El caballo blanco y la yegua negra

Mientras Hardesty Marratta y Jackson Mead hablaban del futuro, la ciudad seguía su silencioso curso. Casi inmunes al cambio de estación y olvidados por la historia, los habitantes de la ciudad de los pobres luchaban en el seno de un imperio atemporal que se extendía desde Manhattan hasta el mar, sobre campos de ladrillos en los que se alzaban fábricas como ciudades amuralladas, en cuyas chimeneas ondeaban estandartes serpentinos de humo negro. Por mucho que Hardesty Marratta y Jackson Mead hablaran a la perpetua luz de marzo de la galería del museo, la ciudad de los pobres era la misma y siempre lo sería. Era un arma amartillada, una escopeta en la boca de quienes no creían que debían arrodillarse para ir al cielo, sino que imaginaban que se desplazarían hasta allí en algún vehículo con ruedas.

El caballo blanco había aguantado bajo la viga más de catorce meses, durante los cuales había sobrevivido a varios amos y desaprovechado muchas oportunidades de escapar. Mientras avanzaba en círculo sumido en una especie de trance, había perdido la noción del tiempo y llegado a creer que hacía girar un resorte eterno, en el que otros procedentes de los prados estrellados habían estado de aprendices a menudo y durante mucho tiempo. Como el molino que muele la sal del mar, la viga debía seguir en movimiento. Creía que estaba casi acabado y deseó poner fin a su combate con el infinito. Tirando de la viga hasta el límite de sus fuerzas a fin de poder regresar al lugar de donde había venido, continuó haciéndola girar y se negó a morir.

A veces, a las horas más extrañas, porque la ciudad de los pobres hacía mucho que se había disociado del reloj de los días y las noches, asomaban cabezas sobre la valla de madera que ocultaba a Athansor desde un callejón que él no alcanzaba a ver. Los niños se quedaban mirándolo. Los borrachos parecían asombrarse de que tuviera la temeridad de ser un caballo. Los delincuentes fugitivos y los atracadores que acababan de dar un golpe sonreían, como dando a entender que era uno de ellos. Las cabezas aparecían inopinadamente a las cuatro de la madrugada o a las doce del mediodía, y muchas veces le hablaban. Tal vez porque suponían que era inferior a ellos, se comportaban peor que nunca: eran crueles, vulgares y vulnerables. Y lo más irritante de esos fantoches era que lo que decían y hacían era insignificante. Athansor casi deseaba que se alzara una cabeza detrás de la valla y le diera algo de lo que preocuparse.

Aunque se trataba de un deseo formulado a medias, le fue concedido. Octubre fue extraordinariamente frío y todo el mundo supo que el invierno sería apocalíptico. Una noche en que el viento del norte heló el agua de lluvia recogida en los barriles, Athansor movía, como siempre, la viga. Al pasar por delante de la valla notó que alguien lo miraba. Volvió a pasar. Si bien el caballo blanco no se había detenido ni una sola vez en catorce meses, al ver al hombre que lo miraba fijamente detrás de las maderas se paró en seco. Se le ensancharon los ollares y se le revolvieron los ojos en las cuencas.

Atado a la viga, partió las correas y la misma viga al empinarse cuan largo era y bramar como un caballo de guerra. Pero aunque los cascos volaban, los ojos le centelleaban y el suelo se estremecía, no asustó al hombre acodado en la valla.

El intruso sonrió y sus ojos, de pronto electrizados, se clavaron en la carne de Athansor como taladros. Saltaron chispas y el viento trajo truenos.

—No sabes cuánto tiempo llevo buscándote, caballo —dijo. Levantó la mano izquierda, con los dedos abiertos y el pulgar contra la palma—. Y ahora que te he encontrado, espero haberte dado una buena sorpresa.

Athansor se arrancó los arneses rotos y atravesó las tablas, apartando no solo a Pearly Soames, sino también a la enorme tropa harapienta que lo seguía.

—Eso es, cabrón de mármol —dijo Pearly cuando Athansor se alejó al galope hacia los descampados de ladrillos barridos por el viento y los bosques de árboles muertos y astillados—. Tú lo encontrarás por mí. Llévame hasta él.

Nevó el 20 de octubre. No fue una ventisca feroz, pero tampoco se limitó a espolvorear un poquito las calabazas. La tierra quedó cubierta de casi un pie de polvo blanco, que no se derritió, como solía ocurrir a comienzos del otoño, sino que resistió sin miedo mientras un sueño paralizante de cero absoluto bajaba flotando desde Canadá y convertía el cielo invernal en una bóveda azul quebradiza. Las quitanieves estaban atrapadas, sin engrasar, en los garajes, y las calles seguían cubiertas de nieve, ya que el alcalde Armiño había decretado que no se tirara sal ni arena en las calzadas y aceras.

—Caray —exclamó en un magnífico gesto preelectoral—, si la naturaleza cree que somos el Yukon, encajaremos los reveses. Dejaremos la nieve intacta, todos los colegios cerrarán entretanto y los funcionarios municipales que no estén a cargo de los servicios esenciales no tendrán que presentarse al trabajo.

Solo en parte para satirizar el decreto del alcalde Armiño, Praeger de Pinto emitió un comunicado prometiendo que si salía elegido alcalde la ciudad disfrutaría de los inviernos más hermosos que hubiera conocido; que la nieve blanca y los cielos azules serían la norma durante meses seguidos, que los trineos y los esquís se convertirían en los medios de transporte convencionales, que los caballos regresarían a las calles y todas las casas tendrían chimenea, que las noches negras resplandecerían de estrellas, que los patinadores se adueñarían de los ríos, que en los parques arderían hogueras, que las mejillas de los niños estarían más coloradas que los arándanos rojos y que la nieve caería sin parar en vertiginosas danzas y valses de invierno que dejarían a la población mareada de felicidad.

Primero con sorpresa y luego con hostilidad, la gente empezó a creerle. Lo llamaban «El Apóstol del Invierno», «El Rey de la Nieve» y «Papá Navidad».

Praeger era todo menos codicioso. Quería ganar las elecciones, pero no estaba dispuesto a complicarse la existencia para conseguirlo. Por eso su campaña se volvió poco ortodoxa, incluso para un candidato con escasas posibilidades. Contaba con el apoyo de Craig Binky, pero la población se hallaba en una de sus periódicas etapas de resentimiento contra el famoso editor y poco les importaba que la cara sonriente de Praeger apareciera por todo el Ghost o que Craig Binky saliera en las noticias de televisión para declarar con aire santurrón: «Vota lo que te dicte la conciencia. Vota a Pinto». Praeger empezó la campaña con el seis por ciento de los votos, el candidato independiente Crawford Bees IV con el trece por ciento, y el alcalde Armiño con el ochenta y uno.

Lejos de desanimarlo, la situación inflamó a Praeger, quien a su vez se dedicó a inflamar a los votantes. Si la mayoría de los políticos, entre ellos el alcalde Armiño, enseguida hacían promesas que no podrían cumplir, como mantener las calles limpias o erradicar la delincuencia, el enfoque de Praeger era diferente y dejaba a los demás muy por detrás de él. El alcalde Armiño podía decir en un mitin callejero que en su siguiente mandato pondría en las calles un treinta por ciento más de policías, aumentaría la frecuencia de la recogida de las basuras y bajaría los impuestos. Por supuesto, todo el mundo sabía que en el siguiente mandato de la alcaldía, ocupara quien ocupase el cargo, habría un treinta por ciento menos de policías en las calles, los montones de basura serían cada vez más altos y los impuestos subirían. Pero aplaudían de todos modos.

Luego Crawford Bees IV daba otra tanda de cifras, y a él también lo aplaudían educadamente.

Entonces subía Praeger de Pinto. Él nunca hablaba de basura, electricidad o policía. Solo hablaba del invierno, de caballos, del campo. Hablaba de forma casi hipnótica del amor, la lealtad y la estética. Y justo cuando al público le parecía que empezaba a sonar un poco afectado, se volvía muy duro, a su estilo de la Havemeyer Street, y atacaba al alcalde por conspirar con Jackson Mead. Repartía golpes bajos, donde dolía. Era increíblemente cruel (eso les encantaba), y luego emergía de nuevo en su mundo de luz para que las multitudes cambiaran de opinión y suplicaran con anhelo la pureza del invierno. Les prometía aventuras amorosas y carreras de trineo, la posibilidad de esquiar campo a través por las vías principales, y las ventiscas hipnóticas que aullaban y hacían danzar el corazón.

El público opinaba, o eso se decía entonces, que, puestos a que los mintieran, querían escoger al mentiroso que lo hiciera mejor. Dado que al describir el mundo que quería Praeger los dejaba con la boca abierta y el corazón palpitante, avanzó poco a poco en las encuestas. Al acalde Armiño le entró el pánico y declamó ferozmente sobre la basura y los impuestos. Praeger se mantuvo firme y deliró con un encanto insuperable, aturdiendo al electorado con visiones de justicia y del paraíso.

—No podemos ir a los Coheeries, al menos no hoy. Las carreteras del norte están cortadas y los trenes no funcionan porque todavía están poniendo a punto los vagones quitanieves —informó Hardesty al regresar a Yorkville un sábado glacial de octubre, tras haber esquiado de un lugar a otro en busca de información.

—¿A quién le importan los trenes? —replicó Virginia en tono desdeñoso—. ¿O si han cortado las carreteras?

—¿Cómo pretendes llegar allí?

Ella lo miró como si fuera estúpido.

—En trineo.

—¿En trineo?

—Sí. Que no se utilicen en San Francisco no significa que no puedan utilizarse aquí.

—Has prestado demasiada atención a los discursos electorales de Praeger. Apuesto que hasta lo vas a votar.

—Por supuesto que sí —confirmó ella—. Y tú también. Ve a buscar el trineo que yo prepararé a los niños.

—¿Qué trineo? ¿Dónde voy a encontrar uno?

—Eso es problema tuyo. Y no olvides conseguir un caballo para que tire de él, y heno, avena y una manta para el animal. Es muy posible que estemos varios días viajando antes de llegar a la posada de los Fteley.

—¿Los Fteley?

—¡Deprisa!

Hardesty regresó al atardecer en un bonito trineo con un arnés nuevo y brillantes cuchillas plateadas. Tiraba de él una elegante yegua negra como la obsidiana.

—No podemos irnos ahora —dijo a Virginia—. Dentro de unas horas habrá oscurecido.

—Así es como hay que hacerlo. Por la noche, cuando hay luna llena y el mundo está blanco.

Abby, que había oído la conversación, decidió que no quería saber nada del Lago de los Coheeries ni de paseos nocturnos en trineo. Fue a la cocina, cogió cinco panecillos y media tableta de chocolate y se refugió en la balda superior del armario de la ropa blanca, donde pensaba quedarse hasta que tuviera que ir a la universidad.

—¿Dónde está Abby? —preguntó Hardesty a Martin.

—No lo sé.

Aunque Martin sabía exactamente dónde estaba, no quería revelar el escondite, ya que lo había inventado él.

Durante dos horas buscaron a Abby como locos. Pensaron que se había caído del balcón, pero, naturalmente, no era así. Fueron a casa de los vecinos, a las tiendas, miraron incluso en el armario de la ropa blanca, pero ella se había acurrucado al fondo del primer estante, detrás de una muralla de almohadas, y no respondió cuando Martin la llamó, si bien sabía que él se había percatado de dónde estaba.

Al final salió, muerta de hambre, y la pillaron escabulléndose de la cocina con un pan de molde recién hecho en las manos. En cuanto los vio, echó a correr gritando:

—¡No quiero ir!

—¿Por eso no te encontrábamos? —preguntó Hardesty—. ¿Te estabas escondiendo?

—¡No quiero ir! —chilló ella de nuevo, y se refugió debajo de la mesa de la cocina, donde podía estar de pie sin inclinar la cabeza.

—Lo siento, pero tendrás que venir —dijo su padre agachándose—. Sal de ahí. Tenemos que ponerte el mono y marcharnos antes de que se haga demasiado tarde.

—No.

—Abby, ven aquí —dijo él chasqueando los dedos.

La niña estaba aterrada, pero se negó a moverse.

—Iré y te cogeré —amenazó él, esta vez fingiendo que estaba enfadado, porque la expresión de Abby, su vestidito amarillo en forma de campana y el intenso y suave azul de sus ojos, llenos de rebeldía, lo conmovieron mucho.

Aun así se arrodilló e introdujo una mano debajo de la mesa. Ella le tiró el pan, pero falló y la hogaza se deslizó por el suelo de la cocina. Él agarró entonces a la niña. Al cabo de dos minutos Abby tenía el mono puesto y aferraba a Teddy, su coneja de peluche gris con botones rojos por ojos y un vestido de algodón a cuadros, obsequio de Harry Penn.

Cargaron el trineo de provisiones y regalos para la señora Gamely y subieron al asiento delantero. Hardesty tomó las riendas; Virginia se acomodó a su lado, con Abby en el regazo, y Martin se sentó fuera, con un látigo en la mano e instrucciones de no golpear al caballo, solo rozarle los cuartos traseros cuando Hardesty se lo indicara. Abby estaba envuelta en un rebujo de pieles y plumón del tamaño de un melón; su carita asomaba de una gorguera plateada como la de un esquimal, y sus ojos lo miraban llenos de expectación y confianza. Vestido con cuero de foca y piel de coyote, Martin parecía el hijo de unos nómadas. Su madre llevaba pieles de marta y Hardesty se había puesto una vez más la chaqueta de piel de borrego que le habían dado en las Rocosas. Unas gruesas mantas escocesas de lana verde los cubrían hasta la cintura.

—¿Lo tenemos todo? —preguntó Hardesty.

—Sí —respondió Martin.

Virginia asintió.

—Bien —dijo Hardesty—. Pues allá vamos. Hacia el Lago de los Coheeries.

Agitó las riendas y el trineo se puso en movimiento. La yegua era fuerte, había descansado y parecía ansiar un viaje nocturno, sobre todo porque, siendo una yegua, sabía lo brillante que sería la luna.

Cruzaron el parque acompañados del tintineo de las campanillas del trineo y no tardaron en enfilar Riverside Drive en dirección al norte, mientras el último pedazo de sol se desvanecía detrás de los Palisades como un lingote ardiente derritiéndose. El río estaba cuajado de bloques y esquirlas de hielo. En los apartamentos de ambos lados de Riverside Drive destellaban luces y se encendían chimeneas mientras los Marratta pasaban en su trineo, casi en silencio, salvo el ruido amortiguado de los cascos del caballo y el débil y desenfrenado sonido de las campanillas. Después de cruzar peajes desiertos, atravesaron el puente de Henry Hudson y avanzaron por carreteras vacías y blancas.

En un minúsculo valle de Westchester formado por dos colinas bajas, vieron un resplandor en el cielo. La yegua apretó el paso instintivamente y, una vez que dejaron atrás las colinas y salieron a una pequeña pradera con huertos y campos aprisionados por la nieve, vieron la luna escondida en un vergel, lista para trepar por una maraña de ramas hasta que su tenue color nacarado se volviera intensamente blanco. Cuando la fría esfera finalmente se posó sobre las delicadas ramas negras, pareció estar tan cerca que Abby extendió los brazos para tratar de tocarla.

Luego ascendió sin obstáculos hasta su lugar habitual entre las estrellas, y los Marratta siguieron avanzando hacia el norte a toda velocidad entre las oscuras sombras de su luz blanca.

En alguna parte de Dutchess, cuando la luna hubo alcanzado su apogeo y los niños dormían, se encontraron corriendo a través de hoyos y lugares oscuros, con lechuzas y águilas níveas posadas sobre murallas de roca y árboles muertos como los centinelas de una fortaleza de montaña sin ley. El camino empezaba a resultar muy difícil y empinado para un elegante animal de tiro de carruajes nacido y criado en Belmont.

—Tuerce a la izquierda en esa bifurcación —ordenó Virginia.

—¿Conoces este lugar?

—Conozco el terreno. Es como las montañas que llevan a los Coheeries. Una carretera así tiene que bajar al río. La yegua está cansada porque se ha criado en la ciudad y tiene las patas demasiado delgadas para correr toda la noche por las colinas. Nuestros caballos, con su robusta constitución, pueden aguantar una semana sin parar, como los osos polares que nadan en el mar durante un mes seguido o las focas que migran de Alaska a Japón. Si queremos que la yegua aguante toda la noche, necesita correr en terreno llano. La llevaremos al río, que estará helado. «¡Arre!», gritó Hardesty, no exactamente a la manera de los jinetes locales. Con el restallido del cuero engrasado, agitó las riendas y la yegua de Belmont giró hacia la izquierda.

La oscuridad era aún mayor cerca del río, la verdadera morada de las lechuzas y las águilas, un paraje embrujado por misteriosos ululatos como de somorgujo, y la yegua negra corrió casi de puntillas, maldiciendo las campanillas que delataban su posición a los fantasmas lascivos con cabeza de calabaza que vivían en los peñascos. La única manera de continuar por la carretera era seguir la cinta de cielo ligeramente luminoso que se extendía entre los árboles. Los pasajeros del trineo y la yegua levantaron la cabeza para ver el pálido y polvoriento sendero. De haber habido un muro de ladrillo en medio del camino, se habrían estrellado contra él, pero no había obstáculos y se deslizaron sin problemas por sus numerosas curvas descendentes, guiados solo por los árboles y el cielo.

Al llegar a la orilla del río vieron una senda blanca en el hielo cubierto de nieve. Sabiendo que el hielo soportaría su peso, la yegua saltó sobre él, impulsándose en el aire de tal modo que el trineo dio una sacudida y los niños se despertaron. Hardesty silbó y la yegua giró hacia el norte. Satisfecha y cómoda, enseguida adoptó un paso que engullía las millas. La nieve cubría la mayor parte del río pero, allí donde las ráfagas de viento la habían retirado, el movimiento mecánico de la luna se reflejaba en deslumbrantes lagos de hielo plateado. Las montañas del oeste se extendían a lo lejos en hileras blancas que, a medida que descendía la luna, parecían alzarse hacia ella como una escalera.

«Mirad —dijo Hardesty a los niños y, como Abby no vio nada, añadió—: Abby, mira allí. Esas montañas son las escaleras que llevan a la luna. ¿Os gustaría ir a la luna? Solo tenemos que girar hacia la izquierda, antes de que se hunda bajo el último escalón…».

Mientras los niños consideraban la propuesta de su padre, la luz de la luna les bañó el rostro. Apoyada en el rellano superior de la escalera montañosa, se veía tan voluminosa, nacarada y cautivadora que asintieron. Sí, querían ir. Renunciarían a la tierra, que apenas conocían, para ir a un lugar redondo y eterno donde todo tenía un brillo perlino y plateado. Subirían encantados por la escalera montañosa hasta otro mundo, y se entristecieron al ver que perdían la oportunidad cuando la luna, siempre fiel a sus obligaciones, desapareció detrás de balaustradas glaciares que se oscurecieron en cuanto las dejó.

Al cabo de una hora durante la cual la temperatura descendió hasta los reinos cristalinos y el río se desenrolló en una larga recta que prometía repartir auroras boreales (si lograban seguirla), oyeron complacidos el silbido de las cuchillas sobre el hielo y la nieve, pensando que solo les quedaba encontrar el desvío, dejar atrás la posada de los Fteley y confiar en que lograran penetrar el invisible barril geográfico en que se hallaba el Lago de los Coheeries. Pero nadie había accedido nunca fácilmente al Lago de los Coheeries.

Se aproximaban a un afluente del Hudson que nacía en lo alto de las montañas y descendía tan deprisa que nunca se helaba. Se oía a millas de distancia, y al acercarse vieron cómo se precipitaba en un largo y furioso reguero de agua blanca. Apenas podían apartar los ojos de él, de modo que no vieron que su corriente había abierto lagos en el hielo. Confiados, galoparon a toda velocidad hasta uno de esos estrechos pasos.

La yegua partió el agua en dos cuñas blancas que se elevaron, y el trineo la siguió con un golpetazo percutiente. Quedaron flotando en posición vertical. El impulso hacia delante sumado al instinto permitió al animal levantar las patas delanteras sobre el hielo. Empujando con todo su ser, se alzó hasta la plataforma que tenía delante y se aferró a ella.

Pero, por más que lo intentaba, no tenía fuerzas para tirar del trineo y subirlo a la plataforma. El trineo empezó a llenarse de agua y, cuando Hardesty se disponía a arrojarlos a todos sobre el hielo y tratar de desenganchar a la yegua para que no se hundiera en el río arrastrada por el trineo inundado, oyó el hielo tronar a su espalda. Antes de que tuviera tiempo de volverse, algo enorme pasó por encima de su cabeza y aterrizó al lado de la yegua que forcejeaba.

Un enorme caballo blanco salido de la nada se llevaba consigo a la yegua como si estuviera atrapada en un campo magnético. El trineo botó sobre el hielo antes de que Hardesty supiera qué ocurría, y a continuación emprendieron una carrera desenfrenada. Galopando al lado del semental, la yegua tiraba del trineo como un cohete. Los Marratta se inclinaron hacia el frío viento mientras los dos caballos, casi una quimera blanca y negra, alcanzaban una velocidad descomunal. Las cuchillas de acero brillaban con el calor y regaban el camino. Los caballos iban tan deprisa que parecían a punto de hacer añicos el trineo, que vibraba y traqueteaba de tal forma que Abby estaba muerta de miedo.

Luego, sin previo aviso, torcieron a la izquierda en dirección a las montañas y, después de pasar con gran estruendo por delante de la posada de los Fteley, donde las puertas saltaron de sus goznes, subieron por la carretera como si descendieran por ella a toda velocidad, levantando grandes arcos y polvaredas de nieve suelta al doblar las desoladas curvas de la ruta montañosa.

Coronaron el pico más alto y bajaron volando hacia la interminable llanura de los Coheeries. Virginia saltó de alegría al ver a lo lejos una sarta de perlas diminutas iluminada: los pueblos que bordeaban el lago, con los fuegos y las lámparas encendidos mucho antes de que saliera el sol.

Los caballos se precipitaron hacia la llanura y avanzaron raudos por la carretera recta. Los Marratta pensaron que sin duda el caballo blanco era una ilusión creada por el frío y las estrellas que se arremolinaban, porque cuando se separó de la yegua se elevó hacia la izquierda envuelto en un resplandor blanco. Aun después de que hubiera desaparecido, la yegua siguió corriendo hasta el amanecer, cuando condujo despacio a los Marratta por el ondulante océano de campos nevados que bordeaban el Lago de los Coheeries.

Entraron en el pueblo como suelen hacerlo los viajeros: conmovidos, exhaustos y eufóricos. Antes de girar en dirección a la casa de la señora Gamely, se cruzaron con Daythril Moobcot, que cargaba leña en un trineo.

—¡Daythril! ¿Cómo está mi madre?

—Está bien —gritó Daythril—. Espero que hayas traído tu diccionario.

Nueva York siempre había sido una ciudad destinada al dominio de los dandis, los ladrones y los hombres con aspecto de huevo duro. Quienes se dedicaban a la política eran los que echaban gasolina a los fuegos, restregaban sal en las heridas y llevaban leña al monte. Y su gobierno era un absurdo, un baturrillo de excentricidades, un moribundo obligado a subir corriendo unas escaleras. La razón de esto era compleja más que accidental, porque los milagros no son deliberados, sino resultado del sometimiento de la anarquía palmaria a un proyecto coherente. Del mismo modo que la música ha de ser como un enjambre de abejas, donde cada nota que se esfuerza por seguir su camino se atiene a un plan floreciente, un gran imperio basa su fuerza motriz en los elementos que al final lo demolerán. Otro tanto ocurre con una ciudad, que debe ser briosa, escurridiza e ingobernable si quiere alcanzar su objetivo. Una ciudad tranquila con leyes buenas, arquitectura hermosa y calles limpias es como un aula llena de zopencos obedientes o un campo de toros castrados…, mientras que una ciudad anárquica es una ciudad que promete.

De esto Praeger de Pinto estaba convencido. Creía asimismo que las instituciones humanas a menudo muestran un mayor brillo interior cuando más avanzada está su decadencia exterior. Por lo tanto, no lo abrumaban la anarquía ni la locura de una ciudad que no podía siquiera estar a la altura de su aspiración aparentemente más elevada, que era imitar el infierno, y estaba resuelto a sumergirse en su política corrupta como acero caliente en agua hasta que se evaporara. Cuanto más avanzaba la campaña, menos le importaban sus motivos iniciales para presentarse o Jackson Mead. Ahora veía que la ciudad se dirigía hacia una tormenta, y cuando, en el milenio, se enfrentaran leyes con leyes y derechos con derechos, quería guiarla en su tumultuoso paso hacia las lentas aguas que había más allá.

Si sus hipótesis eran correctas y la inminente colisión lograba indirectamente encontrar direcciones, él debía hacer lo mismo. Esa era la lógica que subyacía en su abandono de los métodos tradicionales y su uso del invierno como tema de campaña. Consideraba que habría sido bastante hipócrita obtener el cargo por medios convencionales y embarcarse luego en un mandato nada convencional tal como lo visualizaba. En lugar de eso, correría el riesgo de alejar al electorado diciendo la cruda verdad en toda su insensatez.

—¿Chapas de campaña? —preguntó a su jefe de gabinete electoral—. Un despilfarro. Tome nota para la prensa: «Esta es mi posición acerca de las chapas de campaña. No se fabricarán chapas para promocionar a Pinto ni en estas ni en otras elecciones. Todo el que se presta a utilizar su cuerpo (sin cobrar) como anuncio ambulante es un necio que espera participar en el repugnante fenómeno de la sugestión y coerción de las masas, y yo no quiero tomar parte en eso. Quienes llevan esas chapas son tan cabezahuecas como las mujeres que ganan dinero con sus pechos. No quiero sus votos, ni uno solo».

—¿Y qué diremos, señor De Pinto, sobre la Gracie Mansion?

El alcalde Armiño había estado a punto de perder las últimas elecciones frente al concejal Magiostra, después de que este prometiera que viviría en su cuchitril del Bronx en lugar de en la mansión.

—No tengo previsto vivir allí.

El jefe de gabinete suspiró aliviado, porque el alcalde Armiño ya estaba sacando sus pertenencias y había alquilado un pequeño y prestigioso cuchitril en Mother Cabrini Boulevard.

—Utilizaremos la Gracie Mansion como centro de conferencias —añadió Praeger—. Será agradable asistir a una conferencia allí arriba, viendo el hospital Bird S. Coler y esa bonita fábrica de cestas de mimbre. Pero no quiero vivir al lado de una maldita fábrica de cestas de mimbre.

—Eso está muy bien. Descabalgaremos al alcalde Armiño de ese caballo.

—Bien. En esta ciudad se recauda mucho dinero con los impuestos. El alcalde de la mayor urbe del mundo debería vivir en un lugar apropiado, un lugar relacionado con el tema primordial de su arquitectura. Cogeremos parte de ese dinero, unos mil millones o así, y construiremos un palacio para los alcaldes. Podemos comprar las azoteas y los derechos de sobreedificación de cuatro o cinco rascacielos, tender vigas entre ellos y utilizar la plataforma creada como la base y los jardines de una pequeña estructura aérea, tipo Versalles. Pero ¿qué digo? No tenemos que comprar los rascacielos, podemos acogernos al derecho de expropiación con fines de utilidad pública y sencillamente apropiarnos de ellos.

—Pero ¿qué hay de las empresas inmobiliarias? Han financiado la mayor parte de la campaña.

—Al demonio con ellas —replicó Praeger—. Devuelva el dinero. Si ya lo hemos gastado, entregue pagarés. Esos tipos de las inmobiliarias son un puñado de multimillonarios pomposos, sobre todo Marcel Apand. Estoy harto de ver su bandera con el puño de gorila ondeando sobre la mitad de los edificios de la ciudad. Ya va siendo hora de que alguien diga la verdad acerca de ellos, concretamente sobre Apand. Son corruptos y corruptibles. Concierte una rueda de prensa.

—Pero ¿qué pasará con los banqueros? No podemos respaldar nuestros pagarés. Ya ha criticado usted a los banqueros.

—Bien merecido se lo tienen —dijo Praeger—. Esos chupópteros calculadores. Volveré a criticarlos.

—Al menos eso será populista. A la gente le encantan los políticos que arremeten contra los banqueros. Siempre que no sea muy concreto, podría salir airoso.

—¿Populista? Creo que los pequeños tábanos avariciosos que venden su alma para comprarse moquetas de pared a pared y televisores a color merecen toda la explotación que pueda caer sobre ellos. Ellos y los banqueros están hechos los unos para los otros.

El jefe de gabinete electoral estaba muy perturbado y tamborileaba con los dedos sobre su petaca.

—¿Significa eso que cuando critique a los multimillonarios incluirá también al señor Binky?

—¿No es hora de que alguien llame al pan, pan y al vino, vino?

—Craig Binky es su principal valedor.

—No lo sobrestime.

—Señor De Pinto, no le va a votar nadie.

—Se equivoca. Me votarán porque digo la verdad.

—No siempre dice la verdad. A veces miente como un descosido.

—Y me votarán porque soy el mejor mentiroso, porque miento con honradez y cierta elegancia. Saben que las mentiras y la verdad van de la mano y que a veces la belleza reside entre ambas. Cuando les miento, les muestro al mismo tiempo mi comprensión y mi pesar por su situación, mi esperanza en ellos y mi desprecio por el muerto que les haya caído encima. Eso me convierte en uno de ellos. Después de todo, soy uno de ellos. Ya verá a quién votan.

—Está bien, está bien —dijo el jefe de gabinete—. Sabe que no puedo ponerme filosófico con usted. Sin embargo, hay un asunto práctico que quisiera plantearle.

—¿De qué se trata?

—Su próximo mitin.

—¿Qué pasa?

—¿Quién va a acudir a un mitin al amanecer en The Cloisters? El propósito de un mitin político es reunir una multitud y que las cámaras de televisión la enfoquen mientras usted habla. Dudo que vaya a ir mucha gente a The Cloisters al amanecer, a temperaturas de diez grados Fahrenheit, para oír cómo la reprenden. ¿Por qué no celebrarlo a la hora del almuerzo en la estación Grand Central o en Foibles Park?

—Mire —dijo Praeger inclinándose hacia él—, no es posible controlar esas cosas. Pasará lo que tenga que pasar.

—Pero es uno de los tres únicos mítines que tiene programados. Qué pérdida de… ¡Deje al menos que organice unos cuantos más!

—No. Odio los mítines. Si hay algo que no soporto, son las multitudes.

Cuando el jefe de gabinete se marchó al borde de las lágrimas, Praeger se echó hacia atrás en el taburete de madera, el único mueble de su oficina central (seguía sin decidirse a instalar un teléfono). Tenía la profunda certeza de que se encaminaba hacia la victoria. De haberse presentado en Chicago, Miami o Boston, probablemente no sería así, pero Nueva York era como un caballo desbocado al que pica una abeja. La única manera de atraparlo, razonó, era seguirlo durante su carrera desenfrenada y mejorar su velocidad, y eso era precisamente lo que se proponía hacer con la increíble ciudad que pretendía dirigir, porque la quería de forma increíble.

El mitin multitudinario de The Cloisters se celebró al amanecer de un día frío y despejado. Praeger observó durante media hora cómo el río cobraba vida en tonos azules y blancos mientras el sol de la mañana incidía en los témpanos de hielo y el agua. La asistencia fue baja: no se presentó nadie, ni siquiera sus ayudantes y empleados, y menos aún periodistas o espectadores. De hecho, debido al frío intenso y a que el sol todavía tenía que combatir las persistentes sombras entre los árboles, en Fort Tryon Park, tan rico en caza, no hubo ni una sola ardilla, paloma o ratón politizado que se detuviera sobre un muro a escuchar al candidato o picoteara entre la nieve en lo que Craig Binky habría descrito después como un «glorioso desayuno para recaudar fondos al que asistieron simpatizantes ataviados con lujosas pieles».

Praeger estaba completamente solo. Sin desanimarse, empezó un buen discurso que no fue solo fluido y armonioso, sino también brillante en su análisis de una gran variedad de cuestiones políticas. Fue el discurso en el que se apreciaron mejor sus cualidades de técnico, estadista e historiador del presente. Quien lo hubiera oído se habría convencido de que votar a De Pinto aseguraría una gestión precisa, benévola, cuidadosa y responsable de los asuntos de la ciudad. A los banqueros y los magnates inmobiliarios les habría encantado. Exponía todas las maravillas de la estabilidad y ninguno de sus inconvenientes. Esa era, a fin de cuentas, la síntesis correcta. Aquella mañana fría y soleada, sus dotes y su sentido común se combinaron en la clase de llamamiento político que era tan invencible como técnicamente intachable.

Cuando terminó, le sorprendió oír aplausos. Un calvo de bigote anticuado estaba de pie en la nieve, no muy lejos. Parecía un mecánico resuelto, y, desde luego, eso era exactamente. Praeger supuso que había ido al parque a pasear al perro.

—No tengo perro —respondió Peter Lake—. Y si tuviera uno no lo traería aquí una mañana tan fría. He venido a verlo a usted.

—¿Sí? —preguntó Praeger atónito.

—Así es. Ha pronunciado usted un buen discurso. Me ha gustado lo que ha dicho del invierno. No sé si creerlo o no, aunque al parecer no importa si es verdad, no sé si me entiende. ¿Es verdadera la música? No sabemos si lo es o no, y sin embargo ponemos fe en ella. Yo lo hago…, o al menos lo hacía antes, aunque ya no recuerdo cuándo.

»Pero últimamente —confesó— se me ha despejado un poco la mente y recuerdo ciertas cosas, como, por ejemplo, los estribillos al piano. Pero no recuerdo dónde los oí. ¿Me entiende?

—No.

—Es como si vinieran del pasado, como si el pasado fuera una luz que surge en la oscuridad. Lo percibo con fuerza, pero no puedo verlo. No puedo recordarlo. Sin embargo hay un piano tocando allí, estoy seguro.

»Me alegro de haberlo encontrado solo, señor —continuó—. Verá, lo que trato de decir es muy difícil. El caso es que las cosas se han ido aclarando rápidamente durante esta semana y me preguntaba si…, tal vez…, bueno, permita que lo diga sin rodeos. ¿Es usted uno de nosotros? Me refiero a si somos lo mismo.

—¿Un francmasón? —preguntó Praeger perplejo—. No, no lo soy, si se refiere a eso.

—No, no. No me refiero a eso —dijo Peter Lake sacudiendo la cabeza, y lo intentó de nuevo—. Es más personal y menos importante que eso.

—¿Si soy homosexual? Desde luego que no.

—No, señor. No le estoy preguntando acerca de su inclinación sexual.

—Entonces, ¿qué?

—¿De dónde es? —preguntó Peter Lake mirándolo a los ojos.

—Nací en Brooklyn.

—¿En qué época?

—En esta.

—¿Está seguro? Porque, verá, creo que yo no. Y por cómo habla de los inviernos me parece que usted tampoco, porque lo que describe como el futuro fue en otro tiempo el pasado. Lo conozco. He estado allí.

—Yo…

Peter levantó una mano.

—No se preocupe. Está bien. Estoy seguro de que lo votaré, aunque no creo que esté inscrito en el censo electoral. Me inscribiré en Five Points, eso es lo que voy a hacer, y lo votaré una docena de veces. Le estoy muy agradecido, porque cuando se ha puesto a hablar de los inviernos he empezado a oír el piano… y a ver que el pasado se está iluminando a nuestro alrededor. Pensé que tal vez usted podría ayudarme más, pero ya me ha ayudado mucho.

—¿Qué está tocando el piano?

—Oh, no sabría decírselo ni aunque lo oyera con claridad.

—¿Quién lo toca?

—Me temo, señor, que no tengo la menor idea. Pero quienquiera que sea, toca muy bien.

Las personas que están solas tienen arranques de entusiasmo que no siempre pueden explicarse. Cuando algo les parece gracioso, la intensidad y la duración de su risa reflejan la profundidad de su soledad y son capaces de reírse como hienas. Cuando algo las conmueve, las atraviesa como Paul Revere despertando sentimientos que se reúnen en grandes ejércitos. La pobre señora Gamely llevaba años sola. Cuando de pronto se vio ante su hija y toda una nueva familia que era suya, apenas pudo reponerse de la conmoción y lloró tormentas.

Virginia la abrazó y también lloró. Luego los niños empezaron a gemir como gatitos, aunque no sabían por qué. Hasta Hardesty, emocionado por el amor entre madre e hija, recordó a sus padres y tuvo que contener las lágrimas.

Pero los llantos continuaron mucho después de que a Hardesty se le secaran los ojos, y cuando el reloj dio el cuarto (hasta las campanadas del reloj provocaron en las mujeres y los niños nuevos torrentes de lágrimas), se paseó por la habitación con impaciencia, esperando a que terminaran. «¿Qué es esto? ¿Qué hacéis llorando como magdalenas?». Luego, al ver el traje gris marengo de Virginia bajo los pliegues de su abrigo, lo conmovió tanto la versatilidad de la periodista urbana con camisa y americana sobrias y la hija de los Coheeries tan relajada en el campo, que la estrechó en sus brazos, le apartó el pelo de la cara, enrojecida por el llanto, y la besó con tal afecto que el corazón de la señora Gamely se hinchó como un globo sonda.

Aquella noche los niños apenas pegaron ojo. La ilusión de despertar y ver el Lago de los Coheeries a plena luz del día era más grande que la ilusión de la Navidad y, tal como esperaban, enseguida se sumieron en la belleza de los azules días invernales del lago y las frías noches que no conocían principio ni final. Como buen marinero, Hardesty enseguida aprendió a manejar un rompehielos. Muchos días se subían al Katerina, el más grande y lento de los barcos, repleto de provisiones y edredones, y partían al amanecer hacia lo infinito del lago. Los niños dormían en el regazo de las mujeres hasta que el sol apretaba, y al despertar se quedaban asombrados de no ver nada más que cielo azul y hielo liso como un espejo, sobre el que soplaba una tormenta de nieve casi invisible. La gran velocidad del viento había despojado los copos de su ornamento, y pasaban raudos como si fueran esquirlas de cristal brillante, en una bruma que parecía una bandera caída.

En esas expediciones se deslizaban por el hielo durante horas, hasta que estaban tan lejos de cualquier punto de la tierra o de cualquier embarcación que bien podrían haber sido los únicos habitantes del mundo. A mediodía arriaban la vela y clavaban el freno doble en el hielo. Con el Katerina entre ellos y el viento del norte, y el sol en sus rostros enrojecidos, encendían un fuego en una caja llena de arena y preparaban un estofado. Lo comían con panecillos calientes untados de mantequilla y té algonquino. A veces patinaban un rato (Hardesty y Martin jugaban un partido informal de hockey; descubrieron que Virginia era capaz de arrebatarles fácilmente el disco y tenerlo en su posesión todo el tiempo que quería), o practicaban un agujero en el hielo y al cabo de diez minutos sacaban tantos salmones, lubinas y truchas como deseaban, y los metían congelados en un cubo del bote del Katerina. O simplemente navegaban hacia el infinito, contentos de recorrer cientos de millas hacia un cautivador mundo de hielo y sol que estaba a su disposición. Por lo general al día siguiente, tras pasar la noche envueltos en los edredones y mantas más suaves, emprendían el regreso después del atardecer, deslizándose sin rumbo por el hielo estrellado. La Vía Láctea brillaba tanto que la señora Gamely les aconsejaba que no la miraran durante mucho rato. «El abuelo de Daythril Moobcot, el viejo Barrow Moobcot, se quedó ciego así —explicaba—. Y esta noche, si sale la luna, necesitaremos gafas de sol».

Se entregaban a las estrellas como los nadadores se rinden a las olas, y las estrellas los tomaban sin resistencia. Los días y las noches que pasaron sobre el hielo cambiaron a los niños para siempre. La ciudad del Lago de los Coheeries se elevaba sobre el horizonte de hielo como una cadena de luces incrustadas en las colinas blancas que yacían junto al lago como un semental de bruces sobre el heno. Entonces Hardesty apuntaba el Katerina hacia la luz más brillante y se dirigían a toda velocidad hacia ella. Aunque a los niños les encantaba la carrera hasta casa, querían quedarse en el lago para siempre.

Mientras el tiempo avanzaba y tomaba el día dorado y la noche plateada para entrelazarlos, esquiaban y recorrían en trineo los bosques de píceas y pinos de las colinas, iban a la taberna a bailar danzas tradicionales, preparaban el caramelo de arce en forma de media luna que era típico de los Coheeries y pasaban muchas horas sentados, con la luna real, los planetas y las estrellas marcando el paso del tiempo y la leña ardiendo en la estufa. Jack, el gallo de la señora Gamely, casi aprendió a jugar a las damas con Martin, pero nunca consiguió entender la idea de coronar una ficha como si fuera un rey.

Una noche hizo un frío extraordinario. Un viento ártico bajó del norte y atenazó al pueblo con una helada. A medida que la casa de la señora Gamely se adaptaba a los sesenta grados Fahrenheit bajo cero que dominaban el mundo exterior, crujía como un barco en alta mar. Estaba bien enmasillada, pero bastaba que se colara un río de aire del grosor de un alfiler para enfriar toda una habitación. Atizaron la estufa hasta que llameó como la caldera de una locomotora en marcha.

Abby y Martin construían una casa con mazorcas secas. Vestidos con batas y peúcos de plumón, estaban sentados en el suelo entre la estufa y la chimenea. La señora Gamely se balanceaba en la mecedora observando a sus nietos. Virginia, envuelta en un chal, leía la vieja edición de 1978 de la Britannica. Hardesty estaba junto a la ventana, en apariencia porque era donde estaba el termómetro. El hecho de que siguiera descendiendo y estuviera muy por debajo de los sesenta bajo cero era una atracción irresistible para alguien de su temperamento. Pero en realidad estaba junto a la ventana para mirar las estrellas. Con el frío, lejos de las luces de la ciudad, ardían como fósforo blanco.

Esa noche había mucho movimiento en las estrellas, cuyas idas y venidas hacían que el espacio entre ellas y la tierra pareciera un puerto repleto de lanchas. Líneas parpadeantes que quizá fueran meteoritos acababan en explosiones blancas que caían en suaves cascadas, como el hielo que levanta el freno de un rompehielos. Esas pequeñas lluvias de luz estallaban y desaparecían. Hardesty recordó cómo el caballo blanco se había separado de ellos en la llanura y elevado hacia el cielo antes del amanecer como una aguja curva de luz blanca que se había disuelto con un débil siseo.

Estaba a punto de llamar a Virginia para que contemplara los pequeños destellos sobre el horizonte. No había visto nunca nada semejante, salvo la estela del caballo blanco. Al volverse vio a Virginia y a la señora Gamely inclinadas sobre Abby, que estaba tumbada en el suelo, con el pulgar en la boca, respirando con dificultad.

—¿Qué pasa?

—Abby tiene mucha fiebre —respondió la señora Gamely—. Está ardiendo.

—Debe de haber cogido frío en el lago —dijo Virginia levantando a la pequeña para llevarla a la buhardilla de los niños. Titubeó—. Hace demasiado frío allá arriba. Le prepararemos una cama aquí.

Hardesty puso una mano en la frente de Abby. Hizo una mueca.

—Ha sido muy repentino.

—Hace un momento estaba construyendo casas con las mazorcas —gimió Martin.

—No te preocupes, Martin. Se pondrá bien —dijo Virginia con una voz demasiado temblorosa para resultar tranquilizadora.

Después de acostar a Abby, le tomaron la temperatura. Tenía ciento cuatro grados Fahrenheit.

—No es mucho para un niño —señaló Hardesty.

Se movieron alrededor de la cama, ordenando cosas, en silencio.

—¿Dónde vive el médico, señora Gamely? —preguntó Hardesty.

—¿Por qué no preparo una cataplasma? —preguntó a su vez la señora Gamely.

—Al demonio la cataplasma. ¿Dónde vive el médico?

—En la casa del final de la calle, entre la taberna y el lago.

Hardesty se puso las botas, los guantes y la parka y salió de inmediato. El aire glacial lo golpeó como un martillo y casi lo derribó. Corrió hacia la ciudad, con el camino iluminado por las estrellas fulgurantes.

Al llegar vio hombres que corrían por la calle hacia las afueras. Se estaban poniendo sus parkas y por toda la población se oían portazos. Pero Hardesty no tenía tiempo para sentir curiosidad y fue derecho a la casa del médico. La mujer de este abrió la puerta en respuesta a los agitados golpes (que sabía por experiencia que eran los de un padre con un hijo enfermo).

—No está. Volverá dentro de un par de horas. Le diré que vaya directamente a su casa. Mientras tanto, ¿por qué no vuelve y le pone una cataplasma a la niña?

—No me hable de cataplasmas. ¿Adónde ha ido?

La mujer del médico carraspeó.

—Ha ido con los demás al establo de Moobcots, que está a unas dos millas siguiendo la carretera.

—¿Por qué?

—No lo sé. Muchos hombres armados con escopetas vinieron a nuestra puerta. El médico cogió su maletín y salió corriendo. No me explicó qué pasaba. Nunca se…

Hardesty no se quedó a escucharla. Corrió por la carretera cubierta de nieve que conducía a los campos altos. No estaba en condiciones de adelantar a los coheeries, quienes, cuando se habían acercado al tren inmovilizado, demostraron estar tan en forma como una tropa alpina. Solo en la carretera, descubrió que las estrellas que lo rodeaban le hacían sentirse mareado y fuera de control.

Sobre una loma se veía un enorme establo para ovejas. La puerta estaba entreabierta y una luz destellante se derramaba sobre la nieve.

Hardesty entró. Las ovejas estaban apiñadas en un rincón, los coheeries formaban un apretado semicírculo de cara a la pared del fondo y las luces del establo brillaban sobre sus cabezas. Viendo las culatas de las escopetas alineadas en forma de abanico, Hardesty supo que todos los cañones apuntaban en la misma dirección. Varios hombres discutían.

—Estos son diferentes de él. Es evidente que no son iguales.

—Llegaron al mismo tiempo y de la misma manera. No me gusta su aspecto, no me gusta nada. Tratan de parecer inofensivos, pero ¿os lo creéis?

—¿Qué quieres hacer, Walter? ¿Matarlos? —preguntó una voz al fondo.

Hardesty trató de mirar por encima de los hombros de los coheeries.

—Sí —fue la respuesta, seguida de un murmullo de desaprobación.

Hardesty se subió a un balde y miró por encima de sus cabezas. Sentados sobre un montón de pacas de heno, dando golpecitos con los pies, sonriendo, mascando tallos de paja, había cincuenta o sesenta hombres con el aspecto más extraño que había visto jamás.

Tenían la cara fruncida y aplastada, o alargada y afilada como una sierra. Nariz respingona, cejas exageradamente pobladas, una enorme barbilla en forma de guante de boxeo y piernas arqueadas eran sus rasgos más llamativos. Y todos tenían un vacío en los ojos que resultaba muy amenazador, aunque no era posible saber exactamente por qué. Vestían como actores de espectáculos de variedades, con sombreros hongo, y no parecían darle demasiada importancia. Iban engalanados con ternos eduardianos, leontinas y bastones, todo raído y poco elegante. Esbozaban la sonrisa obsequiosa de quien no tiene que esconder una naturaleza maligna y violenta. Pero ¿qué probaba eso? ¿Y de dónde habían salido?

—Aparecieron de repente por todas partes —fue la respuesta a la pregunta que Hardesty había pronunciado en voz alta—, hurgando en los cobertizos, intentando enganchar trineos y robar caballos. Capturamos a unos veinte. Y luego, cuando creíamos que los teníamos a todos, encontramos a otros cincuenta en un campo cerca del molino. ¿Quién sabe? Quizá haya más ahí fuera.

—Mientras lo tengamos a él… —dijo alguien.

—¿A quién? —preguntó Hardesty.

Una docena de hombres señaló la puerta de una habitación donde estaban el médico y otros cuantos. El médico llevaba el maletín colgado del hombro y apuntaba con la escopeta lo que fuera que estuviera observando. Al acercarse, Hardesty golpeó con el pie un montón de algo que tintineó.

—Hemos quitado todo esto a estas ratas almizcleras —le dijeron.

Se inclinó para examinarlo y vio pistolas chapadas en plata y oro, algunas con culata nacarada, un par de Derringers tan pequeñas que cabrían dentro de una casa de muñecas, puños de acero con estiletes, colas de castor erizadas de púas, cachiporras, una escopeta diminuta y garrotes con mango de marfil. Pero no había rifles. Ni esquís, ni raquetas de nieve ni ropa de abrigo. Fueran quienes fuesen, iban muy mal equipados para el Lago de los Coheeries.

Hardesty puso una mano en el hombro del médico y lo apartó para mirar. De inmediato retrocedió, tratando de recuperar el aliento y sostenerse de pie.

—¿Qué diablos es esto? —preguntó, todavía tambaleante.

—Podría decirlo pero no quiero —respondió el médico.

Hardesty avanzó entre los hombres armados y miró dentro de la pequeña habitación donde tenían al prisionero, que era algo más alto que los mequetrefes de sombrero hongo y bastante delgado. Tenía una cara espantosa, las extremidades casi tan retorcidas como la lengua, que parecía tener vida propia y que a todas luces el individuo no controlaba. También los ojos se movían por sí solos, como ratas furiosas tratando de salir de una jaula. Hardesty tuvo la clara impresión de que el hombre era un ensamblaje. Ni los ojos ni los dedos huesudos dejaron de moverse un segundo. De vez en cuando parecía despedir electricidad, y en su interior se producía sin duda un sufrimiento destructivo, totalmente fuera de lugar en medio de la tranquilidad de los Coheeries.

—¿Quién es?

—Pregúnteselo a él —fue la respuesta.

—¿Yo? —replicó Hardesty.

El médico lo miró de reojo.

—Sí, usted.

—¿Quién eres? —suplicó Hardesty con una voz apenas audible.

Luego recuperó el dominio de sí mismo, se acercó al prisionero y repitió la pregunta con una firmeza y autoridad admirables.

Pearly Soames se erizó. Sus parálisis eléctricas llenaron el aire como un centenar de serpientes de cascabel colgadas de una araña de luces. Hardesty sospechó que en realidad ese hombre extraño y sus compañeros no estaban cautivos, sino que descansaban en un cobertizo caliente al que los granjeros habían tenido la amabilidad de llevarlos. Esa idea quedaba confirmada por lo que fuera que sacudía las paredes del establo cada vez que Pearly se disgustaba.

Pero, por lo que Hardesty sabía, eso nada tenía que ver con la enfermedad de Abby, de manera que se llevó al médico, privando a los coheeries de sus eruditas opiniones mientras deliberaban sobre qué iban a hacer con las esperpénticas criaturas que habían encontrado en sus campos y cobertizos.

La noche siguiente, bajo un filo de luna plateada, Hardesty salió en trineo de la ciudad del Lago de los Coheeries a una velocidad prodigiosa. La fusta restalló sobre la cabeza de la yegua hasta que esta devoró la carretera como un perro hambriento. Aunque estaba inflamada con la carrera, eso no era suficiente para Hardesty, quien le gritaba que fuera más deprisa mientras oteaba el paisaje en todas las direcciones. Al lado tenía una escopeta automática. Virginia llevaba otra en el regazo. Y la señora Gamely, sentada con Martin y Abby en el asiento trasero dentro de una estructura semejante a una tienda de campaña, tenía a mano su Ithaca de calibre doce y doble cañón.

Los extraños caballeros habían sido conducidos hasta la carretera. Los Marratta y la señora Gamely tenían que pasar entre sus filas para salir de la ciudad, porque el médico había dicho que no podía tratar a Abby. Había que llevarla cuanto antes al hospital. No podían pararse a considerar el lujo de estar atrapados en la seguridad y tranquilidad de los Coheeries. Necesitaban la gran ciudad tanto como antes habían necesitado alejarse de ella. De hecho, mucho más. El médico se había negado a informarlos de los detalles de la enfermedad. «Eso llegará más tarde —dijo—. Querrán saber todo lo que se sabe al respecto, y lo sabrán. Pero eso no cambiará la situación». Ellos se quedaron perplejos y no le creyeron —¿qué iba a saber un médico rural?—, pero se pusieron en camino de inmediato.

Iban armados hasta los dientes porque contaban con que los prisioneros recién liberados querrían el trineo y la yegua. Solo había una carretera, y la nieve era demasiado profunda para ir campo a través. Hardesty suponía que se cruzarían con el extraño grupo de hombres antes de dejar la llanura para subir por las montañas. En ese caso, cuanto antes se toparan con ellos, mejor, ya que la yegua iría más veloz sobre terreno llano. La obligaba a correr tanto no solo porque necesitaba sacar de allí a Abby con la mayor celeridad, sino también porque quería haber adelantado a la mitad de los delincuentes antes de que se dieran cuenta.

La yegua parecía entenderlo. Pero, lo entendiera o no, tiraba del trineo a un paso delirante, como una máquina de vapor, por la carretera nevada.

Tras cruzar la mayor parte de la llanura llegaron a una loma desde la que se dominaba la carretera que llevaba a las montañas. Se detuvieron para escudriñar las estepas que se extendían ante ellos.

Aparte de la respiración de la yegua y el suave flameo de las mantas del trineo con la brisa nocturna, no se oía nada. A pesar de la temperatura bajo cero, el viento parecía balsámico. Una vez que Hardesty y Virginia hubieron mirado con detenimiento a su alrededor para asegurarse de que no había nadie cerca, levantaron la vista y repararon en las tenues eclosiones del cielo nocturno. Sobre las estrellas y el éter aparecían penachos rojos, achaparrados y simétricos como hongos, flexibles como paracaídas, que se desvanecían tan deprisa como estrellas fugaces. Cada pocos segundos uno de ellos fulguraba y desaparecía, aunque a veces surgían varios a la vez o en rápida sucesión.

«Paracaidistas —dijo Hardesty—. Y no paran de caer. Quién sabe, a lo mejor llevan así toda la noche. Tal vez sigan viniendo. Y no es la división aerotransportada ochenta y dos».

A continuación miraron hacia abajo y, en cuanto sus ojos se acostumbraron al cambio de luz, vieron que la llanura estaba poblada de formas desperdigadas: individuos grises y formaciones oscuras que se abrían paso con esfuerzo por la nieve hasta convergir en la carretera, donde constituían una columna desigual que se extendía a lo largo de varias millas. Esos soldados nocturnos avanzaban con sigilo y lentitud, sin emitir señales ni llevar luces. Se oyó un ruido sordo en la nieve, cerca de donde estaban Hardesty y Virginia, que observaron cómo una silueta doblada se desplegaba y corría colina abajo como una rata. Era un hombre, que agarraba su sombrero para asegurarse de que no se lo arrebatara la brisa que subía por la ladera.

—¿Podemos dar la vuelta? —preguntó Virginia.

—La nieve le llegaría a la yegua hasta el pecho. No podría tirar del trineo.

—¿Hay otra carretera?

—Sabes mejor que yo que no. Quita el seguro —dijo él, preparando su propia arma— y afirma bien los pies. ¿Señora Gamely?

—¿Sí, querido? —se oyó en la tienda de campaña de la parte posterior del trineo.

—¿A qué velocidad puede cargar ese trasto?

—Lo bastante deprisa para mantener un plato en el aire. Antes de que Virginia naciera, Theodore y yo teníamos que ir de vez en cuando a Bucklenburg, que está en las colinas. Los lobos eran grandes como ponis y estaban hambrientos como stecthaws. Así aprendí.

—¿Abby y Martin están dormidos? —preguntó Virginia.

—Están acurrucados detrás de mí —respondió la señora Gamely—. Y Jack está en la sombrerera. Con Teddy.

—Bien, vamos al bosque —dijo Hardesty.

Hizo restallar las riendas, la yegua se precipitó hacia delante y cogió velocidad al bajar por la colina. La nieve amortiguaba los golpes de sus cascos y habían quitado las campanillas.

Mientras las cuchillas siseaban en la carretera lisa, pasaban junto a rezagados que apenas tenían tiempo de apartase, y el trineo no tardó en romper formaciones de diez o quince hombres, que se desperdigaban entre los bancos de nieve como sacas de correo arrojadas desde un tren. Se dispararon pistolas para alertar a los que iban delante, que todavía no sabían lo que se les echaba encima en la oscuridad. La yegua empezó a chocar con un ruido sordo contra quienes intentaban mantenerse en su sitio. Eso frenó su avance. Por delante y en los lados destellaban cañones de armas de fuego, los niños se despertaron y empezaron a gritar, y muchos hombres se colgaron del trineo o trataron de subirse a él.

Hardesty, Virginia y la señora Gamely abrieron fuego con sus escopetas, y el ruido ensordecedor fue amplificado por los gritos de los hombres de la carretera. La masa que estos formaban parecía capaz de detener el trineo, que no tardó en reducir la marcha. La yegua estaba herida. Ensanchó los ollares y enseñó los dientes. Ella no era Athansor ni un caballo de guerra, y mientras se desangraba lo llamó. Enganchada al trineo, solo podía utilizar las manos, y únicamente hacia delante. Eso hizo, derribando a quienes la atacaban y pasando los patines del trineo, afilados como cuchillos, sobre sus extremidades y cuerpos. Pero eran tantos que al final quedó inmovilizada.

A pesar de que Hardesty, Virginia y la señora Gamely recargaban las armas con gran rapidez, no eran lo bastante rápidos.

—No paréis de disparar —exclamó Hardesty al ver que poco a poco los arrollaban las filas de testarudos combatientes achaparrados que gruñían y gemían aferrados al trineo con sus gordas manos.

Cuanto más derrotados parecían los Marratta, con más brío luchaban. Cientos y cientos de hombrecillos rodeaban el trineo formando un nudo negro.

Nadie vio la estela blanca en el cielo que se extendía ante ellos, mucho más brillante que cuando había sido un fino látigo curvado por el sudeste. De pronto parecía un cometa; dejó caer un millón de ascuas de diamante que destellaron brevemente y llenaron el firmamento de humo blanco. Pasó por encima de ellos como un rehilete serpenteante antes de descender en medio de la batalla iluminando al caballo blanco al final de su haz fulgurante.

Primero dejó a los Faldones Cortos paralizados de estupor y luego abrió entre ellos un sendero para el trineo. Cuando Athansor se empinaba, sus patas delanteras eran una rueda de cuchillos blancos que hacían un tajo sanguinolento en la nieve. Cuando daba patadas, los desgraciados que las recibían eran lanzados al aire como obuses. Y cuando utilizaba la cabeza, el cuello y los dientes, se movía tan deprisa que parecía que hubiera varios caballos como él.

Athansor, un milagro de gallardía afilada y letal, se precipitó hacia delante, abriéndose paso a través de ellos y cobrando velocidad, hasta combatir y correr al mismo tiempo. La yegua lo siguió. Hardesty dejó de disparar y cogió las riendas. Volvían a galopar, dejando atrás las filas cada vez menos nutridas de Faldones Cortos. Con el caballo blanco un cuerpo y medio por delante, irrumpieron en el claro y se dirigieron veloces hacia las montañas.

Los llevó sin esfuerzo a la cima, desde donde vieron los Coheeries extenderse hasta fundirse con la noche. Parecía un lugar demasiado próximo a las estrellas para tener frío, una de esas altas y tranquilas atalayas donde no hay sentidos, solo el espíritu. El caballo blanco estiró su largo cuello hacia la nieve y después se irguió. Dio varias vueltas alrededor del trineo y se acercó a la yegua. Era dos veces más corpulento que ella. Inclinó su enorme cabeza y le tocó un lado de la cara. Ella retrocedió un par de pasos. Entonces el caballo blanco prestó atención a sus heridas. Las lamió una por una y una por una cicatrizaron. Luego avanzó unos pasos, alzó la vista y echó a correr a grandes zancadas.

Lo siguiente que supieron los Marratta fue que estaban solos y que la franja blanca que se había extendido en el cielo empezaba a desvanecerse. Oyeron un débil silbido.

Casi era de día, la luna había descendido y las estrellas estaban cansadas. Hardesty agitó las riendas y la yegua los condujo hacia los bosques de la montaña.

Ancianos concejales con barba en la papada, jefes de circunscripción monomaníacos, representantes de partidos, ex alcaldes y politicastros, toda a una, insistieron en que los debates preelectorales tocaran algún tema que no fuera el carácter sagrado del invierno o la teoría del equilibrio y la gracia. Hábil incluso con los pulgares en las maniobras políticas, y acostumbrado a decir a la opinión pública exactamente lo que quería oír, al final el alcalde Armiño obligó a Praeger a participar en una serie de debates patrocinados por el Sun y el Ghost, ninguno de los cuales apoyaba a Praeger, ya que Craig Binky lo había abandonado al enterarse de que lo había tildado en público de (entre otras cosas) «¡el idiota que dirige el Ghost!», «nuestro imbécil más querido» y «el fatuo de résistence que flota por ahí en un zepelín al que llama Binkopedo».

Siendo un viejo rinoceronte curtido, el alcalde Armiño estaba convencido de que en los debates pisotearía al joven idealista bien afeitado, que era una especie de patricio asimilado y se había lanzado al ataque con la locura de todo ese parloteo sobre el invierno. Al principio le había ido bien pero, ahora que los votantes empezaban a estar ávidos de temas serios, el alcalde Armiño esperaba con ilusión su ataque frontal al novato, impaciente por aplastarlo con el triple peso de su experiencia como alcalde, su edad y la posesión del cargo.

El primer debate tuvo lugar en Central Park porque Praeger se negó a acudir a la televisión. La detestaba y la atacaba siempre que podía. Dado que un punto importante de su programa era la abolición de la televisión, no era de extrañar que los dueños de las cadenas apoyaran al alcalde Armiño y emitieran gratis sus anuncios electorales. En cambio, rehusaban informar sobre Praeger, quien de todas formas no permitía que las cámaras se acercaran a él. Despotricaba contra lo que llamaba la esclavitud electrónica e instaba a sus oyentes a reafirmar la primacía y el carácter sagrado del papel impreso. Por primera vez en medio siglo alguien intentaba ser elegido para un cargo público sin el uso de los electrones cautivos. En el debate solo televisaron al alcalde Armiño, quien parecía que estuviera debatiendo con un fantasma. Al cabo de diez minutos Central Park empezó a llenarse de gente que había abandonado sus hogares electrónicos para ver al primer hombre de la historia con coraje suficiente para rebelarse contra lo que se había convertido en el instrumento de persuasión más poderoso jamás desarrollado. Praeger había sido inteligente al insistir en que el debate se celebrara en el parque. Aunque la noche era gélida, acabó dirigiéndose a varios millones de personas y les imploró que destrozaran sus televisores. Para muchos, eso era sorprendente y casi inconcebible. Se quedaron horas allí plantados, dando patadas en el suelo ora con un pie ora con el otro, mientras los vendedores de bebidas calientes hacían su agosto.

—¿Quién es este personaje que habla del invierno y les exhorta a tirar los televisores que tanto esfuerzo les han costado? —preguntó el alcalde con tono burlón.

Entre la multitud estaba Asbury Gunwillow, quien respondió: «¡Praeger de Pinto! ¡Praeger de Pinto!», hasta que el canto se extendió entre los millones de espectadores y el alcalde tuvo que cambiar de táctica.

—Bueno, en realidad yo apenas veo la televisión, solo los programas buenos. Ya saben, los culturales.

—¿Qué más da lo que vea? —replicó Praeger—. En cuanto la corriente de electrones hipnóticos empieza a meterse en su cerebro, está acabado, requetemuerto, condenado al infierno. No importa lo que vea; si no mueve los ojos y marca usted mismo el paso, su intelecto está condenado a muerte. Verá, la mente es como un músculo. Para que se mantenga ágil y fuerte debe trabajar. La televisión se lo impide. Además, Minnie —que era como a veces llamaba al alcalde Armiño—, usted solo ve todas esas adaptaciones de obras literarias porque ya no sabe leer.

—No está hablando solo de mí, señor —dijo el alcalde Armiño—. ¡Se está refiriendo a todo el electorado y lo está insultando!

—El número de cerebros inutilizados o fritos electrónicamente no se cuestiona, señor alcalde —afirmó Praeger—. La cuestión es que los esclavos tal vez quieran ser libres.

—¿Está llamando esclavos a los ciudadanos?

—Sí. Son esclavos de los ojos parpadeantes que los atan y les dicen qué deben pensar, qué deben comprar y cuántas mantas deben poner en la cama cada noche.

Obligado a adoptar una actitud defensiva, el alcalde balbuceó:

—La televisión es un lugar de confluencia, el ágora de la democracia, el gran comunicador.

—Eso es cierto, pero solo comunica en una dirección —repuso Praeger—. Somete a todo el mundo a sus decretos y no quiere discutir ni uno de ellos. Arrebata el derecho y hasta la capacidad de hablar. Además, no quiero comunicarme con cerebros fritos.

La multitud estaba enormemente satisfecha. No se habría sentido más agradecida si Praeger se las hubiera ingeniado para repartir varios millones de vasos de ponche de ron caliente con mantequilla.

—Mírelos —continuó—. Tienen piernas. Tienen músculos. Respiran y salen por la noche. Hasta caminan cuando hace frío. De hecho, apuesto a que incluso saben cazar, esquiar, cortar y tallar madera, tejer y arreglar máquinas enormes.

»Deme una noche junto al fuego, con un libro en las manos, y no ese parpadeante rectángulo malnacido que chilla en cada salón de la tierra.

—Eso es retrógrado —declaró el alcalde Armiño.

—No tengo más que añadir.

Entonces el moderador planteó la cuestión de si había que cerrar la academia de formación de basureros de la isla de Randall, ya que últimamente la mayoría de los alumnos habían sido incapaces de aprobar el curso de armar ruido.

—No voy a hablar de eso —dijo Praeger después de que el alcalde Armiño pronunciara una larga disertación sobre cómo agitar un cubo de basura para que sonara—. Solo quiero hablar de cuestiones importantes, como un sueldo decente para el trabajo físico así como para el especializado, la erradicación de la delincuencia, la prohibición de los automóviles en Manhattan. Quiero hablar de cosas grandes, de la historia y de la ciudad, de adónde vamos, de las tiranías pequeñas y grandes que hay que derrocar, de mi amor por el lugar donde nací y crecí.

»No me interesan los cubos de la basura. Me interesan los puentes, los ríos y el laberinto de calles. Creo que están vivos en sí mismos…

»Verán, a veces deseo abandonar, retirarme de la campaña e irme de la ciudad. Es un lugar duro…, demasiado grande para la mayoría, y casi siempre incomprensible. Pero en esos momentos me detengo, dejo a un lado mis ambiciones y contemplo la ciudad como un todo, y de pronto me siento inmensamente animado. Porque entonces el fuego de la ciudad disipa las brumas que a menudo la ocultan. Entonces parece un animal posado en la orilla del río. Entonces es como una obra de arte envuelta en galerías de clima cambiante, una escultura de detalles insondables sobre el suelo de un planetario lleno de luces brillantes y soles dorados.

»Si han nacido aquí, o si han venido de un lugar remoto, o si ven la ciudad elevarse sobre los campos y los bosques desde un hogar no muy lejano, entonces lo saben. Pobres o ricos, ustedes saben que el corazón de la ciudad se puso a latir cuando la primera hacha golpeó el primer árbol para talarlo. Y nunca ha dejado de palpitar, porque la ciudad es una criatura viva mucho más grande que el humo, la luz y la piedra que la componen.

»La ciudad —prosiguió con una emoción que conmovió incluso a su contrincante y lo atrapó en el ritmo de las vibrantes palabras— es nada menos que un objeto de amor divino, como la vida misma o las perfecciones exactas del universo que va a la velocidad de la luz. Está viva, y con paciencia podemos ver que, pese a la anarquía, la fealdad y el fuego, en el fondo es justa y benévola.

»Dios la ama. Yo la amo. Perdonad —dijo tapándose los ojos con una mano e inclinando la cabeza.

El alcalde no se atrevió a romper el silencio de la multitud que se extendía desde Sheep Meadow hasta la calle Ochenta y seis, en una noche fría y espléndida, bañada por el resplandor plateado de los focos. El titular del cargo, boquiabierto, temió que su contrincante, visiblemente conmovido ante él, ganara las elecciones por haber visto el alma de la ciudad y haberse enamorado profundamente de ella. Temió que la ciudad respondiera al llamamiento insólito de Praeger. Y, en efecto, así fue. Sus habitantes no solo estaban extasiados, sino que, cuando Praeger levantó la vista, la ciudad se reveló con toda claridad. Porque lo rodeaba y destellaba como un diamante.