El mismo día que Craig Binky partió en avión hacia Brownsville y luego viró misteriosamente hacia el mar, un grupo de periodistas y directivos del Sun se reunió para disfrutar de una cena temprana en el Petipas. Mientras estaban sentados en el jardín, deslumbrados por el resplandor blanco y dorado de la puesta del sol, oyeron una flota de aviones cruzar a toda velocidad el cielo a lo lejos y se preguntaron qué era.
Acababan de finalizar la última tarea del día, que consistía en transferir material al Whale para reimprimirlo. Tras una cena temprana, un paseo tranquilo y unas horas de sueño reparador, acudirían al Sun a las seis de la mañana para empezar a trabajar en la edición que tendría que estar lista a las dos y media de la tarde siguiente. Después de transferir los artículos, comprobar las planchas y organizar el trabajo del día siguiente, darían la jornada por concluida hacia las siete de la tarde.
Les gustaba reunirse en el Petipas porque era un restaurante tranquilo y espacioso y, al mismo tiempo, les permitía ver el tráfico fluvial que descendía del norte y oír los camiones solitarios que cruzaban el mercado desierto. Inexplicablemente, el ruido de las ruedas sobre los adoquines era reconfortante. Lo mejor eran los temperamentales gritos de sorpresa de los remolcadores y los ferris (el New Weehawken, el Staten Island, el Upper River, el New Fulton) que resonaban por el puerto y los acantilados del distrito financiero. Lastimero, brumoso y lleno de crepúsculo, el sonido de las sirenas sin duda quedaba alterado por sus múltiples recorridos a través de los desfiladeros en sombra. En el este, un millar de incendios dorados se reflejaban en las ventanas de los edificios altos y los almacenes color rojo oscuro e iluminaban las torres municipales, de un blanco pastel, cuyas estatuas, columnas y extraordinarios nidos de detalles se hallaban tan por encima de la calle y del ojo humano que debían de haberse concebido para los pájaros. Al otro lado del río se alzaba un montículo del siglo XVIII con árboles que parecían campesinas con los brazos en jarras, y el foco del sol prendía fuego a sus copas verdes, mientras las sombras negras de abajo hacían pensar en un bosquecillo de proporciones infinitas. Harry Penn contemplaba el oscuro anclaje de ese bosquecillo y en los túneles de terciopelo veía exactamente adónde iría muy pronto. En la oscuridad envuelta en luz brillante percibía la presencia comprimida del futuro y el pasado, que por fin cobraban vida y corrían juntos.
Dio la espalda a la negrura hipnótica de los árboles para mirar a su hija y a los demás. Con su juventud, sus pasiones y su entusiasmo, eran como un grupo de cantantes en un escenario, cuya risa cambiante y miembros expresivos parecían un sueño bajo luces intensas. Con los años, sus energías se transformarían en las facultades de la contemplación y la memoria. Y los sueños que les devolverían a las personas que habían amado y los paisajes de treinta mil días superarían con creces las décadas de juventud en las que corrían esquivando camiones de cerveza y tratando de ganarse la vida. Si al cabo de tres cuartos de siglo eran como el anciano que los observaba en el jardín del Petipas, complacido por su elegancia y su animación, serían afortunados. Porque Harry Penn era un hombre feliz, satisfecho con sus recuerdos.
Eran quince en la cena. Hardesty Marratta, Virginia y Marko Chestnut estaban sentados en el extremo de una mesa larga, frente a Harry Penn. Asbury y Christiana estaban en el centro. (Asbury había pescado el oloroso halibut que se asaba al carbón). Courtenay Favat se había levantado de la silla para tomar notas en la cocina y Lucia Terrapin se ruborizaba cada vez que la miraba un corpulento tipógrafo llamado Clemmys Guttata. Conocedor de la tradición de los Penn, Hugh Close trabajaba con ahínco, absorto en un gin-tonic y un informe que estaba reescribiendo con el entusiasmo de un director de orquesta sinfónica. Contento de que la Bolsa hubiera cerrado como el cometa Halley en su nodo ascendente, Bedford miraba soñador los remolcadores de color granate y blanco que se deslizaban lentamente por el Hudson plateado. Esperando a Praeger de Pinto, Jessica Penn estaba inclinada sobre el menú, estudiándolo como si fuera la piedra Rosetta. Tenía fama de agarrada con el dinero. Praeger llegaría en cualquier momento con Martin y Abby Marratta, a quienes había ido a recoger en Yorkville después de entrevistar al alcalde, postrado en la cama. A comienzos de junio las distintas clases de polen siempre podían con el alcalde. Un camarero dejó en la mesa dos enormes fuentes de salmón ahumado, pan negro y limón. Todos prorrumpieron en exclamaciones.
En ese momento entró Praeger de Pinto con Abby en brazos y Martin siguiéndolo por todo el local, ya que tenía esa edad en que un niño no está nunca quieto. Praeger dejó a Abby en el regazo de Virginia, como si fuera un paquete. Abby, que aún no había cumplido los tres, miró con enorme desaprobación a los adultos, se escabulló de los brazos de Virginia y, con el malhumor que sigue a la siesta, se acercó a la parrilla para mirar las brasas bajo los trozos de pescado que chisporroteaban suavemente. Martin se reunió enseguida con ella, decidido a demostrar cómo ardían en la parrilla las briznas de hierba.
—¿Os habéis enterado? —dijo Praeger—. Esta tarde, a Craig Binky se le ha metido algo entre ceja y ceja, porque se ha ido corriendo al aeropuerto y ha salido con sus cien aviones sin decir adónde iba.
—No suele actuar así —comentó Harry Penn—. ¿Qué dicen los teletipos?
—Nada de nada. Lo de siempre y un montón de historias de interés humano. Ya sabe: una mujer de San Petersburgo a la que ha mordido un macaco.
—Tal vez sea la noticia que interesa a Craig Binky —conjeturó Hardesty.
—Craig Binky no sacrificaría un fin de semana de junio en East Hampton por nada —afirmó Bedford.
—¿Estás seguro de que no hay nada en los teletipos? —insistió Harry Penn—. Telefonea a la oficina para comprobarlo. Si hay un notición, no me gustaría enterarme por el Ghost. Debe de cocerse algo. Virginia, ¿te importaría llamar a los controladores del tráfico aéreo? Hardesty, por favor, llama al Ghost y pregúntales a quemarropa. Tal vez te lo digan.
Mientras se efectuaban las llamadas en el vestíbulo del restaurante, Harry Penn se levantó para pasearse por la estrecha hilera de losas que separaban la mesa de las parrillas. Con las manos a la espalda y la cabeza gacha, se balanceaba en las curvas como un tigre que roza los barrotes de su jaula siempre por el mismo lugar. Fascinada, Abby empezó a seguirlo, imitando su paso y su postura. Repetía las palabras del anciano cuando este hablaba pero, como no estaba acostumbrada a pronunciar frases largas, su versión resultaba incomprensible.
Harry Penn se volvió para mirarla con grato asombro.
—Eres una niña valiente, ¿lo sabes?
Luego giró sobre sus talones y los dos siguieron caminando.
—¿Qué dicen los teletipos? —preguntó Harry Penn cuando se acercó Praeger.
—Nada.
—¿Todavía nada?
—Lo he comprobado una y otra vez.
Hardesty regresó.
—El Ghost dice, y cito textualmente: «El señor Binky pasará fuera el fin de semana investigando una noticia sobre pleuresía política».
—La FAA afirma que Craig Binky presentó una carta de vuelo en la que se decía que se dirigían a Brownsville, Texas, pero que los aviones viraron hacia el mar y descendieron hasta desaparecer del radar. Están furiosos, pero siempre lo están —explicó Virginia al salir del vestíbulo.
En ese momento, la última porción de sol se ocultó tras la oscura colina, y los agradables y atractivos túneles bajo los árboles se convirtieron en una masa amenazante sin el alivio de la luz. Absorto en sus pensamientos, Harry Penn no los miró siquiera. Todos empezaron a comer el salmón ahumado y el pan negro (Martin tostó el suyo en la parrilla) mientras hacían cábalas, en la penumbra de la tarde, sobre la noticia que sospechaban que se estaban perdiendo.
—Paciencia —dijo Harry Penn—. Quizá Binky haya oído que el presidente ha perdido una pelota de golf entre los matojos. Y si se trata de un notición, es probable que lo tergiverse o lo pase por alto. Recuerdo que cuando murió Tito, hace mucho tiempo, el titular del Ghost decía: «El Papa por fin se echa a la carretera». Y nunca olvidaré la portada del Ghost cuando un enfermo mental brasileño asesinó al presidente de Ecuador: «Loco de Brasil liquida pez gordo de Ecuador». Además, no podemos hacer nada.
Comieron en silencio, y el crepúsculo llegó por el este como una marea oceánica. Docenas de gruesos filetes de halibut, regados con soja y retsina hasta que estallaban en llamas, fueron retirados de las parrillas y llevados a la mesa. Las humeantes verduras hervidas en agua de mar impregnaron el aire. Y el olor del pescado fresco que chisporroteaba sobre nogal se extendió en nubes de humo blanco y destellante por todo el barrio en penumbra.
Después de que explicaran a los niños qué iban a comer y cómo debían comerlo, y de que se encendieran velas, Christiana levantó la vista y se sobresaltó. Dejó caer el tenedor en el plato, que resonó como una campana. Los demás siguieron su mirada hasta la cerca de hierro forjado del jardín. Apoyado contra ella, un indigente los miraba con una extraña expresión penetrante y un tanto irritada. Todos dejaron de comer.
No era la mirada implorante de quien quiere algo (aunque probablemente tenía hambre y lo había atraído el humo oloroso). Tampoco reflejaba hostilidad. Y el hombre no se comportaba como los numerosos individuos afectados de una locura irremediable que veían en la calle. Al contrario, vestido con harapos, quemado por el sol y el viento, demacrado y fuerte a la vez, los miraba sin parpadear con la frialdad de quien trata de ubicar caras familiares y evocadoras que sabe que no puede identificar. Sus ojos, cuya intensidad aumentaba y disminuía como la de una estrella pulsante, se clavaron en Jessica Penn y parecieron recorrerla como rastrillos. Ella, que había actuado mil veces en los escenarios bajo la presión de potentes focos y miradas implacables, y que estaba acostumbrada a que la gente volviera la cabeza casi al unísono cuando iba por la calle, se quedó casi sin respiración por la intensidad de la mirada de Peter Lake.
Estaban tan anonadados viendo a aquel hombre que no podían moverse. Él miró a Virginia un instante, pero enseguida volvió a concentrarse en Jessica, que creyó que iba a desmayarse. Aunque frágil por su edad, Harry Penn se atrevió a fijar la vista en el indigente y le sostuvo la mirada. Quitando la diferencia de edad, la piel curtida por los elementos y la fortuna, el uno era casi un reflejo del otro. Harry Penn escudriñó metódicamente los rasgos del hombre que tenía delante, lo que pareció apagar el extraño fuego que ardía en el rostro del intruso. El humo serpenteó entre las barras de hierro forjado a las que se aferraba con los puños y lo envolvió. Harry Penn experimentó una gran tristeza y lamentó haber puesto todo su empeño en ascender. Tuvo la sensación de que retrocedía a rastras en el tiempo hasta un momento de la niñez en que no tenía estudios ni sabiduría, en el que solo estaban el futuro y su propia vulnerabilidad.
Nadie sabía cómo salir de ese punto muerto. Creyeron que duraría eternamente.
Mientras seguían paralizados por la imagen de Peter Lake, que se esforzaba por entender lo que veía, Abby se aproximó a la cerca y la cruzó. Se deslizó sin dificultad entre las barras de hierro forjado que habrían detenido a una docena de los hombres más fuertes del mundo aunque su vida hubiera dependido de que la echaran abajo. Cuando sus padres vieron que estaba al otro lado, la llamaron. Pero la niña no los oyó, y ellos quedaron reducidos una vez más a una pasividad lacerante. De pronto se volvieron las tornas. El suyo era el mundo del silencio; ellos eran los perdidos que atisbaban desde fuera; Abby había pasado al otro lado y estaba con Peter Lake.
Con pausadas zancadas que la levantaban ligeramente del suelo y le permitían avanzar a cámara lenta, Abby caminó brincando hacia Peter Lake como si lo conociera desde siempre. Luego pareció elevarse en el aire (aunque tal vez fuera una ilusión óptica), con los brazos extendidos, hasta que se subió a los de él. El hombre la estrechó, ella puso las manitas en sus hombros y, tras apoyar la cabeza contra su pecho, se quedó dormida.
Hardesty fue a la cerca y miró a Peter Lake a los ojos. No había nada que temer. La angustia y la dejadez del hombre significaban poco en un mundo en el que siempre había otros mundos mirando dentro. Y cuando Peter Lake entregó la niña dormida a su padre entre los barrotes, este sintió un fuerte deseo de ver lo que aquel hombre había visto e ir a donde había ido. Hardesty Marratta, un próspero hombre de familia, un hombre con todas las alegrías y todos los privilegios, estaba a punto de rendirse ante un indigente perdido. No tenía ninguna lógica, a menos que se tomara en consideración una eternidad de cosas que desafiaban las alegrías y los privilegios. Aunque Peter Lake pertenecía al mundo de las sombras y Hardesty al mundo sólido, se necesitaban el uno al otro. La niña los había unido durante un instante, pero enseguida Peter Lake retrocedió hacia la oscuridad y desapareció, como si nunca hubiera estado allí.
La comida se enfriaba. Virginia sentó a Abby en su regazo y Hardesty tamborileó con el cuchillo sobre la mesa distraído. Nadie despegó los labios durante diez minutos, hasta que Harry Penn asumió la responsabilidad de romper el silencio.
—Bien —dijo, como si no solo quisiera tranquilizarlos a ellos, sino también tranquilizarse a sí mismo—, estas cosas pasan a veces y el mundo sigue siendo el mismo a pesar de todo.
Miraron alrededor. Era un gran alivio ver cosas corrientes y conocidas.
—El mundo sigue siendo el mismo a pesar de todo —repitió Harry Penn—. Todavía no ha llegado el momento de los cambios milagrosos. Supongo que el hombre que acabamos de ver se ha adelantado a su tiempo, como tal vez todos los que son como él.
Marko Chestnut sonrió. La tensión había sido enorme, aunque apenas se habían dado cuenta. De pronto hallaban alivio en el humo blanco del fuego y en las brasas resplandecientes, en los oscuros acantilados al otro lado del río, ahora azul plateado; en las murallas de edificios altos que se habían vuelto translúcidos con el crepúsculo y parecían emitir una luz contenida, e incluso en la expresión de Tommy el camarero, que, como nadie comía ni hablaba, temía que el chef hubiera vuelto a emborracharse y echado algo horrible en la comida. Todo eso confirmaba que el mundo seguía siendo el mismo a pesar de todo.
Pero no iban a terminarse el halibut asado ni las verduras hervidas con retsina, y esa noche se quedarían con hambre, aunque apenas lo notarían…, porque, de hecho, el mundo no seguía siendo el mismo.
Virginia, que estaba sentada tranquilamente, creyendo que se había recobrado, fue la primera en verlo. Se le erizó el vello y se estremeció.
—Oh, Dios —exclamó.
Todos levantaron la cabeza y vieron lo que ella había visto.
Medio iluminada, medio en penumbra, la tierra al otro lado del río tenía el aspecto de tierras de labranza, campos y huertos. Debido a una avería en una central eléctrica de New Jersey, no veían los edificios ni las luces de la orilla de enfrente. Aunque la mayor parte de New Jersey había tenido que contemplar la puesta del sol en una oscuridad pastoral, el corte del suministro eléctrico solo fue un telón de fondo casual de lo que presenciaron desde el jardín del Petipas. Porque la imagen ilusoria de campos y huertos al otro lado del agua, y hasta el cielo iluminado por el oeste eran arrasados, de manera lenta pero continua, por un muro que se desplazaba de lado, la proa de un barco que ascendía despacio por el Hudson, una guillotina gigantesca, la tapa del mundo, que se cerraba de sur a norte.
Estaban a un cuarto de milla de él y tuvieron que torcer el cuello y echarse atrás en las sillas para ver la cubierta superior. Centrado en el canal, como no podía ser de otra manera, pues lo ocupaba por entero, era tan grande que parecía formar parte del paisaje.
Ese barco, que ascendía desde el sur y parecía salir de un muro de jardín que impedía ver el sur, figuraba entre las estructuras de mayor tamaño que habían visto; rivalizaba con las torres gigantes construidas hacía poco para eclipsar los viejos rascacielos, y solo la proa había logrado traspasar el muro: el resto estaba por llegar. Seguía avanzando, rizando grandes volúmenes de agua, dándoles la forma de lentas espirales blancas que se desenrollaban de agotamiento. De pronto apareció la superestructura. Diez mil luces puras rodaron paralelas a la larga y estrecha ciudad a la que se parecían y convirtieron el agua negra en un resplandor helado. Torres inclinadas y muros fortificados se elevaban a una altura dos veces mayor que la de la proa. En el Petipas, el personal del Sun se echaba cada vez más hacia atrás, sobrecogido por las maravillosas combinaciones de tamaño y complejidad que constituyen los elementos de las ciudades y que empujan al espíritu a una persecución que el ojo apenas puede seguir.
La sección central continuaba desplegándose, extendiéndose detrás del muro en una aparición que causaba sorpresa debido a una masa y altura sin parangón que dejaron sin habla a los espectadores. Cuando creían que iba a surgir la popa para poner fin como correspondía a las amplias y bellas proporciones, el barco prorrumpió en otro alarde de torres destellantes y cubiertas blancas a distintos niveles, como si el constructor hubiera querido que fuera tan esbelto y elegante que su asombrosa altura pareciera totalmente razonable.
Por fin, después de que hubieran desfilado ante ellos varios miles de pies de superestructura y casco, estos acabaron bruscamente no en una curva suave, sino en un acantilado de acero que caía a pico sobre el agua. A muy escasa distancia, unida al barco por una docena de riostras tan grandes que podrían haber circulado camiones por ellas, había una enorme gabarra rectangular de la misma altura que la cubierta principal de aquel. Se deslizaba detrás del buque nodriza seguida de dos hermanas gemelas.
El barco disminuyó la velocidad y se detuvo poco a poco. Ahora que el cielo estaba oscuro y las luces de la ciudad se hacían valer, era posible distinguir que el casco y las gabarras eran azul claro. Y, como la mayoría de los objetos grandes, atraían enjambres de ayudantes menores. Helicópteros y aviones privados daban vueltas como mosquitos y libélulas, describiendo círculos y ochos en giros asombrosos entre los palos y los grandes mástiles. Un barco del parque marítimo de bomberos del Battery había salido, demasiado tarde, río arriba y disparaba columnas de agua blanca hacia la noche, mientras la tripulación se ponía los pantalones a toda prisa preguntándose por qué nadie les había informado de que eso, fuera lo que fuese, iba a llegar. El gran barco arrojó al agua lanchas del tamaño de yates, que lo rodearon con envidia, y a los tripulantes que estaban a la vista solo se les vio fugazmente, como soldados que se asoman un instante por encima de un parapeto pero no se atreven a permanecer así mucho tiempo.
En el Petipas todos se habían puesto de pie, electrizados. Era como si hubieran obtenido una gran victoria por el mero hecho de ver algo tan maravilloso. Estaban tan emocionados que no sabían qué hacer y durante un rato se limitaron a compartir su asombro.
A los habitantes de la ciudad que vivían en lo alto de una colina, entre los árboles, o en una calle concurrida, siempre les parecía que los buques entraban en el puerto despacio, con una vacilación innecesaria. En cambio, para los marineros que habían pasado semanas o meses entre amplios horizontes, la velocidad del barco era vertiginosa habida cuenta de la estrechez enloquecedora de los límites en los que debía adentrarse, y solo estaban tranquilos una vez que se detenía. Cuando un gran buque entraba en el puerto de Nueva York, redefinía la noción que la ciudad tenía de sí misma, su ritmo y su propósito: proclamaba que había un amplio mundo más allá de los Narrows. «He estado allí —decía—. Lo he visto. Esforzaos en imaginar las maravillas que hay más allá, porque no os las describiré con exactitud».
Harry Penn se subió a una silla y, como de costumbre, empezó a dar órdenes a sus empleados.
—Seguro que Craig Binky se lo ha perdido —dijo—. Quién sabe, tal vez haya virado hacia el norte y volado hasta Canadá. No me extrañaría que estuviera buscando un barco en tierra firme.
»Bien. Asbury, prepara la lancha por si queremos echar un vistazo de cerca. Si logramos un poco de información, tenemos tiempo de lanzar una edición especial del Whale. No ha habido nunca un barco como ese, Praeger. Creo que quizá nos traiga un gran regalo.
—¿Cuál…?
—El futuro.
Salieron del restaurante casi volando. Hasta Harry Penn corrió por las calles adoquinadas que conducían a Printing House Square, golpeando de vez en cuando el suelo con el bastón para recordarse que ya no era joven.
Esa noche ningún empleado del Sun pegó ojo y la ciudad, sin saberlo, empezó a cobrar vida.