Mirad, no hay forma ordenada y cuerda de describir el Ghost, ni por donde empezar. El Ghost era rotundo y circular en el tiempo, y su organización, totalmente caótica. Era un hervidero de gente muy seria que exigía una infinidad de cosas descabelladas. Por ejemplo, en cierta ocasión se desencadenó una gran crisis cuando el periódico se dividió en dos facciones: los que sostenían que el vino blanco venía del pescado y los que lo negaban, aunque no dijeron o no supieron decir de dónde venía. Se rehuyeron unos a otros como hugonotes y valones, y durante ocho o nueve meses el Ghost apareció con muchos espacios en blanco, fotos eliminadas y artículos colocados del revés o de lado, porque las facciones se negaban a cooperar. Craig Binky consultó a sus asesores e hizo exactamente lo que de todas formas quería hacer. Convocó a la junta directiva y anunció:
—Caballeros, recordarán la historia del nudo de acordeón. Pipino el Breve, cuando le ofrecieron el nudo de acordeón, no pudo desatarlo. De modo que lo quemó, como hicieron los rusos con sus pueblos de cúpulas en forma de calabaza. Me propongo seguir la misma estrategia con adaptaciones para esta época, más eufónica.
A continuación echó a la calle a cada uno de los once mil empleados del Ghost. Al día siguiente el Ghost estaba vacío, no había ni una rata, lo que quizá habría hecho entrar en razón a los empleados enemistados si Craig Binky no hubiera dado a cada uno una indemnización por despido de tres años. Durante cinco o seis semanas el Ghost y sus filiales estuvieron a oscuras como una cueva en una noche sin luna, mientras un ejército de rastreadores profesionales vagaba por las Rivieras francesa e italiana buscando a los trabajadores.
La lección de Craig Binky fue bastante simple. Como escribió Virginia para resumir la entrevista que había realizado al director y editor del Ghost: «Demasiado poder lleva a hacer el ridículo. Es cierto en la política, donde a menudo los poderosos son derrocados por su propia pomposidad; lo es en la religión, donde el hombre que ve ángeles casi siempre regresa con una historia sobre arlequines, y lo es en el periodismo, donde ser un espejo del mundo convierte en necios a quienes dicen lo que es y lo que no es. Por supuesto, siempre hay alguien que tiene que arriesgarse a decir lo que es y lo que no es. Sin embargo, quienes lo hacen ignorando su lugar en la naturaleza incurren en cosas como el veredicto emitido cuidadosamente por Craig Binky de que “el vino blanco no viene, en efecto, del pescado ni de ningún otro mamífero. Viene de exprimir el jugo del calabacín verde”».
Pero los miembros de la junta directiva del Ghost se sentían irremediablemente intimidados por los tropecientos millones de dólares de Binky y no se atrevían a contradecir a su jefe. A veces le suplicaban que no hiciera esto o aquello, pero siempre con voz tímida. El poder de Binky sobre ellos era casi absoluto. Por ejemplo, les obligaba a adoptar como nombre las palabras guía que aparecían en la cubierta de los tomos de la Encyclopaedia Britannica. Era para acordarse mejor de quiénes eran, ya que pasaba mucho tiempo mirando fijamente la enciclopedia. De mala gana ellos se convertían en Bibai Coleman, Hermoup Lally, Lalo Montpar, Montpel Piranesi, Scurlock Tirah, Arizona Bolivar, Bolivia Cervantes (la única mujer de la junta), Ceylon Congreve, Geraniales Hume, Newman Peisistratus, Rubens Somalia y Tirane Zywny, quien, para su eterna vergüenza, compartía nombre con el cazador de ratas Zywny, una raza de perro.
Flanqueado por sus dos guardaespaldas ciegos, Alertu y Scroutu, Craig Binky entró en la reunión mensual de la junta. Como de costumbre, tenía un fajo de propuestas y proyectos nuevos (que llamaba «proyectiles»), que la junta hubo de aprobar en su totalidad.
—En primer lugar, quiero permitiros que me deis las gracias por el honor de convocaros aquí. Lo que quiero decir es que, con franqueza, estoy encantado de que me conozcáis. ¡Bueno! ¡Qué día! El sol brilla en destellos y fulgores, y todo se sustancia. Así que, ya veis, qué gran placer supone dirigirse a vosotros para mí, vuestro amigo y director, siempre preocupado, nunca contento, y totalmente dispuesto a hablar de ello, ayer, hoy y mañana.
Acto seguido giró la silla y se quedó mirando la ventana durante cinco minutos. Le traía sin cuidado que los miembros de la junta estuvieran sentados rígidamente detrás de él. A veces los dejaba así una hora entera. ¿Qué más le daba? Pagaba doscientos mil dólares al año a cada uno por aplaudir educadamente cuando él entraba, por asentir y abrir mucho los ojos al oír sus sugerencias y propuestas, por llamarse por el nombre que él les había obligado a adoptar y por discutir lo que él decía, con palabras rimbombantes que él no entendía, para al final confirmar que, por ejemplo, era una idea muy brillante plantar champiñones en las cajas fuertes que no se utilizaban. Giró la silla de nuevo.
—Lalo, Hermoup, Bolivia, Bibai, Montpel, Newman, Tirane, Ceylon, Geraniales, Arizona, Scurlock. Me alegro de que estéis todos aquí y de que todos seáis mortales. Escuchad lo que os tengo que decir.
»¿Qué pasaría si cogiéramos todo lo que existe en el universo y lo dividiéramos entre uno? Os lo diré. Todo seguiría igual. ¿Cómo sabemos, por tanto, que nadie lo está haciendo en este mismo instante? Me da escalofríos solo de pensarlo. ¡Podrían dividirnos constantemente entre uno, o multiplicarnos por uno, y ni siquiera lo sabríamos!
Todos fingieron maravillarse, se volvieron hacia su vecino y se irguieron de nuevo, esperando a que continuara.
—Voy a enumerar los puntos de hoy, comenzando por el número A.
»Numero dos. He estado pensando en ello y no me gusta. Por lo que a mí respecta, está fuera de programa, acabado, notificado.
—Buena idea —apuntó Scurlock Tirah (cuyo verdadero nombre era Finny Pealock).
—Numero L. Estamos quedándonos algo atrás en organización corporativa. Marcel Apand me hablaba de una pequeña compañía de electrónica que ha montado en la India. Encargó a una escuela de administración de empresas que la diseñara desde arriba y me gusta mucho cómo lo hicieron. Por esa razón, este mismo lunes, la corporación matriz del Ghost se refundirá en matas, macromatas, vainas, microvainas, minivainas, macrovainas, macropepitas, superpepitas, bulboagregados y pingos. Algunos departamentos se unirán a otras matas, vainas, pepitas, bulboagregados y pingos, y otros se quedarán básicamente igual. Por ejemplo, una secretaria del hasta ahora llamado servicio de secretaría de la sección inmobiliaria del departamento de clasificados recibirá en adelante la denominación de pingo en la mata secretarial de la vaina inmobiliaria de la macropepita de clasificados. Esto, por supuesto, es a su vez un bulboagregado de la superpepita generadora de ingresos.
Los miembros de la junta esbozaban sonrisas nerviosas, daban golpecitos con los pies, tamborileaban con los dedos sobre la mesa y miraban de un lado para otro.
Durante las dos horas y media siguientes, en el curso de las cuales se le sirvió un almuerzo de siete platos mientras a los demás, que lo observaban con el estómago vacío, se les hacía la boca agua, Craig Binky habló largo y tendido, y las ideas salieron de él en cantidades demenciales. Creía firmemente que era el centro del universo y que al cabo de mil años la gente se referiría a los últimos lustros del siglo XX como «La Era de Craig Binky», a la música y al arte de ese período como «binkiano», «binkesco» o «binkótico». Hasta había jugueteado con la idea de «binkoniano», «binkés» (que, de hecho, ya existía) y «binkritud».
El mismo Ghost era un documento desconcertante. A diferencia del Sun y de la mayoría de los demás periódicos, lo dirigían los escritores de titulares. Con los años, el éxito de sus afirmaciones sensacionalistas los había convertido en una casta de mandarines elevados, y descubrieron que los titulares no tenían por qué guardar relación con el texto que seguía. Un artículo titulado «Eutanasia en Manila», por ejemplo, podía tratar del boom inmobiliario en Noruega o de unos grandes almacenes de Hartford, Connecticut. «La reina se desnuda en Londres» versaba sobre una nueva fórmula de repelente de insectos desarrollada en la Universidad de Iowa. Y debajo de «Playboy africano se suicida», se leía el discurso pronunciado por un bioquímico de Harvard al recibir el Premio Nobel. La primera plana del Ghost, como cabía esperar en un tabloide, era todo titulares, casi siempre en letras rojas. Sin embargo, a diferencia de lo que ocurría en otros tabloides que habían desaparecido hacía tiempo, los titulares del Ghost no iban acompañados de ningún artículo. Por lo visto eso no importaba. Millones de personas compraban el periódico de todos modos. Harry Penn tenía enmarcado en el despacho su ejemplo favorito de unos grandes titulares del Ghost que no llevaban ninguna explicación. En enormes mayúsculas se leía: «Modelo muerta demanda a caballo de carreras».
Con todo, al Ghost le iba muy bien, y los millones aumentaban. Era como si un ángel protegiera a Craig Binky.
Y, de creer al director y editor del Ghost, en efecto había un ángel. Una vez Craig Binky entró en tromba en el despacho de Harry Penn exigiendo que cerrara de inmediato el Sun. Cuando se le rogó que explicara su atrevimiento, respondió que un ángel se le había aparecido, había arrojado redes de plástico sobre su cuerpo y encarcelado su voluntad, y le había ordenado que formulara exactamente esa petición. Harry Penn comía un caramelo duro, algo que siempre le hacía parecer más irónico y relajado de lo que era en realidad. Mientras reflexionaba, pasaba el caramelo de una mejilla a otra, como un dado en un cubilete. Al final lo dejó quieto.
—Craig —preguntó—, ¿el ángel le ha entregado algún papel?
Siguió un silencio, durante el cual la evidente incapacidad de Craig Binky para salvar ese escollo inundó la habitación como si fuera cientos de dólares de plata que hubieran reventado sus bolsillos, caído como una cascada en las perneras de los pantalones, aterrizado sobre sus pies y rodado por todas partes.
—Porque, Craig —insistió Harry Penn—, si no ha dejado nada por escrito, no podemos aceptar como válida la petición.
Pero poco más podía detener a Craig Binky, pues creía que todo lo relacionado con su persona estaba destinado a triunfar. Harry Penn estaba seguro de que en sus casi cien años de vida no se había topado nunca con un alma que rezumara mayor autocomplacencia. La pomposidad de Craig Binky a menudo se veía aligerada, para los demás, por lo que Harry Penn describía generosamente como «la inteligencia poco rigurosa del señor Binky».
En parte para desbancar otras opiniones, en parte para dar a conocer las suyas, llenaba hábilmente la sección de cartas con comunicados anónimos que firmaba «Craig B.». Si eso no lo hubiera delatado, casi todo el mundo habría reconocido al autor por el estilo y la sintaxis inconfundibles: «Craig Binky dice que hay demasiadas fuentes de agua en la tercera planta. Craig Binky dice retirar algunas». Muchas de sus frases tenían el mismo sujeto y predicado: «El Ghost, el periódico predilecto de Nueva York, publicado y dirigido por Craig Binky, es el Ghost».
Se jactaba de conocer a un montón de personas influyentes, bebía vino caro (y agua importada de un manantial helado de Sajalín) e iba a restaurantes donde una tostada (Tostada Almendrada, Tostada en gelée, Tostada Safand) costaba el equivalente de catorce horas de salario mínimo. Verdaderamente se creía superior. Tal vez por eso organizaba con frecuencia cenas en su honor. Aun así, Craig Binky y el Ghost eran el contrapeso necesario de Harry Penn y el Sun. En cierto modo, no podía existir el uno sin el otro. Sin ir más lejos, se hallaban frente a frente en Printing House Square.
Si todos los meses con todos sus días fueran como junio en Nueva York, sería el paraíso en la tierra. A principios de junio, a menudo se toman decisiones trascendentales, el poder se fortalece, se libran guerras rápidas y los idilios empiezan o acaban. Esto era evidente hasta para Craig Binky.
En un día espléndido en que hasta los periodistas holgazaneaban al sol contemplando las abejas, mientras una plácida música de ópera brotaba de las tranquilas y umbrías calles y los árboles recibían en sus hojas, brillantes como joyas, las brisas de principios de verano, un mensajero partió veloz del aeropuerto en un helicóptero del Ghost. Antes de aterrizar en la azotea del Ghost, saltó al helipuerto, lesionándose la pierna al estilo de John Wilkes Booth, y corrió hacia el despacho de Craig Binky.
Pasó como una flecha por delante de la recepcionista y se dirigió volando hacia el sanctasanctórum de Craig Binky. Alertu y Scroutu, con los brazos cruzados, estaban plantados ante la puerta, a través de la cual se veía a Craig Binky, que presidía una reunión de la junta. Betty Wasky, su secretaria, se levantó de la silla e imploró al desconocido que tuviera paciencia.
—Estos tipos están ciegos —dijo el mensajero, tomándoles las medidas a Alertu y Scroutu—. No quiero hacerles daño.
Esa forma de hablar impresionó a Betty Wasky, que fue a buscar a su jefe.
Craig Binky llevó al mensajero a su despacho privado y salió cinco minutos después gritando órdenes.
Despidió a la junta y mandó que prepararan la flota de aviones del periódico.
—¡Denles cuerda! —vociferó.
Tras una llamada al aeropuerto, su pequeño ejército del aire estaba listo. El avión que tendría el honor de acoger a Craig Binky sería el primero en despegar; los demás lo seguirían en un escuadrón de titanio reluciente y motores ensordecedores. Cuando Craig Binky se alejó volando, cien aeroplanos emprendieron el vuelo, como las palomas que se soltaban para recibir a un general romano que regresaba victorioso. En el avión más grande de la flota, un aparato comercial gigante, había mandado instalar un asiento elevado que le permitía mirar el exterior desde una burbuja de plástico que había en el techo del fuselaje. Esa aeronave, una presencia habitual en los aeropuertos de Nueva York, se dirigía a los confines más remotos del imperio Ghost, con la cabeza de Craig Binky visible en la burbuja.
Aquel día, el aeropuerto fue presa de la excitación cuando cien aviones se elevaron en el aire, uno detrás de otro, como en un ataque aéreo. Sumieron a los controladores en el caos porque, según las cartas de vuelo que habían presentado a toda prisa, se dirigían a Brownsville, Texas, y sin embargo todos viraron hacia el este, rumbo al mar.
—¿Adónde demonios va? —preguntó un controlador al ver que el escuadrón descendía hasta desaparecer de las pantallas de radar.
No obtuvo respuesta porque, salvo Craig Binky, nadie lo sabía. Y Craig Binky no iba a decirlo.