Una semana de noviembre, entre los gigantes del sector empresarial se puso de moda comprar iglesias. Craig Binky no quiso quedarse atrás y compró media docena de iglesias baptistas en el Upper West Side. Estaba deprimido porque, según las reglas del juego, era una actuación más bien pobre. Después de todo, Marcel Apand tenía tres iglesias episcopalianas en el centro y una ortodoxa griega en Astoria, y Crawford Bees había adquirido sesenta sinagogas.
Le había dolido mucho que Praeger de Pinto se volviera contra él en la campaña y le había llenado de frustración que no cejara hasta ganar las elecciones. Le parecía que, como mínimo, se le debía alguna información sobre el barco anclado en el Hudson. Pero el alcalde electo se negó a decirle nada, afirmando que él mismo anunciaría el proyecto en diciembre y que Craig Binky se enteraría entonces con todos los demás.
—¡Pero yo soy un periódico! —balbuceó Craig Binky—. Perderé importancia si no sé esas cosas. Yo le he apoyado, y ahora me pide que haga esquí acuático sin cuerda.
Craig Binky estaba de vuelta en su despacho antes de darse cuenta de que no había descubierto nada.
—Soy el único en esta ciudad —dijo a Alertu y a Scroutu— que no sabe una cosa. —Con frecuencia decía «una cosa» en lugar de «nada»—. Voy a remediarlo.
Recurrió al hampa: pagó cien mil dólares para averiguar que el personaje principal era Jackson Mead, y cincuenta mil por los nombres del reverendo Mootfowl y el señor Cecil Wooley respectivamente. En uno de los muchos banquetes del mundo editorial que se celebraban en otoño, Harry Penn, que había oído rumores acerca de la compra de Craig y de que este creía saber más que nadie, confirmó de un solo vistazo que dichos rumores eran correctos. Craig Binky estaba henchido como una gallina de Cornualles (como solía decir él), tan satisfecho consigo mismo que incluso sentado se contoneaba. Después de pronunciar su discurso (que se suponía que debía ser una alabanza del columnista E. Owen Lemur, pero que en realidad decía: «Siempre le caí bien. Creía que yo era magnífico. Dijo que algún día yo…»), Craig Binky no pudo resistirse a levantarse de nuevo para añadir:
—Sé el nombre de las personas que están a bordo de ese barco del Hudson. ¡Ejem! —Y se sentó.
Harry Penn se inclinó para susurrarle al oído:
—¿Se refiere a Jackson Mead, el reverendo Mootfowl y el señor Cecil Wooley? Craig, los chicos que reparten sus periódicos ya lo saben y no han tenido que pagar doscientos mil dólares a Sol Fappiano para averiguarlo.
—¿Cómo se han enterado? —preguntó Craig Binky, más blanco que el azúcar glas.
—Por el Sun —mintió Harry Penn—. Siempre lo leen. Creía que lo sabía.
Craig Binky decidió entonces que para recuperar su posición soportaría cualquier carga y pagaría cualquier precio hasta descubrir qué sucedía exactamente. Tenía que salvar su honor. Decidió preguntar a un ordenador.
Puso neumáticos para la nieve a uno de sus turismos y se dirigió hasta lo más profundo de Connecticut, donde, encaramado a un acantilado de piedra caliza, un enorme edificio militar dominaba un valle tranquilo. Allí se encontraba un terminal del Ordenador Nacional de Washington. El gigante de silicona de la capital estaba casi siempre ocupado en asuntos que nadie entendía, pero de vez en cuando trabajaba unos minutos para el público en general.
—¿Es eso? —preguntó Craig Binky al director del centro cuando le hicieron pasar a una sala del tamaño de doscientos cobertizos grandes, llena hasta el alto techo de hileras de lápidas electrónicas.
—¿Eso? Por supuesto que no. Esta instalación solo es el terminal. Aquí convertimos el idioma del usuario en un algoritmo específico que el gran ordenador de Washington pueda entender.
—¿Quiere decir que el ordenador de Washington es aún más grande?
—No. Tiene solo el tamaño de una casa, pero su corazón se mantiene siempre a cero absoluto. Una de sus memorias de acceso aleatorio, del tamaño de un grano de arena, tiene la capacidad de un modelo del tamaño de una habitación de, digamos, mil novecientos noventa. Es como un cerebro, y los terminales serían los sentidos distribuidos por todo el cuerpo. Establezca la analogía con su propio cerebro, que, pese a ser del tamaño de…
—Una pelota de baloncesto —dijeron Alertu y Scroutu a la vez.
—Eso es, una pelota de baloncesto. Aun así es mucho más pequeño que su cuerpo pero mucho más inteligente.
—Pongamos manos a la obra —dijo Craig Binky impaciente.
—¿Ha traído sus chips?
—¿Qué chips? Solo quiero hacerle una pregunta.
—¿Solo una pregunta?
—¿Por qué no?
—El precio mínimo es de un millón de dólares.
—Me compensa.
—Muy bien. Usted decide. ¿Cuál es la pregunta?
—¿Quién es Jackson Mead?
—Solo acceder al ordenador central de Washington le costará un millón de dólares.
—¡Pregunte, por Dios!
Un operador se acercó al terminal y tecleó una serie de códigos y órdenes. Luego tecleó: «¿Quién es Jackson Mead?».
Al cabo de un momento, en una pantalla de rubidio rojo parpadearon las palabras: «No lo sé».
—¿Qué quiere decir con que no lo sabe? —gritó Craig Binky—. ¡Déjeme hablar con él!
—Puede instalarse una conexión.
—Déjeme hablar con ese maldito trasto.
—No se lo recomiendo, la verdad.
—¡Póngame con ese cabrón! —chilló Craig Binky.
—De acuerdo, adelante.
—Mira, estúpido cabrón de mierda —empezó Craig Binky—, he pagado un millón de dólares solo para hacerte una simple pregunta, ¿y me vienes con que no sabes la respuesta?
«¿Y?», escribió el ordenador.
—Se supone que lo sabes todo.
«Y un cuerno».
—Eres un fraude. Debería ir a Washington y apagarte a golpes.
«¿Me estás amenazando?», preguntó el ordenador.
—Sí —dijo Craig Binky, saltando ahora sobre un pie, ahora sobre el otro, con los puños alzados—. Te estoy amenazando. Porque eres un gallina.
El ordenador se lo tomó con calma y finalmente escribió:
«Eres un mierda».
—¡Intenta pasarme la factura! —gritó Craig Binky mientras salía en tromba.
El ordenador solicitó el número de registro de cada uno de los instrumentos financieros de la considerable cartera de Craig Binky y, antes de que este hubiera salido por la puerta, se había presentado y respondido un informe jurídico, dictado sentencia, se habían embargado sus cuentas, impuesto las sanciones y costas correspondientes, y se había publicado la noticia en todos los periódicos del país…, menos en el Ghost.
—¡Ese maldito automatón! —dijo Craig Binky en el coche a Alertu y Scroutu—. ¡Esa mierda de autómono!
Seguía sin saber una cosa de Jackson Mead mientras que los demás sí sabían. Día tras día se revelaban detalles en la prensa y en todas partes, como preámbulo al anuncio que Praeger de Pinto haría el primero de diciembre. Para Craig Binky resultaba de lo más frustrante. Aunque no lo sabía, hasta Abysmillard lo sabía.
¿Abysmillard? Sí, Abysmillard.
De todas las criaturas de Dios, la más abismal era Abysmillard. Incluso de pequeño había sido desagradablemente frío y húmedo, y cuando se hizo mayor afloraron sus ocultas abismilitudes. Los hombres de la bahía se habían quedado con él (al único que habían echado era a Peter Lake, porque no era uno de ellos), pero siempre habían esperado en secreto, y a veces no tan en secreto, que algo rápido y efectivo acabara con él: una incursión de los indios, una almeja podrida o una repentina tormenta que lo sorprendiera en su mohosa canoa lejos de la orilla.
Dio un susto de muerte a su madre al nacer. Como ninguna mujer de la bahía quiso amamantarlo, lo pusieron en un cobertizo prefabricado con techumbre de paja, junto con una cabra ciega. Nunca aprendió a hablar, solo soltaba gruñidos y eructos, y sin embargo era tan verborreico como un senador ebrio. Cuando los hombres de la bahía estaban apenados, Abysmillard solía ponerse eufórico, y cuando estaban alegres, se enfurruñaba. Un ojo miraba hacia la derecha, el otro hacia la izquierda y el techo. Para fijar la vista en lo que quisiera observar tenía que balancear su coriácea y greñuda cabeza. De esta forma había derribado a muchos ancianos y niños, dejado inconscientes a los hombres más fuertes y tirado al suelo un montón de guisos de ostras.
Los hombres de la bahía no se caracterizaban por su higiene, y en falta de higiene Abysmillard se llevaba la palma. Tenía que vivir en una choza aparte en un terreno aparte, por el bien de los comedores de angulas vivas. Aun así, sentía una lujuria perversamente intensa por las chicas y causaba muchos problemas con sus alucinantes y monstruosos flirteos.
Sus dientes eran como los postes indicadores que se colocan en los campamentos más remotos de los ejércitos expedicionarios para señalar el camino hacia lugares más alegres y agradables del mundo. Apuntaban en todas las direcciones. Tenía el cuerpo cubierto de llagas, que se veían incluso entre su cabello apelmazado y bien abonado, al igual que las criaturas vivas que a veces asomaban de él. Era con mucho el más solitario de los hombres: ni siquiera soportaba su propia presencia, y a menudo se le veía galopar por los bajíos, agitando los brazos y gritando, tratando de desprenderse de la horrible cáscara que lo rodeaba y torturaba.
Se suponía que su retorcimiento, su tamaño desmesurado y su estilo de vida agitado y poco sano lo llevarían pronto a la tumba, y a los hombres de la bahía les intrigaba que siguiera vivo mientras los demás morían. Creían que no tenía motivos para vivir, pero se equivocaban. Le encantaban las mariposas y creía secretamente que, como la oruga, al final se liberaría de su monstruosidad para convertirse en una criatura luminosa y grácil a la que todo el mundo quisiera. A medida que pasaban los años, aguardaba el momento de la transformación, impregnado de un único propósito y fortalecido por una única esperanza. Esa creencia le proporcionó tanto vigor que, de hecho, vivió mucho más allá de su época, hasta que fue aterradoramente viejo incluso entre la gente de notoria longevidad. En los meses invernales que precedieron al tercer milenio, era el único que quedaba en el pantano y llevaba décadas viviendo solo. Fue una suerte, en cierto modo, que los hombres de la bahía ya no estuvieran allí para ver lo que le ocurría a su mundo y que el único que quedara se hubiera preparado durante toda su vida para afrontar toda clase de desgracias y vislumbrar el futuro lejano y prometedor.
Los tiempos difíciles, la prosperidad y la guerra —en suma, la historia— habían conducido al desarrollo del puerto y a la decadencia del pantano del que los hombres de la bahía dependían por completo. En épocas de bonanza, las fábricas y el puerto se extendieron hacia los juncos y el barro, convirtiendo el suelo vivo en algo tan poco productivo como la piedra. Durante los períodos de depresión, llegaron cuadrillas de trabajadores de obras públicas para llenar los márgenes entre la tierra y el agua: como era imposible ir a pie o en barco hasta allí, esas zonas se consideraban enemigas del estado. En tiempos de guerra, la tierra fue ocupada por astilleros, terminales de mercancías y almacenes de material bélico. Nuevas carreteras, empezando por la Pulaski Skyway, atravesaron como flechas y lanzas el corazón del pantano, y los aerodeslizadores y helicópteros tomaron de él su profundidad y serenidad. Las grasas y la inmundicia envenenaron y corrompieron las aguas. Cincuenta refinerías e industrias químicas convirtieron el acto de respirar en una hazaña heroica. El muro de nubes retrocedió hacia un escenario diferente. Aunque de vez en cuando se acercaba y derribaba alguna alma confusa, o se llevaba consigo a alguien al replegarse, parecía preferir el mar abierto.
Algunos hombres de la bahía fueron abatidos a tiros por la policía en los bordes del pantano, otros murieron aplastados por enormes barcos en las nuevas carreteras y otros quedaron atrapados bajo los yates que bajaban a toda velocidad por los canales, con la música a todo volumen y bañistas embadurnados de bronceador espatarrados en las tumbonas. Al avanzar el siglo y aumentar la producción de las refinerías, empezaron a nacer niños con formas fantásticas pero, a diferencia de Abysmillard, desprovistos en su mayoría de habilidades para la supervivencia. Al final solo quedaron Humpstone John, Abysmillard y un hombre más joven llamado Boojian. Humpstone John murió de fiebres palúdicas. Boojian se aventuró a acercarse demasiado al borde del hielo y se lo llevó el mar invernal.
Abysmillard trató de seguir viviendo en lo que quedaba de su casa, pero los cazadores de patos y los tramperos se sintieron atraídos por ella con la esperanza de utilizarla como refugio o lugar de almacenamiento, y si encontraban dentro a su dueño siempre reaccionaban con tanto pavor y repugnancia que disparaban como forma de terapia, para exorcizar a la criatura que estaba en la oscuridad y los miraba con los increíbles ojos hundidos del pasado. Aunque erraban el blanco, hicieron un montón de agujeros. Temiendo que algún día lo alcanzaran, Abysmillard se trasladó a un blando y húmedo hoyo en el suelo, una madriguera de ratones almizcleros de la que tomó posesión después de que estos huyeran porque el agua de los alrededores se había vuelto demasiado aceitosa. Era una especie de tumba, pero tenía una salida.
Cada pocos días, salía en la oscuridad a buscar provisiones. Se alimentaba de brotes de junco, caracoles, pequeñas percas que atrapaba con las redes que todavía conseguía tejer y alguna almeja cuando lograba encontrarla. Si tenía suerte, sacaba del agua un salmón o un sábalo que se había adentrado sin querer en la aceitosa capa irisada, o capturaba un ave migratoria que había tenido la temeridad de posarse. Todo lo que comía sabía como si hubiera crecido en un taller mecánico pero, como no comía mucho, se salvó.
Durante casi toda su vida había sido una mole de siete pies de estatura y trescientas libras de peso. Justo antes de que comenzara el tercer milenio, medía solo cinco pies y pesaba una tercera parte. Los veinte años o más que había pasado tumbado en su madriguera, respirando despacio, mirando al frente con rostro inexpresivo como un hombre febril, lo habían cambiado. Fue un proceso tan lento que no se dio cuenta, pero su carne se fue recolocando.
Los dientes se alinearon poco a poco, de modo que ya no apuntaban aquí y allá, sino todos en la misma dirección, y los ojos se volvieron sincopados. ¡Qué gran alivio no tener que mirar en dos direcciones a la vez! Y desde que podía percibir la profundidad se sentía más parte del mundo, en lugar de un observador de imágenes planas. A medida que su cuerpo se alimentaba de sí mismo, mostraba una disciplina admirable comiéndose primero lo peor. Los furúnculos, llagas, bocios y construcciones fúngicas desaparecieron. Su pelo, que ya no estaba apelmazado después de que casi se ahogara en un depósito lleno de aguarrás y queroseno (la mezcla también mató a los parásitos), era blanco y undoso. Su ropa, sometida a una limpieza en seco por primera vez, volvió a ser blanda y esponjosa como el día en que los hombres de la bahía la tejieron con lana de oveja y pecarí.
Abysmillard solo era consciente de que se moría lentamente de hambre, de que las estaciones pasaban y de que él seguía vivo. Como los animales, era capaz de permanecer inmóvil durante períodos que parecían una eternidad. Se limitaba a contemplar la luz y escuchar el viento. En invierno veía cómo los copos de nieve se posaban junto a la entrada de su madriguera y el sol descendía lo suficiente para iluminar el interior como la linterna de un cazador y deslumbrarlo. Las ventiscas que en ocasiones rugían arriba lo entretenían con sus aullidos y sacudidas. Si un avión sobrevolaba el pantano, creía que era un ángel que venía a buscarlo.
Esa lenta reducción podría haber continuado hasta que se hubiera vuelto fino como un hilo, y entonces quizá lo hubiera engullido el aire o el viento se lo hubiera llevado muy lejos, hasta la Polinesia. Pero Abysmillard se vio obligado a salir de su última morada.
En los antiguos sueños de fuego de los hombres de la bahía, los últimos días, aunque difíciles, no debían inspirar miedo. Según la Canción Decimotercera, una señal inequívoca de que habían llegado esos últimos días era «cuando un arcoíris sólido emerge del hielo y salta la cortina blanca, y en su arco de luces palpitantes hay un millar de gradas sonrientes». Abysmillard alcanzaba a ver los pilotes y cimientos de ese arcoíris mientras los obreros trabajaban por la noche para construirlos por todo el pantano. Aunque el lugar estaba atestado de enormes andamios y cubiertas de lona, a menudo se iluminaba y brillaba, y una luz de múltiples colores prácticamente ardía a través de las lonas que se agitaban. Abysmillard, que conocía la Canción Decimotercera, sospechaba que esos pilotes generarían vigas que se juntarían en un único arco magnífico.
Se habría contentado con esperar discretamente a que eso sucediera, pero el hielo era tan grueso que ya no podía conseguir comida. Trató de perforarlo con su azuela de madera, e incluso con la espada (arma que rara vez era deshonrada con semejante tarea). Nunca había visto un espejo tan perfecto. Y la última vez que había intentado agujerearlo vio que, cuando conectaban los cables en los cimientos desperdigados, la luz de la superficie no era nada comparada con las calles y avenidas multicolores que atravesaban el mundo congelado de debajo. Los haces entrelazados ardieron como el magnesio y permanecieron ante los ojos de Abysmillard durante media hora mientras se movía a tientas, cegado, buscando sus herramientas.
Su única esperanza era llegar al lugar donde la placa de hielo se juntaba con el mar, para pescar desde ella o agujerearla, ya que no era tan gruesa como la del interior, más firme. Mucho tiempo atrás, cuando el puerto se había helado y todavía vivían en el pantano miles de hombres de la bahía, repartidos en docenas de pueblos, fueron al mar y perdieron a muchos compañeros. A veces, recordaba Abysmillard, olas de hasta ocho pies de altura caían sobre el hielo como grandes lenguas y tiraban a los pescadores a las gélidas aguas. Entre las esquirlas de hielo se desvanecieron muchos hombres, cubiertos de tantos cortes que, cuando sus amigos llegaron al lugar de su desaparición, solo vieron una brillante mancha roja que se extendía por debajo del suelo transparente en el que se encontraban.
Ir allí por la noche y solo entrañaba un gran peligro, puesto que le costaría abrirse paso por los riscos fracturados, el viento soplaba con fuerza y el océano enviaba mareas de millas de longitud a lo largo de la superficie helada. En la oscuridad tendría pocas oportunidades de verlas y evitarlas. De todas formas, no era probable que llegara al mar, ya que una caminata de quince millas con vientos bajo cero no sería fácil para alguien tan frágil. Como a todos los hombres de la bahía, le atraía el peligro, y partió una noche en que la luna iluminaba el camino y el frío era un ángel con una espada de hielo.
Aunque solo era consciente en parte, por fin había demostrado su valía. Se movía con garbo, sus ojos se habían vuelto afables e inteligentes, su melena blanca ondeaba como la de un patriarca y estaba preparado para integrarse en las prósperas comunidades de las que había sido excluido toda su vida. ¡Pero no quedaba nadie! Había llegado hasta el final, pero nadie lo había abrazado jamás. Suponía que había otros como él, tal vez legiones enteras. E imaginó que no sería justo que tantas personas hubieran soportado semejante soledad y no tuvieran una recompensa final. Eso le infundió valor durante su última caminata sobre el hielo.
La gente estaba entusiasmada con la repentina llegada de un invierno tan espléndido y (o eso creían) sin precedentes. Incluso quienes temían y odiaban el frío y la nieve se dejaron seducir rápidamente por las plateadas noches polares y se unieron al desfile medieval de trineos, a las reuniones alrededor del fuego y a las veladas bajo las estrellas. Era como si la parálisis gozosa que en ocasiones deja el invierno a las puertas de la Navidad hubiera llegado para quedarse. Las múltiples capas de ropa volvían la carne más misteriosa y tentadora de lo que había sido durante años, se recuperó cierta caballerosidad y la lucha contra los elementos empequeñeció a todos lo suficiente para que comprendieran que una de las cualidades fundamentales de la humanidad era y sería siempre su delicadeza. Los extasiados ciudadanos no iban a tantos lugares ni trabajaban tanto como de costumbre, pero vivían mucho mejor de lo que habían vivido nunca.
Uno de los pasatiempos favoritos era patinar por los ríos hasta el puerto. Los fuertes vientos mantenían la superficie de hielo despejada de nieve, que amontonaban sobre las orillas del Hudson y el East y sobre las playas de la bahía en murallas de múltiples pisos en las que, a la manera de las catacumbas romanas, se habían abierto cien mil pasadizos y túneles que conducían a las habitaciones de nieve que servían de restaurantes, hoteles, tiendas y tabernas improvisados. Por su informalidad y variedad, esos lugares sin nombre resultaban mucho más atractivos que las tiendas convencionales de la ciudad, y los neoyorquinos hacían todo lo posible por escapar de los cuadrados y rectángulos en que había sido dividida Manhattan para llegar a las serpenteantes ciudades de nieve. Calles en forma de media luna, rotondas, galerías oscuras con suelos parcialmente inclinados y habitaciones que conducían a cámaras que conducían a una sucesión de pasillos, cuevas y lugares secretos, contribuían en gran medida a liberar y deleitar a los que se habían educado en el ángulo recto. Los patinadores se deslizaban de un lugar a otro y, perdiendo la noción del tiempo, desaparecían durante días en las ciudades de los bancos de nieve. Familias enteras acudían a ellas para dormir en las alcobas de nieve, comer carne asada en espetones diminutos y participar en carreras sobre el hielo, hasta que caían en la cuenta de que llevaban días seguidos fuera y habían faltado inopinadamente a todas sus citas. Pero a menudo las personas con las que habían quedado también se habían olvidado y se encontraban asimismo en el hielo. Los bancos de nieve y los largos ríos helados eran, sin embargo, el único medio para llegar al puerto, que de día era como una llanura llena de ejércitos reunidos, y por la noche, una feria y un observatorio de estrellas.
Se habían plantado sobre el hielo miles de tiendas que rivalizaban con los palacios de nieve. Si alguien caminaba entre las hileras sin hacer trampas, podía perderse con facilidad en un laberinto de callejones y avenidas atestados de patinadores, vendedores, equipos de hockey con uniformes de colores o jugadores de curling camino de torneos que se celebraban en las grandes plazas montadas al azar por toda la ciudad de las tiendas de campaña. Sobre innumerables fogones, las ollas borboteaban y humeaban, los langostinos daban volteretas y montones de huevos chocaban entre sí como canicas. Por todas partes había, a buen precio, carne asada, bebidas calientes y olorosas tartas de frutas que se cocían en hornos de ladrillo construidos sobre el hielo. En los cruces más concurridos actuaban patinadores acróbatas, juglares, gimnastas, estudiantes de música y cerdos bailarines. Los niños pasaban zumbando sobre sus patines como mosquitos supersónicos, colándose entre las multitudes y por debajo de mesas llenas de mercancías o comida. Los de nueve años parecían los más rápidos y atrevidos. Eran flacos como gomas elásticas, no conocían el peligro y solo se detenían el tiempo necesario para meterse en la boca pastelillos de fruta. Luego se alejaban a cientos de millas por hora, zigzagueando, rápidos como flechas, sin parar de gritar con voz chillona a la gente que se apartara. Veloces como piones, muones y quarks encantados, estaban en todas partes al mismo tiempo, poseedores de una energía pura e ilimitada.
Por la noche los fuegos ardían hasta las nueve, momento en que se amortiguaban y colocaban bajo rejillas para que no interfirieran en las observaciones astronómicas. Un extraño residuo de calor perduraba hasta bien pasada la medianoche y permitía el examen minucioso del firmamento. Los emprendedores alquilaban gruesos edredones y almohadones para que la gente que contemplaba absorta la esfera celeste se recostara en ellos. Los habitantes de Nueva York, que durante cientos de años apenas habían reparado en las estrellas, de pronto estaban enamorados de ellas.
No solo astrónomos, sino también varios astrólogos, charlatanes y curanderos con sombreros puntiagudos y botas de lentejuelas peroraban por una suma de dinero sobre las Pléyades, el Sextante, Rigel, Kent, Pavo, Gacrux, Argo Navis, Betelgeuse, Bellatrix y Atria. De muchos bolsillos traseros asomaban librillos sobre las estrellas, los telescopios y trípodes proliferaron hasta formar un bosque de árboles de tres patas, y la población fue consciente por primera vez en mucho tiempo de que existía algo que todos podían amar y que nunca faltaría. De haber continuado, eso podría haber llevado a la ciudad muy lejos. Sin embargo, todas las noches el asombro quedaba contrarrestado por el azote de vientos tan gélidos y feroces que las tiendas se derrumbaban y el hielo era abandonado por completo, de forma que a la mañana siguiente solo permanecían los hornos, y hasta estos habían sido desplazados por el viento y chocado entre sí como piedras de curling. A medida que se acortaban los días y el verdadero invierno sumaba sus rigores a los del invierno cautivador, el hielo se volvía cada vez menos habitable y las horas de observación astronómica se reducían de forma progresiva.
Una mañana temprano Peter Lake bajó a la grada del astillero del Sun en Whitehall para ayudar a Asbury a arreglar el motor de la lancha.
Aunque el sol acababa de salir y arrojaba una luz limpia y vigorosa, el aire todavía era muy frío y apenas podían hablar. Encendieron un fuego en un bidón y cada cinco o diez minutos bajaban de la lancha y se acercaban a él para calentarse las manos. Como trabajaban con acero y tenían que tocarlo a menudo, enseguida se les entumecían los dedos. Acuclillados junto al fuego, Peter Lake y Asbury miraron la desierta llanura de hielo que se había formado sobre lo que antes era un puerto con mucha actividad.
La noche anterior se habían congregado allí cien mil personas, pero esa mañana no se veía ni un alma. Se habían desmontado las tiendas y todo el mundo se había retirado a la ciudad de nieve o a la ciudad propiamente dicha, y sobre el hielo solo quedaban unos pocos hornos de ladrillo que parecían mojones o estacas clavadas en el suelo. Al iluminar el sol los tejados de las casas de Brooklyn Heights, el puerto se volvió azul y blanco, y se levantó un viento recio cuando la luz despertó el aire frío sobre el hielo. El fuego se avivó, y Peter Lake y Asbury inclinaron la cabeza para protegerse los ojos del viento. Pasaron volando papeles, y diversos desperdicios (latas, pedacitos de madera, palos de tienda) cruzaron veloces el hielo como discos de hockey y se incrustaron en las paredes de la ciudad de nieve. Era el viento que se llevaba consigo todo menos los hornos de ladrillo, que se movían tan despacio como elefantes enfermos.
«¿Qué es eso?», preguntó Asbury señalando algo semejante a un saco que se deslizaba sobre el hielo. Por el modo en que se movía, creyeron que era muy pesado. A veces se quedaba inmóvil sobre un socavón, hasta que el viento lo volcaba. Luego avanzaba de nuevo, despacio, y tomaba impulso. Y cuando se detenía, lo hacía tan lentamente como se había puesto en marcha. A diferencia de los proyectiles más pequeños que volaban a su alrededor, parecía moverse con airosa parsimonia.
Solo cuando lo vieron agitar los brazos lánguidamente comprendieron que era un hombre. No había duda de que estaba helado, pero el movimiento constante había mantenido flexibles los hombros, y los brazos caían a lo largo de los costados con la misma delicadeza con que los pétalos se desprenden de una rosa.
Peter Lake y Asbury echaron a correr por el hielo, lo atraparon y le dieron la vuelta. Paralizado en una mueca, cubierto de escarcha y nieve, un rostro de san Nicolás los saludó desde una montaña de harapos, lana y pieles.
Peter Lake titubeó un instante. Casi dejó pasar la oportunidad. Pero, apoyando una rodilla en el suelo, levantó del hielo el cuerpo y lo sostuvo en sus brazos. «Abysmillard», susurró, retrocediendo de golpe todo un siglo gracias a un vívido recuerdo del puerto en la época en que los hombres de la bahía eran sus amos. La cara de Abysmillard, aunque cubierta de escarcha, solo le evocaba el verano.
De pronto Peter Lake se recordó a sí mismo impulsando una canoa a través de bajíos infinitos y bajando de un salto para arrastrarla por bancos de arena del color de la mantequilla. La ciudad quedaba lejos, enturbiada por la niebla y las ondas de calor. De niño nunca había tenido que mirarla para saber que estaba allí. Vio en su memoria un chiquillo harapiento perdido y contento en el mundo del pantano, donde siempre parecía ser verano, y la fuerza y la exactitud de ese recuerdo le indujeron a pensar que aquella época, aunque él la había dejado atrás, se estaba reproduciendo.
—¿Lo conoces? —preguntó Asbury—. ¿De dónde ha salido?
En aquel estado, congelado y retorcido, Abysmillard no parecía un hombre moderno.
—De allí —respondió Peter Lake mirando hacia lo que en otro tiempo había sido el pantano de Bayonne—. Antes vivía gente allí, como los indios. Tenían almejas, ostras, vieras, langostas, pescado, aves de caza, jabalís de agua salada, bayas, turba y madera de deriva. Pero de eso hace mucho tiempo y las cosas han cambiado. Ahora el pantano es el infierno.
—Este hombre debe de ser el último —dijo Asbury, intimidado por la cara salvaje y desconocida de Abysmillard.
—No —respondió Peter Lake—. El último soy yo.