Una muy breve historia de las nubes

Mucho antes incluso del primer milenio, cuando las islas y las bahías que se convertirían en la ciudad estaban todavía deshabitadas, el muro de nubes irrumpió desde el mar e intentó llevarse los prados, los bosques y las colinas. Un otoño singularmente espléndido fue la causa de esa prematura agitación, porque las hojas mostraban dorados y rojos tan perfectos, y la luz que se reflejaba en el agua o desde los nubarrones de panza violeta era tan pura, que el muro blanco se desplazó sin discreción para capturar la luminosidad otoñal. Pero como no era el momento oportuno, como la física sola no bastaba y la belleza no era lo único que contaba, los prados, los bosques y las colinas no se movieron.

Menos propenso a los errores de sus inicios, y pertrechado de la noción de que la justicia necesaria para forjar la entrada a una nueva era habría de proceder de los asuntos del corazón humano, el muro de nubes corrió un mes de agosto hasta un puerto repleto de mástiles y velas. En los muelles y las calles se produjeron pías hazañas, y la justicia fue debidamente respetada. Pero las máquinas eran demasiado jóvenes y aún no estaban en su sitio. Seguían montadas sobre soportes de madera y su hierro forjado toscamente no podía hender el cielo.

En la era del jazz, cuando el vapor y el acero podrían haber cumplido las promesas de poder que encerraba el hierro, el muro llegó como un león furioso una mañana de invierno en que se arrojaba nieve al puerto y la niebla se alzaba preparándose para las imponentes columnas de humo y nubes. Pero las circunstancias resultaron inciertas, muchos elementos estaban fuera de lugar y la ciudad siguió firmemente arraigada, como si nunca fuera a elevarse.

Solo en los albores del tercer milenio, cuando los crudos inviernos regresaron como en la breve era glacial que sorprendió a los cazadores en la nieve, el muro se abrió y se elevó, y las bahías y los ríos se volvieron de oro brillante. Fue una obra maestra de precisión. El coro de las máquinas había sido afinado para gritar a través de las épocas. Las formas en que se presentaba la justicia sorprendían por su humildad, y sin embargo eran fundamentales para los principios que unen este mundo. Y en los albores del tercer milenio, durante esos años de inviernos implacables, surgió por fin el hombre justo.