de desaliento. Es un calidoscopio de luces y sombras que representa nuestra condición mucho mejor que la rueda de la fortuna, porque la rueda de la fortuna, aunque es debidamente polar, no permite la adecuada fragmentación del tiempo y los acontecimientos. La perfecta simplicidad de la salvación se rompe contra esas rocas que hemos construido y se esparce para que reflexionemos y juntemos las piezas en un proceso que pone a prueba nuestra paciencia y comprensión. Aprendemos que la justicia no siempre ejecuta un acto justo, que la justicia puede dormir durante años y despertar cuando menos lo esperamos, que un milagro no es nada más que la justicia dormida de otra época que llega para compensar a aquellos a los que ha abandonado cruelmente. Quien lo sabe está dispuesto a sufrir, porque sabe que nada es en vano.
»Ahora permitan que les hable del puente que Jackson Mead va a construir.
Craig Blinky estaba sentado en un lugar destacado, y nada de lo que sigue le pasó inadvertido a una sola alma. Tras apretarse el pecho y la frente como un hombre que sufre un ataque al corazón y una embolia cerebral al mismo tiempo, se puso a hacer muecas en una sucesión trepidante de expresiones faciales que habrían dejado en evidencia a Pantaleón. Y cuando Praeger continuó, Craig Binky cayó de rodillas como un penitente, con movimientos espásticos que reflejaban codicia y desazón antes que una iluminación espiritual recién descubierta o contrición.
—Me ha enseñado los planos —decía Praeger—. Los primeros bocetos y alzados que vi mostraban la curva de una gran catenaria que parecía capaz de sostener el planeta entero en su destellante pendiente adornada de joyas. Imaginen mi sorpresa cuando me dijo que solo era una vía de acceso menor a la estructura principal. Luego desdobló varias docenas de planos de puentes asombrosos, distintos de cuanto hayamos visto, y me explicó que partirían del arco central a modo de radios.
»Del arco central no hay ningún dibujo. Estará hecho de luz. Habla con autoridad de utilizar el mar y el hielo a manera de lentes para los haces generados por varias estaciones que ya se están construyendo. Una luz de todas las frecuencias se mezclará, gestionará, almacenará, mantendrá en reserva, ampliará, reflejará, reverberará, refractará, girará, ordenará y enfocará de tal modo que se fundamente en su propia fuerza. La clave para lograr un haz de potencia infinita, según me dijo, no reside en la magnitud de generación, sino en la sutileza del control. Bajo una dirección impecable, la luz no conoce límites, y Jackson Mead propone domar y adiestrar una ráfaga de rayos, guiándolos por un complejo laberinto de desarrollo y ampliación, hasta que converjan en un haz sólido y frío sobre el que será posible viajar.
»Aunque una pata del arco descansará en el Battery, no quiso decir adónde llevará el puente, pues prefería dejarlo a mi imaginación…, como yo lo dejo a la suya.
El público protestó de inmediato. Se destruirían barrios enteros, se desviarían carreteras y los recursos esenciales de la ciudad se destinarían a un puente arcoíris sin fin. Habría sido más fácil conseguir que los proxenetas de Times Square reconstruyeran Chartres que lograr que los pragmáticos ciudadanos reunidos con motivo de la ceremonia de investidura accedieran a emplear su poder de ese modo. La indignación hizo que se atragantaran como con una gruesa bola de algodón. ¿Acaso la candidatura de Praeger de Pinto no iba al principio, antes de que los camelara con la locura del invierno, contra Jackson Mead?
El nuevo alcalde, que contaba con que le hicieran esa pregunta, respondió que solo había ido en contra del secretismo.
—He puesto fin a ese secretismo —afirmó.
Los mandamases montaron en cólera; después de todo, era así como se ganaban el sueldo. Cuando se enfadaban, se encendían como rótulos parpadeantes a fin de indicar a sus votantes que trabajaban con ahínco para representarlos. La tribuna de autoridades parecía una hilera de máquinas tragaperras que hubieran dado el premio gordo a la vez, porque cada mandamás quería que los ciudadanos de su distrito electoral presenciaran la intensidad de su indignación. Hasta los clérigos empezaron a preguntarse si cabía la posibilidad de que ese puente vaciara sus catedrales cuando todos lo cruzaran y desaparecieran en las nubes.
—La ciudad de los pobres no tomará esto a la ligera —dijo alguien—. Creerán que el puente es un enemigo más en un mundo de enemigos. Tardarán un tiempo en movilizarse, pero cuando lo hagan, se movilizarán de verdad.
Para la conclusión de la ceremonia de investidura solo faltaba que el consejo de ancianos anunciara el nombre del nuevo alcalde. Praeger estaba inquieto, pues creía que, después de haber desvalorizado su divisa en los últimos años, tendrían que ser severos. Temía que lo llamaran alcalde Cerdo o alcalde Latón, y se habría contentado con un término medio, como alcalde Pájaro. Porque, que la gente recordara, había habido alcaldes hueso, alcaldes huevo, alcaldes agua y alcaldes madera. Después del último alcalde hueso, el consejo había iniciado una inexplicable y emocionante moda con nombres como alcalde Árbol, alcalde Verde y, finalmente, alcalde Armiño. Praeger suponía que no duraría.
Cuando el reloj dio las doce del mediodía y los árboles cubiertos de hielo sonaron como panderetas con campanillas, el alcalde Armiño se quitó el traje (que acto seguido dobló su segundo), se arrodilló y entregó a Praeger el cetro del cargo. No hubo aplausos, porque el público estaba enfadado y perplejo. A continuación el consejo de ancianos (entre ellos Harry Penn) marchó en fila hacia la tarima. Craig Binky había sido convocado pero, como había faltado a la reunión, no tuvo el valor de aparecer. El jefe del consejo advirtió al pueblo de que se abstuviera de hacer conjeturas innecesarias.
—Lo que decimos aquí no tiene que ser forzosamente el futuro. No somos tan sabios. Pero, como ustedes, podemos soñar.
A continuación anunció que Praeger de Pinto se llamaría el alcalde Oro.
El público soltó un grito, al igual que los mandamases. Al parecer la maquinaria de la que formaban parte se rompía en mil pedazos. Temían no solo por su forma de ganarse la vida, sino incluso por su vida, ya que sabían que cuando una máquina se rompe estando en funcionamiento es como si estuviera en guerra consigo misma. ¿Qué hicieron, como muestra de su sabiduría? Se escabulleron de la tribuna de autoridades como un ejército aplastado y corrieron a sus casas por calles nevadas para tumbarse entre montones de comida, leña y whisky.
No parecía justo que Abby Marratta estuviera entre ancianos moribundos, o que pasara ante ellos cuando la llevaban de un lugar a otro en una larga cama de la que colgaban bolsas de sangre y suero salino. Hasta los ancianos, expertos en convertir su desgracia en su guardia de honor, se olvidaban por completo de sí mismos cuando pasaba por su lado. Les conmovía profundamente ver que gran parte de la cama estaba sin utilizar y que la niña solo ocupaba una pequeña parte del centro.
Al principio fue conducida de un lugar a otro por camilleros que se presentaban a cualquier hora, hasta en mitad de la noche, como si su supervivencia dependiera de cuántas habitaciones visitara y con cuánta gente diferente se topara. Los largos y frecuentes viajes por los pasillos mondos como huesos enfurecieron a Hardesty y a Virginia, hasta que cesaron, lo que les enfureció aún más. Entonces la dejaron en su habitación, abandonada por la mayoría de los especialistas y técnicos, con sus padres, un par de enfermeras y una joven médico pelirroja, que la atendían, por turnos, las veinticuatro horas del día. Abby se despertaba a menudo, y entonces les tocaba la difícil tarea de levantarla en el aire y cogerla en brazos como si el bosque de tubos de plástico que la rodeaba no existiera.
Luego estaban los especialistas, media docena…, no, una docena. Llegaban con excelentes referencias, y los nombres de los médicos de confianza volaban alrededor como pergaminos en una rueda de oraciones. Hardesty tenía tantos trozos de papel con números de teléfono de médicos que la larga lista que tecleó para ponerlos en orden ocupó una hoja entera. Se suponía que cada uno de los especialistas enumerados era «el mejor de los mejores».
Al cabo de apenas una semana, cansado de caras cambiantes y opiniones cautelosas, Hardesty imaginó lo peor. Nadie le daba esperanzas. Se limitaban a recomendarle a alguien, hasta que el último médico al que consultó se compadeció de él y le dijo la verdad.
No había autoridad mayor, porque era el jefe de los jefes del centro médico más prestigioso de la ciudad. Unos amigos suyos le habían enviado el historial de Abby, él lo estudió con detenimiento y fue a ver a la niña no una sino dos veces. Invitó a Hardesty a ir a su consulta, con vistas al río East, porque sabía que la majestuosidad del lugar, el cuadro de Lavoisier, los muebles macizos, el silencio y los jardines nevados del exterior le ayudarían a creer lo que le iba a decir.
—Lo mejor en el mundo —dijo— es la verdad. Acabamos descubriéndola al final, o antes.
Por supuesto, no necesitaba decir nada más. Hardesty contuvo las lágrimas.
—Procure que su hija esté lo más cómoda posible, ahórrele el dolor y no le diga lo que le va a pasar. Tiene más hijos, ¿verdad?
—Sí.
El médico asintió y lo miró fijamente, con un esbozo de sonrisa.
Hardesty parpadeó, respiró hondo y se acercó a la ventana. Primero vio los jardines cubiertos de nieve. Luego, más allá, el río. El viento que soplaba sobre el hielo llevaba consigo los rugidos y las sirenas de los ferris y los remolcadores atrapados en los muelles como perros de caza recluidos por una gran nevada. Aunque la tarde no había terminado, se veían luces a lo largo del río, y en Queens las delgadas madejas de humo que se elevaban de muchas chimeneas delataban los fuegos tempranos. Tal vez no haya nada tan triste como la luz mortecina en una ciudad silenciosa.
—Mi madre murió siendo yo pequeño, y cuando murió mi padre —dijo Hardesty contemplando la nieve ligera y persistente que caía al otro lado de la ventana de la habitación de Abby—, yo era demasiado joven para ocuparme de él, aunque ya era un hombre. No me correspondía. Supongo que podría haberme hecho cargo de él, obligándolo a descansar más, cambiándole la alimentación o haciendo lo posible para prolongar su vida, pero los meses que probablemente hubiera ganado habrían sido un error. Era mi padre y yo no tenía derecho a actuar como si fuera el suyo.
»No sabía qué hacer mientras lo veía cada vez más débil. Me quedé paralizado. Pero él lo consideró una buena señal. Me dijo: “Reserva tus fuerzas para cuidar de tus hijos. Es lo mejor que puedes hacer por mí. Solo un necio malgasta su energía con un hombre tan viejo como yo, y me alegra ver que reservas tu coraje para cuando de verdad lo necesites”. Me dejó con la sensación de que no le había fallado y me enseñó lo que es tener una buena muerte.
»Pero, verás —continuó, con rabia contenida, el rostro tenso de determinación—, no puedo permitir que le suceda esto a Abby. No tiene que ser así. Está mal. No me refiero solo a que no es agradable o a que yo no quiera que le ocurra. Es un error. No ha llegado su hora. Es demasiado joven.
Cuando Virginia dijo: «¿Qué podemos hacer?», no era una pregunta del todo retórica. Estaba dispuesta a creer que podía hacerse algo y que era su deber hacerlo. Todos les habían advertido de que no debían adoptar esa actitud, asegurándoles que después no se perdonarían haber creído que estaba en su poder intervenir cuando no era así.
—Pero ¿quién dice que no es así? —preguntó Hardesty recordando sus palabras—. Cosas más milagrosas han ocurrido. Sabemos que ejércitos enteros han resucitado o se han salvado al cerrarse un mar. Surgen columnas de fuego en el desierto, rugen truenos y relámpagos, y las colinas saltan como carneros para proteger a los creyentes de enemigos feroces y viles.
—¿Crees que de verdad surgió una columna de fuego en el desierto? —preguntó Virginia.
—No —respondió Hardesty—. No lo creo. Creo que ese relato solo era una metáfora de algo mucho más espléndido y poderoso que una simple columna de fuego. La imagen, pese a toda su belleza, no le hace justicia.
—¿No es inútil suponer que podemos explotar esa misma fuente por medio de un acto de voluntad?
—Creo que no —respondió Hardesty. Parecía estar atando cabos—. Lo inútil sería suponer que podemos ser favorecidos sin esfuerzo. Tal como yo lo veo, los milagros llegan a quienes los persiguen aun a riesgo de ser vencidos. Llegan a quienes se han agotado en una lucha por alcanzar lo imposible.
»Cuando mi padre murió, me frené. Él me dijo que era mi deber y que hacía bien. Su último deseo fue que me reservara para una batalla que no entendería. ¿Sabes lo que dijo? “La lucha más grandiosa es la que libramos envueltos en humo y no vemos con los ojos”.
Peter Lake quiso ir al pantano para ver qué podía recordar. Como el puerto estaba helado no necesitaba un barco. Se compró unos patines y se los ajustó bien. Luego ató juntos los cordones de los zapatos y se los colgó al hombro. Se puso en camino a primera hora de la mañana, con las manos en los bolsillos, mientras un recio viento del este empujado por el sol naciente barría las oscuras calles de Brooklyn y soplaba sobre el puerto. Peter Lake descubrió que no le hacía falta patinar: bastaba con que se inclinara en la dirección del viento y dejara que este lo llevara hacia el pantano. Mientras recorría millas y millas deslizándose sin esfuerzo por el hielo, vio el conocido contorno de la península de Bayonne y, aunque ahora estaba cubierta de fábricas, muelles y enormes obras, volvió a su memoria el aspecto que había tenido en el pasado. En el frío amanecer, miles de hombres trabajaban bajo reflectores e hileras de bombillas que hacían que los pozos de cimentación y las estructuras de vigas de acero parecieran buques de guerra bajo las luces de la libertad. Ante él apareció la isla de Shooters. Los hombres de la bahía la llamaban Fontarney Gat, y en ella había agua fresca y árboles frutales.
Cuando avanzaba a gran velocidad hacia el Kill van Kull, que los hombres de la bahía llamaban Siltin Allandrimore, se volvió para mirar la ciudad. Le produjo un fuerte impacto, porque esa perspectiva le resultaba muy familiar y sus recuerdos eran de pronto tan vívidos que creyó que había perdido el contacto con ambos mundos. Aun así, disfrutó viendo los acantilados de la ciudad a la luz del amanecer, como los había visto tantas veces en el pasado. Aunque las paredes de cristal brillaban y la luz que las atravesaba cubría de arcoíris refractados la costa de Jersey, quedaban suficientes edificios antiguos para que Manhattan tuviera el aspecto de una isla de acantilados rocosos y el Battery pareciera una barbilla muy tosca.
Se disponía a enfilar el Kill van Kull para explorar las bahías, los bancos de arena cubiertos de juncos y los canales de agua salada, cuando vio sobre el hielo, varias millas detrás de él, un grupo de puntos negros apenas perceptibles. No habría sabido con seguridad que lo seguían de no ser por el grácil flujo y reflujo de sus movimientos al avanzar a toda velocidad, cambiando de rumbo en diversos momentos pero manteniendo siempre la misma dirección general. Sabiendo que en la mecánica física tal uniformidad significaba una precisión sobrenatural o una alta velocidad en la distancia, Peter Lake no se preguntó por qué habían salido los patinadores al amanecer, sino por qué avanzaban tan resueltos y rápidos.
En lugar de desaparecer en el Kill, patinó hacia el este con el viento en contra y observó el balanceo embriagadoramente hermoso de las formas, que aumentaron de tamaño al reordenarse según la nueva posición de Peter Lake. Se dirigían más allá de donde de encontraba él, en diagonal. Peter Lake se volvió y corrió hacia el oeste. Como era de esperar, las formas viraron grácilmente hacia la derecha, sin dejar de tenerlo, por así decir, en el punto de mira.
Peter Lake se detuvo de repente, levantando una cascada de hielo que cayó sobre la lisa superficie y se rompió en cristales que el viento desperdigó. Miró a los patinadores que se acercaban. Qué uniforme era su movimiento, sin las sacudidas de los desafortunados que no tienen el viento a favor. Avanzaban en línea recta. E iban a por él.
Pese al peligro evidente, Peter Lake se alegró de encontrarse en una situación que le resultaba familiar y sintió una oleada de energía y euforia que no parecían propias de un hombre de su edad; como si las extrañas fuerzas que lo habían golpeado y derrotado cuando estaba en la calle, que habían obrado en su contra y lo habían castigado con relámpagos y truenos, estuvieran de pronto en él.
El sol iluminó a sus perseguidores. Eran por lo menos una docena, y la firmeza y resolución con que se movían resultaban amenazadoras. Peter Lake se dirigió hacia la isla. Ellos tenían el viento a favor y no había forma de escapar hacia la izquierda o la derecha, pues si lo intentaba solo tendrían que cambiar levemente de rumbo para interceptarlo. Tampoco tenía sentido continuar hasta el oeste. El pantano había cambiado y Peter Lake ya no estaba seguro de conocerlo. La mejor estrategia consistía en rodear la isla hasta el centro del extremo opuesto. Cuando los viera aparecer por un lado o por el otro, se alejaría hacia el nordeste, con una ligera ventaja, y todos tendrían el viento en contra.
Así pues, bordeó la isla y se quedó en el extremo opuesto solo el tiempo necesario para darse cuenta de que, si eran listos, se dividirían en dos grupos y lo acorralarían.
Después de dar un salto a gran velocidad por encima de las aneas, corrió hacia la playa y, clavando los patines en la nieve y la arena, cruzó torpemente la isla. En el punto más elevado vio que, en efecto, sus perseguidores se habían dividido en dos grupos y se acercaban en forma de falanges que se desplegaban lentamente y que lo habrían atrapado si hubiera seguido su estrategia inicial.
Descendió por el hielo despejado. No sería tan fácil deshacerse de esos patinadores con abrigos negros. Habían dejado a dos compañeros como centinelas a varios cientos de yardas de la costa. La única opción de Peter Lake era ir derecho hacia ellos, y así lo hizo.
Los dos hombres lo vieron poco después de que empezara a moverse por el hielo. Interpusieron unas cien yardas entre sí y dispararon dos tiros al aire para llamar a los otros. Él avanzaba hacia ellos, para pasar entre ambos. Mientras ganaba velocidad contra el viento, los otros se prepararon y le dispararon. Peter Lake oyó las balas en el aire y se sintió agradecido, porque le pareció que las balas en el aire eran su vocación.
Mientras le tiroteaban de forma metódica y precisa pero sin alcanzarlo, porque se balanceaba como un loco e iba demasiado deprisa, los vio fugazmente. Llevaban abrigos negros de corte anticuado, muy parecidas a las que vestían los dos hombres bajos que había visto en el restaurante. Seguía sin saber quiénes eran. La táctica que habían empleado era magistral y él estaba ileso por pura chiripa.
Pero no eran tan inteligentes como cabía esperar. Lo descubrió al pasar entre ellos a toda velocidad. Habían estado apuntando sus armas hacia él, esperando el momento en el que estuviera más cerca, esto es, cuando cortara la línea que iba de uno a otro. Giraron sobre sus talones mecánicamente y apuntaron bien. Cuando Peter Lake cruzó la línea, dispararon con una puntería que reveló que eran criaturas de geometría. Viéndolo venir, Peter Lake se agachó en la postura tensa que adoptan los atletas para saltar, bajó la cabeza y oyó el doble efecto Doppler de las balas que pasaron justo por encima de él. Fue un sonido insólitamente prolongado, ahusado. Peter Lake se levantó y se alegró al ver que sus dos asaltantes se habían matado mutuamente con envidiable precisión y yacían despatarrados sobre el hielo, inmóviles.
«Mis más sinceras disculpas», dijo en voz alta sin detenerse, pues no quería perder ni un segundo volviéndose para mirar a los demás, que sabía que estarían cobrando velocidad. Se dirigió hacia el hielo habitado bajo los puentes del río East, donde podría desaparecer entre las tiendas recién montadas y en las paredes y madrigueras de nieve que había a lo largo de las orillas.
Patinó sin esfuerzo, dando poderosas zancadas que estremecían los patines y amenazaban con romper las cuchillas de acero. Mientras avanzaba hacia Manhattan, recordó que la última vez que había regresado a la ciudad a través del hielo iba a lomos de un caballo blanco. Esos fragmentos de recuerdos claros eran habituales últimamente y, aunque en ese momento resultaban más atractivos que edificantes, estaba seguro de que a ese paso lo averiguaría todo.
La ciudad de hielo que se extendía bajo los puentes de Brooklyn y Manhattan, junto con sus ciudades hermanas del norte, era el terreno intermedio entre Manhattan y la ciudad de los pobres. Aunque, a diferencia de sus primos ricos, los pobres no temían por su seguridad física fuera de sus barrios, se sentían muy incómodos en los enclaves centelleantes que veían día y noche desde su ciudad gris. Caminar por las calles bien cuidadas ante la mirada vigilante de los porteros y la expresión desaprobadora de las matronas era una experiencia que procuraban evitar. Las dos ciudades se habían polarizado hacía tiempo y, si bien las barreras no eran físicas, estas existían, como atestiguaba la frontera invisible de Five Points. Sin embargo, cuando los ríos se helaban, surgía un nuevo territorio y se establecía un terreno neutral. Aunque el contacto entre los ricos y los pobres podría haber dado pie a un intercambio positivo, eran los apetitos más burdos lo que los llevaba a la ciudad del hielo. Mientras la mayoría de la gente estaba con sus hijos en la bahía contemplando las galaxias, bajo los puentes tenía lugar una transacción cínica. Los ricos iban para abandonar precisamente las virtudes que podrían haber aportado y se entregaban a una parodia licenciosa de lo que imaginaban que era la moral de los pobres, quienes por su parte acudían como tiburones para aprovecharse de ellos. Unos querían comprar esclavos y aduladores; los otros querían dinero, relojes y joyas.
Eso convertía la ciudad de hielo en un lugar de nervios crispados y mucha fealdad, completamente distinto de las otras ciudades de hielo de las otras orillas, ya que, como siempre ocurre, la arquitectura era fiel al plano del alma de sus habitantes. Peter Lake entró patinando a la hora del desayuno y zigzagueó por sus laberintos de hielo y nieve hasta que se perdió en ellos. Tras un último giro, se encontró en el patio de una taberna. Habían levantado paredes de nieve para impedir el paso del viento y el fuego ardía en un horno de ladrillo que habían robado en la extensión de hielo de más al sur. Sentado a una larga mesa de madera, un grupo de juerguistas esperaba su comida: gachas de maíz crujiente y cereales con leche, todo mezclado en un mejunje amarillo. Qué caras tenían todos, ricos y pobres, hombres y mujeres, hasta los perros acurrucados al lado del horno: ojos codiciosos, barbillas y narices que se juntaban para formar un morro indisciplinado, flácidas sonrisas ebrias que brotaban con demasiada facilidad, tripas como sacos de ostras que colgaban de hilos, y filas de dientes en forma de herradura que asomaban como agresivos collares sin perlas de bocas que no cesaban de ladrar.
Peter Lake tomó asiento ante una mesa y le pusieron delante un cuenco de madera lleno de gachas. Llevaban la comida a los clientes en una especie de camilla hecha de tablas gruesas y leños. Para transportar once platos pequeños de gachas, dos hombres tenían que arrastrar un trineo de doscientas cincuenta libras. La comida no estaba mal, y todos menos Peter Lake comían como cerdos, entregándose a su apetito. Los ojos de Peter Lake se movían con rapidez para abarcar la escena. En las ventanas del piso superior había prostitutas enzarzadas en besos públicos que recordaban el sistema de drenaje de un pantano. Y los tremedales que succionaban eran bestias desaliñadas cubiertas de postemas, con la espalda peluda y los labios rojos como un filete de carne. Peter Lake iba por la mitad del plato de gachas cuando vio robar dos carteras y a continuación cómo alguien robaba la cartera a un carterista.
Por un momento olvidó dónde estaba y se abstrajo tratando de recordar una canción de su adolescencia en Five Points sobre duendes y marmotas y lo que unos podían hacer a las otras. Pero al mirar entre las columnas del patio nevado vio una enorme delegación de patinadores con abrigos negros que pasaban como los centuriones de una ciudad romana.
En un abrir y cerrar de ojos Peter Lake se encontró debajo de la mesa, mirando pantorrillas gruesas y pies de trinchera. Se fijó en que, mientras comían, la mitad de esas personas tenían las manos en sus propios genitales o en los de otro. De hecho, compartía el refugio con una pobre mujer anónima que, arrodillada sobre el hielo, prestaba servicios entre piernas de ambos sexos a cambio de una moneda que le tendía alguien que no llegaba a verla. Los abrigos negros entraron e interrogaron a los comensales, que no habían reparado en Peter Lake y no pudieron dar ninguna información. De todos modos, estaban tan borrachos que no fueron capaces de responder nada sin irse por las ramas. Peter Lake atisbó desde detrás de un bosquecillo de venas varicosas y reconoció las pantorrillas de sus perseguidores. Llevaban abrigos a los que parecían haber rasgado los faldones.
«Eso… son ellos. ¡Oh, Dios mío, los Faldones Cortos!», exclamó, golpeándose la cabeza contra la mesa.
Los Faldones Cortos lo oyeron y tiraron a los comensales al hielo. Peter Lake volcó la mesa hacia el reservado contiguo al salir de un salto. Con los Faldones Cortos tras él, corrió hacia la taberna y subió a toda velocidad por las escaleras. Aunque las paredes eran blancas, el interior estaba prácticamente a oscuras. En el tercer piso se detuvo en seco y casi se cayó de espaldas. Una niña que debía de ser hija de una de las prostitutas, y que probablemente participaba en las actividades que la rodeaban, salió de una habitación dando traspiés. No tenía más de cinco años, pero llevaba un camisón holgado y sucio y caminaba como un borracho de edad avanzada. Peter Lake se quedó tan conmocionado al verla que casi dejó que los Faldones Cortos lo atraparan. Pero pronto se recobró y continuó.
En lo alto de las escaleras no había ninguna salida. Allá adonde miraba encontraba una pared de nieve, y detrás de él los peldaños crujían mientras los Faldones Cortos subían farfullando. Peter Lake remedó su época de vagabundo y se lanzó de cabeza contra la pared.
Irrumpió en el burdel contiguo, donde treinta personas gemían en una bañera llena de leche de coco espesada, se disculpó, bajó corriendo por las escaleras y patinó de vuelta a la ciudad.
En la ciudad de verdad, la sólida, los Faldones Cortos estaban en todas partes, como chinches en la harina. No todos lo reconocieron, pero los que lo hicieron empezaron a perseguirlo. Él los obsequió con saltos a través de ventanas, brincos teatrales sobre marquesinas de nieve y carreras entre multitudes desprevenidas, en las que los transeúntes chocaban como bolas de billar y los paquetes volaban por el aire en arcos balísticos.
Pese a lo arduo que era todo esto, le encantó, y no podía imaginar un deporte mejor que ser perseguido de un lugar a otro y tener que trepar por paredes de edificios, esconderse en alcantarillas y saltar de tejado en tejado. Lo mantenía ocupado y era tan divertido que se olvidó de todo excepto de la ciudad, lo que fue de gran utilidad a la hora de decidir adónde ir o cómo esconderse, ya que parecía llevar la ciudad entera en la sangre y era capaz de desplazarse a gran velocidad sin dar un solo traspié. Le pareció un destino agradable, y habría sido una decepción que dejaran de perseguirlo allá adonde iba. En ocasiones se subía a una escalera de incendios, se tiraba sobre un par de Faldones Cortos que corrían debajo y entrechocaba sus cabezas de forma salvaje. Una vez acorraló a uno en un edificio desierto. El aterrado Faldones Cortos tenía el pelo negro, largo y grasiento, y lo enrollaba nerviosamente en pequeños tirabuzones con la mano izquierda mientras, con la pistola en la derecha, caminaba entre los escombros buscando a Peter Lake, que estaba escondido en un armario. Cuando el Faldones Cortos abrió la puerta del armario, Peter Lake gritó «¡Buuu!» con tanta ferocidad que el otro empezó a bailotear y a bambolearse, al tiempo que disparaba al suelo a intervalos rítmicos incontrolables. Cuando hubo vaciado todas las recámaras, Peter Lake dijo: «Un gran baile. Tendrías que preparar un número y llevarlo a la Rainbow Room». Los dientes del hombre entrechocaban como una grapadora automática. Algunos se le soltaron y cayeron al suelo. «Cuando termines contigo mismo —le dijo Peter Lake con calma— necesitarás un buen dentista. Pensaba dejarte inconsciente, pero esto es mejor. De todas formas, tengo que irme. Cuando acabes, ¿serás tan amable de apagar las luces y derribar el edificio?».
Luego desapareció en la oscuridad, la nieve, el inmenso mar de luces y las columnas de vapor que en una noche de invierno son plumas en el tocado de la ciudad.
No se atrevía a volver a su habitación, porque, fueran quienes fuesen, esos hombres lo habían encontrado. Sabía que se llamaban Faldones Cortos y que su misión era darle caza, pero no sabía por qué y todavía sabía muy poco de sí mismo.
—Por lo que a mí se refiere —proclamó en voz alta, sin dirigirse a nadie en particular, caminando a grandes zancadas por la Quinta Avenida en un anochecer abarrotado de compradores—, esto es un sueño y pueden perseguirme hasta el día del Juicio Final.
Pero tenía que dormir. Qué placer fue recordar entonces otro retazo de lo que ahora se daba cuenta de que debía de haber sido un pasado extraordinariamente rico. Fue derecho a la estación Grand Central.
Viajeros y transeúntes cruzaban el vestíbulo, semejante a una pradera, como siempre habían hecho, en un silencio que invitaba a alzar los ojos para contemplar el cielo abovedado sobre sus cabezas. Era como si el edificio hubiera sido construido hábilmente para reflejar la vida sobre la tierra y sus últimas consecuencias, y el modo en que los hombres se ocupaban de sus asuntos sin levantar casi nunca la mirada, ignorantes de que se deslizaban sobre el fondo de un mar inmenso. Desde las sombras de la galería que daba a Vanderbilt Avenue, Peter Lake miró hacia arriba y vio el cielo y las constelaciones majestuosamente pintadas en la enorme bóveda de cañón. Era uno de los pocos lugares del mundo donde la oscuridad y la luz flotaban como nubes y se enfrentaban bajo un techo.
Hacía décadas que nadie se ocupaba de las luces de las estrellas, y el cielo sin iluminar era lúgubre y tormentoso. Tal vez no recordaran cómo se hacía, ni siquiera que las estrellas estaban allí para encenderse. Fue derecho a la pequeña puerta oculta, donde encontró una cerradura conocida.
—Sé cómo abrirla —dijo, y sacó su estuche de buenas herramientas, sin saber que había sido él quien había puesto esa cerradura casi cien años atrás—. Es una vieja McCauley de latón número seis.
La abrió con tanta maestría que se le ocurrió que quizá había sido ladrón en el pasado. Pero, como no lo recordaba, apartó el pensamiento.
Una vez dentro, en la parte trasera del cielo, pulsó un interruptor que le resultó familiar y se encendieron todas las estrellas. No faltaba ni una sola bombilla, y no había ninguna fundida. Simplemente no había habido nadie allí para darle al interruptor. En el bosque de columnas de acero que se alzaban sobre la cálida bóveda, Peter Lake oyó el ruido sordo de motores distantes, algo que en otro tiempo había creído que era la ventisca rítmica del futuro que se acercaba. Se dirigió a su cama, que, después de casi cien años, estaba cubierta de polvo pero intacta. Entre las columnas se amontonaban latas de comida que probablemente fueran más letales que gas nervioso. Junto a la cama había pilas de números de Police Gazette y viejos periódicos amarillentos. Observó todo eso maravillado.
Peter Lake se tumbó contento en la cama. Era invierno, las estrellas estaban encendidas y él se hallaba a salvo detrás del cielo. Abajo, en el suelo de mármol color crema, la gente seguía deslizándose en silencio sin levantar la vista. Si la hubieran alzado, habrían visto las estrellas brillar relucientes en un cielo verde mar.
Hardesty se echó a las calles en un frenesí hipnótico que apenas lo distinguía de las miles de personas que las atestaban. De todos los lugares del mundo, Nueva York era donde más fácilmente se le calentaba la sangre a la gente. Lo único que debían hacer era salir a la calle y de inmediato estaban preparados para que sus cortas piernas humanas compitieran con los ponis de Belmont. Hardesty sabía que en las avenidas y travesías siempre encontraría el oleaje de un temporal. Su plan era agitarse hasta descubrir por casualidad algún secreto que le permitiera salvar la vida de su hija. Aunque no tenía mucho tiempo ni muchas posibilidades, buscaba con avidez lo que Peter Lake nunca había logrado evitar. Estaba dispuesto a arriesgarlo todo, pese a que aún no sabía exactamente qué buscaba.
Su primer deseo era pelear, y había muchas oportunidades, ya que las calles estaban llenas de hombres desesperados y armados a los que se había entrenado desde la infancia para robar y matar. No le preocupaba que ellos tampoco tuvieran miedo y que buscaran la violencia como las abejas el polen.
—¿Qué andas buscando? —le preguntaron dos hombres que le cortaron el paso aquella noche en la calle Ochenta y siete.
—¿Cómo dicen? —preguntó a su vez Hardesty, con una sonrisa que ellos consideraron contemporizadora. En realidad, era de placer.
—Digo: ¿qué haces en este barrio? ¡Responde! —soltó uno de ellos dando un paso hacia delante en actitud agresiva.
—Vivo aquí —respondió Hardesty con perfecta calma.
—¿Dónde? —gritaron ellos, uno tras otro, de una forma calculada para aterrorizarlo.
—En la Ochenta y cuatro.
—No está en este barrio, tío. Te he preguntado qué haces aquí —exigió el más corpulento señalando el suelo y montando en cólera.
—No pensáis muy a lo grande, ¿eh? —preguntó Hardesty metafóricamente.
Ellos se quedaron pasmados.
—Porque sois unos cabezas de chorlito. Pero siento simpatía por los cabezas de chorlito y voy a deciros exactamente por qué estoy aquí. Estoy aquí porque es la hora de jugar, cabezas de chorlito. He ido a casa a buscar dinero, y lo llevo en el bolsillo izquierdo del abrigo. Es tanto dinero que he tenido que meterlo en uno de esos sobres gruesos para documentos. No me cabía en la cartera. El fajo abulta demasiado. Bien, solo para asegurarme de que me habéis entendido, cabezas de chorlito, estoy hablando de dinero, treinta mil dólares, y unos cinco o diez mil más en la cartera. —En realidad Hardesty no llevaba más de ocho dólares encima, pero no se movió ni un palmo.
Sus asaltantes parpadearon y empezaron a retroceder.
—Déjanos en paz.
Hardesty fue tras ellos, con ganas de pelea, los ojos entrecerrados.
—¿Qué pasa? ¿No vais a robarme? ¿Tenéis miedo? —gritó.
Los otros echaron a correr y él corrió tras ellos. Los persiguió a lo largo de diez manzanas, gritando a pleno pulmón. Cuando los hombres saltaron el muro del parque, los siguió y avanzó como una flecha sobre la nieve iluminada por la luna.
Perlados de sudor, sus rostros parecían tachonados de pequeñas lunas destellantes. Se volvieron para disparar, pero solo lograron que Hardesty fuera más deprisa, sin dejar de gritar. Tiraron las pistolas al suelo y corrieron para salvar el pellejo, hasta desaparecer entre unos densos matorrales cerca de la estación de bombeo del norte. A un paso frenético, Hardesty salió del parque y entró en el West Side. Era la una de la madrugada. La ciudad estaba despertando. Pensó que iniciaría su recorrido en Broadway.
Su primera parada fue una sala de billar de las calles Ochenta, un lugar donde cada gesto estaba pensado para transmitir la seguridad y la desenvoltura que exigía el juego. La idea era que los demás te tomaran por un gran jugador de billar que intentaba disimular. Los verdaderos profesionales no tenían necesidad de adoptar ninguna pose, porque aquellos a cuya costa vivían estaban demasiado ocupados cultivando una imagen para fijarse en nada más o jugar bien. Era obligado tener algo que mover entre los dientes —un puro, un cigarrillo, una pipa o un palillo—, a fin de acompañar el uso del taco de billar del mismo modo que la daga complementa una espada. Los movimientos estudiados de los jugadores, que daban vueltas alrededor de las mesas decidiendo el ángulo y la fuerza del golpe, eran debidamente geométricos.
Hardesty, que llegó con poco más que unos ojos de loco, se quitó el abrigo, pagó los cinco dólares de la entrada y preguntó quién era el mejor del local. Eso acalló a todos los jugadores, que se quedaron inmóviles mientras alguien lo conducía a través de una cuadrícula de mesas iluminadas hasta el rincón donde el mejor jugador de billar recibía en audiencia. Por lo general esos profesionales eran muy gordos o físicamente imponentes. Solían tener el aspecto de hombres de West Bend hastiados y obsesionados con camareras de restaurantes de carretera. Andaban de puntillas en torno a la mesa como champiñones sobre ruedas y pocas veces eran llamativos. Los jugadores llamativos eran los farsantes que querían ahuyentar las grandes apuestas porque no se atrevían a aceptarlas.
Sin embargo, el mejor jugador de ese local no solo era llamativo: era un hombretón con pinta de leñador, de casi seis pies y medio de estatura, vestido con esmoquin y una elegante camisa con pequeños gemelos de diamantes. Tenía la clase de rostro que, acompañado de una constitución corpulenta, lograba que incluso un hombre como Hardesty (que no era precisamente un enano) se sintiera del tamaño de una alubia. Con sus enormes ondas de pelo rubio echadas hacia atrás, su estructura ósea inclinada hacia delante y su rabiosa seguridad, parecía un acróbata caminando sobre el ala de un avión contra un viento de trescientas millas por hora.
Él y su séquito se alegraron de ver a Hardesty, cuyas gafas con montura de carey y traje de Brooks Brothers (no podía permitirse uno de Fippo) les indicaron que era un hombre de cierta responsabilidad, honestidad y posición económica. Ignoraban si sabía jugar al billar, pero les traía sin cuidado.
—Me trae sin cuidado lo bueno que seas o no seas —dijo el acróbata aéreo—. Tengo mil dólares y solo jugaré por esa suma o por una superior.
—Que sean diez mil.
—¿Los llevas encima?
—No, solo llevo dos dólares y algo de calderilla. Pero te daré un documento de identificación y un marcador.
—¿Quieres jugar a bola ocho, a tortuga o a planetario?
—Tortuga me va bien —respondió Hardesty—. Pero tendrás que explicarme las reglas.
—Espera un momento —dijo el acróbata aéreo, intuyendo problemas.
—No te preocupes. Si pierdo, pagaré —lo tranquilizó Hardesty. Y en voz muy baja añadió—: Voy a ganar.
—Entonces, ¿cómo es que te tengo que explicar las reglas del juego?
—Mira —dijo Hardesty mientras frotaba el taco con la tiza—, no juego al billar. La última vez que jugué fue en la universidad, y ha pasado mucho tiempo. No se me daba bien entonces y no he vuelto a jugar. —Levantó la vista—. Pero voy a derrotarte.
—¿Cómo piensas hacerlo? —preguntó el acróbata aéreo—. No me gustan los faroles, así que será mejor que no se te ocurra marcarte uno.
—Nunca voy de farol —declaró Hardesty—. Juguemos.
El acróbata aéreo sonrió.
—Te conozco. He conocido a tipos como tú. Amas lo imposible.
—De momento, sí.
—¿Por qué? —preguntó el acróbata aéreo con cierta compasión, mientras se quitaba la chaqueta y se preparaba para derrotar a Hardesty y ganar sus diez mil dólares.
La respuesta de Hardesty lo puso un poco nervioso.
—Para devolver la vida a los muertos.
Pero a Hardesty no le interesaba el efecto de sus palabras, solo el fieltro verde iluminado de la mesa más nueva del local.
Una vez que el acróbata aéreo le hubo explicado las reglas del billar tortuga, tiraron para ver quién empezaba. La bola del profesional quedó a menos de una pulgada de la banda. Hardesty se preparó para jugar, y lo hizo de este modo:
Primero recordó qué estaba haciendo y por qué lo hacía. Era por Abby. Era para aprender cómo era lo imposible, de manera que supiera cómo debía actuar cuando llegara el momento en que nadie sabe qué hacer. Era un acto de desafío, peligroso no tanto por el dinero que había en juego como porque se trataba de una rebelión contra la omnipotencia. Pero lo movía el amor, y confiaba en que le iría bien en su intento de atravesar una serie de puertas que casi nunca se habían abierto. Para hacerlo debía concentrarse.
Y se concentró. Expulsó de su mente, del mismo modo que los ángeles fueron arrojados del cielo, todos los pensamientos y deseos no relacionados con la mesa que tenía delante. No veía ni oía a los espectadores, ni a su contrincante, ni a ninguna criatura viva o muerta más allá del fieltro verde. No pensó en ganar ni en perder, ni en el pelo ondulado y la camisa con gemelos de diamantes del acróbata aéreo, ni en la hora que era, ni en dónde estaba ni en la naturaleza de la apuesta. Pensaba solo en una cosa: la geometría que tenía ante sí. Allí estaba Dios hablando con Su lenguaje simple y absoluto, según la misma gramática que había utilizado para conseguir que los planetas ejecutaran su grácil y sedosa danza. Con pureza y concentración, Hardesty obligaría a sus imperfectos ojos a realizar los movimientos adecuados y a percibir la verdad de las distancias. Induciría a todas las células y fibras de cada uno de sus músculos a cumplir con lo mandado, a proporcionar al taco la fuerza necesaria y la orientación correcta para dar a la bola el impulso que le permitiera, a su vez, servir a una voluntad más elevada sin la consiguiente degradación.
Todos observaron cómo se preparaba y notaron el calor que emanaba de su cuerpo, como si hubiera un fuego en el centro de la habitación. Vieron que estaba tenso como el acero y supieron que el acróbata aéreo no iba a tenerlo fácil. Se habían apiñado alrededor ciento cincuenta espectadores, muchos de los cuales hacían lo nunca visto en una sala de billar: estaban de pie sobre las otras mesas. Pero Hardesty no era consciente de nada, excepto de la física absoluta. Las lámparas encendidas sobre la mesa brillaban como soles dobles, y la negrura reinaba por todas partes salvo en el suelo verde del universo.
Hardesty controló sus manos sudadas y colocó el taco. Con una profunda pasión por la fuerza verdadera y exacta que acercaría la bola a la banda, la golpeó. La siguió con la mirada mientras rodaba suavemente hasta el otro extremo de la mesa. Su impacto contra el borde fue tan sobrecogedor como la colisión de dos trenes expresos. Luego retrocedió, con una desaceleración suave que provocó murmullos entre los espectadores. Pasó muy, muy despacio junto a la bola del acróbata aéreo y se situó en silencio contra la banda, donde se detuvo. Se alzaron vítores. Todos estaban fascinados. Pero Hardesty no oyó nada, porque se estaba preparando para abrir el juego. Tampoco vio al acróbata aéreo, cuya expresión indicaba que él también iba a poner en la partida todo lo que tenía. Habían apostado diez mil dólares, pero había algo mucho más valioso en juego: la idea de la certeza en sí.
Doscientos espectadores rodeaban ahora la mesa del rincón, y el dinero cambiaba de manos tan deprisa que parecía una escuela de comerciantes de lechugas. Mientras Hardesty estudiaba la piña de bolas, tuvo la ligera sensación de descarrilar, pero estaba lo suficientemente tranquilo para advertir que los apostantes subidos a las mesas y sillas eran como los espectadores de una pelea de gallos. Eso le llevó a ver el triángulo de bolas multicolores como una formación de huevos de Pascua recién pintados. Nuevas asociaciones pondrían en peligro su concentración, de modo que, en lugar de seguirlas o negarlas, las dobló dándoles la forma de una aguja curva que acto seguido apuntó al corazón de la materia. Allí estaban los planetas, de pronto desordenados, congregados en un único plano orbital bajo dos soles. Le correspondía a él enderezar las cosas, desbrozar la sabana de las esferas perfectas. Pero ¿cómo iba a hacerlo? Una cosa era dejar la bola cerca de la banda, pero ahora las variables eran abrumadoras. La experiencia de toda una vida del acróbata aéreo y sus ojos separados, entrenados para calcular ángulos, no podían superarse solo con una intensa determinación. Hardesty sintió que descarrilaba de nuevo, y las manos le sudaban tanto que cada pocos segundos tenía que secárselas en los muslos.
Cuanto más nervioso parecía, más apostaban los espectadores contra él. Mientras el acróbata aéreo empezaba a respirar con tranquilidad, Hardesty tembló y se notó al borde de las lágrimas. Para ocultarlas miró fijamente los soles que brillaban sobre la mesa. Los rayos se difractaron en el agua de sus ojos y formaron arcoíris, carreteras y haces cuadrados de luz que cortaron la habitación como un abrojo de espadas cristalinas. Esa luz atronadora que hacía añicos los diamantes lo transportó a la catedral de North Beach, donde unos versos de Dante inscritos en la fachada lo habían ayudado en los momentos difíciles. Muchas veces se había detenido en el parque a mirar la catedral y los había leído con la mayor satisfacción:
La gloria di colui, che tutto muove,
per l’universo penetra e risplende.
Siempre había creído que la luz traería la justicia suprema (no había considerado que, de hecho, lo contrario podía ser más probable y más espléndido).
«¡Callad!», ordenó a los mirones escandalosos, porque lo que tenía que hacer exigía un silencio primigenio. Iba a recordar lo que le había enseñado su padre y a aplicar las leyes de la mecánica celeste para enderezar el deslumbrante pero desordenado modelo del sistema solar que tenía delante. No era una tarea fácil. Tenía que calcular todos los posibles efectos de la velocidad, la aceleración, el ímpetu, la fuerza, la reacción, el equilibrio estático, el impulso angular, la fricción, la elasticidad, la estabilidad orbital, la fuerza centrífuga, la conservación de la energía y los vectores tal como se aplicarían a las dieciséis esferas, las troneras que esperaban, las características mecánicas de la banda, el coeficiente de resistencia del fieltro y la fuerza e importancia exactas de la gran explosión que desencadenaría el taco. Tenía que hacerlo sin la ayuda de mediciones precisas y en un plazo de tiempo relativamente corto. Se consoló pensando que, dado que todas las formas de medición eran relativamente inexactas y en ningún caso tan perfectas como la teoría que las había engendrado, tendría que arreglárselas con los ojos y el instinto. Empezó a realizar los cálculos matemáticos de un modo que puso bastante nerviosos a los espectadores. Debía idear tantas series de cifras y a continuación abandonarlas para recuperarlas más tarde que, aun en su estado de elevación, era difícil generarlas y recordarlas todas a la vez. Resolvió ese problema convirtiendo a los espectadores en un ábaco para su memoria. Asociando sus caras y su ropa con vectores, coeficientes y las cifras en que se expresaban, logró almacenar una prodigiosa cantidad de información. Tras desintegrar a cada hombre en anaqueles anatómicos, asignó varias sumas y ángulos a las rótulas, los pies, la cabeza, el cuello, etc. De esa forma las comparaciones categóricas resultaban mucho más sencillas.
Pero para conseguirlo tenía que impedir que se movieran. Si hubieran cambiado de sitio, las ecuaciones se habrían ido al traste. «¡No os mováis!», ordenó. Esto extrañó tanto al público como al acróbata aéreo. Sin embargo, no era nada comparado con lo que hizo a continuación: caminó mirando fijamente a los espectadores, hablando para sí a toda velocidad, señalando, levantando cargas invisibles (las cifras) con los dedos y desplazándolas de un hombre a otro. Y si no obedecían sus órdenes, les vociferaba ferozmente, llamándoles por las funciones que representaban. «¡Cállate, Sigma! —gritó a un hombrecillo gordo con camisa hawaiana—. ¡Coseno! ¡Maldita sea! ¡Estate quieto!», bramó señalando a un negro alto con cazadora de cuero. Goteando sudor por la trepidante sucesión de pensamientos, descubrió que su mente iba más rápido que sus labios, de modo que empezó a cantar los cálculos en una extraña salmodia como de otro mundo. Cuando al cabo de cinco minutos terminó, estaba casi muerto de agotamiento. Había calculado el punto de mira exacto en la piña de bolas, el punto de partida de la blanca, el punto de referencia para el taco, las coordenadas de aproximación y la fuerza necesaria para llevar a cabo su tarea.
«Está bien —dijo agitando una mano hacia los que, boquiabiertos, habían sostenido sus cifras sin saberlo—, borraos». Ya lo tenía. Ahora solo había que recordar ciertas cosas, la mayoría de las cuales había fijado visualmente.
—Voy a abrir el juego —anunció—. La bola uno irá a la tronera de la izquierda; meteré las bolas tres, cinco y catorce en la tronera de la esquina izquierda del fondo; las bolas dos, cuatro, dieciséis y siete en la esquina derecha más cercana; las bolas seis y diez en la tronera de la derecha; las bolas nueve, once y doce en la tronera de la esquina izquierda más cercana; las bolas trece y quince en la tronera de la derecha más cercana; y, por último, la ocho en la esquina derecha del fondo. Eso —añadió tras carraspear— si todo sale según lo previsto. —Y frotó el taco con la tiza.
—¿No vas a darme oportunidad de jugar? —preguntó el acróbata aéreo con sarcasmo.
—No —respondió Hardesty, y se preparó.
Tenía que proporcionar una fuerza considerable a la bola blanca, porque las bolas numeradas no solo debían llegar a sus respectivas troneras, sino que además unas tendrían que efectuar un montón de rebotes y rodeos antes de caer en ellas, en tanto que otras estaban destinadas a dar golpes alentadores a sus compañeras más reacias. Y sin embargo la fuerza no podía ser superior a la que haría saltar a las bolas por los lados de la mesa. Huelga decir que Hardesty colocó la blanca con sumo cuidado. Se situó, puso el taco en posición, movió el brazo hacia atrás y lanzó la bola.
Cuando la piña estalló, Hardesty se volvió hacia el acróbata aéreo.
—Tardará un rato.
Estaba totalmente relajado y observó con aprobación cómo las bolas empezaban a saltar dentro de las troneras. Unas cuatro o cinco se metieron rápidamente. Otras, en cambio, parecieron obstinarse en ofrecer un espectáculo y corrieron por la mesa, esquivándose unas a otras, chocando unas veces, deteniéndose incluso otras. Pero, en efecto, al detenerse recibían un golpe oblicuo de una prima veloz y se deslizaban avergonzadas hacia la boca de la cueva más cercana. Tal como había anunciado Hardesty, la operación llevó un tiempo, hasta que por fin la bola ocho, tras un largo paseo por el campo, rodó a un paso eficiente y se metió sola en la tronera de la esquina derecha.
Nadie se atrevió a moverse ni a hablar, salvo el acróbata aéreo, quien, con un fajo de billetes en la mano, se acercó valientemente a Hardesty. Su enorme cara estaba medio crispada de asombro y timidez.
—No quiero el dinero —dijo Hardesty, ya absorto en la contemplación de su próximo cometido—. No lo he hecho por dinero. —Y se marchó.
Lo habrían seguido si no se hubieran quedado clavados en el sitio. Al final empezaron a temblar y a estremecerse. Luego gritaron y gimotearon como miembros de una secta de fanáticos a los que se les hubiera aparecido un ángel. Eran tipos duros y muy corpulentos, pero sus chillidos eran agudos y temblorosos. No sabían qué les pasaba, y los transeúntes levantaban la vista asombrados, creyendo que se trataba del momento culminante de un gran vudú urbano.
Hardesty ya se encontraba a media milla en dirección al sur.
Una mañana temprano, después de varios días de hambre, encuentros terribles y pruebas físicas indescriptibles que no condujeron a nada, Hardesty despertó en lo que parecía una catedral bizantina convertida en gimnasio. No recordaba cómo había llegado allí, solo sabía que había salido de un sueño frío e incómodo y que estaba tumbado en una colchoneta. Recorrió un largo pasillo hasta un vestíbulo desierto, donde descubrió que se hallaba en un gimnasio de Wall Street. No había nadie más. Examinando el reloj de fichar dedujo que el primer empleado llegaría a las diez.
En el preciso momento en que el reloj dio las seis, se puso en marcha la calefacción. Pequeños pitidos, finas columnas de humo y el extraño olor salobre del vapor de los radiadores compitieron con las estruendosas tuberías para llamar la atención. En la gran sala donde Hardesty se había despertado, la luz del amanecer dio en una hilera alta de ventanas de vidrio esmerilado, estalló en nubes de humo blanco y amarillo que colorearon las cuerdas y las barras de equilibrio, y calentó el cáñamo y la madera. Hardesty observó cómo el sol seguía su curso. Casi exhausto, no podía pensar en nada, y tenía tan pocas fuerzas que ni siquiera miró los tentadores aparatos de gimnasia.
Unos días antes habría intentado hacer una cruz de hierro en las anillas o volar ingrávido sobre la barra fija para ver qué averiguaba en tales experiencias. Pero le costaba incluso levantar la cabeza para mirar el sol a través de las ventanas de lo alto de la cúpula bizantina.
La clara luz de la mañana se había curvado al pasar por el círculo de ventanas hasta formar una plataforma dorada totalmente redonda que llenaba deslumbrante la cúpula. Hardesty se levantó. La cuerda de trepar que colgaba del centro de la cúpula parecía llevar a la primera plataforma del cielo. Hasta la cuerda destellaba como una gruesa trenza dorada.
Un centenar de pies por encima de él, el disco dorado se había espesado. Parecía sólido y Hardesty quiso alcanzarlo. Pero apenas podía tenerse en pie, y mucho menos trepar, y tenía cortes en las manos, como si hubiera estado tirando de cables de acero. Por el modo en que se movía el sol, vertiendo oro en la plataforma hasta que pareció que esta no podría sostener el peso, comprendió que, igual que le había sido dado, le sería arrebatado. Empezó a trepar.
Al trepar encontró los múltiples tormentos mortales que había buscado y, a medida que subía por la cuerda dorada, se elevaba. La cuerda se tiñó de escarlata con su sangre, que salía como agua caliente de una tubería agujereada. Aunque la trenza que dejaba atrás era tan roja como dorada, continuó izándose, pensando únicamente en que si lograba llegar a la plataforma no necesitaría sangre ni fuerzas. Las palmas se le despellejaban, y la cuerda se volvió tan resbaladiza que tuvo que agarrarla con los huesos. En su sufrimiento y su delirio, vio manos blancas y huesos secos aupándolo y tirando de él. A mitad del ascenso, sus manos se convirtieron en criaturas mecánicas con vida propia. A medida que se elevaba, parecía arrastrar cada vez más peso. ¿Qué peces hay en esta red que parece tan enorme e implacable?, se preguntó.
Casi en lo alto, la cuerda estalló en delicadas llamas que se enroscaron alrededor de ella formando una suave hélice. Hardesty desplazó la mano izquierda hasta su base. Estaba caliente pero no quemaba, y mientras trepaba hacia las llamas la sangre desapareció de su ropa y los cortes de las manos empezaron a cicatrizar.
La plataforma que tenía justo encima brillaba casi demasiado para mirarla. Más allá, las ventanas resplandecían de escarcha blanca y plateada. Vio grabadas en ellas una infinidad de formas labradas con precisión. Cheurones semejantes a alas parecían moverse hacia el sol cual ángeles negros. En lo más profundo de la maraña de grabados etéreos veía paisajes destellantes, y en cada hoja de cristal la escarcha esculpida conducía a mundos dentro de otros mundos. Cuanto más se adentraban en largos túneles hacia el punto de fuga, más se abrían y más parecían albergar batallas eternas, campos que ardían mientras fuerzas aéreas luchaban en lo alto y soles redondos que exudaban puntos dorados se movían veloces en olas de azul. El sol cruzaba como un tractor el bosque de líneas del cristal y las cortaba en manojos que fluían como haces de trigo segado.
Hardesty Marratta trató de introducir la cabeza en el disco dorado. De inmediato fue empujado hacia atrás. Agarró la cuerda y trepó por ella con saña, pero fue arrojado hacia abajo con la misma ferocidad. Volvió a lanzarse con todas sus fuerzas, elevándose como un proyectil de gran potencia, para intentar atravesar la impenetrable estera que tenía encima. Se vio aplastado como una mosca.
Cayó hacia atrás, con los brazos abiertos, los dedos extendidos, a través de cien pies de aire vacío. De poco habría servido que hubiera podido darse la vuelta como un gato y aterrizar como quisiera. Cien pies eran cien pies; era mejor tomarlos como vinieran. Pero mientras caía se dio cuenta de que se desplazaba de izquierda a derecha, oscilando como un péndulo, y que bajaba despacio. A su alrededor el aire se agitaba con un millar de alas invisibles que frenaban su caída, de modo que descendía con tanta suavidad que, durante un par de minutos, flotó sobre la colchoneta.
Abrió los ojos. Varios hombres con chándal lo sujetaban por los brazos.
—¿Es uno de nosotros? —preguntaron.
—¿Qué sois? —dijo Hardesty. Luego se fijó en sus semblantes—. Debéis de ser banqueros y corredores de Bolsa.
—¿Es usted socio?
—Todo está en vuestros números —respondió Hardesty—; bastaría con que los leyerais correctamente.
—Debe de haberse colado —apuntó un hombre—. Por un momento he creído que era un socio que había tenido un accidente.
—He flotado como una mariposa —declaró Hardesty mientras lo levantaban y lo sacaban en una especie de silla de manos invisible—. Cuando me elevé hacia las llamas y caí hacia atrás, pensé que iba a estrellarme contra el suelo. Pero he flotado como una mariposa.
Al pasar por delante del reloj del vestíbulo, vio que marcaba las once. Con la mezcla de reverencia y desdén que se reserva para los locos, lo dejaron en la calle.
—Una cosa más.
—¿Qué? —preguntó uno de los hombres mientras subían por las escaleras.
—Vuestro gimnasio está repleto de ángeles.
No lo oyeron.
En el frío de diciembre, sin un centavo en el bolsillo y sin comer desde hacía días, Hardesty empezó a recorrer todo Manhattan. Le había fallado a Abby y, al fallarle a ella, también le había fallado a su padre. El orgullo que le había llevado a creer que tendría la fuerza necesaria para hacer una incursión en el cielo ahora lo llenaba de náuseas y miedo.
Al pasar entre la gente que corría a millares por las calles, veía el esplendor de sus rostros. En sus ojos, sus mejillas sonrosadas y su expresión de esperanza, determinación o cólera, veía lo que los convertía en algo más que esqueletos y carne, porque la vida de sus rostros trascendía con mucho la materia en la que se habían extraviado. Y sin embargo, si tuviera que aprehenderla, solo tendría las solapas de un abrigo y un transeúnte sobresaltado y asustado dentro. Alrededor de él brillaba la luz que buscaba, pero no podía capturarla.
Podía pensar en el pequeño ataúd (como una muestra de un vendedor) en el que tendrían que enterrar a su hija. Pero entonces la vida de las calles y el esplendor de los rostros de la gente correrían a toda velocidad por su sangre y una vez más se creería capaz de salvarla si lograba entender la fuerza que subyacía en las numerosas escenas vitales de la ciudad: la expresión agobiada de un chico con capucha que empujaba un perchero por las calles llenas de nieve; un sastre del barrio de las pieles inclinado sobre su máquina de coser, avanzando puntada a puntada hacia la eternidad de los sastres; una escuadra de destructores de calles ametrallando el cemento con la concentración de una infantería obrera… Había algo que unía todas esas escenas y las empujaba hacia delante. Los pasillos vacíos y las formas que se elevaban encerraban el secreto, que flotaba invisible sobre la ciudad, como una columna de aire transparente. Sin embargo, cuando cerraba el puño para asirlo y quería derribarlo, no estaba allí. Derrotado, se dejaba llevar por la multitud. Estaba débil y aturdido, y era imposible resistirse a las mareas humanas que cubrían las calles poco antes de la Navidad.
Como un corcho en un mar revuelto, fue de un lado para otro por las avenidas. Se vio arrastrado hasta enormes almacenes y expulsado de ellos. Se sumió en la corriente que descendía por las escaleras del metro y recorrió un par de paradas hasta que lo sacaron de nuevo a la acera. Y quedó atrapado en una intersección como si se tratara de un remolino. Cruzó y volvió a cruzar mil veces, cojo, febril y derrotado, llevado a diestra y siniestra por millones de personas que galopaban como si les fuera la vida en ello.
Cuando a las cinco las oficinas dejaron salir a sus empleados, un torrente de gabardinas y lana inundó de azul y gris las calles. Todo el mundo corría. En ciertos lugares las oleadas de oficinistas y mecanógrafos tenían tres o cuatro estratos. El sonido era como el del agua, o como el de un incendio de pastizales avivado por el viento, y a las cinco y cuarto las calles del centro de Manhattan semejaban los pasillos de un teatro en llamas.
Al final, en una confluencia que parecía el río Niágara vertiendo sus aguas en las cascadas de Horseshoe, una extraordinaria masa de gabardinas frenéticas y rostros tensos entró en la estación Grand Central arrastrando a Hardesty consigo. Por suerte estaba en el borde del torrente y logró ponerse a salvo en una galería que daba a la planta principal. Allí, sobre todo por un terror apabullante a viajar a Hartsdale en el tren de las cinco y veinte, se agarró con fuerza a una balaustrada de mármol. Aferrado a ella, descansó una hora, hasta que la marea se retiró y Hardesty sintió calor.
Exceptuando el constante flujo de viajeros entre las puertas y las escaleras que conducían a la planta principal, la galería de Vanderbilt Avenue estaba prácticamente desierta, y en el enorme vestíbulo de mármol color caramelo empezaban a verse islotes vacíos que eran como tramos pelados en una alfombra tejida con el hilo de todas las idas y venidas desde 1912. Nadie alzaba nunca la vista. El techo llevaba tanto tiempo oscuro y velado que lo habían olvidado. Aunque la bóveda de cañón era demasiado alta para que alguien se molestara en mirarla, Hardesty ladeó despacio la cabeza hasta que, echado hacia atrás, logró verla en toda su extensión.
Las estrellas estaban encendidas. Brillaban con un amarillo incandescente sobre el verde intenso. ¿Desde cuándo? Se suponía que se habían extinguido para siempre. Se creía que se habían fundido una tras otra y que no volverían a encenderse, y que estaban demasiado altas para llegar a ellas y cambiarlas. Nadie lo había intentado, y al final las estrellas cayeron en el olvido y se negó su existencia. Y de pronto estaban encendidas. Y no faltaba ninguna.
—Mire —dijo Hardesty a una joven con uniforme de auxiliar de odontología—, las estrellas están encendidas.
—¿Qué estrellas? —preguntó ella sin levantar la vista, y se fue corriendo hacia los túneles para tomar el tren de siempre.
—Esas estrellas —dijo Hardesty para sí, mirando fijamente el cielo verde.
Mientras recorría con la vista la alta bóveda vio moverse algo en el centro. Era como si, en un terremoto celeste, una sacudida hubiera desplazado un fragmento del cielo. Creyó que se trataba de una ilusión óptica. Pero se abrió una grieta. Luego desapareció, pero apareció de nuevo y esta vez osciló, como si alguien estuviera forcejeando con una pesada puerta. De pronto un pedazo de cielo verde se retiró hacia un lado y se formó un cuadrado oscuro en el techo. A Hardesty le costaba respirar. Era imposible que la puerta se hubiera abierto sola.
Aunque no se veía a nadie, Hardesty esperó pacientemente a que apareciera alguien. Su paciencia tuvo recompensa cuando, muy arriba, un rostro asomó entre las sombras y se quedó mirando los apresurados ejércitos vestidos con gabardinas y lana.