La ventisca

Si bien San Francisco es una ciudad tranquila, anestesiada en azul, cuando Vittorio Marratta murió fue como si un trueno retumbara sobre las colinas. Si no lo hubiese prohibido expresamente, la hilera de limusinas negras que siguieron a su coche fúnebre habría tenido más de una milla de longitud. Era una figura fundamental para varias comunidades, y el fallecimiento de un hombre así parece algo antinatural, lo que lleva a que incluso sus enemigos acudan a mostrar su profundo respeto. El signor Marratta era el jefe de la comunidad italiana de San Francisco; un científico cuyos descubrimientos en astrofísica fueron lo bastante importantes para que hasta tres galaxias recibieran su nombre (Marratta I, II y III) en una zona lejana del cielo septentrional; un rector de la universidad del otro lado de la bahía, antes de que los problemas quebraran la serenidad intelectual en que se había fundado; un ex capitán de la armada, comandante de un buque importante en tiempos de guerra, y el próspero propietario de una flota cuyos veloces portacontenedores adornaban varias veces al día la bahía con sus llegadas y salidas desde o hacia Tokio, Accra, Londres, Sidney, Riga, Bombay, Ciudad del Cabo y Atenas, y en cuyos remolcadores se habían introducido las modificaciones necesarias para el mismísimo puerto que sus barcos llenaban de movimiento.

Los redactores de obituarios trazaron retratos incompletos, en los que recorrían la vida del finado como viajeros que van a Inglaterra y no siempre ven los cisnes, las ovejas, las bicicletas y los ojos azules. Sabían que había llegado de Italia después de la Gran Guerra, pero no que había desertado de la carnicería, vivido un año como ladrón y, por último, nadado en las aguas del puerto de Génova para trepar por la cadena del ancla de un barco que —si bien él lo desconocía— se dirigía a San Francisco. Sabían que se había casado con la hija de un naviero, pero ignoraban cuánto la había amado antes de que ella muriera y qué había significado para él su fallecimiento. Sabían que había luchado para convertirse en rector de la universidad, pero no lo dura y agotadora que había sido la lucha. Sabían que había descubierto galaxias y descrito algunas verdades fundamentales, pero ignoraban qué mano lo había guiado y que, tras muchos años de profunda reflexión sobre lo que había visto y medido, había sido recompensado con la visión de algo que era incapaz de revelar únicamente debido al carácter de la época. Por último, sabían que tenía dos hijos varones, pero apenas sabían nada de ellos.

Cuando tronó sobre la ciudad que no conoce los truenos, ocurrieron toda clase de cosas. Los parientes se afanaron en comprar flores y alquilar automóviles, para luego enterarse de que habían sido excluidos del cortejo por orden del difunto, quien solo quería junto a la tumba a sus hijos y un sacerdote. Los abogados y los contables se pusieron a trabajar con el ahínco y la prontitud de un batallón de obras de la armada que en media hora hubiera de construir un campo de aviación. Los edificios académicos fueron rebautizados. La bandera del observatorio ondeó a media asta. Y todos se preguntaron qué harían los hijos con todo lo que iban a heredar. Setenta y cinco barcos grandes y todos los remolcadores de la bahía de San Francisco, unos grandes almacenes, varios bloques de oficinas, suficientes terrenos magníficos sobre los que levantar otra ciudad, trusts, subdivisiones y grandes lotes de acciones de empresas importantes, todo eso constaba en el testamento. El signor Marratta había llegado a abarcar un sector de la economía tan variado y coloreado como una larga muestra de sondeo del lecho de un mar tropical, y su caterva de bienes muebles era como la del Arca de Noé. Como es natural, todos sentían curiosidad por el reparto de esas propiedades.

El testamento se leyó un miércoles de mayo, tres semanas después del funeral, cuando los estrépitos del trueno comenzaron a remitir. En la serenidad de mayo, los estudiantes partían por soleadas carreteras desiertas para ver otras partes del país y los que se quedaban disfrutaban del fuerte sol y de días radiantes y despejados que aún conservaban un frescor agradable. Un centenar de personas se reunió en la penumbra casi ultravioleta de la sala más espaciosa de la mansión de los Marratta en Presidio Heights. Por las vidrieras del balcón alargado que daba a la bahía se veían franjas azul marino. De no haber sido por el frío del mármol, blanco y pulido como los peñascos de Yosemite, tal vez hasta el signor Marratta habría sido olvidado, porque, con ciento cincuenta asistentes, la lectura del testamento era como un cruce entre una ceremonia de graduación en un colegio privado, un consejo de guerra y la reunión de una secta religiosa clandestina. En la primera fila se sentaban los dos hijos del difunto, Evan y Hardesty. De poco más de treinta años, ambos aparentaban menos edad. Su aspecto robusto e inquieto daba a entender que, antes que en un salón de baile, deberían haber estado en un campo de deportes o en un bosque donde la luz brillara deslumbrante sobre arroyos azules.

—Me temo —dijo el más veterano de los cinco abogados que dirigían el acto— que hoy habrá muchos desengaños en esta sala. El signor Marratta era un hombre complejo y, como suele ocurrir con los hombres complejos, prefería las acciones sencillas.

»Durante el casi medio siglo que estuve a su lado como amigo y asesor legal, me vi inmerso en un debate en torno a la ley. El signor Marratta no conocía la ley, pero sí su espíritu, y la mayor parte de las veces insistía en adoptar un enfoque sencillo que yo rechazaba de entrada, solo para tener que decir al final, después de mucho trabajo e investigación, que, en efecto, él tenía razón. No sé cómo lo conseguía, pero sabía qué pretendía la ley y en qué partes se mantendría firme. No lo digo a modo de panegírico ni para solicitar su ingreso póstumo, como miembro honorario, en el colegio de abogados, sino más bien para advertirles de que no hagan juicios apresurados sobre lo que sin duda algunos considerarán un acto impulsivo.

»El signor Marratta era el hombre más rico que he conocido y ha dejado el testamento más breve que he visto jamás. Si esperan estar aquí sentados durante horas, oyendo hablar de grandes desembolsos, se llevarán una sorpresa, porque ha dejado casi todos sus bienes a un solo heredero y un pequeño regalo a otro. Me temo que muchos de ustedes se indignarán, y con razón.

En lugar de moverse inquietos en sus asientos, los presentes guardaron un silencio tenso. La expectación y el miedo se enroscaron en un punto muerto, simétricos e interdependientes como las culebras en lucha de un caduceo. Representantes de universidades e instituciones benéficas, directores de hospital, parientes olvidados hacía mucho, conocidos desperdigados, empleados oscuros y delegados de la prensa estaban tensos por el suspense, esperando contra toda esperanza que el acto impulsivo del que había hablado el abogado les proporcionara una riqueza mayor que la de sus sueños más descabellados.

Sin embargo, todos creían que Evan recibiría el pequeño regalo, lo que probablemente sería un gesto irónico y amargo en señal de su carácter menos que ejemplar. La repentina muerte de su madre lo había convertido en un maestro de la codicia calculada, la conducta disipada y la crueldad indiscriminada, y solo vivía para sacar cuanto pudiera a su padre, quien aun así lo quería.

De niño había martirizado tantas veces a Hardesty en ataques despiadados que este siempre le había tenido miedo, incluso cuando, con casi treinta años, había luchado en dos guerras y era un fornido atleta desde hacía tiempo. Los años de servicio militar, que interrumpieron sus estudios de posgrado, habían vuelto inseguro y tímido al hermano menor. En el ejército lo habían destrozado más de una vez, y era uno de esos hombres que habían regresado heridos y desilusionados.

Los testigos de la lectura del testamento daban por hecho que todo iría a parar a Hardesty porque era discreto y anodino, y esperaban impacientes el golpe definitivo que recibiría Evan por todas las drogas que había consumido, los coches que había destrozado, las mujeres que había dejado embarazadas y el tiempo que había malgastado. Vieron cómo, incluso en el breve espacio de tiempo entre el preámbulo del abogado acerca de las curiosas condiciones del testamento y la ruptura del sello de cera que lo protegía, Evan miraba fijamente a Hardesty de un modo que indicaba intimidación, lisonja y asesinato.

Evan sudaba y respiraba con dificultad. Tenía los puños cerrados y los ojos muy abiertos. Hardesty, sentado a su lado, estaba triste, pensando sin duda en su padre, no porque fuera pío o bobo, sino porque este había sido su único amigo y se sentía muy solo. Quería que el acto acabara de una vez; quería volver a sus aposentos, donde prácticamente solo tenía libros, plantas y las vistas. Evan se había mudado años atrás a una aguilera de Russian Hill, un tríplex amplio y resonante que utilizaba para seducir a las mujeres que se quedaban impresionadas con la gran cantidad de aparatos electrónicos colocados contra varias de sus paredes, de modo que parecía una sala de control de Cabo Cañaveral.

Hardesty ni siquiera tenía cama. Dormía sobre una alfombra persa azul y dorada, envuelto en una vieja manta de lana color herrumbre de Abercrombie & Fitch. Sin embargo, su almohada era de plumón, con una funda siempre limpia. Aparte de miles de libros, sus bienes materiales eran pocos. No tenía coche, pues prefería desplazarse a pie o en transporte público. No tenía reloj. Tenía un solo traje, que era de hacía quince años, y un único par de botas de excursionista, que habían visto tres años de uso diario. A diferencia del ropero de su hermano, con ochenta trajes, cincuenta pares de zapatos italianos y mil corbatas, sombreros, bastones y abrigos, todo el vestuario de Hardesty cabía en una mochila pequeña. Teniendo en cuenta su riqueza, vivía de forma bastante sencilla.

Su padre sabía que si Hardesty se mostraba callado y retraído era porque se estaba recobrando de las guerras, reuniendo fuerzas, aprendiendo. El signor Marratta había querido a Evan como se quiere a alguien que padece una enfermedad terrible: con pesar. En cambio a Hardesty lo había querido desde el más profundo respeto y compasión: con esperanza y orgullo.

Casi todos creían que Hardesty vería recompensados su ascetismo y disciplina y que se convertiría en una figura sólida y atractiva, capaz de hacerse cargo de la fortuna de su padre y administrarla de forma justa. Era muy grata la perspectiva de verlo dejar atrás su mundo tranquilo para adentrarse en otro trepidante, donde se suponía que su intelecto puro y a todas luces agudo sería no solo constructivo, sino también sorprendente. De cuantos asistían a la lectura del testamento, Hardesty era el único que no daba por hecho que le correspondía una apoteosis en dólares y él único que aguardaba con calma y sin expectativas. El abogado leyó en voz alta.

—«He aquí la última voluntad de Vittorio Marratta, San Francisco, redactada el primero de septiembre del año de nuestro Señor de mil novecientos noventa y cinco.

»Todos mis bienes materiales, propiedades, deudas de terceros, acciones, intereses, derechos y regalías serán para uno de mis hijos; la bandeja de los Marratta, que está encima de la mesa larga de mi estudio, será para el otro. Lo decidirá Hardesty, y su decisión, una vez anunciada, será irrevocable. Ninguno de mis hijos tendrá derecho sobre el patrimonio del otro, nunca, en ninguna circunstancia, a despecho de la muerte o los deseos de alguno de los dos. Hago esta declaración en pleno uso de mis facultades físicas y mentales, convencido de su justicia y valor supremo».

Hardesty dio por fin muestras de regocijo. Aunque tenía sentido del humor, era un atributo en gran medida privado. Por primera vez desde la muerte de su padre sonrió, y su sonrisa reveló más que nunca que tenía un rostro bondadoso, inteligente e interesante, a diferencia del de su hermano, contraído en una mueca. Hardesty sacudió la cabeza con encantadora incredulidad y se echó a reír al ver que Evan empezaba a temblar ante la perspectiva de tener que buscarse un empleo.

A Evan le resultaría imposible impugnar la decisión, y tampoco se le ocurría la manera de enredar a su hermano para que se quedara con la bandeja. Él siempre la había odiado, a pesar de que era de oro, porque tenía grabadas unas palabras que no entendía y porque su padre solía hablar de ella en un tono excesivamente reverencial para algo que no valía más que unos cuantos miles de dólares. Le importaba un comino que la hubieran traído de Italia. No era más que un trasto, y él la veía como un pacto entre su padre y Hardesty, un vínculo mágico entre ellos que lo excluía. La terrible ironía era que tuviera que quedarse con la bandeja (que él había ridiculizado a menudo y que incluso en una ocasión había tirado por la ventana) mientras Hardesty heredaba lo suficiente para volver ricos a mil hombres. Evan estaba convencido de que no tenía ninguna posibilidad, no porque a Hardesty le interesara la riqueza (era evidente que no), sino porque su integridad lo obligaría a asumir la responsabilidad de administrar bien las propiedades que todo el mundo sabía que él administraría mal. De modo que el hermano mayor cerró los ojos y se preparó para enfrentarse a lo que para él equivalía a un pelotón de fusilamiento. Tal vez su padre lo hubiera oído enumerar los bienes de los Marratta (exagerando cuando no había necesidad de exagerar), repitiendo las cifras para sí como un monje en trance. Tal vez su alma, al ascender, hubiera oído por casualidad al espíritu de su primogénito al enterarse de la muerte del padre y se hubiera sentido ofendido por su canto eufórico. Evan solo sabía que Hardesty tenía la expresión satisfecha del poder.

Los líderes políticos y de la comunidad clavaron la mirada en Hardesty para confirmar que el interés del joven era también el interés general y para alentarlo a hacer lo que todos esperaban. Si renuncias a la herencia y esta va a parar a Evan —parecían decir—, cometerás una gran iniquidad. Algunos, conociendo a sus propios hijos, se pusieron nerviosos.

—Recomiendo —dijo el abogado— que pospongamos el acto hasta que se nos notifique que el señor Marratta ha llegado a una decisión firme. —Quería hablar con Hardesty para persuadirlo de que hiciera lo que debía—. ¿Estás conforme, Hardesty?

—No —contestó él—. Ya lo he decidido.

La tensión que produjeron estas palabras fue, si no insoportable, al menos desagradable. Por un lado, si hubiera solicitado tiempo para reflexionar, eso habría significado que no estaba seguro, y la vacilación ante una elección tan clara era un signo peligroso de inestabilidad. Por otra parte, una decisión firme y rápida podía ir en uno u otro sentido, y hasta la decisión correcta se habría tomado demasiado deprisa. Fuera como fuese, resultaba aterrador. Les habría gustado abordar a Hardesty antes de que abriera la boca, para asegurarse de que meditaba las opciones en su contexto.

—Una decisión tan trascendental… —dijo el abogado.

—No —lo interrumpió Hardesty con firmeza—. Ustedes no lo entienden. Mi padre tenía una manera de hablar, una manera de hacer las cosas de forma indirecta para que aprendiéramos mientras él aplazaba las decisiones y de ese modo las revelaba. Cuando de jóvenes le preguntábamos qué hora era, no nos lo decía. Se limitaba a enseñarnos su reloj. Todo lo que hacía brindaba a los demás la posibilidad de aprender. Deseaba que averiguáramos «las direcciones indirectamente». En este caso, sus deseos están muy claros para mí. Tal vez si no lo conociera tan bien…, perdón, si no lo hubiera conocido tan bien, tendría elección. Pero no la tengo si he de cumplir las esperanzas que mi padre depositó en mí y, como él, superarme a mí mismo y ser mejor de lo que soy.

»No. Me someto con mucho gusto y amor a su voluntad, y estoy seguro de qué quería él. Me quedo con la bandeja.

Mayor revuelo no se habría producido en San Francisco si la falla de San Andrés finalmente se hubiera abierto. Evan apenas pudo superar la impresión. La posesión de tanta riqueza lo dejó sin voz durante una hora y media; la repentina inyección de efectivo fue como una libra de cocaína recorriéndole las venas. Todos se olvidaron de Hardesty, quitando el breve momento que dedicaron a vituperarlo. Luego, viéndolo en la miseria y sin poder, le dieron de lado para concentrarse en su hermano, hacia quien, por fuerza de la necesidad, empezaban a volverse todas las miradas.

El abogado quiso saber por qué Hardesty había obrado de ese modo. Pero él se negó a explicarlo. La bandeja se la había regalado al signor Marratta su padre —dijo—, quien la había recibido a su vez de su padre, y este del suyo, y así sucesivamente, nadie sabía desde cuándo. Pero esa no era la razón.

Hardesty pensó que era mejor alejarse del alboroto y los cotilleos que había provocado en San Francisco. Ya no tenía derecho a su habitación con el balcón con barandilla de madera que daba a la bahía (siempre la echaría de menos), no estaba seguro de cómo se ganaría la vida, y la posesión de la bandeja acarreaba sus propias exigencias. Sabía que, para satisfacer lo que él consideraba sus demandas, tenía que partir.

Consciente de que su hermano transformaría y profanaría el gabinete de su padre, decidió ir allí y abrirse paso entre el blindaje y el bloqueo de la memoria para tomar posesión del exigente objeto. Luego se marcharía para siempre de su ciudad natal, de su casa y del lugar donde estaban enterrados su padre y su madre.

El gabinete era la habitación más alta de la casa, coronada por un pequeño observatorio anticuado, donde en los primeros tiempos el signor Marratta había pasado muchas horas ante un telescopio de campo visual estrecho dotado de fotómetro. Como la casa se hallaba en la parte más elevada de Presidio Heights, el panorama desde el gabinete era espectacular. Mientras subía por las escaleras, Hardesty recordó lo que le había enseñado su padre acerca de las vistas.

«Lo ves y es tuyo», había dicho en italiano al niño, llevándolo de una ventana a otra y dirigiéndole la mirada hacia las colinas, la bahía y el océano. «Mira allá —había dicho señalando las colinas lejanas, de color mostaza y oro—, son como la piel del animal moteado. Mira cómo se ondulan. Observa los músculos bajo sus lomos llenos de vida».

La niebla y las nubes eran ejércitos invasores desplegados en resueltas filas desiguales y alas voladoras de caballería leal para rodear la ciudad y flanquear la bahía. Pasaban veloces sepultándolo casi todo con sus picos puntiagudos y temblorosos, pero aún quedaba una corona azul encima de las montañas, de modo que la luz del gabinete era pura e intensa. Una luz que era sobre todo ultravioleta, morada y azul bañó el rostro de Hardesty y la bandeja, que brilló como un objeto de otro mundo.

Como si se moviera bajo el agua, Hardesty se acercó despacio a la enorme mesa donde su padre había dejado la bandeja con tanta naturalidad como si se tratara de un plato de la cocina. Los Marratta creían que la bandeja estaba protegida. Había sobrevivido a guerras, incendios, terremotos y ladrones que, al igual que Evan, al parecer no la querían. Hardesty se preguntó cómo podía haber rechazado su hermano un objeto tan milagroso, porque, a la luz del sol fustigado por las nubes, brillaba con cien mil colores, todos subsumidos en oro y plata. De ella surgía una maraña impenetrable de rayos tersos, que brillaban con deslumbrante belleza en las palabras grabadas en el borde y alcanzaban a las que rodeaban el centro, hacia el que se precipitaban para iluminar la inscripción principal.

La luz que bañaba el rostro de Hardesty pasó del violeta y el azul al dorado y el plateado. Él sintió su calor y vio de nuevo las inscripciones: cuatro virtudes y una frase fascinante y prometedora suspendida en el centro como el eje de una rueda. Su padre lo había llevado muchas veces allí para leerlas, insistiendo en que era lo más importante que se podía poseer y dando a entender con un brusco gesto desdeñoso del brazo y la mano que la riqueza, la fama y los bienes materiales no valían nada y eran degradantes. «Los hombres pequeños —dijo una vez— se pasan la vida persiguiendo esa clase de cosas. Sé por experiencia que en el momento de la muerte ven su vida romperse en mil pedazos como el cristal. Los he visto morir. Caen como si los empujaran, y la expresión de su rostro es de increíble sorpresa. No le ocurre eso al hombre que conoce las virtudes y vive conforme a ellas. El mundo cambia. Las ideas se ponen y pasan de moda, y las que deberían prevalecer a menudo son derrotadas. Pero no importa. Las virtudes siguen siendo incorruptas e incorruptibles. Son recompensas en sí mismas, los baluartes con los que podemos proteger nuestra visión de la belleza, y las fuerzas con las que podemos resistir, imperturbables, la tormenta que se desata cuando buscamos a Dios».

Cuando Hardesty perdió a su madre, cuando partió a la guerra, cuando regresó, y en todos los demás momentos de dolor, peligro o triunfo, su padre se aseguró de que siempre acudiera a la bandeja. A Hardesty casi le parecía verlo haciendo girar la bandeja dorada entre sus manos. El signor Marratta leía primero las inscripciones en italiano y luego las traducía. Un idioma extranjero disfruta del beneficio de la duda, del mismo modo que en un matrimonio en el que los cónyuges hablan lenguas distintas se dan una gentileza y una tolerancia que no se ven perturbadas por el ingenio destructivo. Por ejemplo, una criada japonesa podría mezclarse fácilmente con lo más estirado de la buena sociedad inglesa, porque nadie podría utilizar su idioma como palanca para expulsarla. Lo mismo sucedía con las virtudes cuando su padre las recitaba en italiano. No sonaban en modo alguno autoritarias, ni como parte del repertorio de maestros y clérigos, por lo que Hardesty las aceptaba como tal vez nunca las habría aceptado en su propio idioma.

«La onestà, la honestidad», era la primera, y nunca se apreciaba debidamente, había dicho el signor Marratta, hasta que uno perdía mucho solo por ella, «y entonces se eleva como el sol». La favorita de Hardesty, aunque era la palabra en torno a la cual parecía girar la muerte de su madre y la asociaba sobre todo con las lágrimas, era «il coraggio, el coraje». La siguiente apenas la entendía: «il sacrificio, el sacrificio». ¿Por qué el sacrificio? ¿Acaso no era un rasgo extinto de los mártires? Tal vez porque escaseaba, le resultaba tan intrigante como la última virtud (que casi tropezaba con «la onestà» en la base de la bandeja), la más desconcertante de todas, la menos atractiva para él en su juventud: «la pazienzia, la paciencia».

Pero ninguna de esas cualidades, por muy difíciles de comprender que fueran, y más aún de poner en práctica, era la mitad de misteriosa que la sentencia de oro blanco en el centro de la bandeja. Procedía del Senilia de Benintèndi, y el signor Marratta se aseguró de que Hardesty la aprendiera de memoria a una edad temprana y no la olvidara. En ese momento, fallecido su padre, Hardesty, a solas en un gabinete que a veces se elevaba por encima de las nubes, tomó la brillante bandeja en sus manos y tradujo en voz alta la inscripción: «¿Acaso cabe imaginar algo más hermoso que el espectáculo de una ciudad totalmente justa complaciéndose en la justicia misma?».

La repitió varias veces para sí antes de guardar la bandeja en una mochila que contenía cuanto iba a llevarse consigo. Un rápido vistazo a San Francisco desde la tranquilidad del elevado y aislado gabinete bastó para mostrarle que esa ciudad —por muy deslumbrante que fuera— no era y nunca sería la sede de una justicia completa, pues no tenía ninguna relación con ella. Era un paradigma de belleza sin alma, siempre fría, siempre silenciosa, dormida en el azul, pero no tenía nada que ver con la justicia, porque la justicia no era tan fácil. La justicia nacía de una lucha entre complejidades y requería simplemente que se percibieran todas las virtudes del mundo.

Cuando salía de su casa por última vez, advirtió que la astucia y la sofisticación que había adquirido lo habían abandonado para siempre. ¿Y si le preguntaban adónde iba? ¿Qué podría decir? ¿«Voy a buscar la ciudad totalmente justa»? Lo tomarían por loco.

—¿Adónde vas, Hardesty? —le preguntó Evan al verlo salir justo cuando él entraba.

—Voy a buscar la ciudad totalmente justa.

—Ya, pero ¿adónde vas?

Evan quería que Hardesty lo guiara en sus nuevas responsabilidades y había decidido ofrecerle un gran sueldo si los abogados consideraban que el testamento le autorizaba a hacerlo.

—No lo entenderías. Siempre has odiado la bandeja. Yo siempre la he querido.

—Pero, por el amor de Dios, ¿qué es? ¿Alguna clase de caza del tesoro?

—En cierto sentido, sí.

Evan empezó a mostrar interés. Sabía que Hardesty era listo y de pronto imaginó que la bandeja era la llave de El Dorado.

—¿La tienes aquí?

—Sí.

—Déjame verla.

—Aquí está —dijo Hardesty sacándola de la mochila. Sabía exactamente qué estaba pensando Evan.

—¿Qué dice? ¿Sabes traducirlo?

—Dice: «Lávame, que estoy sucia».

—Dime lo que dice, Hardesty.

—Ya te lo he dicho, Evan.

—¿Qué vas a hacer? —preguntó Evan, desesperado al ver que lo dejaba solo.

—Puede que vaya a Italia, pero no estoy seguro.

—¿Qué quieres decir con que no estás seguro? ¿Cómo vas a ir?

—Creo que a pie —respondió Hardesty entre risas.

—¿A pie? ¿Vas a ir a pie a Italia? ¿Eso es lo que pone en la bandeja?

—Sí.

—¿Cómo? Hay agua, un montón de agua…

—Adiós, Evan. —Hardesty echó a andar.

—No te entiendo, Hardesty —gritó Evan—. Nunca te he entendido. ¿Qué dice la bandeja?

—Dice: «¿Acaso cabe imaginar algo más hermoso que el espectáculo de una ciudad totalmente justa complaciéndose en la justicia misma?» —respondió Hardesty a voces, pero Evan ya había entrado para tomar posesión de la casa.

Un empleado del puente, vestido con un mono gris de aspecto medieval tieso y manchado de pintura naranja, no entendió por qué Hardesty, su pasajero, temblaba de emoción mientras cruzaban el puente de la Bahía, que unía San Francisco y Oakland. Pero al avanzar a través de un frío banco de niebla y observar la blanca estela que los barcos dejaban en las aguas profundas, Hardesty tuvo claro que iba de un mundo a otro.

Era tan grande la diferencia entre San Francisco, con sus sirenas de niebla sobre islas rodeadas de aguas frías, y la polvorienta Oakland, que no deberían haberlas separado solo siete millas y un puente, sino siete mil millas de mar. La sorpresa de desplazarse de San Francisco y sus ultravioletas paralizantes a Oakland y su sol deslumbrante permitió a Hardesty volver a ser el soldado de antaño. Cuando las cabinas de peaje desaparecieron a su espalda, descubrió que estaba preparado para trepar por alambradas, subir de un salto a trenes de mercancías, dormir en el suelo y recorrer a pie cincuenta millas al día. Dejando sus emociones donde se había despojado de ellas, en la bahía, se dispuso a cruzar Estados Unidos y el Atlántico sin dinero, con una idea imprecisa y una bandeja de oro. El calor que hacía en Oakland pareció poner en marcha dentro de él unas máquinas brillantes que habían permanecido en silencio desde la guerra.

No tardó mucho en encontrar un buen lugar detrás de unos juncos en el terraplén de una línea ferroviaria que se dirigía al este. Aguardó tumbado al sol, con la cabeza apoyada sobre la mochila, mascando un tallo de hierba, hasta que oyó el ruido del trueno errante. Mirando con los ojos entrecerrados entre la vegetación, vio que una locomotora solitaria se acercaba por la vía. Donde el humo de diésel se elevaba por encima de la cabina de rayas negras y amarillas (parecía una enorme abeja motorizada), el aire se retorcía como un puñado de muelles, y seis hombres con ropa tejana colgaban de ambos lados cual acróbatas de circo sobre un caballo. Todo pasó por su lado con un rugido, y Hardesty volvió a apoyar la cabeza sobre la mochila, contento de esperar. Después de dormitar un rato oyó el inconfundible estruendo de un tren de mercancías de varias máquinas. Sin mirar siquiera, se preparó; no le hacía falta mirar, porque cuando las ocho locomotoras llegaron por las vías, arrastrando doscientos vagones, la tierra se estremeció y los juncos cantaron.

El agua cubierta de aceite de una zanja cercana empezó a temblar y a ondularse. La primera máquina era negra como una pistola, y en la parte superior brillaba una luz amarilla como si fuera la mismísima verdad. Recién salida de las cocheras de trenes de Oakland, empezaba a ganar velocidad, con grandes esfuerzos, y Hardesty oyó las bruscas sacudidas de los enganches al encajar para tirar de cientos de vagones hasta el final del trayecto. Seguramente no haya nada más hermoso que un tren de mercancías que recorre el país a comienzos del verano, pensó Hardesty. Entonces se descubre que la tragedia de las plantas es que tienen raíces. Los juncos y las hierbas de los áridos montículos y las zanjas se ponían verdes de envidia y suplicaban ir con él (por eso se agitaban al pasar el tren). El tren prometía cien mil lugares cálidos y fascinantes en los que se oía el susurro del viento entre los árboles, veranos plácidos en valles profundos, ríos marrones, bahías brillantes y tantas praderas que a su lado el infinito parecería un instante.

Al ver que se acercaba un vagón descubierto, flamante y limpio, Hardesty se colgó la mochila y echó a correr a lo largo del tren. Las piedras sueltas que habían caído de las vías al sendero de marga negra que discurría paralelo a ellas se le clavaban en los pies a través de los zapatos, y de vez en cuando miraba hacia la derecha para ver si se aproximaba el vagón. La segunda escalera apareció a su lado. Puso la mano derecha en ella y sintió cómo tiraba de él. Antes de asirse con la izquierda, ya movía las piernas como las aspas de un molino, a una velocidad prodigiosa. Desplazó la mano derecha un peldaño más arriba, dio un salto y se encontró avanzando a toda velocidad, libre. En general era una sensación mucho más agradable que la de encontrar un billete de cien dólares.

Salvó de un salto el borde del vagón y cayó sobre tablas de pino nuevo que olían como un bosque soleado de la Sierra. Los bordes eran lo bastante altos para protegerlo del viento casi por completo (pero no totalmente) y ocultarlo. Tal vez no lograra ver a los guardias ferroviarios junto a las vías, pero ellos tampoco lo verían a él. Y podría contemplar los campos, los valles y las cordilleras. Podría estar de pie sin miedo a ser decapitado por puentes y túneles, caminar de arriba abajo o correr en círculos, dar alaridos, bailar y dejar la mochila en un rincón sabiendo que, por muchas sacudidas que diera el tren, no caería rodando a un campo y desaparecería para siempre. No tenía hambre, el tiempo era espléndido y tenía ante sí todo el país. Se puso a cantar y, como no podía oírlo nadie en el mundo, no se sentía cohibido y cantó bien.

A la mañana siguiente, en algún lugar montañoso próximo a Truckee, cuando el tren avanzaba despacio entre colinas de roca salpicadas de pinos rectos, Hardesty recorrió el vagón descubierto de arriba abajo, todavía contento, aunque ya no se sentía eufórico tras haber pasado una noche sobre las tablas. Mientras el tren ascendía con esfuerzo por la cuesta, comprendió lo difícil que iba a ser su futuro.

A menudo había subido a trenes de mercancías para ir a la Sierra en los veranos sin lluvia, pero siempre había tenido un hogar al que regresar. Como ya no era así, empezaba a hacerse una idea de lo que había supuesto para su padre desertar de una unidad de tropas de montaña italianas que había quedado reducida a nada en las Dolomitas, y abrirse camino (como un fugitivo) hasta el mar y finalmente hasta Estados Unidos.

«Los primeros meses —había explicado el signor Marratta—, no fue tan malo. Pasábamos la mayor parte del tiempo construyendo fortificaciones en lo alto de peñascos y solo veíamos al enemigo a través de los telescopios. Pero, cuando nuestros baluartes y los suyos estuvieron acabados, los generales de ambos bandos se vieron obligados a darnos órdenes de avanzar y luchar. Eso me pareció ridículo. Habíamos sido bastante felices en las montañas, hasta que empezaron a matarnos. Acudí a nuestro maggiore y le dije: “¿Por qué no quedamos en tablas, establecemos un equilibrio? Solo porque en la llanura se estén matando los unos a los otros no significa que tengamos que hacer lo mismo aquí”. Al maggiore le pareció una idea estupenda, pero ¿quién era él? Roma quería ampliar su territorio. Nuestros tiradores, medio descorazonados, empezaron a disparar, nuestros artilleros cargaron los cañones de campaña y comenzaron a bombardear, y los que teníamos la desgracia de haber sido alpinistas tuvimos que avanzar pesadamente por desfiladeros y realizar escaladas peligrosas para aparecer de pronto doscientos pies por encima de adversarios desprevenidos y dispararles. Dejé a media docena de buenos amigos colgando sin vida de las cuerdas, a millares de pies de altura en paredes rocosas cortadas a pico, porque el enemigo contraatacó. Utilizaron el cañón en trayectorias planas de lo más letales e impredecibles para reventar los peñascos por los que escalábamos. Al cabo de un año lo único que quería era vivir. De haber continuado en esa lucha entre las bandas armadas de los clubes alpinos italianos y austríacos, probablemente no estarías aquí. Además, es imposible apuntarse a un club y ser al mismo tiempo miembro del otro».

No obstante, el signor Marratta también lamentaba haber desertado. A menudo, tanto la lealtad como la responsabilidad justificaban el hecho de morir en un lugar, y le costaba librarse de la sensación de que había incurrido en «la gran renuncia». Hardesty pensó que tal vez él también había eludido sus responsabilidades al elegir la bandeja. Pero, como de costumbre, su padre había planteado la cuestión de manera que, eligiera lo que eligiese, le asaltaran las dudas. Las dudas —podría haber dicho su padre con el estilo característico de los Marratta— lo impulsarían a buscar una solución mucho más rigurosa, atrevida y valiosa de la que buscaría de otro modo. «Todos los grandes descubrimientos —había dicho una vez el anciano Marratta— son fruto de dudas y certezas por igual, y la pugna entre unas y otras despeja el ambiente para las maravillosas casualidades».

En ese momento Hardesty se vio arrojado con una fuerza irresistible al suelo del vagón descubierto. Una fracción de segundo antes de perder el conocimiento, lamentó que las tablas parecieran elevarse hacia su rostro; se preguntó qué tenía en la espalda y temió que el vagón de delante hubiera volcado y estuviera a punto de aplastarlo. Luego se desmayó.

Cuando se despertó, estaba tumbado con la cara vuelta hacia el cielo. La sangre se le había coagulado en las mejillas, le dolía todo el cuerpo y descubrió que en un lado de la cabeza tenía un corte de la longitud de una oruga y al menos igual de definido. Luego reparó en una criatura acuclillada contra la pared. Solo después de parpadear y limpiarse la sangre de los ojos vio que era un hombre de estatura no superior a cinco pies, pero que parecía medir apenas dos debido a la forma en que estaba acuclillado, con los poderosos músculos muy tensos. Llevaba una indumentaria que, de entrada, Hardesty no supo identificar. Prenda por prenda, era descifrable, pero formaba un todo asombroso e indescriptible. Los zapatos eran dos grandes pegotes de cuero negro grasiento que parecían balas de cañón engominadas; Hardesty los reconoció como unas botas de alpinismo caras con muchos años de uso y cubiertas de un par de dedos de grasa. Caer en un río con un calzado así significaba una muerte segura. Y si les hubieran prendido fuego habrían ardido durante un mes, incluso debajo del agua. El hombre llevaba calcetines hasta la rodilla de color morado y azul con un dibujo de edelweiss en zigzag, calzones azul cobalto, tirantes con los colores del arcoíris, camisa violeta y un pañuelo estilo pirata morado y azul como los calcetines pero recorrido por un hipnótico estampado rojo. La cara quedaba casi completamente cubierta por la barba y unas gafas de sol redondas de color rosa. Le faltaban dos dedos de la mano derecha y tres de la izquierda, llevaba una mochila de un azul intenso y todo el equipo de escalada sujeto a un arnés que era el collar de los collares. De él pendían mosquetones de plata, clavos brillantes, pitones tintineantes y dos docenas de cordinos de cincuenta colores fluorescentes entrelazados. Del hombro le colgaba una soga naranja y negra, y mascaba un trozo de cecina del tamaño de un cuaderno.

—Lo siento —dijo entre mascadas—. He saltado al tren desde un puente y no te he visto. Gracias.

—¿Gracias por qué?

—Por amortiguar mi caída.

—¿Qué eres?

—¿Qué soy? ¿A qué te refieres?

—¿Qué demonios eres? ¿Te estoy soñando? Te pareces al enano saltarín.

—Nunca he oído hablar de él. ¿Escala en la Sierra?

—No, no escala en la Sierra.

—Yo soy escalador. Profesional. Me dirijo a las Wind Rivers, donde voy a hacer la primera escalada en solitario del East Temple Spire. Si soy lo suficientemente avispado lo haré por la noche. Vaya, esto ha sido todo un aterrizaje. Me alegro de que mis aparejos no hayan sufrido ningún desperfecto.

—Sí. Yo también me alegro.

—Ese corte tiene mal aspecto. Deberías ponerte Nandiboon.

—¿Qué es Nandiboon?

—Un producto estupendo. El aceite de Nandiboon lo cura todo muy deprisa. Un amigo mío me lo trajo de Nepal. Toma… —Metió una mano en la mochila azul y sacó un tarrito que abrió con los dientes—. Me siento un poco responsable de ti.

—Espera —dijo Hardesty mientras el otro le aplicaba el aceite en la herida.

—No te preocupes, es orgánico.

—¿Cómo te llamas?

—Jesse Honey.

—¿Cómo?

—Jesse… Honey. Honey es mi apellido. No es culpa mía. Podría haber sido peor. Podría haber sido chica y llamarme Bunny, Bea o sabe Dios qué. ¿Cómo te llamas tú?

—Yo me llamo Hardesty Marratta. ¿Qué es esto? Empieza a escocer.

—Sí que escuece. Pero cura muy deprisa.

El dolor causado por el aceite de Nandiboon iba en aumento y Hardesty sospechó que alcanzaría bastante intensidad. Dos o tres minutos después de que se lo hubiera aplicado, el aceite de Nandiboon bullía bajo la piel en miles de cavernas hirvientes. Fuera lo que fuese, era una buena imitación de ácido sulfúrico y peróxido de hidrógeno. Hardesty se retorció de dolor.

—Voy a buscar agua —gritó Jesse Honey—. Hay un arroyo que cruza las vías. Te alcanzaré cuando estés a su altura.

Hardesty no quería ni oírle hablar. Pero diez minutos después vio la mano de Jesse Honey suplicando auxilio por encima del borde del vagón y fue a ayudarlo. Jesse Honey tiró al tren una botella de plástico con agua y se aferró con tanta fuerza al brazo extendido de Hardesty que se lo dislocó. Hardesty volvió a desplomarse. Jesse Honey le agarró el brazo (el bueno) y procedió a recolocárselo siguiendo los principios de los primeros auxilios. Pero, como ya estaba colocado, en realidad se lo dislocó.

—¿Es que quieres matarme? —gritó Hardesty—. Si es así, preferiría que acabaras de una vez.

Jesse Honey pareció no oírlo y se puso a recolocarle los dos brazos.

—Lo aprendí en el monte McKinley —dijo visiblemente satisfecho.

A continuación le lavó la cara para retirar el aceite de Nandiboon y bajó una vez más del tren. Regresó con un gran montón de leña menuda.

—¿Para qué es?

—Tengo que hacer un fuego en el que hervir agua para cocinar y preparar té —explicó Jesse Honey, encendiendo la leña.

—¿Cómo vas a hacer un fuego sobre un suelo de madera? —preguntó Hardesty, demasiado tarde.

Las tablas resinosas ya habían prendido y las llamas saltaban con el viento. Jesse Honey trató de apagarlas a pisotones, pero se apartó cuando sus grasientas botas empezaron a arder.

Durante media hora el viento llevó el fuego a la parte delantera y la trasera. El aceite lubricante, la pintura, los suelos de madera y el interior de los furgones, el material de embalaje y mil mercancías distintas, todo prendió hasta que finalmente el tren entero ardió en cortinas de fuego. Los empleados ferroviarios se dieron cuenta demasiado tarde para detenerlo y trataron de conducirlo hacia el paso de montaña, donde no soplaba el viento. Cuando llegaron allí hacía tanto calor que Jesse y Hardesty no podían quedarse en el vagón, por lo que saltaron y echaron a andar hacia el este. Al ponerse el sol vieron dos resplandores rojos (el más brillante era el del incendio del tren), y oyeron las periódicas explosiones que indicaban la destrucción de los vagones cisterna cargados de combustible. Según Jesse Honey, todo formaba parte de los designios de la naturaleza. «Los trenes no fueron concebidos para estar en las montañas», dijo.

Caminaron durante la mayor parte de la noche por la cresta de la Sierra a lo largo de frescos valles, donde solo encontraron la luz de las estrellas y la profunda tranquilidad de las montañas a comienzos de verano. El silencio de los árboles y la quietud del viento mostraban la esperanza y la incredulidad de la naturaleza ante el hecho de que hubiera pasado el invierno, una época en que las tierras vírgenes contienen la respiración antes de regocijarse, por miedo a provocar el regreso de los fríos vientos del norte y de la nieve.

Al principio Hardesty y Jesse no hablaron mientras recorrían los senderos blancos como la tiza que cruzaban los ennegrecidos túneles de los desfiladeros alpinos, y siguieron con la mirada las estrellas, observando cómo el borde de las montañas las engullía. El aire era primaveral. Transmitía el mismo alborozo que se siente al introducirse en una reunión de niños dispuestos como flores silvestres, con sus sombreros y sus bufandas de colores. Como siempre ocurría el primer día a cierta altitud, resultaba fácil caminar por la noche. Además, el aire era tan fresco y los arroyos estaban tan agitados, blancos y ateridos que ninguna criatura que conociera la alegría o la libertad habría podido dormir.

Mientras avanzaban hacia el nornordeste, salió la luna, blanca como una perla, totalmente redonda, benevolente, una luminosa farola sin tacha. Jesse afirmaba que había una vía férrea de trenes de mercancías en la dirección en que insistía seguir, una o dos millas más allá. Habían recorrido quince millas cuando la luna se escondió y se iluminó el este, y los raíles no aparecían.

—Hay un puente muy bonito sobre las vías —explicó Jesse—, hecho de leños y cables. No sé quién lo construyó ni para qué, pero es bastante fácil saltar desde él al tren.

—No lo entiendo. ¿Por qué tienes que tirarte desde arriba para subir a un tren de mercancías? ¿Por qué no corres y te agarras a un peldaño de la escalera?

Jesse lo miró ofendido y enfadado.

—No puedo —declaró con amargura—. No soy lo bastante alto.

—Ah, entiendo —repuso Hardesty mirando a su compañero, que era increíblemente bajo—. ¿Cuánto mides?

—¿Qué importa eso?

—Nada. Es solo curiosidad.

—Cuatro pies y cuatro pulgadas y tres cuartos. Se suponía que tenía que medir seis pies y tres pulgadas. Eso dijo el médico al ver mis radiografías. Mi abuelo medía seis con seis, mi padre seis con ocho y mis hermanos son aún más altos.

—¿Qué te pasó?

Jesse lo miró con resentimiento.

—No lo sé —dijo sacudiendo la cabeza—. Para un hombre que mide cuatro pies y cinco pulgadas…

—Creía que habías dicho cuatro pies y cuatro pulgadas y tres cuartos —lo interrumpió Hardesty.

—Vete al cuerno —replicó Jesse—. Para un hombre que mide cuatro pies y cinco pulgadas, este es un mundo difícil. Cuando en los periódicos dicen que alguien que mide cinco con ocho está por debajo de la estatura media, ¿cómo crees que me siento? Las chicas ni me miran. La mayoría no tienen la oportunidad: miran por encima de mi cabeza. No me dejaron alistarme en el ejército, aunque en la armada estaban dispuestos a aceptarme… como deshollinador. Fui a la universidad, soy ingeniero, pero la armada me quería para limpiar las malditas chimeneas. Cuando los imbéciles altos y corpulentos se pavonean porque se sienten orgullosos de lo altos que son, me entran ganas de coger una metralleta… No importa. Ya no me importa. Lo que necesito es una mujer bajita y hermosa en una cabaña pequeña cerca de un cordillera baja.

—Creo que hay lugares así en el Bosque Negro —explicó Hardesty—, donde, al menos según cuenta la leyenda, tal vez encontrarás lo que buscas.

—Nada de trolls —dijo Jesse—. Nací en Estados Unidos y eso excluye a los trolls.

—No, no, no. Me refiero a mujeres menudas y rubias de ojos azules como las que ves en los tapones de botella labrados.

—No las quiero. Me gustan las chicas californianas, altas y delgadas, de esas con rodillas que me llegan al cuello.

Ese día recorrieron cuarenta millas a pleno sol, hablando de mujeres, alpinismo, trenes de mercancías y política. Jesse era un ferviente partidario del presidente Palmer (tal vez porque era el presidente más bajo desde Linscott Gregory), mientras que Hardesty estaba dispuesto a votarlo pero nada más. Guardaban un silencio cohibido cada vez que cruzaban el límite de la vegetación y se veían rodeados de pinos enanos. Hardesty comentó que tal vez se había roto un hueso al amortiguar la caída de Jesse.

—¿No sabes si te lo has roto? —preguntó Jesse.

—No, no lo sé. Nunca me he roto nada.

—¿Nunca te has roto nada? ¡Es asombroso! Yo me he roto casi todos los huesos del cuerpo. Una vez olvidé sujetar la cuerda de rápel y me rompí dieciséis. Estaba distraído en el Grand y me aseguré con una reepschnur, que es como utilizar un cordón de zapatos. Bueno, pues me descolgué por los cuarenta pies que tenía de largo la reepschnur y creo que me lo rompí todo menos la palabra, porque la reepschnur se partió y caí otros trescientos cincuenta.

—Me sorprende que no te mataras.

—Me di contra muchos salientes.

Llegaron a un lago azul cristalino casi tan largo y estrecho como un río. Desde lo alto de un grupo de rocas situadas en la parte sur, vieron la vía férrea al otro lado del agua, a aproximadamente una milla. Jesse dijo que tendrían que nadar, pero que, como era un lago geotérmico, el agua estaba tan caliente como el de una bañera. Hardesty sumergió un dedo y no estuvo de acuerdo.

—¡En la orilla no! —exclamó Jesse—. Cualquier necio sabe que los lagos con calor geotérmico solo están calientes en las zonas profundas. Es donde tiene lugar el intercambio de calor. Varias toneladas de corrientes térmicas enfriadas activan una transferencia de ondas con gran concentración de iones y alto BTU que empiezan en los parámetros ascendentes de la región tolopsoide del subconjunto central más profundo. De ese modo, el turbulento patrón de interferencia de las variaciones de temperatura influidas por el aire fuerza una malla haploide sobre los flujos dimensionales del agua de la superficie atrapada en un cinturón toroidal oscilante que solo varía con las inversiones de surfactante alcaloide de estabilidad normal causadas por las concentraciones de sustancias secantes inducidas por la sequía debido a una insuficiente lixiviación intraacuosa.

—Aun así, sería mejor que diéramos media vuelta —dijo Hardesty.

—Jamás. La vía del tren ni siquiera es tangencial al lago. Vira hacia abajo desde el noroeste y luego hacia arriba en el nordeste, porque la construyeron así en los tiempos en que necesitaban llenar las calderas de las máquinas de vapor. El lago tiene cincuenta millas de largo y esta es la parte central. Además, aunque fuéramos hasta un extremo, tendríamos que cruzar un río, y eso es mucho más complicado, créeme, que cruzar un lago. Al menos el lago no se mueve.

Aparte de la explicación sobre por qué el lago estaba más caliente en el centro que en la orilla, lo que decía Jesse parecía razonable. Así pues, se pusieron a construir una balsa en la que colocar sus ropas y pertenencias mientras nadaban.

—Esa madera es dura —dijo Hardesty señalando el montón de leños que Jesse arrastraba hacia el punto de reunión en la orilla. (Jesse, a quien apenas se veía a través del matorral gris, parecía un puercoespín con una enfermedad que le hubiera vuelto morada la piel.)—. No flotará.

—¿Madera dura? ¡Ja! Es abeto de Montana. Es lo que utilizan en el interior de los dirigibles y cosas por el estilo. Por supuesto que flotará.

Unieron los leños con un trozo de reepschnur que le sobraba y los empujaron desde las rocas hasta el agua; no volvieron a verlos, porque se hundieron como una pesada cadena. Luego se dispusieron a nadar. Se estaba poniendo el sol, pero habían decidido mojarse de todos modos y encender un buen fuego al otro lado, ya que había muchos abetos de Montana en los alrededores. Jesse aseguraba que la madera no ardería, lo que convenció a Hardesty de que disfrutaría de una agradable hoguera para entrar en calor.

Se prepararon para cruzar el lago poniendo la ropa enrollada sobre las mochilas, que se colocaron en equilibrio sobre los hombros. En teoría solo se mojaría la parte inferior, pero la teoría solo duró los diez minutos que lograron avanzar deprisa. En el centro del lago se hundieron más y todo quedó empapado. El agua estaba helada como la de un arroyo de montaña a medianoche el último día de enero. Cuanto más frío tenían, más deprisa hablaba Jesse en lo que parecía una colisión a gran velocidad entre un manual de física y un político.

—Sé que parecerá una excusa, pero las funciones tensoriales en una topología diferencial más elevada, tal como demuestra la aplicación del teorema de Gauss-Bonnet a polinomios de Todd, indican que la rotación axial cohométrica en las corrientes térmicas ascendentes no adiabáticas puede, por inferencia fortuita derivada de los agregados del equilibrio traslacional, presentar en un orden transicional inverso las características termodinámicas de un plasma transaccional expuesto a conversiones de entropía negativa.

—¿Por qué no te callas de una vez?

Jesse no volvió a abrir la boca hasta que la estructura que construyó para colgar la ropa cerca del fuego se derrumbó y ardieron sus calzones morados. A partir de entonces fue desnudo de cintura para abajo, con solo un protector de pene al estilo de Nueva Guinea fabricado con una lata de Dr Pepper abandonada y sujeto a la cintura con un pedazo de reepschnur. No tardó en alabar esta clase de prenda como si fuera un diseñador de la Séptima Avenida presentando una nueva colección.

—Es muy cómodo. Deberías probarlo.

Dos horas después de que el fuego se hubiera apagado, pasó junto a la orilla del lago una masa atronadora de ruedas de acero y motores diésel carraspeantes, y encontraron un cómodo vagón abierto donde viajar hacia Yellowstone. Hardesty subió primero; Jesse corrió a lo largo de las vías, flaqueando peligrosamente, hasta que su compañero lo aupó. Hardesty lo veía con claridad porque las nalgas le brillaban a la luz de la luna. Veinticuatro horas más tarde bajaron del tren, que se dirigía al norte, hacia Montana y Canadá, y caminaron hasta que los detuvo lo que supusieron que era el río Yellowstone.

Hardesty levantó la vista hacia el cielo, que parecía amenazar lluvia.

—¿Por qué no construimos un refugio y mañana vemos qué podemos hacer para cruzar el río? Creo que va a llover.

—¡Llover! ¿Crees que va a llover? Se nota que nunca has estado mucho tiempo en las montañas. No va a llover. ¿Sabes lo que es la infalibilidad? Te lo diré: soy yo pronosticando el tiempo. —Miró los enormes cumulonimbos que se deslizaban hacia ellos desde el norte en un muro semejante a una montaña que hacía añicos la luz de la luna—. Dentro de cinco minutos habrá pasado. Esta noche será puro terciopelo. Túmbate sobre la pinaza y duerme.

—No sé… —dijo Hardesty con recelo.

—Confía en mí.

Llevaban media hora dormidos cuando un trueno los levantó del suelo sobre el que estaban tendidos y les dio la vuelta como si fueran tortitas en una sartén. Los rayos caían con un estruendo de ametralladoras y derribaban árboles. El río, que ya era de por sí un látigo veloz, de pronto se volvió tan rápido y blanco que él mismo parecía un relámpago. No era una lluvia corriente que cayera en gotas inofensivas. Hardesty y Jesse hicieron todo lo posible para no ahogarse.

—Sígueme —dijo Jesse con la boca llena agua.

—¿Para qué?

—Sé dónde hay un refugio. Lo he visto al venir.

Nadaron un centenar de yardas colina arriba, hasta que llegaron a la entrada de una cueva.

—No quiero meterme ahí —declaró Hardesty, aunque sabía que lo haría.

—¿Por qué no? Es totalmente segura.

—Siempre he odiado las cuevas. Supongo que porque soy italiano.

—Vamos. Creo que he estado en esta cueva antes. Si no recuerdo mal, vivía en ella un ermitaño que dejó un par de bonitos colchones de plumas, además de provisiones, muebles y lámparas.

—Ya —dijo Hardesty cuando se los tragó la oscuridad—. ¿Por qué hemos de adentrarnos tanto?

—Para llegar al lugar donde vivía el ermitaño.

—¿Qué hay de los murciélagos?

—No hay murciélagos al oeste del Platte.

—No es cierto. He visto murciélagos en San Francisco.

—Ni al este de Fresno.

Después de veinte minutos avanzando a tientas por oscuros pasadizos en un submundo siseante de arroyos ocultos y ecos burlones, llegaron a lo que les pareció una gran cámara, porque el sonido de sus pasos se alejaba como si escapara hacia el aire libre. Percibieron un vasto espacio por encima y a los lados, y caminaran en la dirección que caminaran no encontraban paredes, sino solo un suelo plano de roca y tierra. Cruzaron pequeños riachuelos dóciles y tan calientes como el agua de una bañera, y vieron en ellos luminosas cadenas de criaturas fosforescentes.

Qué extraño era ver esos cientos de miles de seres que emitían su propia luz parpadeante en hormigueantes códigos silenciosos. Parecían un ejército de obreros absortos en los preparativos de un viaje indefinido. Baterías de lucecitas que acumulaban miles de millones de permutaciones y combinaciones parecían dirigirse sin obstáculos hacia un destino misterioso.

Durante horas, o tal vez días, Hardesty y su guía deambularon por una llanura de arroyos iluminados. Jesse se olvidó por completo del lugar donde había vivido el ermitaño. Solo les interesaban el color, el mapa infinito de riachuelos intrigantes y los senderos de tranquilidad y silencio que los adentraban en el vacío negro como la pez. Las corrientes confluían y se separaban como tonos musicales. Hardesty agarraba con fuerza la pequeña mochila en la que llevaba la bandeja. En cierto momento se hallaron en mitad de una llanura brillante y tan extensa que se preguntaron si realmente seguían vivos.

Pero al final tuvieron que plantearse el regreso a la superficie. Hardesty propuso que avanzaran contra la corriente del arroyo más ancho. Así al menos subirían. Al poco los demás riachuelos de la red luminiscente empezaron a disminuir, el que seguían aumentó de tamaño, la fosforescencia desapareció paulatinamente y por fin llegaron a una enorme cámara con una abertura al fondo por la que se veían relámpagos.

—Es perfecto —dijo Jesse—. Un suelo blando y seco, y la salida está ahí mismo. Vamos a dormir.

—¿No crees que deberíamos encender una cerilla para ver qué hay? —preguntó Hardesty.

—¿Qué puede haber? Aquí no hay nada.

—No quiero dormirme sin saber qué hay a mi alrededor.

—Vaya estupidez —exclamó Jesse—. ¡Eh, tú! ¡Seas lo que seas, vete al infierno! ¡Mátanos si quieres! ¡Aggggrrrr!

Para ser tan menudo, tenía una voz portentosa. Sus desafíos resonaron en los oídos de Hardesty.

—Aun así quiero mirar —insistió, y hurgó en la mochila en busca de una caja de cerillas.

Encendió una. Al principio el destello blanco y azul los cegó; luego la llama dorada cobró fuerza y levantaron la vista.

—Ya veo —susurró Hardesty.

En filas tan pulcras y ordenadas como las hileras de cardenales sentados en un concilio ecuménico, había cien o más osos pardos de doce pies de altura, sorprendidos y de momento cegados. Sin saber qué pensar de los dos desconocidos que habían irrumpido entre ellos, se miraron unos a otros en busca de consejo, dieron zarpazos al aire y giraron la cabeza pasmados.

Con la esperanza de ahuyentarlos, Hardesty encendió tantas cerillas como podía sostener entre los dedos temblorosos. Al aumentar la luz vio los murciélagos. Como cabía esperar, había cientos de miles, o millones. Colgaban del techo de la cueva formando una masa sólida de varios ejemplares en fondo; eran del tamaño de los paraguas rotos que se ven en las papeleras los días de viento y tenían las orejas y las articulaciones de un color horrible, entre morado y rosa. Empezaron a moverse en una creciente reacción en cadena que llevó a los osos a rugir y enseñar los dientes, afilados como un pajar astillado.

Cuando se acabaron las cerillas, los osos se juntaron y los murciélagos echaron a volar. Rodeados de pelaje pardo y alas sedosas, Hardesty y Jesse comprendieron que no estaban siendo atacados, sino que habían desatado el pánico. Un torrente de murciélagos y osos salió en tromba de la cueva, como barro hirviendo de un volcán. Hardesty y Jesse fueron arrojados por la abertura y aterrizaron sobre un montón de rocas iluminadas por rayos y cortinas de relámpagos estroboscópicos.

En cuanto los animales hubieron salido, Jesse propuso que entraran de nuevo en la cueva para dormir.

—Supongo que no creerás que vayan a volver.

—Diría que las posibilidades son solo del cincuenta por ciento.

—Haz lo que quieras. Yo voy a dormir aquí, sobre esta dura roca.

Al despertarse a la mañana siguiente Hardesty vio que Jesse intentaba encender un fuego frotando dos piñas. Cuando fracasó, probó a golpear una piedra con un palo. Al final Hardesty encontró más cerillas y encendieron una hoguera que no quemó el bosque solo porque estaba muy mojado. Todavía tenían que cruzar el río.

—Deberíamos caminar río abajo en busca de un puente —apuntó Hardesty—. Aunque las posibilidades de que el cauce se estreche río arriba son mayores, la altitud aumentará, lo que seguramente significa menos poblaciones, mientras que es probable que río abajo haya carreteras y el terreno sea menos abrupto en las orillas, y tal vez encontremos un tramo lo bastante calmo para cruzarlo a nado o de escasa profundidad, de modo que podamos vadearlo.

—Eso demuestra lo que sabes del tema —replicó Jesse con considerable indignación, ya que él era el guía profesional y estaban en sus montañas—. No hay ningún puente que podamos utilizar en doscientas millas río arriba o abajo. Si caminamos contra la corriente nos encontraremos en un infierno de roca podrida y peñascos cubiertos de musgo. Hacia el sur el río se ensancha y cobra fuerza al unirse a él los afluentes. Hay que ir hasta Utah para dar con un lugar lo bastante tranquilo para vadearlo.

—Entonces, ¿qué propones?

—Hacer lo que siempre hago, lo que he hecho cientos de veces en situaciones similares y lo que haría de forma casi automática cualquiera que se precie de conocer la montaña.

—¿Qué?

—Construir una catapulta.

—¿Para lanzarnos al otro lado? —preguntó Hardesty.

—Eso es.

—¡Pero tiene un cuarto de milla de ancho!

—¿Y?

—Pongamos que logramos construir una catapulta capaz de cumplir esa función. Nos lanza al otro lado. ¿Qué crees que pasaría? No sé en qué trayectoria estás pensando, pero podríamos caer desde muy alto. Moriríamos en el acto.

—No, en absoluto —aseguró Jesse.

—¿Por qué no?

—¿Ves lo juntos que están los árboles en la otra orilla? Tan solo tenemos que ir en unos planos de choque, con unas mallas reticulares extendidas que se agarren a los árboles.

—Planos de choque.

—Ya verás.

Jesse se puso inmediatamente a construir la catapulta, los planos de choque, las mallas reticulares, los cobertizos y los senderos de acceso. Aunque Hardesty no creyó ni por un momento que aquello fuera a funcionar, se dejó llevar por la confianza de Jesse, por la seguridad con que construía los distintos simulacros y por la maravillosa e intrigante idea clásica de inventar una máquina que les permitiera volar.

Trabajaron durante dos semanas, sin dormir ni tomar más alimento que trozos de cecina del tamaño de cuadernos, té y las truchas que pescaban en el río. Al principio Jesse insistió en cocer las truchas con el calor corporal durante la noche (un antiguo método indio, según él). «Hay formas mejores», afirmó Hardesty, quien a continuación enseñó a su guía a asar el pescado sobre una tabla de madera.

La máquina descansaba en el centro de un nuevo claro sobre una base de tierra, piedras y pilotes. Habían talado muchos árboles y arrancado millas de viñas para construir una estructura de dos pisos que sustentaba un árbol de cien pies de altura que giraba sobre una enorme viga. Una cesta con varias toneladas de roca mantuvo bajo el extremo más corto, hasta que el extremo largo se levantó unos dedos del suelo y quedó fijo, tenso como una ballesta. Los planos de choque y las mallas reticuladas estaban sujetos a la cabeza de la catapulta. Parecían hojas de nenúfar de mimbre de diez pies de grosor y cuarenta de diámetro. Hardesty y Jesse debían atarse a ellos con cables tensores de alpinismo naranjas y negros. Para mayor protección se confeccionaron unos grandes trajes de corcho blando semejantes a globos que se pusieron sobre capas alternas de musgo y bejines. Esos «cojines», como los llamó Jesse, eran tan voluminosos y rígidos que hubo que dejarlos sobre los planos de choque, pues de lo contrario Jesse y Hardesty no hubieran logrado subirse a ellos.

En general, Hardesty se mostraba escéptico y se negaba a ser lanzado. Pero al final estaba tan cansado y hambriento que, para no tener que ir andando hasta Utah, decidió correr el riesgo y permitir que una catapulta gigante lo arrojara al aire con el traje de musgo y bejines sobre un plano de choque. Además, todo el asunto tenía un atractivo demencial.

A la hora señalada, subieron a la rampa de lanzamiento, se pusieron los trajes y se ataron. Jesse tenía en la mano un acollador que tiraría de un pasador de madera del mecanismo disparador y los haría volar.

—¿Ves esa zona verde al otro lado? —preguntó señalando un lecho de pinos jóvenes de aspecto blando—. Ahí es donde aterrizaremos. Nuestro descenso será lento gracias al diseño aerodinámicamente estable de las mallas y los planos. Las mallas se engancharán a la copa de los árboles y los planos restarán fuerza al impacto directo. Huelga decir que los trajes son la mejor protección.

»Si tienes miedo, no lo tengas. Soy ingeniero y he calculado todo hasta el último decimal. ¿Estás listo?

—Espera un momento —dijo Hardesty—. Tengo que ponerme bien estos bejines. De acuerdo, ya estoy listo. Mira, creo que estás loco, y no sé por qué me fío…

Jesse tiró del acollador y ambos fueron arrojados con enorme fuerza, no hacia arriba, sino directamente hacia el río, a unos quince pies de la orilla.

Cayeron en el agua como un proyectil, levantando un géiser de espuma blanca de unos cien pies de altura, y tanto ellos como los planos y las mallas se hundieron al instante en los rápidos. Por suerte, todo el armatoste se enderezó por obra de la flotabilidad neutra y salieron a la superficie con la cabeza hacia arriba. Se deslizaron corriente abajo, apresados en los trajes sobre los planos de choque e incapaces de moverse, y estaban conscientes solo porque el agua helada los había reanimado después de la conmoción inicial.

Hardesty trató de quitarse el traje.

—¡No! —exclamó Jesse—. Te ahogarás. Al menos es una especie de barco.

—¡Vete al cuerno!

—¡De verdad!

—¿De verdad? —Hardesty estaba paralizado por la cólera, la indignación, la incredulidad y el hastío acumulados—. ¿De verdad?

—Sigue mi consejo o estarás en un apuro.

—¿Y no te parece un apuro descender por unos rápidos helados a cuarenta millas por hora sobre planos de choque y con trajes de bejines? ¿Sabes lo que eres? Te lo diré: eres un incompetente. No haces nada a derechas.

—Yo no tengo la culpa de haber nacido bajo —gritó Jesse por encima del rugido de las aguas—. La gente alta no es estupenda solo por el hecho de medir unos pocos palmos más.

Hardesty estalló.

—¡No tiene nada que ver con ser alto o bajo!

Entonces advirtió que estaban a punto de pasar por debajo de un puente que no debía de hallarse a más de un par de millas de la catapulta. Unas niñas con gafas rosas miraban desde la barandilla, fascinadas con la extraña embarcación.

—¿Cómo llamas a eso? —preguntó.

—Es un puente de peaje. No sé tú, pero yo no tiro el dinero.

Demasiado exhausto para seguir gritando para hacerse oír por encima del estruendo de los rápidos, Hardesty se desplomó con su traje de bejines y contempló con ojos cansados el paisaje que se deslizaba veloz como si lo viera desde un tren. Mientras se decía que la situación no era tan mala, porque al cabo de un par de días llegarían a aguas tranquilas que les permitirían nadar hasta la orilla este, observó que más adelante el río desaparecía. El agua se esfumaba, reemplazada por una imagen inquietante de aire vacío y nubes lejanas.

—La cascada de Ryerson —dijo Jesse—. Tienen tres cuartos de milla de altura. Nunca he saltado con un traje de bejines.

Hardesty no sabía si estrangularlo o tratar de reflexionar antes de la muerte para poder gritar unas palabras hermosas y verdaderas al abandonar la tierra, y no morir, como su padre, con una sonrisa divertida en los labios.

Logró hallar la intensidad y la belleza que buscaba en la inmersión en sí. Las fuerzas físicas unidas en una compleja coalición de gravedad, aceleración y temperatura eran lo bastante poderosas e intensas para satisfacerlo. Era lógico. No había nada tan reconfortante como la pureza perdurable de las fuerzas elementales, y regresar a ellas no podía representar una derrota. Sin embargo, nunca había imaginado que moriría con un traje de corcho y atado a un plano de choque junto a un enano incompetente. Rebasaron el borde vertiginoso y se encontraron en el vacío. Mientras se precipitaban, a veces golpeaban el agua que caía y se inclinaban hacia un lado o hacia el otro. Cuanto más descendía, mayores eran las esperanzas de Hardesty de que, después de haber llegado hasta allí, sobreviviría. En el último tramo, a pesar de la velocidad a la que iban, sus esperanzas se dispararon debido a la proximidad del agua.

La base de las cataratas era un torbellino de espuma y burbujas en un agua tan agitada que era posible respirar a cien pies por debajo de la superficie. Finalmente el artefacto flotador salió despedido hacia arriba y emergieron en medio del río, a media milla de la cascada, donde dieron un gran susto a dos pescadores, que no entendieron muy bien lo que veían, si bien sabían que era del tamaño de un coche y parecía conducido por dos figuras humanoides vestidas con uniformes extraños que miraban hacia atrás.

Aterrizaron en un lugar plagado de géiseres, hoyos llenos de barro y pozos de sulfuro hirviendo. Sin mirar siquiera a Jesse, Hardesty se quitó el traje de bejines, se colgó la mochila al hombro y echó a andar hacia el este.

—No es buena idea ir en esa dirección —oyó decir a Jesse a sus espaldas—. Será mejor que me sigas. Hacen falta años de experiencia para caminar sobre estos terrenos. Podrías hundirte en ellos. Es más peligroso que caminar por un campo de minas y no estás entrenado. Mira todos esos…

Fue lo último que supo de Jesse Honey.

Después de seis meses en un rancho de ovejas de Colorado, Hardesty había ganado suficiente dinero y vivido en el mismo lugar el tiempo suficiente para querer partir de nuevo hacia el este. Los rancheros, Henry y Agnes, una pareja joven, lo necesitaban para que llevara las ovejas a los pastos de altura, guardara el heno y los ayudara en las otras tareas que había que realizar antes de las nevadas. Pero cuando en noviembre llegó tímidamente el invierno, extendiendo campos de nieve que desaparecían bajo un sol debilitado, dejaron de necesitarlo. De todos modos, Agnes era demasiado atractiva para la cordura y dignidad de un empleado sin esposa. Así pues, lo llevaron en su vieja furgoneta con revestimiento de madera a una estación terminal al pie de la cordillera Sangre de Cristo, desde donde viajó en un furgón postal y de mercancías con motor diésel, sentado en el suelo de tablas junto al conductor, hasta una ciudad grande por la que pasaba el último de los trenes transcontinentales.

—Dentro de cinco horas —le dijo el joven conductor—, el Polaris pasará por aquí más deprisa que una liebre en llamas. Si quieres que el jefe de estación lo detenga, tendrás que decírselo con mucha antelación, porque ha de subirse a lo alto del depósito de agua con el farol.

Hardesty se compró unos pantalones en la tienda de la ciudad. Tenía los tejanos tan empapados de lanolina que los utilizó para encender una hoguera junto a las vías, donde esperó el Polaris en la creciente oscuridad. Estaba acostumbrado a permanecer muy quieto en altitudes mayores, donde Henry y Agnes guardaban las ovejas, y sabía cómo engañar al frío…, con la ayuda de una gruesa chaqueta de piel de borrego que le habían dado como parte del sueldo. El trance en el que se sumió para resistir la temperatura le robó algunos sentidos a fin de compensar otros. No sentía nada, pero lo veía y oía todo. Por eso logró detectar el Polaris mucho antes que el jefe de estación. Encubierto por la distancia y las colinas, su faro cegador proyectaba a lo lejos un resplandor ligeramente cambiante, y sus sonidos atenuados, apenas audibles, atravesaron el aire nocturno para inquietar a los perros y alertar a Hardesty, quien pidió al jefe de estación que se subiera al depósito de agua y encendiera el farol.

El oscilante ojo del farol rojo, con su hechizo, arrancó a las montañas un resplandor blanco y danzarín que corrió por la llanura y, al virar en las curvas, engalanó el joven trigo de invierno y sorprendió a los animales del campo fijando sus ojos verdes translúcidos. Cuando el tren se acercó sin perder velocidad, el jefe de estación gritó desde el depósito:

—No se lleve un chasco si no se detiene. A veces no ven el farol. Van muy deprisa, y esta ciudad es muy pequeña, y pasan por aquí justo después de cenar. Supongo que por eso están un poco adormilados.

Siguió agitando el farol desde lo alto del depósito, balanceando todo el cuerpo, aunque el tren estaba aún en las afueras de la población.

—¡Lo han visto! —exclamó—. Eche a correr hacia allí. El último vagón recorrerá una milla antes de detenerse.

Hardesty corrió junto al tren, que chirriaba al desacelerar. A la luz de las lámparas amarillas de los vagones restaurante, la nieve se veía de color hule. Alzó la mirada y vio gente alrededor de las mesas: algunos levantaban botellas de vino, otros apretaban la cara contra la ventanilla en un vano esfuerzo por averiguar por qué se detenían, otros se llevaban una servilleta de tela a los labios. El último vagón pasó a su lado muy despacio. Con un diseño aerodinámico en forma de lágrima, sobre el extremo redondeado tenía una placa de cristal iluminada en la que se leía Polaris, como si fuera el título de una película en la marquesina de un cine.

Un mozo lo aupó hasta una puerta en forma de bala y dio la señal de partir. Antes de que la puerta se cerrara, el tren traqueteaba por las vías y había restituido el latido apacible de la llanura.

—¿Adónde va? —preguntó el mozo.

—A Nueva York.

—La gente que se sube en lugares perdidos no suele ir a Nueva York. Tal vez a Kansas City, y eso ya es mucho, pero ¿Nueva York? ¿Tiene suficiente dinero?

—¿Cuánto cuesta el billete?

—No sé cuál es el precio desde aquí. No consta en mis tarifas. Iré a buscar al revisor y él lo calculará. En todo caso, no puede viajar en el coche salón. Haga el favor de acompañarme y esperar en el vestíbulo.

Mientras cruzaban el coche salón, un anciano vestido de negro detuvo al mozo.

—Tenga la bondad de dejar que se quede, Ramsey. Nosotros nos ocuparemos de él.

—¿De veras, señor Cozad? —preguntó sorprendido el mozo.

—Necesitamos una cuarta persona para jugar. —La voz del anciano delataba las tres cuartas parte de siglo que había pasado en el oeste de Texas—. Siéntese, joven —indicó a Hardesty señalando el asiento vacío de la mesa.

El cuero era cómodo y blando. Todavía colorado y con el corazón palpitante por la carrera en el frío, Hardesty se aflojó la chaqueta de piel de borrego; luego decidió quitársela y dejarla con la mochila junto a la ventanilla.

El coche salón era una lata negra y violeta salpicada de lámparas incandescentes de pantalla roja. Los ancianos de cabello plateado que jugaban a las cartas vestían trajes oscuros; sus manos se movían como si estuvieran desacopladas y sus rostros semejaban máscaras blancas flotando sobre un escenario sin iluminar. La luz parecía alimentada por el ritmo de las vías, y su frecuencia determinada por los chasquidos de los empalmes de los raíles. Los mismos naipes brillaban de forma misteriosa como huesos fosforescentes, y las caras de los reyes, reinas y jotas sonreían como gatos de Cheshire.

—¿Le apetece un gin-tonic? —preguntó Cozad.

—No, gracias —respondió Hardesty—. No bebo.

—¿Qué quiere tomar entonces?

—Té.

Cozad pidió el té, que sirvieron en una tetera ferroviaria de hacía un siglo, plateada como un róbalo saltarín.

—Pero sí jugará a las cartas.

—No sé jugar —dijo Hardesty—. No es una cuestión religiosa. Simplemente no sé.

Les sorprendió que en su coche salón pudiera haber un vaquero de las praderas que no supiera jugar a las cartas.

—Joven —dijo Cozad—, no he conocido jamás a nadie mayor de cinco años que no supiera jugar al póquer. Está tratando de ponerse las cosas fáciles, ¿verdad?

—No, señor. Nunca he jugado lo suficiente para recordar las reglas.

—Pero ha jugado.

Hardesty se encogió de hombros.

—Sobre todo al pescado; es decir, al juego del pescado.

—¿Hay un juego con ese nombre?

—Sí.

—No he oído hablar de él. ¿Qué hay del póquer descubierto de siete cartas?

Habiendo entrado en calor y estimulado por el té, Hardesty respondió:

—Creo que he jugado alguna vez. De todos modos, siempre puedo aprender, ¿no? —Y sonrió.

Cozad dio unos golpecitos a la mesa de cuero verde mientras hablaba.

—No creo que sea usted un tahúr. Pero, si lo es, ha venido al lugar apropiado, porque Lawson, George y yo tenemos una fama que ahuyenta a la mayoría. Confiamos en encontrar a algún joven primo con mucho dinero de familia que crea que puede derrotarnos. Pero resulta que en este tren no hay ningún primo. Usted tampoco lo es. Lo sé por su aspecto. Pero no nos gusta jugar sin una cara nueva. De ahí nuestra invitación.

—Solo llevo doscientos sesenta dólares encima —dijo Hardesty—, y he de pagar el billete de tren.

—Podríamos meter el ternero en el corral, Coe —dijo Lawson.

—¿Qué es eso? No me ha sonado muy bien.

—Es algo que le conviene. Entre todos ponemos el dinero de su apuesta inicial para que pueda jugar. Si pierde, no nos debe nada ni pierde nada. Si gana, nos devuelve el dinero y se queda con el resto. Así enseñamos a jugar a nuestros hijos.

Después de diez minutos de entrenamiento con partidas de cinco cartas en que ganaban la mano más alta y la más baja, le prestaron diez mil dólares. Siendo un Marratta, no se inmutó ante semejante cantidad, y los otros recelaron por un momento. No obstante, conocían a todos los jugadores buenos del país y (si él era capaz de ganarles) habrían dado gracias por descubrir a uno nuevo. De un extremo a otro del continente habría corrido la voz de que había un joven que despuntaba.

—Está bien —dijo Cozad—. Lo que es, es, y lo que no es, no es. Ha empezado a nevar. Ponga más fuerte la estufa. Esta partida acabará en el indicador de la milla cinco al oeste de San Luis: ni antes ni después. La partida Denver-San Luis tradicionalmente tiene un límite de noventa mil dólares. Comida y bebidas a cuenta del que reparte. Reparte el que saca la carta más alta.

La gente creía que los jugadores eran unos inútiles porque no trabajaban. Pero los que pensaban así nunca se habían quedado levantados toda la noche entre Denver y San Luis, atentos a unas cartas. Era un asunto peliagudo. El avance veloz de un tren a través de la nieve cegadora y los vientos árticos era de por sí hipnótico, y el caldeado coche salón, silencioso como una biblioteca, no incitaba a correr riesgos. Fuera, el campo cubierto de nieve era un lugar inhóspito donde era posible morir solo por culpa del viento, y los animales mugían como si no hubiera habido jamás ningún hombre sobre la tierra. Si en alguna parte de Nebraska se hubiera quedado dormido un guardagujas, el tren podría haber salido volando por un terraplén de quince pies. A la gente no le gustaban los jugadores porque les recordaban que ellos también lo eran. De modo que se inventaban la calumnia de que el juego no era un trabajo. Sí lo es. Es peor que el trabajo. Es como trabajar en una mina de carbón. Hardesty no tardó en descubrirlo.

Tenía la garganta irritada y empezaban a dolerle los músculos. Era como si le hubieran atornillado la cabeza a la columna vertebral con una máquina visigoda. Pero durante todo el tiempo que estuvo jugando a las cartas a la mesa de cuero verde, mientras el Polaris cruzaba campos de hierba corta en la larga noche blanca, supo que hacía lo que debía hacer. No era solo porque Cozad, con su barba de patricio y sus ojos bondadosos, guardara un parecido extraordinario con su padre, ni porque él estuviera ganando, aunque así era. Era, más bien, que se había entregado por completo a la suerte. Y tenía mucho que ver con la belleza severa de las praderas que atravesaban. No veía mucho más que las sorprendidas espirales de nieve que caían contra la ventanilla como artemisa asustada, y estaba sudando, porque los ancianos (que, a pesar de los chalecos de angora, tenían frío) querían la calefacción al máximo.

Ponía las cartas sobre la mesa, o las cogía, con movimientos gráciles y exagerados, porque el té y el ruido de las vías estaban surtiendo efecto en él. Pero iba ganando. Nunca bajaba de los seis mil. Más tarde empezó a aumentar esa cifra, de forma continuada, con una confianza ciega y total.

«¿Qué vale más, cuatro del mismo palo o una escalera?», podía preguntar, avergonzado de no haber memorizado las reglas. Durante varias horas los ancianos perdieron mucho dinero porque creían que se marcaba faroles. Pero no faroleó ni una sola vez, simplemente ganaba, si no la mano alta, la baja. En una ocasión, cuando uno de los ancianos tenía una escalera de color a la reina, Hardesty mostró una escalera al as. Si uno de los otros tenía una mano de cartas irredimibles, Hardesty las tenía peores, a veces solo por un punto, o ni siquiera eso si había empate y se decidía por quien las había enseñado primero.

—Estas cosas pasan —dijo Cozad a la mañana siguiente cuando pasaron el poste indicador de la milla cinco justo al oeste de San Luis y terminó la partida.

Hardesty quiso devolver sus ganancias. No se lo permitieron.

Bajaron en San Luis.

—Vaya al banco de la estación y pida un cheque por esa cantidad —le indicó Cozad—. Ha muerto gente por sumas muy inferiores. Y otra cosa: ha sido solo cuestión de suerte. Un armadillo jugaría mejor que usted. Sea agradecido.

Hardesty se entristeció cuando Cozad se fue, porque el anciano se parecía a su padre y él nunca volvería a ver a ninguno de los dos. Se dirigió a un banco cercano a la estación para pedir el cheque, regresó, reservó un compartimento del tren para él solo y dio una propina a los mozos como acostumbraban a hacer quienes ganaban en el juego.

Tras una larga ducha, se afeitó y se acostó. El aire invernal y la luz del día entraban por la ventana entreabierta, hasta que el compartimento se llenó de un blanco cegador y un frío glacial. Arropado en la cama, Hardesty miró el cheque que asomaba del bolsillo de su camisa. Estaba girado contra el Harvesters and Planters Bank de San Luis por valor de setenta mil dólares. En el otro bolsillo tenía unos pocos miles en metálico.

El suelo estaba cubierto de nieve en las afueras de San Luis y por todo el camino hasta Illinois. Había pedido al mozo que no lo despertara hasta Nueva York. El descanso que buscaba tal vez no fuera merecido, pero valió la pena. Mucho antes de que llegaran a Chicago, estaba soñando con el oscuro coche salón, las cartas brillantes y las lámparas rojo sangre.

A comienzos del segundo invierno que pasaba sin Virginia, la señora Gamely se levantó una mañana y miró por la ventana de la buhardilla. Llevaba en brazos a Jack el gallo como si fuera un gato blanco rechoncho. Tras la marcha de Virginia lo había malcriado; le daba de comer maíz hasta que el animal apenas podía caminar y le hablaba durante horas como si pudiera entender sus inimitables latinismos polisílabos y sus breves y contundentes expresiones anglosajonas, frescas como heno recién segado y poderosas como el brazo de un arquero. El gallo tenía al menos una cualidad que los seres humanos, sobre todo los estudiantes, habrían envidiado: por muchas horas que ella hablara, la miraba fijamente, absorto. Si la señora Gamely interrumpía su exposición, daba un par de pasos pavoneándose hasta que ella empezaba de nuevo; entonces volvía a quedarse absorto, con una expresión extasiada, hasta que el siguiente silencio le permitía mover la pata o cloquear para aclararse la garganta. Ningún pollo, que ella recordara (y recordaba miles de pollos, individualmente), había tenido nunca semejante capacidad de concentración. Jack se ganaba el sustento. Era listo. Parecía un paisaje de colinas nevadas tras las cuales estaba a punto de ponerse un sol abrasador (el efecto de la cresta roja). Era cortés, sufrido, brillante y sincero. Y, de haber sido capaz de entender el idioma, habría aprendido mucho. La señora Gamely tenía secretos que no había compartido siquiera con Virginia, porque sabía que todos los secretos que vale la pena conocer se revelan a su debido tiempo.

Después de cinco días había dejado de nevar, y la nieve casi alcanzaba los aleros de la casa. Al mirar hacia el este la señora Gamely vio el pueblo, que se elevaba con firmeza sobre un mar blanco, sus chimeneas humeando ajetreadas con los preparativos del desayuno y a sus habitantes, apenas visibles, contemplando desde los tejados el lago ártico. Decían que el segundo invierno iba a ser más crudo que el primero. Esa clase de pronósticos habían sido agigantados por un verano tan caluroso que el agua del lago escaldaba y los pollos ponían huevos cuajados. Aquel agosto, casas, árboles y a veces bosques enteros habían estallado en llamas como si el sol hubiera brillado sobre ellos a través del cristal de Priestley.

—Así pues, el péndulo oscilará —dijo la señora Gamely a Jack mientras contemplaban cómo el viento azotaba la nieve—. Y ha oscilado. Siempre hay un equilibrio. La naturaleza se aferra con obstinación a la retórica y la ética, aunque las poblaciones humanas las hayan abandonado hace mucho, y su gramática es estricta e idiosincrásica. Mira allí, Jack. El lago se ha convertido en ondulantes colinas de nieve. Dios nos envía fuego y hielo. Debe de estar agitado. Tendrá algo en mente.

Un fuerte golpe en la puerta la sobresaltó hasta provocarle un violento hipo.

—Daythril Moobcot ha abierto un túnel —dijo llevándose una mano al pecho.

Mientras corría por la casa tan rápido como podía, se preguntó por qué habían venido tan temprano y confió en que no trajeran malas noticias. Cuando abrió la puerta, vio a Daythril Moobcot ante un túnel de hielo azul que se extendía hasta el pueblo.

—¡Daythril! ¿Cuándo has empezado este túnel?

—Hace dos días, señora Gamely.

—¿Por qué? Tengo muchas provisiones. Sabes que no es prudente abrir túneles cuando hay ventisca. Eres lo bastante mayor para acordarte de que Hagis Purgan y Ranulph Vonk quedaron sepultados en su propio túnel y no los encontraron hasta la primavera. Espera siempre a ver cuánta nieve habrá encima.

—Lo sé, señora Gamely, pero todo el mundo se ha puesto en movimiento porque nos hemos enterado por el telégrafo de que el Polaris ha quedado atrapado dentro de los límites del condado debido a la ventisca. Lleva doscientos pasajeros. Si siguen con vida los traeremos al pueblo. ¿Puede alojar a cinco o seis hasta que llegue el tren quitanieves?

—Por supuesto. No estarán demasiado cómodos, pero ¿qué importa? Estarán vivos. ¿Cómo van a traerlos al pueblo desde el tren? La distancia más corta debe de ser de unas quince millas. ¿No les costará la vida a esa gente de ciudad, con su ropa de ciudad, recorrerla a través de la nieve a cuarenta y dos grados bajo cero?

—No, señora —dijo orgulloso Daythril Moobcot—. Llevamos dos días planeándolo. Hace una hora salieron cincuenta hombres tirando de veinticinco trineos cargados de comida, ropa de abrigo y esquís que hemos pedido o hecho. Cuando lleguen a las vías, les estarán esperando dos exploradores que ya habrán reconocido el terreno. Hemos mandado a los dos esquiadores más rápidos del pueblo. Uno de ellos habrá localizado el tren y llevará a los demás hasta él. Traerán a todos los pasajeros por la noche. Tardarán mucho en llegar, ya que probablemente no sabrán esquiar.

—Les prepararé las camas —dijo la señora Gamely—. Y será mejor que me ponga a cocinar. Querrán pan caliente y algún guiso, sobre todo si llevan días sin comer. ¿Sabrán qué les ha pasado y dónde están?

—Lo dudo.

—No importa. Los que tengan una alma buena lo averiguarán, y los que no lo sepan será porque no les hace falta saberlo.

Cerró la puerta y empezó a corretear de aquí para allá, reuniendo sus provisiones, encendiendo el horno en forma de colmena y batiendo una masa de ambrosía.

Durante los cinco días de ventisca, los empleados ferroviarios y los pasajeros del Polaris habían acabado las provisiones cuidadosamente racionadas y quemado todo el carbón del vagón tolva. Hacinados en dos coches cama, envueltos en mantas, cortinas y alfombras, observaban los pequeños fuegos de las improvisadas estufas de leña, alimentadas con paneles arrancados y equipaje sacrificado. El maquinista había estado a punto de morir congelado buscando la línea de telégrafo, que resultó estar desconectada. En la cubierta del tren, casi al nivel de la nieve, media docena de hombres con pistolas encajadas en cepos improvisados esperaban sentados a la brillante luz del sol a que aparecieran liebres y aves árticas. Como resultado de su labor, abajo hervían en una olla tres codornices y un conejo olla. La idea era cocer la carne hasta que se consumiera para repartir equitativamente el caldo aguado (los niños eran alimentados debidamente con una reserva especial de comida que mantendrían hasta que el último adulto no pudiera darles de comer).

El frío y el hambre, de común acuerdo, habían sacado a la luz las cualidades esenciales de aquellos a quienes visitaban. Dos hombres habían desaparecido por culpa de la impaciencia, pues cometieron la imprudencia de echar a andar entre la nieve y murieron congelados en los ventisqueros, sin que nadie los viera, a un centenar de pies del tren. Una mujer había sucumbido a la locura (o tal vez ya estuviera loca), otras cuantas estaban enfermas de muerte y un hombre había fallecido a consecuencia de las heridas de bala que había sufrido al tratar de robar comida del almacén común. Esas eran las bajas. Los empleados ferroviarios, sin embargo, asumían sus responsabilidades de forma desinteresada. Y otros se mostraban igual de heroicos cuidando a los enfermos, repartiendo las raciones y las mantas y trabajando para contrarrestar la influencia de quienes enseguida se desalentaban.

En cuanto dejó de nevar, Hardesty pasó la mayor parte del tiempo en lo alto del tren, oteando el cielo y los ventisqueros en busca de animales. Ni él ni los demás cazadores despegaban los labios. Estaban demasiado lejos unos de otros, no querían ahuyentar a una posible presa y, de todos modos, hacía demasiado frío para hablar. Se preguntaban cuánto tiempo seguiría inmovilizado el tren quitanieves por culpa de aquel tiempo gélido. La ciudad más cercana en el mapa quedaba a cientos de millas, y sabían que hacía demasiado frío para que las máquinas volaran, ya que todos los engrases se habían vuelto más viscosos que la melcocha.

Envueltos en parkas y mantas, observaban cómo el aliento cristalizaba ante ellos y recordaban la ventisca de cinco días seguidos, durante la cual una nieve fina, que vientos opuestos de fuerza similar mantenían en perfecto equilibrio, pareció titubear suspendida en el aire y congelar el paso del tiempo. Contemplaban cómo el sol describía un arco invernal mortecino y, de vez en cuando, creyendo ver un conejo, disparaban las pistolas.

En aquella región a veces estaban a menos de cuarenta y cinco grados bajo cero durante semanas seguidas. Sabían que, aunque cada una de las balas que les quedaban alcanzara a una liebre gorda, no tendrían comida suficiente para un día. Lo más angustioso era que a la mañana siguiente todas las mercancías, accesorios y equipajes habrían ardido, y no había suficiente ropa de cama o abrigo para impedir que cincuenta personas murieran congeladas, no digamos doscientas. Aun en el caso de que alguien encontrara algún medio de locomoción sin enterrar, que funcionara y no estuviera obstruido por la nieve, ¿sabría llegar hasta ellos? ¿Su rescate sería una prioridad importante? ¿Sería posible salvar a tiempo las muchas millas que separaban la población más cercana del tren detenido? Cuantos podían razonar creían que no tardarían en morir todos.

Abajo, en los caóticos coches cama, ignoraban lo deprisa que estaban vaciando el tren, el frío tan espantoso que hacía fuera y que lo único que se divisaba desde lo alto de los vagones eran ventisqueros de cuarenta pies de altura. Saber que eran muchos les proporcionaba cierto consuelo. Doscientas personas juntas, pensaban, estarían a salvo. Pero Hardesty sabía que era un error pensar así, porque su padre le había hablado de los treinta mil soldados turcos sorprendidos en la montañosa frontera rusa, cerca de Ararat, por un invierno prematuro, a los que más tarde encontraron apiñados y muertos por congelación. Al frío nunca le habían impresionado las masas.

Él y los demás miraban la nieve deslumbrante, imaginando en ocasiones que se hallaban en un mar polar. Hacía rato que tenían entumecidos las manos y los pies, que habían dejado de hormiguearles. Costaba creer que una luz tan gélida y blanca procediera de lo que habían conocido como el sol. Cuando ese sol hubo recorrido la mayor parte de su breve trayectoria invernal, tan plano, frío y dócil que parecía un disco metálico atrapado en la esfera de un reloj de pie, los hombres que se encontraban en lo alto del tren se prepararon para lo peor. Pronto estaría oscuro y el frío sería insoportable. Los fuegos titubearían y se apagarían con una última columna gris de humo helado. El sol, su única esperanza, descendía rápidamente. Se quedaron mirándolo, tratando de recoger lo último de su luz y calor, pero era algo frío y desconocido, y daba la impresión de que el susurro del viento fuera su respiración agónica.

Hipnotizados y cegados, totalmente inmóviles, no vieron enseguida el milagro que se abría paso desde el oeste. A millas de distancia, una hilera de fornidos granjeros nacidos para el invierno avanzaba en formación militar; deslizándose sobre largos esquís, bajaban por las depresiones a toda velocidad a fin de tomar impulso para la subida. Se aproximaban con la misma resolución que una manada de renos o gacelas. Cincuenta hombres tiraban de veinticinco trineos. Desplegados en una ancha falange, con un trineo entre cada par, parecían colinas y montañas en movimiento o una marea de árboles. Jadeando, se dirigían a través de la nieve hacia el tren detenido, que el explorador del este había visto desde una colina cinco millas al noroeste. Luego había esquiado al encuentro de los demás, que habían emprendido una carrera de diez millas con el sol a la espalda.

Cuando el tren surgió ante ellos, daba la impresión de que flotara sobre los ventisqueros, empantanado, y las finas columnas de humo que se elevaban de él parecían a punto de expirar. En esa especie de embarcación de recreo extrañamente inmovilizada había doscientos hombres, mujeres y niños a los que tenían que llevar a un lugar seguro. Mientras avanzaban con todas sus fuerzas hacia ellos, los granjeros pensaron que el peligro era realmente algo fascinante que tenía que ver con el aire, las nubes y el mar.

Al aproximarse la columna de cincuenta en fondo, los hombres en lo alto del tren oyeron sus esquís, su respiración y el ruido de la nieve aplastada. Creyeron que era el viento, que se había levantado para señalar la puesta del sol. Luego creyeron que era un animal. Cuando por fin vieron a través del resplandor, no daban crédito a sus ojos. Salidos del blanco puro, de la nada, de un centenar de millas de montículos ondulantes, un ejército de esquiadores silenciosos se acercaba a ellos.

Los hombres del tren gritaron, pero de sus gargantas heladas solo salieron gorjeos y gemidos, de modo que empezaron a disparar las pistolas al aire, una y otra vez. Al oírlos, los coheeries lanzaron alaridos y exclamaciones de alegría mientras avanzaban veloces sobre sus esquís. En los fríos vagones de pasajeros, llenos de humo y con las ventanillas de un gris plateado por la nieve acumulada, todos supieron lo que ocurría y algunos rompieron a llorar, a reír y hasta a rezar. Hubo un gran alboroto y los que habían creído que estaban perdidos treparon por las trampillas del techo para salir al aire libre y saludar a sus rescatadores.

¿Quiénes eran esos hombres vestidos con pieles y ropa tejida en casa? No había tiempo para explicaciones (nunca lo habría) si querían evitar viajar a altas horas de la noche.

—La luna llena iluminará el campo como un reflector —dijo uno de los coheeries a los empleados ferroviarios (que nunca habían oído hablar del Lago de los Coheeries)—. Aun así, es mejor que nos pongamos en camino mientras todavía haya luz, para que los que no saben esquiar puedan aprender antes de que bajen más las temperaturas. Tenemos esquís para todos y los enfermos y los niños irán en los trineos.

Al cabo de una hora todos estaban equipados con esquís o subidos a los trineos, llevaban chaquetas de pieles y anoraks de lana, habían comido frutos secos y chocolate y recibido instrucciones, y estaban impacientes por partir. No cruzaron la nieve silbando como habían hecho sus rescatadores coheeries, pero al atardecer avanzaban a buen ritmo.

A la cabeza iban tres coheeries con antorchas para que todos los siguieran. Los demás se abrían paso entre bosques y campos, a la luz de las estrellas, siguiendo las tres antorchas de pino y sus desflecadas llamas naranjas. La luna apareció cuando salían de un enorme pinar a una meseta blanca de diez millas de ancho. El paisaje brillaba, pero continuaron con las antorchas porque les gustaba ver su destello. A esas alturas habían aumentado el ritmo de la marcha y todos se habían acostumbrado a seguir las tres luces.

La gente de la ciudad, envuelta en pieles y lana, se habituó enseguida a la luz melancólica de la luna y al resplandor suave y abrumador de las estrellas. Fascinados con el aire frío y la nieve, no tardaron en olvidar por qué se encontraban allí. Su actividad estaba más justificada que muchas de las cosas que habían hecho antes o que harían en el futuro. Atajaban por los campos, con la aurora boreal, ligeramente verde, destellando a su derecha.

Más tarde, desde lo alto de una loma alargada vieron el pueblo centellear como un conjunto de velas de colores a orillas del lago, coronado por la aurora azul y verde, que pendía de asombrosas cintas silenciosas en el cielo. El humo de las chimeneas de los coheeries se elevaba lentamente en guirnaldas blancas entrelazadas y se enmarañaba sobre la luna. Los esquiadores, que eran hombres de campo, avanzaron veloces y contentos, descendiendo como rayos hacia la vela de Navidad que danzaba junto al lago helado, y al adentrarse en el pueblo vieron a sus habitantes subidos a los tejados o detrás de ventanas iluminadas.

Una vez dejados los esquís junto a las puertas, las familias se reunieron, se formaron grupos y todos entraron en las casas para comer y descansar. Después de días sin tomar ningún alimento, muchos estaban eufóricos y maravillados. Creían hallarse en un mundo de ensueño. Qué sensación más placentera. Si habían perecido congelados en el tren y eso era la muerte, qué agradable resultaba, mucho mejor que cualquier vida que hubieran conocido, porque era algo que parecía inundado de luz y todas las emociones encerraban un optimismo inexplicable.

—No —les dijeron—. No estáis muertos. Ni mucho menos.

Pero no sabían si creer a esa buena gente, y al entrar en las casas anhelaron volver a estar bajo las estrellas, en el frío, que ya no parecía capaz de hacerles ningún daño.

Condujeron a Hardesty y otras cuatro personas a través del túnel de nieve hasta la casa de la señora Gamely. Cuando él, un reparador de relojes de cuco de Milwaukee, un joven marine y un matrimonio de turistas bengalíes forzaron la vista para mirar, a la luz del fuego, el interior de la vivienda, vieron a la señora Gamely junto a la estufa, con Jack en brazos. Por su aspecto (ojos demasiado juntos y una expresión de humildad y picardía perfectamente combinadas), podría haber sido una gran lechuza blanca sorprendida en el nido. Avanzó un paso y dirigió una elegante inclinación a cada uno de sus huéspedes, con la timidez de una jovencita con zapatos de charol en su primer baile en un gimnasio retumbante. Ellos se inclinaron a su vez. Percibían algo especial en el Lago de los Coheeries, pero no sabían qué era. Por eso se mostraron cautelosos y le devolvieron la reverencia con el mismo respeto que unos exploradores que se esfuerzan por imitar una costumbre de los bosquimanos. La señora Gamely decidió aprovechar aquella inusitada disposición a complacerla y repitió los saludos. Ellos siguieron su ejemplo. Cuando volvió a pasar por delante de cada uno, inclinándose graciosamente cada vez, tuvieron que responder de la misma manera. Continuaron así durante al menos cinco minutos, hasta que la señora Gamely (divertida a más no poder) advirtió que le faltaba un huésped.

Miró alrededor y vio sentado a la mesa a un joven atractivo que llenaba una de las nuevas pipas de barro. El hombre había observado las reverencias, cada vez más encantado con la actitud juguetona de la señora Gamely. A partir de ese momento la comprendió.

Cualquiera pensaría que la llegada repentina de cinco huéspedes desconocidos habría de desencadenar un torrente de verbosidad en una anciana que llevaba más de un año viviendo sola, sobre todo si contaba con un vocabulario de seiscientas mil palabras, como era el caso de la señora Gamely. Sin embargo, disponía de muchas horas al día para hablar con Jack y consigo misma, y como era la única persona del mundo capaz de entender exactamente lo que decía sin recurrir al diccionario, pocas veces daba rienda suelta a todo su repertorio de palabras con quienes se hallaban de paso. Al contrario, devoraba las palabras de estos, les ordeñaba como si fueran vacas para obtener los secretos de sus dialectos y usos regionales. Solo del reparador de relojes de cuco aprendió cinco vocablos que incorporó a su acervo: escambulinte, tintinexo, walatoniano, esmercho y zoquete (todos ellos, menos el último, eran términos de Milwaukee para designar distintas partes de un reloj de cuco). La pareja bengalí era una mina de oro. Su inglés, como sedas ondulantes y trinos de pájaros, fascinó de tal modo a la señora Gamely que los apremió una y otra vez a hablar, hasta que estuvieron a punto de desfallecer porque apenas podían probar bocado.

—¿Cómo se llama esto en su país? —preguntaba señalando, por ejemplo, una humeante barra de pan de los coheeries.

—Pan —respondió el marido.

—Debe de haber variantes —insistió la señora Gamely.

—Bueno, sí —gorjeó la pareja a la vez.

—Cuando un niño quiere pan, dice: Ta mi balabap —añadió el marido.

—¿Balabap?

—Sí. Balabap.

—¿Y cómo se llama a los policías que aceptan sobornos?

—Jelby.

—¿Y un dique destrozado sobre el que anidan los cisnes?

—Swatchit-hock.

Así continuaron mientras les servía pan de los coheeries, blanco como la leche, estofado de carne de venado, beicon canadiense asado y una sopera con verduras variadas en caldo de venado. Se disculpó por no tener ensalada. Lo peor del invierno era que no había lechugas; por más que lo intentaban, los del pueblo no lograban descubrir la forma de conservarla, ya fuera congelándola o de cualquier otro modo. De postre había preparado una hornada de galletas de arándanos, nueces y chocolate con una guinda empapada en coñac en el centro, pero, como eran seis comensales, ya había utilizado todos los platos y no tenía donde servirlas. Consciente de la importancia que tenían estas cosas para las mujeres de edad avanzada, Hardesty cogió la mochila y sacó la bandeja.

Ya fuera porque se había bruñido al dar vueltas dentro de la mochila, o porque de algún modo estaba cambiando, parecía más deslumbrante que nunca. Todos contuvieron el aliento al verla, pues en ella se reflejaban, como en un escudo mítico, la luz de las llamas y el resplandor dorado de la lámpara de queroseno, y sus rayos salían en todas las direcciones, vivos y afanosos como el paisaje lumínico de una gran ciudad. Lo que más les fascinó no fue el oro destellante, sino el hecho de que un objeto inanimado se moviera. Era una materia fundida, que cambiaba ante sus ojos.

—Qué fuente más hermosa —dijo la mujer bengalí.

—Demasiado hermosa para unas simples galletas —añadió la señora Gamely—. No utilizaría una fuente así para servir galletas.

—¿Por qué no? —preguntó Hardesty—. No es delicada. Todo lo contrario. Mi hermano la tiró desde una ventana de un séptimo piso y no se hizo ni un arañazo. Es oro macizo. No se mancha ni se ensucia. No me importaría que la utilizara para servir un rosbif. Un objeto así, que es del orden más elevado, puede cumplir las más humildes funciones. Lo mismo puede decirse de las palabras, ¿no es así, señora Gamely? Sirven a los campesinos tanto como a los reyes.

La arrojó sobre la mesa, donde resonó durante dos minutos como una moneda de oro girando, hasta que se asentó y calentó el rostro de todos como si fuera un fuego de carbón.

La señora Gamely fue al horno a sacar las galletas y las dejó junto a la bandeja. Hardesty leyó y tradujo las virtudes y, cuando ella empezó a colocarlas encima, leyó la inscripción del centro.

—¿De verdad pone eso? —preguntó la mujer—. «¿Acaso cabe imaginar algo más hermoso que el espectáculo de una ciudad totalmente justa complaciéndose en la justicia misma?».

—Sí.

—Entiendo. —La señora Gamely cubrió la inscripción con una hilera de galletas y no volvió a mencionarla.

Esa noche, acostada en su cama del piso de arriba, pensó en los huéspedes desperdigados sobre esteras y mantas en la sala principal, como en el pasado habían dormido los amigos de Virginia durante las fiestas de almohadas, y reflexionó sobre cosas que había oído de niña, sobre ciertas maravillas que le habían prometido que se producirían. Y con enorme excitación y miedo se dijo que, a fin de cuentas, esas promesas podían hacerse realidad en el transcurso de su vida. Hacía mucho que había renunciado a presenciarlo, y solo confiaba en que Virginia y Martin lo vieran. En otro tiempo había creído en los milagros, en las ciudades resplandecientes, en una edad de oro. Pero había descubierto, a una edad bastante temprana, que solo eran ilusiones. Ahora ya no estaba tan segura. Parecía que una gran rueda hubiera empezado a girar de nuevo. ¿O era una tergiversación vana y necia de su pasado? Probablemente. Pero no, no. El lago se había helado. Y se aproximaba el inicio del tercer milenio. Tal vez no fuera una ilusión, porque solo en una ocasión el lago se había helado antes de tiempo y vuelto negro como un espejo.

Ocurrió cuando era niña y los Penn llegaron de la ciudad para enterrar a Beverly Penn en su isla. Se le saltaron las lágrimas al recordar aquella noche fría, poco después de que los Penn regresaran a Nueva York, en que la había despertado la fuerza de atracción de las estrellas, que, crepitando y siseando como una cascada de hielo, danzaban por todo el firmamento, más brillantes de lo que nunca las había visto. Solo tenía cuatro o cinco años y hubo de ponerse de puntillas para mirar por la ventana. Fue entonces, contemplando el lago, cuando aprendió el verdadero significado de la palabra «elevarse».

El día que Hardesty llegó a Nueva York era frío y seco. Aun así, unos remolinos de nieve titubeantes recorrían de vez en cuando las avenidas retorciéndose en la luz gris. La ciudad aún no había sido sepultada en su mortaja de enero y, con las calles todavía desnudas, diciembre ofrecía un aspecto otoñal, del mismo modo que los bancos de nieve recalcitrantes pueden dar un aire de diciembre incluso al mes de mayo.

Por primera vez veía una ciudad que enseguida hablaba por sí misma, como si en ella no hubiera gente y fuera un sistema de cañones vacíos que atravesaran el desierto del oeste. La masa abrumadora de su arquitectura, en la que el tiempo se cruzaba y mezclaba, no pedía atención tímidamente como París o Copenhague, sino que la exigía como un centurión bramando órdenes. Las grandes columnas de vapor de cien pisos de altura, el tráfico fluvial que se deslizaba hacia bahías plateadas, las innumerables calles que se entrecruzaban y a veces se desprendían de la cuadrícula para elevarse por encima de los ríos siguiendo la trayectoria área de un alto puente, no eran más que las señales externas de algo más profundo que se esforzaba por ser.

Hardesty supo de inmediato que bajo el gris respiraba una fuerza invisible; que los acontecimientos y milagros de la ciudad eran simplemente el efecto de esa fuerza al darse la vuelta mientras dormía; que esa fuerza lo saturaba todo y había esculpido la ciudad antes incluso de abrir los ojos. La percibía en cuanto veía, luchando, y supo que toda la población, aunque orgullosa de su independencia, estaba sometida a una organización completa e intensa como él jamás había imaginado. Corrían de aquí para allá desahogando sus pasiones: forcejando, dando patadas y estremeciéndose como marionetas. Diez minutos después de salir de la estación vio a un taxista matar a un vendedor ambulante en una pelea sobre quién tenía prioridad de paso en una calle vacía. Él no quería formar parte de esa ciudad. Era demasiado gris, fría y peligrosa. Tal vez fuera la ciudad más gris, fría y peligrosa del mundo. Comprendía por qué llegaban jóvenes de todas partes para enfrentarse a ella. Pero él era demasiado mayor para eso y ya había estado en la guerra.

Además, se proponía recorrer Europa hasta dar con una ciudad hermosa que (al menos por un tiempo) fuera totalmente justa. En semejante ciudad todas las fuerzas se moverían en la misma dirección y todas las balanzas se equilibrarían. Eso no ocurriría jamás en ese lugar abrupto con tanta energía y tantos cabos sueltos que se agitaban como cables tensos que de pronto se parten. Nueva York nunca estaría totalmente en paz consigo misma, y ninguna visión podría derrotar, comprimir y controlar su tortuoso y variado tiempo, porque eso requeriría el reconocimiento perfecto y habilidoso de la belleza inusitada y un talento para la gracia imprevista. Nueva York nunca conocería la justicia perfecta, pese a la grandeza de las vistas y el entrelazamiento bien diseñado de lo magnífico y lo pequeño.

Para Hardesty, desanimado tras un largo y arduo viaje en tren, en el que había cruzado en zigzag media Pensilvania y lo habían desviado durante horas hacia ciudades industriales donde solo había tiendas de bebidas alcohólicas y talleres de reparación de motonieves, Nueva York era una ciudad difícil, demasiado pródiga en lo feo, lo absurdo, lo monstruoso, lo repulsivo y lo insoportable. Cuanto era susceptible de exagerarse o distorsionarse se exageraba o distorsionaba. Costumbres y acciones normalmente aceptables se transformaban en pesadillas espeluznantes. Hasta las funciones vitales cambiaban. Respirar, por ejemplo, no era algo que se diera por sentado, ya que la mitad de las veces resultaba casi imposible por culpa de las numerosas industrias químicas y refinerías. Batallones de sibaritas abyectos corrompían el acto de comer hasta convertirlo en un deporte de cerdos. El sexo era una mercancía más, como los cacahuetes tostados o el manganeso. Hasta la evacuación, que nunca era un acto regio, llegaba a los niveles más bajos por obra de ruinas humanas que resoplaban y gruñían acuclilladas sin piedad en la acera, a la vista de todos.

Luego el viento cambió, la luz se apagó y Hardesty se vio atrapado en una especie de magia. Sin motivo aparente, se convirtió de repente en el rey del mundo, desbordante de planes y delirios de riqueza. El corazón le palpitaba con tanta fuerza que creyó que se trataba de un infarto. Pese a que de pronto se sentía eufórico, conservó la presencia de ánimo suficiente para intentar averiguar por qué se habían trastocado sus emociones. Pensó que tal vez guardara relación con la ciudad en sí, ya que todas las personas que veía o bien lloraban a las puertas de la muerte o bailaban con un sombrero y un bastón. Al parecer no había término medio. Sin duda alguna los pobres eran pobres y los ricos eran ricos como en ninguna otra parte. Sin embargo, mujeres adineradas con pieles de marta y diamantes examinaban cuidadosamente los cubos de basura, e indigentes que dormían sobre los respiraderos del metro iban por la calle soltando discursos furiosos sobre la política monetaria y la Reserva Federal. Vio a muchos hombres que eran mujeres y viceversa. Y en Madison Square Park dos lunáticos envueltos en sábanas, que se rodeaban el uno al otro como gallos de pelea, gritaban que habían encontrado un espejo mágico.

Hardesty decidió ingresar el cheque en un banco respetable y resolver luego si se quedaba una temporada en Nueva York o partía de inmediato hacia Italia en uno de los numerosos vapores cuyas sirenas oía mientras se deslizaban río abajo y por el mar con la naturalidad de una canoa en una represa. Entrar en un banco de San Francisco era como adentrarse en un palacio, y así debía ser. Pero en Nueva York los bancos eran catedrales, y tal vez no debiera ser así. Si se hubiera aprobado la ley para convertir todos los bancos en iglesias y a los vicepresidentes segundos en sacerdotes, Nueva York se habría erigido al instante en el centro de la cristiandad. Hardesty depositó el cheque sobre un mostrador de mármol encerado de la sucursal del Hudson and Atlantic Trust de la calle Diez.

El cajero lo examinó con aire profesional. «No aceptamos estos cheques —dijo—. Esta mañana hemos recibido un télex con la instrucción de rechazar los cheques del Harvesters and Planters Bank de San Luis. Imagino que habrá quebrado. Le aconsejo que vaya a nuestra oficina central de Wall Street. Allí podrán aclararle la orden».

Esa complicación moderó los delirios de Hardesty y, aunque estaba tranquilo cuando entró en la sede del Hudson and Atlantic, en el barrio financiero, la única reacción apropiada ante el interior del edificio era la de maravillarse. Un suelo de mármol color crema se extendía como los campos de trigo de Kansas. Mensajeros en bicicleta llevaban documentos y despachos de un departamento a otro. Cuando un niño soltó deliberadamente un globo de helio, todos observaron cómo ascendía hasta el techo, donde se veía pequeño como un grano de arena.

Un empleado al que no gustó la forma de vestir de Hardesty le dijo que el banco de San Luis había quebrado, y le enseñó el periódico para demostrárselo. «Tiene tres opciones —añadió—. La primera es quedarse con el cheque y convertirse en acreedor (o esperar a que algún día el banco se recupere); la segunda, venderlo a cambio de un centavo y medio por dólar, y la tercera, romperlo».

Hardesty consideró que lo mejor era alquilar una caja fuerte para guardar el cheque desacreditado; tal vez al cabo de veinte años alzara el vuelo como una langosta. Y si alquilaba una lo bastante grande también dejaría la bandeja, ya que no le gustaba ir con tantos kilos de oro y plata por una ciudad donde, según decían, uno de cada diez ciudadanos era ladrón.

Debajo del campo de trigo que era el suelo había cámaras de mármol y jaulas de barrotes. Hardesty se encontró en una celda pequeña con una enorme caja metálica, en la que depositó la bandeja y el talón. Levantó la vista. De todas partes llegaban salmodias y cantos, como oraciones pronunciadas en el laberinto de un monasterio tibetano. En celdas parecidas a la suya, una veintena o más de hombres de mediana edad contaban sus cupones y certificados en susurros impregnados de la gravedad del ajuste de cuentas final. Hardesty se recostó en la silla, encendió la pipa y escuchó. El murmullo de remover y contar era sereno como el chapaleteo de un lago. De vez en cuando, un estremecedor sonido metálico de rejas de acero y de cerraduras abriéndose y cerrándose producía ecos prolongados, y el chirrido de las cerraduras de combinación recordaba el ronroneo de un gato. En la celda en penumbra, Hardesty observó cómo el humo de la pipa se elevaba hasta el techo. Se quedó allí varias horas, pensando en lo que debía hacer a continuación.

En el bolsillo llevaba una larga carta, de su puño y letra, de la señora Gamely para Virginia. Era en sí misma un rompecabezas, ya que, aunque hermosa, resultaba del todo incomprensible a menos que uno pasara por la humillante experiencia de utilizar un diccionario para entender su propio idioma. Se leía como una oda rúnica, pero estaba salpicada de chismes, citas, recetas y noticias sobre las cosechas, el lago y distintos tipos de animales identificados por el nombre y la especie (Grolier el Cerdo, Concord el Ganso, etc.).

La señora Gamely lo había llevado aparte para dictársela tras obligarle a prometer que la entregaría en mano, porque, según dijo, «la correspondencia de los coheeries es heteronómica y pudibunda». El problema era que el correo de Virginia, fuera o no heteronómico y pudibundo, no llegaba, y el paradero de esta era un misterio. La señora Gamely había hecho jurar a Hardesty que la buscaría antes de irse de Nueva York. A la pregunta de qué debía hacer él si la encontraba, respondió: «Sigue buscando».

Con la quiebra del banco de San Luis, Hardesty ya no disponía de tanto tiempo como pensaba. Se preguntó cómo iba a localizar a Virginia Gamely y medio lamentó haberse comprometido a buscarla.

Pero eso no significa que no estuviera satisfecho con la ciudad o con la perspectiva de explorarla.

Enseguida oscureció, y la gente se reunió para cenar o tomar algo caliente en restaurantes y cafés con marquesinas de cristal inclinadas cubiertas de nieve. Hardesty dejó atrás esos lugares y no se refugió del frío hasta que llegó a una biblioteca. Era el lugar más profundo de la ciudad, porque sus cientos de millones de islitas se subdividían a su vez en innumerables ejemplares, capítulos, temas, palabras y letras. Las letras eran meras líneas derivadas de una serie de coordinadas, que el ojo reconstruía y unía en un flujo semejante a un río, como si todos los palitos doblados y enroscados fueran las luces de un paisaje urbano que era hermoso visto de lejos. De hecho, al caminar entre los libros alineados en las altas paredes de la sala de lectura principal, Hardesty tuvo la sensación de adentrarse en una ciudad. La llanura de mesas y lectores bordeados en los cuatro lados por estanterías altas y rectangulares era una parodia de Central Park, sobre todo porque las lámparas de lectura eran verdes como la hierba.

Mientras los estudiosos reanudaban sus labores vespertinas tras comidas parcas de bilis y arenilla, Hardesty empezó a investigar. Se encontraba en su elemento natural, sabía qué debía hacer, y se movía deprisa porque la caminata en el frío lo había espabilado. Primero buscó el nombre de Virginia Gamely en todos los listines posibles. Incluso fue a la recepción y llamó a información para ver si tenían algún número inédito. Era evidente que Virginia no tenía teléfono, al menos no a su nombre. Hardesty llamó a la policía, donde no pudieron ayudarle porque, según dijeron, estaban demasiado ocupados persiguiendo a delincuentes y durmiendo en coches patrulla debajo de los puentes. Además, ¿acaso era asunto suyo?

Después de remover las piedras fáciles, empezó con las rocas. Como la señora Gamely no tenía ni la más remota idea del paradero de su hija, Hardesty decidió emprender en la biblioteca lo que no había sido capaz de hacer en casa de la señora Gamely porque había estado demasiado atareado para establecer asociaciones. Si recababa información sobre el Lago de los Coheeries y sus características, sabría lo suficiente sobre Virginia para buscar su pista. Primero, el atlas. Sin embargo, el Lago de los Coheeries no figuraba en el índice y, en el lugar donde Hardesty sabía que había estado, el mapa mostraba una mancha verde curiosamente vacía con algún accidente geográfico y un par de ríos sin nombre. Los mapas detallados, los informes oficiales y los diccionarios geográficos históricos no proporcionaban mayor información.

Allí donde buscaba, salía con las manos vacías. El nombre no estaba documentado. Después de cuatro horas y media de perplejidad, desistió, pues la biblioteca estaba a punto de cerrar. Si no había nada sobre el Lago de los Coheeries en ese gran depósito de información, era probable que no hubiera nada en ninguna parte. Mientras se ponía el abrigo en el vestíbulo de mármol preguntó al pulsador de la biblioteca —un hombre tan viejo que miraba de fuera adentro— si conocía un lugar barato donde pasar la noche.

—Tengo poco dinero —añadió—, y busco algo sencillo, limpio y económico. No hace falta que haya baño en la habitación.

—¿Quién tiene baño en la habitación? —preguntó el anciano, cuyo trabajo consistía en pulsar un botón cada vez que pasaba alguien. (Había sido una gran tradición en la biblioteca y no podían abandonarla; además, era lo único que sabía hacer.)—. El cuarto de baño es independiente. No puede estar en la misma habitación a menos que esté en medio como una gran caja, y no tienen eso.

—Ya —dijo Hardesty—. Bien visto. Lo que quiero decir es que no necesito un cuarto de baño privado, comunicado con mi habitación.

—¿Qué le parecería algo así como compartir una habitación?

—¿Qué quiere decir con «algo así»?

—Quiero decir que la viuda Endicott acepta huéspedes.

—¿Más de uno por habitación?

—No exactamente, pero es barato. Y está limpio. Usted parece un joven fuerte.

—¿Y eso qué tiene que ver?

—La viuda Endicott tiene ciertos apetitos. Tiene ciertas exigencias. ¿Comprende?

—¿Cómo es? —preguntó Hardesty.

—¿Que cómo es? ¡Oh, Dios! ¡Cómo es! Ojalá la hubiera tenido a mano cuando yo todavía era capaz.

—Puede que vaya a echar un vistazo al lugar —dijo Hardesty—. ¿Dónde está?

—Sí, vaya a echarle un vistazo. No querrá defraudar a una pobre viuda, ¿eh? Es usted muy amable. Está en la Segunda Avenida, en el centro. No sé qué calle la cruza, pero queda cerca del viejo teatro Coheeries.

—¿El teatro qué? —exclamó Hardesty.

—El teatro Coheeries. Ya no se llama así, pero me acuerdo de cuando todavía ofrecía funciones teatrales. Ahora lo utilizan para combates, espectáculos de danza y de variedades.

—¿Qué sabe del teatro?

—¿En general?

—Del teatro Coheeries.

—Lo que le he dicho.

—¿Sabe por qué se llamaba así?

—A ver… Por qué se llamaba así… No lo sé. Nunca lo he pensado. Tal vez sea una clase de almeja o algo así, y cuando se levantaba el telón al comenzar una obra de… Shakespeare, era como si se abriera una almeja.

—Gracias —dijo Hardesty, y se internó en la noche invernal para ver qué podía averiguar del lugar desde el lugar en sí.

La marquesina del teatro Coheeries tenía escritas las palabras «Lucha libre», y todos los establecimientos en diez manzanas a la redonda estaban tapiados. Al otro lado de la avenida, en diagonal, se encontraba la pensión de la viuda Endicott. Al verla, le dio un vuelco el corazón de miedo y curiosidad. La mujer resultó ser una arpía, pero la casa era magnífica. En las ventanas ardían velas, el latón brillaba como el oro y los aleros y las molduras estaban en perfecto estado, como si el edificio fuera un monumento nacional.

El teatro había conocido tiempos mejores. En las filas delanteras, unas cuarenta personas comían shish kebab o galletas calientes mientras esperaban los vestigios del espectáculo de variedades, que había resucitado para los que eran demasiado pobres para tener un televisor. Tras abrirse paso por tramos de basura pegajosa y a través de montones de palomitas desparramadas, Hardesty tomó asiento en el centro. En el preciso instante en que levantaba la mirada, se apagaron las luces y se alzó el telón. Vio que la cúpula y las paredes, antaño elegantes, estaban cubiertas de murales y volutas. Pero estaba demasiado oscuro para distinguir los detalles y se conformó con ver el espectáculo, porque la iluminación, de más de medio siglo de antigüedad, lo borraba todo menos el sueño aterciopelado detrás de las candilejas. En la oscuridad saltaban destellos plateados, y los filtros de colores y haces de luz eran tan frescos como la cara de una joven que ha estado en la nieve.

Primero salieron dos cómicos. Los chistes eran en yiddish, aunque el público hablaba español; llevaban peluquines de un material que parecía virutas naranjas y realizaron su actuación con los ojos cerrados.

Siguió un número en el que un siciliano escuchimizado dio vueltas en bicicleta por el escenario durante cinco minutos. Cuando los abucheos resultaron insoportables, contrajo el rostro en una mueca de dolor y resolución e intentó hacer el pino sobre el sillín. Ya le había costado bastante pedalear, pues no se le daba muy bien montar en bicicleta, pero al tratar de hacer el pino perdió el control del vehículo y ambos volaron por encima del proscenio hacia una fila de asientos vacíos.

A continuación salió un grupo trasnochado llamado Los Pepinos Cantores. Cómo habían evitado durante tres cuartos de siglo acabar en la ensalada era un misterio de considerable grandeza. Con disfraces de pepino, canotiers, bastones, polainas y bigotitos, interpretaron tres canciones: «Los ratones huyen en busca de libertad», «El sobrino de Beethoven» y «El triángulo de la guerra bóer».

Pese a su ineptitud, esa enternecedora y perseverante gente de teatro de tercera —¿o de séptima?— fila se esforzaba por lucirse. Se consideraban artistas; así lo indicaban en sus declaraciones de renta y en las estaciones de autobuses del nordeste de Delaware, y casi estaban en lo cierto, porque no eran artistas, sino arte. Eran en sí mismos como canciones tristes o retratos reveladores. Había en ellos algo sumamente conmovedor. Nunca se rendían. Nunca veían mucho más allá de las aspiraciones que los impulsaban. Y nunca habían sospechado que cada uno de sus movimientos los convertía en parte de un cuadro vivo de lo más triste.

El último número del programa era de baile. Tres jóvenes extrañas que se hacían llamar Las Embaucadoras bailaron con zapatos de madera y vestidos verdes confeccionados a mano. Una tarjeta colocada en un trípode las identificaba como Pequeña Liza Jane, Dolly y Bosca, que era la morena. Saltaban y giraban en curiosas gigas, y no parecían ser conscientes de que estaban sobre el escenario de un teatro. Les encantaba bailar. Bailaban unas con otras las tres a la vez y sonreían. Al final hicieron tres encantadoras e inocentes reverencias.

Las luces se encendieron antes del combate, lo que dio a Hardesty la oportunidad de examinar los murales. Representaban una docena de escenas del Lago de los Coheeries en oscurecidos óleos viejos. Allí estaba el lago en verano, en primavera, en otoño y, cubierto de hielo, en invierno. Allí estaba el pueblo, bajo las estrellas, sepultado en la nieve o rodeado de campos de cultivo soñolientos. Allí estaban el barco rompehielos y un extraño cenador a orillas del lago. Allí había chicas, granjeros y un caballo que tiraba de un trineo. Pero en la cúpula del teatro se encontraba el dibujo más insólito de todos. Mostraba una isla en el lago, por la noche. De ella se elevaba una columna blanca de estrellas, como si la Vía Láctea hubiera descendido imitando un arcoíris.

Lo que Hardesty vio a continuación lo hundió en el asiento y le hizo temblar. Alrededor de la cúpula, en letras tan sucias que apenas se distinguían, se leía la frase: «¿Acaso cabe imaginar algo más hermoso que el espectáculo de una ciudad totalmente justa complaciéndose en la justicia misma?».

El combate iba por la mitad cuando Hardesty se dirigió hacia la salida del teatro. No lejos de la puerta había una placa donde se explicaba que el teatro Coheeries había sido una donación de Isaac Penn a la ciudad. Era una pista que tendría que seguir, aunque probablemente no condujera a ninguna parte. Pero en esos momentos quería dormir, y el lugar más cercano era la pensión que había al otro lado de la calle.

La coincidencia de las inscripciones no podía ser más que eso: una coincidencia. Sin duda la ciudad totalmente justa jamás se erigiría sobre esas ruinas sucias, ni en el seno de una civilización industrial conocida sobre todo por ser una civilización sin ley, ni en una ciudad inhumana y ruidosa creada en gris a imagen de una máquina, ni en medio de los chapiteles cubiertos de hollín, las vías fluviales cuajadas de hielo y las avenidas interminables de arquitectura descuidada y devastada por la guerra. No. Todo lo que sabía le indicaba que no podía ser así. Solo era una coincidencia y no lo disuadiría de seguir viajando. Aun así, estaba pasmado.

Y fue arcilla en manos de la viuda Endicott.

Era una belleza pelirroja, una amazona, casi tan corpulenta como la estatua de mármol de Diana que había en el parque de Winky’s Hill. En su lecho habían muerto diez maridos, por lo que abrió una pensión para hombres jóvenes recién llegados del campo. Los repartía en varias habitaciones que comunicaban con la suya y entre los baños, las duchas y las saunas, donde los tenía a mano para aparecer en cualquier momento y copular. Era perfecta e insaciable. Cada uno de sus senos era un prodigio. El bosque de su vello púbico rojizo era suave, fragante y profundo. Era tan blanca como el marfil, pero despedía un resplandor rojo debido a su cabello y al rítmico color de fondo que adquiría su fina piel con los latidos de la sangre.

Le gustó lo esbelto y fuerte que era Hardesty y decidió tenerlo cerca. Por la forma en que lo miró, él sospechó que no tardaría en hacerle el amor. Fue a su habitación, se desnudó y se acostó. Cuando estaba medio dormido, poniendo reparos en una meditación sin fronteras a la posibilidad de que Nueva York fuera algo más que una caja de herramientas atestada en una escombrera de materialismo, se abrieron de golpe las puertas que comunicaban con el dormitorio de la viuda.

Hardesty recorrió con cautela el corto pasillo hasta la alcoba, que era toda blanca, incluso el suelo, y no tenía ventanas, solo una claraboya. En una chimenea pequeña, sobre las barras de una rejilla de hierro, unas brasas resplandecientes palpitaban como un horno de reverbero de Pittsburgh. La viuda Endicott exhalaba una agradable fragancia en su cama blanca a la luz de las brasas ardientes. Se ondulaba, tumbada boca arriba, con las caderas levantadas sobre un gran almohadón. Hardesty vio debajo de la piel sedosa y blanca el contorno de las delicadas costillas. Toda ella era un ensayo del rojo: su cabello caoba, sus labios entreabiertos, las puntas de sus senos, tan pequeñas, livianas y rojas como una pincelada escarlata, y el vello púbico rojizo, que brillaba como un bosque del Pacífico. Aunque Hardesty deseó ser pintor para poder pintarla, pintarla no fue lo que hizo.

Los infructuosos esfuerzos de Hardesty en la biblioteca la noche anterior tuvieron recompensa veinticuatro horas más tarde, después de que hubiera pasado la mayor parte del día recuperándose. Aunque no había una sola alusión al Lago de los Coheeries, y la palabra coheeries probablemente no apareciera en ninguno de los libros de la biblioteca, las entradas de Isaac Penn llenaban numerosos ficheros y Hardesty no tardó en encontrarse inmerso en los archivos de los Penn, rodeado no solo de libros, sino también de folletos, circulares, cartas y manuscritos. Un gran número de cartas y telegramas habían sido enviados a través del Hudson o entregados en mano. Los Penn, una familia vinculada a la prensa, la caza de ballenas y las artes (había incluso una colección reciente sobre Jessica Penn, una actriz de Broadway de quien Hardesty había oído hablar), tenían una casa de veraneo en un lugar que no se identificaba más que como «L. de C.».

Los archivos contenían suficiente material para que varios estudiosos dedicaran sus largas y productivas carreras a ellos, pero a Hardesty le atrajeron sobre todo las fotografías, de las que había miles, todas en blanco y negro, con el poderoso y comunicativo estilo del siglo XIX, cuando la sensibilidad nacida de la pintura aportó a la fotografía lo que la misma fotografía pronto contribuiría a eliminar.

Estaban ordenadas cronológicamente en álbumes de madera de cerezo lacada con bisagras de latón. En cada hoja había una fotografía con una leyenda en que se identificaba a los retratados y se explicaba el emplazamiento. Si alguien hubiera tenido que juzgar el cambio de siglo solo por esas imágenes, habría pensado que fue una época dedicada sobre todo a los botes de remo, los trineos, las botas para la nieve, las raquetas de tenis, los yates de recreo y los muebles de jardín. A los Penn les encantaba hacerse fotos practicando deportes o contemplando el mar sentados al sol del verano. Aunque había unas cuantas de Isaac Penn en actos públicos o entre sus empleados del Sun, y varias de Beverly tocando el piano, de Jack realizando experimentos con su juego de química y de Jayga sentada en una pose imperial, con los brazos en jarras, ante su estufa, la mayoría era de la familia reunida. Estaban en la nieve, haciendo un picnic en una pradera, montando a caballo, remando en el calor de agosto o paseando por la playa al caer la tarde: tostados por el sol, saludables, escuchando el lento movimiento de las olas.

Al desplegarse la historia de los Penn, que brotaba del pasado con sorprendente vitalidad, Hardesty advirtió dos cosas en especial. Entre los numerosos cambios que cabía esperar, había dos inexplicables: desde su perspectiva del futuro, no le sorprendió que el pequeño Harry creciera tan deprisa (en dos horas), hasta estar al mando de un regimiento; ni el ritmo entrecortado al que se helaba y deshelaba el lago; ni que (de un álbum de madera a otro) la encantadora pequeña Willa se convirtiera en una joven delgada y aun así voluptuosa, de un modo que a Hardesty le llegaba a través de casi un siglo. Desde su perspectiva semejante a la de Dios, estaba en disposición de pasar por alto las pequeñas incoherencias y no preocuparse por la gente que aparecía y desaparecía, ni por los cambios en la actitud, la decoración y la moda. A fin de cuentas, flotaba en un lago de cien años donde sucedían muchas cosas.

Sin embargo, los archivistas habían realizado una labor tan exhaustiva que, cuando fallaban, Hardesty se preguntaba por qué. Las incongruencias que quedaron grabadas en su mente fueron que Beverly siempre parecía envuelta en una luz más intensa que el resto (algunas fotos delataban un aura que ni siquiera los cronistas habían advertido, por no hablar de quienes la acompañaban en la escena), y la breve aparición, en uno de los fríos años de nieves posteriores a la Gran Guerra, de alguien sin identificar. No parecía un Penn, ni un criado, ni un miembro de la clase alta. Su actitud era la de un hombre trabajador rudo y formal, y era posible adivinar, incluso a partir de una fotografía, que hablaba inglés como los irlandeses y que era fuerte y hábil con las herramientas. Sus recias manos no estaban hechas para el bolígrafo ni para el piano. Podría haber sido el capataz de los mecánicos del Sun, el administrador de las granjas que la familia tenía en Amagansett o el capitán de uno de los buques mercantes de Isaac Penn, pero no lo era, porque a menudo vestía como un dandi, siempre estaba cerca de Beverly y, en una foto, la abrazaba con una ternura tal que Hardesty se quedó mirándola fascinado durante quince minutos. Percibió que el afecto de ese hombre, como el paso de Willa de niña a mujer, era casi capaz de quemar por completo las páginas. Era mucho más que afecto lo que lo movía. Era amor. Y entonces Hardesty descubrió la colección de imágenes más extraña. Una boda sombría, con Beverly —apenas capaz de tenerse en pie— apoyada en el brazo del hombre. Una larga serie de fotografías de una isla en el lago, desolada y trémula en invierno, casi indistinguible del hielo cubierto de nieve.

En ninguna fotografía se identificaba al desconocido. En la leyenda de aquellas en que aparecía, bajo su silueta había un simple interrogante. ¿Quién era? Los concienzudos archivistas no lo sabían y se disculparon por no ser capaces de explicarlo. Una nota pegada al último álbum indicaba que los miembros de la familia Penn que seguían con vida se habían negado a hacer comentarios sobre su historia fotográfica e incluso a revisar la colección.

Hardesty estudió la cara del intruso. Le gustó. Le gustó mucho, y le conmovió el miembro no identificado de la pareja, que había desaparecido sin más y al parecer quedaría por siempre en el olvido.

Pero encontró más o menos lo que buscaba. Aquí y allá, encaramados a un pajar o repantigados en la parte superior de un trineo tirado por un caballo, estaban los Gamely: pequeños propietarios que gozaban de buena salud, niños, aldeanos del lago, que era evidente que conocían a los Penn y pasaban tiempo con ellos. Aunque por lo visto la familia Penn se había ido del Lago de los Coheeries, se había desintegrado y había quedado congelada en sus propios archivos dinásticos, Hardesty decidió buscarla con la esperanza de que Virginia Gamely hubiera hecho lo mismo.

La ciudad, formidable como era en casi todos los aspectos, tenía un único defecto, imperdonable e inexplicable. Solo había dos periódicos importantes para tantos millones de personas. Era cierto que se podían comprar diez o doce páginas de noticias del día anterior en cualquier idioma y alfabeto del mundo, y que había cientos de estaciones abarrotadas de espectros electrónicos, como los anillos de una serpiente de coral, pero, lamentablemente, en general la población estaba polarizada: o seguían el Sun o el Ghost.

Había un Morning Ghost y un Evening Ghost (mejor dicho, The New York Ghost, Edición Matinal, y The New York Ghost, Edición Vespertina), y estaban The New York Morning Whale y The New York Evening Sun. Su rivalidad comprendía las dos ediciones, la del anochecer y la del amanecer. Cualquiera que hubiera nacido en la ciudad conocía esta yuxtaposición tan bien como la noche y el día, la luz y la oscuridad, lo grueso y lo delgado. Pero Hardesty no. Por eso cuando se detuvo en un quiosco de una esquina vacía, un faro en medio del mar de remolineante nieve azul, le sorprendió descubrir que el Sun seguía en manos de la familia Penn y que Harry Penn, el niño convertido en comandante de regimiento, era su director y editor. A las diez se dirigió a Printing House Square, pues suponía que a esa hora un periódico estaría en pleno ajetreo si quería salir a tiempo.

El ajetreo era tal, de hecho, que nadie reparó en él ni quiso responder sus preguntas. Se quedó dos horas en medio del patio acristalado del Sun, observando cómo la nieve rozaba el tejado transparente muchas plantas más arriba, mientras cientos de reporteros, chicos de los recados, mensajeros, jefes de sección preocupados y tipógrafos manchados de tinta se entrecruzaban a su alrededor yendo de una puerta a otra o subiendo y bajando por las escaleras abiertas que conducían a los pisos que daban al patio. Pero a medianoche todo se detuvo, menos las imprentas, que empezaron a retumbar en las plantas inferiores cual motores de un barco, como si no solo imprimieran sino también movieran el edificio hacia delante en un mar turbulento y brumoso. Hardesty fue a la sala de noticias locales, en el tercer piso, donde detuvo a la primera persona que vio. Se trataba de Praeger de Pinto, el director editorial.

—Disculpe, estoy buscando a una persona del Lago de los Coheeries, donde los Penn tenían hace tiempo una casa de veraneo. Tal vez haya sido una estupidez venir aquí, pero no tengo más contactos ni otra forma de localizarla. Me gustaría preguntar a Harry Penn si sabe dónde está o pedirle que me indique cómo podría encontrarla.

—¿Está buscando a Virginia Gamely?

—Es exactamente la persona que estoy buscando.

—Trabaja aquí.

—Entonces la he encontrado.

—Pero ahora no está. Acabamos de cerrar la edición del Whale y ella está en el Sun. Viene a las seis de la mañana.

—Me llamo Hardesty Marratta. Estaba en el Polaris… Traigo una carta de su madre.

—Puedo entregársela yo.

—Su madre me hizo prometer que se la daría personalmente.

Praeger se presentó y lo invitó a su despacho, en el piso superior (al que subieron por una escalera de caracol de hierro fundido que perforaba el techo), para hablar de lo que Hardesty había visto en el Lago de los Coheeries. Praeger sentía curiosidad por aquel lugar desde que Virginia lo había nombrado y luego se había confabulado con Jessica Penn para no volver a mencionarlo. Le interesaron las descripciones de Hardesty, tanto por su contenido como porque reconoció que este, al igual que Virginia, poseía una gran facilidad de palabra.

—No sé qué tiene el Lago de los Coheeries ni si existe siquiera —dijo Praeger—, pero quien lo atraviesa parece adquirir un don con las palabras que me gusta muchísimo. Tal vez realicemos unos seminarios allí (si logramos llegar) o embotellemos el agua para nuestros dispensadores.

Hablaron durante varias horas sobre un montón de temas y descubrieron que tenían opiniones muy similares. Los dos estaban cansados y relajados; a ambos les entusiasmaba la presión del invierno. Disfrutaron de la animada conversación y congeniaron de una forma extraordinaria, salvo en un punto: no se pusieron de acuerdo sobre la naturaleza de la ciudad.

Hardesty no estaba dispuesto a tolerar sus numerosas y llamativas taras urbanas, y no perdonaba la brusquedad, en su opinión innecesaria, de sus habitantes ni la rigidez con que estaba diseñada, construida, fijada y mantenida. La odiaba como si estuviera a punto de amarla, de una manera implacable, irracional, triste. A pesar de ser hermosas y magnéticas, las profundas sirenas que cruzaban la nieve y hacían vibrar las ventanas del Sun le creaban inquietud, y al pensar en los interminables horizontes internos de las calles, curvas, callejones y gallineros se sentía sumamente incómodo.

Praeger había visto eso en otras ocasiones.

—Pronto estarás enamorado de lo que ahora más desprecias.

—Eso crees tú —replicó Hardesty—. Me voy a Europa. No me quedaré aquí el tiempo suficiente para enamorarme de nada.

—La anarquía te cautivará.

—¿Cómo? Es lo que más detesto.

—Sabes que en realidad no es anarquía y que, aunque lo fuera, contiene todas las posibilidades que buscas. Y debes de saber también que el mismo hecho de que la ciudad sobreviva y siga en pie implica un equilibrio que, a su vez, implica la presencia de una fuerza elevada y opuesta para cada categoría de degradación.

—Yo no la veo. ¿Y tú?

—Solo de vez en cuando. Pero entonces veo que los equilibrios se mantienen. Veo rastros de una época perfecta, de la misma manera que las vetas del mineral más tosco pueden contener oro.

—¿Y si la fealdad y el horror nos minan de tal modo que no somos capaces de apreciar lo que esperamos, si es que llega?

—Mejor aún. Me encanta el riesgo. Me gusta que, pese a mis esfuerzos, el resultado no dependa de mí. Los planos de la ciudad se trazaron sobre la misma mesa que los de la guerra. No promete nada y, sin embargo, puede ser incomparablemente generosa. Deberías quedarte un tiempo para hacerte una idea de cómo funciona. Escucha las sirenas de los barcos. Cuando las oímos, ya sea invierno o verano, se convierten en una canción, en un mensaje. Siempre me parece que dicen: «Tu época es una buena época y, aunque yo debo irme, tú puedes quedarte. Qué afortunado eres de vivir en una ciudad justo antes de que abra los ojos a una edad dorada».

Se despidieron disgustados, porque a Hardesty le molestó que Praeger hubiera profetizado que se produciría un cambio en él, y a Praeger le molestó haber tenido que hacerlo. ¿Qué más le daba a él lo que pensara Hardesty? No obstante, prometió presentarle a Virginia al día siguiente, a las cuatro, cuando se cerrara la edición del Sun.

Hardesty caminó cinco millas bajo una violenta tormenta de nieve hasta el hotel Lenore, una torre del centro de la ciudad que atrapaba la nieve en sus altos bordes de cristal y la arrojaba de nuevo como agua blanca que se precipitara por un barranco. Las calles estaban tan vacías como las praderas, y viéndolas tan blancas parecía que las posibilidades de las que había hablado Praeger estuvieran realmente presentes en los espacios helados y calientes en que se libraban las guerras de equilibrio de la ciudad.

El gerente del turno de noche le dio la habitación más alta del hotel. Como había encontrado a Virginia y podría irse de Nueva York al cabo de un par de días, Hardesty consideró que podía permitirse pagar el precio astronómico. Se había marchado del Sun a la una de la madrugada. La noche estaba tan avanzada que los relojes se habían rendido y el tiempo parecía haberse borrado con la furiosa tormenta.

Cuando llegó a la habitación del piso 120, se acercó a la ventana y miró la madeja blanca enmarañada por el viento que ascendía y descendía contra el cristal. Era una ciudad frustrante, dura, implacable y desagradable, cuyos puntos fuertes eran el sufrimiento, el castigo y la climatología asesina. Su clima y su población eran una guadaña que se agitaba sin cesar hasta que los fuertes caían ante ella y los débiles, en grandes cantidades, desaparecían de las calles para siempre y morían en el frío y la oscuridad sin que nadie los recordara. Desde el piso 120 no veía nada, y consideró que ese era el sello de la ciudad.

No obstante, se animó al descubrir que en el cuarto de baño había una sauna. Entró y cerró la puerta de cedro, el calor aumentó enseguida y una hilera de soles brilló. Después de patearse toda la región ártica, se alegró de encontrarse en un desierto seco, pero tenía tanto frío que tardó unos cuarenta y cinco minutos en empezar a sudar.

Al día siguiente entregaría la carta a Virginia Gamely y, si tenía suerte, embarcaría en un transatlántico que arremetería contra el hielo y saldría del puerto. Entonces las sirenas estarían a su favor, no en contra suya. Sin embargo, no parecían estar contra Praeger, quien creía que eran como el órgano de una iglesia, exigiendo atención, despertando esas emociones que sacudían el cuerpo como si fuera un junco. Incluso en el desierto que era el piso 120, Hardesty oyó las profundas sirenas, a las tres, las cuatro, las cinco de la madrugada. ¿Cómo es que suenan ahora?, se preguntó. ¿Es posible que los barcos zarpen a estas horas, en plena tormenta? ¿Y quién las oye?

La actividad incesante, incluso cuando se suponía que todo el mundo dormía, le indicó que la ciudad tenía vida propia y que había algo debajo abriéndose paso lenta y metódicamente.

Casi desmayado, salió de la sauna y se acercó a la ventana. La tormenta seguía rugiendo, pero al mirar fijamente reparó en un resplandor. Se hallaba justo enfrente, debía de estar, como él, a una gran altura, y pareció cobrar intensidad mientras el viento enloquecía y mecía el acantilado de acero en el que Hardesty se encontraba.

De pronto, como si la nieve fuera niebla y el hotel un barco, se abrió un espacio como para dar cabida al movimiento y apareció una torre suspendida en el torbellino, al parecer independiente del suelo. Era la parte superior de un rascacielos antiguo… inundado en una luz azul, blanca y plateada. Aunque la nieve lo ocultaba a veces con una cortina transparente, siempre lograba brillar a través de ella, resplandeciente como un halo. Hacia la mañana, cuando el amanecer volvió gris la ventisca y el mundo se nubló, la torre desapareció.

Era una mañana clara como el cristal. Hardesty se acercó a la ventana y observó que un bosque de torres altas seccionaba el viento procedente de Canadá, que reunía ante sí el color azul como si fuera un gran rebaño de ovejas. En puentes lejanos, dorados arroyos de mica brillante —los coches bajo el sol de la mañana— se movían de un lado a otro de la ciudad. Y los hermanos de los barcos que había oído durante la tormenta, barcos del tamaño de una ciudad, cruzaban plácidamente el puerto surcado de ondas, deslizándose sobre altas cabrillas como planchas calientes sobre lino.

En las calles los transeúntes saltaban como marionetas, corrían de aquí para allá a una velocidad que a ellos mismos les sorprendía. En esos días gélidos y despejados en que la luna llena ni siquiera puede esperar a que oscurezca y describe un círculo en el cielo alrededor del sol, eran como caballos de carreras en el prado, actuaban como personas que han descubierto algo increíble y, confirmando el dicho de que Nueva York es una ciudad que muere y renace como otras ciudades se acuestan por la noche y se levantan por la mañana, conseguían que la larga y estrecha isla de Manhattan sonara y vibrara como una espada desenfundada.

Hardesty tardó casi todo el día en abrirse paso entre esos lunáticos para llegar a Printing House Square. No cedían un ápice ante él ni ante nadie. Hileras de coches cruzaban como rayos los semáforos rojos. Las furgonetas de las panaderías recorrían las avenidas principales a ciento veinticinco millas por hora, asesinando a ciclistas y peatones. Vendedores balcánicos de galletas saladas, con ropa acolchada de dos pies de grosor y gorras afelpadas de aviador, se embestían unos a otros como búfalos con sus carros de llamas para apropiarse de una esquina. Con maletines sujetos a la espalda, corredores de Bolsa vestidos con ternos se deslizaban en esquís de fondo desde Riverside Drive a Wall Street en un suplicio a vida o muerte. En una avenida bulliciosa, el segundo piso de todos los edificios comerciales de ambos lados a lo largo de cinco millas era un dojo de kárate. Hardesty pasó por allí a la hora de comer y oyó cientos de miles de gritos belicosos mientras unas figuras vestidas de blanco surcaban el aire con las piernas dobladas y los brazos extendidos, como bailarines rusos. Había fuegos en todas las esquinas, peleas mortales en todas las manzanas, robos por encargo, edificios asaltados por cuadrillas de ingeniosos operarios de demolición y edificios armados por obreros de la construcción, cada uno de los cuales rodaba por un cable hasta desaparecer en el cielo. A Hardesty le costó llegar al centro y seguir siendo el mismo. La ciudad quería leña para sus fuegos y se extendía con lenguas saltarinas de gravedad y llamas para atraer hacia sí a la gente, atraparla, bailar un poco con ella, venderle un traje… y luego devorarla.

Era tarde y había oscurecido cuando llegó a Printing House Square, donde las oficinas del Sun estaban enfrente de las del Ghost. Estas últimas tenían unos grandes letreros eléctricos que proclamaban el éxito y la popularidad del periódico, mientras que las del Sun brillaban suavemente en el interior de una obra maestra de la arquitectura neoclásica. Hardesty subió a saltos las escaleras hasta el despacho de Praeger de Pinto. Su pulso ya desbocado se aceleró aún más cuando lo encontró sentado con Virginia en el sofá de cuero, lo bastante juntos y desenfadados para dar a entender que había algo entre ellos. Unos celos intensos lo golpearon como un misil. El dolor era físico. Maldita ciudad, donde no había justicia ni nunca la habría. Al ver los ojos de Virginia supo que era la mujer de su vida y maldijo el momento que había escogido para aparecer, ya que era evidente que ella y Praeger… Pero luego pensó que tal vez solo fueran imaginaciones suyas, porque cuando Praeger se levantó para saludarlo le pareció que la distancia entre este y Virginia en el sofá era de al menos un palmo. Palmo y medio, pensó lleno de esperanza, tal vez más. Decidió que, estuviera o no con Praeger, esa mujer espontánea y encantadora de larga cabellera negra y ojos increíblemente inteligentes pronto sería su esposa.

—Lo aplastaré como a una mosca tse-tse —dijo en voz alta sin darse cuenta.

—¿A quién? —preguntó Praeger.

Virginia estaba también intrigada, y ya enamorada.

—A Craig Binky —balbuceó Hardesty, improvisando rápidamente.

—Ah —dijo Praeger—. Qué más quisiéramos todos. Pero ¿qué te ha hecho entrar tan pronto en el redil?

—He visto los titulares del Ghost. Indignantes.

Virginia sonrió. Por el modo en que Hardesty la miraba, el ligero temblor de su voz y su tristeza, supo que él también se había enamorado. Eso revelaba cierta debilidad de carácter, pero era una entrega que no podía pasar por alto. Intentó aferrarse a las empinadas laderas por las que ella misma resbalaba, pero al cabo de unos minutos tiró la toalla. Aun así, no quería precipitarse; tenía que pensar en su hijo, porque ya se había precipitado una vez en el pasado.

Praeger de Pinto, que siempre había estado enamorado de Jessica Penn y siempre lo estaría, se apartó poco a poco de la conversación cohibida y la respiración agitada y observó cómo Hardesty y Virginia se descubrían mutuamente mientras cambiaban los turnos de los dos periódicos y Printing House Square se llenaba de tipógrafos, chicos de los recados y oficinistas que pisoteaban la nieve.

Antes de entregar la carta de la señora Gamely, Hardesty habló del Polaris y de cómo había acabado, por casualidad, en el Lago de los Coheeries. Mientras hablaba, percibió el amor que sentía Virginia por el paisaje que él describía. Se alegró de que fuera invierno, cuando el amor y la ambición llamean en el frío. Tal vez si ella no hubiera estado enmarcada por el cristal oscuro que tenía detrás y el cuadrado de nieve que deslumbraba con las luces del Ghost, no habría podido hablarle de ese modo que casi pregonaba sus intenciones… a todos excepto a Virginia, quien las valoraba tanto que no podía estar segura de lo obvio.

Al cabo de un rato levantaron la mirada y vieron que Praeger no estaba.

—¿Cuánto crees que hace que ha salido? —preguntó Virginia sonriendo.

—No lo sé. Pero vamos a cenar.

—Tengo que dar de comer al niño. A la señora Solemnis le gusta irse a las seis.

La seguridad de Hardesty lo abandonó mucho más deprisa de lo que había llegado. De nuevo sintió un dolor físico.

Virginia lo miró y dijo:

—No estoy casada.

No encontraron a Praeger cuando salían del edificio, pero los colegas de Virginia que pasaron por su lado, al ver la expresión de triunfo titubeante de Hardesty y el pícaro y luminoso rubor en las mejillas de ella, supieron que tenían motivos para dirigirle sonrisas de complicidad, ante las cuales ella desviaba la mirada encantada.

Hardesty había sustituido la chaqueta de piel de borrego por un gabán de lana gris marengo en el que había gastado una parte considerable de sus fondos. Comentó que la chaqueta abrigaba mucho más, aunque no fuera tan larga.

—Ah, no —dijo Virginia—, me encanta ese abrigo. No me gustaría que fueras por ahí con una chaqueta de piel de borrego. Llevar ropa de campo en la ciudad es tan absurdo como llevar ropa de ciudad en el campo.

Caminaban contra el feroz viento del norte, dejando que les bañara la cara como si se sumergieran en un río. Él no se atrevía a cogerla del brazo cuando cruzaban las avenidas congestionadas, a pesar de lo mucho que lo deseaba. Ella había dicho que le gustaba su abrigo y lo había invitado a cenar a su casa. Por el momento era suficiente.

Los mercados chinos e italianos estaban uno al lado del otro. Hardesty y Virginia recorrieron numerosos acres de puestos, hilera tras hilera, como si pasearan solos en primavera. Las frutas y verduras amontonadas en el frío les recordaron un jardín, y los peces muertos con la boca abierta del sobresalto tenían la expresión de una trucha saltarina.

—A veces atormento a los del Ghost —explicó Virginia— escribiendo artículos sobre temas que ellos tratan y superando los suyos. Se ponen furiosos. El pasado verano publicaron uno sobre los mercados chino e italiano y, como siempre, no hablaban más que de la comida. Para los del Ghost, todo lo que no pueden llevarse a la boca es incomprensible.

—Lo sé. Me ha sorprendido bastante ver en la primera página del Ghost de hoy un artículo a dos columnas sobre una nueva forma de rehogar las alcachofas.

—Cómo no. Siempre lo ponen en la portada…, con ribete negro si a alguien se le desinfla el soufflé, con grandes titulares si se trata de una nueva salsa… Escribí un artículo tres días después y no mencioné la comida ni una sola vez; sin embargo, creo que describía el mercado mejor que el de ellos, porque en un mercado lo de menos es la comida.

—Entonces, ¿qué es lo importante? —preguntó Hardesty, aunque ya lo sabía.

—La compra y la venta, las caras, el color, la luz, las historias que se multiplican dentro de él, su espíritu. ¿En qué otro sitio encontrarías todas esas luces transparentes colgadas tan altas y brillando en el frío? —preguntó ella señalando las hileras de bombillas eléctricas sobre los puestos—. Harry Penn recibió un telegrama de Craig Binky que decía: «¿Cómo es posible hablar de un mercado sin mencionar la comida?». Imagínate, se envían telegramas de una oficina a otra estando en la misma plaza. Harry Penn le contestó: «Comer asesina el espíritu». A mí me gusta comer. De hecho, ahora mismo tengo hambre. Pero una costilla de cordero no es el Imperio romano.

Tras comprar un corte de carne y seis clases de verdura, recorrieron de vuelta los acres de luces perladas observando cómo el aliento se les condensaba en nubes blancas.

—Mi casa está por ahí —dijo Virginia—, pero no quiero cruzar Five Points; es demasiado peligroso. Vayamos hasta Houston y demos un rodeo.

—Tardaremos tres veces más. ¿Por qué no quieres cruzar Five Points? Yo he pasado por ahí hoy y no me ha ocurrido nada.

—Has tenido suerte. Además, ya es de noche.

—No te preocupes. Los ladrones duermen a última hora de la tarde.

Five Points había visto bandidos de muchas razas y etnias refugiarse en sus guaridas y deslizarse por sus callejones. Las modas en la delincuencia y el comportamiento habían cambiado con los tiempos, los idiomas y las tentaciones, pero en esencia los ladrones y bandidos eran los mismos, y sus armas, el cuchillo, la porra y la pistola. Sin embargo, Hardesty tenía razón. Descansaban a última hora de la tarde y solo cobraban vida tras unas cuantas horas de oscuridad. Las calles estaban vacías y el invierno había perdido su encanto en los límites de Five Points, que era como una cueva sin salida. Hardesty y Virginia tenían la sensación de que los observaban desde las ventanas oscuras. Solo oyeron el sonido de una campana a lo lejos, que fue recibido con carcajadas desagradables en el interior de los ruinosos bloques de pisos, como para dar a entender que allí su sonido puro carecía de poder y era corruptible.

Pero a mitad de camino empezaron a ver lo que se les había escapado hasta entonces. En las sombras había formas indefinidas, cuerpos sufrientes, manos tendidas suplicando clemencia o alivio. Con cada paso que daban, los ojos brillantes eran más numerosos y los gritos, más agudos.

—No sé explicarlo —dijo Hardesty—, pero las calles vacías están llenas.

Asió a Virginia del brazo y se dirigieron hacia un fuego que ardía en el límite del barrio. En un incendio debía de haber bomberos y policías, tal vez hasta reporteros. Y el resplandor de las llamas iluminaría sus pasos hasta que salieran de Five Points.

Había una hilera de bloques de pisos envuelta en naranja. Las columnas de humo negro enviaban la luz hacia abajo y amortiguaban las chispas. Alrededor, hasta donde alcanzaba la vista, una multitud alegre, con el reflejo de la luz del fuego en los ojos, se divertía. Se oyó un rugido cuando unos niños cayeron a las brasas, y los espectadores observaron con atención una pelea que se desarrollaba de un tejado a otro de los edificios en llamas. Los contendientes estaban tan absortos en la lucha que hacían caso omiso del fuego que recortaba su silueta, de modo que parecían figuras de hierro fundido sobre un escenario rodeado de faroles, y que los engullía a uno tras otro a medida que caían derrotados.

Virginia estaba muy afectada y Hardesty lamentaba haber insistido en cruzar Five Points.

—No lo sabía —dijo, todavía aturdido por la muerte de los niños, aunque habían caído sin emitir un solo sonido y desaparecido limpiamente—. Es muy distinto de día. No lo sabía.

Hombres y mujeres llegaban a todo correr de las calles, como lagartos saliendo disparados a tomar el sol. Las aceras no tardaron en abarrotarse, y empezaron a aparecer puestos de comida. Sin bomberos, ambulancias, camiones ni reflectores que disolvieran la estremecedora luz amarilla, el fuego ardía, los edificios se desmoronaban y la gente moría.

Entre la multitud surgió un caballo mutilado y desfigurado arrastrando un carro lleno de desechos. El carretero tiró de las riendas y trató de dar media vuelta, pero caballo y carro quedaron enseguida atrapados y avanzaron a trompicones.

—Mira ese animal —señaló Hardesty, sin saber si sentir compasión o repugnancia—. En mi vida he visto un caballo de tiro tan grande, y es esbelto como un purasangre. Imagina cuánto ha sufrido.

El caballo mantenía gacha la cabeza y cerrados los ojos amoratados mientras un grupo de niños le golpeaba la cara con palos y el dueño lo atizaba con un grueso látigo. Tenía los flancos y la cruz cubiertos de cicatrices. Sobre viejos cráteres del pelaje se habían superpuesto quemaduras y llagas más recientes, provocadas por unos arneses primitivos de diseño tosco; tenía la cola y las crines muy cortas, y solo una oreja entera, pues a la otra le faltaban varios pedazos.

El carro era muy pesado. Sin embargo el caballo, tan maltrecho que parecía un hombre torturado por una enfermedad incurable, lo arrastraba con facilidad. Era fuerte pese a la opresión, y grácil pese a su enorme tamaño. Cuando se movía al difícil paso que debía mantener entre los deseos de su amo y el tormento infligido por los niños, se veía que sus músculos eran tan sólidos y firmes como los de un caballo de carreras bien cuidado, pero varias veces mayores.

Una vez que el caballo y el carro se hubieron alejado del gentío, el carretero hizo restallar el látigo sobre la cabeza del animal, que empezó a avanzar a medio galope. Se movía con sorprendente elegancia, tensándose contra la madera y el cuero que le cortaban la carne y le rozaban las llagas, como si estuviera libre en un campo abierto. Las curvas que describía no se veían afectadas por la carga. Eran totalmente jubilosas, amplias y redondas. Levantó la cabeza y se precipitó hacia la oscuridad como si el movimiento fuera una de las dimensiones del paraíso.

El invierno, por entonces en sus primeras etapas, más despejadas, era un motor purificador que funcionaba sin trabas sobre la ciudad y el campo, avisando a las estrellas para que fulguraran y vertieran su luz plateada en los brazos extendidos de los árboles pelados. Era algo demencial y hermoso que dejaba al desnudo el alma de los animales y los hombres y los hacía correr ante sí hasta que disfrutaran de la carrera. Y su efecto en los bosques del norte apenas puede describirse, teniendo en cuenta que helaba las ramas de los sicomoros de Chrystie Street y los balanceaba hasta que sonaban como hileras de campanillas.

Hacía un frío feroz cuando Hardesty y Virginia llegaron al edificio de apartamentos de Mulberry Street y se dirigieron a la escalera de caracol mal iluminada, con la cara todavía roja por el recuerdo punzante del viento que los había azotado y había arrojado hacia atrás la bufanda de Virginia. Entraron en el vestíbulo caldeado y subieron por los peldaños, elevándose por el edificio en epiciclos más apropiados para los planetas. El ojo siempre receloso de la señora Solemnis, viuda de un pescador de esponjas griego, apareció en el periscopio de la puerta y saltó de un lado para otro como una lucecita en un radar.

—¿Quién es? —preguntó.

—Yo —respondió Virginia.

—¿Quién es yo?

—Virginia.

—¿Virginia qué más?

—Virginia Gamely. Por el amor de Dios, señora Solemnis. Vivo aquí. La he contratado yo.

—Ah, usted. —La señora Solemnis abrió la puerta y dejó a Martin en los brazos de Hardesty diciendo—: Tome.

Aunque no llevaba en el mundo mucho más de un año, Martin era perfecto, desde sus diminutos puños cerrados hasta la larga cola de franela azul (el trajecito de bebé de los Coheeries, diseñado para adaptarse a medida que el niño crecía), que le daba el aspecto de una sirenita sin busto. Apoyó con cuidado la mejilla en la fría tela del abrigo de Hardesty y cerró los ojos, plenamente confiado. Hardesty notaba el ligero peso en los brazos, la respiración del niño y, de vez en cuando, la sacudida de un brazo o una pierna. Miró la carita tersa y soñolienta de Martin y le dio un beso.

—Sí —dijo meciéndolo con delicadeza—, es precioso.

No se quitó el abrigo para no molestar a Martin y observó cómo Virginia se movía por el apartamento poniendo orden. A diferencia de la señora Solemnis, era muy ordenada. Se deslizaba por las habitaciones poniendo las cosas en su sitio y colocándolas simétricamente. Con el traje gris marengo y la camisa de volantes, parecía un retrato de otro siglo, uno de esos en que los retratados miran desde la penumbra hacia el tiempo. Pero, pese a la dignidad de ese retrato, Hardesty no podía contener la risa, porque de vez en cuando se detenía para mirarlos a él y el bebé, o sonreía avergonzada de ser tan ordenada, y entonces parecía uno de los osos mecánicos de las barracas de tiro al blanco, que se paran y giran para que los clientes les dispararen. Ese efecto fue aún más exagerado cuando, diciendo que quería cambiarse, entró en el dormitorio con cortos pasitos mecánicos y cerró la puerta. Preguntándose si había sido prudente dejar entrar a Hardesty (tuvo visiones de un loco demente que arrojaba a Martin por los aires, probablemente porque, con el traje de los Coheeries, el niño tenía la forma de una pelota de fútbol), se asomó varias veces por la puerta.

—¿Tienes un segundo empleo en una barraca de tiro al blanco? —preguntó Hardesty.

—No —respondió ella apareciendo de nuevo con el traje gris marengo, porque se había olvidado de cambiarse—. Estoy practicando para entrevistar a Craig Binky. Su capacidad de concentración es singularmente escasa. Al hablar con él hay que hacer movimientos amenazadores y gestos extraños, o no entiende.

—¿Quién te lo ha dicho?

—Harry Penn. Sabe que Binky es incapaz de resistirse a los halagos, de modo que de vez en cuando manda a un reportero al Ghost para averiguar sus secretos. Mañana me toca a mí. Por eso estamos informados de todo lo que pasa allí y sabemos exactamente qué se proponen hacer en el futuro. En cambio nosotros somos un misterio para ellos, aunque no nos preocupa mucho el secretismo. El Sun y el Whale son como las dos mitades de una almeja. No se filtra nada, porque todo el mundo conoce su trabajo y tiene acciones de la empresa. Por lo que sé, solo hay soplón en la sección del hogar y la mujer. La semana pasada publicamos la receta de la tarta saxófono de mi madre, y el Ghost la tenía el mismo día. En todo el mundo solo hay una tarta saxófono (se hace con melocotones, resina, arándanos, ron y menta), y dudo que los espías del Ghost, que caminan de puntillas por nuestro edificio con barbas y bigotes postizos, fueran capaces de robarla de las salas de composición.

Cogió al niño en brazos. Hardesty dejó el abrigo en una silla y se quedó de pie cerca de Virginia, de modo que parecían un belén en una plaza pública. Él también llevaba un traje que parecía salido de un retrato del siglo XIX; le quedaba demasiado grande y con él se sentía como si acabara de bajar de un carruaje.

—¿Estás divorciada del padre de manera irrevocable?

—Sí —contestó ella, sin amargura ni pesar.

—¿Querrás volver algún día al Lago de los Coheeries?

—Por supuesto que sí. Es mi hogar.

—¿Pronto?

—Cuando terminen estos inviernos. Tal vez durante el milenio. Creo que con el milenio cambiarán muchas cosas; si no en el mundo, al menos en mí. Espero ver algo mucho mejor de cuanto he visto hasta la fecha.

Hardesty hizo con sus emociones lo que hacemos con el cuerpo cuando nos sentamos erguidos.

—¿Qué quieres decir?

Ella eludió la pregunta, porque la única respuesta que podía dar se basaba en la fe y la intuición y no deseaba agobiar a Hardesty ni ahuyentarlo, a pesar de que quería decírselo y quería abrazarlo y que él la abrazara.

Hardesty se acercó a la ventana. Por encima de patios y más patios, de un corredor de una milla de longitud de edificios de color terracota, ventanas de piedra en forma de arco, tejados de pizarra y árboles, que en verano eran grandes olas verdes que se elevaban de los jardines privados de los pobres, se alzaban las dos torres, de un gris de buque de guerra, del puente de Williamsburg, lleno de luces como diamantes azules.

—Ni un solo edificio de los que ves —dijo ella meciendo al bebé— se construyó después de mil novecientos quince. Es tan tranquilo como un prado. En verano, cientos de pájaros se posan en los árboles y cantan toda la mañana. Alguien tiene un gallinero y, cuando el sol sale e inunda los patios como la marea de la bahía de Fundy, el gallo canta. Siempre me parece que dice: «¡Mil novecientos! ¡Mil novecientos! ¡Mil novecientos!».

—¿Crees que dentro de unos años dirá: «¡Dos mil! ¡Dos mil! ¡Dos mil!»?

—Creo, señor Marratta —respondió ella, casi seria—, que dentro de unos años el gallo no será el único que cante eso. Todos lo cantaremos.

—¿Porque es un número par? —preguntó él, acercándose a ella.

—No —dijo Virginia, casi estremecida, porque quería que se acercara a ella y al mismo tiempo estaba asustada—. No porque sea un número par.

—¿Porque estos inviernos extraordinarios se acabarán?

—Sí, porque estos inviernos extraordinarios se acabarán.

—¿Y la ciudad cambiará?

—Y la ciudad cambiará.

—¿Y si no cambia?

—Lo hará.

—¿Por qué?

—Aunque no suceda nada, el alivio lo cambiará todo, al igual que el difícil aprendizaje de la esperanza. La ciudad cambiará, lo sé.

—¿Cómo lo sabes?

—Pensarás que estoy loca —dijo ella, volviendo la cabeza como si se sintiera dolida.

—No, no lo pensaré.

—Lo sé porque estos inviernos no han sido en balde. Son el arado. El viento y las estrellas están removiendo la tierra y maltratando la ciudad. Lo percibo y lo veo en todo. Los animales lo ven venir. Los barcos del puerto navegan veloces de un lado para otro y han cobrado vida porque viene hacia aquí. Tal vez me equivoque, pero creo que todos los actos tienen un sentido y que, en nuestra época, todos esos truenos incesantes no son en balde.

—Yo también lo creo —dijo Hardesty cogiéndole las manos.

Y así, con la rapidez de un latigazo, se forjó un matrimonio en una noche de invierno, en una ciudad que sin duda iba a elevarse.