Casi todas las mañanas desde mediados de septiembre hasta finales de junio, Christiana Friebourg salía del viejo hotel de su padre y se detenía en el porche esperando a que los ojos se le acostumbraran a la luz resplandeciente de los campos de patatas y los pastos que se extendían hasta el mar. Como a veces olas huracanadas barrían las dunas y los campos, el hotel se había construido sobre pilares de piedra. El porche, por tanto, estaba elevado y una escalera lo comunicaba con el suelo. Desde esa altura se divisaba el océano más allá de las dunas y, por el este, el bosque bajo que cubría las colinas de arena con una franja de verde. Christiana siempre se quedaba unos minutos en el porche para mirar el mar, los campos y el bosque, para oír las olas y el viento, y para dar los buenos días a la luz. Luego se colgaba la cartera escolar al hombro, se recogía la falda, bajaba apresuradamente por las escaleras y echaba a andar hacia el bosque del norte. Para llegar al colegio caminaba cinco millas por campos, pasando por delante de las cabañas de los jornaleros emigrantes, y cruzaba un bosque en el que vivían ciervos, conejos y unas cincuenta especies de aves, zorros, comadrejas y cerdos salvajes que atravesaban con estrépito la maleza como soldados de maniobras.
El colegio de Christiana, un antiguo barracón de la marina encaramado en lo alto de un acantilado sobre la bahía de Gardiner, contaba con media docena de austeras aulas blancas en las que la luz del norte entraba libremente tras rebotar en el agua, las islas y un cielo que a veces costaba distinguir del Atlántico. Tanto en invierno como en verano, la parte superior de las ventanas estaba coronada por un brillante resplandor. Y aunque las clases exigían atención y el tiempo pasaba deprisa, había intervalos en que los niños escuchaban cómo las sirenas de los transatlánticos se curvaban a través de la distancia y la niebla hasta que sonaban como trompas, o se preguntaban por la composición del viento, que siempre lograba apartar las persianas y entrar en el aula para hablarles de la luz del sol y de la sombra.
Cuando Christiana estaba en segundo o tercero, su maestra, una joven tan hermosa como la misma Christiana estaba destinada a ser, pidió a los alumnos que describieran, uno por uno, a su animal favorito. Luego debían escribir, siguiendo la descripción que hubieran hecho, una redacción sobre el perro, el caballo, el pez, el pájaro o la criatura que hubieran escogido. Los niños se levantaron por turnos para hablar del objeto de su afecto. Nadie se sorprendió cuando Amy Payson habló de los conejos y, sin darse cuenta, meció uno en sus brazos. Una niña tímida que nunca alzaba la voz contó la historia de un perro que intentó subirse a una valla, y su público quedó cautivado, aunque solo fuera porque tenía que escuchar con gran atención para captar su voz, apenas audible. Todos disfrutaron cuando el gordo de la clase recitó durante cinco minutos un poema épico sobre el amor que sentía por un cerdo. «Mi cerdo es descomunal, / con las orejas como un arenal, / nos da mucho calor, / de esperanza y amor es proveedor, / si caemos enfermos nos cuida con primor, / produce mucho suero, / come todo el brezo, / corre por el ruedo, / anda en cueros», etcétera, etcétera. Y terminaba así: «Porque lo quiero como un loco / me estremezco cuando lo toco».
Luego habló el hijo de un pescador de peces espada, que eligió el pez espada y se quedó casi paralizado por los recuerdos de sus saltos en el aire y del coraje que mostraba en la lucha, cuando agitaba todo su cuerpo, que destellaba por encima del agua como una chispa, y lo ponía todo en su pugna por permanecer en el mar. Terminaba diciendo que el pez espada tenía que amar mucho la vida para luchar tan denodadamente por conservarla. Eso fue suficiente para la redacción, que, con el lenguaje puro y aseverativo de un niño, trataba del poder generativo de la memoria y las definiciones del coraje.
La maestra se quedó satisfecha con ese ejercicio y, mientras escuchaba a los alumnos, estaba impaciente porque llegara el turno de Christiana. Sabía que le encantaban los animales y que tenía unas dotes inusitadas para la contemplación. Aunque el hotel casi nunca tenía huéspedes y estaba de capa caída desde el nacimiento de Christiana, lo cual le pesaba cuando veía la expresión derrotada de su padre, eso no constituía ninguna tragedia, pues no eran personas codiciosas y llevaban bien su paulatino empobrecimiento. Christiana era una niña vivaz de imaginación desbordante, y muy guapa. Pero su fuerza no procedía de cosas que pudieran catalogarse o abordarse de forma racional. Tenía una lucidez inexplicable y un don para ver las cosas tal como eran. Por alguna razón había llegado a poseer un criterio puro. Era como si un rayo hubiera caído delante de ella y permanecido inmóvil para permitirle ver toda la longitud de su haz brillante y transparente hasta su fuente absoluta.
Por fin, en el aula de las ventanas coronadas de luz, le tocó a Christiana. Miró por la ventana y entre sus pilares vio el rápido vuelo de una gaviota blanca a través del azul remolinante. Pasó tan deprisa que apenas la vio. Se volvió hacia la maestra. Tenía un animal favorito, un animal al que quería y sobre el que intentaría hablar. Pero descubrió que solo pensar en él, o decir unas pocas palabras para evocar una imagen en carne y hueso de él moviéndose despacio con pasos extraordinariamente silenciosos, solo el recuerdo del día que lo había visto, la dejaba al borde de las lágrimas.
Como era práctica y no quería interrumpir la clase, decidió rápidamente hablar de otro animal y empezó a describir una oveja que estaba atada en un pequeño prado delante del hotel. Pero no pudo. No pudo… porque le resultaba imposible eludir la profundidad de las cosas y porque había recordado el único suceso de su breve vida que la había conmovido profundamente. Incapaz de contenerse, pasó la vergüenza de ponerse a sollozar. Porque, por más que lo intentaba, no podía pensar más que en el caballo blanco.
La madre de Christiana le había encargado que trajera moras para preparar una tarta y magdalenas, pero el verdadero propósito del paseo era caminar varias millas bajo el sol de junio, entre colinas cubiertas de brezo, sola, libre y sin más carga que una ligera cesta de mimbre. En cada curva o cuesta se le ofrecía el privilegio de disfrutar de nuevas vistas: franjas de agua azul cobalto contenidas en brazos de arena beis, galones verdes de bosque que se prolongaban hasta el mar y el sol reflejándose en el estrecho en trayectorias planas. Era como si cada vez que parpadeaba surgiera en el paisaje una nueva maravilla, que era celebrada por los fuertes vientos que empujaban las grandes olas y coronaban la playa de brazaletes de espuma espantados. A media mañana, cuando ya había llenado la mitad de la cesta, oyó un trueno en el cielo sin nubes y, al mirar más allá del borde de la duna color bizcocho, vio que algo caía. Observó que dejaba una estela de niebla al precipitarse hacia el océano, como un meteorito que se hunde en humo y oro. Los pájaros que estaban en los matorrales alzaron el vuelo gorjeando, en línea recta, como sucede cuando oyen un disparo. Y un zorro rojo que se había escondido entre los brezos se detuvo en seco y escuchó, con una pata en el aire por temor a bajarla y perder el juicio.
Christiana soltó la cesta y corrió hacia lo alto de la duna. Haciendo visera con la mano, miró hacia el mar y vio un círculo de agua blanca que se mecía sobre las olas a menos de un cuarto de milla. Del centro del disco blanco emergió algo que se sacudió sumido en la confusión. No era un pez (tenía patas) y transmitía el frío y el miedo perplejo de alguien o algo que se está ahogando.
Mientras bajaba por la sedosa ladera de la duna sin dejar de hacer visera con la mano, Christiana estaba absorta reflexionando sobre qué era aquello y qué debía hacer ella. En la violenta orilla del agua (el oleaje era tempestuoso después de un vendaval), hizo lo que ningún adulto habría hecho, salvo tal vez un soldado que acabara de regresar de una guerra y estuviera convencido de su invulnerabilidad. Mientras observaba las sacudidas más allá de las grandes olas, se quitó los zapatos de sendos puntapiés, se desabotonó el vestido y lo dejó caer en la arena, peligrosamente cerca del rastro dejado por las olas. Con una camisola de seda casi rosada por los años y el roce, se metió en el mar y, cuando la espuma turbulenta le llegó a la cintura y resultó poco seguro continuar de pie, se zambulló de cabeza en el agua helada y nadó contra las olas, tan pronto pasando por encima de sus voluminosas crestas como buceando por debajo en medio de lo que siempre había llamado «sal y pimienta», porque el ruido era muy blanco y, con los ojos cerrados, solo veía negro. Se le daba bien sortearlas, ya que había crecido con ellas. Burlando todos sus esfuerzos por empujarla hacia atrás, hacia un lado y hacia abajo, no tardó en nadar en un agua azul que sabía que era muy profunda.
El océano se agitaba con un movimiento rítmico semejante al del arco de un violín. La dejaba caer en hoyas azules formadas por el viento y tan llenas de remolinos y corrientes como lleno de nenúfares está un lago en agosto, y la alzaba sobre sólidas montañas de agua que se doblaban en láminas lenticulares y al derrumbarse creaban una docena de pequeños torrentes. Desde los puntos elevados Christiana alcanzaba a ver cuanto la rodeaba, como si se encontrara en una torre de observación, y notó que la corriente la arrastraba hacia un lado. Modificó el rumbo y siguió nadando hasta que, casi exhausta por las gélidas olas, llegó al borde del charco de espuma. En el centro, un animal maltrecho se revolvía presa del pánico.
Flotando, lo examinó detenidamente y vio que era un caballo blanco el doble de grande que los animales que tiraban de los arados en los campos de patatas, pero esbelto como un caballo de caza de Southampton. Aunque nunca había visto una montura de caballería ni presenciado una batalla, supo por sus movimientos que creía que estaba en un combate. No se estaba ahogando, sino que se encontraba atrapado en una especie de sueño. Los cascos delanteros se alzaban en el agua como peces saltarines para caer sobre contrincantes imaginarios creando en la superficie géiseres inclinados. Relinchaba como hacen los caballos en una contienda, para darse ánimos, y no paraba de agitar las patas tratando de pisotear el mar.
Si se acercaba a él, seguramente la aplastaría, o al menos la retendría en el remolino que poco a poco esculpía y la arrastraría hacia abajo hasta ahogarla. Aun así, nadó hacia el interior del círculo.
El agua era menos densa allí y no se flotaba tanto. A veces Christiana se zambullía en los rápidos y emergía en otro lugar, pero continuó nadando hasta que estuvo literalmente encima del caballo, medio flotando, medio apoyada en su ancho lomo. Le rodeó el cuello con los brazos todo lo que pudo (que no fue mucho) y cerró los ojos, preparándose para la detonación que seguiría.
Si el caballo blanco esperaba algo, no era el repentino abrazo de una niña con una camisola de seda, de modo que, incapaz de ver lo que tenía encima, se puso frenético. Primero saltó del agua como el corcel de san Botulfo y pareció volar en el aire. Luego, con las cuatro patas extendidas, se sumergió, con la esperanza de que la fuerza del agua sobre su lomo derribara al jinete. Se hundió todo lo que pudo y giró y dio patadas en el agua silenciosa, pero ella, aun con los pulmones agonizantes, no se soltó.
Cuando el animal salió a la superficie, ella seguía encima. Aunque continuó revolviéndose, de pronto pareció que quería un jinete. Había que llevarla a tierra firme. Era una niña frágil de brazos delgados, con el pelo mojado caído sobre la cara, y a pesar de que había ido hasta allí, había montado en él y no se había soltado, tiritaba de frío y no parecía tener fuerzas para enfrentarse una vez más al oleaje y la resaca. Ella le tocó el cuello, apremiándolo para que se dirigiera hacia la playa, y él empezó a nadar como un caballo cuando vadea un río, con absoluta concentración y determinación.
A lomos del caballo blanco, Christiana tuvo la impresión de que el animal podría haber tomado fácilmente la otra dirección y pasado los meses siguientes en el mar, como un oso polar. Al parecer tenía un poder ilimitado.
Mientras se abrían paso a través del oleaje, el caballo ganó velocidad, como si despertara o recuperara el resuello. Desconcertado momentáneamente por la resaca, dio varias zancadas que casi derribaron a su jinete, pero no tardó en estar en tierra firme. Sin darse cuenta de lo lejos que estaba del suelo, Christiana bajó del animal y aterrizó en la arena con tanta brusquedad que cayó hacia atrás y quedó prácticamente sentada. Costaba creer lo alto que era el caballo. Podía pasar por debajo de su panza sin inclinar la cabeza. Caminó entre sus patas deslizando una mano por ellas como si fueran troncos. Luego se detuvo debajo de su morro, donde él pudiera verla. Aparte de las heridas —rasguños y cortes, algunos de los cuales todavía sangraban—, parecía un monumento público que hubiera cobrado vida.
El caballo ladeó la cabeza y la miró de forma paternal, como si la niña fuera un potrillo. Bajó el cuello y le tocó con el morro la barriga, luego la cabeza, empujándola ligeramente hacia un lado y hacia otro, estrujándole el pelo lo suficiente para que goteara agua salada, pero sin hacerle ningún daño. Mientras la miraba, ella no podía apartar la vista de sus ojos, tiernos y muy redondos.
Christiana corrió a coger su ropa y, una vez que los dos estuvieron secos y entraron en calor gracias al viento y el sol, lo vio alzar la vista hacia el cielo. El animal siguió con la mirada las gaviotas que daban vueltas en las corrientes de aire caliente, a millas de distancia, pero al parecer no encontró lo que buscaba. Mientras ella lo observaba, galopó de un extremo a otro de la playa, anduvo en círculo haciendo cabriolas, y, sacudiendo las crines, se empinó. Satisfecho, dio un solo salto que, para asombro de Christiana, lo llevó por encima de la alta hilera de dunas que daban al mar. Cuando ella lo siguió, ya galopaba y saltaba sobre las dunas, las paredes de maleza y las charcas. Ella lo observó durante ese ejercicio, deseando verlo llegar más lejos en cada salto, y así lo hizo él. Por otra parte, el animal era consciente de la presencia de la niña, ya que se detenía y miraba atrás para ver si seguía allí. Ella era lo bastante joven para aplaudir cada vez que él prolongaba la longitud del salto, y verlo elevarse en el aire le levantó el espíritu.
Al final él miró hacia la duna donde ella estaba sentada y alzó el cuello y la cabeza. Agitándolos, relinchó de esa forma profunda y hermosa en que relinchan los caballos cuando están emocionados. Luego se volvió hacia la llanura arenosa y el brazo de mar y echó a correr. La tierra se estremeció, la hierba de la playa tembló, el animal se impulsó hacia delante y alzó el vuelo.
Majestuoso y rollizo, Craig Binky a menudo se quedaba sentado, en un aturdimiento exhausto, mirando fijamente la parpadeante luz de la lámpara que se reflejaba en la sala de estar del ilustre lugar de retiro de East Hampton que él llamaba Rog and Gud Clug. Su padre, Lippincott «Bob» Binky, había mandado construir el club y lo había abierto a todos los gentiles blancos de ascendencia inglesa. Sin embargo, los socios del club no sentían especial simpatía por el hijo del fundador. No les gustaban las declaraciones que hacía, ni su enorme séquito, ni las numerosas normas sin sentido que proponía en las reuniones (las chicas de edades comprendidas entre nueve y diez años debían llevar flotadores de brazo a todas horas), ni el zepelín que tenía amarrado sobre el campo de golf. Llamaba Binkopedo a ese zepelín y lo utilizaba para cubrir los funerales. Mientras se bajaba a los difuntos en la fosa, la sombra del dirigible los envolvía y los fotógrafos del Ghost capturaban a los dolientes en la actitud insólita de mirar hacia arriba.
Craig Binky y su amigo Marcel Apand (un lascivo magnate inmobiliario con ojos de rata y tez de color cirio, cuyo nombre se pronunciaba como ape hand, mano de gorila) creían que la tarea de los más pudientes, y por lo tanto la de ellos, era descubrir playas deslumbrantes y bosquecillos umbríos donde se oyera el zumbido de las abejas, sentarse en un jardín entre árboles que se mecían y contemplar el mar desde casas de veraneo bien conservadas y grandes como hoteles. Una tarde, mientras una docena de camareros ponían la cubertería y la vajilla de porcelana en el Rod and Gun Club, Craig Binky y Marcel Apand discutieron sobre la afirmación del primero de que siete más cinco eran trece. Tras abrirse paso entre hombres y mujeres bronceados, el director del club interrumpió la discusión matemática para señalar a sus huéspedes las langostas que, no muy lejos de allí, hervían en grandes ollas de vapor llenas de agua de mar y eneldo fresco, y cuando la expectación por la comida hubo desterrado la discusión, pidió un favor a Craig Binky.
Sabía que la casa de Craig Binky en East Hampton tenía cuarenta y cinco habitaciones, y que su vivienda doble de Sutton Place tenía sesenta, y estaba al corriente de otras muchas residencias que poseía por todo el mundo y no utilizaba, como un apartamento con jardín en Kioto, por ejemplo. Quería saber si Craig Binky o Marcel Apand podían dejarle una habitación durante un par de semanas. Una joven criada del club necesitaba un lugar donde dormir mientras buscaba empleo. El club, por supuesto, cerraba puntualmente el primero de octubre. Aquel año la joven no tenía donde vivir, porque su padre había muerto poco después de que el viejo hotel que poseía, situado en medio de los campos de patata que había camino de Springs, se incendiara durante una terrible tormenta eléctrica. Su madre había regresado a Dinamarca.
—No sé si me queda alguna habitación… —balbuceó Craig Binky mirando de un lado a otro como siempre hace la gente cuando se le pide un favor—. Ejem…, estamos reformando la sala de billar.
—Bien, no se preocupen —dijo el director, levantándose—. No importa.
Pero Marcel Apand había escuchado con suma atención.
—Un momento, Craig —dijo—. ¿No quieres ver a la chica?
Poco después de que la vieran, la muchacha se encontraba a bordo del yate de Marcel, el Apand Victory. Mientras se deslizaba entre las diez mil velas que surcaban el estrecho como polillas, tenía la sensación de estar sobre la lanzadera de un telar que tejiera un tapiz del verano. La travesía hasta Nueva York duró dos días. Se detuvieron a pasar la noche en la finca que Marcel Apand tenía en Oyster Bay, donde, en opinión de ella, el hombre se comportó de forma extraña y se mostró demasiado franco y directo respecto a asuntos sobre los que la gente del extremo de Long Island no hablaba en presencia de desconocidos. Pero al día siguiente, Cuatro de Julio, ya le había perdonado generosamente su indelicadeza, y la cálida bruma azul que cubría los alrededores de la ciudad acaparaba toda su atención.
Nunca había estado en Nueva York. Le habían hablado de su tamaño descomunal y había hecho unas cuantas deducciones por su cuenta al pensar en el contraste entre el poder y la riqueza de los habitantes de la ciudad y la de los isleños a quienes anualmente invadían, pero no había logrado imaginar ni la mitad de todo aquello.
Navegaron bajo la docena de puentes que cruzaban el estrecho. Aun mirándolos desde abajo sintió vértigo. De lejos eran hermosos arcos y pilares rectos. Como la luna y el sol, el verano y el invierno, y todas las cosas que se hallaban en un equilibrio que se complementaba, hacían pensar en la existencia de un proyecto mayor y más perfecto. Le costaba creer que hubiera cientos de puentes, y era un placer oír sus nombres cuando el capitán se los recitaba junto con los de los ríos, los canales y las bahías que atravesaban.
En Hell Gate, cuando al dejar atrás el recodo vieron los oscuros acantilados de Manhattan, descubrió que (por bonitos que sean los pueblos) el mundo está enamorado de sus ciudades. Río abajo, la vista de Kips Bay estaba atestada de desfiladeros grises inolvidables, y en todas partes había puentes que unían las islas por encima de corrientes rápidas como caballos de carreras. Sus delgados armazones metálicos se elevaban en el aire y sus catenarias se ondulaban como el oleaje en las playas de Amagansett.
Como un remolcador de puerto oxidado y destartalado unido a un reluciente transatlántico nuevo, Marcel arrastró a Christiana de una fiesta a otra. La tenía a su lado, provocando que la gente volviera la cabeza, en dos docenas de actos sociales a la semana. Cuando el Cuatro de Julio habían desembarcado del yate y subido a un taxi que los llevó por un desfiladero de una milla y media con paredes de ladrillo rojo sangre y cristal de espejo, vieron tres o cuatro personas donde normalmente habría habido miles. Como no había ninguna ventana abierta y el aire estaba tan calmo y caliente que los árboles no se atrevían a moverse por miedo a chocar más de la cuenta con él, Christiana pensó que había entrado en la ciudad de los muertos. Si hubiera llegado de Long Island por carretera y pasado junto a la pradera llena de tumbas, esa impresión no habría hecho sino aumentar. Las fiestas de Marcel la confirmaron.
Era el precio de vivir en un pequeño palacio con un jardín con vistas al río East. La mayor parte del tiempo Christiana tenía para sí sola los salones decorados con esmero, las bibliotecas, las bañeras de hidromasaje, las saunas y los balcones soleados. Marcel estaba casi siempre en su despacho, pero al regresar contaba con que ella estuviera esperándolo, lista para salir, vestida con sedas caras o trajes revestidos de destellantes lentejuelas.
Al principio buscó trabajo, y se habría contentado con ser dependienta en Woolworth o mujer de la limpieza en un banco. En las fiestas, los actos benéficos y las cenas en honor de alguien, le ofrecieron empleos como si fueran esos bocaditos que los criados llevaban en bandejas. Aunque estaban extraordinariamente bien pagados, exigían que estuviera disponible del mismo modo que todo el mundo suponía que lo estaba para Marcel.
Los jóvenes en los que se fijaba resultaban ser empleados de Apand leales a su jefe o seres voraces no muy distintos a él que siempre se las arreglaban para pedirle que los llamara en secreto. Y los hombres que montaban las carpas y acarreaban la comida y los platos eran distintos de los pescadores de Amagansett que realizaban esas mismas tareas en su tiempo libre. No se atrevían a mirarla, y a Christiana le daba vergüenza mirarlos. Le entristecía recordar cuando, de niña, entregaba comida a las familias escandinavas que llegaban al hotel, mientras alguien aporreaba al piano canciones danesas de hacía cincuenta años y ella y los chiquillos rubios y bronceados se ponían rojos como tomates al pensar en bailar o tocarse.
En las noches de agosto, Christiana, Marcel y sus invitados salían a veces al balcón que se extendía hacia el río en un extremo del jardín. Barcazas y otras embarcaciones fluviales pasaban silenciosa y rápidamente cerca de la orilla como monstruos que descendieran con sigilo por el canal tras haber entrado sin querer en la ciudad. Esas pobres criaturas asustadas se convertían en blanco de las pistolas de Apand. Mientras las embarcaciones se deslizaban, Marcel, Christiana y sus amigos disparaban en la oscuridad intentando alcanzar las ristras de luces en movimiento, y si apuntaban demasiado bajo oían cómo la bala tintineaba en el casco de acero y caía al agua.
A veces, cuando Christiana se encontraba en una fiesta celebrada en un piso muy alto, se acercaba a una ventana oscura y contemplaba la ciudad. La veía arder sin llamas en el calor del verano, y a través de la neblina divisaba bloques de pisos quemándose, tal vez diez a la vez, en la ciudad de los pobres. Las numerosas luces que atravesaban el aire brumoso del verano eran como fuegos, y todo cuanto se extendía a sus pies parecía estar en llamas. Sin embargo, la ciudad no se asfixiaba en su propio humo. Estaba viva, y Christiana quería conocerla, aun a riesgo de perderse en ella. Porque había toda clase de infiernos: unos eran negros y sucios; otros, plateados y elevados.
A finales de verano la ciudad fue atacada y sitiada por olas de calor que decoloraron y secaron los pantanos de Nueva Jersey hasta dejarlos blancos como salinas, chamuscaron los yermos cubiertos de pinos y trataron de transformar las dunas de Montauk en los desiertos de Marte. La ciudad se convirtió en un horno: noventa y ocho grados Fahrenheit a la sombra y durante toda la noche. Las principales arterias, islas y bulevares se volvieron de un verde plumoso con los árboles sedientos que se movían como bailarines frenéticos suplicando agua en el viento seco.
Una noche de últimos de agosto en que no corría el aire, Hardesty y Virginia enloquecieron de deseo. Poseídos, presas de alucinaciones y sudando como atletas, forcejearon con cuanto se interponía entre ellos. Inmersos en un violento, gimnástico y húmedo acto sexual, se sintieron como motores poderosos, forjas, hornos, y se preguntaron si algún gran dios en un viaje al espacio sideral había pasado junto al sol y extendido su manto ardiente sobre la tierra. Cuando terminaron, oyeron la sirena de un buque de carga que se deslizaba río abajo. Percibieron la forma de la nave, y su gravedad al pasar sacudió el cuerpo de ambos y tembló a través de ellos como si el barco no estuviera navegando por el río East, moviéndose en la corriente, sino frente a ellos en el dormitorio.
A poca distancia, Asbury Gunwillow estaba tumbado en su cama, intentado respirar. Había encontrado empleo en el Sun como conductor de lancha. Llevaba a los periodistas e ilustradores a los incendios que se producían en los embarcaderos, a las inauguraciones de barcos y a ver a dignatarios a bordo de transoceánicos que llegaban a la ciudad; transportaba a los empleados a Manhattan, Brooklyn Heights y Sheepshead Bay; seguía a la Guardia Costera, el Servicio de Aduanas y la Policía Portuaria; permitía que los lectores del Sun disfrutaran de nuevas perspectivas de los edificios ribereños más modernos; acompañaba a Hardesty y a Marko Chestnut a lugares como Sea Gate e Indian’s Mallow, y a un centenar de millas de la ensenada pescaba anjovas al curricán. Durante un mes entero le había perseguido una mujer desaliñada y monstruosa de Tribeca, una intelectual que no sabía si era de día o de noche, no había visto nunca el mar y no distinguía una cabra de un cordero. Ictérica y de color pardusco, vivía solo a través de los libros, el tabaco y el alcohol, tenía cara de rana toro, cerebro de mosquito y cuerpo de mapache. Sin embargo, había atraído fácilmente a Asbury a su buhardilla de Vesey Street, ya que tenía voz de sirena, y se llamaba Juliet Paradise. Puesto que era un hombre galante, Asbury no huyó en su primer encuentro, y desde entonces ella lo seguía como un perro. «¿Cómo puedo deshacerme de ella? —había preguntado a Hardesty y Marko—. Miro su cara y veo una pizza. Lo he intentado todo. ¿Qué debo hacer? ¡Decídmelo!». Ellos se echaron a reír, divertidos con su desazón.
Más al norte, en Central Park, Praeger y Jessica volvían a estar juntos por novena o décima vez, sabiendo que pasarían el resto de sus vidas rompiendo y reconciliándose. Harry Penn, que era viudo, iba a ver a su hija cuando actuaba en una obra de teatro, dirigía el mejor periódico del mundo occidental y comía en casa los platos que le servía Boonya, una doncella noruega alegre pero loca. Marko Chestnut, también viudo, nunca había dejado de estar enamorado de su difunta mujer, y solo lo sostenían las gracias de los niños que acudían a su estudio para que los pintara, la práctica de su arte y la cambiante ciudad. Craig Binky era un soltero empedernido que nunca se había parado a pensar en el amor. Claro que tampoco se había parado a pensar en nada. Era bastante feliz. Tenía el Ghost, su zepelín y varias estrategias para aplastar el Sun. Marcel Apand, por su parte, tenía propiedades, concubinas y a Christiana para exhibirla.
La noche de agosto en que Asbury no logró conciliar el sueño y Hardesty y Virginia no pudieron separarse, Marcel Apand, varios de sus mejores amigos y Christiana partieron en tres enormes automóviles para dar una vuelta por la ciudad de los pobres. Marcel no era estúpido; los salones rodantes a prueba de balas en los que se desplazaban estaban equipados de radios y blindaje de alto voltaje, y en cada uno iban un guardaespaldas y un conductor armados con pequeñas metralletas y granadas lacrimógenas.
Emprendieron la excursión porque estaban dispuestos a hacer cualquier cosa para divertirse, porque ellos tampoco podían dormir y porque Marcel quería desengañar a Christiana, quien creía que más allá de los apagones y el humo había un empíreo de libertad. Quería demostrarle que tales cosas no existían, que no había misterio ni transfiguración, ni un Dios que salvara a los que eran arrojados a las olas.
Mientras avanzaban despacio en caravana por el puente de Williamsburg, antes de correr las cortinas para evitar miradas indiscretas, brindaron con champán y comprobaron que estaban puestos los seguros de las portezuelas. Nerviosos y excitados, pero sobre todo intrigados, hablaron en susurros apenas audibles al descender por la rampa de Brooklyn hacia el infierno.
—Algún día toda la ciudad arderá —afirmó un hombre que, sin contar a Marcel, era el más anciano del grupo.
—¿Y qué? —lo desafió alguien—. Probablemente tienen derecho a prenderle fuego.
Los tres coches bajaron por una larga avenida desierta con edificios ennegrecidos.
—No me refiero a como arde ahora a diario —aclaró el anciano—. Eso es controlable y aceptable. Me refiero a una sacudida de cólera que se oirá hasta en el cielo, un incendio que solo dejará escombros y cristales.
—La reconstruiremos —dijo Marcel—. Que arda. La reconstruiremos.
—Sería un error —declaró una mujer elegante—, un gravísimo error, quemarlo todo únicamente para purificar parte de… —De pronto se interrumpió.
—¡Mirad! —gritó Christiana.
Miraron por las ventanillas de la derecha, donde un grupo de diez o doce chicos delgaduchos vestidos con cazadoras tejanas y pantalones ceñidos perseguían a un hombre descamisado. De vez en cuando el hombre tropezaba, al igual que los muchachos, porque corrían por un campo con pilas de ladrillos irregulares colocadas en todos los ángulos posibles. Aun así, casi volaba, y habría conservado su ventaja de no ser porque uno del grupo le arrojó un ladrillo que le rozó la cabeza y lo derribó. Los otros lo rodearon, lo golpearon con tuberías de acero y cadenas y, como si no hubieran tenido suficiente, le dispararon a bocajarro ocho o diez veces. Luego huyeron.
Todo sucedió en menos de un minuto. Christiana contuvo la respiración mientras observaba la escena. Suplicó a Marcel que llamara a la policía y quiso bajarse del coche para ayudar al hombre tirado sobre los ladrillos.
La mampara de cristal que separaba los compartimentos bajó hasta la mitad y el guardaespaldas informó de que ya habían avisado a la policía.
—Pero no vendrán hasta que se haga de día —añadió—. Tienen miedo. No importa; el hombre está muerto y probablemente se lo esperaba.
La mampara subió y siguieron avanzando.
—¿No es tuya gran parte de este barrio, Marcel?
—Lo era, Del, hace treinta años, cuando todavía era posible tener propiedades. Ahora solo rige la ley de los okupas. Y son pocos los edificios que siguen en pie.
—Los suficientes para rendir beneficios.
—Solo para el diablo.
Por los cristales tintados entraba un feroz resplandor que tiñó de rosa las mejillas de las mujeres. Las largas avenidas llenas de escombros aplastados, donde únicamente las chimeneas quedaban en pie, eran solo el perímetro de la inmensa ciudad de los pobres que se prolongaba hasta el mar. Protegida por una muralla de bloques de pisos, de lejos parecía una enorme olla con una llama humeante. Por encima el cielo oscilaba y danzaba, y la muralla, ahora oculta, parecía una cadena montañosa oscurecida por la puesta de sol. La acción de la luz evocaba, en rojo y negro, los movimientos de un ejército bárbaro enloquecido.
Enmudecidos por el miedo, siguieron adentrándose en la ciudad de las llamas. No era un lugar silencioso, como bien podría haberlo sido, solo alterado de vez en cuando por explosiones y disparos. Era un infierno de rugientes sonidos mecánicos que se esforzaban por aturdir los sentidos: batallones de tambores, sirenas copulando al aire libre, motores chillando de placer.
Cientos de miles de personas corrían de un lugar a otro, como en la ciudad madre que resplandecía serenamente al oeste, pero eran criaturas destrozadas de mirada eufórica. Un hombre harapiento y cubierto de hollín caminaba encorvado golpeando la acera con dos palos. Por un momento pareció que iba a enderezarse, pero no lo hizo. Unos lunáticos descalzos, con el rostro anegado, iban tambaleantes de una calle a otra con los pantalones medio bajados. En los bordillos de las aceras, filas de prostitutas enfermas hacían gestos a los escandalosos automóviles, con motores lo bastante potentes para mover un tanque y repletos de hombres con navajas y pistolas en las manos. No había sitios silenciosos, ni parques brumosos, ni lagos, ni árboles, ni calles limpias. En la ciudad de los pobres, las únicas torres eran las columnas de humo tembloroso, y la gobernaban jóvenes arrogantes que recorrían las calles. Consumidos por las guerras entre ellos, explotaban a los demás por si acaso. Al ver pasar los coches, sacaban el pecho, hacían gestos desafiantes y sonreían. Piedras y botellas rebotaban en los automóviles blindados como gotas de lluvia.
Llegaron a una plaza que en el pasado había albergado una feria y un mercado de productos agrícolas, pero que con el tiempo se había transformado en un lugar de compra y venta de objetos robados y drogas, así como en escenario del desfile de las bandas y de las continuas estafas y timos que no eran sino expresión de la ciudad consumiéndose a sí misma. A un lado, un negociante listo y emprendedor había convertido los cimientos de un edificio público medio derruido en un estadio. Por sus puertas entraba un tropel de gente que se peleaba por sentarse en las tablas colocadas sobre capas desiguales de mampostería ruinosa. Miles de personas se apiñaban para ver algún espectáculo. A Marcel le pareció buena idea que entraran, ya que todo el mundo estaría concentrado en lo que habían ido a ver. Mandó a un guardia de seguridad que preparara un palco especial detrás de los focos y cerca de los coches aparcados.
Al bajar de las limusinas, las mujeres se levantaron el velo de encaje y entrecerraron los ojos bajo las lámparas de arco voltaico de carbono que iluminaban el lugar. Los pocos rezagados que se habían juntado enmudecieron ante las asombrosas diferencias en el porte, la salud y el vestuario, que llevaron a ambas partes a creer que contemplaban a individuos de otra especie. Christiana se echó el pelo hacia atrás y miró alrededor. Sabía que, si fuera necesario, sería capaz de trepar o echar a correr. Desde que vivía con Marcel, a menudo se sentía inmovilizada y, paradójicamente, incorpórea. Al menos allí todo era físico, el ruido, el sofocante calor del verano, las nubes rosadas que reflejaban la luz de las llamas. Es mejor estar aquí —pensó—, donde el corazón late de forma descontrolada y las manos tiemblan, que charlando con los amigos de Marcel en un salón o un restaurante caro.
Un hombre apareció bajo los focos. Llevaba un esmoquin verde lima y joyas de oro que parecían arrastrarse a su alrededor. Habló a voz en grito en un idioma que Christiana apenas entendió, al tiempo que bailaba. Cada vez que señalaba una u otra entrada del foso, salía de las sombras un luchador. Equipados con brillantes corazas de metal negro, con las que parecían criaturas marinas más que gladiadores, llevaban una espada, una larga pica de acero, un tridente o un mazo. Cuando el hombre al que devoraban sus propias joyas desapareció, quedó en la arena una docena de luchadores fuertes. Pero no combatieron entre sí.
Alguien abrió una puerta y empujó a una yegua parda hacia los focos. Cegada al principio, retrocedió asustada. El bramido del público fue como una ola que la golpeó y la dejó paralizada; cuando los ojos se le hubieron acostumbrado a la luz, vio que los luchadores la rodeaban y supo qué iba a suceder. Los que estaban más cerca la llevaron hasta el centro de la arena. Ella los observó mientras la cercaban. Era inútil amenazarlos con los cuartos traseros, ya que, allí donde mirara, encontraba un hombre con una espada o una pica, de modo que estaba prácticamente indefensa. Algunos matadores se enfrentaban con los caballos cuerpo a cuerpo. Allí no. Aun así, se movían despacio y el público estaba tenso. Aterrada, la yegua se empinó. Entonces la atacaron, hundiendo las espadas en su carne. Las picas le perforaron el pecho con un ruido semejante al de un cuchillo al cortar un melón. Al cabo de un instante cayó de rodillas, tambaleándose suavemente, y los luchadores la golpearon hasta que la arena quedó empapada y llena de pedazos esparcidos como escombros.
Christiana apenas podía sostenerse. No tenía fuerzas ni para mantenerse en pie ni para llorar y, aunque quería que Marcel la sacara de allí, ni siquiera era capaz de volverse hacia él. No tenía voluntad, solo ojos, como si estuviera soñando.
Salió otro caballo. Christiana rogó en silencio que lo soltaran, pero estaba paralizada y vio cómo otro animal perplejo caía de rodillas y moría.
A continuación apareció el caballo que estaba esperando el público, un enorme semental blanco para el que hubo que abrir las dos puertas del redil. Estaba tranquilo, no parecía cegado por la luz ni asustado. A ojos de Christiana, el animal que estaba en la arena era la encarnación de todo lo que ella amaba, de todo lo que era hermoso y bueno. Pensó que matarlo sería matar todo aquello del mundo que algún día permitiría a este elevarse. Y, a diferencia de aquel día en que, estando sola en la playa, no había dudado en quitarse el vestido para meterse en el agua, esta vez no podía acudir en su auxilio. Eran otros tiempos. Las cosas habían cambiado. El mundo no era el mismo que cuando ella había salido del mar a lomos del caballo blanco.
Estaba con el animal bajo las lámparas de arco voltaico, y vio a través de sus ojos cuando él movió la cabeza para estudiar a sus enemigos. El público estaba anonadado porque el caballo se negaba a tener miedo. Con ágiles zancadas se acercó a los despojos de las yeguas y apoyó una pata sobre la sanguinolenta cabeza de la primera. Fue un gesto inequívoco, y los matadores se pusieron nerviosos. Christiana sabía que podía haber salido de un salto del redil y dejado todo atrás sin más dificultad que un caballo en una carrera de obstáculos. Pero había decidido quedarse.
El animal empezó a dar vueltas. Los matadores no se habían enfrentado nunca a una criatura tan grande. Durante su ágil danza se le marcaban los músculos en la carne. Movía las patas muy deprisa y de pronto los cascos grises parecían afilados como navajas. El público gritó cuando se puso de manos y los invencibles matadores bajaron las lanzas y espadas asustados.
Una lanza salió disparada. El semental encabritado se volvió hacia ella furioso y la envió hacia un lado con tal fuerza que la hundió en el suelo hasta la mitad del astil. El que la había arrojado trató en vano de arrancarla de la arena. Los espectadores estaban entusiasmados, y el lugar se habría venido abajo, de haber tenido techo, cuando dos hombres lanzaron sus picas a la vez. El caballo se elevó en el aire de un salto para esquivar una y golpeó con las patas traseras la otra, que ascendió hacia el cielo nocturno en una trayectoria que prometía llevarla más allá del humo y las nubes.
Ahora todo el mundo alcanzaba a oír su respiración. Con saltos rápidos que lo llevaban de un lado a otro de la arena, dispersaba y aislaba a los espadachines y lanzadores para atacarlos. Tras rebotar en la pared y soltar las armas, los luchadores daban tumbos como si no supieran dónde estaban. El semental blanco los derribó uno a uno. Hacía un amago hacia la izquierda y, en una fracción de segundo, brincaba hacia la derecha y con las patas delanteras estampaba contra la pared a uno de los carniceros de caballos. Luego lo levantaba del suelo, lo sacudía hasta dejarlo sin fuerzas y lo arrojaba lejos. Los golpeaba con el cuello y los aplastaba con los cascos. Al final quedó él solo, tembloroso, sudando, encolerizado.
Como los espectadores se habían ido exaltando hasta estar peligrosamente fuera de sí, Marcel insistió en que el grupo se fuera de inmediato y regresara a Manhattan. Cuando los tres pesados coches enfilaron el Gran Puente, se elevaron muy por encima de la feroz bruma de la ciudad de los pobres y Christiana vio una luna llena que había surcado el puerto y teñido de plata los acantilados. Fuera de la ciudad de los pobres había cosas como el color azul, un viento fresco carente de humo, esteras tejidas con la luz de las estrellas de verano y la enorme perla de la luna. Marcel afirmó que la expedición había sido un éxito. ¿Quién hubiera imaginado que verían a un caballo blanco luchar como un ángel vengador? Se elogió a Marcel por el descubrimiento y corrió la voz. Pero otras caravanas no tuvieron tanta suerte, porque el caballo blanco no tardó en perderse en lo más profundo de la ciudad de los pobres.
Llegaron a Manhattan bastante tarde, o mejor dicho, muy temprano, y todos durmieron profundamente. Todos menos Christiana, que estaba desvelada.
Se quedó mirando el río bañado por la luna al otro lado del jardín. Mientras estaban en la ciudad de los pobres había bajado de Canadá un frente de aire frío que había disipado la niebla en casi todo Manhattan. Imaginó que más arriba el río estaría verde oscuro, en lugar del verde selvático del verano, en el que no había ni rastro de azul. El calor y la bruma se habían tragado el azul durante semanas, pero ahora volvía a cubrir la superficie de los ríos y a dominar las laderas de las montañas. El aire fresco le devolvió la sensatez.
Reunió sus pertenencias, se puso una blusa de batista y unos pantalones caquis y bajó a la cocina. Se preparó media docena de sándwiches de carne ahumada, cogió unas cuantas manzanas y zanahorias y decidió vaciar el tarro del dinero. Marcel no lo notaría y era lo único que pensaba llevarse. Lo abrió y sacó un rollo de billetes que se metió en el bolsillo sin siquiera mirarlo. Fuera, en Sutton Place, en mitad de la noche, se sintió libre por primera vez desde hacía meses y casi bailó por la calle. No sabía adónde se dirigía ni qué iba a hacer, pero antes de adentrarse en el corazón de la ciudad contó el dinero que había robado y se quedó un poco sorprendida al ver que ascendía a 3243 dólares. Como esa cantidad no alcanzaba para ofrecer un almuerzo sencillo a los amigos íntimos de Marcel ni para abastecer el yate para un día de navegación, supuso con razón que él nunca se enteraría ni se preocuparía por su desaparición. A fin de cuentas, era el hombre que tras haber perdido siete millones de dólares en una máquina de pachinko dijo que había valido la pena solo por ver cómo las bolitas plateadas pasaban veloces por delante de los pequeños orificios plateados.
Por puro azar se encaminó al Village. La ciudad estaba desierta y la única actividad era la luz intermitente de los letreros de neón, alguna que otra columna de vapor que se elevaba de las calles o una gaviota que cruzaba el hueco entre los desfiladeros, planeando en el aire que el amanecer y el sosiego teñían de rosa. Todo parecía benévolo. Aun así, se sentía inquieta. Marcel había insistido en que la ciudad era dura y la devoraría inmediatamente. «Nunca has vivido sola —había dicho—. No es fácil. ¿Cómo vas a encontrar un apartamento? ¿Dónde? ¿Sabes lo que cuesta encontrar un apartamento en Nueva York? Y no digamos un empleo. Tardarías meses en conseguir uno. Mientras tanto te morirás de hambre en la calle».
A primera hora de la mañana un agente inmobiliario le enseñó una pequeña habitación en Bank Street que él llamó apartamento. La bañera estaba en la cocina y se podían tocar todas las paredes del «dormitorio» sin moverse del sitio, pero estaba limpio, era tranquilo y daba a un jardín.
—Tendrá que compartir el balcón con el caballero que vive en la casa de al lado. Trabaja para el Sun, conduciendo una lancha, de modo que siempre que haga buen tiempo tendrá el balcón para usted sola.
—Pero solo tiene un pie de ancho —señaló Christiana.
—Doscientos dólares al mes —respondió el agente.
Ella firmó el contrato, entregó una fianza y pagó el alquiler de un mes, y el agente se marchó.
—¡Menudo éxito! —exclamó Christiana—. ¡Como quien no quiere la cosa he conseguido un lugar donde vivir!
Abrió una cuenta bancaria, llenó la nevera y amuebló la casa, todo antes del mediodía. Como solo necesitaba una mesa pequeña, dos sillas, una estera blanca para dormir, unas mantas, una almohada, tres lámparas, una vieja alfombra para rezar y los mínimos utensilios de cocina, le sobraron más de dos mil dólares, y con la calderilla compró el almuerzo, un diccionario de danés, varias novelas danesas y libros de geografía, un cuaderno y bolígrafos. Iba a aprender sola la primera lengua que había conocido y que seguía en estado latente dentro de ella esperando a que la despertaran. A las tres de la tarde ya había encontrado un empleo.
En la entrada de servicio de una bonita casa de Chelsea, una mujer de edad indefinida y apariencia asombrosa llamada Boonya la invitó a pasar y empezó a explicarle los deberes de una criada a media jornada.
—Pero he dicho que quiero trabajar toda la jornada —protestó Christiana.
—El señor Penn te pagará toda la jornada, querida —dijo Boonya, que era redonda como un balón de fisioterapia—, pero solo trabajarás media. En el interino se supone que tienes que ir a las bibliotecas y los conciertos. Si vas a la universidad te pagará la matriculación. Yo prefiero estudiar por la casa, cocinar y hacer la lavada y demás. Pero cada persona es diferente. Bosca, la chica morena que estuvo aquí antes que tú, estudiaba en el teatro. ¿Entiendes lo que quiero decir?
—Sí. Es extraordinario.
—Si así es como lo quieres expresar. Veamos, ¿sabes cocinar?
—Cocinaba en el hotel de mis padres.
—Estupendo —dijo Boonya mientras la conducía a la cocina—. Pero puede que no sepas guisar lo que le gusta a Harry Penn. Él y su hija tienen sus platos favoritos que te enseñaré a preparar.
—¿Como qué?
—Oh, como queso durbo relleno de trébol, caminogo, carne de víbola, semillas tostadas de bandribrologo, crepes de aceite de satcha, polluelo Dollit en salsa Donald, bayas gigantes de retama, crème de la berkish tollick, serbín de velito, titinglos en conserva, emparados de chocolate, limones de cola, caldero de Rhinebeck con armando fresco, parrifa de amínula, saetas de lentias avainilladas, belezas fértiles, bludwursts archibestiales, tarta de calendario turco, cascajillos de berlac frito, cóctel de cerdo bailón, pastel de crema vitela, contracorrientes, fritura de cordero bóxer, velludos de acción azucarada, delicias de nueces de rubinto y pollo rastasangre con salsa Arnold.
Boonya tenía una receta para cada uno de esos productos de su descabellada imaginación. Christiana observó maravillada cómo le explicaba mediante mímica la preparación del titinglo fresco o la forma correcta de cortar una saeta de lentias cruda.
—Cubre siempre el mármol de harina antes de extenderla. Espolvoréala con una pizca de vainilla. ¡Y córtala deprisa! —gritó agitando sus gruesos brazos de salchicha alrededor del balón de fisioterapia—. O se te pegarán. Se pegan como demonios. ¿Te enseñó tu madre a pelar como es debido un buen serbín de velito?
Boonya la llevó por toda la casa, que estaba llena de libros, cuadros y objetos náuticos antiguos a los que había que quitar el polvo con regularidad. Había un cuadro iluminado de Harry Penn como comandante de regimiento en la Gran Guerra.
—Eso fue hace años —señaló Boonya—, montones de años. Era joven entonces, pero ya no lo es. Ahora es viejo. Pasa mucho tiempo en el Sun pero, cuando está aquí, siempre está leyendo. Dice que los libros detienen el tiempo. Yo creo que está loco. (Puse un libro al lado del despertador y el segundero siguió avanzando). No se lo digas a nadie, pero cuando lee algo que le gusta le entra tal alegría que pone música y baila solo o con una escoba. Pero tú de eso ni mu.
—Supongo que baila con una escoba porque su mujer murió —dijo Christiana.
—No lo creo. También baila con la fregona.
—A lo mejor tenía una querida.
—Sí, pero llevaba el pelo corto. También tengo fregonas de pelo corto. Para la limpieza de precisión, como esos volantes pequeños de los coches de carreras. En los fórmula P europeos los volantes son del tamaño de un dólar de plata. Por eso tienen carreras de enanos, porque pueden agarrarlos con sus diminutas manos. —Miró alrededor con aire de conspiradora e indicó por señas a Christiana que se acercara—. Sus cuerpecitos encajan entre los puntales —susurró—. Mi primo Louis intentó serlo. Sabe Dios que es bastante menudo, pero él siempre finge ser un pavo de sombra y por eso lo echaron.
—¿Qué es un pavo de sombra?
—Una de esas cosas que utilizan los boomatooq para limpiar las ventanas, pero son ilegales en Nueva York y en New Jersey, de modo que los boomatooq de Connecticut tienen que pasarlos a escondidas para llegar a Pensilvania. ¿Me sigues? A Louis le falta un tornillo. Al Señor se le debió de caer al suelo el día que lo creó.
Christiana sonrió pero, cuando Boonya desvió un momento la mirada, puso los ojos en blanco.
—Chist —dijo Boonya levantando un dedo—. ¿Oyes las castañuelas?
—No.
—Creo que las oigo pasar en un coche fúnebre. Tal vez haya estirado la pata el embajador español.
Luego, mientras caían gotas de sudor de la ceja única que avanzaba a través de su frente como un ciempiés, Boonya atizó poco a poco el fuego de su locura hasta que salmodió como un druida: cantó para Christiana lo que según dijo eran sus diez villancicos egipcios favoritos, pronunció una larga y enfática disertación sobre los artefactos sexuales de los esquimales y habló acerca del coco, que en su opinión era exclusivamente el símbolo de la preparación militar. Solo se detenía para interrogar a Christiana.
—¿Cuál es el símbolo de la preparación militar?
—El coco.
—¿Exclusivamente?
—Eso dicen.
Pero en general Boonya era una buena criada y (cuando menos en el trabajo) tan firme como el Peñón de Gibraltar. También se parecía físicamente a él o, más bien, a una esfera con tres melones encima: dos enormes pechos que se balanceaban con la gravedad y una cabeza con rizos de pelo rubio y ralo entrelazados como en una cesta de mimbre. Era noruega y se creía superior a la atractiva y delgada Christiana, que era danesa, solo porque Noruega estaba encima de Dinamarca.
Congeniaron en cierto modo. Ir a trabajar se convirtió para Christiana en un gran entretenimiento, ya que Boonya no paraba de hablar ex cátedra, limpiaba como un demonio, cantaba canciones en idiomas que nadie conocía y tenía recetas para un millar de platos inexistentes.
Hasta el invierno, durante una prolongada ventisca que mantuvo ociosa la lancha del Sun, Christiana no descubrió al ocupante del apartamento del otro lado de la pared. Un constante viento del noroeste empujaba la nieve en hipnóticas trayectorias a través del jardín, que quedó convertido en un circo alpino. Asbury y Christiana pasaron horas sentados frente a frente, aunque entre ellos había dos chimeneas y varias capas de ladrillo.
Ella estaba ensimismada en los Mares de invierno, de Thorgard, pasando dos páginas del original danés por hora, mientras Asbury, sentado a una pequeña mesa delante de la chimenea, se peleaba con Los problemas de la navegación avanzada de Dutton, que debía dominar si quería seguir haciendo progresos para obtener el título de capitán. Durante seis meses habían vivido en habitaciones contiguas, ajenos a la presencia del otro, aunque dormían a menos de un pie de distancia.
Si las fuerzas de la naturaleza se preocuparan menos por la formación de las grandes ventiscas y el reverdecimiento de las cadenas de montañas, y más por juntar a un buen hombre con una buena mujer, los ladrillos que los separaban se habrían derrumbado hacía mucho. Pero las fuerzas de la naturaleza no mostraron interés y Asbury y su vecina no tuvieron la oportunidad de conocerse hasta que él se levantó a avivar el fuego. Movió los leños con el atizador, observando cómo los pedazos desprendidos de las brasas rojas formaban un caramelo del diablo. Cuando quedó satisfecho con el resultado, golpeó tres veces la pared posterior de la chimenea con el atizador para que cayeran las pocas ascuas que habían quedado adheridas al extremo.
Christiana dejó el libro y se quedó mirando la pared interior de su chimenea. Luego se levantó, cogió un atizador y dio tres golpes. Obtuvo respuesta. El telégrafo no tardó en desplazarse de la pared del hogar a la pared de encima de la repisa y, finalmente, a la que separaba sus camas. Allí, al descubrir que sus voces la traspasaban, se presentaron, pero interrumpieron la conversación poco después, cohibidos.
—¿En qué parte de la habitación estás? —había preguntado Christiana.
—En mi cama. ¿Y tú?
—Yo también —respondió ella, y comprendió que dormían a unas pulgadas de distancia.
—¿Vas a cambiarla de sitio ahora?
—No.
A veces pasaban horas tumbados junto a la pared, diciendo lo primero que les venía a la cabeza, contando al otro su vida, lo que habían pensado y los sueños que habían tenido. De esa forma intimaron tanto como si hubieran mantenido una apasionada relación amorosa sin que una pared se interpusiera entre ellos. Él le dijo que en verano podrían ir por el estrecho balcón a un valle que quedaba entre los picos de los tejados.
—Desde allí se ve el río —afirmó.
Ella dijo que le gustaría ir. Pero ¿no era peligroso subir? No, respondió él. Se conocerían durante el verano. No antes.
—¿Cómo eres? —preguntó Asbury una noche, meses más tarde, pues estaban a principios de mayo y pronto la vería.
—No soy guapa. No soy nada guapa.
—Yo creo que eres hermosa —dijo él a través de la pared.
—No —insistió Christiana—. No es cierto. Ya lo verás.
—No importa —aseguró él—. Te quiero.
Cuando la oyó llorar, pensó que tal vez había ido demasiado lejos. Pero la quería de verdad y no le importaba que fuera poco agraciada, como ella se empeñaba en afirmar. Asbury se lo dejó claro en numerosas ocasiones a finales de la primavera. Al fin le pidió que se casara con él.
Todos, incluido Hardesty, pensaban que Asbury había cometido un gran error.
—Entiendo que haya gente que se pueda enamorar a través de una pared, sobre todo si se siente sola —comentó Hardesty—. Pero si es físicamente repulsiva como ella dice, necesitaréis esa pared el resto de vuestra vida.
—Lo sé —respondió Asbury—. Si fuera realmente horrible tendrías razón, pero, según ella, solo es poco agraciada, sea lo que sea lo que eso significa. Me cuesta creer que no vaya a verla como la mujer más hermosa del mundo.
Hardesty se ofreció a echarle un vistazo y recibió un sermón sobre la confianza, después de lo cual Asbury declaró que iba a correr el riesgo. La muchacha tenía una voz bonita y él sabía que la amaba; era suficiente.
Ella aceptó la propuesta de matrimonio y decidieron conocerse en el valle de los tejados el primer día de sol. Naturalmente, llovió durante la mayor parte de la primavera.
Pero una mañana de principios de junio, antes de que el sol calentara en exceso, Asbury salió al tejado. Subió hasta el pico de su lado y se quedó mirando el río, tratando de no temblar demasiado, porque era el día despejado y azul que había esperado. Cielos, acabemos de una vez, pensó. Bajó al valle, volvió a subir y habló a través de una chimenea.
—Christiana —gritó—. ¿Estás levantada? Espero no haberme equivocado de chimenea.
—Estoy levantada —gritó ella hacia el hogar, con el corazón acelerado.
—Sube al tejado. Ha llegado el momento de que nos conozcamos. —Asbury intentó no ponerse nervioso—. Cuando nos recuperemos de la sorpresa inicial, en un sentido o en otro, podemos dar una vuelta en barco. Tal vez ir incluso a Amagansett.
—Ahora voy —respondió ella, con una voz que sonó casi puramente escandinava, aunque apenas se oyó porque se apartó corriendo de la chimenea.
Asbury bajó hacia donde se juntaban los dos tejados y aguardó, con un pie en cada uno, mirando en la dirección por la que debía aparecer ella.
Primero vio su mano en el borde cuando ella se encaramó a la barandilla del balcón. Luego subió con un solo movimiento rápido y se detuvo ante el amante al que nunca había visto. Se sintió más que satisfecha. Y él se quedó atónito.
—Lo sabía —dijo alborozado, tratando de abarcarla toda de una vez—. Sabía que serías la mujer más hermosa del mundo. —Y, retrocediendo un paso para no sentirse abrumado, añadió—: Y ya lo creo que lo eres.