Peter Lake cabalgó por las calles cubiertas de nieve con el viento del norte en contra. Hacía mucho frío y el aire le formaba carámbanos en el bigote. El médico ignoraba que la mujer a la que amaba estaba al borde de la muerte, pero su consejo no podría haber sido más apropiado ni más doloroso de oír, sobre todo porque se hacía eco de lo que la misma Beverly le había dicho hacía poco, en el segundo (y ni mucho menos el último) delirio en que habría de verla. «Soy como tú —había afirmado—. Vengo de otra época. Pero hay muchas cosas de las que hemos de ocuparnos».
Perplejo por lo repentino e intenso de su amor por Beverly, y por su inminente final, y tal vez debido a la imposibilidad de ayudarla, se unió a ella en sus creencias. Por descabelladas que parecieran, las aceptó porque la quería y compartiría cualquier mortificación o confusión patética con tal de estar a su lado. Y solo cuando llegó a creer a medias lo que ella decía (y después de haber estado en el hospital de Printing House Square), se detuvo a reflexionar sobre ello.
Si lo que Beverly decía era cierto, eso explicaría por qué a veces el mundo parecía un escenario tras el cual había un poder extrañamente benévolo, superior e indiferente. El sufrimiento de los inocentes quedaría justificado si, en años venideros o pasados, se revelaran las razones de todo y se equilibraran las balanzas. Explicaría el destino, la casualidad y la imagen que él tenía de la ciudad, como si hubiera contemplado desde una gran altura un ser vivo con un pelaje de luminosidad oscura. Explicaría lo que llamaba a Beverly desde un lugar y un tiempo lejanos. Daría a entender que Athansor, capaz de saltar tan alto en el aire, saltaba hacia algo que ya conocía. Explicaría el fuerte presentimiento que tenía Peter Lake de que todo acto del mundo acababa teniendo consecuencias y nunca se olvidaba, como si se anotara en un magnífico libro de contabilidad de inimaginable complejidad. Le pareció que podía explicar la libertad, la memoria, la transfiguración y la justicia, aunque no sabía cómo.
Peter Lake recordaba que en cierta ocasión, sin motivo aparente, Pearly dio un salto atrás y, desenfundando las pistolas, disparó diez balas de calibre cuarenta y cinco contra una ventana oscura tras la cual no había más que una noche de invierno. Después se pasó una hora temblando y diciendo que había visto fuera un perro gigante, de veinte pies de altura, que se burlaba de él y le enseñaba los dientes, el Perro Blanco de Afganistán, llegado de otra época para llevárselo. Peter Lake pensó que estaba loco: no paraba de dar cabezazos contra las jambas de las puertas y los tableros de las mesas. Cuando por fin dejó de temblar, durmió cuarenta y ocho horas seguidas y tuvo pesadillas a cada rato.
Peter Lake sabía que los hombres de la bahía esperaban que una gran ventana se abriera en el muro de nubes y dejara ver una ciudad que ardía sin consumirse, una ciudad que se revolvía como un animal y sin embargo no se movía, una ciudad suspendida en el aire. Perspicaces para los detalles y atentos a los pequeños signos, insistían en que aparecería y, entonces, el mundo irradiaría una luz dorada.
Todas estas cosas se sacudían en el interior de Peter Lake como cazuelas y sartenes que chocaran contra el costado del caballo de lomo hundido de un buhonero. Costaba soportar el peso de revelaciones parciales que se resistían a ir más allá de la punta de su lengua. Él no era Mootfowl ni Isaac Penn ni un gran pensador, sino simplemente un hombre. Era tan solo Peter Lake, y cabalgó hacia la casa de los Penn con la sencilla esperanza de bañarse en la piscina de pizarra y contemplar cómo Beverly se vestía para ir al Mouquin. Cabalgaba veloz saltándose los semáforos del tráfico de principios del invierno, zigzagueando entre caballos jadeantes, nubes de vapor, carruajes lacados con lámparas de latón y chubascos de nieve fría y seca. Athansor avanzaba con paso tan suave que era como montar en una fusta silenciosa o deslizarse por la pendiente de una ola en mitad del océano. Peter Lake y Beverly irían al Mouquin ignorando todos los peligros. El nuevo año rodaba hacia ellos tan vasto y pródigo como una marea que entrara rápidamente en la bahía y barriera el agua vieja en la interminable espiral de un puño de armiño.
Después de dejar a Athansor sobre un jergón de paja en el establo de los Penn, con las patas delanteras extendidas ante sí y la cabeza inclinada en un sueño tranquilo, Peter Lake subió corriendo al segundo piso de la casa y abrió la llave del agua caliente. Tras el frío gélido, bañarse era un placer incomparable. Mientras daba vueltas y flotaba sostenido por las burbujas espumeantes, la puerta se abrió y entró Beverly.
—Están todos en el Sun —anunció, y se quitó la blusa por la cabeza en un movimiento tan rápido como un buen lanzamiento de pesca con mosca—. La fiesta de Año Nuevo no terminará hasta las siete o las ocho.
—¿Qué hay de Jayga? —preguntó Peter Lake, receloso de la costumbre compulsiva de espiar y escuchar que tenía la criada.
—En estos momentos está en el despacho de mi padre en la ciudad, debajo del escritorio, con una bandeja de salmón ahumado en las rodillas y una botella mágnum de champán francés al lado. La encontrarán el tres de enero, después de una búsqueda exhaustiva por todo el edificio. Habrá comido suficiente salmón, caviar, hígado troceado y gambas para una hibernación mucho más larga. Pero eso solo lo sabemos ella, Harry y yo. Somos sus confidentes.
—Entonces estamos solos.
—¡Sí! —gritó Beverly, y se zambulló en la piscina.
Se abrazaron mientras flotaban, daban vueltas y el torrente de agua los hacía girar y los arrojaba bajo las cascadas. El pelo sin trenzar de Beverly se extendía, suave y mojado, a su alrededor; sus pechos se movían con vida propia; abrió y cerró sus largas y gráciles piernas en una tijera rosa y blanca; el calor le cubrió la piel de una fina pátina y sus penetrantes ojos se dulcificaron y alegraron. Se deslizaron hasta un saliente, donde hablaron, las palabras medio escondidas en la catarata blanca.
Paralizado por el deseo, Peter Lake logró explicarle lo que le había ocurrido con Cecil Mature, Mootfowl, Jackson Mead y el médico del hospital de Printing House Square. Beverly no tenía respuestas para él. Sabía cómo tranquilizarlo, pero su método era inexplicable. No hizo referencia a las preguntas implícitas de Peter Lake y habló con calma de certezas.
—En las estrellas hay animales como el que describes, de pelaje luminoso y profundos ojos insondables. Los astrónomos creen que las constelaciones son fruto de la imaginación, pero no es así. Hay animales, muy a lo lejos, que se mueven y agitan ligeramente y que, sin embargo, permanecen inmóviles. No están formados por las pocas estrellas de las constelaciones que los representan, son inmensos, pero estas señalan la dirección en la que se encuentran.
—¿Cómo es posible que sean mayores que la distancia entre las estrellas? —preguntó él.
—Todas las estrellas que vemos en el firmamento no forman juntas ni la punta de un cuerno ni la pestaña de un ojo. Su pelaje desgreñado y sus cabezas levantadas están constituidos por una cortina de estrellas, una bruma, una nube. Las estrellas son una niebla, como tela brillante, y no pueden verse por separado. Los ojos de esos seres son más anchos que el millar de universos que creemos conocer. Y los animales celestes se mueven, brincan, se acurrucan, dan zarpazos y ruedan…, todo en un tiempo infinito, y el rumor de su pelaje conforma los chasquidos de electricidad estática y el siseo que bañan una infinidad de mundos.
Peter Lake se quedó mirando el agua que caía de la cascada.
—Estoy tan loco como tú, o más tal vez, porque te creo. Sí, te creo.
—Es solo amor —respondió Beverly—. No tienes por qué creerme. No pasa nada si no me crees. La belleza de la verdad estriba en que no hace falta proclamarla o creer en ella. Salta de un alma a otra y cambia de forma cada vez que alguien la roza, pero es lo que es, yo la he visto y algún día tú también la verás.
Peter Lake la aupó en el agua y la sentó con delicadeza en un escalón más alto.
—¿Cómo sabes todo eso?
Ella sonrió.
—Lo veo. Sueño con ello.
—Si solo son sueños, ¿por qué hablas como si fueran hechos?
—No son simples sueños. Ya no. Ahora sueño más de lo que velo, y a veces he pasado al otro lado. ¿No te das cuenta? He estado allí.
Las contradicciones, las paradojas y las fuertes oleadas de sentimiento eran algo que Peter Lake había aprendido a considerar como propio hacía tiempo, de modo que no le sorprendió que le sorprendiera la tranquilidad de la normalmente bulliciosa Nochevieja en el Mouquin. Recordó que había ocurrido lo mismo en la fiesta del cambio de siglo, cuando los celebrantes se sintieron incapaces de celebrarlo y se quedaron sobrecogidos por el enorme peso de la historia (a juicio de Peter Lake), semejante al de la puerta de una cámara acorazada de un banco central. La noche del 31 de diciembre de 1899, pese a las miles de botellas de champán y los cien años de expectación, el Mouquin estuvo tan tranquilo como una iglesia el Cuatro de Julio. Las mujeres lloraron y los hombres contuvieron las lágrimas a duras penas. A medida que el reloj del milenio avanzaba lentamente ante sus ojos, apartaba de su mente las nimiedades y les recordaba cuán vulnerables eran al tiempo.
Sin embargo, ese gélido año impar superó con creces al cambio de siglo en solemnidad y emoción. Aquella noche, el silencio se había instalado aproximadamente una hora antes de las doce. Ahora, cuando Peter Lake y Beverly llegaron a las nueve, ellos y todas las personas bien vestidas que habían acudido para disfrutar de una velada de baile ebrio se encontraron bañados en una luz clara, conscientes de todos los detalles, tranquilos y contemplativos. Alrededor del fuego no se congregó el habitual corro de gente para absorber su calor y gritarse unos a otros con una copa en la mano y un ojo atento a ver quién entraba del frío exterior. Ni siquiera las mujeres ejercieron su magnetismo en el lugar, como eran capaces de hacer y a veces hacían, marcando el paso de sus hombres. No se percibía la tensión de los locales más ostentosos ni se ejecutaron los bailes country típicos. Cuando por fin la orquesta empezó a tocar, interpretó el «Chantpleure and Winterglad», de A. P. Clarissa, de belleza incomparable, para que se bailaran tranquilas contradanzas y otros bailes de contrapunto y contención en los que sobre todo se movían los ojos y el corazón palpitaba como en el pecho de un ciervo perseguido.
Aunque ese no era un lugar para Pearly, ahí estaban él y una docena de Faldones Cortos, rodeados de lo que ellos llamaban mujeres: madamas encopetadas, chicas de campo disolutas, hartas de trabajar todo el día en peluquerías y ostrerías, rateras y novias profesionales de gángsteres que iban armadas y tenían «las tetas tan afiladas que podían cortar queso», como decía Pearly. Cuando este vio entrar a Peter Lake, se levantó enfadado y se le electrizaron los ojos. Sin embargo, en cuanto Beverly se acercó a Peter Lake, fue como si su presencia lanzara dardos a la carne de Pearly para apaciguarlo con contraveneno. Paralizados y con los ojos vidriosos, él y los demás Faldones Cortos no pudieron hacer otra cosa que mirar fijamente hacia la cocina, a la manera de un tonto de Five Points con una taza de latón. Estupefactas, las novias de los gángsteres tiraban de las mangas de los Faldones Cortos y se miraban entre sí asombradas. Los Faldones Cortos eran los terribles embajadores del hampa, cuya activa presencia se temía y toleraba. Si no les hubieran permitido entrar en el Mouquin, habrían reducido el local a cenizas de inmediato. A pesar de que Pearly solía golpearse la cabeza al cruzar la puerta, él y sus subordinados eran los amos del lugar. Pero de pronto estaban sepultados en un sueño nervioso. Un dentista podría haber practicado en ellos sus hábiles y caras artes sin arrancarles la menor protesta.
Peter Lake lanzó una mirada a Pearly, un gato blanco gigantesco ataviado con ropa anticuada, de medio siglo atrás, y se preguntó cuánto tiempo permanecería inmovilizado su enemigo. Por lo visto Beverly era capaz de cimentarlo cada vez más dentro de un cuerpo atrapado por completo en el tiempo detenido.
Peter Lake y Beverly se sentaron a una mesa y pidieron una botella de champán, que les llevaron dentro de un cubo de plata lleno de hielo agitado.
—La única vez que he visto este lugar tan apagado fue la víspera del nuevo siglo —comentó Peter Lake—. Tal vez dio la casualidad de que todos los presentes acababan de perder a un familiar.
—Anímalo —ordenó Beverly—. Quiero bailar…, como bailaban aquella noche en la taberna.
—¿Quién, yo? —preguntó Peter Lake—. ¿Cómo quieres que lo anime? Supongo que podría descerrajar un tiro a Pearly o acuchillarlo ahora que está pegado a la tira matamoscas del tiempo. Pero entonces todo el mundo saldría corriendo. Tendremos una velada tranquila y esperaremos a la entrada del nuevo año.
—No —dijo ella—. Es mi última Nochevieja, maldita sea. Me gustaría verlo a todo gas.
Se volvió en el asiento hacia unas puertas vidrieras, contra las que el viento frío arrojaba una lluvia de estrellas de invierno. Sin previo aviso, se abrieron de golpe. Luego, inexplicablemente, las vidrieras contiguas también se abrieron, y así sucesivamente, hasta que las veintiuna que había en el Mouquin quedaron abiertas con una percusión como de metralla que detuvo a la orquesta y a los que bailaban. El aire frío atizó el fuego, que dejó de ser un gato ronroneante para convertirse en un furioso horno Bessemer, y fuera los árboles cubiertos de carámbanos empezaron a tintinear como un millar de cascabeles de trineo. Luego las manecillas del reloj iniciaron una carrera como la tortuga y la liebre y llegaron a la medianoche al mismo tiempo. El reloj dio la hora junto con todos los relojes de Nueva York, y las campanas de las iglesias, los fuegos artificiales y las sirenas de los barcos sonaron a la vez, con lo que la ciudad entera se transformó en un organillo gigantesco.
Pronto hizo tanto frío que los hombres corrieron a cerrar las puertas. Cuando volvió a reinar el silencio, vieron que varias mujeres se habían echado a llorar. Ellas decían que era porque el aire paralizante había envuelto sus hombros desnudos, pero hasta los desconocidos se abrazaban con tristeza al adentrarse en el nuevo año y sentir su fuerza. Lloraban por la magia y las contradicciones; por el tiempo transcurrido y por el que quedaba; porque se veían a sí mismos como si estuvieran en una fotografía tomada lo bastante deprisa para contradecir su mortalidad; porque a su alrededor la ciudad se había conjurado para romper cien mil corazones, y porque ellos y todos los demás tenían que flotar sobre ese mar de problemas sin ahogarse. A veces había islas, y cuando las encontraban se agarraban con fuerza a ellas, pero nunca lograban agarrarse lo suficientemente fuerte para no verse arrastrados y abrumados una vez más.
«¡Bailes country!», gritó un hombre levantándose de un salto, y la elegante concurrencia repitió sus palabras.
Con ligereza y alivio se pusieron a bailar aun antes de que los envolviera la música. De pronto la pista del Mouquin retumbó bajo las danzas blancas y puras del campo en invierno y alrededor de ellos remolineó de forma casi visible la magia del Lago de los Coheeries. Beverly, con un vestido de seda azul, bailó con Peter Lake. Corrieron muchos comentarios entre la multitud cuando Pearly y los Faldones Cortos empezaron a descongelarse. Las copas brillaron hasta que se rompieron. Cada vez hacía más calor. Beverly bailaba. En las ostrerías, en los salones iluminados por estufas de los ferris que salían de la bahía, en las salas de baile de las afueras, tan doradas y plateadas que a la luz del día las tomaban por bancos, en las salas comunes de los hospitales y en los miserables sótanos oscuros, todos bailaron… aunque solo fuera un momento.
Peter Lake percibió que un magnífico engranaje interno del mundo se había puesto en marcha, tras emitir su dictamen, y que todo eso seguiría. Pero no tardó en dejar de pensar y se quedó absorto en la contemplación de Beverly, una joven colegiala de cabellos rubios y ojos azules que giraba y levantaba los pies como los demás. Su pelo ondeaba. Parecía llevar la música dentro y golpeaba el suelo con los pies el número de veces adecuado, una parte precisa y alegre del baile. Siempre había ahorrado movimientos, se los guardaba para sí a fin de hacer acopio de su poder; esta vez, los dejó ir. Él nunca la había visto así; ella nunca había sido así. Aunque Peter Lake temía por ella, presintió que esa escena no se perdería y que, por obra de algún mecanismo de traducción o conservación, perduraría y algún día sería libre de empezar de nuevo. Los movimientos de Beverly fluían en cien mil imágenes, todas ellas de intensa belleza, que atravesaban el negro frío de un espacio benévolo y mal definido. Aterrizarían en alguna parte, valientemente, pensó él. Todo se detiene siempre y florece. Al menos tenía esa esperanza.
Se entregaron al baile, apostándolo todo a las imágenes que salían del Mouquin y se propagaban sin esfuerzo en todas direcciones.
—Estaba aterrada —dijo Beverly cuando volvían a casa en un taxi motorizado.
—¿Aterrada? ¿Cómo es posible? Eras la reina del mundo. Primero has dormido a Pearly. Luego, al parecer, has abierto las puertas vidrieras, has atizado el fuego y has acelerado el reloj. Has dirigido los bailes como una primera bailarina y toda la velada ha girado en torno a ti. Cuando nos hemos marchado, la fiesta se ha venido abajo como una tienda de campaña mojada.
—He pasado muchísimo miedo —dijo ella—. He estado temblando todo el rato.
Peter Lake alzó una ceja, escéptico. Ella no le hizo caso.
—Me alegro de que se haya acabado. No soporto las multitudes. Quería probarlo una vez y ya lo he hecho —afirmó con reflexiva lentitud.
—No me ha parecido que estuvieras tan nerviosa.
—Pues lo estaba.
—No se te notaba nada.
—Porque la procesión iba por dentro.
No había nadie en la casa cuando llegaron. La Nochevieja había desperdigado a los Penn por toda Nueva York. Hasta Willa había ido a pasar la noche en casa de Melissa Bees, la hija de Crawford Bees, otro maestro de obras, señor de la piedra y el acero. Se arrojaron sobre un sofá del dormitorio de Beverly, en el segundo piso. Peter Lake se dio cuenta de que la muchacha estaba caliente y sudorosa, pero se la veía tan feliz y alegre que la creyó cuando le dijo que solo se trataba de la habitual subida de temperatura de la noche. Después de un baño y varias horas en el tejado, en el seco aire invernal, estaría bien, aseguró ella. Tenía la impresión de que estaba mejor y afirmó que se sentía más fuerte que nunca. De hecho, quería probar a montar en bicicleta o a patinar al día siguiente, porque estaba segura de que respiraba con más facilidad. Había ocurrido algo. Pese al optimismo de ella, Peter Lake estaba asustado, y, pese a los temores de él, hicieron el amor.
Estaban tan desesperados y tan resueltos a la vez que no se desnudaron, y para llegar a ella Peter Lake tuvo que atravesar un decorado de seda y algodón. Una vez que encontró el camino y entró, se miraron como si estuvieran sentados a una mesa de comedor, frente a frente. Él todavía llevaba el clavel prendido en la americana. Ella todavía tenía en su sitio las cintas de terciopelo. Podrían haber estado en una fiesta formal, y sin embargo surgían de una base común y estaban sujetos juntos bajo la ropa, más ceñidos, sofocados y húmedos de lo que nunca habían estado. Como si bailaran, cada uno puso las manos en la parte inferior de la espalda del otro y recorrió lentamente con los dedos la resbaladiza superficie de la ropa. Las delicadas facciones de Beverly parecían brotar de una fuente azul, y las faldas esparcidas sobre la cama eran como el agua que hubiera caído de ella.
No estaban vigilantes, y no les habría importado si hubiera entrado alguien en la casa. Isaac Penn sabía muy bien lo que había entre ellos. En otras circunstancias, habría sido escandaloso que a la joven, frágil y refinada Beverly se le hubiera permitido, durante su enfermedad, conocer los placeres agridulces de una mujer de mundo, pero Isaac Penn se había dado cuenta de que estaba enamorada de Peter Lake y, pese al riesgo, quería que durante el tiempo que le quedaba fuera libre para comprimir todas las pasiones que se nos conceden en esta vida.
En sus visiones de la luz de las estrellas Beverly había descubierto realmente la gracia o la locura. Fuera lo que fuese, su padre se asustaba cuando ella lo insinuaba o trataba de hablarle de ello, porque sabía que los jóvenes dotados de una visión amplia, nítida y noble a menudo pagaban por ello con una muerte prematura.
En ocasiones, cuando subía a verla al tejado en lo más profundo de la noche, esperaba encontrarla dormida, pero la hallaba sumida en un trance, sin respirar, poseída, con los ojos abiertos a la fuerza y fijos en las constelaciones. «¿Qué ves? —le preguntaba, temiendo por su cordura—. ¿Qué es lo que ves?».
Y una vez, solo una, en que la encontró en el estado de lasitud y debilidad de quien acaba de ser capturado, vapuleado y soltado, Beverly trató de explicárselo. Él apenas la entendió cuando ella le habló de un cielo lleno de animales cuyo pelaje estaba formado por un número infinito de estrellas. Se movían despacio y con suavidad porque en realidad estaban inmóviles. Aunque era imposible verles la cara, sonreían. Había caballos en los oscuros prados celestes y otros animales que volaban, peleaban o jugaban —todo ello sin moverse— en turbulentos lugares color rubí de silencio absoluto.
—Lugares donde hemos estado —añadió.
—No lo comprendo —respondió su padre—. Los dioses que alcanzo a entender han estado siempre escondidos entre las nubes y muy lejos.
—Oh, no, papá. Están aquí.
—¿Qué quieres decir?
—Quiero decir que están aquí.
Hacia la primavera el alma de Beverly ascendió. Murió un día de marzo gris y ventoso en el que el cielo estaba plagado de cuervos veloces y el mundo, postrado y derrotado después del invierno. Peter Lake estaba con ella y quedó destrozado para siempre. Se vino abajo de un modo impensable. Nunca volvería a ser joven ni capaz de recordar lo que era serlo. Aquello que en otro tiempo había tomado por placeres le parecían, en su derrota, castigos horribles y merecidos por su vanidad temeraria. Nunca se quitaría de la cabeza lo que Beverly había dicho antes de morir: desvaríos sobre fulares que eran canciones, torrentes de chispas plateadas, ciervos con voces como cuernos y banquetes en campos de luz negra donde los dientes de león eran soles. Y durante el resto de sus días se sentiría oprimido por la imagen del cuerpo escuálido y blanco de Beverly, eternamente inmóvil en una oscura tumba atravesada por raíces…, o eso creyó.
Poco después de la muerte de Beverly se produjo la de Isaac Penn. Una noche llamó a Harry desde su habitación y le dijo:
—Me estoy muriendo. Siento una velocidad aterradora. Estoy asustado. Me caigo.
Y se murió, como si se lo hubiera llevado alguna criatura grande al pasar por su lado a una velocidad inimaginable.
Willa y Jack se fueron con unos parientes que vivían en el campo, se despidió a los criados tras asignarles rentas vitalicias y se vendió la casa, que no tardó en ser demolida y reemplazada por una escuela. Harry se marchó a Harvard, de donde partiría para combatir en Francia. El Sun siguió más o menos igual, preparado para que Harry sobreviviera, si podía, a las batallas de Château-Thierry y el Marne y regresara para tomar las riendas. De forma repentina y triste los Penn desaparecieron de la ciudad. En varios golpes, una familia próspera fue silenciada. Para Peter Lake, que nunca había conocido la soledad, la ciudad estaba de pronto vacía. Pero hasta los soldados derrotados sobreviven a veces. Si dan los pasos adecuados, los traen de vuelta de la batalla. Peter Lake salió con vida.
Cuando no quedó nadie a quien cuidar ni nada que hacer, se fue con Athansor a Five Points, temerario y furioso, e hizo todo lo posible por toparse con Pearly. Quería morir. Pero en todo el verano, como por arte de magia, no se cruzó en el camino de Pearly y siguió siendo (a su pesar) un hombre libre. Deambuló a lomos de Athansor, que por falta de ejercicio y por solidaridad parecía cada vez más un caballo blanco corriente que en otro tiempo tiraba de un carro de leche en Brooklyn. Nadie sabe adónde fue Peter Lake, ya que a veces a él mismo se le ocultaba su paradero. El profundo laberinto de la ciudad, sus calles serpenteantes, las avenidas tumultuosas, las plazas, rotondas y patios remotos lo engulleron sin dificultad y se convirtió en uno más del gran ejército de los desconocidos, los traperos, los errantes, los que gritaban en la calle.
Aunque siempre lograba dar de comer a Athansor, y a veces rascaba también algo para sí, no era consciente de cómo lo hacía; solo sabía que podía enfilar una calle muy concurrida y salir de ella con cien dólares que parecían caídos del cielo pero que en realidad procedían de los bolsillos de los transeúntes. No soportaba pensarlo y se esforzaba por no reincidir. Pero sus manos eran más leales al estómago que a la cabeza. Iba desgreñado, y la ropa que llevaba era vieja, aunque no tanto como su cara. Un día, un joven dandi de ojos húmedos con un abrigo de piel de foca se acercó a él y le puso un puñado de monedas de plata en la mano.
—Para usted, padre —dijo.
—No soy padre, estúpido cabrón —fue la respuesta de Peter Lake, pero se quedó con el dinero.
Incómodo como un penitente que ha hecho un gran juramento, Peter Lake quiso desprenderse de la plata. Él y Athansor recorrieron unas pocas millas y se detuvieron al cruzarse en su camino un convoy de camiones militares. Tardó tanto en pasar que Peter Lake desmontó y miró alrededor. Se hallaba delante de un cinematógrafo, algo de lo que había oído hablar hacía poco, y decidió entrar para ver qué había en el interior.
No contaba con que una asombrosa explosión de luz hiciera añicos la oscuridad. El perfecto cuadrado de fuego blanco y uniforme sobre la pared parecía tener profundidad y un corazón. La luz se medía en pulsaciones mucho más rápidas que las de una caldera. Oyó el paso regular de engranajes alimentados por electricidad y el tono aflautado de un ventilador de alta velocidad que seguramente había debajo. El polvo estaba atrapado en el haz de luz inclinado como una manada de búfalos avergonzados ante el faro indiscreto de una locomotora, y las partículas se esparcían alrededor de la enorme pared y la transformaban en un universo de estrellas móviles. Qué extraño era cuando la física y el misterio se combinaban para retratar a personas en habitaciones corrientes, en la calle o atadas a vías del tren. Durante media hora Peter Lake observó un mundo gris en el que todo se movía demasiado deprisa y los actores hablaban en silencio. La luz blanca volvió a inundar la habitación y dio paso a un episodio breve titulado: «Una escena invernal en Brooklyn: cómo éramos».
Apareció un pueblo inerte cubierto de nieve. Luego un caballo que tiraba de un trineo cruzó al galope la pared y desapareció tras los telones. Se abrieron unas puertas por las que salió media docena de mujeres que, como si la vida funcionara de ese modo, se pusieron a batir mantequilla. De pronto volvieron a entrar y se repitió la misma escena con hombres que cortaban leña, con lecheros que repartían leche, con chicos que repartían periódicos, y hubo un largo desfile de policías persiguiendo una larga serie de maleantes. Los policías iban todos juntos, igual que los maleantes.
—¿Por qué dicen que es una escena del pasado? —preguntó Peter Lake a voz en grito, indignado.
—¡Chist! —siseó una mujer que no se había quitado el sombrero.
A continuación, otro destello blanco sorprendió a Peter Lake y lo empujó contra el respaldo de la butaca. Iban a presenciar un retrato cinematográfico: «La ciudad en el Tercer Milenio». Cuando apareció en la pantalla, Peter Lake casi se levantó de un salto para gritar enfadado que era una filmación del cuadro que habían pintado para los Penn. Unos títulos anunciaban cada cuadro vivo en movimiento. «Vuelo» era un prodigio de luces flotantes que atravesaban el cielo nocturno de la ciudad. Había centenares de esas luces, elegantes como goletas pero veloces como trenes expreso, que trazaban líneas en la oscuridad con singular determinación. La ciudad había crecido hacia arriba en forma de acantilados de cajas plateadas que destellaban, resplandecían y brillaban sobre el agua con un motivo musical ondulado. Lo más llamativo era que casi todo lo que se veía era en sí mismo luz. El viento frío que corría a lo largo de los estrechos bulevares hacía tintinear los árboles helados. Las nubes se movían a una altura que era solo la cuarta parte de la de los edificios, y sin embargo no había nubes bajas ni niebla, sino esos altos jinetes que llegan con los fuertes vientos secos. ¿Cómo era posible?
Apareció otro título: «Cómo arde la ciudad del futuro». No se veían llamas, solo enormes columnas de humo iluminado que se enroscaban por encima de la ciudad o se hinchaban como montañas. Entonces la película se estropeó y Peter Lake se vio envuelto en un blanco cegador, como si estuviera atrapado en la espuma de una cascada que cayera estrepitosamente en una charca.
Athansor esperaba como un perro atado a la puerta de una tienda. Su amo, callado y desalentado, lo condujo despacio al este. Athansor tenía el pelo veteado de hollín y polvo, y ya no parecía una estatua. Peter Lake estaba cansado y consumido y no tenía adónde ir. Pero era una de esas noches de mediados de septiembre en las que, como un cañoneo a lo lejos, Canadá amenaza con el invierno, de modo que buscaron cobijo en un sótano, a escasa distancia del puente grande. Una vela de sebo iluminaba una habitación pequeña con unos jergones de paja. Athansor se arrimó a una pared y Peter Lake se sentó con la espalda apoyada contra otra. Al cabo de un rato entró un hombre con un cubo de avena y otro de agua y los dejó delante del caballo. Salió y regresó portando en una mano una sartén de hierro pequeña con pescado y verdura asados y, en la otra, dos botellas de cerveza fría. Los depositó delante de su huésped.
—¿Quiere agua caliente por la mañana? —preguntó.
—Claro —contestó Peter Lake—. Hace tiempo que no veo agua caliente.
—Entonces el alojamiento para usted y el caballo, la avena, el agua caliente, la comida, la cerveza y la vela serán dos dólares en total…, dos y medio si quiere que no duerma nadie más aquí. Puede pagarme por la mañana. Debe dejar libre la habitación a las once.
—¿Dejar libre la habitación?
—Antes trabajaba en un hotel.
La cerveza estaba helada, el pescado y la verdura eran frescos y la paja, cálida y cómoda. Peter Lake recordó su primera noche en la ciudad, con las embaucadoras, cuando los tres se habían dormido a la luz trémula de una vela de sebo. Ahora no había mujeres. Pensó que tal vez nunca más tocaría, amaría ni estaría con una mujer. Todo se había desintegrado y el mundo era lluvia gris. Con un camino por delante más duro de lo que imaginaba, se quedó dormido apretando un puñado de paja entre los dedos, satisfecho de estar solo en un sótano sucio y caldeado.
Athansor, por su parte, se enderezó y levantó la cabeza. Estaba nervioso, torcía las orejas sin parar como si siguiera el zumbido de un mosquito y sus ojos iban de un lado para otro. De no haber estado sumido en el sueño, Peter Lake se habría percatado de que estaba tenso como un caballo de guerra que percibe una batalla a lo lejos. Había algo en el aire, y, al aumentar la inquietud del caballo blanco, unos recuerdos asombrosos empezaron a inundarle el corazón.
Muchas horas después, Peter Lake tuvo un sueño en el que se veía a sí mismo tumbado sobre la paja, con la espalda pegada a la pared de madera en busca de calor. Athansor, una borrosa mancha blanca en la oscuridad, se agitaba intranquilo. Peter Lake sabía que estaba soñando y no se sorprendió cuando, mucho antes del amanecer, una luz plateada empezó a colarse por las grietas de las paredes del sótano que quedaban cerca del nivel del suelo y la única ventana alta se cubrió de escarcha, como si estuviera revestida de hielo y recibiera el impacto de una radiante luna de diciembre. La luz cobraba intensidad, al igual que el amanecer, pero era mucho más veloz, y en ella no había ni cálidas tonalidades intermedias, ni rojos sangre, ni amarillos ni blancos rotos. Era toda plata y azul blanquecinos, que se volvían más brillantes y densos a medida que se acercaba. De haber tenido el peso de la luz del sol corriente, habría hecho añicos el sueño, pero, como se trataba de la clase de iluminación en la que todo parece flotar, lo volvió más profundo.
La luz azul plateada iba acompañada de una serie de sonidos turbulentos. Los tonos y los chasquidos de la electricidad estática combatían, enzarzados en una guerra que los conducía hacia arriba. El viento y las voces se entrelazaban formando un escudo impenetrable. Era el muro de nubes incandescentes en plena agitación, que, en su avance hacia Manhattan, empujaba el sonido y la luz perdidos y fragmentados que quedarían esparcidos por todo el borde de la isla como destellantes conchas ambarinas arrastradas hasta una playa en una tormenta deseosa de confeccionar collares.
Pero ese huracán tenía un ojo sólido, un centro sereno que pasaría sobre la ciudad en una tranquilidad sin presiones, un haz de silencio sin límite superior. Su llegada despertó a Peter Lake, que se sentó, con los ojos inundados de la luz plateada. Athansor apenas podía dominarse. Temblaba y piafaba como si finalmente hubiera llegado su hora. Inmóvil como una piedra, con la mirada clavada en el techo de su alma, Peter Lake sintió los poderes internos de Athansor como si fueran motores enormes y turbinas chirriantes.
El viento empezó a rugir desde el sur. Los árboles se doblaron y sus hojas se estremecieron en prolongadas ráfagas. Peter Lake oyó que las tapas de los cubos de basura saltaban y salían disparadas como obuses. Los mismos cubos rodaban a gran velocidad por las calles y se estrellaban contra los escaparates como si fueran proyectiles de hierro macizo. La estructura de madera de la casa se balanceaba y gemía mientras el viento y la luz competían por el dominio. Ninguno ganó, pero la tierra tembló como si fuera arrasada. El viento ululante se detuvo de pronto y una calma generalizada rodeó la ciudad y la aisló. Nada, ni hombre ni animal, se movía. Las aguas estaban tranquilas y todos los objetos parecían clavados en el sito.
De repente la luz empezó a desbordarse de verdad. Era pavoroso. Estalló sobre el puerto en un rayo cegador y avanzó hacia la ciudad. «Es un sueño, es un sueño —se decía Peter Lake una y otra vez, temblando—. Es un sueño». La puerta del sótano se levantó suavemente de los goznes y desapareció volando en silencio. El haz plateado descendió por los escalones hasta la habitación llena de paja y la inundó de una luz fría.
Súbitamente se apagó la luz y se hizo de noche. Todavía en el sueño, Peter Lake se apoyó contra la pared, capaz de respirar de nuevo. El breve tiempo de que dispuso para serenarse le sentó bien, porque de pronto veía. ¿Era posible, incluso en un sueño? En la entrada del sótano, envuelta en un blanco, plateado y azul radiantes, estaba Beverly, en una esfera de rayos reverberantes redonda como la luna. Se deslizó por la rampa de luz que la había traído. En la mano llevaba una brida que parecía hecha de cadenas de estrellas o de diamantes afilados. Ella misma era la fuente de su propio resplandor y, a su lado, Athansor parecía un pequeño poni Shetland. Aunque se calmó con su presencia, como si hubiera estado esperándola, el Peter Lake del sueño se desmayó. En cambio, Peter Lake el soñador contempló cómo Beverly, con el pelo trenzado al estilo antiguo, almohazaba a Athansor y le decía palabras ininteligibles. Sus movimientos y expresiones no eran muy diferentes de los de una joven cuidando de su poni, pero ella irradiaba luz.
Peter Lake el soñador vio que el Peter Lake del sueño se despertaba y observó cómo Beverly terminaba de limpiar a Athansor. Entonces la muchacha se volvió a mirarlo y avanzó hacia él. Cuando estuvo cerca, él cerró la mano alrededor de la brida celeste. Ella sonrió y sus ojos danzaron, pero apartó la brida. Él la agarró con tanta fuerza que se hizo cortes en las manos, pero no pudo retenerla y se despertó en la oscuridad. Quería quedarse con Beverly en la habitación de extraña iluminación y poblada de misteriosa electricidad estática y de imprecisos tonos ambarinos, pero el sueño se desvaneció, la luz retrocedió y lo último que pudo recordar fue una sensación de dolor y pérdida indecibles, y de cólera ante su condena a la oscuridad.
Una hora antes de que despuntara la luz natural, comenzó una extraña operación fuera del establo donde Peter Lake había soñado con Beverly. Casi aterrados, los Faldones Cortos, sus aliados y los aliados de sus aliados se desplegaron, pertrechados de armas y máquinas, en formaciones militares a lo largo de las calles y en las plazas. Pearly se precipitaba de un lugar a otro a lomos de un caballo gris moteado, dirigiendo el orden de batalla. En Brooklyn, uno de sus tenientes mandó a una tropa marchar hacia el Gran Puente. Fue la última movilización de las bandas antes de que la guerra las barriera como polvo en el viento.
Era un canto del cisne, y el cisne que cantaba estaba totalmente deformado. En su declive, las bandas se habían convertido en refugio de un extraño conjunto de delincuentes. La mayoría de los dos mil soldados que se habían reunido afanosamente medían menos de cinco pies. No corrían con la gallardía de los hombres nacidos para las armas, sino que anadeaban. Muchos de los más gruesos tenían los ojos achinados de Cecil Mature, pero no la dulzura que salvaba a este. Un tercio estaban muy lisiados y cojeaban. Otro tercio o más emitían extraños ruidos ramplones. Cuando hablaban, parecían tapones de corcho al salir disparados de botellas de champán, pollos, personas haciendo gárgaras o perros gruñendo. Los más corrientes eran los degolladores de aspecto feroz, que en los viejos tiempos se llamaban «perros salvajes» porque no reconocían a ningún amigo y se volvían los unos contra los otros con mayor facilidad de la tolerada incluso en las bandas más anárquicas. Ahora estos formaban las tropas.
Pearly había reunido lo que quedaba de las bandas de los Faldones Cortos, los Conejos Muertos, los Gorilas, los Felices Jacks, la Banda de la Roca, la Banda de los Trapos, la Banda del Establo, los Costillas Heridas, la Banda del Botón Blanco, las Ratas de Corlears Hook, la Banda de la Barra de Acero de Five Points, los Alonzo Truffos, los Arpas Caninas, los Bahía de la Luna, los Anillos de la Serpiente, los Diablos de la Bowery y otros muchos. Había más de dos mil, entre ellos todos los navajeros, gorilas y matones independientes de la ciudad.
Habían sobornado a la policía para que evacuara el área del sur de Chambers Street. Pearly les aseguró que iba detrás de un único hombre y que ninguna propiedad sufriría daños. Mandó formar a sus ejércitos de deformes soldados anadeantes y perros rabiosos hirsutos como un general de verdad, cabalgando de aquí para allá, saltando con su caballo gris sobre las filas de hombres y practicando los despliegues. Habló por teléfono con los de Brooklyn. Estaban listos. «¿Está preparada Manhattan?», le preguntaron. Pearly respondió que sí. En Manhattan había mil seiscientos soldados bien armados y colocados en sus puestos. El muro de nubes estaba agitado y había ascendido por la bahía, como era habitual a finales de septiembre con el cambio de estación, y Pearly estaba dispuesto a apostar a que, cuando saliera el sol y el día se afianzara, el muro de nubes retrocedería. El sol salió e iluminó un ejército enorme de delincuentes achaparrados, que no podían evitar hablar entre sí en voz muy alta, porque esperaban que corriera la sangre. Tenían armas de verdad y les gustaba utilizarlas.
Pearly aguardó a que Peter Lake saliera del sótano donde el posadero le había asegurado que estaba escondido. Despedía chispas, como un gran gato gris en una tormenta seca de invierno. Apenas podía estarse quieto, subía y bajaba la cabeza como si llevara el compás y sus penetrantes ojos estaban clavados en la rampa abierta del establo del sótano.
Peter Lake se despertó sobresaltado. «¡Por Dios!», gritó, y cayó hacia atrás sobre la paja. Ya estaba clareando y, como siempre que se despertaba muy feliz o muy desgraciado, no pudo volver a dormirse. Se incorporó y vio a Athansor, que daba la impresión de tener ganas de correr. Peter Lake había visto otros caballos con esa misma necesidad imperiosa de correr, pero siempre en Belmont, poco antes del inicio de las carreras, cuando una inyección de atropina obraba peligrosas maravillas. Athansor parecía capaz de vencer a diez caballos de esos, uno tras otro.
El mismo Peter Lake sentía una fuerza y una energía asombrosas. Estaba bien despierto y solo quería montar a Athansor. «Lo llevaré al campo —dijo en voz alta—. Correremos como locos por todo el maldito estado». Se levantó y se acercó a lo que esperaba fuera el cubo de agua caliente que había pedido le llevaran temprano, pero era el agua de la noche anterior. Cuando miró para ver si despedía vapor, se fijó en que tenía cortes en las palmas y los dedos de las manos, como si hubiera agarrado una cadena de diamantes afilados y se la hubieran arrancado.
No tuvo tiempo para reflexionar, e intuyó que debía apresurarse, pues la energía de Athansor era tan intensa que las paredes del establo vibraban como la cochera de una estación en la que acabaran de entrar seis locomotoras en fila.
Entonces oyó el barullo de mil seiscientos hombres, todos en sus puestos, preparados, y sin necesidad de seguir bajando la voz. «¿Qué demonios es eso?», se preguntó Peter Lake, y salió disparado hacia la rampa, donde se encontró frente a una falange de unos ochocientos hombres dispuestos en semicírculo en una plaza vacía, a apenas cincuenta yardas. Pearly, a lomos de su caballo gris, sonreía con la confianza de un lanzador de cuchillos. Peter Lake sonrió al reconocerlo.
—Lo has hecho muy bien, Pearly —gritó—. Pero aún no ha terminado.
—No, Peter Lake —gritó Pearly a su vez—. Aún no ha terminado.
—¿Qué crees que vas a conseguir —preguntó Peter Lake al ver el ejército de Pearly— con esa pandilla de idiotas y bufones?
Sin esperar respuesta, volvió a entrar en el sótano y de un brinco montó en Athansor, que salió disparado con una fuerza tremenda. Peter Lake se proponía saltar sobre las hileras de hombres y huir. ¿Cómo podía haber sido tan estúpido Pearly? Athansor salió del establo como un tren expreso. Los rechonchos trolls contuvieron el aliento.
Pero enseguida giró y se detuvo. Peter Lake notaba cómo le palpitaba el corazón. No habría salto, porque ese extraño y patético ejército había alzado un bosque de picas afiladas de treinta y cuarenta pies de longitud. Estaban demasiado cerca para que Athansor pasara por encima; no podía elevarse en el aire sin más.
El camino estaba bloqueado, con excepción de una pequeña brecha a la izquierda, y Peter Lake aguijoneó a Athansor para que se dirigiera hacia ella. A su espalda, el ejército de Pearly cobró vida con un grito. Lo habían planeado con suma meticulosidad. En cuanto Peter Lake logró salir, cien hombrecillos aparecieron en una bocacalle para cerrarle el paso con las picas. Habían colgado redes de mástiles y vergas colocados en los edificios, y soltaron una docena de perros despiadados para que acosaran a Athansor. El caballo los pisoteó y esquivó con facilidad, pero hubo de aflojar la marcha. No se había disparado ni un solo tiro. Los soldados de Pearly estaban demasiado ocupados dirigiendo a Peter Lake hacia la rampa del puente. Cuando más se acercaba a ella, más redes y más picas había, y más fuertes eran los gritos de sus perseguidores.
Al final, sin otro lugar al que ir y con cien picas afiladas apuntándolo, Athansor se encaminó de mala gana hacia la rampa. Tenía la boca cubierta de espumarajos. Enseñó los dientes. Buscaba una oportunidad para pelear o para elevarse por encima de sus enemigos, pero era inútil. Habían colgado pesadas redes a lo largo de los cables de suspensión que se extendían hasta las torres. No tenía más remedio que probar suerte en Brooklyn.
Tal como Peter Lake esperaba, el lado de Brooklyn también estaba cubierto de redes, los cables llenos de pesados calabrotes y redes de arrastre. El puente estaba atestado de hombres con picas que marchaban hacia él. Athansor podría haberlos sorteado, pero de los arcos, semejantes a los de una catedral, pendían redes con lastres que caían hasta rozar casi las puntas de las picas.
Peter Lake galopó a este y a oeste en busca de una salida. Sabía que en las batallas se había espoleado a muchos caballos y se les habían obligado a dar bandazos como hacía él con Athansor, forzado a imitar a los tigres que van nerviosos de un lado para otro, mientras el miedo cortaba el aliento a sus jinetes. No tenían adónde ir, de modo que daban vueltas. La ciudad brillaba en un lecho de azul otoñal hacia el norte y el oeste. Brooklyn todavía dormía. El viento trazaba líneas negras en la superficie del río. Hacia el sur estaba el puerto abierto, sobre el cual se extendía el muro de nubes, furioso y cercano, combado en mitad de la bahía, absorbiendo agua y creando una fila de olas grandes que se alejaban de su base.
Estando muy por encima del río, a cientos de pies sobre el agua, solo podían correr de un lado para otro mientras el enemigo los cercaba. La única escapatoria que Peter Lake veía era la confluencia de los dos ejércitos. Durante el combate tal vez podría alcanzar la retaguardia y escapar. No tenía armas. Athansor respiraba con dificultad.
Las dos líneas de soldados se detuvieron. Pearly era demasiado inteligente para crear la confusión que deseaba Peter Lake. Se quedaron donde estaban y sujetaron las picas junto a las redes, sin ceder terreno. Solo entonces los grupos de combatientes atravesaron los dos cuerpos principales. Había unos cien. Iban armados con picas más cortas, espadas y pistolas. Pearly sabía que una turba sería incapaz de formar un cerco lo bastante compacto, de modo que ordenó que se detuvieran y que los mejores hombres se adelantaran para matar a Peter Lake y al caballo.
«No tenemos elección —le dijo Peter Lake a Athansor—. Esta vez lucharemos».
El primer grupo se acercó. Se mostró tímido, como correspondía. Athansor se puso de manos y empujó las picas hacia un lado. Se abalanzó sobre los soldados y los derribó. Los mordió y los pisoteó. Pero se hallaba en un bosque de picas, que le hicieron cortes en los flancos y el pecho. Cuando un segundo grupo lo vio sangrar, se incorporó a la lucha y disparó sus armas. Un espadachín arremetió contra Peter Lake y le hizo un tajo en la espalda. Peter Lake no sintió dolor. Cogió la espada. Ahora tenía un arma y la blandió con fuerza, furioso.
Athansor estaba empinado y clavaba los cascos en el pecho de quienes lo atacaban. El sonido era como el de vegetación al quebrarse. Mientras las espadas entrechocaban, Peter Lake comprendió que el caballo iba a morir. Le disparaban a la cara, las balas se le incrustaban en los huesos y le rasgaban las orejas como si fueran banderas en lo alto de una fortaleza. El plomo le perforó los muslos y se alojó en sus entrañas. Peter Lake también estaba lleno de cortes y sangraba por todas partes. Tenía frío. Pearly ordenó a sus hombres que retrocedieran. Peter Lake se quedó con los muertos desperdigados a su alrededor. Él y Athansor temblaban debido a las heridas. Daban vueltas sin rumbo. Luego Peter Lake vio que Pearly contaba con una segunda y hasta una tercera formación de hombres listos para combatir. Era imposible resistir.
Miró hacia el río que tenía a sus pies. Estaba muy lejos, demasiado. Pero era de un azul precioso y le pareció una forma de morir, si no quedaba más remedio, mucho mejor que sobre las tablas ensangrentadas del Gran Puente. No tenían nada que perder. Saltarían.
El viento silbaba a través de las redes y los cables. Peter Lake lanzó una última mirada a la ciudad y se encaminó hacia el sur en dirección al pantano. Justo cuando se acercaba la segunda oleada de hombres, Athansor empezó a moverse como un tigre, pero esta vez iba de norte a sur, a lo largo de la estrecha calzada del puente. Los otros creyeron que estaba loco. Trataron de matarlo a tiros. Pero él no hizo caso. Cuando estuvo listo, se apoyó sobre los cuartos traseros. Los hombres de Pearly se detuvieron, porque nunca habían visto nada semejante. Athansor se arqueó sobre visibles olas de poder. Se comprimió todo él hasta adoptar una forma casi redonda. A continuación, con un rugido, se desplegó en un largo movimiento de seda blanca y, lanzándose al aire, partió un grueso cable de acero que se interpuso en su camino y sorteó sin problema las redes.
Suspendido momentáneamente sobre la bahía, Peter Lake estaba seguro de que caerían, y no le habría importado. Pero no hubo caída. Athansor se elevó y aceleró, con las patas delanteras heridas tendidas ante sí, mientras el aire silbaba a su alrededor. Caballo y jinete se dirigieron hacia el muro blanco. Peter Lake miró hacia atrás y vio la ciudad pequeña y silenciosa, apenas más grande que un escarabajo. Cuando penetraron en el muro de nubes, el mundo se convirtió en una tormenta de bruma blanca que se precipitaba gritando y chillando como un coro de voces estridentes y atormentadas.
Volaron durante horas; cada vez les costaba más respirar y a Peter Lake le resultaba más difícil agarrarse. Cuando Athansor aceleraba, las nubes pasaban a gran velocidad como una borrosa masa blanquecina. Peter Lake pensó en la ciudad. Refugio de lo absoluto y lo imperioso, de pronto le parecía un lugar encantador, pese a lo dura que había sido. Ante sus ojos desfilaban imágenes brillantes ahora que lo cegaba la nieve, y anheló el color, la suavidad y el resplandor de la ciudad que en otro tiempo había sido una isla.
Al final Athansor atravesó el techo de las nubes y se encontraron en un éter negro y sin aire. Peter Lake vio lo que Beverly había descrito y se maravilló más allá de su capacidad de maravillarse. No podía respirar y supo que si seguía montado en el caballo moriría. Así pues, acarició suavemente a Athansor y se arrojó sobre el campo de nubes. Eso fue lo último que vio del alto y claro mundo, porque su caída se volvió nebulosa, precipitada e intemporal. En las nubes había lagos que daban sencillamente al mar y columnas más largas y profundas que se curvaban en el aire blanquecino. Cayó y cayó sin parar, desprovisto de voluntad. Sus brazos y sus piernas se agitaban, y tenía el cuello blando como el de un bebé.
Peter Lake descendió a través del mundo blanco. Y luego, totalmente olvidado, desapareció en lo más profundo de su furia infinita.