Una nueva vida

El mar estaba inundado de luz y un viento amable que rodeaba con fuerza el cabo impulsaba un elegante balandro con la vela mayor desplegada y un espináquer hinchado enfrente. Al oeste se extendía una larga costa vacía, poblada de vegetación verde y fragante. El agua fluía en corrientes y torrentes dentro del mar allí donde ríos fríos habían sorteado hábilmente un bajío y salido al océano como una estela de fuegos artificiales moribundos. Las jarcias crujían a modo de protesta, porque la embarcación no había sido construida para volar a veinticinco nudos. El mar estaba abarrotado de peces y las playas eran más blancas que una incisión en un vidrio nuevo.

Aunque Asbury Gunwillow y su hermano Holman no pronunciaban palabra desde que habían abandonado la pesca del día y largado las velas para desafiar al viento, ambos intuían la preocupación del otro por el vendaval, que arreciaba por momentos, sin amainar nunca, hasta que pareció lo bastante potente para arrancar el mar de la tierra y arrojarlo al vacío.

—¿Podemos virar con este viento? —gritó Holman.

Asbury negó con la cabeza.

—Nada podría virar con este viento. Nunca he visto nada igual. Es la clase de temporal que hunde flotas enteras de buques de guerra. Si intentamos cambiar de rumbo, acabaremos naufragando. Aun así, tenemos suerte.

—¿Por qué?

—Porque con un viento como este el estado del mar debería ser de grado diez y en cambio está liso como el hielo. Eso se debe a que el viento es constante. Si no lo fuera, levantaría olas de ciento cincuenta pies de altura. Y nuestro espejo de popa deja mucho que desear —dijo mirando el agua, a un pie de la parte superior de la barra del timón.

—Deja al menos que intente recoger el espináquer.

—No, lo haré yo —ordenó Asbury—. Es demasiado peligroso que te muevas…

Antes de que acabara la frase, el joven Holman, que solo tenía veintiún años y era bastante delgado, empezó a gatear hacia la proa. Asbury lo llamó a gritos, pero él no hizo caso y siguió avanzando muy despacio, resistiendo la fuerza del viento como un hombre que lucha para evitar que lo arrastren unos rápidos.

—Déjalo —vociferó Asbury.

Pero el viento recogió sus palabras y las lanzó hacia delante, de modo que Holman no tuvo oportunidad de oírlas. Con un pie firme sobre la cubierta frente al palo mayor y el otro apoyado contra un cabestrante, empezó a desatar el cabo del espináquer.

—¡Córtalo! —gritó en vano su hermano—. ¡Córtalo!

Empezaba a salir humo del cabo al pasar por la cornamusa cuando Holman se dio cuenta de que estaba sobre el rollo de cuerda sobrante. Se levantó para apartarse, el viento lo derribó y lo arrojó al agua.

Asbury tiró un flotador a estribor y empezó a soltar el cabo. Cuando vio que se había deslizado por sus manos más de un centenar de pies de cuerda y que Holman seguía sin salir a la superficie, soltó el extremo, confiando en dejarle algo a lo que aferrarse.

Pero se quedó asombrado al ver que Holman seguía allí, con medio cuerpo dentro del agua y la otra mitad fuera, en el costado de estribor, agarrado al cabo del espináquer. Se estrellaba una y otra vez contra el mar, y tan pronto se elevaba cincuenta o sesenta pies en el aire como caía de nuevo al agua al deshincharse la vela.

Con la intención de soltar el espináquer para aupar a su hermano con él, Asbury se precipitó hacia delante. Pero el viento lo empujó hasta estamparlo contra el palo mayor. Con la vista nublada y perdida la mitad de sus fuerzas, logró desenfundar la navaja. Cortó la driza del espináquer, pero la polea no bajó como esperaba él y la vela se sacudió con más ímpetu.

Mientras trataba de decidir qué debía hacer, miró el extremo de la vela y vio que Holman se había soltado. A continuación el espináquer voló por los aires y cayó sobre la superficie del agua. Asbury miró a través de la sangre que le cubría los ojos, pero, aunque hubiera podido ver algo, no habría visto a Holman, que había desaparecido en el agua. Decidió cambiar de rumbo, aunque le costara la vida.

Resbalando en su propia sangre, fue hasta el timón. Se desplomó sobre él y lo empuñó. Se le quedó la mano pegada debido a la sangre que había por todas partes.

—¿De dónde sale? —preguntó en voz alta, porque había sangre en el viento, gotas calientes que al principio creyó que eran de lluvia.

Pero era su sangre, que manaba de una arteria del cuero cabelludo. Trató de restañarla con una mano y se le escurrió a chorros entre los dedos.

Resuelto a cambiar de rumbo aun a riesgo de partir el mástil, se inclinó contra el timón y lo empujó. Sin embargo, solo logró que la proa se elevara en el agua y diera sacudidas como un señuelo de pesca. Como no había nada más que hacer, Asbury empuñó el timón hasta que las fuerzas lo abandonaron y cayó sobre las tablas del suelo. Intentó levantarse pero no pudo. Apretó la herida contra una cuaderna del casco, con la esperanza de detener la hemorragia. Lo último que recordaba era el ruido del viento.

Se despertó aterido. Aunque no se encontraba muy al norte y era junio, estaba en alta mar, en plena noche, y malherido. Pensó que el cuello se le quedaría paralizado para siempre en la posición torcida en que lo había apoyado sobre la cuaderna y no podía abrir los ojos. Como quien pasa toda una noche despierto con frío por no levantarse a buscar otra manta, continuó en aquella incómoda postura durante mucho rato, tal vez horas, hasta que se espabiló lo suficiente para advertir que los movimientos plácidos del barco evocaban paseos en trineo sobre ondas suaves. En lugar del viento implacable, se oían el conocido gorgoteo del mar al mezclarse consigo mismo en la orza de deriva y los ruidos de las jarcias que sufrían como árboles en otoño.

Se arrojó de costado para desentumecerse. A pesar de sentir un dolor intenso en la cabeza y de golpearse las costillas con el ancla, descubrió que moverse le había sentado muy bien. Se movió todo lo que pudo. Después de arrancarse la sangre seca de las pestañas, abrió los ojos. Una vez que se le reactivó la circulación, entró en calor y dejó de estar tan agarrotado, miró las estrellas y supuso que era la madrugada, alrededor de las cuatro.

Dedujo que no había dormido un ciclo entero de noches y días y calculó que Holman llevaba al menos dieciséis horas en el mar y que probablemente se encontrara a tres millas de distancia. Sin la ayuda de un viento tan traidor como el que los había derrotado, Asbury no contaba con regresar antes de tres o cuatro días al lugar aproximado donde su hermano se había caído por la borda.

Como habían estado bordeando la costa, no disponían de más instrumentos de navegación que una brújula. Asbury no tenía forma de saber dónde estaba, salvo con estimaciones burdas y su propio instinto, que le decía que virara al oesnoroeste a fin de llegar a la costa más próxima. Se puso un suéter y la chaqueta de cuero de Holman. Seguía teniendo frío, pero sabía que no tardaría en salir el sol. Se terminó un sándwich de rosbif y una manzana que habían quedado del almuerzo del día anterior. En previsión de una travesía larga y ardua, se zampó el corazón de la manzana y se planteó comerse también el pedúnculo, pero al final lo tiró pensando que, si tenía que acabar comiendo madera, había de sobras en el barco.

Pese a lo abatido que se sentía por haber perdido a su hermano, el firme curso bajo las estrellas obró su magia. Si no hubiera sido una noche despejada, la mañana habría llegado mucho más despacio, pero llegó bastante deprisa, y navegar en línea recta por un mar brillante en el que veía un montón de estrellas lo animó.

Deslizándose a través del mar negro como el petróleo bajo estrellas tan inmóviles y majestuosas que bien podrían haber decorado la bóveda de una catedral, Asbury empezó a advertir adónde se dirigía y por qué. Era algo que solo acertó a comprender con los dones que trae la mañana: algo así como los sueños, que no es posible reconstruir para recordarlos y sentirlos a plena luz del día. Sin embargo, levantarse temprano y los esfuerzos del corazón y la memoria permiten traerlos de vuelta, medio vivos, desde profundidades desconocidas, como un pez que boquea despacio sobre la cubierta de un barco, con ojos mortecinos, suplicando que lo devuelvan al mar.

Nadie sabía la edad del abuelo de Asbury Gunwillow, pero él aseguraba que tenía más de ciento setenta y cinco años.

—He de tenerlos —decía—. He de tener ciento setenta y cinco o ciento ochenta. Cuando empezó la guerra civil, acababa de comprar a mi socio su parte de una mercería en Saint Albans, Vermont. Durante la guerra trasladé todas las existencias a Nueva York y me establecí junto a los astilleros de la armada en Brooklyn. Fuimos sus proveedores cuando construyeron los acorazados. Antes de que dispararan a Lincoln, nuestro almacén ocupaba toda una manzana de la ciudad.

A continuación miraba al techo, en sus ojos grises y su fino cabello blanco se reflejaba la luz que entraba en la habitación, y su rostro adoptaba una expresión de incredulidad y pasmo.

—¿Cómo es posible que sea tan viejo? Nadie vive tanto. Además, no tengo claro en qué se me ha ido el tiempo. Pero recuerdo, por ejemplo, dónde vivíamos durante la guerra.

—¿Qué guerra? —preguntaba Asbury.

—No me acuerdo. Nuestra casa estaba en el centro de la ciudad, en una colina con vistas al Atlántico, las Hudson Highlands, las Ramapos, los Palisades… Lo veía todo desde esa casa. Veía a miles de niños jugando en cientos de parques. Los veía en los columpios y los toboganes. Veía los botones de sus abrigos. Veía las embarcaciones en el río y sabía adónde se dirigían, qué transportaban y cuándo llegarían a su destino. Veía todas las oficinas, casas y sótanos de la ciudad, y no se me escapaba ni un narciso recién cortado colocado en un jarrón sobre un alféizar. Miraba todos los jardines, por encima del hombro de las esposas que cantaban, y las salas de comités, los hospitales y los teatros. Sabía exactamente qué ocurría en la Bolsa y qué sucedía en las saunas de Staten Island. ¿Cómo era posible? —preguntaba, dudando de sí mismo—. No lo sé. Pero es cierto. Era como ir en globo, viéndolo todo, en un día claro de verano.

»A cada lado de nuestra casa había, como las charreteras del uniforme de un portero, laberintos de boj, con puertas de sentido único. Tenían miles de pasadizos y un follaje tan denso que una bala no habría podido atravesarlo. Había un balcón orientado al norte, sostenido por cables. Transmitía una sensación etérea y después de comer solíamos sentarnos allí a tomar té. El perro dormía en un rincón, en su cesta especial bajo un toldo verde, pues era un lugar muy fresco en verano. Dale a un perro un lugar fresco en verano y uno caliente en invierno, y dormirá el resto de su vida. El balcón daba al norte. Todas las noches, a la luz del norte, los ríos eran de un azul asombroso… ¿Eres mi hijo?

—No, abuelo. Soy tu nieto.

—¿Cuál de ellos?

—Asbury.

—¿De qué estábamos hablando?

—De Nueva York.

El anciano miró al frente con expresión distraída.

—De eso se trata.

—¿De qué se trata?

—Tienes que ir allí.

—¿Por qué?

—Alcanzarlos antes de que sea demasiado tarde…, los motores.

—¿Qué motores?

—Todos. Están programados para emitir un único sonido. Creo que están afinando. Aún no suenan bien, pero es música. Uno llevará la voz cantante. Los demás le seguirán…, y ese será el día.

—Lo siento, abuelo —dijo Asbury—, pero no acabo de entenderte.

—¿De qué estábamos hablando?

—De motores.

—Ah, los motores. ¿Qué quieres saber de ellos?

—Decías que están todos programados para emitir un único sonido.

—Eso he dicho. Están allí, silenciosos como perros, mirando en todas las direcciones, algunos abandonados en la oscuridad, otros oxidándose y envejeciendo, otros bien atendidos. No importa. Tienen alma.

Asbury estaba sorprendido.

—Alma…, cada uno de ellos. ¿Acaso no se mueven? ¿Quién crees que pone las cosas en movimiento? Nada que se mueva carece de alma. Yo debería saberlo. ¿Has oído hablar del manso que guía el rebaño? Pues lo mismo ocurre con los motores. Hay uno que captará los intervalos conforme pasen a través de él y reproducirá el sonido con exactitud. Entonces todos los demás le seguirán.

»Si yo fuera joven como tú, iría.

Luego tuvo un ataque de tos. Se puso morado, pero con la misma rapidez adquirió un tono azul más frío, hasta que empezó a respirar con facilidad, recuperado ya el color blanco. Asbury se preguntó cómo podía respirar tan poco el anciano. Parecía inhalar y exhalar solo unas veces por minuto. Asbury debió de preguntárselo en voz alta porque, cuando su abuelo se recuperó, dijo:

—Porque no necesito oxígeno. Ya he llegado a todas mis conclusiones. Solo estoy dejándome caer poco a poco. Algún día seré ligero como una pluma. Prométemelo.

—¿Qué quieres que te prometa?

—Que irás a Nueva York.

Asbury se lo había prometido. Pero olvidó su promesa hasta el día en que se lo llevó el viento.

En aquellos momentos, tras unos cuantos días soleados en el mar, se vio rodeado de un rumor débil que supuso que era el retumbante latido de una ciudad, y no tuvo ninguna duda de qué ciudad era.

Hardesty Marratta y Virginia se habían enamorado del modo obsesivo y absoluto en que se enamoran dos personas que han visto la misma verdad y no logran aprehenderla del todo. Aunque los tiempos no eran tan promiscuos como lo habían sido varias décadas atrás, nadie se habría sorprendido si se hubieran ido a vivir juntos (el apartamento de Virginia apenas era lo bastante grande para los tres) o hubiesen mantenido alguna clase de relación indefinida que, como otras muchas de ese tipo, oscilara entre el escándalo y la indecisión. Pero no lo hicieron. Al contrario, tuvieron un noviazgo casi como el de sus padres. Tal vez fuera porque, salvo cuando eran muy pequeños, Hardesty no había conocido a su madre y Virginia no había conocido a su padre. Habían crecido entre tiernas descripciones y habían oído hablar de los noviazgos de sus padres en los términos más entusiastas. O tal vez fuera porque a Virginia no le había ido bien su matrimonio y seguía recelando de las visiones, aunque fueran las suyas propias, y Hardesty, al que en dos ocasiones habían llamado a filas para combatir, había cumplido el servicio obligatorio por partida doble. Por la razón que fuera, la pasión de ambos se desplegó en una ola larga y serena, y mantuvieron relaciones, tranquila y lentamente, durante el crudo invierno que siguió a su primer encuentro.

Hardesty vivía en la buhardilla de una casa de Bank Street. Como el tejado era a dos aguas, debía inclinar la cabeza al cruzar las puertas, pero el barrio era tranquilo y, aparte del viento y la nieve, solo se oía el resonar de las campanas en los patios y jardines cuando las iglesias daban pacientemente las horas, las medias y los cuartos. Gatos y ardillas realizaban saltos asombrosos y caminaban por los cables del teléfono en un espectáculo de caza y huida que habría puesto en evidencia al mejor de los circos. Cuando un gato andaba por la nieve, se movía como una reina exiliada, la encarnación de la cautela y el orgullo. Una vez un halcón se posó en el patio, pero solo el tiempo suficiente para mirar debajo de sus alas moteadas antes de alzar el vuelo. El aire a menudo estaba cargado de nieve y de fragante humo de leña, que lo oscurecía todo y suspendía el tiempo, pues tenía buena mano con él. Y cuando la noche llegaba temprano con su luz azul de nieve, el mundo parecía ese lugar tranquilo atrapado en los pisapapeles rellenos de agua y confeti.

Todas las tardes, en cuanto se cerraba la edición del Sun, Hardesty llamaba a Virginia desde una cabina (ninguno de los dos tenía teléfono en casa, porque lo consideraban un lujo innecesario). Hablaban de lo que iban a cenar y luego, mientras se dirigían desde distintos lugares al apartamento de Virginia, conseguían los ingredientes en los mercados y tiendas que encontraban por el camino. En ocasiones, si Virginia se quedaba trabajando hasta tarde o Hardesty acababa temprano, él iba a buscarla a Printing House Square y se encaminaban juntos al apartamento. Pero la mayoría de las veces Hardesty daba un paseo solitario al atardecer por Greenwich Avenue. En su opinión, no había calle más hermosa en la ciudad. Siempre que pasaba por delante del hospital Saint Vincent tenía la sensación de estar viviendo dentro de una gran novela rusa. Los altos muros y los ventanales iluminados hablaban de cosas eternas, y junto a los cohibidos pacientes, en restaurantes de barrio con fuegos de leña y guirnaldas verdes, había personas elegantes y acaudaladas que, en comparación, parecían asombrosamente vacías. ¿Cómo podían evitarlo? Los pacientes llevaban consigo las verdades de la vida y la muerte, y cuando cruzaban la calle bajo la nieve no se desprendían de la curiosa melancolía de su terrible año de insomnio.

Aunque Hardesty se sentía obligado a llevar a cabo la misión que su padre había urdido hábilmente para él en San Francisco, lo ataban atracciones poderosas y responsabilidades gratificantes. La perspectiva de dejar a Virginia lo llenaba de una tristeza indescriptible. Tal como estaban las cosas, tendría que traicionarla. La amaba profundamente, pero, después de su expedición en trineo a Canadá, ella no estaba dispuesta a cruzar el Atlántico ni con él ni con nadie. Hasta entonces había logrado retenerlo. Por otra parte, Hardesty tenía un empleo.

Praeger de Pinto había encontrado en él no solo un alma gemela, sino algo mejor: un rival. Nunca estaba seguro de que Hardesty no estuviera pensando, de antemano, lo mismo que estaba pensando él, y, a pesar de lo que esto implicaba, lo consideraba un gran talento. En varias ocasiones había preguntando a Virginia por él porque quería contratarlo. Pero no sabía en calidad de qué; pensó que tal vez como analista político o como periodista de barrio, ya que había descubierto que sabía italiano. Por otra parte, quería que Hardesty le pidiera el trabajo. Un sábado por la tarde coincidieron por casualidad en un estanque helado de Brooklyn que servía de pista de patinaje.

El lugar era famoso por sus vistas, que abarcaban la ciudad entera, de modo que si alguien miraba el cañón de rifle que formaba una larga avenida la veía extenderse como en un óleo. Sentados en los bancos abarrotados de un edificio rectangular amarillo con rugientes estufas de leña y ventanas que daban a Manhattan, Praeger, Virginia y Hardesty habían golpeado las cuchillas de los patines contra el suelo para sacudir las virutas de hielo y miraron aturdidos a través del aire a diez grados Fahrenheit bajo cero.

—No sé qué es esa torre tan extraña —dijo Praeger, casi para sí, al ver un campanario morisco de piedra rosada. Y, para su sorpresa, Hardesty le dio la respuesta.

—Es la Clive Tower, construida en mil ochocientos sesenta y siete por John J. Clive en honor a su hijo, que murió en la bahía de Mobile. —Y continuó disertando sobre el lugar que ocupaba en la ciudad, su papel en la historia de la arquitectura y los ingenieros y arquitectos que la habían construido.

Praeger le preguntó por otros edificios. Hardesty los conocía casi todos, y el fuego que encendió Praeger pronto se avivó por sí solo hasta convertirse en una clase apasionada sobre historia, arquitectura, poesía y truenos: un retrato de la ciudad desde el estanque helado que asombró a Praeger, a Virginia y al mismísimo Hardesty. Solo cuando vieron que un grupo de chicos del barrio jugaba a hockey a la luz de linternas se dieron cuenta de que había oscurecido.

—¿Cómo demonios sabes todo eso? —preguntó Praeger.

—He estado leyendo y pateándome la ciudad.

—¿A qué te dedicabas en San Francisco?

—A poca cosa —confesó Hardesty—. Después del ejército me tomé un descanso. Llevo dos años descansando. Pero cuando regresé la primera vez me doctoré en historia del arte y arquitectura. Supongo que es lo que quieres saber.

—A mí eso me da igual —afirmó Praeger—, siempre que sepas de qué estás hablando, y creo que así es. ¿Por qué no escribes un par de artículos para el Sun y el Whale? Si son tan buenos como esta pequeña disertación sobre la civilización occidental, podrías tener una columna.

—Marko Chestnut podría ilustrarla —añadió Virginia.

—Verás —dijo Praeger volviéndose hacia Hardesty, porque Virginia ya lo sabía—, el Ghost tiene una sección de arquitectura: la sección treinta y nueve, que sale los lunes y los viernes. Pero es una página de personalidades. Por ejemplo, hace poco publicaron un artículo sobre un personaje, creo que se llamaba Ambrosio D’Urbervilles, cuyo proyecto de diseño consistía en llenar todo un apartamento, desde el suelo hasta el techo, de bolas de algodón morado oscuro. Lo llamó «Retrato de un camello muerto bailando sobre el tejado de una sauna».

»Si queremos competir con ellos, hemos de hacerlo como si no fueran lo que son. Para evitar su influencia, haremos como que no existen. Para contrarrestar el efecto de imagen especular, combatiremos con ellos como si fueran realmente contrincantes. Eso requerirá mucha imaginación por nuestra parte y los elevará bastante. Pero Harry Penn no querría que fuera de otro modo y, con los tiempos que corren, yo tampoco.

—Entiendo —dijo Hardesty, con el ruido de las estufas resonando en sus oídos como si sufriera una insolación—. Leí el artículo del camello bailando sobre el tejado. —Y mientras las linternas de los jugadores de hockey cruzaban el hielo nocturno bajo el resplandor de las paredes de cañón iluminadas, le dijo al director del Sun que pondría todo su empeño en retratar la ciudad.

Al cabo de una semana Hardesty y Marko Chestnut empezaron a deambular por la ciudad en busca de esos lugares construidos para capturar y retener su espíritu. No eran difíciles de encontrar, ya que había literalmente cientos de miles, desde Riverdale a South Beach, y desde Riverside Drive a New Lots. Los jueves, el Sun publicaba un artículo de dos páginas de Hardesty. En el centro de cada una había un gran dibujo a pluma de Marko. Mostraban Brooklyn desde el aire para los lectores del Sun: allí estaba, extendida ante ellos como un águila con las alas cortadas descendiendo hacia la ostra de Staten Island. Les ofrecían el caos de la calle Catorce, las chimeneas de Astoria, las zonas plateadas del East Side, un Gramercy Park tan neblinoso como un jardín inglés y las agujas doradas de Manhattan vistas desde Weehawken al ponerse el sol, cuando la ciudad de cristal arde como una estrella en el espacio. Cuantos más lugares encontraban, más veían, y al Sun le fue muy bien.

Sin embargo, eso no hizo sino aumentar la impaciencia de Hardesty por ver la ciudad justa. Decidió dejar de lado sus sentimientos e inclinaciones y subir a un barco con rumbo a Europa. Aunque amaba a Virginia y su amor por ella era mayor que la responsabilidad que sentía hacia su padre, algo que estaba por encima de ellos le impulsaba a seguir su camino. Su poder lo asombraba y le hacía pensar en los hombres que se separan de sus familias para ir a la guerra. Ahora también él se disponía a hacer el cambio, a dejar el viento frío por el caliente, por algo que no le pertenecía y que le hablaba desde un tiempo tan lejano que tenía que admirarlo solo por su tenacidad. Se equivocaba al partir, lo sabía. Pero estar simplemente equivocado era una cosa, y otra muy distinta estarlo por una ciudad totalmente justa.

Se lo dijo a Virginia el primero de junio y la pilló desprevenida. Ella lloró desconsolada y luego lo atacó. Trató de tirarle del pelo y le propinó un par de puñetazos.

—¡Vete! —gritó furiosa.

Cuando él se fue, cerró de un portazo y echó el cerrojo, y Hardesty la oyó sollozar, lo que le partió el corazón. Después de esa escena, no podía llamar a la puerta y volver a entrar, de modo que fue a comprar un pasaje para un barco que zarpara en breve y regresó a la buhardilla maldiciendo el verano.

El día que Hardesty partió de Nueva York, tomó un taxi para recorrer toda la ciudad hasta el transatlántico. Era un domingo de principios de junio, muy temprano, y hacía un tiempo perfecto. Aunque el día era fresco, sereno y azul, en las calles no había nadie salvo el sol. Al cruzar Chelsea, oyó por la radio del taxi un aria que parecía salir de los mismísimos edificios, sus patios interiores abandonados y las almas de sus habitantes. No podía haber amado más a Virginia Gamely, y se preguntó si lo que daba por sentado que estaba a tanta distancia se encontraba en esa misma ciudad, o incluso en Virginia; si el futuro era lo bastante justo e imaginativo para refugiarse en una sola alma. Si fuera así, estaría cometiendo un error. Hacia la mitad del aria vio una figura conocida cruzar Hudson Street con un caballete al hombro y una caja de óleos bajo el brazo.

Marko Chestnut regresaba a casa tras haber estado pintando el Hudson a primera hora de la mañana, cuando la luz era mejor y las bandas de matones ya se habían ido a dormir. El Hudson era un millar de ríos, cambiaba con cada variación de la luz: apacible al amanecer, lleno de cabrillas con el fuerte viento de otoño, azul marino intenso bajo un cielo despejado, cubierto de blanco hielo, verde y gris con las tormentas de invierno, un lago de alta montaña neblinoso en agosto. Pero Marko Chestnut prefería las mañanas de verano, con su luz intensa e inequívoca.

Hardesty pidió al taxista que se detuviera. Se apeó rápidamente y llamó a su amigo, que siempre se mostraba receloso, porque era objeto de frecuentes ataques cuando pintaba al aire libre. Marko se alejó casi corriendo.

—¡Soy yo! —gritó Hardesty.

—Creía que ya te habías ido. —Marko entrecerró los ojos detrás de las gafas.

—Voy camino del muelle. ¿Qué hora es? El barco zarpa a las ocho.

Marko Chestnut titubeó y miró el reloj.

—Son las siete. ¿Cómo es que has salido tan temprano? El muelle del Rosenwald está a solo tres manzanas de aquí.

—No sabía que fuera tan temprano.

—¿Has comido algo?

—No.

—Vamos al Petipas a desayunar —propuso Marko Chestnut—. Podemos ir andando hasta el barco desde allí.

Desayunaron en el jardín del Petipas, contemplando los pájaros en la hiedra del muro, iluminada por el sol, y oyendo las sirenas de los barcos, que reverberaban en los acantilados del Hudson.

—¿Cómo puedes dejar a una mujer de este modo? ¿Y por qué? ¿Sabes que ya la dejó una vez un loco canadiense, cómo se llamaba, Boissy d’Anglas?

—Lo sé —respondió Hardesty.

—No es justo para ella. Ni para ti. No está bien. Siendo viudo, es posible que sepa cosas que tú no puedes saber. Pero permíteme que te diga que eres un idiota. Estás rechazando algo de lo más precioso… Por el amor de Dios, ¿tengo que explicártelo?

—No.

—Entonces, ¿por qué no te quedas?

—No puedo —susurró Hardesty—. Mi padre.

La sirena de un barco hendió el aire.

—¿Es ese el Rosenwald? —preguntó Hardesty.

—Es posible —contestó Marko—. Pero si lo es debe de estar bajando el río. Ya son las ocho y veinte. —Sonrió.

—Malnacido. ¡Me acordaré de esto! —exclamó Hardesty con una expresión amenazante.

—Me lo agradecerás —afirmó Marko Chestnut con confianza.

Salieron del restaurante a la carrera. Con el caballete a cuestas, Marko Chestnut derribó mesas y sillas y rompió mucha loza. Hardesty paró un taxi que se dirigió veloz hacia el sur. Marko Chestnut lo imitó. Los dos vehículos llegaron al Battery a la vez, y los turistas no entendieron qué sucedía cuando Hardesty y Marko Chestnut (cargado con el caballete y las pinturas) corrieron hacia el extremo sur del paseo insultándose a gritos. Elegante como un almirante con uniforme nuevo, el Rosenwald cobraba impulso mientras su elevada proa dejaba atrás la isla de la Libertad. Hardesty empezó a desabrocharse los zapatos.

—¿Qué sentido tiene nadar? —preguntó Chestnut—. El barco va a veinte nudos.

—Tienes razón, y el agua está helada. No creo que pueda alcanzarlo. Pero voy a intentarlo, por si se para. ¿Qué puedo perder aparte de un poco de calor corporal?

Se zambulló en el puerto y se puso a nadar. Para asombro de Marko Chestnut, un minuto después de que Hardesty saltara, el Rosenwald se detuvo lanzando al aire una columna de humo negro.

Los oficiales del barco holandés Rosenwald se sintieron halagados de que alguien valorara tanto sus servicios como para sumergirse en la inmundicia que pasaba por agua en el puerto de Nueva York. Llevaron a Hardesty cerca de las máquinas y lo metieron bajo una ducha de agua hirviendo, tras la cual el médico de a bordo le puso diez inyecciones y el sobrecargo jefe le sirvió una olla entera de caldo de carne. Hardesty habría declinado la invitación a cenar en la mesa del capitán esa noche de no haber llevado puesto el albornoz de este, de terciopelo color zafiro, con el escudo de la casa real de Holanda bordado en oro en el bolsillo. Cuesta, se dijo, rechazar una invitación de alguien cuyo albornoz llevas puesto.

Cuando por fin logró salir a cubierta, vio Nueva York iluminada por un sol cada vez más intenso. Parecía una joya refulgente. Entre los bloques de pisos y las torres no se distinguía nada de dimensiones humanas, pero de vez en cuando una cúpula o el grácil descenso de una catenaria daban una idea de la proporción de los acantilados cristalinos y le recordaban que en su interior y entre ellos había gente gritando y cantando, mujeres entrando en la ducha y pianos sonando mientras los bailarines bailaban. Virginia estaba allí, en alguna parte, yendo de un lado para otro bajo el sol estival. Río arriba, a escasa distancia, entre campos verdes y montañas azules, había bosques que acababan de despertarse. El humo que se elevaba de los primeros fuegos del verano, encendidos aquí y allá para eliminar de los senderos las ramas caídas, parecía ascender con la lentitud y cautela de un alpinista.

Resultaba duro irse de Nueva York por mar en verano. Hardesty empezó a echar de menos la ciudad donde las interminables avenidas saltaban sobre los ríos a través de puentes que por lo común chocaban con las nubes, y donde la historia y el futuro parecían correr juntos en un estado de conmoción y desorden. Y añoraba a Virginia. La añoraba tanto que quiso saltar por la borda y nadar hasta Long Island, aunque el agua estaba demasiado fría para zambullirse. Por otra parte, se dio cuenta de que probablemente ese acto se consideraría una excentricidad, sobre todo teniendo en cuenta cómo había subido a bordo. Y lo más seguro era que las hélices lo hicieran trizas. Además, le estaban lavando y planchando la ropa, de manera que, en el caso de que sobreviviera, tendría que ir desnudo en tierra firme a menos que nadara diez millas con un albornoz robado. Los inconvenientes se impusieron a su deseo de bajar del barco, hasta que vio lo que había delante del Rosenwald.

Los pasajeros creyeron que se trataba de un banco de niebla. Habían confiado su vida a la naviera Vergeetachtig Oester y daban por hecho que sus oficiales y representantes los llevarían a su destino. Pero a los oficiales les inquietaba lo que veían delante del barco. Los bancos de niebla no se elevan hasta el cielo. Tampoco se extienden sobre el mar a lo largo de treinta millas en todas las direcciones, rectos y lisos como los metros de platino del Bureau de Postulados de Budapest. Ni oscilan ni retumban como tambores con bordón.

El puente de mando cobró vida mientras el capitán trataba de decidir si cambiaba de rumbo y observaba el comportamiento de ese fenómeno a cierta distancia, o seguía avanzando y chocaba contra él. Hardesty se dirigió a la proa para ver mejor. No eran nubes de tormenta, sino un enorme muro blanco cuya base barría el mar hasta volverlo prácticamente invisible. Su estruendo histérico sonaba como una encarnizada discusión entre sirenas de niebla y cláxones. A medida que se acercaba el Rosenwald, las dimensiones del muro eran cada vez más sobrecogedoras.

A pesar de los años que llevaban navegando y de que todos los instrumentos electrónicos estaban dirigidos hacia el muro de nubes, no tenían ni idea de qué se trataba. Pero Hardesty sí lo sabía, y por eso le resultó imposible dejar a Virginia, porque significaba que tal vez nunca volvería a su lado. Virginia le había hablado del muro en varias ocasiones, y él mismo lo había atravesado, aunque estando profundamente dormido, en el Polaris, cuando una nube de esmeril blanco disfrazada de la furia del invierno barrió la parte superior de los vagones. Era un misterio cómo lo sabía Virginia. Seguramente se lo había dicho su madre.

Hardesty no estaba dispuesto a desaparecer en un tiempo indeterminado. Después de todo, si Virginia tenía razón, el Rosenwald podía permanecer allí toda una eternidad, o solo un segundo, y salir para dejar perplejos a los iroqueses o para encontrarse en un futuro incomprensible. Y si el Rosenwald y los que iban a bordo regresaban alguna vez, nadie aparte de quienes habían estado con ellos los creería, y se verían condenados a una vida de silencio y locura.

De joven Hardesty había meditado sobre la proeza de saltar de una embarcación en movimiento. Era una acción complicada que podía resultar mortal debido a las hélices y a la tendencia de cuanto flota junto al costado de un barco a verse arrastrado hacia ellas. Después de reflexionar detenidamente en su juventud, había llegado a la conclusión de que lo mejor era saltar del barco a quince grados de su eje longitudinal, con un lastre que disminuyera la posibilidad de ser atraído hacia las paletas. Su padre también había analizado el problema. «Cuando te hundes unos veinte pies —le había advertido—, debes comprimirte todo lo posible para reducir tu superficie. Así reduces el efecto vela y las probabilidades de ser arrojado hacia el vacío creado por las hélices. No te olvides de soltar el lastre a unos cincuenta pies. Ya sabes lo profundo que es el océano».

El capitán del Rosenwald decidió actuar como si el muro fuera un simple banco de niebla. Cuando la estrecha proa de la embarcación se precipitó contra el acantilado blanco, Hardesty corrió por la cubierta principal para huir hacia la popa. Resignados y expectantes, con una sonrisa beatífica y la expresión de quien ha conocido la existencia de un mundo mejor, los pasajeros fueron engullidos junto con la superestructura del transatlántico, ya medio desaparecido. Cuando este le rozó los talones, Hardesty sintió una arrebatadora oleada de placer por todo el cuerpo, no la clase de sensualidad que roba y consume el alma, sino algo elevado y extático que intuyó que podía llevarlo muy lejos. Aun así, todo en él le decía que la ciudad era mejor. Casi no la había visto y apenas había sentido su energía escandalosa. Sus torres, puentes y cúpulas, el río a mediodía, la vida en su interior… aguardaban a que los hiciera suyos. Además, estaba Virginia.

El movimiento hacia delante del barco era impresionante incluso para un transatlántico holandés con fama de ser bastante veloz. A unas pulgadas del muro, Hardesty agarró un balde contra incendios lleno de arena para utilizarlo como el lastre que lo mantendría alejado de las hélices. La espuma blanca que le rodeaba una pierna le producía un placer que lo debilitaba. Se apartó de ella y siguió adelante. Cuando se encaramó a la barandilla de proa, el muro peinó la mitad de su cuerpo y lo dejó en estado de éxtasis. Tal vez se habría entregado, pero la gravedad lo arrojó hacia las olas que rompían silenciosamente en el espacio invisible de debajo del muro.

El Rosenwald desapareció. Hardesty no tardó en estar bajo el agua, conteniendo la respiración, sin soltar el balde por miedo no tanto a ser arrastrado hacia las hélices como a que se lo tragara aquello de lo que acababa de escapar. Se hundió cada vez más en un mar esmeralda lo bastante helado para estar casi gelatinoso.

Finalmente soltó el balde y empezó a flotar hacia arriba. Se dijo que tal vez había imaginado el voraz muro de nubes y se preguntó qué habrían pensado los otros pasajeros cuando, con el albornoz azul del capitán, había corrido por la cubierta con un balde de arena y saltado por encima de la barandilla. Salió a la superficie. No se veían ni el barco ni el muro de nubes. Estaba solo, muy lejos de tierra firme, en un mar muy frío.

Aquella noche, mientras se encendían las luces en los edificios y los puentes, Asbury Gunwillow guió su pequeño balandro hacia las aguas color castaño del puerto. Estaba impresionado por la diversidad del tráfico naval entre las numerosas islas industriales y en las entradas del río, los canales, los estrechos y las grutas. El puerto era lo bastante complicado para que Craig Binky lo hubiera calificado de «tentacular», y Asbury podría haber acabado fácilmente en Jamaica Bay o intentado combatir las acometidas de la marea del río East de no haber sido por el práctico que eligió.

Se había quedado decepcionado al ver que la figura con albornoz que flotaba en el agua —una especie de Ofelia con sus faldas hinchadas, pero convulsa y parlanchina en lugar de sumisa y absorta— no era Holman, su hermano perdido. Tras subir a Hardesty a bordo y darle unos pantalones, una camiseta azul marino y tiempo suficiente para que entrara en calor y se orientara, le preguntó, esperando una respuesta sincera: «¿Cómo has llegado hasta aquí?». Estaban lejos de tierra firme y no había barcos. Creyendo que iba a oírle decir que era el campeón mundial de natación en agua helada, que su yate de lujo había volcado y se había hundido, que lo habían expulsado de un submarino, lanzado con un cañón o arrojado desde un avión, se irritó cuando Hardesty se limitó a contestar que había llegado hasta allí en una bandeja de té. Lo sostuvo con una histeria tan convincente y llena de alivio que Asbury no se atrevió a preguntarle nada más.

Durante un rato charlaron por pura educación, pero al llegar a los Narrows, tal vez debido a la belleza de las luces del puente en la penumbra y a la repentina aparición de la ciudad al otro lado de la bahía, hablaron de lo que les había llevado hasta allí. Llegaron a la conclusión de que no había que hacer ni insinuar siquiera una promesa si luego no iba a cumplirse, y les asombró la curiosa red de obligaciones, errores, coincidencias y hechos que parecían ligarlo todo, incluso para quienes creen ser libres.

—Aparte de las leyes naturales del mundo tal y como lo conocemos —conjeturó Hardesty—, tal vez haya leyes de organizaciones que nos atan a estructuras que no vemos y a tareas que no percibimos.

—De eso puedo dar fe personalmente. Hice una promesa que no cumplí y años después se ha levantado un viento que ha tirado a mi hermano del barco y me ha puesto en la dirección correcta. La promesa era que iría a Nueva York. No me sorprende. Hasta he conseguido un guía, y gratis.

—Puedes quedarte en mi apartamento —propuso Hardesty, porque tenía previsto vivir con Virginia en el futuro, si ella accedía.

Asbury aceptó pensando que, tal como iban las cosas, sería una tontería echar un vistazo al apartamento antes de decir que sí.

Se deslizaron hasta el embarcadero de Morton Street, donde Hardesty saltó como un conejo. Cuando llegó a la puerta de Virginia, se detuvo para escuchar los ruidos del interior: un grifo abierto, el balbuceo del bebé, un cuchillo sobre una tabla de cortar, Virginia canturreando para sí o hablando con Martin como si pudiera entenderla.

Subió a la azotea y bajó al terrado contiguo, que era de un establo de la policía, desde donde podría observar el apartamento de Virginia sin que ella lo viera. Unos chicos chinos e italianos de los edificios vecinos subían a menudo allí con la excusa de tomar el aire, pero su verdadero propósito era ver a Virginia desnuda. Hardesty comprendía sus deseos pero, cuando los pillaba, mostraba la severidad que correspondía. Esta vez solo quería verla moverse: lo de menos era cómo iba vestida. Quería verla y conservar para siempre la imagen. Algún día, en el futuro, porque la amaba, descorrería el velo para su goce. El fresco aire nocturno que llegaba del río cruzaba las numerosas hileras de bloques de pisos. Un árbol enorme, exuberante de follaje nuevo, suspiraba y se estremecía mientras Virginia se movía dentro del cubo iluminado que era su apartamento, pasando de vez en cuando por delante de la ventana, donde Hardesty la veía fugazmente. Estaba bronceada y llevaba un vestido blanco con un ribete de encaje violeta alrededor del cuello. Hardesty cambió de posición y oyó los relinchos en el establo cuando los caballos advirtieron su presencia. No veía el interior de la cocina, pero oyó a Virginia leer a Martin mientras la cena estaba al fuego.

«Ayer llegó el barco The Arms of Amsterdam, que el veintitrés de septiembre zarpó de Nuevos Países Bajos por el río Mauricio». A menudo le leía en voz alta a Martin porque no quería que vegetara mientras ella, sumida en lo que él debía de interpretar como un silencio misterioso, miraba fijamente un papel cubierto de líneas y pasaba de vez en cuando la página. El niño se sentía bobamente halagado cuando su madre le hablaba como si él la entendiera, y siempre intentaba decir algo. Como ella no quería monopolizar la conversación, a menudo interrumpía su relato, dejaba el libro y le preguntaba: «¿Qué te parece esto, Martin?».

Él normalmente titubeaba, como si ordenara sus pensamientos, miraba alrededor y prorrumpía en algo parecido a «¡Taviva! ¡Taviva!», o «¡Iyama! ¡Iyama!», en un estridente gorjeo infantil, a lo que ella respondía cogiéndolo en brazos y besándolo. «¡Sí! ¡Sí! ¡Qué perspicacia la tuya!», decía. Esta vez Martin parecía especialmente agitado, y ella se preguntó por qué.

«Informan —continuó— que allí nuestra gente tiene coraje y vive pacíficamente. Sus mujeres han dado a luz, y han comprado la isla de Manhattes a los hombres salvajes por sesenta florines».

En ese momento, se volvió y miró por la ventana hacia la noche estival. Hardesty la vio directamente, pero ella no lo veía a él. Qué expresión tan triste tenía, y qué hermoso era su rostro, enmarcado por el cabello negro y el círculo de zarcillos violetas bordados en el vestido. De pronto inclinó la cabeza y se tapó los ojos con la mano izquierda. Hardesty se echó hacia delante en la oscuridad. Ella le había dicho a menudo que solo quería vivir en la ciudad y ver qué sucedía. Le había suplicado a menudo que no buscara, que se limitara a esperar. «Los hombres religiosos como Boissy d’Anglas —había dicho— se consumen buscando y no encuentran nada. Si tu fe es sincera, asumes tus responsabilidades, cumples con tus obligaciones y esperas hasta que te encuentran. Llegará. Si no a ti, a tus hijos, y si no a ellos, a los hijos de estos».

La hermosa mujer del vestido blanco con ribetes violetas que estaba en una habitación con bonitas vistas a los jardines y el puente se había convertido para Hardesty en la encarnación de la ciudad que emergía. Además, independientemente de la ciudad, la amaba.

Antes de que ella se echara a llorar, Hardesty subiría de nuevo a su azotea, bajaría por las escaleras y se detendría ante su puerta. Cuando abandonó el terrado del establo, los caballos volvieron a relinchar. Al pasar junto al parapeto contempló la ciudad. Desde esa perspectiva, sus luces eran como fuegos de verano en una llanura cubierta de hierba.

Recuerda el aire suave, se dijo mientras cruzaba la azotea. Recuerda el aire suave y todas las luces. Las luces nunca eran iguales, siempre cambiaban, eran como espíritus lejanos: los que desaparecían para siempre pero no caían en el olvido. Y tal vez los espíritus lejanos brillaban en señal de aprobación cuando Hardesty Marratta atravesó con sigilo la azotea, titubeó antes de volverse para mirar y desapareció en las angostas escaleras.

Virginia oyó sus pasos. Por alguna razón Martin y los caballos ya lo sabían. Ella levantó la vista preguntándose quién sería. Apenas podía respirar. Ladeó la cabeza para oír mejor. Hardesty se preguntó si ella le aceptaría. «¡Taviva! ¡Taviva!», gritó Martin cuando Hardesty llamó a la puerta. Su madre corrió a abrirla.