El 15 de mayo, el Sun conmemoró su 125 aniversario y varios miles de personas subieron al ferry de Staten Island que aguardaba en el puerto en medio de una fría bruma que se extendía sobre la superficie del agua. Harry Penn había decidido celebrar la longevidad de su periódico llevando a los empleados y sus consortes a un crucero de primavera «Hudson arriba y por debajo de los Palisades», como se anunció al principio, aunque la frase «por debajo de los Palisades» provocó las protestas de Hugh Close, el redactor jefe, quien afirmó con sarcasmo que no iban a abrir ningún túnel en la roca. Así pues, la travesía tendría lugar «bajo los Palisades», después de que rechazaran «a la sombra de los Palisades» porque, como señaló Close, esa noche no habría luna y, por lo tanto, los acantilados de Jersey no arrojarían ninguna sombra.
El ferry, brillantemente iluminado, era naranja y dorado como un cuenco de fruta al sol. Miles de botellas de champán y toneladas de entrantes y postres llenaban las mesas con manteles blancos que se extendían como cintas a través de los largos camarotes. En cada cubierta, una orquesta tocaba a todo volumen mientras los invitados subían a bordo. Se sentían eufóricos y optimistas porque, tras cerrar temprano la edición del Sun esa tarde, habían recibido por sorpresa, con motivo del 125 aniversario, una paga extra equivalente al sueldo de todo un año, junto con una carta de agradecimiento y elogio de Harry Penn, en la que destacaba el comportamiento heroico, constructivo y generoso de los trabajadores, les garantizaba la salud fiscal del periódico y les invitaba a continuar con él y compartir su futuro.
Para Hardesty y Virginia, la paga extra del 125 aniversario llegó como dinero caído del cielo, ya que significaba que la familia recibiría ese año cuatro sueldos aceptables. Además, el Harvesters and Planters Bank de San Luis, que se había recuperado y recapitalizado después de cinco años, había enviado una carta a Hardesty prometiendo abonarle su cheque, inactivo durante tanto tiempo. En general disfrutaban de una buena posición económica. Virginia había tenido un segundo hijo, una niña a la que llamaron Abby. La señora Gamely les había mandado una carta en la que los invitaba a visitarla cuanto antes y les informaba de que en aquellos años anteriores al milenio el Lago de los Coheeries había sufrido inviernos duros, sí, pero también veranos extraordinarios que habían multiplicado la riqueza natural del pueblo, «en el sentido agrario y lexicográfico del término. Hay montones de comida en todas partes —había escrito un amigo por ella— y se han generado tantas palabras nuevas y maravillosas que los almacenes y las despensas están hasta arriba. Estamos rebosantes de neologismos, pescado ahumado y tartas de fruta». Hasta había incluido en la carta una delgada y deliciosa tarta de cerezas.
Hardesty y Virginia empezaron a bailar los valses de concierto antes incluso de que el ferry saliera del puerto, y se contaban entre las más felices de las parejas felices. Sus hijos estaban en casa, protegidos, soñolientos y contentos; eran solventes y progresaban; gozaban de buena salud y acababan de dar por concluida una dura jornada laboral. Esto, junto con unas cuantas copas de champán (tan seco que, si se derramaba, desaparecía), les hizo bailar con perfectas elipses e inclinaciones. A veces daban vueltas alrededor de Asbury y Christiana, que llamaban especialmente la atención por su juventud y vitalidad, y que se sentían tan felices como ellos. Con extraordinaria desenvoltura bailaron por la cubierta transformada del ferry, moviéndose como los planetas. Pasaron junto a Praeger de Pinto, que bailaba con Jessica Penn. Se mezclaron con el resto de personal: los tipógrafos y los camioneros, los mecánicos de rostro largo y noble con bigotes de finales de siglo bien recortados, las secretarias jóvenes y encantadoras que nunca habían asistido a un acto tan elegante, aparte de las fiestas formales y civilizadas de Navidad y julio que se celebraban en la azotea del Sun; los periodistas novatos que acababan de incorporarse al diario, torpes y serios como adolescentes; los ancianos bibliotecarios, los cocineros, los guardias de seguridad (en su ausencia, la policía vigilaba el edificio vacío del Sun) y el mismísimo Harry Penn, marchito, elegante, sagaz, ágil y tan delgado como un pararrayos. Cuando todos hubieron embarcado, el ferry salió del puerto de la Upper Bay y viró hacia el norte en dirección al Hudson, liso como una balsa de aceite. Pasaron por delante de edificios con el interior iluminado y, con excepción del sonido sordo de las orquestas y los motores, el ferry avanzaba en silencio. De las calles y carreteras de Manhattan se elevaba un canto. La niebla ocultaba las estrellas y el cielo y, cuando se aproximaron al puente de George Washington, descendió para cubrir como un manto ambas orillas del río, pero no el puente, ni su catenaria, que destellaba con diamantes azules y blancos y parecía lo bastante ancha y amplia para acunar al mundo en su curva.
Los muros de cristal de Manhattan, que se extendían con un suave resplandor verde por el Hudson hasta el Battery, no eran nada comparados con el manto blanco que resaltaba el conflicto de las estaciones. Su frialdad y su pureza sobre el río espejado pusieron al ferry en un escenario. Los invitados no tardaron en dejar de bailar. A su alrededor se habían alzado paredes catedralicias, y el silencioso avance del ferry se asemejaba a una travesía al mundo de los muertos, todo lo cual inducía a pensar que, tal vez, al otro lado del manto blanco de la niebla hubiera algo mucho más trascendental que New Jersey. Y de pronto bajó mucho la temperatura: un aviso enviado desde más allá de la cadena de luces que señalaba el recodo norte del Hudson.
Las orquestas interrumpieron los valses y los motores aminoraron la marcha, hasta que el ferry que se deslizaba silenciosamente contuvo el aliento. De repente la orquesta de proa empezó a tocar un canon de belleza apocalíptica, una de esas piezas en las que sin duda el compositor se limita a transcribir lo que le es revelado mientras tiembla sobrecogido por la mano que lo guía. La orquesta de popa no tardó en seguirla, y el canon se elevó por encima de las cubiertas y el agua hasta que el ferry pareció un instrumento musical, un objeto de cristal delicado que brillaba por dentro y flotaba en el mismo espejo que la ciudad.
Mientras la música ascendía hacia el éter, permanecieron junto a las barandillas y en las cubiertas superiores mirando hacia el mar, más allá de sí mismos, paralizados. Habían subido al ferry despreocupados, para bailar y reír. Y de pronto había surgido alrededor una especie de ventana de guillotina blanca y habían comprendido lo breves e insustanciales que eran sus vidas; cómo, en apenas un segundo, en un abrir y cerrar de ojos, todo está perdido. Eso los alejó de sus inquietudes y ambiciones e, interesados solo por la música y las leyes de las que formaba parte, se quedaron en las cubiertas del ferry, profundamente conmovidos. Llegara lo que llegase, llegaría. Vieran lo que viesen, lo verían. Y se sentirían agradecidos por haberlo visto.
Qué valientes son, pensó Harry Penn, que había experimentado esa sensación en los momentos más críticos de la guerra, en alta mar y mirando a los ojos a un niño. Qué valientes son para mirar fijamente a la muerte, y qué grande será su recompensa.
Adelantándose al verano que se aproximaba, cortinas y cadenas de silenciosos relámpagos de calor estallaron en la niebla ondulante, y la destrucción de sus afluentes se reflejó en el río. El espectáculo detuvo las orquestas y acalló la música cuando el ferry y sus pasajeros se deslizaron bajo los mudos destellos que libraban una batalla en lo alto. Y, justo al pasar por debajo del puente centelleante, el ferry efectuó un silencioso giro que los dejó sin aliento y emprendió el regreso.
Isaac Penn había partido de Hudson, Nueva York, en un ballenero a los once años, cuando era flaco como un palillo. No había visto nunca el mar y se quedó asombrado cuando viraron río abajo y se encontraron con la gran bahía de Haverstraw, y a continuación con la amplia extensión del Tappan Zee. Mientras pasaban por delante de Manhattan y de los Palisades, las hileras de edificios, los frenéticos muelles y el bosque de mástiles, más espeso y enmarañado que los frambuesos que crecían cerca del Lago de los Coheeries, lo impresionaron profundamente y para siempre. Lo asimiló todo lo mejor que pudo y prometió que algún día regresaría a Manhattan para participar en la construcción de una ciudad que incluso él, un niño ballenero de once años, veía que avanzaba resuelta hacia el norte de la isla. La promesa se volvió más firme cuando contempló lo que había más allá de los Narrows. Allí no había ondulantes colinas verdes salpicadas de vacas de colores chillones y fauces en movimiento, ni bahías de juncos repletas de garzas y cisnes blancos, ni montañas azules a lo lejos, ni bosques fríos y azotados por el viento a lo largo de las cumbres; solo estaba el mar, nada más, en un gran círculo de agua y cielo. Luego los balleneros le pusieron a fregar cazuelas, lo que hizo durante tres años.
Volvió al mar una y otra vez. Siempre bajaban por el Hudson y pasaban ante Manhattan, y en cada ocasión Manhattan había dado varios saltos hacia el norte. Isaac Penn fue igual de constante en sus progresos. De marmitón pasó a grumete, luego a aprendiz de marinero, a marinero de primera, a tercer, segundo y primer oficial, a capitán, a dueño de un barco y a dueño de toda una flota. Poco antes del hundimiento de la pesca de ballenas, retiró su fortuna y la invirtió en buques mercantes, fábricas, tierras y un periódico que él mismo diseñó.
Sabía llevar el timón con mano firme, la mejor manera de tratar a la tripulación, cómo navegar en la oscuridad y en medio de tormentas, cómo localizar las valiosas y esquivas ballenas, y tenía la costumbre de anotar en el diario de navegación, de forma concisa y clara, todo lo ocurrido durante la jornada. Sabía llevar la contabilidad, organizar de modo eficiente la actividad en las cubiertas y cuándo vender el aceite. Había apostado a corresponsales en puertos extranjeros para que lo informaran de las demás flotas, a fin de prepararse para las fluctuaciones del mercado. Tenía paciencia —perseguía la buena suerte sin descanso o esperaba hasta tenerla a su alcance— y había clavado con sus propias manos no pocos arpones.
Así pues, logró diseñar el Sun para que fuera, si no un instrumento perfecto, al menos algo que se le aproximaba bastante. Situado en Printing House Square, en el sur de Manhattan, en la confluencia de las calles Dark Willow, Breasted, Tillinghast y Pine, quedaba cerca del centro del gobierno, para las noticias políticas; cerca de los muelles, para recoger los despachos del extranjero; cerca de Five Points, para todo lo relacionado con la delincuencia; cerca de la Bowery, para cubrir el teatro y la música, y cerca de Brooklyn (a través del ferry, hasta que finalizó la construcción del puente), para las noticias de interés humano. «En aquellos tiempos —le gustaba decir a Harry Penn—, creían que solo tenía interés humano lo que ocurría en Brooklyn. “Necesitamos una noticia de interés humano”, decía alguien. “Envía a un muchacho a Brooklyn”. Yo solía señalar que también había seres humanos en Manhattan. No me creían. De modo que me iba a Brooklyn y buscaba como loco una noticia de interés humano, que la mayoría de las veces estaba relacionada con una vaca».
A pesar de que su situación en el sur de la ciudad resultó un tanto desventajosa en vista de lo que ocurrió más tarde en el centro, permitía a muchos de los empleados vivir en Staten Island y Brooklyn Heights y alentaba un gusto por la historia y la actividad, ya que era el centro de un gran hervidero.
Incluso de lejos, el edificio del Sun se distinguía de los que lo rodeaban y, con el tiempo, casi lo asfixiaron. Al Sun siempre se lo identificaba por sus banderas. No eran como las filas de coristas de la ropa interior nacional colgada a secar delante de las Naciones Unidas o alrededor de la pista de patinaje de Rockefeller Plaza, sino más bien balizas individuales del color de las llamas. Cinco enormes banderas ondeaban al viento. En las cuatro esquinas estaban las enseñas de la ciudad de Nueva York, del estado de Nueva York, del Sun y del Whale, y en el centro, la bandera estadounidense. La del Sun representaba un sol dorado con una corona de triángulos pronunciados, sobre un campo satinado blanco. La del Whale era mitad azul claro y mitad azul marino, festoneada de olas para separar el mar del cielo, con una gran ballena inmóvil sobre el agua que agitaba la cola con golpes articulados de azul, blanco y gris. En el caso insólito de una guerra manifiestamente justa e injusta, en la que un bando fuera exclusivamente el agresor y el otro solo víctima, el estandarte de la víctima ondearía debajo de la bandera nacional. Las enseñas decoraban el patio interior y colgaban como tapices en la sala de noticias locales, porque Harry Penn sostenía que eran para un edificio lo que una corbata para un hombre y un fular para una mujer. «Con una buena corbata, un viejo canalla gris como yo parece el rey de Polinesia —decía—. Si a mí me encanta llevar una bonita corbata, al edificio también».
El edificio era un rectángulo neoclásico francés de estructura de hierro y fachada de piedra, obra de Oiseau, el arquitecto del siglo XIX. Era ligero y espacioso, y al mismo tiempo sólido. Había sido totalmente restaurado ciento diez años después de su construcción, y ahora los marcos de las enormes ventanas sostenían vidrios de color humo sin montura que parecían grandes gemas planas en engastes clásicos. En el corazón del edificio había un patio grande con jardines y una fuente. De las cuatro paredes de ese atrio pendían escaleras iluminadas sobre el espacio abierto. Un caparazón de vidrio y acero lo cubría para convertirlo en una galería, y en las estaciones más cálidas se abría con una manivela como una escotilla de carga y se plegaba.
El interior era blanco como una cáscara de huevo, aunque algunas paredes estaban pintadas de colores suaves o cubiertas de tapices, y aquí y allá colgaban cuadros enormes de escenas balleneras de acción. Contemplarlos era como estar en alta mar; el agua blanca parecía tan real que el espectador se apartaba para que no le diera en la cara la brillante cola de una ballena que luchaba. Los techos, tres veces más altos que los modernos, estaban bordeados de molduras labradas por expertos artesanos que habían fallecido muchas generaciones atrás. Por todo el edificio había alfombras orientales, maderas cálidas, adornos de latón y sutiles luces empotradas, que unas veces se enfocaban para proyectar radiantes círculos de luz y otras se retiraban a fin de crear un resplandor suntuoso. El suelo era de roble, las escaleras de caoba. Los ascensores, de latón, teca y cristal auténtico, se elevaban silenciosamente de los vestíbulos llenos de palmeras y reflectores brillantes que los alumbraban durante el ascenso haciéndolos destellar como diamantes.
En el sótano estaban los grupos electrógenos, uno para generar electricidad y el otro únicamente para las prensas. Eran antiguas y complejas construcciones de hierro, latón y acero que ocupaban medio acre y formaban un conjunto de samovares resoplantes, ruedas que giraban enloquecidas, larguísimas varas de arrastre en frenética copulación con enormes cilindros, calderas lo bastante grandes para cocinar toda la cosecha de albaricoques del Valle Imperial, y un bosque de pasadizos y escaleras de mano que permitían acceder a las válvulas, las palancas, las bombas titilantes, los indicadores y los selectores, que inducían a algunos transeúntes a pensar, al ver todo el aparato a través de ventanas como de invernadero en un foso de aire, que se trataba de una fábrica de relojes o una destilería. Cuando los dos grupos electrógenos zumbaban y sus luces iluminaban los alegres resuellos y las finas columnas de vapor, parecían el corazón del mundo. De lugares tan alejados como Ohio llegaban colegiales en autocares solo para ver la maquinaría eléctrica del Sun y los vetustos mecanismos que la hacían funcionar. Únicamente los mecánicos conocían los secretos de la vieja tecnología. Y ni siquiera ellos, que habían aprendido el oficio de sus padres, sabían el nombre de la mitad de las piezas ni la utilidad de todos los apéndices inactivos. Gran parte de la maquinaria no se utilizaba, y sin embargo había que limpiar y engrasar todos los engranajes, ruedas y pistones.
En el sótano también había una cámara acorazada, cuatro pistas de squash, una piscina de setenta y cinco pies, un gimnasio, saunas, baños de vapor e hileras de duchas.
En el primer piso estaban el almacén de papel, las prensas, las zonas de carga y descarga de los camiones y una recepción. El segundo lo ocupaban por entero el linotipo, las salas de composición informatizada y el departamento de anuncios por palabras. Los departamentos de publicidad, maquetación, contabilidad, personal y nóminas estaban en la tercera planta. La cuarta era la sala de redacción de las noticias locales. En lugar de horribles escritorios metálicos apretujados en un hangar excesivamente iluminado, el centro de operaciones del Sun se componía de cuatro espaciosas salas rectangulares dispuestas alrededor del patio, con hileras de mesas colocadas a lo largo. Sobre estas había lámparas de cristal verde, y debajo, armarios, cajones y los cables que conectaban el escritorio de cada periodista con la biblioteca, el depósito de cadáveres, las salas de composición y los bancos de datos. En las cuatro esquinas se hallaban los escritorios, semejantes a púlpitos, de los redactores, de los que partían los encargos a los distintos departamentos y hacia los que los periodistas se dirigían humildemente con alguna noticia entre manos o, si tenían algún asunto espinoso, como César cruzando el Rubicón. Las secciones —cada una con su propio panel de estado electrónico, una biblioteca especializada, terminales de datos y un director— eran las siguientes: Local, Nacional, Washington, Latinoamérica, Europa Occidental, Europa Oriental y la Unión Soviética, Oriente Próximo, Sur de Asia, Este de Asia, África, Ciencias, Arte y Cultura, Economía y Editorial. Se designaba ad hoc una sección entera, que se utilizaba para reunir noticias sueltas o tapar huecos. A diferencia de lo que ocurría en la mayoría de las salas de noticias locales, en la del Sun reinaban el orden y la calma. A un lado había un patio tranquilo, y al otro, magníficas vistas de la ciudad.
Unas escaleras de caracol perforaban el techo hasta la quinta planta, donde estaban los despachos de los jefes de departamento, los columnistas, los directores y el editor. El de Harry Penn, que había pertenecido a Isaac, ocupaba la mitad de uno de los largos lados del edificio. De sus paredes colgaban hileras de espléndidos arpones, en lo que seguramente era la única colección del mundo reunida en una habitación. Cuando alguien quería practicar, cogía uno y se metía en una cabina que simulaba el balanceo de la proa de un ballenero. Por todo el despacho, a unos treinta pies de distancia, se alzaban ballenas de madera.
En la sexta planta se encontraban las salas de comunicaciones, informática, fax, reuniones y juntas. La séptima la ocupaban las salas comunitarias y un restaurante. La octava y la novena albergaban la biblioteca, donde había varios millones de volúmenes en estanterías de acceso libre, los principales periódicos y publicaciones impresos o en ordenador, y una sección de mapas. Bibliotecarios expertos manejaban un presupuesto aparentemente ilimitado para mantenerla actualizada. Las colecciones de libros de consulta eran maravillas del mundo.
En la azotea había una galería, un invernadero y un solárium, un paseo y una cafetería al aire libre desde el que se veía el puerto, los puentes, un magnífico paisaje urbano y fragmentos de un cielo abierto más azul que el que se extendía sobre Montmartre. Allí ondeaban las banderas, y allí, las tardes o las noches de verano en que el periódico funcionaba con vigor y gracia, tocaba a veces un cuarteto de cuerda.
El edificio del Sun era tan perfecto en su ejecución y estaba tan lleno de energía que, visto de lejos, resultaba fácil creer que estaba a punto de cobrar vida. Del mismo modo que en los barcos de Isaac Penn se amontonaban riquezas de los mares, los escritores y los periodistas del Sun lo habían abarrotado de recuerdos de todas las maravillas que habían visto y analizado. Aunque las luces nunca se apagaban, ya que siempre estaban en marcha el Sun o el Whale, se decía que si se extinguieran seguiría habiendo luz más que suficiente para ver, porque las vigas y los arcos habían acumulado ciento veinticinco años de claridad.
Si las estancias físicas del Sun eran ingeniosas, más lo era aún su organización económica y social. Tal vez debido a los penosos tiempos en que Isaac fregaba cacharros, los Penn siempre habían creído en un salario mínimo elevado. Sus editoriales arremetían una y otra vez contra la noción de asistencia social para los capaces y los programas sociales gubernamentales que eran poco más que complejos planes de padrinazgo. Por esa razón el periódico recibía continuas críticas de los círculos liberales. Por otra parte, sus columnistas defendían con idéntica insistencia lo que se consideraba un salario mínimo elevadísimo. (Creían que el trabajo arduo y bien hecho merecía recompensa y, a los argumentos de los conservadores de que un salario así generaría desempleo y frustraría el impulso empresarial, respondían que este podría sostenerse y prosperaría con las reducciones fiscales sobre actividades productivas que lo acompañarían, factibles gracias a una mayor igualdad de ingresos y a una menor carga en el sistema de asistencia social).
Los Penn no eran ni de lejos tan ricos como los Binky y, a diferencia de estos, no habían amasado su fortuna explotando a la gente. Para empezar, todos los empleados del Sun, desde el ayudante de cocina que llevaba una hora trabajando en la empresa hasta Harry Penn, recibían exactamente el mismo salario y los mismos incentivos. Era un buen salario, además. Lo bastante bueno para que se considerara un gran premio trabajar en el periódico. Todos los empleados disfrutaban de idénticos privilegios por lo que se refería a la jubilación, la asistencia sanitaria, el acceso a las instalaciones deportivas del sótano y la admisión en la cafetería y el restaurante. Todos podían beneficiarse de las generosas ventajas educativas y recibir clases de música además. Sin embargo, seguía habiendo razones sobradas para trabajar de firme y medrar dentro de la organización.
El Sun seguía el modelo de una empresa ballenera. Una vez pagados todos los gastos y cubiertas las necesidades de todos, los beneficios se dividían según un complejo sistema de acciones. Únicamente los empleados del periódico tenían derecho a poseer acciones, que no eran hereditarias ni transferibles. Recibían cinco al incorporarse, otras cinco por cada ascenso y una por año trabajado. Había veinte niveles de ascenso y existía la antigüedad. Por ejemplo, después del primer año, un ayudante de cocina normalmente tenía seis acciones. Al cabo de varios años en plantilla, Hardesty Marratta (que había entrado en el nivel octavo) había llegado al nivel doce. Por lo tanto, con las cinco acciones del comienzo, otras sesenta por su nivel y cinco por cada año trabajado, debería tener setenta. Pero en realidad tenía ochenta, porque había obtenido dos premios al mérito, de cinco acciones cada uno. Harry Penn llevaba ochenta y cinco años en el periódico (había empezado a los diez años como chico de los recados). Se hallaba, como es natural, en el nivel veinte. Había recibido las cinco acciones del comienzo y, cuando era joven y podía ganar premios (el jefe de redacción y el editor no podían acceder a ellos), había conseguido diez. Así pues, tenía doscientas cuarenta acciones, muchísimas más que las seis del ayudante de cocina, pero no muchas más que las ochenta de Hardesty. Si el ayudante de cocina permanecía en la empresa diez años (como probablemente haría, solo por el sueldo y los incentivos), ascendía dos niveles hasta supervisor de cocina y obtenía un premio por su ensalada, su sopa de lentejas o, digamos, por evitar que un niño fuera atropellado por la veloz limusina de Craig Binky, al final tendría treinta acciones.
Este sistema no solo fomentaba la ambición, sino también la productividad. Como el número de acciones no era fijo y los beneficios acumulados cada año eran finitos (la idea de beneficios infinitos únicamente obsesionaba a Craig Binky, quien había contratado a economistas y brujos para ver si era posible), a todos les convenía trabajar mucho, no solo para producir mayores ganancias, sino también para mantener el número de empleos y, por lo tanto, el número de acciones.
Los empleados del Sun querían servir al periódico lo mejor posible, por su propio interés y porque el Sun era justo; percibían esto último del mismo modo que percibían la belleza de un paisaje. Por otra parte, era agradable saber que no se trataba de una simple percepción, sino que así lo demostraban varios sistemas de lógica y la expresión que tenían los trabajadores al entrar por la mañana y por la tarde.
Y el sistema social singularmente equitativo y eficiente del Sun no tenía su origen en el cañón de un arma, ni en ninguna clase de crueldad, ni en las comunas francesas, ni en la violencia revolucionaria, ni en la imaginación de un lector de la biblioteca del Museo Británico, sino en el ballenero estadounidense del siglo XIX.
El hecho de que el Sun no fuera un instrumento aburrido probablemente se debiera en gran medida a su bullicioso e insólito rival.
Rupert Binky había lanzado en cierta ocasión un célebre desafío a Harry Penn. Jactándose en su página editorial y ante sus amigos del club Alabaster de que el Ghost acabaría con el Sun antes del milenio, afirmó que, si no lo conseguía, se colgaría unas pesadas cadenas y se tiraría del puente más alto de Nueva York. «¿Se colgará Harry Penn unas pesadas cadenas y hará lo mismo si logramos, como así será, enterrar al Sun antes del milenio?», preguntó en letra de molde.
«No —respondió Harry Penn en su propio editorial—. No solo eso, sino que eximo a Rupert Binky de la responsabilidad de cumplir su promesa, aunque solo sea por el bien del tráfico fluvial. Porque, si el señor Binky se tira de cabeza, podríamos presenciar una involuntaria demostración de la sabiduría de Billy Mitchell».
Rupert Binky murió poco después, atacado por un cisne furioso en el río Isis de Oxford. Un grupo de remeros del Magdalen College, cansados tras una carrera de persecuciones y choques, oyeron sus últimas palabras, que fueron: «Aplasta al Sun». Lejos de ser la mítica y elevada declaración que ellos creyeron, se trataba de una instrucción específica que pilló al vuelo su nieto, Craig Binky, quien se propuso vengar a su abuelo como si el cisne hubiera sido un avezado sicario de Harry Penn.
Los recursos a su disposición eran impresionantes. Para empezar, tenía los tropecientos millones de dólares de los Binky y la tirada del Ghost. Pero, con solo esos medios, un ataque contra el Sun no habría sido más efectivo que un asalto a su homólogo natural. Aunque Craig Binky creía que sus estratagemas eran la causa de los infortunios que en ocasiones sufría el Sun, en realidad contaba con la ayuda de una presencia descomunal e invisible para él y para otros muchos: los tiempos que corrían. Muchas artes y habilidades se habían atrofiado, el público ya no era el de antes y la mayor parte de la población se pasaba inmóvil un tercio o más de las horas de vigilia absorbiendo sin reaccionar ni oponer resistencia lo que fuera que viera en el televisor. La moral y las costumbres se habían convertido en algo tan racional y progresista que si hubieran resucitado delincuentes y prostitutas de otra época no se habrían topado con obstáculos ni repulsa. De hecho, a un delincuente como Peter Lake le habrían ofendido sobremanera la falsedad y la corrupción de la norma, y se habría sentido desorientado ante la negativa general a distinguir el bien del mal. La ciudad se había corrompido, y la anarquía era tal que en ella podían prosperar islas de regeneración. Esas islas crecían sin cesar. En medio de aguas que eran todo menos puras, se elevaban como un arrecife y, aunque se elevaban despacio, cuando la fuerza que las empujaba rompiera finalmente la superficie, enseguida la harían añicos.
El Sun era una de esas islas, amenazada por los mares turbulentos en los que Craig Binky nadaba como un pez, siempre con la corriente. Mientras Harry Penn aguantaba firme como una roca en los rápidos, Craig Binky lo pasaba en grande dando vueltas en la espuma. Encontraba diez mil veces más lectores para un artículo del Ghost sobre lo último en trajes de danza sobre patines con acabado abrillantado que los que Harry Penn lograba reunir para un artículo del Sun sobre la colonización de la luna, y la investigación del Ghost sobre las propiedades afrodisíacas de la crème de caramel generaba más ingresos que toda la serie del Sun sobre los nuevos y talentosos profesionales de la música electrónica.
Aun así, el Sun prosperaba. No obstante, Harry Penn no se contentaba con compartir el Sun con su minoría de lectores atentos e inteligentes, porque quería no solo que sobreviviera, sino que triunfara. Eso poco tenía que ver con el Ghost, aunque había que reconocer que este resultaba muy irritante; tenía que ver con el sentido del orden de Harry Penn y con su visión del mundo. Deseaba que el Sun combatiera al Ghost y cuanto representaba, si no imponiendo las condiciones, al menos sí en su propio terreno. Por eso movilizó sus tropas y las envió a luchar contra Craig Binky. Como no utilizaban los métodos del Ghost ni atendían a sus gustos corrompidos, siempre luchaban en desventaja. Aun así, la desigualdad avivaba su imaginación.
Si bien el Sun era un modelo de precisión y formalidad en las páginas de noticias, la sección editorial cubría un espectro más amplio y estaba dividida, como un parlamento, en facciones enfrentadas. El Editorial I era una página dedicada a análisis sobrios, solemnes y eclécticos no muy distintos de los de las páginas editoriales de otros grandes periódicos del mundo, con la diferencia de que el Sun era menos predecible debido a su política flexible, práctica e idiosincrásica. El Editorial II dejaba a la Derecha toda una página para que presentara, a menudo de forma admirable y brillante, su postura totalmente previsible. Lo mismo ocurría con el Editorial II, una página reservada en exclusiva a la Izquierda. En cambio el Editorial IV era polémico, ya que se animaba a los columnistas e invitados del Sun a escribir sin miedo a las acusaciones de difamación y a otras consecuencias, aunque, en virtud de cierto código tácito, los improperios y el sensacionalismo se eliminaban de los artículos que de otro modo podrían resultar mordaces o provocadores. De hecho, al escribir el Editorial IV, tanto Virginia Gamely como más recientemente Marratta empezaron a tentar a la suerte.
Virginia se mostró moderada al principio, pero enseguida se apoderó de ella una obsesión que no atinaba a comprender de dónde salía. No era una evolución sorprendente, ya que en el Lago de los Coheeries las mayores ventiscas, las que cubrían las casas y convertían el campo en un ondulado mar blanco, siempre empezaban con tímidas rachas casi invisibles. Sus primeras columnas pasaron prácticamente inadvertidas, porque eran apreciaciones sobre una ciudad que se alzaba de forma tan feroz ante los ojos de sus habitantes que estos pocas veces lograban percibirla como un todo. La paradoja de su belleza radicaba en que quienes la creaban no la veían. Estaban demasiado ocupados corriendo y peleando, perdidos dentro de ella como ácaros.
Virginia acompañaba a menudo a Hardesty y a Marko Chestnut en sus largos paseos en busca de arquitectura olvidada y vistas reveladoras. Cuando encontraban un tema, se alejaba un poco, hasta un solar cubierto de maleza o un tramo de escalones de piedra, y los veía trabajar. Mientras los dos hombres hacían bocetos y tomaban notas, miraba la escena, la que ellos habían escogido o una cercana. Por ejemplo, al contemplar la luz de la tarde sobre una fachada de piedra rojiza labrada, veía que la luz y la piedra estaban enamoradas y se movían de un lado a otro en armonía como dos corales gorgonia en una misma corriente cristalina. Oía en el tráfico un sonido blanco que arrojaba velos sobre el presente y le permitía aferrarse a la escena como se aferraba a sus hijos: luchando contra el tiempo, para acabar vencida y derrotada por él. Creía que solo a través del amor es posible sentir el terrible dolor del tiempo y luego lograr que este se detenga. Seguía el balanceo de los juncos al viento en los abruptos terrenos del verano, hasta que dejaban de balancearse y los veía inmóviles dentro de un encuadre congelado. Después regresaba al Sun y escribía ensayos que enfurecían a Craig Binky y a sus lectores, porque Virginia no veía el mundo como un sistema de bloques materiales en el que todo estaba conectado entre sí, sino más bien como una magnífica ilusión del espíritu. Escribió un texto sobre la cúpula de la vieja comisaría y cómo lograba «vigilar la ciudad por medio de su forma, porque —afirmaba—, aparte de la inexplicable magia del color, las imágenes se transmiten y reciben en cuanto forma. Hasta los receptores tienen una forma reconocible y constante que deriva de los atributos de la luz. Al fin y al cabo, lo que vemos del ojo es también una cúpula». En esas especulaciones describía la esencia del aire a la luz de la mañana. Y de ahí pasaba a hablar, en un tono tan metafísico como sensual, del fin último, la simetría, la belleza, Dios, el diablo, el equilibrio, la justicia y el tiempo. Ese era un rasgo de los coheeries. Siempre eran muy serios, y en cuestiones relativas a la naturaleza y la religión se explayaban en el discurso, con la paciencia y la intensidad de los filósofos alemanes del siglo XIX.
Cuando Harry Penn leyó el primero de esos ensayos, llamó a Virginia a su despacho.
—¿Se da cuenta —preguntó sin rodeos— de que debido a ese ensayo el Sun va a ser duramente atacado?
Virginia se quedó tan sorprendida que no supo qué responder.
—¿Se da cuenta?
—No. ¿Atacado? ¿Por qué motivo? ¿Por quién?
Él cerró los ojos un momento y asintió al ver confirmadas sus sospechas.
—Siéntese —dijo, y empezó a explicarle con tono paternal la ferocidad del debate intelectual en una ciudad donde muchos situaban el intelecto por encima de la naturaleza—. La mayoría llega a conclusiones atormentadas por vías ciegas y dolorosas. No les gusta que alguien como usted aparezca en un globo. No puede esperar que crean en la revelación si no la han experimentado en carne propia. Los que no lo han hecho solo atienden a la razón. Y dado que la revelación es algo aparte y no puede explicarse de forma racional, no la creerán. Esto es lo que más divide al mundo, siempre lo ha sido. Cuando la razón y la revelación corran parejas, comenzará una gran era. Pero en estos momentos, en esta ciudad, lo que predomina es la razón. Discutir desde otro punto de vista o en otros términos como hace usted es subversivo. La atacarán. Tal vez si publicáramos sus artículos en la sección de religión, junto con los resúmenes de los sermones, no crearían tanta controversia…
—¿Qué controversia? —lo interrumpió ella—. No ha habido ninguna controversia.
—La habrá.
A ella le costaba creerlo.
—¿De dónde es usted, joven?
—Del Lago de los Coheeries. Cuando llegué a Nueva York estuve con Jessica en su casa. Usted estaba en Japón.
—¿Eres la pequeña Virginia Gamely?
—Ya no —respondió ella sonriendo, porque era más alta que él.
—No había caído —repuso Harry Penn mirándola a los ojos—. Me interesará ver tus columnas cuando las publiques.
—La verdad es que yo no me acuerdo de usted.
—La última vez que te vi —dijo Harry Penn— eras muy pequeña. No puedes acordarte.
Las predicciones de Harry Penn se cumplieron. Virginia recibió ataques desde distintos frentes y la trataron como si hubiera insinuado que había que obligar a los niños de la ciudad a beber cicuta. El Ghost arremetió contra ella en primera plana; dejó a un lado las noticias del mundo para fustigarlos a ella y al Sun por «reaccionarismo religioso. Hay tribunales que se pronuncian contra esta clase de cosas, que deberían erradicarse en nombre de la modernidad y la sensatez». No es que Craig Binky fuera de esa opinión (por lo general no sabía qué opiniones tenía), pero consideró que así era como pensaba la gente. Otras publicaciones también la vapulearon, pero de un modo menos enérgico y autosuficiente. Eso se debía a que, como era nueva, creían que no resultaría muy difícil hundirla. Esa clase de error se comete a menudo en tiempos de guerra.
Virginia había visto a la señora Gamely coger la escopeta para ahuyentar a los merodeadores por la noche, y en muchos aspectos era como su madre, lo que no significa que el camino que había tomado fuera juicioso o correcto —no era ni lo uno ni lo otro—, sino más bien que era impetuosa. Abandonando toda prudencia, fue tras sus enemigos.
Un editorial del Ghost cuestionaba el acierto de los complejos artículos sobre estética que aparecían con regularidad en el Sun: «¿Acaso el hombre de la calle, ya se llame Hincky, Lester, Jocko, Alphonse o John, entiende la obsesión místico-religiosa que se ha apoderado del Sun?». Poco después Harry Penn levantó la vista de su antiguo escritorio con tablero de cuero y vio a Praeger de Pinto y a Hugh Close. El director editorial y el redactor jefe estaban enzarzados en una discusión sobre la prudencia de publicar la respuesta de Virginia al Ghost.
—Señor Penn —imploró Hugh Close—, no podemos publicar este artículo en ninguna parte, como no sea, tal vez, en el Editorial IV. No, ni siquiera ahí. —Sostenía en alto una copia que se titulaba: «¿Dónde está, oh Ghost, tu aguijón?».
Praeger de Pinto guardaba silencio.
—Por favor, échele un vistazo, señor —suplicó Close—. Permítame señalar líneas como estas: «Prefiero que me destroce un gato con veneno en las garras a sufrir un instante la aceptación de los intelectuales que colaboran en el Ghost. Hombres como Myron Holiday, Wormies Bindabu e Irv Lightningcow no distinguen su trasero de su codo, y mucho menos saben cómo ver la verdad. Ayer, sin ir más lejos, Myron Holiday escribió en su columna que Oliver Cromwell era un torero famoso y que el bombardeo estratégico se introdujo en la guerra de mil ochocientos doce… Los racionalistas del Ghost son bestias mecanicistas que medran en la oscuridad y se marchitan al sol. Si pasan a menos de veinte pies de una botella de leche, esta se agria. Viven en cócteles llenos de mujeres desaliñadas que fuman como carreteros, no saben nadar, asustan a los niños y se masturban en las librerías». No podemos publicar algo así. Es demasiado directo.
—Sin embargo, lo que dice es cierto —repuso Harry Penn levantando el índice en un gesto patriarcal—. Publíquelo en primera plana.
—Pero, señor Penn —suplicó Close. Era un modelo de exactitud, y un ataque tan global y atolondrado era contrario a su naturaleza—. ¡Nos hará muy vulnerables!
Praeger de Pinto se volvió hacia la ventana para disimular una sonrisa. Conocía a Harry Penn mejor que ninguna otra persona en la tierra.
—Close, a veces nuestras indiscreciones nos benefician —dijo Harry Penn casi sin resuello—. Porque una divinidad determina nuestros fines. El Señor es mi pastor. Nada me falta. En verdes praderas me hace recostar. Publíquelo en primera plana.
—¿En primera plana? —Consciente de que no iba a ganar, Close trató de reducir las pérdidas.
—En primera plana.
—¿En primera plana?
—¿Qué es usted? ¿Un loro?
Virginia se paseaba por el jardín de la azotea. El Sun también despedía a gente y ella había ido demasiado lejos. La rebeldía y los remordimientos se alternaban en oleadas tan fuertes que se sentía como si fuera en la cofa de un barco con una inclinación de cincuenta grados. Al ver que Praeger se acercaba a ella con expresión seria y fría, temió lo peor.
Él se quedó mirándola un momento, observando cómo empezaba a desmoronarse. Luego la llenó de contento diciéndole que él y Harry Penn iban a publicar el polémico artículo en primera plana. Pero añadió que había sido por los pelos y que si quería vivir peligrosamente ganaría mucho más dinero conduciendo camiones de nitroglicerina. Aun así ella cruzó la azotea a paso de desfile. Cuando bajó a la sala de noticias locales para decírselo a Hardesty, él también le advirtió de que tuviera cuidado.
Ella lo tuvo durante todo un día. Después volvió a las andadas. Estaba asustada, pero siguió adelante haciendo caso omiso de los peligros. Tal vez porque los coheeries eran descendientes de los audaces saqueadores de las guerras franco-indias. O tal vez porque se sentía atrapada en un profundo remanso del tiempo, o porque era una creyente atrevida y bien versada en la omnipotencia de Dios y la naturaleza. O tal vez solo porque estaba un poco mal de la cabeza.
El conflicto de Virginia con los intelectuales del Ghost y sus seguidores no tardó en llegar a un punto muerto, ya que ambos bandos se agotaron lanzando a la facción enemiga enormes e insufribles generalizaciones que costaba más exponer que sostener.
Cada artículo provocaba presiones para que la despidieran, desde dentro y desde fuera del Sun. Sin embargo, en todas esas ocasiones Harry Penn intervino para protegerla. Nadie entendía la razón, sobre todo en vista de las críticas feroces por partida doble que a veces recibía su hija Jessica del Sun y del Whale.
Tras el primer indulto, Virginia sintió cómo la proximidad de la caída reverberaba en todo su ser, del mismo modo que el ayudante de un lanzador de cuchillos siente las vibraciones de la diana que tiene a la espalda. La segunda vez, se columpió alegremente en una hamaca colgada de los postes del alivio y la gratitud. La tercera, le resultó bastante cómico. La cuarta, después de una columna titulada «El alcalde tiene cara de huevo y punto», se lo esperaba. Y la quinta vez, tras «Craig Binky y la cuestión del desnudo mental», le habría sorprendido que el indulto no llegara.
A ningún empleado del Sun lo habían tratado nunca con tanta deferencia. Virginia era libre de hacer lo que quería, y en una sola semana asumía suficientes riesgos para toda una vida. Las personas de buena voluntad sospechaban que la edad avanzada de Harry Penn lo había llevado a experimentar con la locura. Los ligeros de lengua decían que Virginia era su amante. Pero Harry Penn seguía siendo un hombre lúcido y atildado. Vestido siempre de tweed, utilizaba un bastón de ébano y empuñadura de oro con el que atizaba a los perros que ensuciaban la acera y, aunque todavía era capaz de lanzar un arpón de vez en cuando, estaba claro que era demasiado viejo para tener una querida o para intentarlo siquiera. Su consideración hacia Virginia Gamely siguió siendo un misterio.