Vuelve Peter Lake

Durante varios años el ciclo de los inviernos crudos había quedado interrumpido por una serie de falsificaciones soleadas que solo los hawaianos llamaron invierno. Los eficientes diablos que levantaban las calles del centro de Manhattan mientras el tráfico se arremolinaba alrededor de ellos como riadas junto a la compuerta de un dique, hicieron eso mismo a mediados de enero descamisados. En Navidad se vio a mujeres tomando el sol en las altas terrazas. No nevó; la industria textil sufrió un descalabro; los semanarios publicaron una serie de portadas idénticas sobre el tiempo. (Newsweek: «¿Se acabaron los inviernos?»; Time: «¿Dónde están las nevadas de antaño?»; la Ghost News Magazine: «Hace calor»). Más tarde, cuando, en el colmo de la complacencia, se dio por hecho que el clima del mundo había cambiado para siempre; cuando al tocar las Cuatro estaciones de Vivaldi el director de la filarmónica se saltó todo un movimiento y a los niños de corta edad ya les contaban los cuentos de invierno como si fueran cuentos de hadas, Nueva York fue azotada por una helada cataclísmica y, una vez más, la gente se acurrucó para hablar con miedo del milenio.

La nieve llenó los parques en cantidades que habrían impresionado a los habitantes de los Coheeries y se tragó la mitad de los árboles y las colinas. No tardó en instaurarse la costumbre de desplazarse en esquís, que pasaban silenciosamente sobre coches inertes y sepultados. El aire era tan transparente que la gente decía: «Si lo sacudes se hará añicos». Día tras día, semana tras semana, mes tras mes, bajó del norte un viento gélido y denso que empujaba ante sí la nieve y el hielo como un glaciar que se desmorona. El pródigo invierno hizo explosión. Siempre una estación de pruebas y extremos, colmó a la gente de euforia o de instintos suicidas; rompió rocas de granito, troncos de árboles y matrimonios; triplicó la tasa de idilios de invierno; trajo de vuelta los esquís y los trineos, además de los cuentos sobre la Navidad en Nueva Inglaterra, y heló el Hudson, que quedó convertido en una carretera sólida. Hasta congeló la mitad del puerto.

Se decía que no había habido inviernos tan crudos como aquel, pero casi nadie era lo bastante mayor para recordarlos. El último, tan riguroso que amenazó no solo el mundo físico, sino también las creencias y las instituciones, había tenido lugar poco después del cambio de siglo. Solo las grandes guerras lo habían borrado de la memoria de la gente. Durante ese invierno fue como si el mismísimo tiempo estuviera vivo, tuviera voluntad propia y quisiera caer en el olvido. Gran parte de esos años habían quedado inexplicados, como si hubieran estado preparando un golpe y, poco antes de que pudieran descubrirlos, se hubiesen retirado en espera de un momento más propicio. La expresión de los hombres y las mujeres de aquella época, que habían sobrevivido en fotografías, parecía omnisciente, y daba la impresión de que los retratados escudriñaban el tiempo y conocían los pensamientos más íntimos de quienes los observaban décadas después de su muerte. Esos rostros y esos ojos, construidos de luz y verdad, ya no existían.

Una llanura de hielo rodeaba Manhattan. Su límite sur se encontraba a una milla y media de la estatua de la Libertad (a la que se podía llegar a pie), y los rompehielos la atravesaban continuamente a fin de mantener un canal transitable para el ferry de Staten Island. Sin embargo, incluso cuando el ferry navegaba en mar abierto tenía que pasar con cautela entre enormes bloques desprendidos de la plataforma de hielo que flotaban en el agua.

Un atardecer de enero, se hallaba a mitad de camino de Staten Island bajo una cegadora descarga de nieve cuando los ejes y las hélices traseros chocaron con un arrecife de hielo sumergido y se quedó parado en el agua. El capitán decidió utilizar las paletas delanteras para regresar a Manhattan en lugar de abrirse paso entre los icebergs. El ferry se deslizaba poco a poco en la nieve, listo para el cambio de motores. Era una tarea bastante habitual, pero debía llevarse a cabo con prontitud, porque el barco avanzaba a distinta velocidad que el hielo y, por lo tanto, forzosamente colisionaría con él.

En el puente de mando, los oficiales y los miembros de la tripulación —profesionales diestros que disfrutaban de la tensión del momento y de la precisión silenciosa que se les exigía— mantenían la calma como correspondía. De pronto irrumpió un pasajero. La entrada al puente de mando estaba estrictamente prohibida, y ese lunático gesticulante no solo había interrumpido el satisfactorio dramatismo del cambio de hélice, sino que además había llevado al sombrío y elegante silencio parte del alboroto de la ciudad que el ferry solía mantener a una distancia prudencial. Apenas sabía hablar inglés, y ningún tripulante tenía conocimientos de español. Agitándose en una especie de danza epiléptica, parecía la especie más peligrosa de fugitivo.

—¿Qué quiere usted? —gritó el capitán, furioso.

El hombre respiró hondo y, tratando de no temblar, señaló la ventana. Cuando miraron a través de la nieve, vieron algo en el agua, a unos quince pies de distancia. Se movía con espasmos apenas visibles. Era un hombre.

En cuanto lograron arrancar el hielo de los pescantes, bajaron un bote salvavidas y lo subieron a él. Estaba tan malherido y aturdido que no esperaban que hablara. No les habría sorprendido verlo sacudirse entre estertores y morir.

Apoyado en el hombro de un miembro de la tripulación, miró con visible gratitud el agua humeante. Unos minutos más en el gélido puerto y habría muerto congelado.

Localizaron a alguien que sabía hablar español para que tradujera la versión de los hechos del descubridor, que estaba henchido de orgullo. El hombre estaba mirando la nieve, absorto en sus pensamientos, cuando había oído un silbido en el aire, como el de un proyectil al aproximarse. Ante él apareció un haz de luz brillante y el agua estalló, como si alguien hubiera hecho explotar un cartucho de dinamita para partir el hielo. Sorprendido por el intenso resplandor blanco, se quedó aún más asombrado cuando un cuerpo se elevó sobre la espuma, que tenía forma de champiñón. Entonces corrió al puente.

—¿Está seguro de que no lo empujó usted mismo durante una pelea? —preguntó el capitán del Cornelius G. Koff, un barco vetusto que seguía en servicio—. Tengo entendido que está herido.

El hombre que apenas hablaba inglés salió en tromba del puente de mando. Su semblante bastaba para demostrar su inocencia.

—Que envíen una ambulancia al amarradero —dijo el capitán al primer oficial—. Si el rescatado quiere presentar una denuncia contra alguien, informe a la policía. Si no, ahórreselo. Ya tenemos bastante que hacer.

Varias cubiertas más abajo, el rescatado oyó desde la ducha cómo arrancaban los motores y notó que el barco se ponía en movimiento con una sacudida. Al otro lado de la cortina de ducha alguien le preguntó si quería presentar una denuncia.

—¿Contra quién? —inquirió el hombre herido debajo del chorro de agua caliente, sorprendido de su propio acento irlandés.

—¿Está seguro?

—Sí, estoy seguro —respondió Peter Lake mirándose asombrado las heridas, que, por su aspecto, debían de ser recientes.

—Pero está cubierto de tajos.

—Eso ya lo veo. Creo que también recibí varios disparos.

—¿Cómo ocurrió? —El primer oficial oía el agua de la ducha sobre la pálida piel de Peter Lake.

—No lo sé.

—¿Cómo se llama?

No hubo respuesta.

—No importa, pero quizá quieran saberlo en el hospital. Si no quiere decirlo es asunto suyo.

Sintiéndose tan débil que las sirenas de niebla que se comunicaban entre sí desde cada extremo del puerto invernal le sonaron como la música de un sueño, Peter Lake se puso como pudo unos pantalones rasgados, una camisa de trabajo y un jersey de lana salpicado de motas de pintura blanca. También le dieron unos zapatos viejos que, por puro azar, eran de su número. Al inclinarse para atárselos se le aceleró el corazón y aparecieron puntos negros delante de sus ojos, pero resultó casi tan agradable como meterse en la cama una noche fría. Le dijeron que la ropa que llevaba cuando lo encontraron, unos cuantos harapos, se había desprendido de su cuerpo y desintegrado al subirlo al bote salvavidas.

Mientras el ferry entraba en el puerto, se detuvo ante un espejito roto colgado del mamparo.

—En el muelle hay una ambulancia —dijo el primer oficial—. Está sangrando como un demonio, pero teníamos que meterlo en la ducha o habría muerto congelado. Además, el agua del puerto no está muy limpia que digamos.

Peter Lake apoyó las manos en la pared para recobrar el equilibrio. Estaba débil por la pérdida de sangre y se movía y se sentía como un borracho. Al mirarse en el espejo se estremeció.

—Es curioso —dijo—. No sé quién es ese.

Luego vio a dos enfermeros que bajaban por las escaleras con una camilla. Lo cogieron justo cuando estaba a punto de caer al suelo.

Se despertó al amanecer en una de las anticuadas salas del hospital Saint Vincent que daban a la calle Diez. Nevaba y, como la luz era difusa, todas las sombras de la habitación eran grises. Recordaba el agua fría del puerto, el ferry, la ducha y poco más. Pero se recuperaría en cualquier momento. A veces la gente se olvida de cómo se llama, pensó. Ya lo creo. Quizá estaba borracho. O soñando.

En la banda de plástico que le ceñía la muñeca estaban anotados el día y el mes de su ingreso, una cifra de cuatro dígitos y la frase «Sin nombre». Nunca había visto plástico. Se fijó en lo liso que era, sin saber por qué se asombraba tanto, ya que, aunque no le resultaba familiar, sin duda debía de haberlo visto antes. No recordaba ciertas cosas, y eso le resultaba de lo más irritante. ¿Quién era? ¿Cuántos años tenía? ¿En qué mes estaban (en el brazalete se leía «18/2»)? Aun así, creía que lo tenía todo en la punta de la lengua.

Un grupo de médicos y estudiantes de medicina entró en la sala e inició la ronda de visitas. Cuando llegaron a Peter Lake, los auxiliares servían el desayuno a los pacientes ya examinados, la mayoría con las cortinas blancas descorridas de nuevo, y la luz plateada —dentro de la cual la nieve se enrollaba y desenrollaba con las convulsiones desenfrenadas de una maquina hiladora— tenía el resplandor brillante del día.

Cuando una docena de estudiantes de medicina y enfermeros se apiñó alrededor de la cama de Peter Lake, el médico más veterano cogió una tablilla con sujetapapeles que colgaba del pie de la cama, la consultó y se dirigió al paciente.

—Buenos días. ¿Cómo nos encontramos esta mañana?

Una oleada de hostilidad invadió a Peter Lake. No sabía por qué, pero el médico no le gustó. Sin embargo, tenía confianza en sí mismo, tal vez porque no le quedaba nada más.

—No lo sé —contestó mirándolos de uno en uno—. Ustedes deberían saber cómo se encuentran.

—Entiendo. Si eso es lo que quiere…

—Pero no me amputen las piernas con una sierra —replicó Peter Lake.

—Empecemos por su nombre. Estaba inconsciente cuando ingresó. No llevaba documentos que lo identificaran…

—¿Qué documentos?

—Un permiso de conducir, por ejemplo.

—¿Para conducir qué?, ¿una locomotora?

—No, un coche.

—Cuando dice «coche», ¿se refiere a un automóvil? —preguntó Peter Lake. Los estudiantes asintieron—. No hace falta un permiso para conducir un automóvil.

—Mire —dijo el médico—, tiene tres heridas de bala. Hemos tenido que tomarle las huellas digitales para entregárselas a la policía. Ellos averiguarán su nombre, así que puede decírnoslo.

Al oír la palabra «policía» Peter Lake se lanzó hacia delante y descubrió que estaba esposado a la cama. Los estudiantes de medicina miraron las ruidosas cadenas.

—¿Qué son huellas digitales? —preguntó.

Pero a los otros se les había agotado la paciencia. En lugar de responder, le pusieron una inyección en el brazo y Peter Lake vio cómo se alejaban.

Respirando despacio, clavó la vista en el techo. Estaba sin fuerzas y no podía moverse. Tenía los ojos muy abiertos y un millón de pensamientos se agolpaban en su cabeza, como copos de nieve en una ventisca. No obstante, a pesar de las esposas, las heridas y los fármacos, en su interior sentía ganas de luchar. No sabía de dónde salían, del mismo modo que no sabía quién era. Pero sí sabía que en lo más profundo del cuerpo esposado a una cama de hospital todavía había mucho fuego. Y cuando se quedó dormido sonreía.

Cinco días después, en una tarde primaveral, Peter Lake se despertó. La sala estaba silenciosa y se hallaba rodeado de biombos de tela fruncida y blanca como la nieve. Al abrir los ojos vio un cielo violeta oscuro en la esquina superior de una ventana y, en el techo, unas extrañas luces blancas que supuso que eran una adaptación de un tubo de rayos catódicos. Cuando volvió la cabeza hacia un lado, vio que había una chica en el cubículo.

Estaba sentada en una silla al lado de su cama, observándolo con un optimismo juvenil que parecía emanar de cada átomo de su cuerpo. No aparentaba más de catorce o quince años, tenía los ojos de un verde asombroso y el pelo rojizo, que llevaba recogido en lo alto con bonitas ondas y bucles caídos. Era pecosa, como suelen serlo los pelirrojos, y un poco rolliza. Peter Lake observó (y al instante se avergonzó de haberse fijado en una característica así en alguien tan joven) que tenía un busto de lo más atractivo, que se movía visible y seductoramente bajo la blusa blanca. Lo atribuyó a un desarrollo prematuro y a una saludable corpulencia.

La chica tenía en realidad veintisiete años, pero no los aparentaba. Había vivido en Baltimore, era una joven de buen carácter y muy trabajadora, y era la médico que lo atendía. Pero, lógicamente, él no lo sabía, y sonrió a la muchacha con una leve prolongación de la extraña sonrisa que había tenido durante los cinco días seguidos que había dormido.

—Hola, señorita.

—Hola —contestó ella, reaccionando ante la efusión del saludo de Peter Lake.

—¿Sabe cuánto tiempo he dormido?

Ella asintió con la cabeza.

—Cinco días.

—Santo cielo.

—Ha mejorado muchísimo en este tiempo. El sueño ha hecho maravillas en sus heridas.

—¿De veras?

—Sí. En menos de una semana estará levantado y caminando.

—¿Eso han dicho?

—¿Quiénes?

—Los médicos.

—No, lo digo yo.

—Es muy amable, pero ¿qué dicen ellos?

—Suelen coincidir conmigo —afirmó ella tras reflexionar un momento—, si el caso no es muy complicado. Estas cosas son bastante previsibles.

—No llevo esposas —señaló Peter Lake mirándose las muñecas—. ¿Cuándo me las quitaron?

—Se las quité yo cuando quedó claro que iba a dormir mucho tiempo. Luego llegó el informe de la policía. No es sospechoso de nada y no tienen sus huellas digitales. Les gustaría saber en qué circunstancias recibió esos tiros y cortes, pero no van a presionarlo.

—¿Dónde está la sala de mujeres? —inquirió Peter Lake, que se preguntaba si la niña no estaría un poco chiflada, porque por lo visto creía que debía cuidar de él; además, probablemente tuviera prohibido estar allí.

—En el piso de arriba —respondió ella señalando hacia el techo. Al alzar sus encantadores ojos pareció una especie de icono místico—. ¿Por qué lo pregunta?

—¿No cree que debería volver antes de que la pillen? —En realidad quería que se quedara, tal vez porque despertaba en él tanto un instinto paternal como un interés sexual ligeramente acuciante.

Ella se rió al oír la pregunta, y esa reacción lo convenció de que se trataba de una loca que se había liberado de sus cadenas y había escapado.

—Esta es mi sala —explicó la joven creyendo que él suponía que una doctora no podía estar a cargo de la sala de hombres.

Ni siquiera sospechaba que Peter Lake ignoraba el cargo que desempeñaba, porque la bata, el busca y el estetoscopio que asomaba del bolsillo delantero eran signos evidentes de su profesión.

Pero él nunca había visto esa clase de bata médica, no había visto mujeres médicos ni oído hablar de ellas, no sabía qué era un busca, la miopía le impedía leer las pequeñas letras de la chapa de seguridad y creía que los tubos de goma color carne que salían del bolsillo formaban parte de un tirachinas.

—¿Por qué iban a ponerla en una sala de hombres, señorita, cuando es evidente e innegable que es una mujer encantadora?

Después de un breve silencio ella habló.

—¿No sabe que soy su médico? Soy la médico encargada de esta sala. Es el segundo año que estoy aquí de interna. ¿Es eso lo que lo confunde?

Convencido de que era una enferma mental (aunque también un placer para la vista), ya que una adolescente, y especialmente una con un tirachinas, no podía estar a cargo de la sala de hombres de un hospital, Peter Lake decidió seguirle la corriente.

—Ah, vaya. ¡Sí! Eso es lo que me confunde. —Sonrió. Ella sonrió—. Pero ahora está todo claro —titubeó, para dar énfasis a la siguiente palabra—, doctora.

—Estupendo —repuso ella, satisfecha de haberse ganado la confianza y colaboración de un paciente que le habían advertido de que sería difícil y, tal vez, violento (al otro lado del biombo aguardaba un celador fornido).

Mientras Peter Lake le cogía y estrujaba la mano, tierna y algo regordeta, añadió:

—Pasaré mañana. Tenemos mucho de que hablar. Pondré todo mi empeño en que salga de aquí lo antes posible.

—Gracias, doctora.

—Es mi trabajo. Entretanto, lo crea o no, le conviene dormir más. De modo que voy a ponerle una inyección. —Sacó una aguja del tamaño de una brocheta de carne y empezó a llenar la jeringuilla de la manera diabólica en que se llenan las jeringuillas.

—¡Un momento! —gritó Peter Lake. No esperaba ningún tratamiento y no sabía qué había en la jeringuilla ni dónde quería clavársela—. No… —Pero era demasiado tarde.

Con una estocada experta, la doctora le pinchó en el brazo y él no se atrevió a moverse por miedo a que la aguja se rompiera en su carne.

—¿Qué hay dentro? —preguntó mientras el líquido le penetraba las venas.

—Trioximetasalicilato, dimetiletiloxita y Vipparin.

—Ahhh —chilló Peter Lake, tal vez uno de los seres más perplejos que haya habido jamás en la tierra—. Espero que sepa lo que hace.

Ella sonrió a modo de respuesta mientras él se entregaba al sueño.

Peter Lake se despertó varias horas antes de lo que la médico había calculado y estiró los brazos. Al principio no sabía dónde estaba ni qué le había ocurrido. Luego se puso nervioso porque recordó que, de hecho, no recordaba nada. Volvió la cabeza. Solo vio el biombo de tela blanca, y en ese momento de silencio finalmente comprendió que estaba solo. Si alguna vez había habido personas que lo habían querido y a las que había querido, ahora estaba separado de ellas. Y aunque aparecieran de pronto, razonó, no las reconocería. Estaba perdido de la forma más preocupante en que podía perderse un hombre, pero confiaba en que todo pasara y su confusión se disipara como la niebla sobre la bahía en una calurosa mañana de julio.

El silencio se quebró de repente. Peter Lake se apoyó sobre un hombro para liberar sus oídos de la almohada y escuchar mejor el ruido de los caballos en la calle. Era un sonido que conocía bien, algo que al menos le resultaba familiar. Era todo un destacamento, unos cincuenta o más, y por el tipo de herradura que llevaban, la forma en que repiqueteaban sus bocados y su manera de agruparse, supo que eran las monturas de la policía, que cambiaba de turno. Deben de ser las cuatro, dedujo. Se dirigen al centro, y en este mismo momento los caballos del turno de noche están piafando mientras los mozos negros los almohazan y agentes de la policía montada llegan de todas partes para empezar las rondas que acaban a medianoche.

Los caballos se alejaron enseguida y se quedó con la desagradable sensación de que a su alrededor había muchas cosas que no conocía. Una caja fijada a la pared con escuadras, un tanto inclinada, lo miraba con su cara de cristal vacía. No podía ser un armario porque estaba demasiado alta; además, su contenido habría estado todo revuelto. No se le ocurría qué podía ser. Por otro lado, la forma de los objetos y los materiales de que estaban hechos parecían casi de otro mundo. «No hay nada de hierro en este lugar —se dijo—. Ni de madera». Todo parecía haberse vuelto liso, haber perdido su textura.

¿Qué demonios eran esos paneles que había sobre su cabeza y emitían un resplandor rojo y verde? Al principio pensó que eran las puertas de una estufa, pero las luces eran verdes y escarlata, y sabía que ni el carbón ni la leña producían un fulgor verde al arder. Se incorporó y se acercó lo bastante a ellas para ver que eran diminutas y saltaban como pulgas. Curiosamente, tenían pulsaciones y se encendían y apagaban al compás de su respiración y de los latidos de su corazón, o eso parecía, porque cuando hizo un esfuerzo para aproximarse a ellas se movieron frenéticas, y cuando se recuperó, ellas también lo hicieron. Se preguntó si estaba soñando.

Aún era de día cuando apareció la médico. Su paciente estaba sentado en la cama, recién despierto, pensativo y visiblemente mejorado. Cuando están absortas en sus pensamientos, algunas personas se quedan tan paralizadas por el juego (o el circo) invisible que tiene lugar delante de sus ojos o en su corazón, que exigen un silencio que los demás les conceden sin resentimiento. Peter Lake no había sido siempre así, pero ahora lo era, tal vez porque estaba desesperado por resolver el enigma en el que se había despertado. Hasta su médico guardó silencio por respeto a su ensimismamiento.

—Ah —dijo él al verla—. Usted es médico, ¿verdad?

—Sí.

—No sabía que había niñas médicos.

—Tengo veintisiete años.

—No lo parece. Aparenta como mucho quince…, le pido disculpas. Además, no sabía que había mujeres médicos. Claro que eso no significa gran cosa, ya que no sé siquiera quién soy.

—Mientras he estado fuera, he consultado si hay mujeres médicos en Irlanda, para estar totalmente segura, y sí las hay.

—No soy irlandés. Soy de Nueva York.

—Habla con acento irlandés.

—Es cierto, y no deja de ser un misterio para mí. Pero soy de esta ciudad. Eso lo sé.

—Lo encontraron en el puerto. Quizá era marinero o pasajero de algún barco. Lo golpearon en la cabeza y demás.

—No estaría tan seguro si no fuera por los caballos de la policía. Pasaron hace unos veinte minutos. Debían de ir al centro para cambiar de turno. ¿Dónde estamos?

—En el hospital Saint Vincent.

—Eso está en la Sexta Avenida con la calle Once.

—Sí.

—Tardarán unos diez minutos en llegar a los establos y otros diez en entrar. De modo que deben de ser las cuatro.

En ese mismo instante, como para confirmar que era un hombre preciso y que lograría salir de la confusión que se había apoderado temporalmente de él, se oyeron las campanadas de una iglesia. Las contó en silencio, moviendo los labios.

—Una…, dos…, tres…, cuatro.

La médico miró su reloj de pulsera (él no sabía por qué lo tocaba e imaginó que lo acariciaba como acariciaría un ferroviario su cronómetro o un lanzador de béisbol su gorra). Eran exactamente las cuatro.

—Es una forma curiosa de averiguar la hora —dijo ella—. ¡Por los caballos! Sin duda eso demuestra que hay muchas probabilidades de que descubra quién es, aunque solo sea por deducción.

—No necesito reloj —informó Peter Lake—. Sé los cuartos por las campanas. —Y añadió, tanto para orientarse a sí mismo como para impresionarla—: Y sé que el ferrocarril elevado para por aquí cada…

—¿Qué ferrocarril elevado?

—El ferrocarril elevado.

—¿Qué ferrocarril elevado?

—El ferrocarril elevado de la Sexta Avenida.

Un escalofrío recorrió la columna vertebral de la joven.

—El tren elevado —insistió él alzando la voz—. No podría estar más seguro.

Ella sacudió la cabeza.

—No hay ningún tren elevado en la Sexta Avenida, ni en ningún otro lugar, que yo sepa. Tal vez en el Bronx o en alguna parte de Brooklyn, pero no en el centro de Manhattan.

—No sea ridícula —dijo Peter Lake, seguro de sí mismo, aunque ya no tanto—. Están en todas partes. Es imposible que no los haya visto.

—No —declaró ella categóricamente—. No existen.

—Déjeme mirar por la ventana.

—Está conectado a un gota a gota y a monitores. Además, estamos en una calle lateral.

—Tengo que verlo.

—Confíe en mí. Hace medio siglo que dejó de circular el ferrocarril elevado.

—Por eso tengo que verlo —dijo él, y empezó a moverse—. Tengo que ver la ciudad. Es la única forma de medir el tiempo.

—¿Qué hay de sus caballos? —preguntó la doctora, compadeciéndose de él.

—No es suficiente, ¿no lo comprende? Necesito toda la ciudad.

—Cuando se recupere.

—Ya estoy recuperado.

—No del todo.

—Sí lo estoy —insistió él.

De un tirón se arrancó de los hombros la bata de hospital. Cuando ella se dispuso a detenerlo, solo vio cicatrices donde antes estaban las heridas. Ese hombre estaba sano, y en buena forma además. No tenía nada que hacer en una cama de hospital tan solicitada.

La médico se llevó las manos a la boca. No era posible. Ella misma había vendado las heridas y sabía en qué estado se hallaba el paciente al ingresar. Trató de pensar cómo podía haberla engañado. Tal vez fuera una broma muy bien urdida. No, el hombre estaba bien. Inexplicablemente, lo estaba.

—¿Qué año es? —preguntó él.

Ella se lo dijo, pero él no estaba preparado para creerla hasta que hubiera visto con sus propios ojos la ciudad, el reloj exacto e irrefutable.

—Lléveme a la azotea.

Ella lo ayudó a desconectar los tubos y sensores, y él se puso la ropa que le habían dado en el ferry. Cruzaron en silencio la sala y se dirigieron al ascensor. Ya habría oscurecido, pero ¿qué importaba eso en Nueva York?

Por la forma en que él miró el acero inoxidable, los botones de llamada térmicos y las luces, ella supo que no había visto nada parecido en toda su vida. Observó, como lo haría un médico, que el hombre tiritaba, que los labios le temblaban ligeramente y que su tez tan pronto estaba pálida como colorada. Luego, tal vez como no lo hubiera hecho ningún médico, observó que ella también temblaba.

—Si es una broma, me lo cargo —le dijo, preguntándose cómo podía creer ella lo que creía y pensar lo que había pensado.

Llegaron al último piso, vacío y blanco. El viejo edificio había sido remodelado, pero a Peter Lake le resultaba lo bastante familiar para pensar que iba a ver la ciudad que conocía. El ferrocarril elevado estaría allí, junto con todo lo demás. Los ferris con sus hileras de chimeneas negras y altas como sombreros de copa cruzarían la bahía escupiendo chispas grandes como naranjas. A lo lejos divisaría estructuras de vigas recortadas contra el cielo, pero en conjunto la ciudad sería la misma: el siglo XIX abriendo los ojos, quitándose sus velos de acero y ébano. El sueño terminaría. Todo empezaría a encajar.

Llegaron a la puerta de la azotea.

—Es curioso —dijo Peter Lake—. Dudo que pueda ser realidad lo que pienso, pero me da miedo abrir la puerta.

—Empújela.

Y él empujó.