La era de las máquinas

La primavera en Nueva York a menudo es dura e inclemente, cuando a los períodos agradables de tiempo casi estival les suceden tormentas de aguanieve que duran diez días. Para los indigentes es con diferencia la estación más difícil, aunque solo sea por los frecuentes chaparrones y los vientos rebeldes. Tras las desesperadas batallas del invierno, en las que pueden morir en menos de una hora si se encuentran donde no deben, la perspectiva de la muerte lenta de abril, mientras las plantas reverdecen, es como la de perecer el último día de una guerra. Al igual que los estudiantes, los hombres de la calle se gradúan en junio, y luego el verano cuida de ellos.

Peter Lake no pudo reflexionar sobre su dilema hasta junio. Después de salir del hospital, tuvo que luchar únicamente por sobrevivir durante el invierno. Vivió varios meses en los túneles del metro, durmiendo cerca de cañerías calientes y construyendo madrigueras al lado de personas con las que no cruzaba jamás una palabra. La mayoría estaban locas y todas tenían miedo: miedo de que un tren las partiera en dos, de que las atacaran ratas grandes como perros o de toparse con algún lunático cuyo malhumor se inflamara fácilmente. Comer no era ni difícil ni desagradable, ya que los cubos de la basura de los restaurantes contenían siempre sobras más que suficientes no solo para los perros y los gatos. Peter Lake optaba por ese recurso a veces, los días de temperaturas bajo cero en los que no podía conseguir comida lavando platos o experimentando súbitas oleadas de piedad ante instituciones religiosas con comedores sociales. Pronto descubrió que los trabajadores de las cocinas y los repartidores de las panaderías industriales siempre estaban dispuestos a darle una zanahoria o un panecillo si se llevaba su poderosa e inquietante presencia a otra parte. Las palomas no eran un alimento saludable, pero podían asarse encendiendo un fuego en un cubo de basura, y había organizaciones benéficas que de vez en cuando ofrecían una ducha, pavo para cenar y una cama donde pasar la noche.

Habría podido buscar un empleo, pero no tenía tiempo. Estaba ocupadísimo sin hacer nada de nada, y si se hubiera relajado un solo instante lo habrían invadido de inmediato su obsesión y frustración. No le atraía ni le tranquilizaba la idea de trabajar, y decidió que no buscaría un empleo hasta que tuviera alguna idea de quién era, o hasta que alguna pasión se apoderara de él y ya no le hiciera falta averiguarlo.

Superada la desesperación, a finales de mayo y comienzos de junio empezó a recorrer la ciudad para ver qué recordaba y observar los cambios que se habían producido. Casi todo era cristal y acero. Los edificios le parecían ataúdes más que edificios; las ventanas no se abrían, y algunos ni siquiera tenían. Su exagerada y desangelada altura convertía las calles en hilillos finos que se entrelazaban formando un laberinto oscuro. Solo por la noche se redimían, y únicamente desde lejos, cuando, una vez desaparecidos su misterio, su inaccesibilidad y su arrogancia, bañaban la ciudad de luz y resplandecían como catedrales con vidrieras con la cara interior colocada hacia fuera. Agobiado por el tamaño y la potencia de la arquitectura de la ciudad, descubrió una serie de lugares santos (solo uno era una iglesia) a los que acudía una y otra vez. Percibiendo en ellos lo que consideraba los restos de la verdad, regresaba a ciertos tejados y callejones del mismo modo que los relámpagos caen repetidas veces sobre las altas torres de acero en un pulso entre la pertinacia y la velocidad.

El primero de esos lugares era la catedral del Mar, que contenía campos interminables de vidrieras azules como el océano. Estudiaba la luz que creaba la ilusión de olas y agua, y la luz de los ojos y el rostro de las figuras representadas a bordo de barcos y botes. El poder del espectro aumentaba peligrosamente cuando se entretejía en las imágenes de los destrozados y los redimidos, los obstinados, los que luchaban, los inquebrantables, los que habían visto algo grandioso. Los rayos de esas delicadas luces y cuadros se unían para extenderse sobre el amplio suelo de la catedral y representar el mar bajo una hilera de miniaturas de barcos dentro de vitrinas. Las maquetas de barco a menudo atraían a Peter Lake hacia el interior de la catedral, aunque ignoraba por qué. Le parecían infinitamente conmovedoras y llenas de significado, como si la vida real de las embarcaciones estuviera concentrada y encerrada dentro del vidrio, esperando a que la dejaran salir. Aunque las magistrales ventanas y los barquitos de la catedral del Mar estaban inmóviles, a Peter Lake siempre le parecía que se movían. Las naves surcaban el cristal, las ballenas se elevaban en el aire, el corazón de los marineros palpitaba y las proas estaban mojadas por la espuma.

El segundo era el callejón del Petipas, donde la niña había corrido hacia sus brazos. Acudió allí muchas veces durante los días siguientes, con la esperanza de encontrar al mismo grupo de gente. Pero el patio estaba vacío u ocupado por otras personas, normalmente bulliciosas, que bebían mucho y no se fijaban en él. La cerca de hierro forjado se convirtió en algo sagrado que besaba y tocaba. Al aferrarse a ella se sentía mejor, y la primera vez que volvió al patio y lo encontró vacío, cerró los ojos y confió en que todo fuera un sueño y que, cuando despertara, no se encontrara mirando desde fuera, sino entre ellos, cansado y un poco achispado, cenando en una noche de verano atrapada en el ámbar del tiempo. Qué grato habría sido descubrir que era el dueño de una tienda de ropa, un empleado de ferrocarril, un abogado o un corredor de seguros, y que estaba en el Petipas, un siglo atrás, con su mujer y su familia. Ojalá pudiera regresar a ellas, a una casa de madera oscura en la ciudad, con fuegos amistosos y un jardín, a las tristes sirenas de los ferris y a la sensación de que el futuro sería tranquilo, infinito y verde, en lugar de a algo reprimido de cristal y acero sofocantes. Guardaría el sueño en la memoria y enmendaría los malos hábitos que lo habían arrojado a él. Recordando que se había sentido muy perdido en el tiempo, haría buenas obras y se mostraría eternamente agradecido por haber regresado. Cuando se aferró al hierro y cerró los ojos, confió en aparecer al otro lado. Por supuesto, eso no ocurrió.

Había pequeños santuarios y lugares olvidados que eran para Peter Lake como los altares junto a las carreteras de los Alpes: una vieja puerta perdida en la penumbra con la pintura desconchada, un cementerio encajonado entre edificios monstruosos (aunque cien mil personas pasaran por delante en un día, lo más probable era que ni una sola volviera la cabeza para mirar o titubeara al leer una inscripción o un nombre), jardines secretos, fachadas, vistas significativas de calles que se retorcían de manera extraña, lugares que parecían albergar una presencia invisible.

El último y mejor de esos lugares era una casa de vecinos construida entre 1879 y 1901 que seguía en pie en Five Points. Era la clase de lugar cuyo interior nunca ha visto ni sería capaz de describir ningún miembro respetable, culto y perspicaz de la clase media. Porque ningún hombre respetable, culto y perspicaz de la clase media ha entrado jamás en un sitio así y salido con vida. Sus moradores envidiaban a las ratas que vivían en túneles. No tenían luz, calefacción ni agua, y en el vestíbulo había siempre un hombre furioso con un cuchillo en la mano.

Peter Lake entró un día, subió por las escaleras y abrió de par en par la puerta desvencijada que conducía al tejado. Volvería una docena de veces, sin saber por qué. Subió por la rampa que formaba el techo de la caja de la escalera e inspeccionó las chimeneas. Los tubos redondos que antaño eran los conductos de salida de humos no se utilizaban desde hacía una década o más. ¿Qué había de la chimenea…, de la chimenea de verdad? Llevaba un tercio de siglo cegada, y la argamasa entre los ladrillos estaba suelta como arena arrancada por el viento. Miró dentro del pozo abandonado y no vio nada, pero se sintió casi abrumado por el dulce olor a pino. Al elevarse por el hueco de oscuridad, el aire fragante transportaba sensaciones y anécdotas de muchos veranos olvidados hacía tiempo. Ese pozo con su inesperado aire fresco era una cripta de la memoria. A Peter Lake le reconfortó saber que los fuegos del momento tenían ecos azules y fantasmales que se prolongaban hasta surgir en otra época. Y le hizo retroceder en el tiempo de tal modo que tuvo que abrazarse a la chimenea medio desintegrada para no perderse y caer rodando por el tejado. En aquel entonces había menos edificios, y mucho más campo y bosque. Morningside Heights era una granja y Central Park una parte del norte del estado que se había insertado en Manhattan como un cajón en un escritorio. Los edificios a menudo tenían vestíbulos altos y resonantes que recordaban las grandes distancias que se extendían no lejos de allí y en las fronteras. Al ser construcciones de espacio, madera y piedra, eran retratos y parodias de las tierras vírgenes. Había sido bueno vivir en aquella época. Se podía dejar la puerta abierta. (Peter Lake no tenía forma de saber que había sido ladrón, del mismo modo que no tenía forma de saber que, aun así, había sido completamente honrado). Siempre olía a fuego de leña de pino en invierno y la nieve no se ensuciaba.

Sin embargo, no todo era fácil, como comprendió al darse cuenta de que en parte se aferraba a la chimenea porque el simple acto de mirar el tejado le producía un dolor inexplicable. Tal vez si hubiera leído la historia de las casas de vecinos construidas entre 1879 y 1901 habría encontrado alguna alusión de pasada a la multitud de tísicos que se refugiaban en los tejados, donde formaban una ciudad aparte, más elevada, y habría empezado a preguntarse quién era él. O tal vez no, porque le quedaba un largo camino que recorrer.

Su existencia no carecía de compensaciones, y disfrutaba de momentos de euforia y descubrimiento que pocas de las personas asentadas a las que envidiaba llegarían a experimentar. La desesperación es la mitad inferior de algo que, para caer en picado, ha de ascender. Las calles de Nueva York y algunas salas de sus venerables asilos estaban abarrotadas de personas que, pese a estar totalmente desamparadas, vivían episodios de gloria en comparación con los cuales la trayectoria de Alejandro el Grande habría parecido una jornada de trabajo de un oficinista. Peter Lake se encendía continuamente, al estilo de los petardos, con entusiasmos dorados que lo llevaban a danzar por la calle. Nadie se daba cuenta. A nadie le importaba. En las calles siempre había vagabundos bailando, cantando, declamando, gritando que habían encontrado la verdad. Y ni uno de ellos había pronunciado nunca nada más que los incoherentes sonetos de la locura. «¡Chester Mackintosh! ¡Chester Mackintosh! ¡Chester Mackintosh hizo con las flores lo que Hilda con la luna! Pasad a la colmena y haced conmigo lo que hizo el sinvergüenza que se arrastraba veraneando dentro del cuello del gato. ¿Quién?», recitaba una de esas personas… a un buzón. Las discusiones y las contraproclamaciones estimuladas por pósters eran legendarias, y siempre se dirigían al póster como «tú». A menudo los hombres de la calle se mostraban altaneros o amenazadores con los parquímetros, a los que trataban como a aprendices o siervos de la clase más baja. Pero a veces, en el punto álgido de esos enardecimientos enloquecidos, la suerte les sonreía. Eso le ocurrió a Peter Lake.

Poco después de presentarse como una aparición en el Petipas, paseaba una tarde espléndida, raudo y brillante como una bengala, amo del mundo vestido con andrajos y harapos, eufórico, benevolente, hasta operístico. Llegó a unos paneles de cristal como de invernadero junto a los que había en la acera un parapeto al que los colegiales se subían a menudo para contemplar cómo la antigua maquinaria del Sun brillaba y temblaba cumpliendo con su cometido. Peter Lake se apoyó como un rey en la barandilla vacía y miró el interior. El espectáculo de las zumbantes máquinas autónomas actuó nada menos que como un cohete acelerador de su delirio ya llameante. Pero hizo más que eso, porque convirtió su euforia gratuita en algo real. De inmediato supo que su optimismo había sido ilusorio y que de pronto, por puro azar, tenía un fundamento. Allí, justo delante de él, estaban las máquinas, escupiendo y tosiendo como bebés, agitándose como cien cazos de agua hirviendo, girando y desplazándose con dedicada concentración. Allí, por fin, había algo que conocía y de lo que estaba seguro.

Dos mecánicos agobiados y deprimidos cruzaron la galería de abajo. Llevaban entre los dos una vara de acero recién engrasada y soltaban maldiciones y gruñidos de frustración que se oían incluso por encima del ruido de los motores. Se acercaron a un artefacto desmontado en sus tres cuartas partes que había entre otras dos máquinas que enrollaban cables y luego silbaban y siseaban mientras los cables se desenrollaban y hacían girar varios conjuntos de reguladores newtonianos. Aunque tenían las manos manchadas de aceite, se rascaban la cabeza. Mala señal, pensó Peter Lake. Seguro que no conocen los entresijos del doble murmurador. Tal vez ni siquiera sepan para qué sirve.

Dio unos golpecitos en el cristal. Lo miraron y le dieron la espalda. Repitió los golpecitos.

—¿Qué quieres? —preguntaron.

—Me gustaría explicarles las complejidades del doble murmurador —gritó.

No entendieron lo que decía.

—Vete —dijeron.

Pero él no hizo caso y siguió dando golpecitos en el cristal, hasta que uno se acercó, abrió un montante y volvió a preguntar:

—¿Qué quieres?

Escogiendo las palabras con tanto cuidado como un hombre ante un juez, Peter Lake respondió:

—He visto que están trabajando en el doble murmurador de allá. Parecen perdidos. Me encantaría ayudarles.

El mecánico lo miró con un escepticismo atenuado por el hecho de que Peter Lake, como él mismo, era irlandés.

—¿Doble murmurador? —repitió—. ¿Quién ha dicho que se llame así? Ni siquiera sabemos para qué sirve. Estamos tratando de hacerlo funcionar para averiguarlo.

—Se llama doble murmurador y es un apéndice importante del tren transmisor de potencia. Si no lo han utilizado, es probable que hayan tenido averías en el tren de potencia más o menos una vez a la semana.

—Es cierto —repuso el mecánico—. Pero ¿cómo demonios lo sabes?

Peter Lake sonrió.

—Puedo desmontar y volver a montar un doble murmurador, o cualquier otra máquina de las que tienen aquí, con los ojos cerrados.

—¡Me gustaría verlo! —exclamó el mecánico. Llevaba años trabajando con esas máquinas que habían sobrevivido a otras de su clase y estaba obsesionado con los montones de rompecabezas implícitos en sus engranajes.

Aunque había pasado la mitad de su vida allí y aprendido el oficio de su padre, no entendía la mayoría de las máquinas de las que se ocupaba ni sabía desmontarlas, y mucho menos volverlas a montar.

—Me encantaría demostrárselo —afirmó Peter Lake, sabiendo que el desafío resultaría irresistible.

El mecánico se acercó a su amigo y habló con él, mirando de vez en cuando hacia atrás para asegurarse de que Peter Lake no había desaparecido. Luego fueron los dos a buscar una escalera de mano y la colocaron contra el montante.

—Entra por aquí —dijo el otro mecánico.

Peter Lake bajó al paraíso.

Al caminar por el lugar se sintió como Mahoma en la ceremonia de bismillah. Todo era brillante, vivo, brioso y conocido. Las máquinas parecían saludarlo con el mismo afecto ingenuo con que los niños de una guardería reciben al alcalde. Y mientras resoplaban y giraban en sus frenéticas danzas angulares, Peter Lake comprendió que era mecánico. En cada sección de medio acre de maquinaria, años de conocimientos salían en estampida de la oscuridad interior y se ponían en posición de firmes como brigadas y más brigadas de soldados en un desfile. Encerró el descubrimiento a cal y canto. Por fin, una victoria.

Llegaron al doble murmurador. Los dos mecánicos se apoyaron contra una pieza de la máquina inactiva desde hacía tiempo y miraron a Peter Lake con un intenso escepticismo irlandés que bullía tembloroso, caliente y humeante como una chimenea encendida.

—Bien. Ahora el señor —dijo uno de ellos con crueldad— nos enseñará a resucitar este…, cómo lo llama…, doble murmurador, o lo llevaremos de vuelta a la Bowery.

Peter Lake era consciente de que estaba sin afeitar y mugriento, con la cara quemada por el sol y los ojos azules como zafiros.

—¿Qué es un doble murmurador? —preguntó—. Pensé que tal vez ustedes, caballeros, querrían comprar entradas para el baile del basurero.

Los mecánicos se quedaron desconcertados, hasta que Peter Lake fijó su mirada enloquecida en la máquina y se puso manos a la obra.

—Miren aquí —dijo después de retirar un gran panel—. ¿Ven esta barra oscilante con ranuras que roza el trinquete y la lengüeta del compás de vara elíptico de aquí? Esto, amigos míos, distorsiona la carga de impacto en la segunda estampación, allá arriba, que se aplica a ese engranaje hélico. Pero el problema es que no lo hace. Sin ese pequeño engranaje hélico la acopladura antiparalela sobre la impulsión por fricción no se suelta y este pantógrafo con corona no puede ponerse en acción. ¿Hasta aquí está claro?

Los otros asintieron.

—Y no solo eso, sino que además tienen aquí un freno de fricción atascado. ¿Lo ven? Hay que engrasarlo con el mejor esperma de ballena. Y sobre el acoplador periflexo hay dos levas que están del revés.

»Si alguno de ustedes me fresa una orejeta apuntalada con un ángulo de flanco de cincuenta y cinco grados, pondré la barra oscilante donde tiene que estar. Mientras tanto cambiaremos de sitio las levas y desatascaremos el freno de fricción. ¿Y bien? ¿A qué están esperando?

En menos de media hora el doble murmurador murmuraba como un loco y el tren de potencia funcionaba de maravilla, silencioso como el descenso en picado de una lechuza, mientras que antes sus correas se sacudían como la carne de un hombre gordo corriendo y el cuero fustigaba los volantes de hierro forjado que se esforzaba por abarcar.

—Ahora estas correas durarán entre seis meses y un año —informó Peter Lake a sus asombrados alumnos—. Y la pérdida de caballos de potencia será mucho menor, ya que el doble murmurador regula el período de inactividad del tren de potencia. Ahorrarán ustedes mucho combustible. Es como una trompeta.

Los mecánicos no entendieron lo de la trompeta, pero no les importó, pues estaban impacientes por mostrar a Peter Lake las numerosas máquinas dormidas que les habían intrigado toda la vida.

—¿Qué demonios es esto? —le preguntaron señalando una cúpula en forma de campana que coronaba una máquina de vapor en funcionamiento—. Hemos intentado averiguarlo desde que éramos niños. De vez en cuando traquetea como una loca, como si hubiera una tuerca suelta, pero solo de tarde en tarde. Hemos tratado de abrirla pero, hagamos lo que hagamos, no se mueve. ¿No sabrá por casualidad qué es?

—Por supuesto que lo sé —respondió Peter Lake ofendido—. Y si cogen ustedes al típico perro callejero de Canarsie también se lo dirá. De hecho es tan sencillo que creo que lo explicaré en tagalo.

—¡Oh, no! ¡No, por favor! —le suplicaron—. No se imagina la tortura que ha sido durante todos estos años. De pronto empieza a tintinear en mitad de la noche, como un bebé llamando a su madre, y no sabemos qué quiere.

—Es cierto —intervino el otro—. Hemos intentado desmontarla una y otra vez, pero se resiste. No hay forma de abollarla siquiera. Mire, lo expresaré con la mayor franqueza: si no me dice qué es este maldito trasto me suicidaré golpeándome la cabeza con un mazo.

—Yo también —convino su amigo.

Se quedaron inmóviles, expectantes.

—Esto —dijo Peter Lake dando palmaditas a la maltratada pieza metálica con forma de campana— es un palique de perfeccionamiento.

Lo miraron boquiabiertos. ¿Qué demonios era eso?

—Fíjense en este motor —prosiguió él contemplando entusiasmado el enorme y hermoso engranaje que había debajo del palique—. ¿No es precioso? Como una joven que regresa de pasar un día de junio en Coney Island. Es lo que se dice un bonito motor. Cuando se acerca al cien por cien de su eficiencia, el vapor supercalentado se dirige hacia el interior y se vuelve tan volátil que separa dos piezas tandy bastante pesadas (de esas con superficie calabriana deslizante por debajo) y se eleva por un conducto secreto dentro de la cámara que ven aquí, donde hace girar una moneda de plata de mil ochocientos ochenta y tres a velocidades casi musicales. Me avergüenza decir que no sé por qué ha de ser una moneda de mil ochocientos ochenta y tres pero, si no recuerdo mal, esa es la costumbre.

Los mecánicos estaban sin habla. Peter Lake pensó que se debía a la incredulidad.

—Se lo demostraré si quieren —añadió, y los condujo hacia un rincón lejano donde había un juego de manivelas que parecían fijadas al suelo.

—Nunca hemos sabido para qué sirven —admitieron ellos.

—Son los ranuradores liberapaliques. Miren —indicó al tiempo que accionaba las manivelas—. Se colocan los extremos puntiagudos en este ángulo. Vaya, están a ochenta y tres grados. Por eso el dólar de plata es de mil ochocientos ochenta y tres. Es un dispositivo de memoria. Y libera los paliques de perfeccionamiento.

—¿Los paliques?

—Sí, y por el aspecto de este lugar debe de haber unas dos docenas esparcidas. Es lo que pasa con esta clase de máquinas. Siempre hay que recorrer la sala para descubrir el mecanismo liberador de la parte en la que se está trabajando. Cuando la concibieron, no pensaron solamente en encenderla y apagarla. Toda ella es como un rompecabezas gigante. Es una especie de ecuación. Las piezas están relacionadas entre sí como si fueran los instrumentos de una orquesta. Para ser el director —añadió Peter Lake con una sonrisa— es preciso conocer todos los instrumentos. Y también la música.

Los llevó de nuevo al palique de perfeccionamiento, que levantó sin esfuerzo de lo alto del bonito motor. Un dólar de plata cayó y rodó por el suelo con un sonido tintineante. Uno de los mecánicos corrió tras él y lo pisó para detenerlo. Lo recogió, lo examinó, miró a su amigo con los ojos como platos y dijo:

—Mil ochocientos ochenta y tres.

En circunstancias normales, si el Sun hubiera contratado a un nuevo mecánico jefe, Harry Penn lo habría invitado a cenar en su casa o en el Petipas. Sin embargo, ese junio reinaba el caos en el Sun, ya que dedicaban la mayor parte de sus recursos al misterio aparentemente irresoluble del gran barco que había fondeado en el Hudson, donde permanecía desde entonces, insondable para el público en general y para la prensa. Por más que lo intentaban, ningún empleado del Sun lograba averiguar nada. Se había asignado la noticia a buena parte del personal, para que esperaran junto al muelle las veinticuatro horas del día, presionaran al alcalde (quien había subido al barco en mitad de la noche y había bajado al muelle con un pequeño bailoteo), tomaran fotos aéreas, efectuaran perfiles infrarrojos y trataran de salir del punto muerto con información de fuentes fortuitas de todo el mundo. Frustrados por lo poco que descubrían, dejaban de lado las tareas cotidianas del periódico, entre ellas la costumbre de dar la bienvenida a los nuevos empleados.

Antes de que Praeger de Pinto, exhausto y sobrecargado de trabajo, realizara una rápida entrevista a Peter Lake, este se había transformado para adoptar el aspecto que se suponía que tenía un buen mecánico, que de hecho era muy similar al que tenía en la época que no recordaba del todo, cuando repartía su tiempo entre varias ostrerías, talleres y robos. Volvió a retorcerse las puntas del bigote, se cortó el pelo y se duchó y bañó un montón de veces. Se compró un traje nuevo de lino y corte anticuado que le favorecía y no desentonaba en el Sun, donde Harry Penn y otros muchos viejales lucían estilos que tenían algo más que alguna reminiscencia del siglo XIX. Durante su época de vagabundo Peter Lake había tenido las cicatrices de la cara cubiertas de hollín y grasa. Ahora quedaron a la vista, pero algunas de las líneas más finas ya empezaban a desaparecer. Si Praeger lo hubiera mirado a los ojos, habría visto que su alma estaba atrapada en las tormentas de otro lugar y otro tiempo. Pero no lo hizo, y el rostro de Peter Lake solo telegrafiaba que era un trabajador que intentaría dar siempre lo mejor de sí mismo. No tenía pinta de intelectual, ni de artista, ni de abogado ni de banquero. Más bien parecía un hombre que instala vías, construye edificios y se ocupa de fuegos, forjas y máquinas. Tenía los brazos fornidos, las manos recias, la nariz nada aguileña y la voz grave. A Praeger de Pinto le cayó bien nada más verlo. Sin sospechar para nada su complejidad, no lo reconoció como la aparición del Petipas (Peter Lake tampoco se acordaba de Praeger) y enseguida se olvidó de él, aunque se alegró cuando sus mecánicos le aseguraron que habría menos averías y retrasos ahora que, a instancias de ellos, habían contratado a ese experto como su jefe, aunque solo recibiría las acciones de aprendiz porque Trumbull, el anterior jefe, estaba dispuesto a obedecer a Peter Lake pero no a retirarse.

Peter Lake estaba la mayor parte del tiempo con las máquinas, porque entre ellas se sentía sinceramente feliz. Pasaba sus horas libres en una pequeña habitación alquilada con vistas a un interminable valle de tejados vacíos y depósitos de agua de madera, y enseguida comenzó a llevar una vida parecida a la de otras muchas personas de Nueva York; es decir, acomodada, anónima y solitaria.

Aunque a principios de verano siempre se reafirmaba el tiempo perfecto de junio, ese año fue interrumpido muchas veces por las espectaculares tormentas llegadas del oeste. Nubes grises que no sabían si eran montañas o nidos de rayos aparecían de pronto para cubrir la ciudad con un manto de lluvia, viento y granizo. A los relámpagos que se retorcían y enredaban con las nubes color ciruela les gustaba apuntar hacia los altos chapiteles de Manhattan y fulminarlos con precisión, y les encantaba el modo en que se amplificaban los truenos al retumbar sobre las avenidas desde Washington Heights hasta el Battery. Sus destellos y estruendos convertían a toda criatura viviente en un bolo y empujaban a multitudes, por lo demás imperturbables, hacia las puertas y arcadas para esperar a que pasara la tormenta, con el cuello inclinado y el corazón en un puño cada vez que un relámpago decidía castigar algún lugar cercano.

Peter Lake siempre dejaba lo que estaba haciendo para contemplar las tormentas. En ocasiones miraba por los vidrios que cubrían la sala de maquinas del Sun y observaba cómo la lluvia tamborileaba y los rayos resquebrajaban el cielo, y otras veces presenciaba el ataque de artillería desde su habitación, mientras los depósitos de agua de madera del valle retumbaban por solidaridad. Se sentía como un quintacolumnista del viento y la lluvia, pues deseaba que fueran lo bastante fuertes para aplastar la estructura del tiempo y liberarlo a él. Suponía que todo el mundo tenía una manera personal de ver los relámpagos.

Deambulando por su apartamento, que se encontraba treinta pisos por encima del río East y se había quedado a oscuras de golpe, Martin y Abby capearon una de esas tormentas con un miedo primitivo. Era la primera vez que veían semejante espectáculo y tenían edad suficiente para apreciarlo. Martin recordaba algunas tormentas, pero hay una gran diferencia entre la que estalla a diez millas y la que se tiene justo encima. Hardesty y Virginia estaban trabajando y la señora Solemnis echaba una de sus cabezadas profundas. Al ver que no lograban despertarla, los niños creyeron que la había matado la tempestad y fueron a la cocina para mirar por la ventana hacia Hell Gate.

Martin dijo que estaba seguro de que sus padres habían muerto y Abby se echó a llorar. De hecho, ahora que la señora Solemnis había fallecido, era posible que fueran los únicos supervivientes del mundo. Les animó ver un remolcador que se precipitaba hacia Hell Gate, pero pronto desapareció y la tormenta arreció de tal modo que casi rompió las ventanas.

—No te preocupes, Abby. Yo cuidaré de ti —dijo Martin cuando su hermana empezó a lloriquear de nuevo.

Luego repasó mentalmente los distintos pasos para preparar huevos. Acababa de aprender a encender la cocina y a preparar el desayuno, y pensó que era una gran suerte, pues ahora tenía que alimentar dos bocas, la de Abby y la suya. Empezaba a lidiar con el problema de qué hacer con el cuerpo de la señora Solemnis (¿tirarlo por la terraza?, ¿meterlo en la nevera?) cuando amainó el temporal, salió el sol y Virginia telefoneó para preguntar cómo estaban.

El tiempo transcurría para ellos del mismo modo que para Peter Lake. Al igual que él, no estaban tan seguros de su funcionamiento como quienes se habían dejado engañar por los relojes. Si bien la gente entendía enseguida que una línea era imaginaria, como lo era un punto, creían a pies juntillas en los segundos. Abby y Martin descansaban fácilmente en los infinitos laterales de la intemporalidad y vivían en el apartamento de los Marratta con vistas a Yorkville como dos polluelos en una aguilera.

A menudo sus habilidades eran sorprendentes. Por ejemplo, Hardesty y Virginia estaban encantados con que sus hijos parecieran vivir en un mundo de fantasía tan rico. Tenían cientos de amigos invisibles con nombres como «la Mujer Gorda y el Calvo», «Dorian la Solitaria», «la Dama Serpiente», «el Hombre en Ropa Interior», «la Gente de la Planta Alta», «la Gente de la Planta Baja», «la Gente Humo», «Alfonse y Hoola», «Chirridos y Puntillas», «Ellen la Loca», «el Boxeador», «Romeo», «los Chicos Ajo», etcétera. La lista era tan larga que a sus padres les preocupó (a pesar de que los niños no habían visto nunca un televisor) que su imaginación estuviera demasiado fragmentada, hasta que una noche, durante la cena, oyeron por casualidad una conversación curiosa.

—La Mujer Gato de la luna estaba llorando hoy —dijo Martin a Abby con toda naturalidad—. El gato Bonomo daba volteretas hacia atrás. Creo que no se encuentra bien.

—¿Quién? —preguntó ella, debilitada tras una siesta demasiado larga que la había internado más que de costumbre en la tierra de Morfeo y Belinda; cualquier Marratta recién despertado de la siesta tenía un carácter terrible.

—La Mujer Gato de la luna —respondió Martin enfadado por tener que repetirlo.

—¿Quién?

—¡La Mujer Gato de la luna! ¡La Mujer Gato de la luna! —gritó Martin con la arrogancia de sus cinco años, y el tenedor de Hardesty se detuvo entre el plato y su boca—. Ya sabes, catorce abajo y siete arriba.

Solo entonces comprendieron sus padres que los compañeros invisibles eran de carne y hueso, los habitantes del enorme rascacielos que se veía desde la habitación de los niños, quienes les habían puesto nombre según la idiosincrasia y posesiones de cada uno. Habían catalogado a casi a mil personas y animales, a los que conocían como si tuvieran casi un trato diario con ellos. A Virginia no le sorprendió, porque ella misma había aprendido a una edad temprana diez mil o veinte mil de las palabras más corrientes del vocabulario de la señora Gamely para entenderla cuando decía: «¡Diantre! El Rubio y sus hombres han venido para pedir al pueblo que se proceda al repartimiento de los caladeros adieso».

Virginia había aprendido a interpretar las nubes para predecir el tiempo con días de antelación, como un granjero, pues había crecido con la tierra y el cielo como compañeros fieles. En Yorkville había igualmente innumerables señales que interpretar, aunque eran mucho menos atractivas que la naturaleza virgen y salvaje de los Coheeries.

De todas formas, las aptitudes de sus hijos eran tan reales como lo habían sido las suyas. Y ellos también eran valientes. Virginia recordaba con un escalofrío las numerosas ocasiones en que había estado cerca de una muerte horrible: al atormentar a una serpiente de cascabel furiosa; al dar de comer a un oso negro que pesaba diez veces más que ella, poniéndole bayas en la boca como si fuera un mapache, al regañarlo y llevarlo durante más de media hora, como si se tratara de un perro, por una pradera donde la señora Gamely daba por hecho que no corría ningún riesgo; al subirse a los bloques del depósito de hielo o al jugar con la escopeta cuando su madre salía a repartir tartas. Sus hijos estaban a salvo de esos peligros. O eso pensaba ella hasta el día en que encontró a Abby subida al antepecho del balcón, caminando al compás del vals que sonaba en el fonógrafo, sin temor a la caída de trescientos pies.

Muchas madres habrían gritado y corrido para bajar a la niña del pretil, pero Virginia conservó la calma. Lo primero que pensó fue que, viviendo donde vivían, sus hijos eran como los moradores de los acantilados y que al no haber conocido otra vida probablemente poseían, como las ardillas y las cabras monteses, habilidades que el miedo no menguaba. Se propuso ahogar su temor para que Abby no lo tuviera, rodearla con los brazos tiernamente y bajarla del antepecho bailando un vals. Así lo hizo, y fue por siempre una gran admiradora de la gracia instintiva de su hija.

Sin embargo, caminar por el pretil del balcón fue un episodio excepcional en la tranquila vida de sus hijos. La debilidad, la inocencia y la imaginación de los dos niños se fundían para permitirles volver el tiempo del revés, viajar en el viento y entrar en el alma de los animales. El hecho de que creyeran que la ciudad era todo el universo y su centro los acercaba, a modo de compensación, a las fronteras de lo infinito y lo inexplicado, pues lo que quiera que hubiera más allá de los reinos conocidos de la existencia no estaba más lejos que Fort Lee, New Jersey o Yonkers. Tenían una mejor comprensión de la cosmología que los físicos charlatanes, porque los físicos y sus predecesores se habían visto obligados a ver el universo con los instrumentos que tenían a su alcance y por lo tanto habían creado modelos que eran como guardacabos encargados de mantener el cielo abierto, mientras que los niños habían saltado los obstáculos de la duda y el miedo y entrado directamente en materia. Todavía tenían su nacimiento lo bastante cerca para recordar en sus sueños profundos la perfecta inmovilidad de todas las cosas. Estaban seguros de que, solo con creer, se elevarían y viajarían por el aire dejando a sus pies una estela borrosa de luz como un largo traje blanco.

Aceptaron la explicación que les dio Virginia sobre la cortina blanca que en ocasiones cercaba la ciudad, del mismo modo que ella había aceptado hacía mucho tiempo la de la señora Gamely.

—No es nada y es todo —les había dicho durante una tormenta, mientras los niños, metidos en la cama, la oían ulular—. No hay tiempo en ella, solo islas de tiempo. Se mueve dentro de sí misma en corrientes y contradicciones y se lleva consigo al que se acerca demasiado, como una ola gigante derriba a quien está en una roca. Se arremolina alrededor de la ciudad en cúspides desiguales y unas veces cae como un tornado para hacer desaparecer a la gente o depositarla aquí, otras abre caminos blancos desde la ciudad y algunas descansa en el mar mientras se establecen conexiones con otros lugares. Es una tormenta benevolente, un refugio, el flujo neutral en el que flotamos. Nos preguntamos si hay algo más allá de él y creemos que tal vez lo haya.

—¿Por qué? —preguntó Martin, tapado con la ropa de cama.

—Porque en las contadas ocasiones en que todas las cosas se fusionan para ponerse al servicio de la belleza, la simetría y la justicia, se vuelve del color del oro…, cálido y risueño, como si se le recordara a Dios la perfección y la complejidad de lo que puso en movimiento hace mucho y hace mucho olvidó.

Martin y Abby eran los mejores observadores. Como estaban todo el día en casa, en un bloque de pisos que era como una enorme colmena, se volvieron sensibles a muchas cosas que la mayoría de la gente pasaba por alto. Por ejemplo, el edificio entero se convertía en un instrumento musical cuando en distintos lugares sonaban teléfonos sin atender con diferentes tonos e intensidades (variaciones que dependían de la distancia del oyente, cuántas paredes hubiera por medio, el viento, si había una ventana abierta o no, el tono original, etc.). Escuchaban como si se tratara del canto de un pájaro que penetrara en la oscura masa voluminosa de un bosque. Las cañerías (agua que corría en cuevas impenetrables) les hablaban con suma autoridad, como si fueran los ríos subterráneos de Hades. Desde su elevada posición veían a la altura de los ojos los movimientos más libres del vuelo y percibían la armonía entre los pájaros y el aire azul, algo que no existía cerca del suelo, en los bajíos y los estrechos. Hacían que el teléfono «cantara para sí mismo» (mediante un bucle de interferencia y retroalimentación) como si fuera un animal de granja. Desde su baluarte parecido a una montaña apreciaban los matices del sonido y de la luz en las tormentas, al atardecer y al alba. Sabían qué hora era por las sombras de media milla de los edificios cercanos y por las nubes de aire fragante (más dulce e intenso que la mitad de los perfumes de Arabia) que se elevaban de las paredes y por encima de las terrazas cuando centenares de mujeres profesionales se duchaban y bañaban como si quisieran santificar el espacio entre las ocho y las ocho y media de la mañana.

Marko Chestnut decía que estaban tan atentos a la naturaleza como si hubieran crecido en una granja o en las montañas. «Es verdad que viven en una máquina: la ciudad —afirmó—. Pero si la máquina puede surgir de la naturaleza, seguro que la naturaleza puede surgir de la máquina».

Todos los sábados pintaba retratos de niños, solos o en grupo. Su estudio estaba hacia el sur de la ciudad, cerca del Sun, con vistas al puente de Manhattan. Un día lluvioso de primavera Abby y Martin acudieron con sus chubasqueros amarillos. Marko Chestnut se puso muy contento, porque el hule auténtico de los chubasqueros de los coheeries tenía pintas marrón claro y el amarillo intenso quedaba atenuado por la luz grisácea de un cielo muy activo repleto de lluvia y viento. Los colores de la cara colorada de los niños, sus tiernos ojos, su pelo y la luz de la lluvia color pizarra era justo lo que quería. Sin saber qué se esperaba exactamente de ellos, Martin y Abby estaban cohibidos y asustados, pues creían que Marko Chestnut era una especie de médico importante. Era casi imposible sacarles una palabra, y cuando despegaban los labios hablaban en susurros. Marko Chestnut les ofreció zumo de arándanos y galletas con trocitos de chocolate, y les regaló juegos de pintura, imanes, camiones de cerillas y catálogos de museo.

Se quedaron varias horas en el estudio, contemplando la lluvia y el azote del viento con la misma atención con que Marko Chestnut los observaba a ellos. Solo oían la lluvia, que lavaba los canalones y los costados de los edificios, caía de los tejados y corría por las calles. Abby se acercó al lienzo, cogió el pincel de Marko Chestnut y comentó que sonaba como la lluvia. Era cierto, y Marko Chestnut pensó que, de hecho, la naturaleza estaba en las vigas, las barras y los motores de la ciudad; en todas las cosas y en su disposición; en una naturaleza muerta iluminada por una bombilla igual que en un campo color trigo a la luz pura del sol. Las leyes eran las mismas y siempre estaban presentes.

Mientras Marko Chestnut se atrevía a pensar, en sus fantasías más descabelladas, que tal vez la ciudad y sus máquinas huérfanas encontraran sus orígenes y cobraran vida, los niños ya tenían en la mente cosas más grandiosas: volar y elevarse, el mundo entero elevándose hacia la perfección, lejos de los bordes desiguales de la máquina desigual en la que vivían.

En algún lugar de la ciudad de los pobres, Athansor, el caballo blanco, estaba encerrado en un molino, donde hacía girar un chirriante eje central al caminar en círculo bajo la pesada viga a la que estaba enganchado. Solo descansaba cuando se averiaba la máquina destartalada que movía o se agotaban los materiales que esta procesaba. De lo contrario, trabajaba sin cesar. Podía beber y comer cuanto quisiera de un hueco practicado en la pared que se rellenaba de heno, avena y agua por la gravedad. La madera y el metal que rodeaban el hueco estaban pulidos por los innumerables caballos que se habían precipitado hacia él y los habían rozado mientras comían o bebían.

Allí los caballos se quedaban sin fuerzas al cabo de un par de meses y muchos morían de agotamiento antes de que los encargados les pegaran un tiro. La práctica de explotar un animal hasta la muerte significaba que el molino debía conseguir unos diez al año, mientras que, si hubieran tenido solo tres y los hubieran utilizado por turnos, los caballos podrían haber trabajado toda su vida natural. Pero la ciudad de los pobres tenía una economía propia y al final a los dueños del molino les salía a cuenta, porque no les costaban prácticamente nada: los encontraban enganchados a carros de los que ya no podían tirar, en parcelas en las que se habían perdido o en los horribles establos de bloques de pisos reducidos a cenizas adonde los llevaban, a altas horas de la noche, los ladrones que los traían del campo.

Después de matarlos a trabajar, los descuartizaban para aprovechar su carne y su piel. Procesaban las vísceras, y de los cascos y huesos obtenían cola. Eso reportaba beneficios para quienes trabajaban en los márgenes, para los pícaros, los avariciosos y los carentes de visión, y su pequeña industria consumía caballos a una velocidad terrible.

Pero no a Athansor. Lo habían recogido de la arena de combate creyendo que aguantaría más que sus inocentes primos capturados por la noche en pastos de montaña y transportados en camiones hasta las entrañas de la ciudad. En una ocasión un percherón de Virginia premiado había hecho funcionar el molino durante cinco meses seguidos, con una determinación que había asombrado hasta a sus endurecidos captores. No esperaban tanto del caballo blanco, ya que, aunque pesaba más o menos lo mismo, tenía casi la constitución de un purasangre. Y calculaban que sucumbiría antes porque era un caballo de pelea, mientras que el percherón había sido un animal trabajador.

Sin embargo, ignoraban que Athansor no tenía intención de sucumbir, ni en el mar, ni tirando del carro de un trapero ni enganchado eternamente a un molino. ¿Cómo iban a saber que consumía eternidad del mismo modo que el molino había consumido caballos y que se alimentaba de ella tanto como de la avena y el agua que le proporcionaban? El origen de su fuerza era un misterio para ellos, pero veían con toda claridad que cuanto más lo forzaban, más fuerte se volvía. Acarreaba la viga con fiebre y bañado en sudor, con agilidad y euforia, apesadumbrado, cuando creía que se le había parado el corazón, en medio de la ceguera y del amanecer, temblando de debilidad o vibrante de energía. Pero la acarreaba sin trastabillar.

Durante las primeras semanas de agosto hizo mucho calor y por las tardes, e incluso por las noches, a veces acababa cubierto de espuma y las llagas y heridas se le abrían y supuraban. Cuando llegó el otoño y el aire se despejó, supo qué le aguardaba, de modo que levantó la cabeza, sacudió sus crines apelmazadas y miró hacia delante. Porque él era el motor que empuja las estaciones y el molino que muele la sal del mar. En invierno, la mitad del círculo que trazaba estaba cubierto de nieve y hielo, y costaba ganar impulso. Pero logró cobrar el suficiente para aguantar hasta final de la primavera. Luego vino ese junio perfecto en que supo que estaba fuera de peligro y que cada paso que daba era otra victoria. A principios de ese verano, cuando el buen tiempo se alternó con breves y espléndidas tormentas eléctricas en las que los truenos retumbaban en una guerra sobre los desfiladeros, lo sostuvieron y mantuvieron a flote muchas cosas, de las cuales el asombro de sus torturadores al ver que seguía con vida no fue la menos importante.

Desde un tercio del círculo podía mirar hacia el oeste, por encima de las llanuras de ladrillo y escombros, las hileras de casas chamuscadas y el río, hasta el horizonte. Ese maravilloso espectáculo sin duda también lo sostuvo.

Sonó una campana. Sonaba en honor del alcalde, que se deslizaba en una lancha por el río East desde la Gracie Mansion hasta el ayuntamiento. Y no paró de sonar hasta que entró en su despacho, se puso el traje de ceremonias y llamó al alguacil jefe para que anunciara que el alcalde «ocupaba su cargo según la voluntad del pueblo, listo para gobernar por el bien común y satisfecho de que el sol haya salido sobre la ciudad próspera e incólume». Se trataba de una ceremonia antigua que muchos no sabían valorar, pero que todos los días brindaba al alcalde una perspectiva igualitaria, le recordaba su cometido y le proporcionaba una sensación de continuidad.

El consejo de ancianos (en el que Harry Penn y Craig Binky lograban coexistir) se reunía únicamente antes de la ceremonia de investidura de cada alcalde con el fin de escoger un nombre para él. Aunque este solo era simbólico y no lo deponía del cargo ni garantizaba su reelección, pesaba mucho entre el electorado y en la conciencia del hombre en cuestión, si es que la tenía. Porque sería conocido para siempre por aquel nombre que borraría por completo el suyo y uniría su historia a la de la ciudad. Así, algunos habían dimitido o se habían suicidado cuando el consejo de ancianos los había bautizado como alcalde Ceniza, alcalde Hueso, alcalde Trapo y cosas similares. Otros habían tragado saliva y continuado, pese a ser nombrados alcalde Zorro, alcalde Huevo o alcalde Ave (dado que, en política, siempre se toleraban el ridículo moderado y la reprimenda suave). Luego estaban los que no habían sido objeto de ridículo ni de censura, cuya administración se había visto favorecida por su propio talento y por la suerte, o por la prosperidad de la época. Estos habían recibido nombres espléndidos con los que pasar a la historia. Era el caso del alcalde Marfil, el alcalde Agua, el alcalde Río y (en una ocasión, a finales de siglo, cuando el consejo de ancianos decidió llamar la atención sobre la llegada del milenio) el alcalde Plata. Cómo era posible que el consejo conociera de antemano la naturaleza del futuro alcalde y de su mandato constituía un misterio incluso para este. Sin duda Craig Binky no lo sabía. E incluso a Harry Penn le asombraba la firme y absoluta visión de futuro que impregnaba las reuniones.

El mandato del titular del cargo acabaría cuando se viera el primer hielo en el río (normalmente a finales de enero) o se abriera la primera flor en Prospect Park (a finales de marzo), y convocaría elecciones el noviembre anterior. Teniendo en cuenta que su predecesor había sido el alcalde Azufre, había sido afortunado al recibir el título de alcalde Armiño. Según la compleja simbología de los títulos, indicaba cierta armonía, porque el traje del cargo era de armiño y el consejo de ancianos parecía dar a entender que hombre y título se adecuaban. Estaba muy satisfecho con él, no se le había subido a la cabeza y tenía muchos puntos para ser reelegido. Era cierto que parecía un huevo duro y tenía la voz estridente, pero era un político hábil y un hombre justo que había asumido con ecuanimidad y buen humor las responsabilidades del cargo. Y, por si alguien lo olvida, lo respaldaba el aparato político más impresionante y omnipotente que jamás hubiera existido: un gobierno paralelo virtual que obraba toda clase de milagros, desde cestas de Navidad, de las que se repartían literalmente millones, hasta un sistema de reconocimiento informático. Conectado a un potente ordenador central, el alcalde sabía el nombre, el apodo y el plato favorito de cada persona a la que estrechaba la mano. Aunque su conversación durante la campaña se volvía tediosa («Eh, Jackie, ¿cómo te ha tratado la lasaña últimamente?» o «Me alegro de verte, Nick. ¡Me encantan los rollitos de primavera!»), la técnica parecía dar votos.

El alcalde Armiño tenía tres despachos, cada uno a un nivel distinto y con una función diferente. El del ayuntamiento, el más próximo al suelo, era el lugar de las ceremonias y la tradición. En el viejo ayuntamiento a menudo tocaban cuartetos de cuerda para el público, y de sus paredes colgaban muchos cuadros buenos. Cada alcalde podía ir a la galería de sus predecesores y ver en sus antiguos retratos las sonrisas y los ojos de hombres como él que miraban hacia delante desde el pasado para ofrecer tranquilidad y coraje, como si dijeran que, una vez que habían llegado a su fin, podían ver las luchas de su vida y su mandato con ecuanimidad.

El despacho superior estaba a una milla de altura, en la cumbre de una de las torres más elevadas. La ciudad se extendía a sus pies y las nubes se amontonaban bajo sus ventanas. Desde ese despacho la ciudad se veía tan remota que parecía compuesta de bloques y celdas de colores que destellaban suavemente con la luz del sol. Allí era fácil tomar decisiones beneficiosas para el futuro, porque no era posible ver las caras ni oír los gritos de los que eran arrollados por las olas de la historia.

El tercer despacho se hallaba en la planta quince de un edificio del Battery. Sus amplias ventanas daban al puerto, el mar y los campos de Governors Island, el ladrillo color herrumbre de Brooklyn Heights y las explanadas de césped de los parques y cementerios de Brooklyn. Ese despacho ofrecía al alcalde una vista intermedia. Le permitía ver a lo lejos y, sin embargo, distinguía también las formas en movimiento de los hombres abajo. Los barcos que cruzaban como lobos el canal de Buttermilk resultaban mucho más atractivos que los juguetitos que parecían cuando se encontraba en el despacho alto. Cuando los miraba desde esa perspectiva intermedia, le hablaban del océano. Se divisaban las olas que formaban las proas, ondulantes como velos de novia al viento, y con los prismáticos se veían los movimientos de la mano del práctico mientras las embarcaciones recorrían peligrosamente los bajíos dejados por la marea baja.

En el despacho intermedio, con la luz suave que entraba por las amplias ventanas, el alcalde Armiño atendía casi todos los asuntos de la ciudad. Como no era un lugar tan emotivo y deteriorado como el del Ayuntamiento, ni resultaba tan etéreo como el más alto, era el más indicado para lidiar con las cuestiones paradójicas que constituían el núcleo de la política. Cuando estaba en el despacho intermedio, en el Purgatorio, como lo llamaba él, era bueno, y allí recibía la mayoría de sus visitas, entre ellas la de Praeger de Pinto.

El director editorial del Sun, que había estado muchas veces en ese despacho, se arrellanó en una cómoda butaca de cuero como si fuera suya.

—¿Qué está pasando? —preguntó al alcalde Armiño.

—No lo sé. ¿Qué está pasando?

—Creo que usted lo sabe.

—¿De qué me habla, Praeger? ¿Qué le ocurre? ¿Ha cogido binkyítis o qué?

—Bien, seré más concreto. La semana pasada subió usted al barco del Hudson. Nuestros reporteros escribieron que se le veía preocupado y abatido, y en la televisión tenía todo el aspecto de un prisionero que recorre su última milla.

»Dos horas después, la lancha se detiene en el muelle y el alcalde Armiño baja de un salto como si sus piernas fueran muelles. Sonríe como si le hubieran puesto una batuta entre las mejillas y, delante de toda la ciudad, usted, el alcalde, se arranca con un bailecito en el embarcadero.

El alcalde echó la cabeza hacia atrás y se rió, probablemente al recordar lo que le había impulsado a bailar.

—Y esta semana no ha recibido a la prensa ni una sola vez.

—He estado ocupado.

—La ciudad está medio loca tratando de averiguar qué hay en ese barco y con quién habló usted. El Ghost, su aliado, ha comparado su baile con la giga triunfal de Hitler en París. ¿Eso es lo que quiere? ¿Se da cuenta de cómo aumenta la presión para que desentrañemos todo este asunto y de hasta qué punto le perjudicaría que la opinión pública percibiera que se cierra en banda a satisfacer su curiosidad?

—Mi trabajo no consiste en sacarle las castañas del fuego. Si no sabe qué hay en ese barco, no es problema mío. ¿Por qué no va y lo pregunta? Ya sabe, contrate una lancha.

—Ya tenemos una. Salimos hacia allí media hora después de que el barco anclara. Estoy seguro de que sabe que no dejan subir a nadie a bordo, que incluso se niegan a hablar por encima de la barandilla. Pero seguimos trabajando. Hay muchas formas de despellejar a los gatos recalcitrantes. De todas formas, dado que usted lo sabe, debería darnos una pista…

—¿O el Sun no me apoyará este otoño?

—La política es el arte de la ecuación. Bien podríamos no apoyarlo.

—¿Solo por eso?

—En nuestra opinión no es un asunto insignificante. El alcalde tiene lo que la ciudad quiere y no piensa ceder. ¿Por qué iba a ceder la ciudad?

—¿Y si fuera más conveniente para la ciudad que yo guardara silencio?

—¿Quién puede saberlo?

—No hay manera de saberlo. Es mejor seguir mi consejo.

—¿Por qué no deja que la gente decida lo que es mejor?

—Porque en este caso no puede.

—No entiendo a qué juega —dijo Praeger—. La televisión lo machacará.

—Soy consciente de ello.

—¿Cómo espera ser reelegido?

El alcalde Armiño sonrió.

—¿Quién más se presenta?

—Todavía nadie.

—Exacto. Y cuando alguien decida presentarse será demasiado tarde. Estamos a mediados de junio. ¿Quién va a competir con mis doscientos jefes de circunscripción y mis veinte mil trabajadores electorales en tres meses y medio?

—No son una garantía infalible.

—Tendré que asumir el riesgo.

—¿Por qué? —preguntó Praeger, sin querer dar crédito a la inexplicable transformación operada en el alcalde Armiño, que de líder con dotes de estadista se había convertido en un político atrincherado.

—Mire —dijo el alcalde—, si se presentara usted a las elecciones, ganara y averiguara la respuesta a su pregunta, haría exactamente lo que estoy haciendo yo.

—Eso es lo que usted cree.

—No es lo que creo; lo sé. Una gran oportunidad espera a esta ciudad y yo voy a dársela. Me importa la historia, y estoy más que dispuesto a sacrificar mi carrera por ella. De todos modos, ¿quién demonios va a competir conmigo?

—Tal vez yo.

El alcalde Armiño titubeó.

—Ni siquiera es gracioso. Esta ciudad no elige nunca a hombres altos, cultos y atildados, a menos que tengan la cabeza llena de algodón o sean corruptos hasta la médula. Es usted demasiado inteligente y honrado para ser candidato incluso de un partido idealista minoritario. ¿Y cómo manejaría el aparato?

—Tal vez pasara por encima de él —respondió Praeger, que no tenía intención de presentarse al cargo y se limitaba a seguirle la corriente.

—Eso es imposible, aunque reconozco que es el sueño de todo joven. Supongo que empieza con los niños. Quieren ser presidentes, pronuncian discursos maravillosos en la ducha, se sienten impulsados por la divina inspiración política, y nunca lo consiguen. Y así debe ser. Este es un mundo de igualdades salvajes. La ciudad ha de ser gobernada por un tipo duro, no por alguien que hace magia con una pluma. Y la ciudad lo sabe.

—¿Qué hay del alcalde Plata?

—Escribió toda su obra después de su mandato, no antes.

—Yo no he escrito nada —señaló Praeger—. Y tal vez sea un poco más duro de lo que cree.

El alcalde Armiño miró a Praeger y por primera vez no le gustó lo que vio. Tenía delante a un hombre larguirucho, de seis pies de estatura, con un brillo belicoso en los ojos y un rostro que mantenía combativamente tenso, como el de los tipos más duros cuando se enfadan, con los párpados entornados como si se preparara para recibir un castigo.

—¿Dónde nació? —preguntó el alcalde, seguro de que Praeger no llevaba las calles en las venas y nunca podría considerar suya la ciudad ni manifestar ante una multitud el orgullo y la seguridad de quien ha nacido en ella. Tenía todo lo que distinguía al inmigrante de las afueras.

—Nací en Havemeyer Street, ilustrísimo señor —respondió Praeger—, casi debajo de la rampa del puente de Williamsburg que hay en Brooklyn. ¿Le parece bien?

—No podría importarme menos —contestó el alcalde Armiño, que se concentró de nuevo en sus papeles para indicar a Praeger que se marchara—. Usted no va a presentarse.

Hacia mediados de julio había decaído gran parte del entusiasmo en torno a la colosal plataforma que flotaba en el Hudson. El alcalde estaba callado como un bloque de granito, nadie entraba en el barco ni salía de él, y en su cubierta aparecían hombres uniformados solo cuando alguien trataba de subir a bordo. Estimulada al principio por el reto, la prensa recurrió a toda clase de estratagemas para averiguar qué había dentro. Sobre las enormes escotillas, de hasta dos acres, había aterrizado una docena de periodistas paracaidistas, que fueron capturados por silenciosos guardias y conducidos a la costa. Hombres rana nadaron alrededor del casco y ascendieron por sus costados sirviéndose de imanes y ventosas, y se toparon con los mismos guardias serios en las barandillas. Helicópteros, hidroaviones, globos, refugios flotantes camuflados para cazar patos…, todo lo que podía moverse por el agua o el aire se vio atraído hacia el barco durante sus primeras semanas en Nueva York. Fue examinado con medidores de infrarrojos, magnetómetros y partículas subatómicas, pero el único cálculo válido para deducir qué transportaba era el que, comparando el volumen y el desplazamiento del barco, determinaba con exactitud la densidad media, incluido lo que hubiera a bordo. Eso no revelaba nada, ya que nadie sabía lo llenas que estaban las bodegas. Los fuegos de la prensa enseguida se apagaron y con la misma rapidez fueron reavivados por otros sucesos. La televisión había fragmentado el mundo, y las antaño enormes fauces del interés popular habían evolucionado hasta convertirse en una pipeta finísima por la que el barco del Hudson no podía pasar.

Al regresar de una búsqueda frenética por prácticamente toda la región de los lagos Finger, Craig Binky quiso asegurarse de que superaba a sus rivales en el intento de desvelar el misterio. Él, Binky, hijo de la Ilustración, encargó casi todos los estudios científicos avanzados que existían, hasta el punto de que mandó construir un acelerador de partículas al oeste del Village e instalar al otro lado del río el aparato para que los «bídeo proyectores», como él los llamaba, traspasaran el barco y dibujaran sus entrañas. Pero no funcionó —los mamparos eran impenetrables incluso para los rayos gamma— y Craig Binky, siempre consciente de los flagelantes insomnios del público, apuntó el Ghost en otras direcciones. Él mismo se dejó llevar por la moda de la poesía de la segunda semana de julio. (Los afortunados poetas cuyos libros se publicaron ese fin de semana se hicieron millonarios).

Harry Penn tardó mucho más que Craig Binky en abandonar la noticia, pero al final también él desistió. El personal del Sun se sorprendió, porque no parecía propio de él, pero él les dijo que aceptaran la derrota, temporalmente, y esperaran un giro en los acontecimientos. Los grandes titulares pronto dieron paso a párrafos diminutos en la contraportada. El barco desapareció de los editoriales y ni siquiera se mencionaba en la sección «Transportes y Correo», dado que no estaba atracado en ningún muelle.

Caído en el olvido, se convirtió en parte del paisaje, un tercer acantilado, la clase de cosa que la gente mira y no ve; es decir, se convirtió en parte de la ciudad. Peter Lake robó tiempo a sus máquinas para ir a verlo, pero para él no significaba más que para cualquier otro.

Solo Praeger, Hardesty y Virginia se negaron a dejar correr el asunto, porque Harry Penn no solo les había aconsejado que esperaran un giro en los acontecimientos, sino que les había ordenado que abandonaran la noticia de momento. Era la primera vez que frenaba a Virginia, y Praeger habría dimitido de no haber querido al anciano tanto como lo quería.

Después de pasar muchas noches en la biblioteca tratando de descubrir dónde habían construido el barco (no parecía haber en el mundo forma posible de construir nada de esas dimensiones), Hardesty estaba tan agotado que se quedó dormido en la mesa de consulta y soñó que estaba en San Francisco, en casa de su padre, mirando la bahía. De niño le gustaba observar los remolques de color rojo ladrillo, comprimidos en el aro brillante de su telescopio, mientras empujaban ante sí una ondulante alfombra de agua blanca. En las chimeneas había una figura dorada del león rampante de San Marco y el nombre de Marratta. Un escalofrío le recorría la espalda siempre que veía esos barcos cruzar la bahía, con su apellido del color de un león dorado, no tanto porque se sintiera orgulloso como porque le recordaban la tenacidad y la fuerza de su padre.

Cuando se despertó, vio a Virginia inclinada sobre un grueso registro marítimo.

—No vamos a encontrar nada aquí —dijo mientras Praeger salía de la oscuridad cargado con media docena de tomos sobre navegación—. ¿Por qué no nos limitamos a observar el barco? Asbury podría llevarnos al lado de Jersey y recogernos antes del amanecer. Ahora que ya no es noticia de primera plana, quizá se relajen un poco y revelen algo.

Durante los diez días siguientes, al caer la tarde, fueron a los Palisades, donde encontraron un saliente ancho a media altura de un acantilado. Desde allí vigilaban el barco durante toda la noche, relevándose para dormir. Asbury los recogía poco antes del alba. No vieron nada. Aunque era Hardesty quien había propuesto el plan, fue el primero en querer renunciar. Pero Praeger no se rindió. Mucho después de que Hardesty y Virginia hubieran perdido la esperanza de ver algo, siguió observando las cubiertas desiertas con ojos brillantes, y cuando lo despertaban para su turno parecía un cazador convencido de que iba a cobrar una presa. Continuaron yendo hasta agosto, cuando el río era una bañera caliente y la niebla y el vapor se arremolinaban alrededor del barco.

Y un día, como era de esperar, fue Praeger quien los electrizó al despertarlos con un grito. La niebla se había disipado, y cuando abrieron los ojos vieron la silueta de Manhattan recortada contra los colores puros de un claro amanecer. En la otra orilla, entre las sombras de los desfiladeros, parpadeaba una señal luminosa. Si hubieran estado diez pies a la izquierda o a la derecha de donde estaban no habrían visto su brillo intermitente. Pero se hallaban justo enfrente del puente del barco y el mensaje había llegado más allá de su destinatario. Praeger vio con los prismáticos dos figuras plantadas junto a un coche negro y largo en un embarcadero del otro lado del río. Una manejaba la luz mientras la otra se paseaba arriba y abajo. La que caminaba era rechoncha; la que hacía las señales llevaba una especie de uniforme.

—Déjame ver —pidió Hardesty.

—Un momento —dijo Praeger—. Asbury viene por esta orilla del río. Si somos lo bastante rápidos quizá logremos pillarlos in fraganti.

Corrieron en la penumbra hasta el pie del acantilado mientras Asbury se acercaba. Este se sorprendió al verlos, ya que normalmente tenía que subir hasta su puesto para avisarlos. Según él, la situación era difícil. Si de una de las plataformas del barco situadas al nivel del agua partía un bote en dirección al embarcadero, ellos llegarían al otro lado demasiado tarde para seguir a quien saliera de él. Por otra parte, si cruzaban el río a toda velocidad para ganar tiempo, ahuyentarían a su presa.

Sin embargo, tuvieron suerte, porque en ese preciso momento un pequeño buque cisterna procedente del puerto abierto navegaba río arriba. Esperaron a que estuviera a su altura y entonces avanzaron a su lado, ocultos por él. Media milla al norte, el buque continuó hacia el este del río y ellos lo adelantaron y quedaron protegidos a estribor hasta el final del largo embarcadero donde todavía aguardaba la limusina.

Después de trepar por un montón de pilotes podridos, corrieron hacia la calle en busca de un taxi. Hardesty, que pensaba que nunca encontrarían uno en la Décima Avenida al amanecer, atisbó dentro del cobertizo del embarcadero a lo largo del cual corrían Virginia y Praeger y vio quinientos que se ponían en marcha. No tuvo que decir nada, y varias decenas de taxis llegaron en brillante formación.

Se dirigieron hacia el embarcadero donde había destellado la señal luminosa y pasaron por delante de la limusina, que iba en sentido contrario.

—Dé la vuelta discretamente —ordenó Praeger al taxista.

—¿Qué quiere decir? —preguntó el conductor, que viró ciento ochenta grados entre un resplandor de caucho quemado.

—Nada —contestó Praeger—. Solo siga a esa limusina sin que se den cuenta.

La limusina siguió una ruta tortuosa: avanzaba en círculo, pasando tres o cuatro veces por el mismo lugar, atravesaba el parque a toda velocidad y se introducía tan a menudo como podía en el tráfico que circulaba a esa hora temprana. Después de su recorrido por Manhattan, se detuvo delante del Museo Metropolitano de Arte y se apearon tres hombres. Entraron en el museo por una puerta poco utilizada, abierta en la base de un plinto enorme.

Cuando Praeger y los Marratta pasaron en el taxi, vieron a los tres hombres de la limusina con bastante claridad. Uno era muy alto, otro era la figura rechoncha que había estado caminando arriba y abajo, y el tercero, el de las señales. El gordo era un adolescente. Incluso de lejos, en un taxi en movimiento y mirando de reojo con simulada indiferencia, observaron que tenía la cara tan gruesa que no podía abrir del todo los ojos, que parecían dos ranuras risueñas. Como el de las señales llevaba un uniforme, al principio pensaron que era el chófer, vestido de librea. Sin embargo, cuando entró en el museo vieron que era un sacerdote.

Si Peter Lake hubiera visto a esas personas juntas, probablemente se habría iluminado como una anguila eléctrica, porque eran Jackson Mead, el reverendísimo Mootfowl y Cecil Mature, que hacía tiempo había adoptado el nombre de señor Cecil Wooley. Cecil Mature había llegado antes que los otros dos y se había hecho pasar por un vendedor callejero que trabajaba en los alrededores del puente de Brooklyn.

Hardesty, Virginia y Praeger pagaron al taxista una pequeña fortuna y se retiraron a un café situado al otro lado de la calle, donde se sentaron en la terraza vacía a esperar a que salieran los tres extraños personajes. Mientras aguardaban, bien escondidos, se detuvo otra limusina, de la que bajó el alcalde Armiño, conocido por su calva y su paso ligero.

—Debería haberlo imaginado —dijo Praeger.

Al poco rato se detuvo otra limusina.

—Hay un montón de limusinas por aquí —observó Hardesty—. Cualquiera diría que es el Upper East Side.

La portezuela se abrió despacio. Salió un bastón, luego un pie…, un pie a todas luces anciano. Luego una pernera de pata de gallo. Y finalmente el resto del diminuto, anciano y dinámico… Harry Penn.

Hacía mucho tiempo, Harry Penn casi se había muerto de vergüenza e incomodidad, y había recorrido angustiado la enorme extensión de la mesa de Isaac Penn, cuando sus fotos de corpulentas señoritas de la noche medio desnudas, escondidas con sumo cuidado, atravesaron el techo y cayeron en el comedor como correo atrasado. Casi un siglo después, todavía se ponía colorado al recordar el momento en que las postales habían aterrizado sobre las fuentes de comida y su padre había atrapado varias en el aire. Si hubiera arqueólogos del alma, podrían reconstruir todo lo que se desvaneció en el pasado a partir de la vergüenza y el amor, dos columnas eternas que se elevan en el tiempo cuando todo lo demás se desmorona. A Harry Penn seguía escociéndole espantosamente el aguijón de aquel momento, pese a que con los años se habían sumado a él muchos otros, aunque cada vez menos, desde luego, a medida que maduraba y aprendía. Sin embargo, ahora se añadía uno más al lote, para atravesarlo cuando menos se lo esperaba. Al salir del museo, pasadas las ocho de la mañana, encontró entre las limusinas a Praeger de Pinto, Hardesty Marratta y Virginia Gamely (a quien se seguía conociendo por su apellido de soltera). Los había engañado y mentido, y los había excluido de cosas importantes. Incapaz de mirar a esas personas que tan bien conocía, se subió a su coche como un perro encorvado. No estaba acostumbrado a sentirse así.

Jackson Mead les lanzó una ojeada con el poder, no baladí, de sus ojos, muy azules y acerados. Parecía medir ocho pies (poco le faltaba) y casi resplandecer, como si a su alrededor todo fuera puro y él no fuera un hombre. En marcado contraste con él, el medio fúnebre Mootfowl parecía un misionero del siglo XIX haciendo todo lo posible por no disfrutar de los Mares del Sur. Aunque era solemne y recordaba a Lincoln, era fácil pensar que cualquier mano que lo tocara permanecería eternamente empañada de lo sobrenatural. Complementando el brillo blanco y la veta oscura, había una pelota gorda: Cecil Mature. Si Jackson Mead estaba enfadado y Mootfowl parecía divertido y sabio, Cecil Mature (o el señor Cecil Wooley, como insistía en hacerse llamar) era una turba de un solo hombre de afecto incontenible. Virginia tuvo ganas de besar su gran cara risueña, y Hardesty y Praeger estuvieron tentados de rodearlo con un brazo y sonreír a su vez como si posaran para una fotografía.

Esos tres hombres eran tan extraños que Praeger, por lo general un dechado de autocontrol, extendió los brazos con las palmas vueltas hacia fuera y preguntó asombrado:

—¿Quiénes son ustedes? ¿De dónde han salido?

Al parecer Jackson Mead consideró que era una pregunta razonable y contestó:

—De San Luis y más allá, y de otros lugares.

Entonces salió el alcalde y todos los coches se pusieron en marcha y se alejaron, dejando la respuesta de Jackson Mead suspendida en el aire como una nube de humo de diésel. «De San Luis y más allá, y de otros lugares». Aunque ya no decía esta frase, ellos siguieron oyéndola.

—¿Quién es? —gritó Boonya al otro lado de la pesada puerta.

—Praeger de Pinto.

—¿Quién?

—Praeger de Pinto.

—¿Quién? ¿Praeger de qué?

—¡Praeger… de… Pinto!

—No.

—¿Qué quieres decir con «no»?

—No queremos ninguno.

—¿Ninguno de qué?

—De lo que sea.

—¡Soy Praeger de Pinto!

—¿Quién?

—Abre la puerta, Boonya. Sabes quién soy.

—Deje pasar un minuto. Cálmese. —Al cabo de cinco minutos abrió la puerta—. ¿En qué puedo ayudarle?

—Me gustaría ver al señor Penn.

—No está.

—Sí que está.

—No está.

—Sí que está.

—No está.

—Sé que está.

—De acuerdo. Está. Pero se está bañando. No puede usted verlo.

—¿Por qué? ¿Se vuelve invisible en el agua?

—¿Cómo?

—¿Por qué no puedo verlo…? Hola, Christiana —dijo él cuando Christiana bajó por las escaleras de servicio llevando una bandeja de galletas de azúcar con un montón de mermelada—. Soy un hombre. Él es un hombre.

—Nunca ve a nadie mientras se baña. Es indecoroso.

—De acuerdo, soy indecoroso —dijo Praeger, y se encaminó hacia las escaleras.

Harry Penn estaba sentado bajo una cascada de agua calentada por el sol que le caía sobre los hombros, en una piscina de pizarra de diez pies por diez y ocho de profundidad. Costaba hablar con el ruido del agua, de modo que movió una palanca de latón salpicada de gotas e invitó a Praeger a entrar. No había estado seguro de que fuera Praeger quien llamaba a la puerta, pero lo sospechaba, porque la gente indignada siempre golpea las puertas como pájaros carpinteros en su apogeo.

—Pensé que tal vez vendrías —dijo—. Supongo que me he retirado al baño casi para esconderme.

—Es posible —repuso Praeger, que se sintió humilde ante el frágil cuerpo desnudo, que nunca había visto sin trajes de tweed. La impresión de ver lo delgado y delicado que se vuelve un hombre de casi cien años le recordó que, pasara lo que pasase, tendría que mostrarse respetuoso.

—Siéntate, Praeger —indicó Harry Penn señalando un banco de madera de cedro cubierto de toallas—. Tenía pensado contártelo todo cuando llegara el momento. Todavía no puedo decir gran cosa, pero te lo explicaré lo mejor que sepa. Te lo debo.

»Cuando alguien es tan viejo como yo, Praeger, hace mucho que ha dejado de tener ambiciones… para sí. Bueno, reconozco que hay una especie de bestia que da puñetazos y patadas hasta que clavan el ataúd, pero si tomas al hombre medio que llega a los cien años verás que es bastante tranquilo, que le interesan sobre todo los recuerdos, sus hijos y sus nietos, los pequeños placeres y alegrías, y cosas abstractas como el bien común, la bondad o el coraje…, cosas que, desde la perspectiva de la serenidad, son tan visibles y reales como cualquier otra.

»Cuando tenía casi veinte años supe que toda mi vida consistiría en un proceso interminable de revisiones y más revisiones de aquello que muchas veces creí saber y no sabía, y sigo sin saber. Pero la luz se vuelve más intensa. Y nos elevamos cada vez más, hasta que, a las puertas de la muerte, vemos la historia de nuestra vida como si un ángel nos la describiera desde una plataforma elevada situada en una nube.

»Te costará entender, porque eres muy joven, el afecto y la simpatía imperecederos que siento por la gente joven y sus pasiones. Supongo que lo descubrimos, o empezamos a descubrirlo, al criar a los hijos, y es una de las grandes sorpresas de la vida: mirar atrás y ver que quienes nos siguen bregan con lo que nosotros casi hemos dejado atrás.

»Normalmente sacrificaría muchas cosas antes de poner obstáculos en el camino de un joven como tú. Nunca lo he hecho, ¿verdad?

Praeger negó con la cabeza para confirmarlo.

—No. Ha sido algo bastante premeditado. Trato de hacerlo lo mejor posible por vosotros. Entonces, ¿por qué me he vuelto enigmático y trapacero? ¿Por qué el caballo del prado ha empezado a correr con los zorros? Te lo diré. —Se echó a reír—. ¡No puedo decírtelo!

Praeger empezó a pasearse por el resbaladizo borde de un lado de la piscina.

—Durante varias semanas de junio escribí editoriales condenando al alcalde por su secretismo en este asunto —dijo—, exigiendo en nombre del Sun que hiciera una declaración pública. Y mientras tanto usted estaba al corriente.

—No, no sabía nada. Hasta hoy no conocía a Mead.

Praeger se detuvo como un perro de caza que reconoce un olor.

—¿Mead? ¿Quién es?, ¿el alto?

—Sí. No debería habértelo dicho. Pero no importa demasiado. Se llama Jackson Mead. Y el clérigo se llama Mootfowl.

—¡Mootfowl!

—Sí, Mootfowl, y el rechoncho es el señor Cecil Wooley. Pero los nombres no te servirán de mucho.

—Buscaré en todos los archivos que existen.

—No constan en los archivos.

—Nadie viaja en un barco de una milla de eslora sin que alguien, en alguna parte, deje constancia.

—Te equivocas —dijo Harry Penn, que se interrumpió para mover la palanca y cerrar el agua. Se hizo el silencio—. Hay hombres que atraviesan la historia sin dejar rastro de sí mismos, aunque en ocasiones cambian el mundo. Jackson Mead ha estado antes aquí, muchas veces, pero no lo encontrarás registrado en ninguna parte. Siempre lo arregla todo para que desaparezca su rastro.

—¿Esta vez también va a arreglarlo?

—Eso me temo.

—¿Quiere decir que el Sun no hablará de él?

—Sí.

—¿Quiere decir que, aunque tengo suficiente para llenar una columna, no se publicará ninguna columna?

—Sí.

—Tendré que dimitir. No lo deseo, pero me está usted obligando.

—Lo sé. —La expresión de Harry Penn era casi alegre.

—Creía que le conocía.

—Y yo sabía que no me conocías —respondió Harry Penn—. Nadie me conoce de verdad. Pero aguantan. Es una pena. No quiero que te vayas. ¿Por qué no te reúnes con Jackson Mead?

—No me diga que para verlo tendré que cortarme el brazo derecho, porque lo haré —dijo Praeger.

—Veré cómo puedo arreglarlo, aunque no sé si te servirá de algo o simplemente te sentirás abrumado. Su presencia intimida.

—Señor Penn, antes de conocer a Jessica estuve prometido a una joven cuyos padres insistieron en que hablara con un jesuita antes de la boda. Querían convertirme y pretendían ponerme bajo el fuego de la artillería pesada. El compromiso se rompió más tarde, por otros motivos, pero llegué a ver al jesuita. Tuvimos largas discusiones y disputas. Se hizo rabino.

—Entonces, ¿crees que podrías conseguir que Jackson Mead se hiciera rabino?

—Podría ser.

—Llévate contigo a Hardesty y a Virginia.

—¿Por qué?

—Él estará con Mootfowl y con el señor Wooley. ¿Quieres estar en desventaja numérica?

Fueron recibidos en la pequeña puerta del plinto, que se abrió y cerró en un instante, y se encontraron estrechando la mano a un radiante Cecil Mature, que se presentó como el señor Cecil Wooley y que rebosaba de risas que le gorgoteaban de la nariz y la garganta como agua al correr por una tubería atascada. Llevaba una túnica medieval y un sombrero chino. Era un milagro que pudiera ver, y se imaginaron que miraba a través de los ojos como un centinela a través de una aspillera. Era el hombre afable de siempre y anadeó a su lado con notable agilidad.

Eran las cuatro y media de la madrugada y en el museo no había ni guardias. Mientras cruzaban sus salas suntuosas y sus largos pasillos repararon en la música, que fue aumentando hasta llenar las estancias y acelerarles el pulso. Al llegar al balcón que daba a un patio en penumbra los sorprendió su volumen, porque una docena de músicos tocaban abajo.

Luego se encontraron en el Nuevo Gran Salón, bajo un techo de cristal opaco gris y blanco que evocaba una tarde de marzo perpetua. Jackson Mead trabajaba ante un largo escritorio en medio de la habitación, aparentemente a media milla de distancia, rodeado de media docena de cuadros apoyados en caballetes de tres patas. Mootfowl, que también llevaba un sombrero chino, rezaba arrodillado delante de un gran lienzo que representaba la ascensión de san Esteban. San Esteban se elevaba, y sus piernas y sus pies, que apuntaban hacia abajo, colgaban como si alguien tirara de él para sacarlo del agua, o como si fueran los pañales de un bebé sostenido en alto por encima de su padre. Sus ropas parecían haber adquirido la forma del aire. Mientras la luz se derramaba sobre él, miraba fijamente más allá del borde superior del cuadro, y en el fondo unos pájaros dorados revoloteaban en el viento. A lo lejos se veían montañas moradas y blancas que parecían empinarse como caballos asustados. Los ríos salían saltando de sus cauces y caían de nuevo en ellos, dejando recodos secos en el lecho, donde los peces luchaban por nadar y respirar. Debajo de san Esteban había un aro de luz dorada. Las briznas de hierba, pintadas con maestría, de la pequeña pradera de la que se suponía que había ascendido empezaban a arder allí donde se encontraban con el círculo de luz.

Cuando acabó de rezar, Mootfowl se levantó y pasó un trapo por los papeles del escritorio de Jackson Mead. Cecil Mature indicó tres sillas a los tres visitantes, que se sentaron frente a Jackson Mead, y luego se paseó por el salón, riendo para sí de vez en cuando, contando con los dedos y murmurando: «Oh, cielos, oh cielos».

La música cesó. Praeger estaba a punto de hablar, pero Jackson Mead levantó una mano y señaló que la pieza aún no había terminado.

—Soy un apasionado del último movimiento. ¿Saben lo que es?

—El allegro del «Concierto número tres de Brandeburgo» —respondió Hardesty.

—Exacto. El número tres es el único sin instrumentos de viento. Nunca me han gustado en los otros conciertos, porque suelen armar demasiado estruendo. Me recuerdan un puñado de monjes corriendo por un pasillo y ventoseando. Tantos años en esos monasterios, durante la Edad de las Tinieblas… Era horrible.

»Aquí está. ¡Escuchen! —ordenó—. Esta parte suena como una buena máquina, una biela perfectamente equilibrada, algo bien engrasado y preciso. Fíjense en las progresiones, en las repeticiones hipnóticas. Son los ritmos del túnel, que tienen su origen en los mismos intervalos regulares que constituyen la base irreducible de las ratios planetaria y galáctica de velocidad y distancia, pequeñas oscilaciones de partículas, el latido del corazón, las mareas, una curva bella y un buen motor. No podemos por menos de percibir tales ritmos en las proporciones de los buenos cuadros y oírlos en el lenguaje del corazón. Gracias a ellos nos encariñamos con los relojes de pared, el oleaje y los jardines de proporciones armoniosas. Cuando morimos, oímos el insistente golpeteo que define todas las cosas, ya sean materia o energía, porque, en realidad, en el universo no hay nada sino proporción. Suena en cierto modo como un motor aparecido a principios de siglo que se utilizó en bombas, barcos y aparatos por el estilo. Yo tenía la certeza de que la gente comprendería lo que era, pero no fue así. Qué pena. De todas formas, siempre hay música como esta, que, a su manera, llega cerca…, como si el compositor hubiera estado realmente allí y hubiera vuelto.

Cuando la música cesó, Jackson Mead se volvió hacia Cecil Mature.

—Señor Wooley, tenga la bondad de decir a los músicos que no los necesitaremos hasta las cinco y media. Gracias.

Cecil Mature salió con sus andares de pato, moviendo con brío los brazos y las piernas, que parecían salchichas. Mootfowl ocupó su lugar al lado de Jackson Mead, con el desagradable aspecto de un sepulturero de Connecticut del siglo XVIII.

—El reverendo Mootfowl y yo estaremos encantados de contestar sus preguntas…, hasta cierto punto. Tenemos nuestra intimidad. Si todo fuera una sola cosa no habría intimidad. Pero, puesto que estamos en un estado de multiplicidad, hay matices y diferencias, y se ha de mantener la intimidad, aunque solo como complemento y testimonio de la física.

—Les agradecemos que nos hayan recibido —dijo Praeger—. Y no tenemos intención de violar su intimidad. Sin embargo, no hemos venido para hablar de la teoría del campo unificado ni de la estética de la arquitectura.

Hardesty pareció un poco ofendido. Al darse cuenta, Jackson Mead supuso que había un sendero entre Hardesty y Praeger por el que se proponía caminar con bastante facilidad.

—Si bien nuestro periódico, evidentemente, no hará públicas sus respuestas, nos vemos obligados, por fuerza de la costumbre, a interrogarlo a la manera de los periodistas. Creemos que, en vista de los tratos privados que ha tenido con nuestros cargos electos, está justificada la curiosidad generalizada que han despertado su llegada y el tamaño sin precedentes de su embarcación.

—Es lógico.

—Me alegro de que esté de acuerdo. ¿Quién es usted, de dónde viene, qué planes tiene, por qué ha mantenido sus actividades en secreto, qué hay a bordo del barco, dónde y cómo se construyó, cuándo empezará lo que ha venido a hacer? Esas son las cuestiones que debemos conocer para satisfacer la curiosidad de nuestros lectores y la nuestra.

—Es un enfoque bastante arrogante —afirmó Jackson Mead.

—¿En qué sentido? —replicó Praeger, imperturbable.

—¿Qué derecho tienen ustedes a inmiscuirse en mis asuntos?

—Se lo he explicado, señor, y usted ha dicho que le parecía razonable.

—Lo que me ha parecido razonable, señor De Pinto, era su curiosidad, no que yo esté obligado a satisfacerla. Está ahí sentado haciéndome preguntas insolentes.

—La gente compra el Sun para enterarse de cosas que normalmente no sabe. Normalmente no se inmiscuyen en sus asuntos ni formulan preguntas insolentes, razón por la cual debo hacerlo yo.

—Entiendo —repuso Jackson Mead—. Pero, aparte de que, como usted mismo ha garantizado, el resultado de esta entrevista no aparecerá en el Sun, dígame, por el bien de la discusión, por qué la gente tiene derecho a conocer mis planes. Usted justifica su propio derecho a preguntar apoyándose en el derecho de la gente. ¿Qué derecho es ese? ¿Es acaso, pese a su gran número, más legítimo que el suyo, que por lo visto renuncia usted a defender? ¿Qué les da ese derecho?

—Les pertenece, señor Mead. No siempre lo ven todo…, lo que no es razón para criticarles, ya que han de seguir con su vida. Hay barcos que surcan el Hudson por la noche, grandes transatlánticos, y no los ve nadie, literalmente. Yo soy el vigilante, y estoy aquí para asegurarme de que la gente sepa qué hay en su horizonte, qué embarcaciones bajan por el río al amanecer o, en su caso, suben por la tarde.

—Señor De Pinto, el perro que protege el rebaño aprende rápidamente a dirigirlo y eso se convierte en un hábito. La gente ha sido adiestrada por sus vigilantes para saltar y pisotear lo que estos quieren que pisotee.

»En muchas ciudades y en algunos lugares que todavía no eran ciudades he observado que quienes vigilan a los ciudadanos son quienes los gobiernan. El gobierno admite que gobierna. La prensa finge no hacerlo. Pero ¡es una farsa! Ustedes organizan a poblaciones enteras. Las adiestran como si fueran niños, las hacen correr de un lado para otro. Sin duda no es casual que los publicistas utilicen sus páginas para influir en la opinión pública. ¿Qué cree que hacen sus editoriales, su selección de temas y su insistencia en ellos, sus críticas, hasta el uso de las citas? ¿Y quiénes los han elegido a ustedes? Nadie. Ustedes mismos se eligen, hablan en nombre de nadie, y por tanto no tienen derecho a interrogarme como si representaran el bien común. Cuando esté preparado para revelar mis planes a la opinión pública, lo haré. Hasta entonces seguiré preparándome para capear la oposición popular.

—Sabe que se volverán contra usted —terció Virginia.

—Siempre ocurre. Y así debe ser.

—¿Por qué? —preguntó ella, intrigada—. Si cree que van a volverse contra usted, ¿por qué no se abstiene de llevar a cabo sus planes? ¿No sería lo más sencillo?

—Por supuesto que lo haría si quisiera que me amaran. Lo abandonaría todo y echaría a correr. Pero no pretendo ganarme su afecto.

—¿Qué pretende entonces? —preguntó Hardesty.

Jackson Mead creyó ver en la cara de Hardesty que lo que este quería, por encima de todo, era entenderlo, y por eso se confió a él.

—Me propongo llenar este mundo de arcoíris cada vez más anchos —dijo, de pronto amable y benevolente—, hasta que el último sea tan perfecto y eterno que llame la atención de Aquel que nos ha abandonado y lo impulse a reparar todas las simetrías rotas y a convertir de nuevo la vida en un sueño tranquilo e intemporal. Me propongo, señor Marratta, detener el tiempo, resucitar a los muertos. Me propongo, en una palabra, traer la justicia.

Hardesty parpadeó. Ese hombre extraño que hablaba de máquinas, tiempo y arcoíris eternos le había repartido la misma mano de cartas que él había rechazado al decidir quedarse en Nueva York.

—¿Cuándo? —preguntó, y se quedó verdaderamente atónito cuando Jackson Mead lo miró con una leve sonrisa y respondió:

—Paciencia.

Si bien Jackson Mead había obrado una especie de magia sobre Hardesty, Praeger siguió presionándolo, resuelto a no dejarse encandilar por un canto de sirena que de todos modos no podía oír.

—Con el debido respeto, señor Mead, no tengo ni la más remota idea de lo que está hablando. Si en el periódico reprodujéramos textualmente lo que acaba de decir, en su contexto, los hospitales estatales se pegarían por tener la oportunidad de recibirlo.

—¿Cree que él no lo sabe? —resopló Cecil Mature, que había vuelto a entrar en la habitación.

—Gracias, señor Wooley —replicó Jackson Mead—. Puedo hablar por mí mismo.

—Además —dijo Praeger—, si lleva tiempo dedicado a este asunto de llenar el mundo de arcoíris y todo eso, persiguiendo los extraordinarios objetivos de los que habla, es evidente que ha fracasado. Haga lo que quiera, pero si es perjudicial tal vez la gente deba estar informada, para poder detenerlo.

—¿Ve aquel cuadro? —preguntó Jackson Mead señalando La Ascensión de san Esteban.

—Sí, por supuesto.

—¿Cree que san Esteban ascendió de verdad?

—No.

—Entonces, ¿por qué se pintó el cuadro y por qué se le venera, así como al mismo san Esteban, si la gente no creía ni cree que ascendió? A fin de cuentas, si no ascendió, ¿quién demonios era ese hombre?

—Creen que ascendió —afirmó Praeger—. Por eso veneran el cuadro y al mismo san Esteban, aunque equivocadamente.

—No —insistió Jackson Mead—. No lo creen. Bueno, tal vez algunos, los que creen en los hechizos y los amuletos. Pero ni el pintor ni yo, ni la mayoría de la gente que venera a san Esteban, creemos que ascendiera, como si lo hubieran sujetado con cables a una máquina de tramoya.

Eso animó a Praeger, hasta que oyó más.

—Por supuesto que no. Creen, por el contrario, que está ascendiendo, que asciende. La acción no se ha completado. Hasta el cuadro muestra al santo en el aire. Se trata de una acción en desarrollo. Debatir su realidad es inútil, ya que no se confirmará…, hasta que seamos capaces de verlo todo a la vez.

—¿Cómo dice? —exclamó Praeger, algo indignado.

—Lo que quiero decir es que, hasta que se monta el lienzo, las realidades no son más que intenciones, y las intenciones también son realidades. Verá, todo ha ocurrido antes y no ha ocurrido aún. Y, si bien es cierto que he fracasado, y estrepitosamente, también lo es que he triunfado…, y gloriosamente. El recuerdo de esa gloria, en lo que usted llamaría el futuro, es lo que me propongo rescatar, del mismo modo que san Esteban supo que ascendería, y estuvo ascendiendo, aunque no lo hiciera. Verá, está relacionado con el tiempo. No existe tal cosa, solo una insinuación de ello, una serie de acciones que nosotros, debido a nuestra imperfección, debemos juntar para comprender. Mire el cuadro. Ve movimiento en él, ¿verdad? Y sin embargo no se mueve nada. ¿Cómo es posible?

»Se lo explicaré. El cuadro está cerca del verdadero estado de las cosas. Si en una película solo hay fotogramas dispuestos para crear una ilusión de movimiento, lo mismo puede decirse de la vida y del tiempo. Todo está inmovilizado en una matriz y es asombrosamente complicado, como si un número infinito de miniaturistas hubiera trabajado por siempre en su pasmosa representación. Pero, se lo aseguro, no hay anarquía, todo ocurre a la vez y no se mueve.

—¡Y sin embargo se mueve! —exclamó Praeger.

—No desde lo suficientemente lejos.

—¿Y usted cómo lo sabe? —preguntó Praeger—. ¿Ha estado allí? Además, dice que cuando una persona muere oye un golpeteo parecido al de un motor fabricado a principios de siglo. ¿Cómo lo sabe?

—Bueno —respondió Jackson Mead con modestia—, he muerto muchas veces. A ver —y empezó a contar con los dedos—, al menos seis. Tal vez más. Es difícil llevar la cuenta. Con el tiempo se olvida el número exacto.

—Entiendo —dijo Praeger, con los ojos como platos.

—Estas afirmaciones bastan para que los muertos se revuelvan en sus tumbas —apuntó Hardesty—. Discutir sobre ellas es inútil. Al final han de juzgarse con el corazón.

—No —repuso Praeger—. La inteligencia es el mejor instrumento para sopesar hipótesis disparatadas como estas.

—Nada de eso, señor De Pinto —sostuvo Jackson Mead—. El espíritu es mucho más inteligente que el intelecto. Pero, aunque a menudo se mueve con menos cautela, tarda mucho más que el intelecto en captar algo. Por eso necesito tiempo, y por eso no les informaré de la naturaleza exacta de mis intenciones.

—Eso está muy bien —respondió Praeger—. Lo averiguaré de todos modos. Le derrotaré con hechos prácticos.

—¿Y cómo se propone conseguirlo si no tiene acceso al Sun? Eso no me parece muy práctico que digamos. ¿Y a usted?

—A diferencia de usted, señor Mead, tengo en mente algo sólido que apartará las telarañas que usted desperdiga como si fuera un hierro.

—Qué interesante —replicó Jackson Mead—. Me refiero a lo de las telarañas. —De pronto disfrutaba inmensamente, como si hubiera visto el instrumento de la victoria que Praeger dudaba que tuviera—. Espere a ver mis telarañas, señor De Pinto. —Se alzó cuan alto era y se inclinó sobre el escritorio para clavar la mirada en sus interrogadores—. Comparado con ellas, el hierro no es nada.

La entrevista concluyó.