La parte norte del Hudson era tan distinta de Nueva York y de las extensas tierras de las bahías como China lo era de Italia, y habría sido necesario un Marco Polo para presentarlas la una a la otra. Si el Hudson era comparable a una serpiente, entonces la ciudad era la cabeza, en la que se encontraban los sentidos, las expresiones, el cerebro y los colmillos. El norte del río era más suave, más fuerte, de cuello musculoso y cuerpo terso y alargado. Esa serpiente no tenía cascabel. Albany intentaba a veces cascabelear, pero no lograba emitir ningún sonido audible.
En primer lugar, el paisaje del Hudson era un paisaje de amor. Para llegar a él por mar, había que pasar por una serie de bodas gloriosas, cruzar los anillos centelleantes que eran los altos puentes. Luego era preciso navegar hacia las amplias bahías, tranquilas y femeninas, cuyas orillas se extendían anchas y confiadas como cualquier par de piernas largas que haya habido en la tierra. Entonces empezaba una infinidad de agradables circunvoluciones. Había valles enteros en torno a los afluentes, todos ellos con millares de jardines bien cuidados. Las ciudades de las orillas estaban totalmente subsumidas en la devoción a una sola gran vista o en el recuerdo de una parte de un siglo durante la cual disfrutaron de un período al parecer interminable de buen tiempo. Había viejos teatros de ópera, grandes fincas, silos subterráneos, cercados con manantiales, iglesias grises edificadas por los holandeses y embarcaderos que se adentraban una milla en el río y de los que algunos días colgaban docenas de esturiones de cuatrocientas libras o más, rebosantes de huevas. El patinaje no tenía parangón, salvo tal vez en Holanda, porque los primeros holandeses habían construido varios cientos de miles de canales a través de tierras vírgenes, pantanos, campos y pueblos, sobre los cuales un patinador podía deslizarse a solas a la luz de la luna durante una larga noche de invierno y creer que había estado diez minutos fuera. A menudo los chicos y las chicas volvían a casa con las primeras luces de la mañana, después de toda una noche persiguiendo la luna y de haberse enamorado profundamente.
En el Hudson, el enamoramiento era un fenómeno importante y complejo. A veces resultaba ridículo y entrañable ver a adolescentes atrapados dolorosamente en las agradables trampas en las que caían impacientes. Iban por la ciudad hablando solos y suspirando. «Te quiero», decían al amado imaginario, aunque alguien habría creído que hablaban con una pala o un recipiente de huevos. El valle parecía haberse concentrado en el amor. Pero, afortunadamente, el comercio y la agricultura eran abundantes, y las estaciones, intensas y fructíferas (hielo y azúcar de arce en invierno; marisco y flores en primavera; verdura, grano y frutos silvestres en verano; todo en la cosecha de otoño; y madera, minerales, productos derivados de ballena, carne de vaca, cordero, lana y manufacturas durante todo el año), porque si no habría sido el caos.
En el Hudson siempre existía la posibilidad de ser educado en el terreno sentimental. La belleza del paisaje hacía el resto, junto con la magia de la luna, las bahías calurosas y pobladas de juncos de los ríos, el brillante hielo plateado, los días de verano o los días de nieve sumergidos en un océano de aire azul transparente, campos interminables, el viento de Canadá y la gran ciudad al sur.
El agua del Lago de los Coheeries era tan azul y exuberante como la de un estanque glaciar redondo y opalescente. Sus abundantes peces plateados estaban llenos de espíritu combativo (se elevaban como espadas destellantes por encima del lago) y huían de un lugar a otro en un baño espectral de intensa y constante fidelidad. Podía volverse violenta y brutal con las tormentas, y beberla era un despertar y una bendición. Cada año, no muy avanzado el invierno, el Lago de los Coheeries sorprendía a todos congelándose por entero durante la noche. En la segunda semana de diciembre, como muy tarde, los habitantes de la ciudad del Lago de los Coheeries se sentaban junto al fuego después de cenar y clavaban la mirada en la oscuridad que rodeaba a las vigas mientras hordas de vientos canadienses asaltaban su poblado desde el norte. Esos vientos habían nacido y crecido en el ártico, y habían aprendido sus modales por el camino, en Montreal…, o eso se decía, ya que la gente del Lago de los Coheeries no sentía mucho respeto hacia los modales y las costumbres de Montreal. Los vientos arrancaban tejas, rompían ramas y derribaban chimeneas sueltas. Cuando llegaban, todos sabían que se había iniciado el invierno y que pasaría mucho tiempo antes de que la primavera iluminara de amarillo el lago con los torrentes del deshielo que huían de campos que empezaban a respirar.
Pero un invierno los vientos fueron más fuertes y fríos que nunca. La noche en que se desataron vio cómo los pájaros se estrellaban contra acantilados y árboles, los niños lloraban y las velas parpadeaban. La señora Gamely, su hija Virginia y el bebé de esta, Martin, se encerraron en su casa diminuta e imaginaron que el lago se convertía en un auténtico infierno. Oían las enormes olas romper contra las matas tiernas, semejantes a pelucas, allí donde se juntaban los campos y el agua. En mitad del lago, explicó la señora Gamely, el agua levantaba gigantescos castillos de espuma y los grandes monstruos de las profundidades, entre ellos el Donamoula, eran arrancados y removidos como raíces en un campo roturado.
—Escucha —decía—. Se les oye chillar mientras dan vueltas. ¡Pobres criaturas! Aunque son un cruce entre arañas marinas, serpientes tortuosas y cuchillos afilados; aunque sus ojos, grandes y muy abiertos, no tienen pestañas y miran como mendigos lunáticos, y aunque su dentadura es un bosque de cuchillas de hueso, da pena oírlas gritar de ese modo.
Virginia se concentró en la oscuridad tratando de oír los gritos agudos de las criaturas marinas removidas como una ensalada en mitad del lago. Solo oía el viento. La señora Gamely puso sus ojillos en blanco y levantó un dedo.
—Chist —dijo, y escuchó—. ¡Allí están! ¿Los oyes?
—¡No! —respondió Virginia—. Solo oigo el viento.
—¿No oyes también a las criaturas, Virginia?
—No, madre, solo el viento.
—Apuesto a que el pequeño las oye —afirmó la señora Gamely refiriéndose al niño que, envuelto en gruesas mantas de franela, dormía profundamente—. Son criaturas, ¿sabes? —continuó—. Las he visto. Cuando era una niña y vivía en la parte norte del lago (mucho antes de casarme con Theodore), las veíamos continuamente. De eso hace mucho tiempo, por supuesto. Corrían en grupo y se acercaban a la orilla cercana a la casa como perros domesticados. A veces saltaban sobre el muelle y hundían un barco de remos. Mi hermana y yo les dábamos tartas desde el embarcadero. Les encantaban. Al Donamoula, que tenía unos doscientos pies de largo y ciento cincuenta de contorno, le encantaban las de cereza. Tirábamos la tarta al aire y él la atrapaba con su lengua de cuarenta pies de largo. Un día mi padre decidió que era demasiado peligroso y nos lo prohibió. El Donamoula no volvió nunca más. —Frunció las cejas—. Me pregunto si se acordaría de mí.
Virginia, para quien las opiniones poco ortodoxas de su madre siempre representaban un desafío, pensó en la forma de responder a la pregunta que esta acababa de plantear. La miró y se sintió complacida y asombrada por la inteligencia robusta y taimada que reflejaba su rostro anciano; por su enorme figura, que no era corpulenta, ni alta, ni gruesa; por sus manos grandes y recias, su informe vestido de terciopelo y muselina con canesú verde, sus tiernos ojos achinados y muy juntos en una cara brillante y mofletuda coronada por un almiar de fino cabello blanco, y el ronroneante gallo blanco (con cresta color naranja mandarina) que tenía en los brazos y al que de vez en cuando acariciaba.
—Si Jack estuviera fuera cincuenta años —Jack era el gallo, nacido en Quebec, cuyo nombre original era Jacques— y volviera, ¿me reconocería a mí? —preguntó Virginia.
—Los gallos no viven cincuenta años, Virginia. Además, regresaría a Canadá y probablemente no volveríamos a verlo. Ya sabes que allí hablan francés y nunca hacen nada a derechas. Seguro que lo convertían en un pollo al vino o lo utilizaban como molde para un veleta.
—Sí, ya, pero imaginemos que se marchara y volviera al cabo de cincuenta años.
—Está bien. Pero ¿adónde iría?
—A Perú.
—¿Por qué a Perú?
Conversaciones como esta, que tocaban todos los temas conocidos por el hombre, a menudo robaban buena parte de la noche. La señora Gamely no sabía leer ni escribir y utilizaba a su hija como amanuense y buscadora de información en las enciclopedias, y la interrogaba largo y tendido sobre lo que encontraba. El sentido del orden de la anciana era un milagro del azar tan ilógico y profuso como las ramas de un frutal florido. Era capaz de hablar sobre ciento cincuenta temas en una hora y media, y Virginia todavía acababa sorprendida e iluminada por lo que parecía un plan perfecto y audaz.
Aunque la señora Gamely era en todos los sentidos precientífica y analfabeta, conocía muchas palabras. Nadie sabía de dónde las sacaba, pero las conocía. Virginia suponía que la gente de la parte norte del lago, imbuida de variaciones de un inglés tan delicado como preciso, había convertido su lengua en una herramienta con la que ajardinar un paisaje perfecto. Los que viven aislados en poblaciones pequeñas tal vez no sepan de las complejidades que son de dominio público en las grandes ciudades, pero sus corazones son ricos, y por eso se generan y retienen las palabras. El vocabulario de la señora Gamely era enorme. Conocía palabras que nadie había oído jamás, y cada día utilizaba vocablos que llevaban cientos de años prácticamente muertos o dormidos. Virginia los buscaba en el diccionario y descubría que (casi sin excepción) el uso que hacía de ellos la señora Gamely era de una exactitud impecable. Por ejemplo, se refería a cierta raza de perro como leviner. Llamaba a la zona próxima a Quebec «la marca». Hablaba de diclesios, capiruchos, delados, licheras, lenas, tercias, opuntias y bisbiseos. Podía describir algo como patibulario, fragoroso, farisaico, intonso o ahusado, y términos como apostema, geropigia, endósmico, tropelista, garzón, thos, vitulino, turoniano, galangal, comprante, nox, zaragüelles, colapiscis, ogdóada y pintulario brotaban de sus labios en saltarellos pierianos. El diccionario de Virginia estaba muy manoseado porque pasaba una parte extraordinariamente larga del día consultándolo, aunque, cuando la señora Gamely se enfadaba, ni un equipo de diez podría haberle seguido el ritmo y una docena de linguafologistas habría sucumbido de hipercardia.
—¿Dónde aprendió todas esas palabras, madre? —preguntaba Virginia.
La señora Gamely se encogía de hombros.
—Supongo que nos criaron con ellas.
No siempre hablaba de forma incomprensible. De hecho, a veces pasaba meses seguidos sujeta con firmeza a una fuerte y valiosa matriz de derivados anglosajones. Entonces Virginia respiraba y el gallo se alegraba tanto que, de haber sido hembra, habría puesto tres huevos al día. ¿O lo era? Quién sabía. El caso es que él creía ser un gato.
El viento arreció aún más. Arrasaba pajares, derribaba cobertizos, llevaba el lago hacia los campos. La señora Gamely y Virginia oían el tintineo feroz de los miles de millones de fragmentos de hielo arrastrados por el oleaje, que sonaban como las almas perdidas de todos los insectos que habían vivido en la tierra. La casa se quejaba y oscilaba, pero había sido construida a prueba de tormentas por Theodore Gamely, quien, antes de que lo mataran, se había propuesto proteger a su mujer y a su hija por lo que pudiera pasarle. Ahora su joven esposa era una anciana y su hija había cumplido los treinta, y habían estado solas en la casa durante todo ese tiempo, salvo cuando Virginia se marchó para casarse con un canadiense francés llamado Boissy d’Anglas; regresó tres años después con un hijo recién nacido.
—¿Crees que la casa se caerá? —preguntó la señora Gamely.
—No, creo que no —respondió Virginia.
—Nunca había oído soplar el viento de este modo. El invierno será muy difícil.
—Siempre lo es.
—Pero me parece que esta vez —insistió su madre— el frío se enseñoreará de la tierra. Los animales morirán. La comida se agotará. La gente caerá enferma.
Con el viento de fondo, tales declaraciones parecían acertadas. De hecho, cuando la señora Gamely hablaba con solemnidad, solía tener razón. Ya se cumpliera o no su predicción, aquella noche el viento casi alcanzó las doscientas millas por hora y la temperatura del aire en reposo fue de cinco grados Fahrenheit bajo cero.
Tras un estallido que estremeció los huesos, la señora Gamely se levantó y caminó en círculos por el centro de la habitación. La leña ardía en la estufa, irradiando luz y calor. Dio vueltas alrededor de la mesa de la cocina, con la cara hacia el techo. Allí arriba había un remolino morado, mientras que las paredes y los suelos eran de colores cálidos, rosa, crema y amarillo. El tejado vibró. Jack saltó a los brazos de la señora Gamely, que lo agarró como si fuera un gato.
—¿Está nevando, madre? —preguntó Virginia, casi como si todavía fuera una niña.
—Imposible con este viento.
La señora Gamely echó más leña a la estufa y fue al rincón a coger su escopeta de dos cañones. En una noche de mucho frío, dijo, los lazos se rompen, las cárceles se abren, los lunáticos se desquician, los animales enloquecen y los monstruos del lago pueden intentar entrar en la casa.
Se quedaron levantadas toda la noche, sin molestarse en irse a la cama. Faltaban pocas semanas para la Navidad, pero parecía que fuera Nochebuena, y Virginia se balanceaba suavemente con el niño en brazos, soñando y recordando. En la casa había suficiente leña seca para dos inviernos, y la despensa estaba a rebosar de carne ahumada, aves y queso; carne seca y verdura; sacos de arroz, harina y patatas; comida enlatada; conservas; vino local, y todo lo que las dos mujeres necesitaban para sus prodigiosas dotes de cocineras y reposteras. La estantería estaba llena de libros difíciles de leer, que eran capaces de devastar y rehacer el alma de cualquiera y que, cuando se terminaban, dejaban un fuerte impacto. Sobre las camas, que esa noche no se utilizaron, había edredones de plumón de tres pies de grosor y tan ligeros como nata batida. Virginia había vivido situaciones difíciles, y sin duda habría más en el futuro. Pero en ese momento estaba en casa, en un remanso de paz, y era grato soñar.
Canadá: el nombre en sí era frío y llano como un campo nevado. Virginia y Boissy d’Anglas tardaron dos días en alcanzar las montañas Laurentinas en trineo, y qué placer contemplar cómo la luna se elevaba sobre el horizonte entre las copas de los árboles cargados de nieve. Era difícil evocar los años que había vivido en Canadá, pero el recuerdo del viaje permanecía nítido y era todo lo que ella necesitaba en realidad.
Partieron una tarde, cuando el sol estaba dorado y bajo. Aquel día la nieve estaba más caliente que el aire y brillaba con un resplandor amarillento, como la luz crepuscular contra un muro de ladrillo. Dos caballos, uno castaño y otro casi rojo, tiraron del trineo en dirección a las tierras vírgenes del norte, a un paso uniforme que podrían haber mantenido eternamente y que mantuvieron hasta entrada la noche, a través de la cual viajaron como si fuera de día gracias a una luna deslumbrante que se reflejaba en la nieve.
Los caballos, encantados con el camino nuevo que tenían ante sí, corrieron a través de campos abiertos y entre pinares como si compitieran en una carrera. Boissy d’Anglas y la joven a la que casi había raptado parecían poseídos. Tenían el rostro ardiente y los ojos encendidos. En cuestión de minutos las sombras se transformaban en montañas o bosquecillos a medida que se acercaban a ellos y vislumbraban la huella del invierno en salientes y hojas. Lagos y arroyos aparecían y desaparecían a ambos lados del camino, y cuando recorrían las colinas y las curvas, el paisaje parecía ondularse como si fuera un océano. La luna, totalmente redonda y helada, brillaba como el hielo. Los caballos estaban tan contentos de correr bajo la aurora que probablemente podrían haber llegado a Canadá sin pararse a descansar.
Sin embargo, hicieron un alto a orillas de un lago helado que se extendía hacia el norte como una carretera entre hileras de colinas y montañas desiguales revestidas de plata.
—No sé si es mejor acampar aquí y reanudar la marcha mañana o continuar hasta que los caballos caigan rendidos. Esta es la carretera que hemos de seguir a lo largo de doscientas millas. Si nos ponemos en camino en menos de una hora, morirán antes de acabar.
—¿Tú puedes dormir? —preguntó Virginia, dando a entender que ella no podía—. ¿Crees que los caballos pueden dormir?
—No —respondió él agitando las riendas, y se alejaron con el sonido sordo del trineo al deslizarse sobre la nieve que cubría la superficie del lago.
Cruzaron ríos, vías de trenes y carreteras; dejaron atrás poblaciones iluminadas y molinos chirriantes; penetraron en altos bosques gélidos, donde alumbraban el camino con lámparas cuando la luna quedaba oculta por los árboles. Virginia no sabía si estaba en el trineo, atravesando veloz un oscuro pinar helado y soñando con su casa, o en su casa junto al fuego, soñando que una vez había estado totalmente absorta en el ruido amortiguado de los cascos de los caballos sobre la nieve.
La mañana llegó para la señora Gamely y Virginia como le llega a un niño enfermo y febril: lenta, sobrecalentada y con olor a cerrado. La anciana abrió la puerta de par en par y se asomó. Un río gélido de aire azul entró para rescatar a la habitación sofocante.
—No ha caído un solo copo de nieve con todo ese viento. ¿De qué ha servido? No ha hecho más que llevarse el calor y obligarnos a quemar un montón de leña.
—¿Qué hay del lago? —preguntó Virginia.
—¿El lago?
—¿Se ha helado?
La señora Gamely se encogió de hombros. Virginia se levantó y se puso una chaqueta acolchada. Depositó al niño con delicadeza en un nido del mismo tejido y bajó con él y su madre al lago. Antes de doblar la esquina de la casa supieron que el lago se había helado, porque no se oía chapaleo ni romper de olas y el viento sonaba uniforme y agudo en lugar de dividirse en cientos de sonidos diferentes, como trinos de pájaros, al golpear las cabrillas.
El lago se había helado en una sola noche, lo que significaba que les esperaba un invierno duro. Su crudeza podía pronosticarse por la lisura del hielo. Cuanto más terso, más rigurosos serían los meses siguientes, aunque, los días antes de que nevara, ir en rompehielos no se parecería a nada sobre la tierra. La señora Gamely había visto el lago liso otras veces, pero nunca tanto.
El lago casi se reía de su propia perfección. Su superficie no presentaba una sola onda, grieta o burbuja. El viento feroz y las incesantes fortificaciones de espuma se habían desvanecido y aplanado gracias a la rápida congelación de la pesada agua azul. Ni un solo copo de nieve se deslizaba por el cristal infinito, que era tan perfecto como el espejo de un astrónomo.
«Los monstruos deben de haber quedado encerrados herméticamente», comentó la señora Gamely. Luego reflexionó en silencio sobre el invierno que se avecinaba. El hielo era liso, oscuro, agobiante.
Durante dos semanas el sol salió y se puso sobre la ciudad del Lago de los Coheeries, bajo y bruñido, extendiendo una crin de hilos de bronce dorado. Una brisa suave y constante se desplazaba de oeste a este sobre su superficie, deslizándose sobre el hielo negro e inmaculado con una continua procesión de carámbanos y ramas parlanchines que huían del viento y el sol como hileras de cantantes de ópera que salieran alegres del escenario siguiendo una acotación robada de corrientes, oleaje y las tormentas que esquilaban los bosques otoñales.
A pesar de que la temperatura nunca superaba los diez grados Fahrenheit, el tiempo era templado porque el viento soplaba suave y el cielo estaba despejado. Con sus pozos congelados y su mundo casi inmóvil, los habitantes de la ciudad se adaptaron al hielo con un aluvión de actividades holandesas que veían la salida y la puesta del sol y daban al pueblo el peculiar aspecto ajetreado de una escena de invierno flamenca. Tal vez lo habían heredado; tal vez el recuerdo histórico que llevaban en lo más hondo era renovable, como los colores intensos con que se pintaba el paisaje. Junto al lago nació un pueblo holandés. Los rompehielos avanzaban de oeste a este y viraban de nuevo, con sus voluminosas velas como cientos de flores deslizándose silenciosamente por el hielo. De cerca, solo se oía un leve sonido mientras las brillantes cuchillas de acero de la embarcación realizaban su corte mágico. A cierta distancia sonaban como un motor de vapor apenas audible. A orillas del lago surgieron pueblos diminutos, compuestos por casetas de pescadores dispuestas en círculos, con puertas de lona que se agitaban y coletas onduladas de humo que se elevaban de las chimeneas de las estufas. De noche la luz de los fuegos de esos refugios se reflejaba sobre el hielo en líneas naranjas y amarillas, cada una de las cuales terminaba como la punta de una daga. Los chicos y las chicas desaparecían juntos patinando, impulsados hacia el infinito por una enorme vela atada a los muslos y los hombros. Cuando se habían alejado tanto en el espejo vacío que ya no alcanzaban a divisar la orilla, recogían la vela, la extendían encima del hielo y se tumbaban sobre sus mansas ondulaciones para acariciarse y besarse, sin apartar la mirada del horizonte por si aparecía a lo lejos la vela de un rompehielos, no fuera a ser que los descubrieran y admiraran hasta la muerte los muchachos más pequeños que navegaban hacia las zonas vacías solo para ver esa clase de cosas.
Hogueras rugientes bordeaban las bahías y los puertos como collares. Sobre ellas humeaban chocolate, ron y sidra, o carne de venado asándose en un espetón. Patinar por el lago en la oscuridad, disparando una pistola para mantenerse en contacto con un amigo, era como viajar por el espacio, porque las estrellas brillaban dolorosamente en lo alto y a sus pies hasta un horizonte que descansaba sobre el lago como una campana de cristal. Las estrellas se reflejaban, aunque débilmente, en el hielo, congeladas hasta que ya no podían titilar. Tiempo atrás alguien había tenido la ocurrencia de fijar sobre unos patines anchos el quiosco de música del pueblo, ligero como un blanco pastel de boda, y enganchar media docena de caballos de labranza con herraduras para el hielo que tiraran de él por la noche. Con las luces resplandecientes en el armazón, el pueblo entero patinó encantado tras él mientras la orquesta de los coheeries tocaba una pieza tan luminosa y mágica como «Ritmo de invierno», de A. P. Clarissa. Cuando los granjeros que vivían en las onduladas orillas del lago vieron una cadena de minúsculas llamas naranja y el brillante castillo blanco que se movía como en un sueño a través de la oscuridad (igual que una bailarina ejecutando pasos rápidos bajo faldas encubridoras), se calzaron los patines y avanzaron a brincos por sus campos para saltar al hielo y correr hacia la magia que se deslizaba por el horizonte. Al acercarse se quedaron atónitos con la música y las legiones fantasmales de hombres, mujeres y niños que patinaban en la oscuridad detrás del quiosco de música. Parecían la cola apagada de una cometa. Algunas chicas daban vueltas y hacían piruetas al compás de la música; otras se contentaban con seguirlo.
Aquel carnaval consumió gran parte de las reservas de leña, provisiones y forraje. Fue una imprudencia, pero los habitantes del Lago de los Coheeries eran incapaces de pasar por alto el tiempo perfecto, que les provocaba una gran excitación. Eran irreflexivos y locos. Despilfarrando sus ganancias en solazar sus almas, danzaron, cantaron y maldijeron el crudo invierno que estaba al caer, y reafirmaron su fe en la naturaleza al seguir al pie de la letra sus paradójicas orquestaciones. Hasta la señora Gamely, un modelo de la conservación, dio a manos llenas lo que guardaba en sus almacenes y participó en la implacable preparación de una docena de banquetes y en el valiente horneo de cientos de tartas. Ella y Virginia patinaron detrás del quiosco de música. Bailaron en la orilla maravillosas danzas civilizadas y divertidas en las que los ancianos contribuían con ingenio cuando no podían aportar gracia y los jóvenes escuchaban a sus mayores, que con sus bailes les decían que esperaran, amaran, tuvieran paciencia y, sobre todo, confiaran. Nadie pudo hacer caso omiso de esa lección después de ver a la señora Gamely, una viuda sobre la que los años habían caído con fuerza, bailar y reír en la blanda orilla, o incluso sobre el hielo.
Hacia mediados de enero, nadie tenía comida suficiente. La estiraban como podían, con la esperanza de que les alcanzara hasta el verano (lo que era imposible), y todos estaban terriblemente gordos y enfermizos tras las comilonas desenfrenadas de diciembre.
—Los carámbanos se vuelven contra nosotros —declaró la señora Gamely, que estaba un poco apagada pero no melancólica—. Calculo —añadió recorriendo la despensa con sus ojos mótiles y patibularios— que tenemos suficiente comida hasta marzo. ¿Y entonces qué? Marzo es frío. Lamston Tarko y su perro murieron congelados el último día de marzo, a treinta y siete grados Fahrenheit. ¿Qué vamos a comer? Esa es la cuestión.
—¿Los demás pueblos no tienen comida de sobra para ayudarnos? —preguntó Virginia.
—No. El granizo arruinó sus cosechas. Las nuestras, en cambio, fueron tan buenas que les dimos comida para que sobrevivieran. Ni siquiera se la vendimos, se la regalamos. Pero ahora estamos todos en las mismas. Con este viento, nadie acudirá en nuestro auxilio. Además, siempre nos hemos valido por nosotros mismos. Ojalá estuviera aquí Antoine Bonticue. A él se le habría ocurrido algo, y tal vez a Theodore también.
—¿Quién era Antoine Bonticue?
—Murió antes de que tú nacieras. Vivía entre los Coheeries y la marca. Era suizo e iba por ahí con un carro araña.
—¿Era suizo e iba por ahí con un carro araña? —repitió Virginia.
—Sí. Los carros araña son maravillosos. Apenas hacen ruido y no se puede ir con ellos por caminos concurridos, porque las arañas tienden a aplastarse. Además son un poco lentos, pero salen muy económicos, sobre todo para los cargamentos ligeros. Como puedes adivinar por su nombre, Antoine Bonticue pesaba menos de cien libras. Era una especie de ingeniero y tendía cables y poleas de un lugar a otro. Evidentemente, manejar cables es una terapia para los suizos; o parte de su teología. ¿Qué era lo que siempre decía? «Un arco equilibrado entre hileras de montañas / mientras un criado a su amo muestra / el poder de una fe acosada / en algo algo algo, algo algo algo…, algo que ver con patos o con el arcoíris».
»Theodore sabría qué hacer. Nosotros también lo sabremos. A fin de cuentas, tenemos hasta marzo.
A continuación prepararon la cena: cortaron un pedazo de carne de vaca ahumada, esparcieron sobre la mesa media libra de maíz seco y rallaron una porción de queso duro que se convirtió en un montoncito de serrín lácteo. Dieron al niño un puré hecho de estos tres ingredientes. El resto se transformó en una especie de bullabesa sin pescado a la que el eneldo dio su olor a primavera y sobre la que espolvorearon pimienta roja, hasta que el plato cocinado tuvo suficiente vida para atacarlas mientras lo devoraban. El punto de picante era agradable, pero las dos mujeres se quedaron con hambre. ¿Qué haremos en marzo?, se preguntaron.
Aquella noche, tal vez porque ya era la quinta que se acostaban con hambre, la respuesta le llegó a Virginia en un sueño servido con tanta profusión y elegancia como la comida de hotel que vive dentro de retumbantes cúpulas de plata y va de un lugar a otro en carritos silenciosos.
Soñó con la primavera en una gran ciudad de plazas grises llenas de humo y sepulcros blanqueados, de sauces combados y ríos que mostraban sus vientres de zafiro surcados por el viento, una ciudad que se enroscaba alrededor de sus propias iglesias y plazas en una trama de calles semejante a una cesta de serpientes acurrucadas, una ciudad de sombreros de seda y abrigos de gris frío, de música silenciosa tocada en la luz parpadeante de las nubes, de árboles de un verde delirante, de tiendas que llevaban a túneles secretos, de días despejados, palacios de cristal e innumerables retratos que surgían sin cesar. Esa ciudad cobraba vida y era su amante. Virginia la tomó sin inhibiciones, luchando con ella cuerpo a cuerpo, sin aliento y desnuda. Sudaba, ponía en blanco sus ojos cerrados y se balanceaba de un muslo a otro mientras la ciudad la colmaba con sus oleadas de colores.
El sueño le enseñó que las ciudades no eran muy diferentes de animales enormes que comen, duermen, trabajan y aman. Le enseñó qué era para una criatura tan voluminosa y gigantesca como una ballena hacer el amor sin asideros en el ingrávido océano azul. Y le enseñó que su futuro (Virginia siempre había sabido que su futuro estaba en ella, esperando a salir de una sacudida) estaba en la ciudad y que pasaría la vida en el lugar que había visto en el sueño.
Cuando se despertó, todavía medio soñaba y continuaba empapada por el esfuerzo extraordinario, pero enseguida hizo cálculos y llegó a la conclusión de que, si se marchaba con el niño, la señora Gamely tendría comida más que suficiente para sobrevivir y tal vez incluso para ayudar a alguien.
La oposición inicial de la señora Gamely quedó silenciada por las maravillas y las precisiones del sueño que le contó su hija.
—Aunque nunca he estado en ese lugar —dijo Virginia—, tengo la sensación de que lo conozco como si lo hubiera creado yo misma.
Para su sorpresa, la señora Gamely no le recordó el error que había cometido con Boissy d’Anglas. Al contrario, se emocionó como una partidaria de una causa perdida que en su vejez ve la posibilidad de que esta resucite y triunfe.
Se abrazaron mil veces antes de que Virginia partiera, y en cada ocasión se pusieron a llorar. Las últimas palabras de la señora Gamely a su hija fueron: «Recuerda que lo que intentamos en esta vida es romper en pedazos el tiempo y traer de vuelta a los muertos. Levántate, Virginia. Levántate y ve el mundo entero».
Virginia no supo muy bien a qué se refería su madre.
El Lago de los Coheeries estaba cubierto de nieve cuando Virginia y su hijo lo recorrieron en toda su longitud a bordo de una enorme troica tirada por caballos lo bastante fornidos para estremecer el grueso hielo al correr por la carretera nevada. Por la tarde estaban en las montañas, ascendiendo sin cesar, girando en terrazas angostas desde las que se divisaba un mundo blanco y azul. De vez en cuando, un halcón salpicado de nieve se elevaba del camuflaje de fondo que formaban los campos bañados en un blanco hueso brillante y surcaba el océano de aire deslizándose de lado con más gracilidad que un patinador.
Al acercarse a la cima de la cordillera observaron los efectos de los fuertes vientos en los ventisqueros. En cornisas y cumbres esculpidas estallaban poderosas ráfagas continentales que levantaban chorros verticales de nieve suelta. Detrás de esas cortinas de seda blanca destellaban bordes dorados allí donde el sol brillaba a través de sus crestas. Había tantos alaridos y silbidos que los cascabeles de la troica apenas se oían. El conductor del trineo se detuvo sobre una protuberancia redonda semejante a un pastel: la cima. Mientras descansaban, contemplaron un paisaje de hielo y nieve recorrido y cubierto de colinas y cordilleras de las que se elevaba polvo blanco. Los caballos bajaron la cabeza y sacudieron las crines recubiertas de hielo.
—A partir de ahora —dijo el conductor del trineo, gritando con dificultad a través de la bufanda y las ráfagas de aire de montaña—, no podrá ver el lago, solo el este, y muy pronto aparecerá el Hudson. Mire por última vez, porque nos dirigimos a un lugar totalmente distinto.
El camino ya no discurría a través de campos y por elevaciones con vistas amplias, sino que se adentraba cada vez más en un bosque virgen, entre acantilados rocosos de mil pies de altura, junto a desfiladeros cubiertos de hielo donde las cascadas y los torrentes retumbaban como martillos neumáticos y bañaban de espuma gélida robles de cien pies de altura. Se deslizaron por caminos con escasa luz, en los que de pronto aparecían ante sobresaltadas familias de ciervos que, con aire de inocencia ofendida, se metían con su cola blanca en el bosque, donde con sus sólidos cuernos de seis pies, alzados como pequeñas hachas de guerra, destrozaban matorrales sanguinolentos de bayas rojas. Avanzaron por pistas con bóvedas de color caoba formadas por árboles y nieve, mientras los caballos saltaban hacia delante engullendo el espacio que tenían ante sí y comprimiendo sin esfuerzo el aire de los fríos túneles de nieve. Virginia llevaba a su hijo en brazos, dentro del abrigo. El niño se llamaba, al menos de momento, Martin d’Anglas, un nombre que parecía apropiado para un espadachín ducho en colgarse de cuerdas o para un legionario, pero no tanto para un pequeño tritón envuelto en azul. La boca y la nariz le sobresalían de un pasamontañas de cachemir azul marino, e inhalaba el aire frío como un perrito. Virginia echó la cabeza hacia atrás buscando halcones y águilas, y le sorprendió ver tantos. Posados en nidos góticos sobre las copas de los árboles, observaban con indiferencia el paso de la troica.
—Mire todas esas águilas tan solemnes ahí arriba —indicó al conductor—. Si no pareciera que están hechas de porcelana y oro, juraría que eran jueces del Tribunal Supremo jubilados.
Una larga pendiente suave conducía a la orilla del río, y al caer la tarde bajaron por ella hasta una posada junto al Hudson. Los cerdos, apiñados en el patio, cantaban para que el posadero les dejara entrar en la pocilga para pasar la noche. De la chimenea salían ovillos de humo blanco puro. Virginia y Martin (ella ya había empezado a pronunciar su nombre en inglés) se quedarían hasta primera hora de la mañana, cuando un rompehielos gigantesco, con cabida para media docena de pasajeros y su equipaje, los llevaría río abajo hasta el canal abierto, donde subirían a un barco rumbo al sur. En mitad de la noche llamó a su puerta la posadera, una mujer de mejillas más rojas que el sarpullido que aparecía a veces en las piernecitas de Martin. Virginia encendió la luz. Experimentaba cierto malestar tras una copiosa y opulenta cena de costillas de cordero, pan de trigo y ensalada de dientes de león. La luz la deslumbró, y en respuesta a sus rayos Martin empezó a sacudir los bracitos y las piernas. Virginia se cerró la bata.
—¿Quién es?
—Siento despertarla, querida —dijo la mujer del posadero con una voz que había vivido muchos años en una vasija de gelatina de menta—, pero el señor Fteley acaba de recibir una llamada de Oscawana. El rompehielos no saldrá, algo relacionado con los ventisqueros, de modo que tendrá usted que ir hasta allí patinando. El barco la esperará hasta mediodía. Si sale a las ocho tendrá tiempo de sobra. El señor Fteley preparará un trineo con el equipaje.
—Entiendo —respondió Virginia—. ¿Cuántas millas hay hasta Oscawana?
—Solo veinte, y tendrá el viento de cola.
—Ah —dijo Virginia mientras la señora Fteley desaparecía.
Apagó la luz y al cabo de cinco minutos se quedó dormida. Soñó que patinaba y, como solía ocurrir, a la mañana siguiente se encontró viviendo exactamente lo que había imaginado.
Patinó durante horas y horas casi en estado de trance, entre las hileras de montañas, por un camino de hielo blanco. Era una de esas mujeres cuyas piernas daban la impresión de llegar hasta los hombros de los demás. Habría sido imposible mantenerla en una prisión, ya que, por muy lejos que hubiera colgado el carcelero la llave, ella habría logrado descolgarla con un dedo del pie y llevársela a las manos con un sinuoso movimiento de muslo y pantorrilla. Era una patinadora de velocidad innata. De un solo impulso recorría cincuenta yardas, y era capaz de darse impulso durante horas. Solo medía cinco con diez pies, pero su figura era perfecta. Tenía el cabello negro azulado, tan lustroso como el tupido pelaje de una foca sana, y una sonrisa blanca y perfecta, que resultaba tierna y atractiva e irradiaba poder. No era tan llamativa en las fotos como en persona, porque su belleza brotaba directamente de su alma, lo que demostraba que los rasgos físicos cuentan poco a menos que estén iluminados desde dentro. Su belleza tampoco tenía nada de afectado. Cuando se ponía seria, parecía seria. Cuando se enfadaba, parecía enfadada.
Con Martin bien abrigado en su espalda, patinó río abajo tomando las curvas cerradas sin apartar la vista de las líneas donde confluían la orilla y el hielo. De vez en cuando se detenía, ponía a Martin delante y se arrodillaba para ver cómo estaba. Lo había envuelto tan bien que dormía como si estuviera en una cuna en casa. Luego se lo colgaba de nuevo a la espalda y reemprendía la marcha, cada vez con mayor ímpetu. Aunque tenía el viento de cola, avanzaba tan deprisa que el pelo se le apartaba de la cara.
Detrás de ella, a una milla de distancia más o menos, el señor Fteley, el posadero, tiraba de un trineo ligero. Pasaron en silencio por delante de adormecidos poblados de ladrillo rojo y madera sucia. En un recodo del río, cerca de Constitution Island, Virginia vio un depósito de hielo en el que decidió descansar y escapar del viento. Avanzó a toda velocidad hasta detenerse justo delante del embarcadero, y las plateadas cuchillas de los patines levantaron una brusca lluvia de cristales recién cortados que brillaron suspendidos en el aire. En el costado del edificio había una entrada para botes y trineos, a través de la cual se deslizó en el oscuro interior ahuyentando a media docena de gorriones asustados. Estaba lleno de heno y de bloques de hielo apilados en paredes vítreas que llegaban hasta las vigas del techo. Virginia tenía las mejillas encendidas por el ejercicio físico y, resguardada del viento, enseguida entró en calor. Se descolgó a Martin de la espalda y lo desenvolvió. Estaba despierto y sonreía como si participara en una broma estupenda. Tal vez le alegrara ver a su madre radiante en la oscuridad, su rostro frío y enrojecido en el centro del diagrama de haces de luz simétricos que se colaban por las grietas de las paredes. La sangre volvía a correr por las venas de Virginia trayendo consigo lucidez, serenidad y un leve ritmo palpitante que animó al niño y probablemente fuera lo que le hizo sonreír. Mientras le daba de comer, ella oía los latidos de su propia sangre, y echó la cabeza hacia atrás para escudriñar la oscuridad, donde vivían los pájaros, más allá de los bloques de hielo.
Mucho tiempo atrás, en el invierno más crudo que habían conocido los coheeries (hasta el invierno en el que se encontraban), los granjeros habían cortado hielo del lago y habían llenado con él un depósito en la orilla, no muy lejos de donde vivían los Gamely. Había tal cantidad que se conservó, bajo el hielo nuevo de los años posteriores, durante medio siglo. Luego vendieron el depósito a un hombre que lo quería para montar una imprenta y nadie metió más hielo en el edificio. Pronto el hielo viejo quedó a la vista. Un verano, cuando Virginia tenía seis o siete años, estaba jugando cerca de los bloques de cristal que habían aparecido hacía poco. El calor implacable que la llevó a entrar en el depósito de hielo fundía esos bloques veteranos y creaba riachuelos de agua fresca. Creyendo que estaba sola, Virginia apoyó las palmas de las manos contra uno que se derretía, lleno de burbujas inmóviles, y lo lamió. La señora Gamely le había prohibido acercarse al depósito, porque estaba lleno de peligros terribles. «El Donamoula entra por la noche —había dicho a la niña, que escuchaba embelesada— para masticar los bloques de hielo y dar lengüetazos a la sal. Si te ve allí, quizá crea que eres el primer plato. ¡No te acerques al depósito!».
Virginia temía al Donamoula, pero quería verlo, tal vez incluso surcar el lago subida a él, como en un torpedo. Por la forma en que lo había descrito la señora Gamely, se podía decir con seguridad que, si se comía a las niñas, era solo por equivocación. De todos modos, ella se movía con la rigidez característica de los chiquillos que se imaginan que están siendo observados por monstruos marinos o por criaturas que viven debajo de su cama por la noche, y de vez en cuando miraba hacia la puerta del lago para ver si había llegado el Donamoula.
Se había olvidado por completo de él cuando oyó un repentino aletazo como de pez, húmedo y percutiente. Ella no se habría movido, no habría podido moverse, ni por todos los arándanos de los Adirondacks. Se oyó de nuevo el mismo aletazo, que esta vez coincidió en el aire frío y misterioso con otro, más grave. Muerta de miedo, Virginia giró la cabeza noventa grados. Ni rastro del Donamoula. Miró alrededor, convencida de que estaba a punto de rodearla la veloz lengua de cuarenta pies de largo que era capaz de atrapar una tarta de cereza en el aire como un raudo tritón atrapa a un bicho. No veía al Donamoula por ninguna parte, y sin embargo seguían llegando los sonidos: slap, slap, plof, flas, suif, ¡zas!
Cuando superó el miedo, se dio cuenta de que el ruido procedía de lo alto de la pirámide de hielo. Trepó por ella, notando cómo se le entumecían las manos y las rodillas. En la cima, cerca del espacio, más cálido, bajo el alero, no muy lejos de un rayo de sol estival que se colaba por un listón podrido y bajaba disparado en un denso haz amarillo, se había formado un pequeño lago azul con el hielo de cincuenta años de antigüedad que acababa de derretirse. En él chapoteaban dos enormes sábalos que se habían congelado años antes de que ella naciera, y que de pronto habían vuelto a la vida y agitaban sus ágiles colas en señal de protesta y alegría. Eran dorados y plateados, y sus ojos parecían arcoíris viejos y sabios.
Virginia recordaba el intenso e inigualable placer que experimentó al coger los dos sábalos por las escamosas colas que se retorcían, bajar de la pirámide y, en el momento más hermoso de sus vidas, arrojarlos al lago, donde desaparecieron en el agua oscura…, tal vez para contar a los otros peces su historia y estimular a la población con el complejo misterio de la juventud en la edad adulta y viceversa. Ella sabía que la magia se reducía a una cuestión de tiempo y que podía detenerlo y sujetarlo para que el ojo inquisitivo mirara a través de él como a través del frío y espléndido hielo.
Virginia desplazó la mirada de la oscuridad al resplandor blanco que entraba a raudales por el umbral. Durante una fracción de segundo vio al señor Fteley, que pasó jadeando delante del trineo y desapareció. Arropó rápidamente a Martin, volvió a colgárselo a la espalda y salió volando del depósito de hielo, como un caballo de carreras de la línea de salida, en busca del posadero.
Estaba de buen humor cuando, en un caos de viento que sacudía sus bufandas en todas direcciones, lo alcanzó.
—Señor Fteley —gritó para hacerse oír por encima del anárquico vendaval (se hallaban en una bahía cada vez más amplia)—, ¿por qué el rompehielos no puede ir río arriba? El hielo está duro y liso. No lo entiendo.
—El muro de nieve —vociferó él.
—¿El qué?
—¡El muro de nieve! Por pura casualidad toda la nieve cayó en el mismo lugar, justo al norte del Oscawana, y luego el viento la amontonó hasta formar un muro. Ha obstruido el río por completo, de una orilla a otra, y es tan alto como las colinas que lo flanquean. Tan seguro como que me llamo Fteley. No quieren abrir un túnel por miedo a que se derrumbe al derretirse.
—¿Ha obstruido todo el río?
—Sí —gritó él por encima del viento.
—¿Y es tan alto como las colinas que lo rodean?
—Sí.
—¿Cómo de alto?
—Un millar de pies —respondió él—. Tendremos que escalarlo y bajar deslizándonos por el otro lado.
Cuando doblaron una de las curvas alpinas que daban a las Hudson Highlands el aspecto de una colección de cuernos de rinoceronte alzados, vieron el muro de nieve, que, a diferencia de Roma, se había levantado en un día y que tenía el aire plácido, irreflexivo y malicioso de un rascacielos moderno. Se extendía de montaña a montaña sobre el río solidificado. Era muy empinado, de mil pies de altura, y tenía la cima envuelta en una bruma saltarina que, devorándose a sí misma y regenerándose, florecía como rosas que se abrieran a toda velocidad.
—No puedo subir —dijo el señor Fteley—, y menos con todo este equipaje. Creía que era más bajo y no sabía lo que había arriba.
Asombrado y sobrecogido, tenía la cabeza inclinada y los ojos clavados en la larga cima lateral.
—¡Cielos! Creerá usted que soy un gallina, pero he de pensar en la señora Fteley y en mi pequeña Felicia. ¿Por qué no regresa conmigo y se queda con nosotros gratis hasta que la maldita cosa se derrita? Sería un error intentar subir por ahí.
—Señor Fteley —repuso Virginia, con la sangre aún caliente tras el trayecto en patines y el corazón todavía alegre por el esplendor de los colores resucitados que había recordado en el oscuro depósito de hielo—, no creo que sea usted un gallina. Entiendo que tiene que pensar en la señora Fteley y en Felicia, y nunca le pediría que subiera solo para llevar mi equipaje. ¿Por qué no regresa usted y me lo envía cuando pueda pasar el rompehielos? Martin y yo cruzaremos al otro lado.
—¡Pero, señora, desaparecerán en la espuma de ahí arriba! Y si cae hacia atrás, no tendrá nada a lo que agarrarse. Rodarán hasta abajo y morirán.
—Señor Fteley —respondió Virginia, con los ojos llenos de luz—, tal como me siento en este momento, podría salvar ese muro de un solo salto. Y si subo por él, como voy a hacer, avanzaré un paso firme tras otro, no tendré miedo ni me caeré hacia atrás, y llegaré al otro lado.
—¿Cómo lo sabe? ¿Cómo puede estar tan segura?
—Muy sencillo. Me he visto allí.
—¿Ya ha estado allí? —preguntó él, un tanto perplejo.
—No.
—Entonces se lo ha imaginado. Eso es distinto. Es como un gato volando detrás de un pájaro.
—No me lo he imaginado. Lo he visto. No es como un gato volando detrás de un pájaro.
—¿Qué quiere decir con que lo ha visto? ¿Ha visto el futuro?
—Sí.
—¡Está loca! —exclamó él, con una desagradable y agresiva sacudida—. Es imposible ver el futuro. No puede presentir el futuro. La gente como usted acaba en un manicomio. Simplemente no sirve.
—Ya lo creo que sirve, señor Fteley —respondió Virginia, bastante enfadada al verse atacada por dar una respuesta sincera—. Y llegaré al otro lado.
Entonces se enfadó aún más por el modo en que la miraba y se volvió contra él.
—El mundo está lleno de babosas como usted, posadero, que temen los poderes del corazón. Espera que los escaladores y los acróbatas caigan, que los osados puentes se derrumben, que quienes presienten el futuro sean castigados. Si todos fuéramos como usted, señor Fteley, seguiríamos envueltos en cueros y pieles. Cueros y pieles. Regrese a la posada. Cocine unas gachas y póngase la escupidera en la cabeza. Ya nos enviará el equipaje después del deshielo, porque Martin y yo vamos a ir a la ciudad.
Dicho esto, se alejó del posadero y empezó a subir. Con la ayuda de una serie de pequeños escalones excavados en la densa nieve no tardó en hallarse muy por encima del suelo, como un obrero en la pared de una presa. Si hubiera caído de espaldas, Martin y ella habrían perforado el hielo como una bala de cañón y habrían desaparecido para siempre. Pero no miraba hacia atrás, el pie izquierdo siempre iba por delante, respiraba con calma y estaba concentrada. Al cabo de una hora se encontraba casi en la cima y se mantenía derecha gracias a los asideros que había cavado en la nieve, las manos y los dedos hundidos todo lo posible y abiertos al máximo para aferrarse. Dormido tranquilamente a su espalda, Martin estaba suspendido a mil pies del hielo. Abajo, el señor Fteley corría de un lado para otro como una hormiga, pasmado, asustado y furioso. Virginia se detuvo a cincos pies de la plataforma que formaba la parte superior del muro. Por desgracia, sobresalía. Para salvarla y adentrarse en la cortina de niebla tendría que trepar inclinada hacia atrás. ¿Cómo? Era difícil agarrarse. Se imaginó cayendo con Martin y, en ese momento, sintió cómo se aflojaban sus manos, hasta entonces firmes. Entonces se le ocurrió que tal vez pudiera invertir el efecto y lo intentó. Se imaginó asida al muro, avanzando con confianza y garbo, sin perder ni una pizca de su ímpetu. Espoleada por esa visión, se obligó a avanzar, perforando a puñetazos la nieve mientras se decía: «¡Sigue! ¡Sigue!», sin dejar de trepar. Durante unos segundos quedó suspendida hacia fuera, pero su ímpetu la protegió y la impulsó por encima del saliente. Entonces creyó oír el sonido prolongado y nítido de una trompa y se dio cuenta de que era una ilusión de su corazón al saltar libre. El señor Fteley solo vio cómo se la tragaba la niebla.
Las ráfagas de viento y las corrientes visibles de aire blanco que llegaban de todas partes la zarandearon. No caminó a lo largo de la cresta del muro; danzó por ella a merced de las turbulencias, que de vez en cuando la levantaban y hacían girar, pero que siempre volvían a dejarla de pie en el suelo. Al final se limitaron a escupirla al otro lado, tras haberla tratado con una gentileza inusitada y desacostumbrada (por consideración al niño que llevaba a la espalda). Alisándose el cabello, dio unos pasos en la bruma, cada vez menos densa, y el aire volvió a ser puro.
Más allá, cincuenta millas al sur, se extendía la ciudad.
Era otro mundo, misterioso, blanco y, por encima de todo, silencioso. Sin embargo, el silencio de la ciudad era producto de la solidificación de sus innumerables sonidos, fundidos por la masa y la distancia. Contra un fondo azul viscoso, se alzaban torres como huesos. Entre ellas se elevaban volúmenes de sonido no oído que flotaba hacia arriba y se encauzaba hacia un lugar desconocido, donde sería recibido como una densa electricidad estática, un zumbido, un sonido blanco, como el oleaje. La luz también debía de condensarse por encima de una orilla lejana. Con el ritmo uniforme de una máquina, la ciudad señalaba su existencia en un espectro de truenos sordos, con los brazos extendidos hacia el futuro y arrastrada en una tracción omnipotente por los recuerdos de lo que tenía por delante.
El aire era tan transparente como en el Lago de los Coheeries y, sin embargo, encerraba lentes deformantes que ampliaban y reducían costas, ríos y cordilleras enteros, sin explicación y al parecer a su antojo, pero siempre con un efecto agradable. Virginia descubrió que era capaz de entrar en la escena que tenía ante sí por donde quisiera y acercarse para ver todos sus detalles. Lo que más la atraía era cómo se movían las cosas. Vistas de lejos, parecían encajar en un cuadro general al que aparentemente eran (y debían de ser) ajenas. Los barcos navegaban por los ríos con un fuerte contrapunto forjado en su movimiento hacia delante: lo seguían como si fuera un imán y se percibía con tanta claridad como se veía la embarcación en sí. Los virajes y cabeceos de las naves tejían hilos invisibles, al igual que la codificación de las cabrillas; el paso de las nubes; el galope ajetreado del tráfico, semejante al de los roedores, en autopistas lejanas, y el trazado hemisférico de la luz reflejada en los acantilados irregulares de cristal inmenso.
Abajo, el hielo era límpido y blanco, una losa de esmalte que no parecía despedir frío. Virginia vio el enorme rompehielos atracado en el muelle y una fila de gente que se extendía del embarcadero de carga y descarga hasta un gran cúter de la clase Hamilton, con chimeneas humeantes, inmovilizado en el hielo. No paraba de subir gente a bordo para aumentar el peso del cúter y resquebrajar así la masa helada sobre la que descansaba contra su voluntad. Acabado en punta como la aguja de una brújula, su orientación suplicaba la posibilidad de hender el agua y el vapor azules a través del Tappan Zee en dirección al mar abierto. Ni un niño habría estado más impaciente e, incluso atrapado en el hielo, era tan esbelto y poderoso que parecía un cruce entre una máquina de vapor y un cuchillo.
Al acercarse al cúter, Virginia se percató de que los oficiales se paseaban de arriba abajo, preocupados porque el peso de un millar de pasajeros adicionales con su equipaje no bastaba para romper la prisión de hielo. Subió por una rampa de nieve hasta una puerta abierta en el casco.
—Hemos aceptado a todos los pasajeros posibles, señora —le dijo un oficial joven—. No hay más sitio, créame.
—Pero han aceptado pasajeros para aumentar el peso, ¿no es así?
—Sí, señora, pero una sola persona no cambiará gran cosa —contestó él con una sonrisa divertida, señalando el gran tamaño del barco. Por lo visto no le importaba que Virginia y Martin se quedaran solos en el hielo. De hecho, parecía complacerle su propio desinterés.
—Dos personas —aclaró Virginia con severidad, sosteniendo a Martin en alto.
El niño eructó.
—De acuerdo, pero usted es la última.
—Eso ya lo veo —dijo ella mirando la superficie de hielo, donde ya no quedaba nadie.
Dejó a Martin en el montículo de nieve y subió al barco. El hielo crujió y todo el mundo levantó la vista.
—Pura coincidencia —dijo el oficial.
Martin empezó a patalear y a gritar. No le gustaba ser el único que estaba fuera del arca.
—Vamos, vamos —dijo su madre cuando se disponía a cogerlo en brazos para subirlo a bordo.
El oficial se había vuelto para reprender a un chico que trataba de lanzar un torpedo contra Verplanck. En cuanto Virginia alzó a Martin por encima del mamparo para subirlo a bordo, se oyó un estruendoso crujido y el barco se asentó en el río levantando miles de toneladas de agua verde que bañó el hielo como una ola gigantesca y se heló antes de llegar a la orilla. Los pasajeros prorrumpieron en vítores.
Martin recibió una fuerte ovación de cuantos lo rodeaban. Virginia no dejó pasar la oportunidad de dirigirse al oficial. Se aclaró la voz.
—Deseamos viajar en el puente y comer con el capitán. Querríamos un filet mignon de cinco onzas, ensalada de berros y patatas hervidas, té, tarta de frambuesas y leche tibia.
—¿Y quién demonios es usted? —replicó el oficial, ignorante del papel que habían desempañado la mujer y el niño en el fenómeno físico que acababa de producirse.
Sin molestarse en responder, Virginia llevó a Martin a un rincón y le dio el pecho, luego comió las humeantes ostras asadas y el pan de suero de leche que ofrecieron a los pasajeros. Acababa de aprender su primera lección de la ciudad y seguía impasible.
La señora Gamely tenía un librito de pintura de los artistas de Nueva York y el Hudson, y al hojear sus páginas satinadas experimentaba algo muy parecido a lo que sentían algunas mujeres del Lago de los Coheeries cuando estaban en la iglesia. Mientras miraba ese libro sagrado, a menudo decía cosas que a Virginia le resultaban incomprensibles. Ahora, gracias al desagradecido oficial de la guardia costera —un hombre que, con sus insignias doradas en la chaqueta azul marino, parecía un cuadro en movimiento—, Virginia las entendió y conjeturó que la ciudad sería fría, dueña y señora de sí misma, insensible; que cada uno de sus movimientos sería trascendental y cada una de sus cientos de millones de llamativas escenas, una lección moral.
Una ciudad así ampliaría la visión, acentuaría la piedad, condensaría la emoción y haría flotar el corazón como flotan en el mar los grandes barcos. Para eso tendría que ser un instrumento frío. Y, pese a su belleza, tendría que ser cruel.
Todo esto estaba profundamente ligado al libro de imágenes. Solo ellas podían explicarlo. Por amor y respeto a su madre, Virginia había aprendido a contemplar los cuadros como algo donde el tiempo se hacía añicos y se comprendía la luz, y a conocer el vínculo inquebrantable entre las emociones elevadas y las imágenes hermosas. Sabía que la imagen tenía que ser fría, porque su tarea requería silencio y distanciamiento en presencia de los poderes intangibles que transmitía, pero hasta entonces no había entendido por qué debía ser también cruel. La crueldad y la frialdad eran casi fuerzas físicas. Al actuar sobre el corazón, hacían que se elevara y sintiera. Purificaban los motivos y ponían a prueba el alma con una certeza absoluta. Las imágenes y las personas tenían que ser lo bastante fuertes para sostenerse por sí mismas. Porque, cuando lo conseguían, tenían la capacidad y el poder de interrelacionarse entre sí y de servir.
Virginia se quedó todo el tiempo que pudo en la cubierta. El río cuajado de hielo fluía y refluía contra los sobrios costados del barco, y el viento era como una muela de afilar hecha de hielo. Aunque era delgado para su edad y no iba envuelto en mucha ropa, Martin estaba tan caliente y cómodo como un bebé esquimal y parecía totalmente insensible al frío. Al final ella tuvo que entrar porque estaba aterida. A él no le importó el calor del camarote, y mientras se deslizaban por el río movió las piernas como si pedaleara y practicó muecas.
Virginia miró por la portilla y vio escenas que le resultaron conocidas. En las orillas montañosas, los árboles se inclinaban y balanceaban con el viento soleado. Había casas de piedra y madera sobre las laderas atravesadas y cercadas por millas de muro de mampostería. Sobre el río se alzaban grandes robles. En Croton Bay, los niños jugaban al hockey o corrían por el hielo con velas improvisadas que habían birlado de los armarios de la ropa blanca de sus madres. Las colinas de Ossining y las calles que subían por ellas parecían, vistas desde el río, tristes y olvidadas. Ossining era un lugar peculiar, además de sórdido (debido a que se había empobrecido), pero sus calles empinadas, sus tejados de pizarra y sus enormes robles eran retratos de belleza y honor.
Dejaron atrás Tarrytown y el Tappan Zee, donde alegres campos ondulados se extendían por las faldas de escarpadas montañas retumbantes y los huertos llegaban intrépidos hasta el pie de los acantilados. Al navegar a través de un hueco entre los pilotes del puente Tappan Zee, el acero negro del cúter estuvo a punto de colisionar con la carretera elevada, pero solo la saludó con humo. Media milla al sur empezaban los Palisades y surgía la ciudad en sí. En cuanto Virginia vislumbró las puertas de la brillante urbe y las nubes blancas que la cubrían, supo que allí estaba su sitio. Si atraía a la gente como lo hacía era por algo. Era el crisol de Dios, y ella se dirigía a él.
Se deslizaron río abajo, río abajo se deslizaron, en la rápida corriente que discurría junto a la ciudad. Cuando ponían fin a la travesía casi silenciosa, el sol poniente convirtió los acantilados de cristal y las torres grises en un escudo de oro. Y mientras su luz desaparecía de todo menos de las puntas de los pináculos, que brillaban como las teas incandescentes que los niños utilizaban para hacer señales, la ciudad encendió sus frías lámparas químicas: cien millones de destellos, fuegos, altares y fogones en torres montañosas coronadas de castillos; toda la obra maestra intimidando a Virginia a la manera insistente y amable de un buen profesor. Junto a esa enorme grada de oro y verde, de salientes y agujas brillantes, los barcos atracados en los embarcaderos del río North parecían insectos corriendo a lo largo de la grieta de un zócalo.
—Mira, Martin… —dijo Virginia, cogiéndolo en brazos para que lo viera todo—, la ciudad dorada.
Después de diez millas de luces y torres, se detuvieron en el muelle de la estación de bomberos del Battery y los pasajeros del cúter desaparecieron en la noche. Los oficiales deseaban que bajaran rápidamente a la ciudad porque querían llevar el barco más allá de los Narrows, entre olas blancas y altas como chapiteles de iglesias, junto a una pradera de verdes hondonadas. Los pasajeros cruzaron los salones de madera de la estación y enseguida se encontraron frente a calles hormigueantes. Así fue como la gente de campo se vio arrojada a la enorme boca de la ciudad.
Virginia y Martin echaron a andar sin rumbo en el frío. Ella no tenía ningún plan ni la más remota idea de cómo abrirse camino, y hacia las diez se apoyó, agotada y débil, contra un arco alicatado de la estación Grand Central. La gente pasaba por su lado sin reparar en ella porque, con sus ropas de campesina, parecía una mendiga. Estaba hambrienta tras haber caminado durante horas por las frías calles, y fue una feliz coincidencia que se encontrara delante de la Ostrería, cuyas salas subterráneas estaban llenas de alegres clientes que comían sopa de ostras o chisporroteantes filetes de pescado mientras camareros de americana blanca servían almejas y ostras en una cadena de montaje digna de sus predecesores, más refinados y más anárquicos, que habían trabajado a mayor profundidad bajo tierra. Virginia pegó la cara a la cristalera y lo asimiló todo, pero solo con la vista.
De vez en cuando alguien levantaba la mirada y la veía. Ese era el corazón de la ciudad. Por esos pasillos de mármol deambulaban centenares de mendigas. Quienes alzaban la mirada no tardaban en bajarla. Virginia estaba a punto de volverse para seguir vagando cuando vio que una joven se ponía en pie en el otro extremo del comedor y la miraba. La mujer la señaló y preguntó silenciosamente, con gestos claros: «¿Eres tú?». Virginia miró hacia atrás, como solía hacer cuando alguien la llamaba, creyendo que se dirigía a otra persona. Pero entonces la mujer, que llevaba un vestido de seda verde, empezó a cruzar el abarrotado restaurante.
Mientras esperaba a que la seda verde desapareciera y saliera de entre los arcos, a Virginia le preocupó tener mal aspecto debido al cansancio. Pero se equivocaba. A pesar de estar un poco maltrecha por la ciudad invernal y de haber caminado tanto sin tomar ninguna bebida caliente ni sentarse a descansar en una habitación caldeada, seguía estando extraordinariamente hermosa. Y, aunque agotada y aterida de frío, se mantenía erguida. Cuando la mujer de verde surgió de las bóvedas y los azulejos, Virginia vio una cara que reconoció del Lago de los Coheeries. Era Jessica Penn, amiga de la infancia de muchos veranos atrás.
Durante varias generaciones los Penn habían ido al Lago de los Coheeries en verano (los hombres, los fines de semana y en agosto; las mujeres y los niños, toda la estación) para contemplar cómo la luz se extendía en capas sobre el lago, sentarse en el porche bajo tormentas que estremecían el mundo, navegar un día y una noche sin cambiar una sola vez de rumbo, fondear en una cueva de paredes de piedra que nadie había visto ni volvería a ver jamás, correr por bosques de un azul verdoso suspendidos en el lento tiempo nórdico del verano y llegar a conocer los rostros, la risa y las excentricidades de aquellos cuyo destino en la vida era morir y ser recordados vagamente por los niños. «Sí —podía decir alguien cincuenta años después—. Creo que me acuerdo de la tía Marjorie. Era la que ataba cascabeles al osito que tenía como mascota, la que nos enseñaba trucos con imanes y horneaba galletas de jengibre. ¿O era la tía Helen?».
Virginia oía el ruido de los remos mientras bogaba entre los juncos, una niña en pleno verano. Vibrando como un címbalo loco, el sol iluminaba el Lago de los Coheeries hasta volverlo tan cálido y verde como las orillas del Nilo. La señora Gamely, mucho más joven, la llamaba desde la casa: «Virginia… Virginia… Virginia…». Pero el calor y la distancia amortiguaban su voz. «Virginia… Virginia», gritaba, mientras los remos se sumergían en el agua oscura y Virginia los impulsaba con todas sus fuerzas para volver a casa. Sin embargo, pese a que en otro tiempo los remos se hundían como en un sueño en el agua oscura, el lago se había helado con la tristeza de los años pasados.
Un invierno, muy al principio, Theodore Gamely llevó a Virginia consigo para inspeccionar la casa de los Penn. Tanto si se había helado como si no, el lago era intransitable, y para llegar al otro lado recorrieron una larga distancia en trineo y esquís, a veces entre altos montículos de nieve. La casa de los Penn era un desolado palacio de hielo, de habitaciones silenciosas y atormentadas. Alfombras orientales, mobiliario de verano, números del National Geographic, aparejos de pesca, rompecabezas y lámparas desconectadas, todo apiñado en el frío. Envuelta en nieve hasta las ventanas del segundo piso, tenía el aspecto de una cueva olvidada hacía mucho. Mientras su padre iba de habitación en habitación comprobando los daños, Virginia se quedó en la planta baja, acorralada por la mirada intemporal de ancianos Penn en numerosos retratos llenos de color. Allí pasaban todo el invierno, con sus anticuadas galas, inmóviles y olvidados, tratando de salir de los cuadros para abrazarse unos a otros. Cuando Theodore Gamely bajó por las escaleras, contento de que todo estuviera bien, encontró a su hijita, arrebujada en sus pieles, llorando, porque, según dijo, las personas de los cuadros estaban muertas y tenían que quedarse solas y aisladas en esa habitación fría bajo la nieve. Entonces el padre la cogió en brazos y, llevándola de cuadro en cuadro, le contó lo mejor que supo la historia de todos ellos. Le enseñó al viejo Isaac, que a Virginia le gustó mucho por su cara triste y bondadosa, y porque era casi tan menudo como un niño; le enseñó a la mujer de Isaac Penn, Abigail, a sus hijos Jack y Harry, y a sus hijas Beverly y Willa.
—Harry es el padre de Jessica —dijo—. Está vivo, ¿no?
—Sí —contestó Virginia sorbiendo por la nariz, sin estar del todo segura, porque era muy pequeña y apenas recordaba haber visto a Harry Penn unas cuantas veces el verano anterior.
—Y esta es Willa —dijo su padre—. Willa también está viva. Vive en Boston.
—¿Quién es esa? —preguntó Virginia.
Dieron unos pasos en la penumbra y levantaron la vista hacia una pared alta y fría de la que colgaba el retrato de una joven.
—Es Beverly —respondió Theodore Gamely—. La recuerdo vagamente. Una noche, hace mucho tiempo, di una vuelta en trineo con ella. Fuimos muy deprisa, más deprisa de lo que he ido nunca. Nos detuvimos en una taberna y jugamos al «pulgar del pato». Yo era un niño, tenía casi tu edad.
—¿Y ese quién es? —preguntó Virginia señalando un cuadro colgado justo frente al de Beverly.
—Es Peter Lake. Fue él quien condujo el trineo. ¿Ves cómo se miran los dos a través de la habitación? Se amaban, pero ella murió muy joven… Me acuerdo del verano en que vinieron al lago sin ella. Luego él desapareció para siempre. —Al ver que Virginia volvía a estar al borde de las lágrimas, se apresuró a añadir—: Sí. La gente muere. Es ley de vida. Pero piensa en los niños. Está Jessica, y su primo John, y los Penn de Boston. No deberías preocuparte por estas cosas, pequeña.
Le apartó el pelo de la frente y la besó. Luego salieron de la gélida galería, y Virginia siempre recordaría los espíritus llenos de color flotando a su alrededor en la penumbra, como si los hubiera conocido. Pero, aunque se acordaba de la historia de cada uno de ellos, no conseguía evocar sus rostros.
Y allí, en otra galería, esta vez subterránea, estaba Jessica, una verdadera belleza como Virginia, aunque la diferencia entre el campo y la ciudad era evidente y profunda.
Les sorprendió un poco el modo en que cada una había madurado, y enseguida comprendieron que no sería posible reanudar la amistad que las había unido de niñas. Conscientes de ello, se mostraron comedidas, si bien percibieron que nacía un nuevo afecto entre ellas al ver que no había muestras bobas de efusión y que ambas adoptaban una actitud digna e inteligente, reacias a renunciar a aquello en que se habían convertido solo por un recuerdo efímero que no podría perdurar.
Martin lanzó, en un acto reflejo, un puñetazo hacia la amiga de su madre, quien los condujo a través del restaurante hasta una gran mesa redonda. Virginia se sentó y le presentaron, uno por uno, a los numerosos compañeros de Jessica.
Se trataba de una comida de periodistas, y el más eminente de ellos, pese a su juventud, era Praeger de Pinto. Además de director editorial del Sun y del Whale (es decir, el New York Evening Sun y el New York Morning Whale), era el prometido de Jessica Penn y, por tanto, el cabecilla del grupo, aunque lo habría sido de todos modos. Sabía prácticamente de todo y, debido a su posición, mucho más.
—Parece que ha tenido un viaje muy duro.
—Así es.
—¿Viene del norte? —preguntó él, enterado de los refugiados que habían provocado las asombrosas nevadas y el frío extraordinario más allá de las Hudson Highlands y que al parecer se dirigían a la ciudad.
Ella asintió.
—¿Del extremo norte?
—Sí.
—¿Cómo?
—No ha sido fácil —respondió ella, y bajó la vista, avergonzada.
—Pediremos algo para usted y su hijo —dijo Praeger—. El cocinero tiene unas gachas de pescado muy suaves para los niños, le he visto prepararlas y me las comería yo mismo. Y, para usted, ¿puedo recomendarle lo que vamos a comer nosotros?
—No lo sé. No tengo mucho dinero.
—No, no —la tranquilizó Praeger con una bondad y generosidad extraordinarias—. Esta es la comida mensual de la dirección del Sun. Corre a cargo del periódico. Vamos a tomar ostras asadas, filetes de eglefino al grill rellenos de langosta, patatas asadas, guisantes y cerveza holandesa. Enseguida nos lo traerán todo y en medio segundo pediré otro cubierto.
—Gracias —dijo Virginia, encantada con su excelente suerte.
—De nada. ¿Podemos presentarnos?
Era una pregunta retórica. Todos se morían de ganas de presentarse, sobre todo los solteros, con excepción de Courtenay Favat, que sacó la cabeza al aire como una tortuga.
—Quiero que conozcáis a mi amiga Virginia Gamely —dijo Jessica.
—Del Lago de los Coheeries, Nueva York —añadió ella con una voz que sonó como una campana, tras lo cual el director editorial nombró a sus subordinados por el orden en que estaban sentados alrededor de la mesa.
Ahí estaba Courtenay Favat, jefe de la sección del hogar y la mujer, una reliquia de los tiempos en que los clientes del Sun buscaban en sus páginas instrucciones para la preparación de conservas y encurtidos, o consejos sobre el zurcido y la labor de ganchillo. Courtenay era al mismo tiempo jefe de las secciones de comida, vino, moda y hogar, y disponía de media página o menos al día en la que operar. El Sun se dedicaba a las noticias serias, la literatura, la ciencia, la exploración y el arte. Su rival, el New York Ghost (un tabloide fundado por Rupert Binkey, el magnate de la prensa australiano, que había heredado su nieto, Craig), contaba literalmente con miles de empleados para realizar el trabajo de Courtenay. Hasta tenía un jefe de redacción de verduras y un crítico de limpieza en seco. Pero, como Harry Penn era puritano, espartano, estoico y valiente como un troyano, no toleraba los grandes titulares a toda página sobre trufas y buñuelos de patata.
Hugh Close, redactor jefe del Sun, poseía la energía ilimitada de un sabueso y siempre estaba muy tieso, como un perro labrador esperando a que le lancen un palo a un lago frío. De bigotes rojos, su cabello, del mismo color, parecía esculpido en barro sobre la cabeza. Encontraba juegos de palabras en todo, y no se podía hablar con él sin asistir a una embarazosa revelación de dobles sentidos. Vestía siempre trajes grises; sus camisas tenían insignias en el cuello; era capaz de leer mil palabras por minuto al revés y hacia atrás (las palabras, no él); conocía todas las lenguas romances (entre ellas el rumano), el hindi, el chuvasio, el japonés, el árabe, el gullah, el turqwatle y el holandés; hablaba cualquiera de esos idiomas con el acento de los otros; generaba nuevos vocablos a milla por minuto; era el gramático más destacado del mundo y un maestro de la sintaxis, y volvía locos a todos. Solo sabía palabras; lo poseían y lo abrumaban, como si fueran un millar de gatos blancos con los que compartiera un apartamento de una sola habitación. (De hecho, no le gustaban los gatos, porque no hablaban ni escuchaban).
Luego estaba William Bedford, jefe de la sección de economía, que vivía prácticamente para Wall Street. Se decía que hasta cuando tenía hipo le saltaba a la vista el precio de un valor, y en su testamento había pedido que lo momificaran con cintas de teletipos bursátiles. Parecía un comandante británico que acabara de salir del desierto, lo que equivale a decir que tenía la cara delgada y larga, el cabello de color bronce, dorado y plateado, y una expresión enjuta, solemne y ligeramente alcohólica. Tanto su padre como su abuelo habían sido presidentes de la Bolsa de Nueva York, por lo que conocía a todo el mundo y todo el mundo lo conocía a él. Su columna era una religión para muchos, y la sección económica del Sun constituía un ameno milagro de gráficas, diagramas, ilustraciones y análisis precisos. Harry Penn decía siempre que quería personas que fueran buenas en su profesión, aunque tuvieran un filo tosco (era evidente que Bedford era pulido comparado con los distintos serruchos que dirigían los demás departamentos). «No somos una universidad —declaró una vez Harry Penn—. Somos un periódico. Quiero a los mejores, gente que viva su oficio, expertos, fanáticos, genios. No me importa que sean un poco excéntricos. Close, que es también algo excéntrico, pulirá todas las rarezas poco atractivas, lo cual nos convertirá en un periódico que será para la profesión periodística lo que la Biblia es para la religión. ¿Entendido?».
Para acabar estaba, apropiadamente, Marko Chestnut, el principal artista tanto del Sun como del Whale. Había estado dibujando mientras los demás hablaban, y se presentó enseñando el boceto que había hecho. Virginia, que conocía los poderes del arte, supo inmediatamente varias cosas sobre Marko Chestnut. En primer lugar que, al igual que otros veteranos de la plantilla del Sun, era insuperable desde el punto de vista técnico. Después de dibujar durante tantos años para la prensa, oficio que exigía velocidad y capacidad de memorización, había aprendido a extraer las líneas verdaderas y esenciales de la escena que tenía ante sí. Y a Virginia le gustó que no se hubiera contentado, como habrían hecho otros muchos artistas, con realizar un boceto humorístico de los comensales. Aunque ella no lo sabía, los restaurantes de toda la ciudad estaban llenos de caricaturas parciales que no delataban tanto las deformidades de los retratados como la falta de visión del artista. Con unas pocas líneas se podía revelar el alma. Si se tenía coraje. Porque el mundo rebosaba de sentimientos, y estos eran tan importantes para la gente que hasta las tenues líneas del carboncillo podían iluminar y asombrar, no por lo que eran, sino por lo que revelaban de la verdad.
En el boceto de Marko Chestnut, las virtudes y la idiosincrasia se volvían evidentes como por arte de magia. Praeger de Pinto aparecía más grande que el resto y, como todas las personas marcadas por el destino, mostraba una expresión satisfecha e inquieta a la vez. Bedford tenía los ojos brillantes, un traje gris ceniza y una sonrisa algo lobuna. A su lado se alzaba Close, sorprendido cautivadoramente en mitad de una carcajada. Courtenay Favat aparecía retratado como una cara muy pequeña subsumida en la eclosión floral de su pajarita. Y Jessica Penn, de pie, era una fusión inconfundible de belleza femenina y sexo maduro. Su dibujo no tenía color, sino más bien una insinuación de marfil allí donde muslos y pechos forzaban una expansión redondeada de la seda. Marko Chestnut había recalcado el pelo negro y suave de Virginia, su espalda erguida de mujer de campo y su encantadora sonrisa. Había retratado a Martin con una ceja arqueada. Su escepticismo iba dirigido al propio Marko Chestnut, que estaba inclinado hacia delante, sin rostro, realizando el dibujo en el que él mismo aparecía.
Una vez terminadas las presentaciones, una orquesta situada en una esquina bajo uno de los numerosos arcos resonantes empezó a tocar valses. Praeger llamó a una camarera para pedir dos cubiertos y medio más, para Virginia y Martin, y para su secretaria, Lucia Terrapin, una pelirroja de ojos verdes que acababa de entrar con varios papeles que requerían su firma.
Los filetes de eglefino crepitaban, los guisantes brillaban como esmaltes medievales, las patatas se cantaban unas a otras los placeres de su asado y la cerveza era tan buena que parecía haber salido de un barril gigante de una taberna del Lago de los Coheeries. Comieron como chacales y trataron de hablar de trabajo, pero se estaban divirtiendo demasiado. La conversación pasaba de un tema a otro, y mientras comían ferozmente y seguían con la punta de los pies la melodía de «Olives Omnikia», de Dewey, intentaban averiguar cosas sobre la belleza nórdica de piernas largas y su hijo, que cantaba al son de la música con una estridencia de lo más inusitada, desenfrenada y misteriosa.
—¿Vendrá pronto su marido? —preguntó Lucia Terrapin, que era joven y proclive a meter la pata.
—No tengo marido —respondió Virginia sin el menor asomo de incomodidad—, al menos ahora. Su padre —continuó volviéndose brevemente hacia Martin— fue presa de un fervor religioso tan extremo que tuvo que dejarnos. No importa. Nos hemos acostumbrado.
—¿Sigue en el norte, en el Lago de las Hadas? —dijo Lucia en un intento de suavizar la situación.
—¿De las Hadas? —repitió Virginia, divertida—. Nunca he oído llamarlo así. Es el Lago de los Coheeries, no de las Hadas.
Hugh Close se entusiasmó ante la perspectiva de aprender la derivación de una palabra.
—¿Qué significa? —preguntó.
—No significa nada —respondió ella—. Es un nombre propio.
—Sí, pero ¿de dónde viene? Es decir…
—Su etimología no está clara —declaró Virginia—, pero tengo mi propia teoría. Como sin duda sabrán, un heer es una medida de hilo de lino o lana que contiene dos cortes, la sexta parte de un hesp o hank de hilo, o la vigesimocuarta parte de un spyndle. Aunque el origen de la palabra es oscuro, la mayoría de los filólogos coinciden en que guarda relación con el herfe del escandinavo antiguo, que significa «madeja». ¡Pero no hay que dejarse engañar por los cognados del escandinavo antiguo!
—Ya lo creo que no —apuntó Favat.
—Son tan engañosos como los frisios. Cuando se empieza a juguetear con analogías fonéticas del inglés y las lenguas teutónicas, sobre todo el alto alemán antiguo, es inevitable cometer errores. El secreto para determinar el origen de los topónimos del estado de Nueva York reside, en mi opinión, en las distorsiones morfológicas y ortográficas producidas por las transliteraciones ingenuas o las recopilaciones imprecisas (y, por supuesto, por la adaptación fonológica translingual o transdialectal) de los topónimos en un idioma desconocido. Por eso creo que Coheeries es la forma dialectal norteamericana de Grohius, uno de los primeros holandeses que se establecieron al oeste de las montañas. Como su propiedad abarcaba la mayor parte de la costa oriental del lago, la gente debió de creer que incluía el lago. Por lo tanto, con el tiempo el Lago de Grohius se transformó paulatinamente en el Lago de los Coheeries, del mismo modo que Krom Moerasje, que significa «pequeño pantano sinuoso» en holandés, se convirtió en Gramercy en inglés; de ahí su Gramercy Park. Pero en realidad no lo sé. —Virginia se echó a reír.
Todos los que la oyeron, en particular Close, se quedaron tan perplejos como un perro cobrador en una exhibición de acrobacia aérea. Virginia no tenía ni idea de que su pequeña disertación no era corriente en una conversación social, ya que, después de todo, había pasado la mayor parte de su vida con la señora Gamely, que era capaz de soltar treinta párrafos como ese con la misma facilidad con que daba la vuelta a una tortita.
—¿Tiene un doctorado en lingüística? —preguntó Praeger.
—¿Yo? —Virginia estaba sorprendida y avergonzada—. Oh, no, señor De Pinto. No he ido al colegio ni un solo día. En el Lago de los Coheeries no hay colegios.
—¿Ah, no?
—No.
—Creía que todos los niños del estado de Nueva York tenían que estar escolarizados —dijo Marko Chestnut.
—Tal vez —repuso Virginia—, pero, verá, en realidad el Lago de los Coheeries no pertenece al estado de Nueva York.
—¿No? —preguntaron varias personas a la vez.
—No —contestó ella, previendo dificultades—. No está en el mapa y el correo no llega a menos que uno de nosotros lo recoja en Hudson. Es difícil de explicar. No se puede ir allí así como así.
—¿No se puede?
—No. —Virginia sabía que caminaba sobre una endeble placa de hielo—. Hay que ser… hay que ser…
—¿Qué?
—Hay que ser…
—Residente —apuntó Jessica.
—¡Eso es! —exclamó Virginia—. Residente.
En ese momento, bajo la influencia de Jessica, el tema quedó discretamente aparcado. Nadie creía ya en el muro de nubes; nadie podía verlo; nadie lo entendía. Era mejor no continuar con el tema. De todos modos, al advertir la original perspectiva de Virginia y su manifiesta inteligencia (por no hablar de su belleza), todos los jefes de departamento procedieron a sondearla con vistas a ofrecerle un puesto. Sucinto como siempre, Bedford le preguntó, de forma bastante sencilla, a qué se dedicaba.
—¿En qué circunstancias? —respondió ella, perpleja, porque en el Lago de los Coheeries a nadie se le ocurriría formular semejante pregunta.
—Para ganarse la vida —aclaró él, que no quería que Virginia se saliera por la tangente.
—Ah, a toda clase de cosas. Ayudo a mi madre a cultivar uvas y cereales, y me encargo del huerto y el colmenar. Corto hielo del lago en invierno. Pesco, recolecto bayas, tejo, remiendo, cocino, coso y cuido de Martin. A veces llevo la contabilidad del pueblo, o leo a Daythril Moobcot cuando tiene que tumbarse debajo de la dinamo para repararla. Trabajo mucho en la biblioteca. Hay muy poca gente en la ciudad, pero nuestra biblioteca tiene un millón y medio de ejemplares.
—¿Eso es todo? —dijo Praeger en voz baja, preguntándose si sabría escribir y qué diría.
—Y doy clases a los niños y los adultos cuando lo necesitan, por lo que el pueblo me paga una pequeña suma.
Hasta Favat mostró interés, imaginando que probablemente sabría recetas de bollos de arándanos y otros platos rurales (y, en efecto, así era).
—¿Sabe dibujar? —preguntó Marko Chestnut, ya enamorado.
—No —respondió Virginia bajando pudorosamente la vista.
De pronto la incomodaba ser el centro de atención, de lo que no había sido consciente al principio. Jessica acudió en su auxilio. El viaje había sido difícil, dijo, y Virginia y el niño tenían que ir a descansar.
Antes de irse a la cama en la nueva casa de los Penn (situada en un gran laberinto de calles demasiado prósperas, según le pareció a Virginia), Jessica habló con ella en el rellano.
—Praeger me ha dicho que le gustaría verte, mañana si es posible, en el Sun. Cree —continuó, con el aire de un funcionario a punto de conceder un premio de lotería— que podría ofrecerte un puesto en el Sun o el Whale, o en ambos, como suele ser el caso.
—Pero no sé nada del trabajo en un periódico.
—Tengo el presentimiento de que podrías aprender. ¿No te parece que sería una buena idea?
—Sí —respondió Virginia—. Si tengo suerte, soñaré con ello esta noche y mañana sabré qué debo hacer.
La tarde que Virginia acudió a Printing House Square para ver a Praeger de Pinto en las viejas y bonitas oficinas del Sun, la ciudad brillaba con un azul invernal. Tuvo que atravesar el Lower East Side y Chinatown, y esos lugares llenos de color, que rivalizaban con cualquier ciudad oriental, le gustaron muchísimo. Cuando llegó a la oficina de Praeger, la fuerza la había inundado desde mil fuentes discordantes. La había recogido de la ciudad, del puerto, de los diez mil barcos que recorrían la red de ríos rápidos y de la prístina geometría de los puentes colosales.
Praeger la entrevistó durante dos horas, embebiéndose de su dulce elocuencia y maravillándose de su forma de pensar.
—¿Sabe escribir como habla? —le preguntó.
—Supongo, pero no estoy segura.
Luego la llevó a otra habitación para que escribiera sus primeras impresiones de Nueva York. Ella regresó al cabo de una hora con un texto perfecto y fresco como una manzana. Él lo leyó dos veces, y después otra más. Era tan grato como besar a una mujer hermosa.
—Tengo la sensación de estar viendo la ciudad por primera vez. Gracias.
Virginia se había limitado a escribir lo que le parecía la verdad de cómo eran las cosas.
—¿Escribiría una columna para la página editorial? La publicaríamos en los dos periódicos, dos o tres veces por semana. Tenemos un sistema único, inspirado en el de los barcos balleneros. Todo el mundo cobra en acciones y, aunque el tamaño de las oficinas y el número de ayudantes varíen, las prestaciones son las mismas. Como columnista de la página editorial, será bien retribuida porque recibirá un elevado número de acciones.
A continuación Praeger le habló de las cantidades de dinero, y hasta la cifra inferior era más de lo que ella había pensado que vería en toda su vida, no digamos en un año. La cifra más alta era superior a la del producto interior bruto del Lago de los Coheeries y Bunting’s Reef (la ciudad vecina) juntos. Se asustó, pero luego recordó que al viajar por la ciudad durante una hora había visto suficiente para escribir un millar de enciclopedias de sinceros elogios. Seguramente dos o tres artículos a la semana no supondrían ningún problema teniendo en cuenta que, tras pasear un solo día entre las torres, los puentes y las plazas, volvería a casa con la pluma amartillada como si estuviera lista para que alguien la lanzara con una ballesta.
—Creo que lo aceptaré —dijo—. Pero no conozco la ciudad, y tampoco esta clase de trabajo. Temo que si empiezo muy arriba tendré una visión distorsionada. Además, mi madre siempre dice que hay que entregarse a la tarea propiamente dicha, de manera que no me interesan los ascensos rápidos ni las comodidades. Deje que empiece por el principio, como todos los demás. Me gusta la carrera más que la victoria.
—¿Sí? ¿De veras?
—Sí. He imaginado grandes victorias y he imaginado grandes carreras, y las carreras son mejores.
—El sueldo no es el mismo para los de abajo.
—No somos materialistas. No necesitamos demasiado.
—Tenemos la costumbre de dar a los nuevos empleados diez días de sueldo, durante los cuales pueden ver cómo funciona la cosa y romper de forma honrada y eficaz con lo que venían haciendo. Cuento con que ascienda rápidamente. Espero que antes de finalizar el año esté escribiendo una columna para nosotros.
Virginia caminó por las espaciosas galerías del Sun, ante empleados que parecían hipnotizados con la tarea que llevaban a cabo, salió por la puerta principal y cruzó casi flotando Printing House Square. Apartó la mitad de su sueldo de diez días y lo metió en un sobre que compró a un hombre que vendía artículos de escritorio que sacaba del interior de su abrigo. Se lo enviaría a su madre. No le quedaba gran cosa y sabía que no sería fácil. Aun así, tomó las calles más concurridas y, como una reina recién coronada, recorrió los agotadores barrios de la ciudad.
Era solo un sueño. Pero al día siguiente, al despertar, los elementos del sueño encajaron a la perfección. Hasta pronunció las mismas palabras. En su sueño había visto detalles de salas que nunca había pisado, había conocido un tiempo atmosférico que aún no se había formado y calles por las que nunca había caminado. Pero hubo una diferencia notable. De regreso a casa compró en Chinatown una galleta grande de cereza para Martin. Se la vendió un chico gordo de raza blanca y ojos rasgados que llevaba un sombrero chino. Tenía un aspecto muy extraño.
Había asuntos prácticos de los que ocuparse. Tenía que buscar un apartamento, comprarse ropa, encontrar a alguien que cuidara de Martin mientras ella trabajaba. Pero todo eso sería fácil. Creía que la ciudad estaba tan llena de combinaciones, permutaciones y posibilidades que no solo permitía cumplir cualquier deseo, sino también tomar cualquier rumbo, alcanzar cualquier recompensa, vivir cualquier vida, correr cualquier carrera. Cerró los ojos y vio la ciudad arder con un dorado cautivador. El cielo, cuajado de espléndidas nubes voluminosas, resplandecía en un azul invernal.