El Perro Blanco de Afganistán

Peter Lake creía que los poderes curativos del tiempo habían vencido finalmente su locura y estaba aprendiendo a vivir en armonía con los demás hombres. De hecho, cuando aquel al que había dado sus doce votos en Five Points obtuvo una victoria aplastante, empezó a sentirse como un cacique. La víspera de las elecciones se sintió profundamente satisfecho consigo mismo. Fue fácil robustecer esa vanidad en ciernes yendo a Fippo, la mejor tienda de ropa de caballero de la ciudad, y comprándose un traje no solo digno sino también favorecedor. Tras cortarse el pelo, afeitarse y arreglarse el bigote, su rostro emergió del nido de barba blanca y ojos como huevos brillantes que habían pregonado su locura, y se sorprendió al ver que efectivamente tenía el aspecto, si no de un cacique, sí de un corredor de Bolsa o, como mínimo, de un agente marítimo.

Su rostro se había avejentado y disciplinado, hasta el punto de que parecía la clase de veterano de guerra que no habla de la guerra, un hombre de familia, un buen ciudadano, un empresario senatorial cuyas ambiciones se habían enfriado hacía tiempo: paternal, comprensivo, un amante de la buena música y de la poesía que, como suele ocurrir con esa clase de hombres, encerraba en el alma un gran secreto que permanecería insondable.

La mayor sorpresa fue observar que su rostro era afable. ¿Dónde había tenido el tiempo o la oportunidad de volverse afable?, se preguntó. No asociaba la afabilidad con su pasado reciente, en el que había atravesado a toda velocidad paredes de sótanos como un obús. En lugar de quedarse perplejo, se propuso sacar provecho de la nueva gentileza que se había abierto paso en su corazón.

Buscó un alojamiento decente. Su sueldo del Sun se había acumulado y tenía más que suficiente para vivir con holgura. Escogió una habitación pequeña en un edificio viejo de Chelsea. Era un lugar tan atrasado que volver a casa por la noche era como regresar a una granja. La madera y las molduras alrededor de la chimenea y cerca del techo, que habían tenido la serenidad y la paciencia de permanecer imperturbables en el mismo sitio durante ciento cincuenta años, resultaban reconfortantes.

Por la noche Peter Lake encendía la chimenea y se mecía oyendo el tictac del reloj del pasillo. Como todos los relojes viejos, decía: «Dakota del Norte, Dakota del Sur, Dakota del Norte, Dakota del Sur». Sin saber por qué, lloraba de emoción al oír el ruido de cascos de caballo en la calle. Y cuando estaba en la cama de madrugada y oía el taconeo de las mujeres que corrían al trabajo, le parecía estar oyendo los caballos de los carros de la leche. Confiaba en que tal vez eso fuera suficiente: el reloj que decía Dakota del Norte, Dakota del Sur, la habitación vieja y silenciosa, la chimenea, las sombras, los caballos que de tarde en tarde pasaban por la calle, el corte ligeramente eduardiano de su traje. Tal vez se le perdonara que no recordara lo que no recordaba. Tal vez esa época había desaparecido realmente y él, como otros que habían sido arrojados hacia delante o hacia atrás, sucumbiría y se adaptaría y se convertiría en un ciudadano silencioso con recuerdos vagos e inexplicables.

Ese sendero era fácil. Los pequeños placeres resultaban intensamente gratificantes: no solo el reloj elocuente, sino también el sonido sublime del piano, que Peter Lake fingía creer que atravesaba los pisos del edificio desde el apartamento de un joven músico (aunque sabía que en realidad llegaba de dentro). No importaba, la música era hermosa y él no la cuestionaba. Tenía que descansar, que sobrevivir. Qué agradable era entonces la supervivencia. Renunciaba a las comidas en el Sun (pues prefería estar solo) e iba a un restaurante llamado el Molino Francés, donde los camareros le mostraban una pizarra con unos diez platos escritos. Él decía lo que quería y se lo servían sin ceremonias. La comida siempre era buenísima y barata, e iba acompañada de un vaso de vino alpino afrutado.

Todas las noches iba a los baños públicos después de cenar. Primero pedía al barbero que le afeitara y le arreglara el bigote. Luego dejaba la ropa en una taquilla y se daba una ducha de alta presión en uno de los cien cubículos de mármol. A continuación alternaba baños de vapor, inmersiones en hielo, saunas, piscinas de hidromasaje y duchas, hasta que acababa tambaleante, limpio como una perla (incluso parecía que sus entrañas hubieran sido restregadas y encaladas), listo para mecerse junto al fuego durante un par de horas y acostarse en sábanas limpias bajo un gran edredón de plumón.

No le costaba conciliar el sueño. Además de caminar diez millas al día para ir y venir del Sun, era la clase de maestro mecánico que no delegaba el trabajo duro en aprendices delgaduchos. Cuando había que mover una faldilla metálica, un pistón o un rodillo, Peter Lake se esforzaba como el que más, y cinco horas en un gimnasio no le habrían sentado mejor.

El ejercicio físico, el aire puro durante las largas caminatas, la verdura fresca y la comida poco grasa del Molino Francés, el vasito de vino diario, los baños reparadores, las sábanas limpias por la noche y su confianza en que la Mano Sueca (una lavandería local) lo surtiría de camisas almidonadas y calcetines limpios todos los días, estimularon de forma excelente la salud y el vigor. Aun así, su cuerpo habría seguido estando en pésimo estado de no haber sido por la mágica recuperación de su mente.

En opinión de Peter Lake, se debía a la tranquilidad bucólica de su vieja habitación, el tictac del reloj, la dulce conversación del fuego, las innumerables horas de soledad y el descanso que había llegado a él tras el inexplicable sueño en el que se había precipitado a través de todas las tumbas del mundo. Trataba de apartarlo de su mente, porque nada era más contrario a la nueva serenidad y ecuanimidad de su vida en Chelsea que esa aterradora verdad; a saber: que él, Peter Lake, el maestro mecánico, el ciudadano que creía haberse asentado por fin y haber hallado la paz, era en realidad el registro viviente de los muertos, capaz de contarlos, a todos y cada uno de ellos, en su elevado número, uno por uno.

Una noche Peter Lake estaba sentado solo en el Molino Francés, esperando un bistec con patatas paja, una ensalada y un vaso de vino de las montañas de Brennero. Como por alguna razón sucede antes del solsticio de invierno, pero nunca después, la temprana oscuridad era alegre y prometedora, incluso para quienes no tenían nada. Para Peter Lake, que tenía la mitad de algo, las luces que iban de un lado a otro de Hudson Street eran como las de un árbol de Navidad.

Se apoyó en una pared y observó cómo la gente se apresuraba bajo el viento normalmente gélido de noviembre. Bombardeado por cristales de hielo, emisarios de una ventisca, un conductor de metro corría agarrándose la gorra hacia el calor subterráneo. Una mujer vestida con ropa cara, que, a juzgar por su apariencia, rara vez se aventuraba a salir del Upper East Side, avanzaba con expresión afligida. Qué insolencia la del frío que se colaba bajo sus pieles. Al ver las perlas de la mujer Peter Lake dio un molesto respingo. Tomó nota, porque le había ocurrido otras veces.

Se vio obligado a reflexionar sobre las mujeres por primera vez desde que se había despertado y había visto a la joven médico pelirroja sentada junto a su cama. No se le ocurrió pensar que una de las razones por las que se había vuelto vagabundo quizá fuera evitar a las mujeres. No guardaba memoria de ningún apego anterior, pero era incapaz de mirar siquiera a una mujer de ojos azules, al menos directamente; las jóvenes con un tipo determinado de rostro tenían el mismo efecto, y ahora, las perlas.

La puerta principal del Molino Francés se abrió, dejó entrar la nieve cristalina y se cerró. Al principio Peter Lake pensó que había sido el viento, pero al bajar la mirada vio a dos hombrecillos que se dirigían a una mesa del otro extremo de la habitación. No medían más de cinco pies y ambos llevaban sombreros hongo y abrigos raídos que habían tenido faldones antes de que los cortaran por detrás. Tenían los ojos hundidos, el rostro de aspecto coriáceo, mejillas huesudas y una boca que habría sido grande y dentuda en hombres del doble de su tamaño. Las manos eran pequeñas bolas de carne con pulgares planos e infantiles, tan delicadas y extrañas como las patas de una rana arborícola. Sus voces estaban a tono con el resto, pues eran débiles y sonaban como el gorjeo suplicante de hombres casados con leñadoras o supervisoras de cárceles.

Aunque no le inspiraron simpatía, antipatía ni curiosidad, Peter Lake no podía apartar los ojos de ellos. No hablaban; conspiraban. Parecían odiarse ferozmente, pero era evidente que estaban muy unidos. Enseguida empezaron a discutir y, cuanto más se enardecían, más botes daban en las sillas. Sus peculiares voces se elevaban a medida que se agitaban y enfurecían.

El camarero que sirvió la comida a Peter Lake señaló con un gesto a los enanos chillones con sombreros hongo y faldones cortados, y puso los ojos en blanco como diciendo: «¡La Madonna!». (Todos los camareros del Molino Francés eran, naturalmente, italianos de Brenta).

Peter Lake empezó a comer tratando de hacer caso omiso de los dos hombrecillos. Pero, por mucho que se esforzara, no podía por menos de oír las palabras que recalcaban en su discusión. Quería disfrutar del bistec, pero en cierto momento casi se atragantó.

La conversación había sido algo así: bla bla bla bla, el Perro Blanco de Afganistán, y más bla, bla, bla totalmente ininteligible.

«El Perro Blanco de Afganistán». Las palabras se clavaron en Peter Lake como un anzuelo.

Y cuando quiso darse cuenta caminaba a paso vivo contra el viento del norte. Salió de Chelsea y se dirigió hacia el centro. Significara lo que significase el «Perro Blanco de Afganistán», tenía en él un efecto tan poderoso que temió que aniquilara su equilibrio recién alcanzado. «¡Mierda! —exclamó, impulsado por piernas que apenas controlaba—. ¡Maldita sea!». Ni siquiera sabía por qué caminaba, pero tenía la sensación de que si volvía a su habitación todo se desbarataría.

Se sorprendió tarareando una canción: «Salvad el reloj, salvad el reloj, salvad el reloj que hace tic toc», como en los viejos tiempos de vagabundeo. Y al acercarse a los luminosos y concurridos barrios comerciales descubrió que, pese a su aspecto limpio y las ropas elegantes, los demás transeúntes volvían a esquivarlo.

—¡No! —gritó, lo que le proporcionó sin querer el lujo de un camino despejado—. ¡Basta! ¡Basta! ¡Basta! —Y luego, muy bajito—: Basta.

Refrenó sus zancadas de loco.

—Me compraré un perro —se dijo—. Me compraré un perro blanco y me lo llevaré a mi habitación. Me hará compañía. Siempre me han gustado los perros. En realidad no lo sé, pero me lo compraré de todos modos, un perro blanco, un perro blanco de Afganistán. Debe de ser eso. Debo de añorar un perro. —Carraspeó—. ¡Aaarr! Eso es…, un perro, un perro blanco. —Y se encaminó hacia los grandes almacenes.

Kublai Khan no podría haber ordenado construir un barrio comercial mejor. Allá adonde se mirara, se podía comprar algo, porque había de todo en todas partes, en grandes almacenes de media milla cuadrada y un centenar de pisos, colocados como fichas de dominó a lo largo de las avenidas. La gente de la ciudad de los pobres divisaba al otro lado del río lejano esos templos del materialismo, cuyos rótulos luminosos destellaban en la noche o que brillaban como bayonetas caladas durante el día, y se preguntaba qué eran.

Peter Lake encontró una tienda de perros, donde pidió uno blanco.

—¿Le gustaría un buen shar mein? —le preguntó el dependiente.

—Ya he comido.

—Un shar mein, señor, es un perro blanco muy elegante.

—Ah. Muy bien. Le echaré un vistazo.

El dependiente desapareció y regresó con un perro bajo el brazo.

—Dios mío —exclamó Peter Lake mirando el animal—. No quiero una fregona. ¿Dónde tiene este bicho los ojos? Esto es para una anciana que no sabe siquiera lo que es un perro. No me traiga nada que no pueda saltar un caballete.

—¿Qué me dice de Ariadne? —preguntó el dependiente señalando una hembra de san bernardo blanca como la nieve.

—Ah, esta sí que es bonita. —Se acercó a Ariadne y acarició su gruesa cabeza—. Buena chica, buena chica.

—No la hay mejor.

—Es preciosa, pero me temo que no es lo bastante grande.

—¿No es lo bastante grande?

—No. Yo había pensado… en un perro blanco más bien grande. Un perro de tamaño colosal.

—Tendrá que ir a Ponmoy. Están especializados en perros grandes.

Ponmoy no quedaba lejos, y resultó más fácil de encontrar que el Tercer Círculo. Había perros enormes en todas partes, tirando de gruesas cadenas de acero inoxidable, ladrando como locos en una noche de luna llena o vertiendo mares de babas por sus flácidos belfos, que colgaban como las cortinas del Roxy. Los cuidadores les arrojaban bistecs de búfalo de veinte libras y les recortaban el pelo con tijeras de podar.

—Estoy buscando un perro blanco grande —dijo Peter Lake al mismísimo señor Ponmoy.

—¿Grande? Sígame.

El señor Ponmoy mostró a su cliente un mastín blanco como la nieve de cinco pies de altura. Peter Lake dio varias vueltas alrededor de la bestia y sacudió la cabeza.

—En realidad estaba pensando en un perro más grande.

—¿Más grande? Este es el más grande de la tienda. Pesa doscientas cincuenta libras. No hacen perros más grandes que este.

—¿Está seguro? Por algún motivo tengo la sensación de que quiero un perro blanco grande, muy, muy grande.

—Entonces no quiere un perro —replicó Ponmoy—. ¡Quiere un caballo!

Peter Lake se quedó inmóvil por un momento, un modelo de serenidad, felicidad, satisfacción y contento.

—Sí… No podría tenerlo en mi habitación, pero hay un establo bastante cerca. Podría cabalgar por el parque… Un caballo.

La estantería de la habitación de Peter Lake, en la que hasta entonces solo había habido ejemplares de engranajes bien torneados o cojinetes que merecían ser estudiados, no tardó en acoger un centenar de volúmenes sobre caballos. Estaban los clásicos, por supuesto, como Cuidado y alimentación del caballo, de Robert S. Kahn, Anatomía equina, de Burchfield, y Adiestramiento, de Turner. Pero, registrando las librerías casi tan a fondo como había recorrido las tumbas, había encontrado una buena colección de obras secundarias, terciarias e incluso trigesimoseptesimales, libros que, como muchas vidas, solo conocerían una gloria efímera, y eso en el Juicio Final. Estaban las Memorias de un mozo de cuadra militar, de Moffet Southgate (quien había trabajado toda su vida en una base aérea de la marina); el Catálogo de almohazas de Alabama, 1760-1823, de Georgia Fatwood; El salto afrocaliforniano, de Sierra Leon; ¡Cabalga como un rayo, cabrón!, de Fulgura Frango, y un libro ilustrado de gran formato, impreso en vitela, encuadernado en seda y con letras grabadas en oro, que pesaba cuarenta libras y costaba el sueldo de una semana de Peter Lake: Fotos de caballos blancos grandes.

Este último tuvo a Peter Lake despierto muchas noches, hojeándolo con ardiente concentración mientras trataba de arrancar de la punta de su lengua, por así decir, una conexión con alguno de los animales o la razón por la que necesitaba buscarlos. Contemplaba durante horas las bellezas blancas puestas de manos en la Camarga o engalanadas de escarlata y plata en una plaza inglesa, y eso le proporcionaba una misteriosa satisfacción. Menos satisfechos, sin duda, estaban los vecinos de Peter Lake, que se despertaban a horas intempestivas cuando ese caballero por lo demás respetable galopaba relinchando por sus diminutos aposentos, no porque creyera ser un caballo, sino porque intentaba comprender qué le atraía de ellos. Tendía las manos al frente imitando las patas delanteras, inmovilizadas en una fotografía, de un caballo corriendo, pero no había modo de igualar la elegancia de un caballo de carreras de crines blancas en perfecto equilibrio. Tenía una foto de un caballo enganchado a un carro de bomberos que corría tan veloz que las cuatro patas despegaban a la vez y la cabeza se elevaba como si acabara de tomar una curva pronunciada y sintiera el peso que arrastraba. Esa foto obsesionaba a Peter Lake, quien al examinarla intentaba ver los ojos del caballo, ponía el libro de lado y del revés y utilizaba una lupa que había cogido de la sala de herramientas del trabajo. Había algo especial en la forma en que el animal se alzaba del suelo. Peter Lake solo tenía que cerrar los ojos para volar él también. No había que menospreciar la diferencia entre estar en el suelo y estar varios pies por encima de él. Las pocas pulgadas que mediaban entre los pies relajados y lánguidos de una persona y la superficie desde la que se habían elevado y sobre la que flotaban sin esfuerzo eran equiparables al viaje más largo imaginable. Peter Lake se preguntaba si, después de tanto tiempo en un estado de suspensión pura, los ángeles recordaban cómo sostenerse en pie y si era posible distinguir a los artistas que trabajaban por un fin más elevado de los que no, no solo por la profundidad de los ojos de los ángeles, sino también por la ligereza de sus miembros. Él mismo había conocido esa clase de suspensión en el Petipas, cuando la niña se subió a sus brazos después de cruzar las losas del patio con una soltura y lentitud mayores de las que permitía la física.

Pero eso bien podría ser una de esas cosas que había imaginado, una de las muchas que, como su aterrador conocimiento de los muertos, pesaban sobre él. Nunca sería capaz de explicar esas fantasías, cuando ni siquiera sabía quién era. Sin embargo, los caballos eran tanto el misterio inexplicable que lo atraía como la realidad de carne y hueso. Se aferraba a ellos por la sencilla razón de que, si bien la fascinación que ejercían en él era sobrenatural, los veía tirando de carros de escombros o transportando a turistas alrededor del parque. Y, naturalmente, era fácil amar a los caballos, porque eran extremadamente hermosos y mansos. De modo que examinaba las fotografías de los caballos blancos sin entender por qué, y su amor por un caballo blanco que no sabía que había visto lo llenaba de emociones inexplicables.

Al cabo de un tiempo no había establo en la ciudad donde no lo conocieran. Si se celebraba una subasta o un concurso de caballos, allí estaba Peter Lake. A menudo se sentaba en una roca desde la que se veía el camino de herradura más transitado de Central Park. Si se hubiera quedado atrapado en su locura de vagabundo nunca habría entendido nada de todo eso. Pero ahora se hallaba en paz y empezó a ponerse al día. En muy poco tiempo logró descubrir, más por su comportamiento que porque comprendiera sus deseos, que buscaba un caballo en concreto. Desesperaba de dar con el que buscaba, pues no sabía por qué lo buscaba ni cómo era exactamente y había muchos caballos blancos grandes por ahí.

Pero cuanto más profundizaba más perspicaz se volvía. A medida que sanaba y recuperaba las fuerzas, más útiles le resultaban sus facultades. De no haber sido por eso nunca habría reparado en Christiana.

No era difícil reparar en ella. Era la clase de mujer que… Bueno, ya sabemos cómo era. Por extraño que parezca, en su presencia Peter Lake se sentía tan cómodo como incómodos se sentían los demás hombres, tal vez porque Christiana no tenía ninguno de los atributos que lo obsesionaban, como los ojos azules, la costumbre de llevar perlas y la clase de cara que no podía contemplar sin experimentar un profundo dolor y anhelo. Se fijó en Christiana después de cruzarse varias veces con ella al entrar o salir de un establo. La veía observar a los caballos de tiro cuando se reunían al amanecer en Red Hook (la mayoría eran pequeños ponis de Shetland que tiraban de carros de flores y trabajaban en las fiestas de cumpleaños, pero de vez en cuando había un caballo blanco de tamaño normal o incluso un semental blanco). Él inclinaba ligeramente la cabeza cuando se la encontraba en los concursos hípicos. Advirtió que en las subastas eran los únicos que no pujaban de manera sistemática.

Cuando por fin hablaron, les asombró descubrir que compartían no solo el interés por los caballos (ninguno de los dos se atrevió a reconocer ante el otro lo que ignoraban que era una obsesión común), sino también el Sun. Peter Lake le dijo que era el maestro mecánico, y ella respondió:

—Debe de ser el señor Portador.

—¿Cómo lo sabe?

Ella lo sabía porque se lo había dicho su marido. ¿Y quién era su marido? Era el hombre que llevaba la lancha del Sun. En realidad, el contacto de Christiana con el Sun, y por extensión con Peter Lake, era más fuerte, ya que era doncella en la casa de los Penn y a menudo había leído en voz alta a Harry Penn cuando Jessica estaba de viaje o asistía a actos públicos en representación de Praeger de Pinto durante la campaña por la alcaldía.

—Lo conocí —explicó Peter Lake—. Lo voté doce veces. Y también conozco a su marido. A veces me da pescado. Llevé al Molino Francés un pargo que me dio y me lo asaron con mantequilla de hierbas aromáticas. Los mecánicos siempre esperan con ilusión las visitas de Asbury, tanto si trae pescado como si no, porque nadie nos escucha con tanta paciencia como él cuando hablamos de las máquinas. Quiere saberlo todo sobre cada una de ellas.

—No tiene gran cosa que hacer últimamente. El puerto está helado y ha llevado la lancha a revisar porque ha tenido muchos problemas con el motor. Es un modelo viejo y no sabe cómo arreglarlo.

—¿Cómo es que no me lo ha dicho?

—Probablemente no quiere molestarle.

—¿Molestarme? Me encantan los motores. Dígame cuándo puedo encontrarlo en la grada.

—Últimamente, a todas horas.

—Iré mañana y veré qué puedo hacer.

Peter Lake se despidió de Christiana aturdido, porque le parecía que había hecho una amiga. La amistad implicaba felicidad, y demasiada felicidad podía conducirlo a abandonar su lucha. Pero ¿por qué no arreglar el motor de Asbury? Eso no podía perjudicarlo. Después de todo era propiedad del Sun y, que él supiera, cuidar de los motores del Sun era la razón de su existencia.