Ya fuera locura, realidad o fascinación, Peter Lake creía oír la llegada del futuro en sus máquinas si escuchaba con atención. Inclinado e inmóvil, totalmente concentrado en los sermones que soltaban, se quedaba delante de ellas como un escalador al coronar una cima espléndida. Sus silbidos, alaridos y cantos, como la electricidad estática de las nebulosas, lo atraían hacia las profundidades de una desconcertante selva de sonido y luz adimensionales. Desde la oscuridad, ojos de jaguar sin jaguares destellaban y giraban en órbitas simétricas y rojas como rubíes. En infinitas praderas de negrura, criaturas compuestas de luz brumosa sacudían las crines en eternas oscilaciones inmóviles que pasaban entre las estrellas como el viento sopla entre las flores silvestres.
Mientras contemplaba durante un par de segundos el volante de un motor girando o escuchaba el tictac simétrico del escape de un reloj, era como si lo secuestraran del mundo cotidiano. Cuando debía reparar una máquina que solo él sabía reparar, tenía que haber alguien a su lado todo el rato, o antes de que pudiera contenerse se sumía en un trance inmóvil al pie de una chirriante caja de engranajes. Esos trances lo dejaban tieso como un poste. Parecía que él mismo fuera una pieza de una máquina testaruda que de vez en cuando necesitaba un empujón. Al principio, estando en compañía de otro mecánico, hablaba con soltura y parecía tener un perfecto control de sí mismo. «Tráigame una llave inglesa del número seis con cabeza de trinquete», pedía a su acompañante. Este desaparecía en la colmena de maquinaria en dirección a las hileras, como pistas de aterrizaje, de cajas rojas de herramientas colocadas en los largos espacios que quedaban entre las máquinas, y al regresar encontraba a su mentor petrificado y con la mirada fija en las entrañas mecánicas abiertas.
Los maestros mecánicos eran excéntricos y peculiares como sacerdotes episcopalianos, y con los siglos habían aprendido a operar libremente en presencia de los demás, respetando las diferencias y permitiendo las particularidades. Sin embargo, Peter Lake era un marginado incluso entre ellos, aunque en sus momentos de mayor lucidez trataba de ganarse su amistad y ser uno más. Esos intentos resultaban extraños, ya que no podía ocultar el hecho de que era un privilegiado, del mismo modo que un rinoceronte no podría pasar por una vaca lechera encallecida. Por ejemplo, al final de la jornada sus colegas acostumbraban a reunirse alrededor de una mesa improvisada sobre la que había una enorme jarra de cristal llena de cerveza. En una muestra de camaradería, se unía a ellos fingiendo una actitud relajada y jovial. «¿Saben? —solía decir, en un irlandés muy cerrado—, este lugar es extraño. Llevo dos días trabajando en el regulador de correas maestras y… y… y…». Y se quedaba paralizado al recordar el código de golpeteo del regulador de correas maestras que lo ordenaba todo en una simetría central. Los otros maquinistas se miraban y resoplaban, porque esperaban algo así, y nunca lo sacaban de su trance hasta que era la hora de irse a casa.
Al principio lo llamaban «Usted» aunque no estuviera presente, porque se negaba a responder a ningún nombre con la esperanza de descubrir su verdadera identidad. Los cheques de su paga iban extendidos «al portador», que era como figuraba en la nómina del Sun: «Maestro mecánico, Sr. Portador». Estaba rodeado de muchos misterios que los demás mecánicos querían penetrar, sobre todo porque nunca habían superado el sobrecogimiento que les producía su profundo conocimiento de las máquinas a las que estaban consagrados. Querían saber, por ejemplo, qué hacía en los días de asueto. Se comportaba de una forma tan rara en el trabajo que imaginaban que en su tiempo libre dejaría en ridículo a Las mil y una noches. Así pues, mandaron a uno de los melenudos aprendices adolescentes para que lo siguiera hasta las profundidades de la ciudad.
—Hizo toda clase de cosas raras —informó al regresar dos días después.
—¿Como qué?
—No sé…, toda clase de cosas raras. No sé explicarlo.
—Concreta —lo apremiaron ellos, preparándose para un festín de cotilleos.
—¿Qué queréis decir? —preguntó el aprendiz.
—¡Cuéntanos algo de lo que hizo!
—Estudió un montón de cosas.
—¿Estudió? Nadie estudia nada si no es en los libros.
—Bueno, pues Usted estudió un montón de cosas, os lo aseguro.
—¿Quién?, ¿yo? —preguntó un mecánico de los más veteranos.
—No, Usted.
—Ah.
—Estudió paredes, piedras y verjas. Pasaba la mano por los edificios y se quedaba mirando las azoteas. Charló con postes de vallas y escaleras de incendios.
—¿Qué les decía?
—No lo sé. No pude acercarme tanto. Fue a Five Points. Casi le perdí la pista porque tuve que comprarme chicles de uva para ennegrecerme los dientes. Él podía ir allí porque tenía otra vez un aspecto muy raro. Yo en cambio tuve que ennegrecerme los dientes, quitarme un calcetín y ponérmelo en la cabeza como un gorro, rasgarme la camisa, bajarme la bragueta y cojear…, para que pensaran que era uno de ellos. Fue derecho a un bloque de pisos que había en un descampado cubierto de ladrillos. En el pasillo había una banda de delincuentes que me habrían matado para entregarme al hombre que saca el sebo. Pero creyeron que iba con él y no se acercaron.
»Usted subió al tejado. Se abrazó a una chimenea vieja, como si fuera alguien que conociera, y se echó a llorar. Empezó a hablarle, como si le suplicara o algo así.
—¿Qué decía? —lo interrumpieron.
—No lo oí…
—¿Porque no estabas lo bastante cerca?
—No, estaba cerca, pero había demasiados… parásitos.
—¿Parásitos?
—Como los de la radio de la policía. Una vez estuve en un avión…, tienen radios potentes, como la de un radioaficionado. Era algo así, como una radio de aficionado.
—¿De dónde salían?
—No lo sé. Caían de arriba. No oía nada. Era como cuando estás en el mar y una gran ola te cubre y te arrastra consigo. Oyes la espuma. Te dice algo. No sé qué, pero te habla. Eso es lo que oí.
—A ver, ¿qué era eso, espuma o una radio? Decídete.
—Las dos cosas —dijo el aprendiz, acalorándose—, como una radio de espuma. ¡Ya sabéis! ¡Esperad!
—¿Qué, qué?
—La novia de mi hermano es griega.
—¿Y?
—Es ortodoxa. Una vez fui a la iglesia con ella y tienen un coro…, unos tipos que cantan con voz muy grave. Sonaba más o menos así.
Los mecánicos no le preguntaron nada más, porque habían dado alas al aprendiz y este se había lanzado.
—Y era como un avión a lo lejos, uno de esos antiguos de hélice, y cuerdas de arco que vibran, y mujeres exclamando «¡Ah! ¡Ah! ¡Ah!», y una orquesta tocando toda clase de temas, y los gruñidos de un perro muy enfadado, y metal, metal caliente, sumergido en una tina de agua fría, y una máquina de teletipos, y un arpa…
—Está bien. ¿Qué hizo luego?
—Deambuló.
—¿Por dónde?
—Por todas partes. Cada vez que veía algo de color vivo, se pasaba horas mirándolo. Lo olfateaba. En Brooklyn Heights había una casa que acababan de pintar de rojo. Usted se fijó en ella cuando se ponía el sol; no se movió durante una hora y media.
—¿Dónde vive?
—En ningún sitio, por lo que vi. No durmió. No hizo más que dar vueltas y vueltas. Tampoco comió.
—Cuando está aquí sí come.
—Pues ahí fuera no probó bocado en los dos días. Ah, se me olvidaba. A veces se ponía tan contento que le daba por bailar. Y otras veces se metía en una fábrica medio derruida o en un viejo cobertizo de los muelles, cuando creía que no había nadie dentro. Entonces volvía el sonido. Era como los que cantan en un coro, pero no juntos.
»Sonó muy fuerte en el muelle once. Nadie va allí porque es demasiado peligroso. Usted estaba de rodillas. Parecía como si el mundo entero sacudiera el tejado. Cayeron vigas, salieron volando partes del techo. Entró la luz del sol e iluminó el polvo. Fue la cosa más rara que he visto en mi vida. Pensé que se iba a desmoronar el edificio. Había tanta luz que yo apenas veía y el polvo lo cubría todo. Hasta los pilotes vibraban y oscilaban en el agua. Entonces decidí largarme y le perdí la pista.
El aprendiz se inclinó hacia delante e hizo señas a sus oyentes para que se acercaran.
—Creo —susurró— que nos las estamos viendo con un individuo poco corriente.
Después de que la flota aérea del Ghost hubiera sobrevolado en arcos demenciales los lagos Finger sin descubrir absolutamente nada, Craig Binky buscaba algo novedoso. Tras la fiebre de la poesía, uno de sus subordinados propuso los espárragos: «Tienen ese estilo, ese ritmo, esa fascinación indescriptible…». Sin embargo, otro sentía debilidad por el resurgimiento del imperio de los Habsburgo. «Todas las mujeres elegantes de Nueva York lucirán pieles de cordero y cananas. Se multiplicarán los lugares para bailar vals. Y quizá nuestra pastelería de tartas Sacher no tenga que cerrar». Un tercero sugirió fotografías de fruta de cuero: «Está arrasando ahora mismo en San Francisco —insistió—. Es de buen gusto, biogénico, relajante y amplio. Acuérdese de lo que le digo: en la repisa de la chimenea de todas las casas de Peoria pronto habrá cuadros de frutas de cuero».
Craig Binky no quedó satisfecho. Rechazó las propuestas y se encerró. Salió unos noventa minutos después.
—Se ha encendido la bombilla en la cabeza de Craig Binky —anunció—. ¡Traedme a Bindabu!
Wormies Bindabu era el decano de los críticos de libros del Ghost, un grupo de media docena de hombres que trabajaban en un sótano sin ventanas junto a la caldera más caliente y debajo de la rotativa más ruidosa. Eran todos idénticos y vestían igual: cinco pies y dos pulgadas de estatura, ciento ochenta libras de peso, bigote hirsuto, barba hasta la barriga, largas manos huesudas, pelo cano con raya al medio, gafas de montura metálica negra, traje de director de pompas fúnebres, corbata estrecha y ojos bizcos. Sentados juntos en una hilera recta como una baqueta, leían veinte libros al día (por cabeza), fumaban Balkan Sobranie, comían huevos duros y encurtidos, y escuchaban una y otra vez un concierto atonal especial para fagot y ocarina. Se llamaban Myron Holiday, Russell Serene, Ross Burmahog, Stanley Tartwig, Jessel Peacock y Wormies Bindabu.
Craig Binky tenía un cariño especial a Bindabu, porque era una de las pocas personas del mundo que lograban que pareciera brillante. Aunque citaba (sin haberlos leído) a Spinoza y a Marx más deprisa de lo que un garapito cruzaría una taza de café, no sabía qué era una manzana y nunca había nadado en un lago. No había leído a Melville, pero se sabía de memoria la obra de los poetas bolivianos más antiamericanos. Aunque despotricaba contra el puritanismo en sus biliosas reseñas, no sabía cantar ni bailar ni agitar los brazos.
—Vaya a por el alcalde —dijo Craig Binky.
—¿Ha escrito un libro?
—Por supuesto que no. Pero se niega a hablar sobre ese barco.
—¿Qué tiene que ver eso conmigo?
—¡Ataque!
—Me ofende, señor Binky. No soy un asesino, un perro guardián, un matón, un sicario…
—Por supuesto que lo es. El mejor. Lo que me gusta de usted, Bindabu, es que lo disimula muy bien detrás de las grandes palabras que utiliza.
—Pero, señor Binky, el alcalde es nuestro aliado. ¿Está seguro de que quiere que vaya a por él?
—¡Atropéllele, arránquele el cerebro, muérdale el culo!
Al día siguiente el Ghost publicó un asombroso ataque contra el alcalde, al que llamaba, entre otras cosas, gamberro, chulo, cocodrilo, nazi, populista, fascista, pederasta, puercoespín y gusano de luz.
El Sun se apresuró a salir en defensa del alcalde, de modo que los dos periódicos tomaron bandos opuestos en una cuestión en la que por lo visto cada uno tendría que haberse situado en el contrario. Tanto el Sun como el Ghost empezaron a perder lectores. Como quienes leían uno no leían el otro, debido a las dificultades en un caso y a la repugnancia en el otro, muchos se pasaron al Dime, un nuevo tabloide disparatado que costaba un dólar. El Sun y el Ghost volvían a estar en guerra. Pero en el Sun nadie entendió ni compartió el apoyo que Harry Penn prestaba al alcalde. Hubo dimisiones y disidencias. Algunos creyeron que era el poderoso efecto de la llegada del milenio. Dos mil años, claro… —decían—; las cosas tienen que ser confusas por fuerza mientras nos dirigimos por los rápidos hacia ese otoño rutilante para el que solo faltan unos meses.
Hasta en septiembre llegaron vientos fríos de Canadá, que llevaron a la gente a encerrarse junto a las chimeneas y a pensar en la ciudad de antaño. El invierno, se decía, era la estación en que el tiempo era superconductor: la estación en que un mundo quebradizo podía hacerse añicos ante acontecimientos sorprendentes y más tarde reformarse en un cuerpo nuevo tan sólido y terso como hielo transparente de reciente formación.
Hardesty Marratta y Praeger de Pinto iban en bicicleta por la orilla del río, impulsados por la presión del tráfico que tenían detrás, el cual, mientras las luces se sucedían a lo largo de la avenida, se precipitaba hacia delante como algo a medio camino entre una ola gigantesca y la Brigada Ligera. Las ruedas de las bicicletas plateadas cantaban en el indolente azul otoñal. Ese otoño los colores eran los más vivos que se recordaban. Pese a su inmersión en un lago de aire frío y transparente, parecían cálidos, caribeños y metálicos. Sobre el paisaje desfilaban sombras oscuras lo bastante silenciosas para provocar pitidos en los oídos y, después de meses perdido en la bruma estival, el horizonte había recuperado de pronto su nitidez.
Praeger había encargado en secreto a una docena de periodistas e investigadores el caso de Jackson Mead. Trabajaban con ahínco en archivos, bibliotecas, centros informáticos y las calles. Cinco de ellos continuaban la vigilancia. Hardesty, Praeger, Virginia, Asbury y Christiana dedicaban gran parte de su tiempo a la cuestión. Christiana espiaba a Harry Penn (sin ser entrometida, era toda ojos y oídos), y los demás seguían las pistas como podían. Todo lo que averiguaban lo introducían en un ordenador que barajaba y volvía a barajar los datos buscando relaciones ocultas. Como toda esta labor se llevaba a cabo sin la aprobación ni el conocimiento de Harry Penn, Praeger creía ser muy astuto. No imaginaba que Asbury, que creía que trabajaba en secreto para él, en realidad empleaba la mayor parte del tiempo en buscar motores por toda la ciudad, y que Christiana estaba mucho menos interesada en Jackson Mead que en encontrar cierto caballo blanco.
Praeger y Hardesty se dirigían al área de carga y descarga de Erie Lackawanna, porque corría el rumor de que había llegado un tren tras otro del oeste para descargar material pesado de construcción. Mientras avanzaban a toda velocidad hacia el sur, Praeger habló a Hardesty de una alteración en los mercados de futuros de metales. Se pagaba por adelantado, al contado, y ya se habían desembolsado casi mil millones de dólares. Los metales se almacenaban por todo el país, pero estaba previsto que se trasladaran a Nueva York.
—¿Qué hay del gobierno? —preguntó Hardesty—. ¿No sospechan la intromisión de una potencia extranjera? ¿No lo están investigando?
—Según Bedford, el gobierno afirma que todo es normal. Dicen que conocen las compañías, que las alteraciones solo son temporales y que no hay por qué preocuparse. Pero Bradford fue a ver al director del Comité de Control de Mercancías y dice que el hombre parecía drogado o hipnotizado.
—Crees que es Mead —señaló Hardesty, pedaleando contra un viento que casi los levantaba en el aire.
—Tengo el presentimiento de que sí.
—Mil millones de dólares es mucho dinero para que un solo hombre se lo gaste en titanio en bruto.
—Creo que para él sería calderilla. Nos las vemos con algo distinto de lo que estamos acostumbrados. Las cosas del mundo no parecen ser un obstáculo para él, y sin duda sus problemas están en otra parte. Si se encuentra en apuros, como parece, será de un modo que no podemos imaginar siquiera. El reverendo doctor Mootfowl y el señor Cecil Wooley no son los típicos secretarios de un millonario.
—¿Qué te lleva a decir algo así? —preguntó Hardesty con sarcasmo.
—No puedo quitarme de la cabeza que tanto el gordo como el flaco llevaban sombreros chinos y zapatillas de seda de puntera fina. Además, según los seis expertos en arte con los que he hablado, el cuadro de la ascensión de san Esteban, atribuido a Buonciardi, no lo pintó él.
—¿Quién lo pintó entonces?
—No lo saben. Y eso no es todo. Uno de los investigadores estaba tratando de documentar otros casos de entrada de barcos desconocidos en el puerto. Revisó los archivos de la Comisión de Cuarentenas, ya que ellos, probablemente más que Aduanas, están interesados en la procedencia de las embarcaciones. Como durante un tiempo la Comisión de Cuarentenas se encargó de los cementerios de pobres, por pura curiosidad empezó a mirar en sus archivos, que están por orden alfabético, y se quedó atónito. A finales de siglo un tal reverendo doctor Mootfowl fue entregado a los sepultureros del cementerio de pobres por un tal reverendo Overweary. En el libro de registro, bajo el nombre de Mootfowl, el reverendo Overweary escribió: «Asesinado por un chico irlandés llamado Peter Lake y por su amigo gordo de ojos achinados, Cecil Mature».
»¿No es el señor Cecil Wooley la criatura más gorda y con los ojos más achinados que hayas visto? ¿Y no crees que llamarse reverendo doctor Mootfowl no es, ni lo ha sido nunca, un fenómeno corriente?
—Sí, pero al parecer uno asesinó al otro hace cien años. El señor Cecil Wooley no tiene más de veinte años y Mootfowl no llega a los cincuenta. ¿Qué quieres decir exactamente?
—Lo que digo es que me da escalofríos.
—¿Se denunció el crimen?
—No consta ni en los periódicos ni en los archivos policiales. La ciudad estaba inmersa en las guerras entre bandas y los asesinatos aislados no contaban mucho.
—¿Cuándo han contado?
Ataron las bicicletas a una valla y cruzaron los túneles para llegar a la orilla del Hudson que pertenecía a New Jersey, donde un depósito ferroviario que llevaba medio siglo moribundo había cobrado vida de golpe. Aunque era sábado, estaba repleto de maquinaria automatizada, robots y un millar de obreros de la construcción, y había tantos cascos de seguridad amarillos como dientes de león entre las traviesas de las vías. Hileras de trenes de mercancías colocados en perfecto orden se extendían hasta donde alcanzaba la vista. En largos vagones de plataforma había bulldozers, grúas y piezas de máquinas para la construcción desmontadas que eran más grandes que una casa.
—¿Para qué es todo esto? —preguntó Praeger a un obrero barbudo—. Este depósito lleva años abandonado.
—Van a traer dos nuevas líneas —respondió el obrero entre el estruendo de las orugas y los martinetes—… acabado dentro de una semana más o menos.
—¿Líneas ferroviarias? —preguntó incrédulo Praeger, ya que hacía décadas que no se construían.
—Líneas ferroviarias…, una desde el noroeste, Pensilvania, y otra desde el oeste, de sabe Dios dónde.
—¿Qué es eso? —preguntó Hardesty señalando una zona cercada donde media docena de edificios en ruinas se apoyaban unos contra otros.
—No lo sé —respondió el obrero, con los ojos protegidos por unas gafas de sol en las que se reflejaba la deslumbrante luz otoñal—. Tiene que ser un área de carga, pero muchos de esos tipos —añadió refiriéndose a los otros obreros— se niegan a tocarla. De modo que parece que no habrá área de carga, aunque los planos indican una plataforma de hormigón justo en el centro.
—¿Por qué no la tocan? —preguntó Praeger.
—Porque están locos, por eso. Dicen que es un lugar sagrado. Siempre hay tipos así en una obra. La construcción es un oficio especial. No sé cómo explicarlo. Además, he de volver al trabajo. Pero, créanme, siempre pasa.
Hardesty y Praeger se quedaron a un lado observando la actividad. El depósito llevaba mucho tiempo en desuso, pero parecía que solo hubiera estado esperando su momento. Vías desvencijadas y oxidadas, travesaños podridos amontonados como cadáveres, edificios de paredes de hojalata que se sacudían y dársenas astilladas con olor a brea se transformaban rápidamente en bosques de vías relucientes, andenes nuevos, torres sólidas y conmutadores y señales que cubrían la llanura sembrada de cenizas como cosechas que hubieran crecido allí.
Como tenían hambre, Hardesty y Praeger decidieron ir andando a la Broth House. Tuvieron que trepar por más de cincuenta cercas y por una docena de trenes de mercancías parados. Acabaron con las manos manchadas del hollín y la mugre de las cercas y las escaleras de los furgones, y al enjugarse el sudor de la cara se tiznaron las sienes de hollín. Unos feroces perros guardianes que corrían sueltos por las áreas de carga los persiguieron, y en cierto momento Praeger se vio acorralado en una torre de señales por uno semejante a un lobo cuyos ladridos parecían decir: «Mía es la venganza».
Llegaron a la Broth House con las mejillas rojas del frío y el ejercicio físico, la ropa mugrienta y rasgada, y un cansancio agradable; se confundieron fácilmente con los obreros y marineros que pululaban en apretados círculos demenciales, sin sentido, amenazando con la mirada a cuantos los rodeaban, manteniéndose muy tiesos e imperturbables en un juego de evasión y maniobra que era lo más parecido a bañarse entre olas altas sin mojarse.
—Praeger —dijo Hardesty—, son los mismos tipos que estrellan sus coches contra los guardarraíles. Ya sabes, los que roban en joyerías y se dan a la fuga y luego adelantan un coche patrulla rebasando en ochenta y cinco millas por hora el límite de velocidad. Durante la persecución toman curvas como si no existiera la física y al final chocan con el guardarraíl. Los guardarraíles son su destino.
—Calla —ordenó Praeger—. Ese tío te está oyendo y está ofendido, y tiene un aspecto de lo más perverso.
Hardesty se quemó los dedos con el caldo de almeja hirviendo que la casa ofrecía gratis en una olla de cobre sobre el mostrador. Pidieron diez gambas a la parrilla y se las comieron con pan, salsa picante y dos o tres cervezas, y no tardaron en dejarse llevar por la música y el ruido, hermanados con los hombres de los guardarraíles. Toda la Broth House parecía oscilar agradablemente con el viento, como uno de los barcos de vela que fondeaban mucho tiempo atrás en los muelles cercanos. Tenían la sensación de estar en alta mar, y el humo que se arremolinaba en el centro de la habitación se convirtió en nubes, velas y gaviotas.
Hardesty enseguida olvidó todos sus problemas y se concentró con un deseo inocente en la valiente camarera que, haciendo equilibrios con las bandejas que llevaba, sorteó repetidas veces los peligrosos rápidos de la Broth House y a su clientela lasciva. Para mantener niveladas las bandejas y moverse entre la multitud hambrienta tenía que ejecutar una especie de baile. Era menuda pero esbelta, fuerte y lo bastante sexy para volver locos a todos los parroquianos. Estaba muy bronceada por los días de asueto al sol, tenía las piernas torneadas (sin duda de correr) y los largos y gráciles brazos un poco musculosos, de tal modo que Hardesty era incapaz de volver la cabeza o bajar la mirada. Llevaba una camisa blanca que dejaba a la vista la parte superior del busto, terso y moreno. Tenía el pelo negro azabache y esponjoso, enroscado hacia arriba como el de una cantante popular que hacía furor. Hardesty empezó a perder la cabeza. Él, los camioneros con sombrero de cowboy, los lugareños de Hoboken, los ex marineros, los forasteros llegados de Manhattan y la tropa de los guardarraíles estaban fascinados con la muchacha. Al pasar al lado de Hardesty tuvo que volverse hacia él como un pasajero que se desplaza por el pasillo abarrotado de un tren europeo. Para Hardesty, sin aliento y pasmado, fue como si un reloj hubiera dado la hora cuarenta veces en mitad de la noche, porque al pasar junto a él, Dios bendiga a Estados Unidos, la joven aminoró el paso, la multitud se comprimió y ella quedó apretujada contra él como si ambos estuvieran dentro de un exprimidor de carcasas de pato. Cuando Hardesty notó en el tórax el roce de sus pequeños pechos y pezones; cuando miró su cara bronceada por el sol; cuando olió su cálido perfume; cuando sus ojos negros lo atravesaron como una lanza y lo recorrieron de la cabeza a los pies con un profundo placer extractivo; cuando, al pasar frotándole con los muslos y los senos, ella sonrió y él vio su radiante cara de pan destellar con una dentadura grande, perfecta y brillante, y cuando, ya se tratara de una broma, una invitación, un movimiento involuntario o una conmemoración, ella empujó un momento la parte inferior del cuerpo contra la de él, las piernas se negaron a sostener a Hardesty, que de puro placer se cayó al suelo con un extraño grito de frustración y satisfacción que hizo que Praeger volviera la cabeza buscando a su amigo.
—¿Dónde estás? —preguntó Praeger—. ¿Adónde has ido?
Hardesty gateaba en pos de los tobillos de la joven, que se alejaban en un lúgubre bosque de perneras de pantalón. A los clientes de la barra no les gustó sentir una ondulación a sus pies. Se pusieron nerviosos y, cuando Hardesty empezó a derribar a la gente, Praeger supo que habían agitado demasiado el avispero.
Empezaron a pelear unos con otros, como si se avecinara el diluvio y solo quedara sitio para uno en el arca. Había cierta poesía en la escena, en los hombres arrojados al aire en hermosas parábolas mientras proferían profundos gritos de angustia. Sin embargo, reinaba ante todo la clase de anarquía nocturna que se ve tan a menudo en septiembre, y Hardesty tuvo suerte de que su resuelto amigo lograra arrastrarlo a través del caos y sacarlo por la puerta.
—¿Dónde está la camarera? —preguntó Hardesty con tono suplicante cuando Praeger tiró de él en dirección a la antigua estación terminal Erie Lackawanna.
Era un recargado edificio federal de piedra color crema y hierro pintado, tan elegante como una anciana dama obstinada, y estaba desierto. Caminaron tambaleantes por sus oscuros pasillos hasta la rampa del ferry de Barclay Street, que llevaba mucho tiempo en desuso, y se sentaron en el extremo con los pies colgando, suspendidos sobre el agua como linternas.
Al otro lado del río, Manhattan rielaba a la luz de la luna: millas de edificios blancos destellando como un bosque de luciérnagas. Hardesty seguía pensando en la camarera mientras Praeger miraba fijamente por encima del agua como un perro loco. Manhattan, una jaula de costillas blancas y una masa de cristal brillante, parecía casi viva. La belleza que encerraba los elevaba muy por encima de sus enemigos y de sus problemas en el mundo, como si miraran la vida desde la perspectiva de los muertos. Abrumados de repente por el afecto hacia la gente que querían, vieron ante sí la ciudad de sol y sombras bañada en la luz de la luna, y les cautivó de tal modo que quisieron abrazarla.
Mientras la observaban, empezó a acercarse un enorme frente de nubes procedentes del noroeste. Más blanca que el hielo y centelleando suavemente como un pueblo de montaña suizo, la ciudad parecía ajena por completo al enorme muro negro y violeta que se aproximaba. Hardesty pensó en las ciudades medievales que habían caído en manos de los mongoles y los turcos, y si hubiera servido de algo habría gritado para avisarla. Los pálidos edificios parecían tan vulnerables como hilos de caramelo, y las nubes seguían avanzando, con sus enormes fuentes redondeadas como los cuartos traseros de los caballos de guerra o las hombreras de una armadura. Y su séquito de serpientes, los relámpagos blancos y plateados, atacaban el suelo por delante de los jinetes.
La primera ola se estrelló contra Nueva York cuando el viento se levantó y convirtió el Hudson en un estrecho infranqueable. La rampa sostenida por cables en la que Hardesty y Praeger estaban sentados empezó a combarse y a oscilar, pero se aferraron con fuerza a la barandilla, incapaces de apartar la vista de la ciudad. Sobre las altas torres cayeron diez mil rayos que las trenzaron de oro blanco y llenaron el aire de truenos y más truenos que estremecieron todos los objetos fijos. La tormenta sacó a las ratas de sus escondrijos y las lanzó chillando, con un pánico desacostumbrado, a las calles anegadas de lluvia. Encendió un centenar de fuegos en la ciudad de los pobres, pero llovía con tanta fuerza que se extinguieron con la misma rapidez con que habían empezado, como esferas de fuegos artificiales que se desintegraran poco a poco en el aire. Cuando alcanzó su apogeo, pareció como si las olas embistieran la ciudad desde un mar que flotaba y se embravecía sobre ella. Pero la ciudad no se inmutó, ni parpadeó ni se encorvó en ningún momento. Permaneció erguida como una cadena de grandes montañas y segó los relámpagos. Mientras la tormenta la azotaba, Nueva York se mantuvo serena, con las luces encendidas, porque sus hileras de torres firmes habían sido construidas sobre un lecho de rocas. Y al final, cuando el cielo se volvió azul y blanco y los lentos ríos de rayos solo lanzaban melódicos truenos de disculpa, seguía destellando, inocente y abstraída.
Hardesty creyó por un momento que había visto parte de la ciudad totalmente justa. Cuando la tormenta casi había pasado, se volvió hacia Praeger y lo vio eufórico y decidido, con la mirada clavada en los estruendosos epígrafes y la intensa lluvia gris.
—Fui a ver a Binky. He vendido mi alma y voy a ser alcalde. Voy a ser alcalde… de eso —declaró Praeger mirando hacia el otro lado del agua—. Y voy a hacerlo como nunca se ha hecho. Hasta ahora todos los alcaldes han hurgado, puesto parches, maniobrado y echado a correr. Los medimos por lo bien que han pospuesto las batallas. Como llevan cien años posponiendo batallas, han dividido y armado la ciudad de tal modo que si hay un enfrentamiento estará a la altura de Armagedón. Yo no quiero que lo haya. Nadie lo quiere y nadie lo ha querido. Pero debe haber un juicio final. Voy a dirigir esta ciudad mientras cae… para poder dirigirla cuando se eleve.
Aun conmovido por la verdad y la magia de la resolución de Praeger, Hardesty apeló a la razón.
—¿Cómo lo sabes?
Si los rostros humanos son incentivo para la clarividencia, en ese momento Praeger era una piedra de toque del futuro. Miró por encima de Hardesty y sonrió. Y en sus fríos ojos azules, en su pelo rubio bien cortado, en sus incisivos un tanto desportillados y en su expresión, que denotaba una gran fortaleza, mucho sufrimiento y un buen humor imperecedero, Hardesty vio que Praeger estaba obsesionado con aquello que él mismo buscaba. Aunque no sabía por qué, creyó en él y se entristeció al ver que el semblante de Praeger hablaba de una futura batalla con la misma certeza que si se tratara de un friso conmemorativo.
Estar loco es sentir con atroz intensidad la tristeza y la alegría de una época que no ha llegado ni ha sido. Para proteger su delicada visión de esa otra época, los locos justificarán su estado con conmovedora lealtad y lo rodearán de mil estrategias de distracción. Estas estrategias, a su vez, los adentran más y más en la oscuridad y la luz (lo que es su mortificación y su recompensa) y los enfrentan a un dilema. Pueden flaquear y retroceder, aceptando el alivio de una perspectiva racional y la aprobación de los demás, o pueden seguir adelante y, al caer, alzarse. Cuando y si, debido a su imperdonable obstinación, finalmente atraviesan con ímpetu mundos tras mundos de luz inmóvil, ya no se les llama enfermos ni dementes. Se les llama santos.
Lo último que Peter Lake se habría considerado era un santo. Y tenía razón, ya que no lo era y nunca lo sería. Sin embargo, era indudable que cada día estaba más trastornado y sabía que, tal como estaban las cosas, no le sería posible refugiarse en la razón aunque quisiera. Se había apoderado de él una terrible angustia que le producía vértigo y le llevaba a deambular y a parlotear histérico. Todo era exquisitamente luminoso o irremediablemente negro. El único punto medio se encontraba en las máquinas, pero hasta ellas lo sumían en ensoñaciones incontrolables que sus compañeros observaban con cautela. Habían aprendido a convivir con él porque su locura no había dado paso a la crueldad ni a la codicia. Pero, tal como sospechaban, estando con ellos se contenía. Fuera era muy distinto.
«Deme unos huevos de alpinismo español —pedía alegremente con su irlandés de Madison Square—. Tres estrellados, dos muy eschurrados y crudos, como ñus recién nacidos envueltos en amnioc, y uno solo duro, el dios del sol azteca. ¡Eh, amigo! ¿Qué pasa? ¡Te ha comido la lengua el gato! ¿Sabes qué es un gato? Te lo diré…, pero muy bajito. Un gato es una excusa para que una mujer hable sola. Eso es un gato. Remolcador.
»Pero volviendo al desayuno, me gustan los plátanos. Los pido con las comidas. ¡Los exijo! Tráigame unos plátanos. ¡No! ¡Espere! Tomaré pastel de pies. Remolcador.
»Soy pobre, es cierto. Soy uno de esos de los que nunca se sabe nada…, pero la ciudad es mía. Entonces dime por qué, cuando estoy ahí arriba y miro alrededor, no soy el dueño de nada de lo que veo. ¿Es posible que en este continente de tierra haya esas criaturas primitivas que nunca llevan sombrero, esas bailarinas que salen de los pasteles, esos inocentones, marionetas y necios que no existen en realidad más de lo que existiré yo o no, y que aceptan lo que casi no puede ser? Imposible. ¡Es imposible! Tan improbable, digamos, como una iglesia baptista sin un autocar escolar. Dices que lo harás, amigo de cara sana que estás aquí de pie más contento que unas pascuas. Me gusta tu paciencia. Pero hablar contigo resulta profundamente frustrante y preferiría navegar a través de una niebla dorada. Remolcador.
»Está bien. Aflojaré. Cambia mi pedido. Tráeme pan de mono de Wildensteen, higadowurst caliente, cocos y espuma de mar. Eso sí es un buen desayuno. ¿Entiendes adónde voy a parar? Deseo… deseo. Estoy confuso, ¿no lo ves? ¡Pero lo intento! ¡Lo intento! Y tengo esta fuerza que me empuja hacia allí, me empuja. Me duele, pero estoy yendo, estoy yendo. Remolcador».
Seguía así durante horas, desbordándose de palabras que se rompían y estallaban en un desorden extrañamente ordenado, y que caían de sus labios como la espuma que creía que le gustaba para desayunar. Cuanto más rápido hablaba, más rápido hablaba, hasta que se ponía al rojo blanco, parloteaba en lenguas desconocidas, exigía esto y aquello, daba puñetazos y hablaba a gritos sobre el orden mundial, el equilibrio, las recompensas, la justicia y la veracidad. No había justicia, decía. Ah, sí la había. Pero era muy elevada y muy compleja, y para comprenderla había que comprender la belleza, porque la belleza era la justicia sin ecuación. «Remolcador».
Nadie protestaba, nadie se ofendía y nadie se asustaba. Sin duda se debía a que Peter Lake no estaba en un restaurante ni se dirigía a un camarero o un cocinero. Estaba al borde de un aparcamiento vacío, hablando con un buzón. Si alguien se acercaba a echar una carta, Peter Lake se callaba, se apoyaba contra el objeto de su diatriba y sonreía mientras el desconocido deslizaba el papel por la garganta metálica. Luego preguntaba al buzón: «¿Quién era ese? ¿Lo conoces? Quiero decir si es asiduo o qué». Tenía celos.
Cuando al caer la noche tenía hambre y sed, iba a Times Square para tomarse un zumo de papaya, que le encantaba porque al beberlo se sentía como una persona cualquiera, como un empresario o una enfermera. Tal vez porque le hacía sentirse así, antes del acto de obtenerlo derribaba un obstáculo casi imposible. Al caminar por las calles, practicaba con una voz potente y melosa que habría envidiado el mejor locutor profesional. Huelga decir que hablar en voz alta mientras se abría paso entre la gente de la noche no ayudaba a su reputación más que sus arengas a los buzones, las bombonas de butano y los sidecares. Pero de todas formas en Nueva York nadie tenía una buena reputación.
—Un zumo grande de papaya, para llevar. Un zumo grande de papaya, para llevar. Un zumo grande de papaya, para llevar. Un zumo grande de papaya, para llevar.
Lo repetía mil veces. Pero cuando por fin llegaba hasta el hombre aturdido y manchado de zumo del puesto de papayas, se quedaba en blanco.
—¿Qué quiere? —preguntaba el harapiento vendedor.
En lugar de responder, Peter Lake empezaba a soltar risitas bobas, carcajadas y resoplidos. Estallaba en gritos medio contenidos, cerraba los ojos con fuerza, histérico, y se balanceaba hasta que la risa daba paso a una serie de alaridos y bramidos salvajes y apenas se sostenía en pie. Ese era el tormento que lo separaba del zumo de papaya.
Al final lograba controlarse. Tenía que dejar de reír porque le dolían el pecho y el estómago, y abría los ojos y carraspeaba. Pero no bien veía al hombre de las papayas entrecerrar un ojo con recelo, estallaba en un chillido sin aliento que se apoderaba de todo su cuerpo.
En ese estado de penosa histeria, riéndose durante todo el camino, regresaba a la ciudad de los pobres, donde entraba en un edificio abandonado, bajaba al sótano y se tumbaba, sollozando, sobre un saco de carbón. No lloraba mucho rato. Se lo ahorraba gracias al agotamiento, que lo dejaba inconsciente.
Una noche, cuando las calles quedaron en silencio y la luna de octubre estaba a punto de descender sobre los bosques de Pensilvania, Peter Lake se despertó de golpe. Notó que el corazón le daba un vuelco por el pánico de tener que enfrentarse a lo que lo había sujetado por detrás. En cuanto estuvo lo bastante despierto para pensar, supuso que tres o cuatro asaltantes, todos de enorme fuerza, lo habían sorprendido mientras dormía sobre el saco de carbón. Esperó las exquisitas torturas que quienes van a los sótanos de los edificios abandonados a las cuatro de la madrugada infligen a los que encuentran allí. Su única esperanza era asustarlos con su locura. Sin embargo, se sentía cuerdo a su pesar. De hecho, estaba tan en sus cabales, lúcido y sereno que bien podría haber sido un diplomático trabajando en sus memorias ante un fuego crepitante de leña de nogal en la región aristocrática del norte de Boston.
«¡Caballeros!», balbuceó al ser levantado con fuerza en el aire, pero no se le ocurrió ningún otro llamamiento.
Asombrado por la absoluta firmeza con que se elevaba, se imaginó que los tipos duros que lo atacaban eran levantadores de pesas olímpicos. Giró la cabeza unos grados en todas las direcciones, pero no logró verles los pies. Tampoco les oía respirar. Ni sentía sus manos.
Si bien no estaba totalmente fuera de las posibilidades de los delincuentes locales abordar su oficio con tanto refinamiento, era poco probable que lo hicieran. Peter Lake trató de mirar por encima del hombro, pero se vio inmovilizado con tanta fuerza como un gatito agarrado por el cogote. Carraspeó, y estaba a punto de hablar una vez más a sus torturadores cuando advirtió que había empezado a moverse muy deprisa por la habitación. La aceleración era tal que oyó el silbido del viento, y vio que se dirigía hacia la pared del fondo. Esta se acercó con tanta rapidez que Peter Lake no tuvo tiempo ni de parpadear (y mucho menos protestar) antes de estrellarse de cabeza contra ella.
Pero, en lugar de matarse, atravesó limpiamente la pared, con una ráfaga de aire que le pegó el pelo al cráneo. De pronto se encontraba en otro sótano, todavía acelerando, en dirección a otra pared. Esperando lo peor, cerró los ojos. Pero de nuevo la atravesó, sin perder velocidad. No tardó en aprender a mantener los ojos abiertos y a bendecir el ritmo. Aparecía una pared tras otra, y las atravesaba como si fueran aire. Avanzaba a tal velocidad que veía pasar los sótanos como si fueran fotogramas de una película, hasta que las paredes dejaron de ser visibles.
Voló bajo el suelo a la velocidad de un reactor, silbando a través de la tierra, la piedra e innumerables sótanos, cisternas, túneles, pozos y, finalmente, tumbas. Porque, con la misma facilidad que si volara por el aire transparente, realizó un recorrido por todas las tumbas del mundo. Aunque estas pasaban destellando con tal rapidez que se convertían en poco más que un haz de luz plomiza, tuvo ocasión de examinarlas una por una, como si cada instante de su viaje fuera un estudio exhaustivo. Vio la cara y la ropa de los recién enterrados y reparó sin emoción en sus expresiones.
Los ojos de Peter Lake, la única parte de su rostro que tenía vida mientras captaban las imágenes aceleradas que se precipitaban por su lado, se movían como una máquina, a una velocidad sobrenatural, fijándose con precisión en cada detalle, percibiendo más de un vislumbre de los miles de millones que estaba destinado a ver. La celeridad y el ritmo de tantas vidas se combinaban en un silbido puro y misterioso, como el de un somorgujo en los bosques profundos una noche despejada y silenciosa. Yacían en todas las posiciones. Algunos no eran más que polvo; otros, los huesos ebúrneos que temen los niños, con una luminiscencia espeluznante. En interminables escenas y bufonadas, aferraban amuletos, herramientas y monedas. Estaban enterrados con iconos, fotografías, recortes de periódico, libros y flores. Algunos se hallaban envueltos en sudarios harapientos y otros en vendas. Algunos tenían cunas de seda y madera, pero eran muchos más los que yacían sin avíos en el suelo blando o de piedra. Encontró a algunos en cámaras de acero, aplastados bajo el mar, y a otros en grandes masas, arrojados unos sobre otros como leña. Se veían tantas cadenas, sogas y aros de hierro alrededor de los cuellos como perlas y oro. Eran de todas las edades: recién nacidos, guerreros con espadas todavía clavadas en el muslo, eruditos que habían tenido una muerte tranquila y sirvientes del Renacimiento con tocados rojos. Cuando pasaban disparados, dudaban un instante inconmensurable en saludarlo. Peter Lake volaba sobre las grandes legiones que formaban en la oscuridad del suelo y sus ojos seguían esforzándose para captar a los barbudos, los desdentados, los rientes y los locos, las mujeres preocupadas y las risueñas, los profundos y los que nunca habían sabido nada, los que habían vivido sobre el hielo y seguían en él, perfectamente conservados en lisas criptas blancas, y los que habían sido arrastrados por ríos calientes y perdido todo menos el minúsculo destello en el barro que delataban sus posiciones finales.
Abrió la boca de manera involuntaria, pero sus ojos continuaban mirando. Algo en su interior se negaba a dejar de honrar a cada muerto y, como si hubiera nacido para esa tarea, vio y recordó cada cráneo descarnado, cada mano blanquecina, cada ojo cavernoso.
Las tumbas del mundo pasaron junto a él a la velocidad hipnótica de los contrarritmos procedentes de los radios de una rueda en rápido movimiento. Permaneció impasible y no sintió compasión, porque estaba demasiado ocupado y sus ojos se movían veloces de un lado para otro. Había mucho que hacer. Tenía que conocerlos a todos. Y en su vuelo demencial y pasmoso no pasó por alto a nadie, sino que actuó como si hubiera nacido para tomar nota de ellos: el espía mecánico, el observador fiel, el recolector de almas, el buen obrero.
Una tarde de mediados de octubre, la luz sobre la calle Cincuenta y siete Oeste creó las condiciones perfectas que los clérigos medievales habían utilizado para explicar la noción del cielo. Virginia regresaba de un muelle del río North, adonde la habían mandado a entrevistar a un destacado exiliado político que nunca llegó, ya que lo habían sacado en secreto del barco en alta mar y obligado a volar a Washington. Disponía de varias horas antes de volver a casa para despertar de la siesta a los niños y decidió hacer algunas compras en la Quinta Avenida. Abby no se había encontrado muy bien, probablemente por el cambio de estación. La señora Solemnis le dijo que dormía profundamente y no tenía fiebre.
Virginia necesitaba un abrigo de invierno. Como era alta, hasta para una Gamely, usaba tallas grandes. Eso, sumado a su austeridad profundamente arraigada, significaba que con toda probabilidad tendría que buscar mucho para encontrar algo con cierto estilo y lo bastante abrigado para el Lago de los Coheeries. Llevaba años sin ver a su madre. Tanto Virginia como Hardesty sabían que tendrían grandes dificultades para llegar a los Coheeries y que tal vez no pudieran regresar. Hardesty estaba dispuesto, en ese caso, a convertirse en granjero y pasar los inviernos sobre unos esquís, en barcos rompehielos y recorriendo muchas millas en trineo de un pueblo a otro y de una taberna a otra. Tenían previsto ir en diciembre o en enero, si las condiciones eran propicias. Envolverían a los niños en lana, plumón y pieles y tomarían el tren a primera hora de la mañana, cuando el humo de las pocas chimeneas que quedaban en pie se elevara delgado y recto en el aire frío, como directores de funeraria esperando junto a una iglesia. Al menos esos eran sus planes. Pero, como habían hecho planes parecidos muchos inviernos y nunca habían podido partir, parecían sueños. Todos los inviernos se proponían regresar a los Coheeries, pero siempre ocurría algo que los obligaba a posponer el viaje otro año.
Al pasar por delante de Carnegie Hall, Virginia reparó en una multitud que hacía cola para entrar en un concierto y vio en varios carteles que la famosa orquesta de Canadians P. (su nombre completo) iba a tocar la Fantasía de danzas anfibológicas de Mozart. Como era muy difícil descifrar el confuso cartel, podría haber sido el Divertimento en do menor de Mozart y la Fantasía de danzas anfibológicas de Minoscrams Sampson. Eso parecía más razonable. Virginia se disponía a seguir su camino cuando, justo frente a ella, tan veloz y redonda como una bola de mercurio, la gruesa criatura de ojos achinados a la que llamaban señor Cecil Wooley subió dando botes por la escalinata de Carnegie Hall. Seguramente el quinteto de Jackson Mead no tenía en su repertorio piezas como la Fantasía de danzas anfibológicas, y el joven señor Wooley, que sentía debilidad por las formas más ligeras, debía de haberse escabullido para asistir al concierto. Su paso de colegial haciendo novillos era inequívoco. Tenía el aire de uno de esos escolares cuyos ojos van de aquí para allá en un perjurio rapsódico mientras fingen que han entrado en la sauna de las mujeres porque no han visto el letrero.
Virginia corrió hacia el vestíbulo. Cecil Mature acababa de comprar su entrada y se dirigía a los palcos cuando ella se acercó a la taquilla.
—¿Ve esa bola de grasa? —preguntó señalando a Cecil Mature justo antes de que se lo tragara una puerta—. Deme un asiento justo detrás de él.
—Señorita —dijo el vendedor—, tendría que darle la butaca cuarenta y seis del palco Q. Es la peor del teatro. A menos que su madre sea una lechuza y su padre un halcón, no verá ni oirá nada.
—¿Cómo dice? —preguntó Virginia—. ¡Hable más alto!
—Ah.
El vendedor le dio la entrada.
Ella subió a todo correr por las escaleras enmoquetadas, viendo a Cecil jadear varios tramos más arriba. Al llegar al último piso, esperó a que ocupara su asiento. Luego lo siguió y se sentó detrás de él sin que se diera cuenta. De no haber sido por media docena de policías que dormían como troncos, Virginia y Cecil habrían tenido para sí solos el palco superior. Ella bajó la vista y se llevó una mano al pecho, asustada. Desde donde estaba sentada, el escenario no era más que una galleta minúscula en forma de abanico repleta de hormigas blancas y negras.
Se apagaron las luces y Cecil Mature dio botes de alegría. A continuación abrió un pequeño envase blanco que había sacado del bolsillo del abrigo y Virginia se sintió abrumada por el olor de langosta a la cantonesa. Cuando se inició el concierto y los fagots, flautines y tambores comenzaron a tocar (al ritmo de los aplausos de los amantes de Mozart y Minoscrams Sampson, y de los policías, que daban palmadas mecánicamente en sueños), Cecil Mature empezó a comerse la langosta a la cantonesa, utilizando los dedos para llevársela a la boca y los dientes para partir el caparazón.
Virginia se dejó llevar enseguida por las tristes armonías anfibológicas. Esa música era como surcar olas suaves o cruzar en coche los Cotswolds. Levantaba y elevaba a sus oyentes con tanta delicadeza como si fueran heridos llegados de la guerra. Era una pieza muy extraña, que entusiasmó a Cecil Mature. Debía de sentir pasión por ella, pensó Virginia, como su madre por las obras de A. P. Clarissa. Con la diferencia de que Cecil era joven y un poco escandaloso, y de vez en cuando lanzaba el brazo al aire y decía: «¡Tocad esa música! ¡Tocadla! ¡Sí!».
Antes de que terminara el concierto Virginia salió al pasillo para hacerse la encontradiza con Cecil. Cuando se encendieron las luces, este dobló la esquina.
—¡Señor Cecil Wooley! —exclamó ella, como si la sorprendiera verlo y lo conociera de toda la vida.
Él se detuvo en seco, la miró con los ojos entrecerrados y apretó los dientes.
—Hola —dijo con visible incomodidad.
—Qué sorpresa que le guste Minoscrams Sampson. Es con diferencia mi compositor favorito. Vivía no muy lejos de donde crecí, en un gran molino de viento a orillas del lago, y todos los días…
Antes de que Cecil se diera cuenta, ella lo había capturado y tiraba de él por la calle Cincuenta y siete Este. El joven no tuvo ocasión de alegar que debía volver a casa (o adondequiera que tuviera que ir) porque ella parloteaba sobre esto y aquello, sin soltarle el brazo. En realidad se sentía muy orgulloso de que lo vieran con una belleza tan alta, de modo que Virginia podría haberlo llevado a donde hubiera querido. Estaba ruborizado y parpadeaba con orgullo y vergüenza. Era como una cita. Todos los ejecutivos que volvían a casa al anochecer lo verían y, puesto que la calle Cincuenta y siete era el lugar adecuado para dejarse ver, ¿qué podría ser mejor? Pensando que tal vez los tomaran por marido y mujer, se estremeció de placer.
Virginia chasqueó los dedos.
—¡Ya lo sé! —exclamó en respuesta a una pregunta que no había sido formulada—. Tomemos una soda con helado en el bar del hotel Lenore. Hacen una crema de chocolate con jengibre especial que a mis hijos les encanta. Quizá quiera probarla.
Cecil se detuvo en seco y sacudió la cabeza de lado a lado.
—¿Qué ocurre, señor Wooley?
—No puedo —respondió con solemnidad.
—¿No puede qué?
—No puedo. Tenemos prohibido ir a bares, tomar soda con helado, comer chocolate, hablar con desconocidos y pasar la noche fuera del barco.
—¿Quién lo ha dicho?
—Jackson Mead.
—¿Tiene que enterarse? —preguntó Virginia.
—Yo no podría…
El hotel Lenore tenía un bar muy elegante al que quienes no sabían qué hacer iban para sentirse importantes, pero servían las mejores sodas con helado.
—Mira esa dama tan bonita con esa bola de ojos achinados —cuchicheó un camarero al otro—. ¿Qué hace un bombón como ese con una pelota de goma como él?
—No lo sé. A algunas damas les gusta acompañar la carne con una ensalada loca, tú ya me entiendes.
Puesto que, encaramado a un taburete de la barra, Cecil parecía una esfera conmemorativa en lo alto de una columna de la victoria, lo que arquitectónicamente era correcto, irradiaba una confianza que de otro modo no habría poseído. Aun así estaba terriblemente nervioso.
—Dos sodas con crema de chocolate y jengibre —pidió Virginia—, y sed muy, muy generosos con el ingrediente especial. —El ingrediente especial era ron.
Una soda de sesenta y cinco dólares debe servirse sin demora, y allí estaban las dos, por valor de ciento treinta dólares, grandes como baldes, en vasos de Baccarat con cucharas de platino y pajitas de oro. Cecil estaba fuera de sí. Dio las gracias a Virginia y cogió la pajita, pero después de sorber se volvió hacia ella y dijo:
—Está bueno, muy bueno, pero lleva algo que me recuerda a la tetrahidrozolina.
—Es el jengibre —dijo Virginia, y se llevó la pajita de oro a sus encantadores labios.
Al principio Cecil titubeó, pero enseguida se puso a ello. Mientras Virginia daba pequeños sorbitos de abeja al chocolate helado, Cecil habría resultado útil cuando Mussolini secó las lagunas Pontinas. Como una bomba rotativa de primera clase, zumbó con el placer del trabajo y, aunque los vasos de Baccarat en los que el Lenore servía las sodas disponían de un sistema especial para impedir los ruidos de succión cuando se llegaba al fondo, la velocidad de Cecil puso en tela de juicio su diseño y los sorbos finales sonaron como una lluvia de piedra pómez volcánica. Se reclinó un poco y volvió sus ojos vidriosos hacia Virginia. Había vaciado casi un galón en cinco minutos, pero era el cuarto de ron lo que le había vidriado los ojos. Virginia lo tenía a su merced.
Los sorbitos de abeja habían dejado a Virginia una mirada confusa y benéfica. Estaba lo bastante desconectada del resto del mundo para mirar a Cecil a los ojos y sonsacarle lo que él estuviera dispuesto a contar, aunque en realidad no lo miró a los ojos, ya que verlos era más difícil de lo que habría sido ver qué leían los soldados de una escuadra de ametralladora enemiga dentro de sus casamatas.
—Había algo en esa soda, ¿verdad? —preguntó él con tono acusador.
—Un cuarto de galón de ron.
—Un cuarto y medio —corrigió el camarero al pasar.
—¡Dios! —exclamó Cecil, furioso por un momento—. ¿Por qué lo ha hecho? —Golpeó el aire con un puño—. No importa. No hay adiós, no hay adioses.
—¿Qué significa eso? —preguntó Virginia.
—No lo sé. Antes tomaba a veces una copa de vino, o un vaso de cerveza, con la cena. Descubrí que me ayudaba a apreciar la comida, me limpiaba el paladar, facilitaba la digestión y me emborrachaba. ¡Pero esto! No sé qué voy a hacer. ¿Cuánto tarda en desaparecer el efecto de un cuarto y medio de ron?
—Media hora.
—Vaya, no está mal. El problema es que me siento muy vulnerable. ¿Y si entra Pearly? Peter Lake no está aquí para protegerme. —Se le empañaron los ojos y torció la boca en una expresión insondable de tristeza primordial.
—¿Quién es Peter Lake? —quiso saber Virginia. El nombre le sonaba vagamente.
A Cecil le cayeron lágrimas por las mejillas y tardó unos minutos en recuperar el control.
—Recuerdo aquellos tiempos —dijo—. Vivíamos en depósitos de agua y en los tejados. A veces nos contrataban con nombres falsos y trabajábamos en una forja o un taller de máquinas. No había quien nos igualara. Mootfowl sabe más de máquinas que nadie en el mundo y él nos enseñó. Trabajábamos cuando queríamos. Yo hacía algún tatuaje de vez en cuando y llevábamos todas nuestras pertenencias en pequeños macutos. El tiempo era excelente. Siempre cielos despejados. Y si llovía, íbamos a ver a una de las novias de Peter Lake. Íbamos mucho a casa de Minnie. Yo siempre dormía en la otra habitación y oía chirriar los muelles cuando Peter Lake y Minnie estaban en la cama. No me importaba. Si me daba demasiada envidia me iba al mercado. Cuando regresaba y me ponía a cocinar, ellos ya habían terminado, y nos sentábamos a la mesa y comíamos calabazas. Sabía cocinar muy bien las calabazas.
»Por mí habríamos comido siempre calabazas, pero Peter Lake quería rosbif, pato y cerveza, de modo que íbamos a casas de comidas. Así empezaron los problemas, cuando Pearly le tiró la manzana.
Oír todo eso llenó de confusión a Virginia. No sonaba actual. Y aunque Cecil no era más que un adolescente, lo que contaba tenía visos de ser cierto. Ella quería averiguar más pero, cuando estaba a punto de hacerle otra pregunta, los lacayos uniformados del Lenore abrieron de par en par las puertas y apareció Craig Binky seguido de un gran séquito de parásitos y aduladores.
Hicieron su entrada como si siguieran acotaciones operísticas: «Por la izquierda del escenario entran Craig Binky y un grupo de jóvenes granujas aristocráticos que regresan de la cacería, con el rostro colorado de euforia».
Rodeando a Virginia y a Cecil, ocuparon los taburetes y las banquetas más cercanos y empezaron a pedir en francés todos los platos de doscientos cincuenta dólares y todas las bebidas de ciento cincuenta.
—Le dije al primer ministro: Lo que necesita su país es el toque binky —declamó Craig Binky sin dirigirse a nadie en particular—. Con más de quinientos millones de personas, sin recursos naturales y con una renta per cápita de treinta y cinco dólares al año, es posible que despierte una mañana y se encuentre en un buen apuro.
»¡Ahí estaba yo, Craig Binky, hablando con el líder de todos esos millones! ¿Y sabéis qué quiso saber? Os lo diré. Se mostró interesadísimo en que le dijera cómo abrir una cuenta numerada en Zurich. ¡Es increíble! Ese hombre es un santo. ¡Con todos los problemas internos de su país, y quería ayudar a la pequeña Suiza!
Virginia tiró de Cecil hasta que lo sacó del Lenore. No fue fácil, y él continuó hablando aunque ella no lo oyera. Solo cuando lo tuvo en la acera retomó Virginia el hilo de la confesión de Cecil.
—… y como era así, tuve que irme. Luego él desapareció. Fue una sorpresa para todos, ya que Jackson Mead creía que ese iba a ser el arcoíris eterno, el auténtico arcoíris que no tenía final. Y entonces él y el caballo se esfumaron. Les dije que Peter Lake conocía la ciudad mejor que nadie. Si quería mantenerse escondido, podría hacerlo todo el tiempo que quisiera.
»Y ahora es inútil, sin él… Supongo que aún no ha llegado el momento. —Y añadió, sin lágrimas pero con certeza—: Le quería. Era como un hermano para mí. Me protegía. Y nunca supo quién era.
Hardesty observó cómo la niebla llegaba con un viento sibilante que la arrastraba en forma de cintas blancas y separaba las masas silenciosas de las que eran arrancadas. Como San Francisco está rodeado de frío mar, cuando los vientos oceánicos deciden soterrar la ciudad y reclamarla para el Pacífico Norte, lo hacen sin desafíos y la arrojan a una inconsciencia de cielo azul, bruma blanca y líneas silenciosamente trazadas por el viento a través de la bahía.
Desde la habitación de hotel de la planta cincuenta, abarcaba su ciudad natal casi por entero. Alcanzaba a ver su casa de Presidio Heights, la más alta de los alrededores, blanca como un glaciar, con la torre del gabinete bien visible contra los bosques verdes de detrás. Cuando la niebla la apresó, la dejó alta y seca, o la hizo flotar sobre la marea blanca de modo que pareciera una casa en el aire, Hardesty se preguntó si las suaves nubes que dividían el espacio y el tiempo también serían compasivas y le permitirían verse sentado con su padre a la larga mesa de madera, pasando las páginas de un viejo libro mientras él le explicaba sus complejidades. Esos sucesos que han quedado atrás y que son los cimientos de nuestra vida han de estar en alguna parte, pensó. Deben de ser recuperables, aunque solo sea en un mundo perfecto. Qué justo sería si, como recompensa final, nos convirtiéramos en dueños del tiempo y nuestros seres amados pudieran volver a la vida no solo en nuestra memoria, sino en carne y hueso. En la torre se encendió una luz que brilló brevemente en la oscuridad antes de que la niebla engullera la casa de los Marratta para toda la noche. Hardesty sintió añoranza y pesar, porque sospechaba que en la luz que había parpadeado entre la niebla había una presencia viva y libre de las restricciones del tiempo.
Cuando Jackson Mead había hablado del «arcoíris eterno», Hardesty se sintió transportado al pasado y solo pudo pensar en el Pacífico y en los bosques empapados de niebla que daban a él. Intuía que la respuesta al enigma de Jackson Mead estaba entre los pinos de Presidio, donde había pasado la mitad de su niñez como si viviera en una cordillera aislada en lugar de una ciudad. Había reservado un vuelo y una habitación para buscar ayuda en su pasado. Salvo una breve visita a la tumba de su padre (donde seguro que no encontraría a Evan), se quedaría en San Francisco el tiempo justo para regresar a Presidio y ver si de esa forma lograba descifrar dos de las palabras de Jackson Mead.
Al día siguiente cruzó la ciudad en dirección norte bajo un sol radiante, hasta que este desapareció en los bosques que tan bien conocía y la niebla se precipitó entre los árboles como un ejército de hechiceros de cabello blanco. La niebla siseaba y cantaba con un sonido metálico de arpas disonantes. Las sombras y la neblina lo aislaron del mundo, y se encontró en un bosquecillo aparentemente interminable de árboles delicados. Avanzó en sentido contrario al curso de la niebla hasta que dejó de ver los árboles y el suelo. Después de atravesar un tramo de brezo blando, se dio cuenta de que estaba al borde de un acantilado que se alzaba sobre el mar. El viento era blanco y, aunque Hardesty sabía dónde estaba por el sonido y las salpicaduras de agua, no veía nada. El mar se volvió tan estruendoso que tuvo que arrodillarse para no perder el equilibrio. Los aullidos del viento lo empujaron hacia la tierra como si lo azotaran las olas. El suelo plano parecía dar vueltas en el aire, y se agarró con fuerza a la vegetación, apretándose contra la arena y el brezo. Parecía un lugar seguro y, oculto por la niebla, combatió el aturdimiento y el cansancio con el sueño.
Hardesty Marratta había estado en el cielo bastantes veces en sus sueños, porque estos eran una combinación de todos los cuadros pintados por Brueghel, con colores sobrenaturales e intensos que daban giros de trescientos sesenta grados. Pero esos sueños, que sin duda no eran obra de aficionado, quedaron eclipsados cuando se elevó en silencio. Durante un rato no vio nada, pero luego la niebla se desvaneció y el aire se volvió tan transparente como el éter. Hardesty se encontró en una casa de madera y cristal, muy por encima de un lago azul. Al principio no sabía adónde ir ni qué hacer, pero enseguida se acercó una mujer que se deslizó hasta él —en realidad voló—, una mujer cuyo cabello era grácil y dúctil al viento, como si estuviera hecho de aire y movimiento. Tendió las manos hacia él y lo condujo a través de la luz dorada, caminando de lado (pero sin tocar el suelo), hasta una terraza alta con vistas al lago azul, que no era tanto un lago como un efecto de la luz. Parecía envolverlos en una cúpula de azur liviano que se extendía hasta el horizonte y estaba llena de una luz diferente de la suya, una luz repleta de oro y plata, etérea, cálida y cegadora. Hardesty asía las manos de la mujer que flotaba ante él sonriendo, y trató de reconocerla y de memorizar sus facciones, pero ella no le dejaba. La mujer le anulaba la vista con sus ojos. A diferencia de cuanto él había visto, eran líquidos, eléctricos, brillantes, de un azul absoluto, y ella lo tenía paralizado mientras lo penetraban como rayos, abrasando y enfriando al mismo tiempo.
Se despertó en Presidio, en la creciente oscuridad del atardecer, tumbado bajo una fría llovizna. La niebla se había desgarrado con la lluvia y ahora se veía el mar abajo, sus grandes olas grises, oscuras y sucias. Agotado y dolorido, se sentía como si fuera un par de ojos transportados por huesos.
De regreso a la ciudad pasó, chorreando, bajo el puente de Golden Gate. La zona de las cabinas de peaje estaba congestionada por el tráfico que se dirigía al norte, y el puente era una curva de brillantes ojos rojos que ascendía suavemente. Estaba todo tan oscuro, mojado y difuminado como Manhattan en una tarde de principios de invierno tras un día de lluvia y aguanieve.
Justo al este de las cabinas encontró un pequeño parque abandonado. En el centro de un espacio con suelo de losas había una cabeza de bronce sobre un pedestal. Hardesty estaba tan agotado que se apoyó en ella. Le pareció que no era un lugar apropiado para una estatua, ya que tanto el parque como el monumento conmemorativo eran prácticamente inaccesibles al público, y lo rodeó para ver a quién estaba dedicado. Pese a la oscuridad, logró leer una inscripción.
JOSEPH B. STRAUSS 1870-1938
Se saltó un párrafo de letras más menudas para fijarse en la línea que había debajo:
INGENIERO JEFE DEL PUENTE DE GOLDEN GATE
1929-1937
A continuación regresó al párrafo de letras pequeñas y leyó una inscripción en bronce que había permanecido allí, paciente e inmutable, la mayor parte del siglo. Hardesty no se había equivocado. La había visto antes. Y de pronto, incluso en la penumbra, el bronce deslustrado pareció brillar como el sol:
AQUÍ, EN EL GOLDEN GATE,
SE HALLA EL ARCOÍRIS ETERNO QUE ÉL CONCIBIÓ
Y CONFORMÓ. TODA UNA PROMESA
DE QUE LA ESPECIE HUMANA PERDURARÁ
A LO LARGO DE LOS SIGLOS.
Como un paracaidista a punto de saltar, Hardesty cerró los ojos un instante. Luego los abrió y, con una contenida sonrisa irónica, alzó la mirada hacia la de Jackson Mead, quien había permanecido en la bruma y la neblina todo el tiempo, mirando hacia San Francisco desde hacía más de sesenta años. Hardesty estaba seguro de que en otros lugares había otras estatuas con otros nombres, pero con la misma mirada trascendente.
En una de las salas del museo, adonde Hardesty había ido a primera hora de la mañana para ver a Jackson Mead, colgaba un cuadro enorme que representaba a unos científicos trabajando en la corte de Federico el Grande, quien posaba en actitud heroica con un abrigo negro y gris en medio de varios hombres y un complejo instrumental de laboratorio.
Cuando un secretario le dijo que podía entrar, recorrió un largo pasillo con el suelo y las paredes de esa piedra beis pulida que a menudo encuentra sitio en los museos. Envanecido durante días, de pronto se sentía como si acudiera a una audiencia con Federico el Grande, y se sorprendió bastante al pensar que, de hecho, bien podría haber sido así. Ni Mootfowl ni el señor Cecil Wooley estaban presentes, y los caballetes y los cuadros habían desaparecido. Jackson Mead estaba sentado en una sencilla silla de madera y anea, lejos de su escritorio. Bajo la luz de marzo artificial, fumando una pipa de tabaco con sabor a cereza, parecía meditabundo y afable. Lo invitó a sentarse con un gesto. Una vez instalado cómodamente en un sofá de terciopelo arrugado gris, Hardesty sacó su pipa, la encendió y empezó a dar caladas en silencio.
Al cabo de un rato Jackson Mead bajó la mirada hacia el suelo.
—A veces me desanimo mucho. —Y siguió fumando como si no hubiera hablado.
—¿De veras?
—No lo sabe usted bien. Me desanimo muchísimo. No es fácil dirigir estos grandes proyectos. Es como mantener unido un imperio. Sin un equilibrio perfecto entre arte, pasión y suerte, todos los elementos tienden a volar a su aire. Luego está la oposición. Al parecer siempre me persigue algún elitista erróneamente magnánimo que se ha propuesto proteger de mí y de mi trabajo a personas que tiene la certeza de que estarán siempre por debajo de él, o camarillas de autodenominados intelectuales que llevan décadas rumiando una bola de pelo marxista que ha convertido su pensamiento en bilis.
»Por ejemplo, su amigo Praeger de Pinto, que tan pocas posibilidades tiene de ser alcalde, parece estar centrando su campaña en mí. ¿Por qué no me deja tranquilo? No voy a hacer nada que perjudique a su rebaño.
—Praeger no es uno de los elitistas de los que usted habla —afirmó Hardesty—. Es el hombre más igualitario que he conocido.
—Entonces es marxista.
—Por supuesto que no. Los marxistas son personas a las que se les revuelven las tripas día tras día porque quieren gobernar el mundo y nadie publica siquiera sus cartas al director. Praeger es el director. Además, creció en la ciudad de los pobres. Sabe usted tan bien como yo que en este país el marxismo es una pasión religiosa de la clase media.
—Entonces, ¿por qué está tan decidido a acosarme? ¿Cuál de sus principios exige que fisgonee en mis asuntos? Ninguna ciudad o civilización puede ser gobernada por sus críticos. Los críticos no son capaces de construir ni de explorar. Lo único que hacen en realidad es decir sí o no… y embrollarlo todo. (No los críticos literarios, por supuesto. A ellos solo los superan los ángeles).
—No lo mueve a acosarlo ninguno de sus principios. Va tras usted porque está intrigado, eso es todo.
Jackson Mead suspiró.
—Al final satisfaré su curiosidad, pero necesito tiempo para poner las cosas en su sitio. Es mi única oportunidad.
—Lo sé —dijo Hardesty—. Hay que terminar las líneas ferroviarias procedentes de las regiones productoras de acero. Hay que construir muelles y áreas de carga. Hay que montar y trasladar los depósitos de herramientas y aleaciones.
Jackson Mead se quitó la pipa de la boca. Se preguntó si eso era todo lo que sabía Hardesty e imaginó que sí. Pero este continuó. Arrellanado en el sofá de terciopelo, su pelo brillaba bajo el simulacro de luz diurna.
—Tiene que recibir críticas y movilizar sabe Dios a cuánta gente. Tiene que quitar de en medio fábricas, viviendas y edificios comerciales. Entonces podrá empezar a poner los cimientos. Ha de estar todo a punto antes de que construya ese puente, señor Mead, porque ese arcoíris eterno enfurecerá a la ciudad, y es que lo que se propone hacer es mucho más grande que cuanto ha existido jamás, y sabe muy bien que a nadie le gusta que le hagan sentirse pequeño ni que le dejen atrás mientras alguien como usted construye esa bisagra al futuro. En los viejos tiempos quemaban los molinos y torturaban a sus filósofos naturales. Actualmente creen que es su deber maniatar a los constructores y humillarlos con el olor de la tierra, y por si fuera poco les encanta.
—¡Los odio! —gritó Jackson Mead, que se irguió cuan alto era y comenzó a pasearse por la habitación—. No entienden que tenemos un mandato. No puedo negarme a construir esas cosas: es mi deber. Todos los motores, puentes y ciudades que levantamos no son nada en sí mismos. Solo son señales en lo que creemos que es el tiempo, como las separaciones de las notas musicales. ¿Por qué se resiste tanto la gente? Son símbolos y productos de la imaginación, que es la fuerza que asegura la justicia y el impulso histórico en un mundo imperfecto, porque sin imaginación no tendríamos los medios para desafiar la certeza y nunca podríamos superarnos a nosotros mismos. ¡Pero mire! Ya hemos puesto en movimiento las ruedas. Su avance nos impulsa hacia delante en igual proporción y, cuando se eleven, nosotros también nos elevaremos. Semejante elevación, señor Marratta, señalará el fin de la historia tal como la conocemos y el comienzo de la era que la imaginación ha conocido desde el principio. Las máquinas también desafían la certeza. No deberían poder moverse. Pero se mueven. Giran y se mueven y nunca paran…, siempre hay un motor en marcha en alguna parte, como generaciones de corazones de plata que mantienen la fe del mundo y avivan la imaginación en su continua y espléndida rebelión.
—Pero ¿qué hay del corazón de verdad —preguntó Hardesty— de quienes se interponen en su camino? No hay nada más espléndido que lo que puede ocurrir en esos humildes corazones, el menos noble de los cuales es capaz de construir un millar de puentes en un millar de puertos.
—En sus corazones está el potencial de tender un millar de puentes. En el mío está la realidad de uno solo. ¿Qué es más meritorio?
—El mundo necesita a ambos en la misma medida.
—No lo niego. El camino de ellos tal vez sea más justo que el nuestro. A fin de cuentas, soy su servidor. Pero para serlo debo ser primero su maestro. Además, no tengo elección en este asunto. Todo ha ocurrido antes. Ellos y yo lucharemos como perros, pero al final triunfaré yo. El camino más arduo triunfa, porque los huesos del mundo están hechos de piedra y acero. —Dejó de pasearse y se plantó ante Hardesty. De sus pipas se elevaban columnas parejas de humo blanco—. ¿Cómo se ha enterado?
—Muchos estuvimos cuatro meses investigando, pero al final vimos la luz de forma fortuita. Encontré la estatua de Joseph Strauss, el ingeniero jefe del puente de Golden Gate, y cuando lo miré a los ojos usted me sostuvo la mirada.
—Una coincidencia. Conocí a Strauss. Nos parecemos, aunque el parecido no era tan grande cuando yo era más joven.
—Aun así, logré comprender a qué se refería al hablar del arcoíris eterno.
—¿Lo saben los demás?
—No.
—¿Y de parte de quién está usted? ¿Está con Praeger de Pinto o conmigo?
—No lo sé. En este momento las cosas parecen estar equilibradas, y me inclino a dejarlas así. Me gustaría saber qué hay a bordo de ese barco que tiene usted fondeado.
—Las herramientas y el material para construir el puente.
—Supongo que no son convencionales.
—No se equivoca.
—¿Cómo lo llamarán?
—El nombre no es importante, pero lo llamaremos el puente de Battery.