De la misma manera que ciertas partes de la ciudad eran campos de batalla mortales, algunas épocas del calendario eran más bélicas que otras, y durante los días comprendidos entre Navidad y Año Nuevo todos los elementos parecían conjugarse para someter al alma. El fuego, la lluvia, la enfermedad, el frío y la muerte se extendían por todas partes a través de la oscuridad como en un cuadro del infierno. La gente luchaba hasta el agotamiento, dando cuanto tenía, y los días estaban preñados de pruebas y misterios.
Cuando los Penn y Peter Lake volvieron del Lago de los Coheeries, encontraron a la nieve en combate encarnizado con los vientos húmedos y cálidos que habían llegado al ataque desde el golfo de México. La atmósfera estaba plagada de las enmarañadas estelas grises que señalarían las futuras batallas en el aire, y los niños de la ciudad, liberados del colegio y encerrados todo el día en casa por culpa del aguanieve, ya no sabían qué hacer. Los acontecimientos se precipitaron, como si un motor hubiera decidido tirar del año para sacarlo del hoyo y funcionara a todo gas mientras los fogoneros le echaban más carbón.
El alcalde, su mujer y una comitiva de sus lacayos favoritos cayeron sobre los Penn una tarde, todos tan borrachos que con su aliento convirtieron la casa en una bomba de vapor más peligrosa que un silo a finales de verano. Con el grupo iba el jefe de policía. Huelga decir que su presencia puso nervioso a Peter Lake, sobre todo porque el hombre no dejaba de mirarlo y de torcer el gesto, como diciendo: «¿Quién es ese?». Varios años antes Peter Lake, en uno de los ataques de finales de la adolescencia que lo habían acompañado hasta bien entrada la treintena, había escrito al mismo jefe de policía al que ahora intrigaba su identidad una serie de cartas virulentas e insultantes que jugaban con la autodestrucción, desafiaban al diablo y quemaban todas las naves, y que empezaban con frases como: «Estimado bufón incompetente a cargo de la Jefatura de Policía…», o: «Al patético hongo que se llama a sí mismo jefe de policía…», o sencillamente: «Pulga».
Mientras Jayga y Leonora servían té caliente con limón y bollos recién horneados, Peter Lake permanecía en un rincón, tragando mucha saliva pero sin comer. De vez en cuando el jefe de policía lanzaba una mirada en su dirección. El retrato de Peter Lake figuraba en el fichero de delincuentes. En la época en que había posado para el fotógrafo era una especie de dandi, y su imagen era la de dos canicas negras mirando al frente desde una masa de solapas de piel de foca, un sombrero de piel de foca y unos bigotes en los que los artesanos podrían haberse inspirado para sus obras de hierro forjado. En aquel entonces era conocido como «Pete de la Grand Central, Timador y Estafador», porque así firmaba sus cartas, con título y todo. Como no se atrevía a eclipsar al alcalde, el jefe de policía guardó silencio y tuvo ocasión de reflexionar. Cuando se le pasó la borrachera empezó a reconocer a Peter Lake, quien se disculpó y subió al tejado. Allí estaba Beverly, sentada en su tienda para protegerse de la fría lluvia gris, leyendo un artículo de National Geographic titulado «Los gentiles hotentotes».
—Piensa algo —la apremió Peter Lake tras informarla del peligro.
—En lo único que puedo pensar en este momento es en los hotentotes —dijo ella, pero de inmediato juntó sus rubias cejas y se concentró.
Peter Lake no sabía por qué había acudido a ella en busca de una escapatoria cuando era él quien tenía práctica en estrategias y fugas. Pensó que tal vez, más que huir del jefe de policía, lo que quería era ver a Beverly enfrentada a un problema.
—Lo sabe ya, ¿no?
—No, pero está a punto.
—Entonces lo despistaremos. Ya sé. Le enseñaremos el cuadro. Mi padre dijo que quería que el alcalde lo viera de todos modos.
—¿Qué cuadro?
—Hay un cuadro en el sótano. No sabes nada de él.
Cuando entraron en el salón, Isaac Penn decía:
—Lo más extraño de la élite…, de la que supongo que ahora formo parte, es que mandan con… demasiados remilgos. La gran masa, en la que hay soldados valientes, agitadores, genios y mecánicos inspirados, se queda paralizada ante esas exquisiteces humanas con sus fiestas en jardines, sus haciendas sin protección, sus traspiés ebrios, su ropa de colores pastel y sus obsesiones, que les restan autoridad, por cosas que a su vez restan autoridad. Cuando un obrero se mueve entre ellos, se queda sobre todo asombrado: asombrado de lo pequeño que se siente a su lado, asombrado de la fragilidad de esas personas, asombrado de que aun así sean invencibles, asombrado de que él, un toro, sea gobernado por una mariposa.
—Sí —convino el alcalde, demasiado borracho para entender lo que había dicho el otro—. ¿No es divertido que los pobres se vistan como payasos? Cuanto más pobres son, más ridículos parecen. Es como si el circo fuera su Brooks Brothers. Y son tan feos.
—Uy, no estoy seguro —intervino Peter Lake desde el umbral, donde apareció cogido del brazo de Beverly—. Los pobres no son los únicos que parecen payasos. Los ricos también. A fin de cuentas, no hay más que ver sus grotescos y delicados ropajes formales: lo mismo daría que llevaran plumas. De hecho, las llevan. Y luego está esa moda, entre la élite, de tatuarse las nalgas. He oído decir —continuó, mirando fijamente al alcalde— que ciertas damas destacadas de esta ciudad tienen verdaderos mapas tatuados en las nalgas.
Todos menos el alcalde y su mujer se rieron mirando sus tazas de té, y los lacayos murmuraron frases como «¡Bobadas!» y «¡Patrañas!».
—Ah, no, de patrañas nada —los sermoneó Peter Lake, y él y Beverly se deslizaron hacia el centro del salón como dos barcos de la Gran Flota Blanca—. Tampoco son bobadas. Señor alcalde —añadió, sobresaltando a este—, sin duda usted, en su cargo, habrá oído hablar de tales cosas.
—¿Qué cosas? —replicó él, nervioso.
—Mapas en las nalgas. Mapas de Manhattan en una nalga y de Brooklyn en la otra. Etcétera.
—Bueno… —dijo el alcalde—, en realidad…, ejem…, sí, sí…, ¡eso he oído decir!
Tras hacer una reverencia, Peter Lake dejó pasmados a los borrachos al presentarles a Beverly. Todos habían oído decir que era hermosa y que sufría alguna enfermedad crónica, y habían dado por sentado que se consumiría hasta su noche de bodas y entonces se recobraría en un santiamén, como les ocurría a tantas jóvenes cuando descubrían que habían confundido el placer con el peligro. No sabían ni podían adivinar por las apariencias que tenía tuberculosis pulmonar y ósea.
—¿No querías enseñar el cuadro al alcalde? —preguntó a su padre.
—Así es.
—Ah, ¿un cuadro nuevo? —preguntó el alcalde, contento de cambiar de tema.
—Relativamente nuevo.
—¿De quién es?
—El hombre que lo pintó no quiere que se le conozca. Solo quiere conocer.
—¡Vamos! —exclamó alguien.
—Es cierto —insistió Isaac Penn.
—¡A ver si lo adivinamos por sus iniciales! —propuso una mujer que pasaba la mayor parte del tiempo bebiendo licores demasiado dulces y jugando a juegos de cartas demasiado simples.
—M. C. —dijo Isaac Penn—. Por mucho que traten de adivinarlo, nunca lo sabrán.
Mientras bajaban por una larga espiral de escalones de bronce, adentrándose demasiado en la roca para el gusto de algunas de las damas, el alcalde tomó la palabra.
—¿Por qué lo guarda aquí abajo?
—Es la habitación más grande que tenemos —respondió Isaac Penn— y el cuadro tiene un tamaño considerable.
—Cuando quiera exponerlo, tendrá que enrollarlo para sacarlo.
—No —dijo Isaac Penn—. No se enrolla.
—La verdad —dijo el alcalde, algo nervioso por el gran número de escalones—. Espero que todo esto no sea solo por mí.
—Señor alcalde —respondió su anfitrión—, en este universo infinito se han creado mundos enteros para la instrucción y elevación de unas pocas almas. Créame, no es ninguna molestia enseñarle este cuadro, que, por lo que a mí se refiere… —Su voz quedó ahogada por un sonido que surgía debajo de ellos como una nube densa y brumosa.
Peter Lake lo reconoció enseguida como la crepitante electricidad estática de las estrellas y el muro blanco. El ruido fue en aumento, hasta que por fin llegaron al final de las escaleras y se encontraron frente al cuadro, que era de donde provenía.
Se quedaron todos inmóviles, apretándose los costados, luchando por mantener el equilibrio; es decir, todos menos Isaac Penn y Beverly…, y Peter Lake, que no tenía miedo de las alturas. Estaban en una habitación de dimensiones asombrosas, donde la única iluminación procedía del cuadro en sí, que tenía treinta pies de alto y sesenta de largo, y que, a diferencia de cualquier otro que hubieran visto, se movía. Enviaba imágenes cambiantes, luz movediza y la electricidad estática de las nubes y las estrellas, que avanzaba veloz en una gigantesca ola hacia sus espectadores, quienes pensaron que habían descubierto un mar subterráneo oculto.
—¿Qué técnica es esta? ¿Qué colores son estos? —preguntó la mitad de ellos a la vez.
—Una técnica nueva —respondió Isaac Penn—. Unos colores nuevos.
El cuadro representaba una ciudad por la noche, vista desde arriba, y, aunque reconocieron algunas cosas, gran parte de lo que en él se mostraba les era desconocido, porque había miles de millones de luces, que centelleaban de verdad y se movían a lo largo de calles remotas en densas concentraciones como nunca habían imaginado, a lo largo de los ríos y a través del aire. La ciudad que veían parecía real, era de una escala inconcebible y tan similar a la suya que causaba pavor.
—Acérquense —los apremió Isaac Penn, y al aproximarse vieron cada vez más.
La mujer de los licores y las cartas casi se desmayó cuando, al mirar de cerca, vio unas piernas diminutas correr bajo un paraguas abierto. Distinguían hasta el más mínimo detalle. En los puentes, de los que había centenares, edificios iluminados y brillantes colgaban de las catenarias y se apiñaban en las calzadas como en el Ponte Vecchio. La vista cambió, como si sobrevolaran la ciudad, y se sintieron como pájaros que se deslizaran por encima de calles silenciosas y hondos desfiladeros que misteriosamente tenían tres dimensiones. Experimentaron una agradable sensación de vértigo, como si caminaran por un sendero en otoño entre torrentes de hojas caídas que, flotando a merced del viento, dotaran al aire de una nueva profundidad, sumergieran la escena en agua y expulsaran la gravedad.
Esa ciudad permitía a quien la contemplaba de lejos elevarse por encima de ella sin esfuerzo y comprender que, a pesar de sus divisiones laberínticas, era un llamamiento al cielo más simple, a la postre, que el parpadeo de los ojos. Era, al igual que Nueva York (y debía de ser Nueva York, después de que las tribulaciones del presente hubieran caído en el olvido hacía tiempo), una ciudad de una belleza fortuita. Todo cuanto en ella era hermoso lo era a pesar de sí mismo y saldría sorprendentemente a la luz, al margen de todos los pronósticos. Todo cuanto se movía se veía moverse con una pausada elegancia como de otro mundo. Las máquinas voladoras atravesaban el cielo como luminosos planetas en ascenso, pero no se alejaban vertiginosamente, sino que se elevaban despacio…, sin sobresaltos, con total seguridad.
—¿Qué ciudad es esta gran ciudad? —preguntó el alcalde, visiblemente conmovido—. ¿Es Nueva York?
—Por supuesto que es Nueva York —respondió Isaac Penn—. Mírela. ¿Qué otra ciudad podría ser?
—Pero ¿es posible?
—¿Qué quiere decir? —replicó Isaac Penn—. La tiene delante de sus ojos.
Peter Lake estaba convencido de que Beverly era la clave de esas escenas. Era tan maravillosa que, cuando trataba de pensar en ella, su descripción se alejaba de él como una moneda lanzada al aire y solo quedaba una sensación de alegría. De todos modos, observó que ella actuaba como un vigilante aburrido; se comportaba como una hija sumisa que oye por enésima vez al padre describir su colección de arte y sueña con lo que sueñan las chicas en presencia de los amigos maduros de sus progenitores. La muchacha subió por una pequeña escalera a la plataforma elevada sobre la que colgaba el cuadro y se sentó con la cabeza entre las manos, mirando a los invitados. Casi dentro de la escena viva, como si se hallara en un precipicio azotado por el viento y suspendido en el aire, miraba hacia el fondo de la habitación y de vez en cuando lanzaba una ojeada a Peter Lake.
Él no sabía qué mirar, si el cuadro vivo o a la joven sentada frente a él. Sin embargo, se dio cuenta de que esa indecisión era agradable en sí misma.
Si el niño del pasillo había sobrevivido, lo que era poco probable, ya sería adulto y no necesitaría la ayuda de nadie. Si había muerto, Peter Lake nunca lo encontraría, porque lo habrían enterrado en el cementerio de pobres, en una fosa común anónima. Se habían construido edificios sobre muchas de esas tumbas, ahora sepultadas para siempre bajo salas de calderas y sótanos. El niño, o la niña (ni siquiera lo sabía), podría estar a treinta pies de profundidad bajo un cubo de carbón del sótano de una pensión repleta de oficinistas y dependientas.
Aun así, unos días antes de Año Nuevo, Peter Lake salió a primera hora de la mañana con Athansor y cabalgó hasta Korlaer’s Hook, donde había desembarcado de la canoa hacía mucho y desde donde se proponía volver sobre sus pasos. No se trataba únicamente de una proeza casi imposible de la memoria (la ciudad había cambiado). Por los alrededores de Korlaer’s Hook había tantos Faldones Cortos, que habían acabado allí debido a las nueves leyes y la nueva economía, que estaba seguro de que lo verían. En la mañana clara y soleada, trotó con Athansor a lo largo del recinto del centro comercial de Chrystie Street. Los árboles, perfectamente alineados, estaban lacados con finas obleas de hielo de meticulosa exactitud y, cuando soplaba el viento, tintineaban como arañas de cristal.
Avanzando junto a los puentes llegó al hotel Kleinwaage, que no era grande pero sí un buen establecimiento, famoso por sus filetes al carbón, las camas blancas y mullidas y las salas verdes abarrotadas de flores fragantes. Al pasar por delante examinó la fachada.
Por la escalinata de mármol blanco bajaba con suprema ostentación una figura gruesa con un abrigo de armiño. Llevaba bastón, se pavoneaba como un millonario y lucía grandes diamantes aquí y allá. Tenía todas las características de un rico comerciante de especias, por quien Peter Lake lo habría tomado si no hubiera sido por los ojos oscuros y rasgados en la enorme cara rechoncha, la ceja única, la respiración pesada y el sombrero chino.
—Cecil.
Cecil Mature se volvió alarmado, abrió las ranuras de sus ojos para ver quién lo llamaba y, en un intento de alejarse corriendo por la calle, sus piernas semejantes a salchichas se convirtieron en un pequeño molino invisible. Huelga decir que no logró dejar atrás a Athansor.
—Cecil, ¿por qué corres?
Cecil se detuvo. Empezó a torcérsele y temblarle la cara como siempre que hablaba.
—Se supone que no debes verme.
—¿De qué estás hablando? Creía que estabas muerto. ¿Qué ha pasado?
—Se supone que no debo decírtelo.
—¿Quién te ha dicho que no debes decírmelo?
—Ellos —respondió Cecil señalando el hotel.
—¿Quiénes son ellos?
—Jackson Mead.
—¿Ha vuelto? ¿Estás con él? No lo entiendo. ¿Qué ha pasado?
—No puedo decírtelo.
—Vamos, Cecil Mature, tienes que decírmelo.
—En primer lugar, no me llamo Cecil Mature.
—Entonces, ¿cómo te llamas?
—Soy el señor Cecil Wooley.
Peter Lake se quedó mirando a su viejo amigo, sin saber muy bien qué decir.
—Soy el señor Cecil Wooley y trabajo para Jackson Mead.
—¿Eres el cocinero de calabazas?
—No.
—¿El chef de patatas?
—No.
—Entonces, ¿qué eres?
—El principal… ingeniero… estructural —respondió Cecil, todo un faro de orgullo—. Y a que no adivinas quién es el ingeniero en jefe y primer ayudante de Jackson Mead.
—¿Quién?
—¡El reverendo doctor Mootfowl!
—¡No puede ser!
—Pues así es.
Justo en ese momento Jackson Mead salió del hotel con un centenar de subordinados. Fue un placer y una sorpresa verlo.
—Tengo que irme —dijo Cecil—. Esto va contra las reglas. Se supone que no debo hablar con nadie.
—Quiero ver a Mootfowl.
—No puedes. Ya está en el barco. Partimos a mediodía hacia la costa del golfo de México y Sudamérica, donde vamos a construir puentes…, catorce.
—¿Cuándo volveréis?
—No lo sé —respondió Cecil, dejándose llevar por Jackson Mead y la masa de hombres altos que lo seguían.
—¡La pieza de engranaje! —gritó Peter Lake.
—Me ha perdonado —vociferó Cecil, que desapareció de la vista cuando la comitiva giró hacia Park Place para encaminarse hacia el gran barco blanco que los llevaría al golfo.
Peter Lake no tardó en galopar tras ellos. Pero una fila de tranvías le cortó el paso hacia los muelles.
—¡Salta! —ordenó.
Athansor llevaba tiempo sin saltar, porque se había concentrado en la velocidad pura y el vuelo prolongado. Por eso no logró dejar atrás los tranvías y aterrizó sobre uno. Avergonzado, se quedó allí encima, a pesar de que Peter le instaba a bajar, y se dirigieron a Chinatown, donde los transeúntes contemplaron maravillados al hombre montado en un caballo de un blanco puro que iba encima de un tranvía. Creyeron que era una especie de broma norteamericana, o tal vez un anuncio que (como casi todo lo demás) no entendían. Alguien empezó a gritar que era el presidente y todos se pusieron a gritar que era el presidente, pues pensaron que era Theodore Roosevelt (que no era presidente entonces pero lo había sido no hacía mucho). Athansor recorrió al galope los vagones y, dando un salto, se elevó por encima de un grupo de edificios, y Chinatown y su atónita población se convirtieron para siempre en republicanos.
Cuando Peter Lake llegó al muelle, vio el barco blanco bajo una pendiente pronunciada de velas hinchadas que se adentraban en un puerto rebosante de cabrillas y azul agitado por el viento. Había esperado algo así, y empezaba a reconocer un patrón en todo eso. Según Cecil, Mootfowl volvía a estar vivo. Peter Lake se preguntó cuál sería el destino de otros muchos que vivían en medio de la complicada maquinaria de la ciudad y de sus motores semejantes a crisoles.
Al levantar la vista hacia una hilera de puentes altos, reconoció el que había cruzado con las embaucadoras y cayó en la cuenta de que la casa debía de estar en una de las islas de Diamond Reef. Acicateó a Athansor con una palabra y ascendieron por las rampas blancas que conducían al puente; no tardaron en estar tan por encima del río que tuvieron la sensación de que navegaban por los archipiélagos de nubes y las estrellas de invierno que se extendían sobre el Lago de los Coheeries.
Después de ir de isla en isla a través de los enormes puentes de acero que las comunicaban, Peter Lake llegó al lugar adecuado y avanzó de manera intuitiva por las miles de calles y plazas hasta dar con las viejas fachadas holandesas tras las cuales estaba la casita de las embaucadoras. Sin embargo, los bloques de pisos estaban vacíos, y en lo que antes era el patio interior se alzaba ahora un edificio industrial de paredes y chimeneas negras de hollín. La fábrica, o lo que fuera, ocupaba toda la manzana y empujaba desde dentro las viejas fachadas; vista a través de las ventanas sin cristales, parecía una ballena que sobresaliera del interior de una casa.
Peter Lake tiró de las puertas. De haberse abierto habrían dado a paredes sólidas. Echó la cabeza hacia atrás para ver la altura de las chimeneas. Había una hilera de siete que se elevaban cientos de pies en el aire, cada una atareada en inventar columnas de humo que expeler y desenmarañar.
Peter Lake recorrió el otro lado y encontró una puerta industrial que tenía la mitad del tamaño del edificio. En la parte inferior había una abertura que, aunque tenía dos veces la altura de un hombre montado a caballo, parecía un diminuto hueco al pie de las barbas de una ballena. De ella salía un río de luz y aire, junto con un sonido de rotación complacida; ignoraba si eran dinamos o motores. Athansor lo llevó dentro a paso suave y lento.
Ante él se extendía una sala amplia, que desaparecía en su propia penumbra al fondo y por arriba. No se veía el techo, pero en lo alto había acres de pasarelas, rejillas y grúas correderas. Algunas de estas avanzaban despacio hacia el infinito, con un movimiento sumamente uniforme y amortiguado que a Peter Lake le resultó extraño. Parecía que las vigas de elevación estuvieran dirigidas desde unas cajas iluminadas, del tamaño de una casa, que estaban sujetas a sus extremos. Aunque daba la impresión de que se desplazaban con un objetivo deliberado, no se veía a nadie dentro. Estaban demasiado lejos y la fuente de la luz amarillenta que salía en haces rectos de sus grandes ventanas era blanca y deslumbrante. Athansor levantó las orejas cuando alzó la cabeza para seguirlas (como si fueran insectos misteriosamente lentos), pero ni él ni Peter Lake oían nada más que el sonido blanco de las máquinas del suelo.
Estas eran del tamaño de edificios de oficinas, de color verde oliva, gris y azul, y estaban cubiertas de barniz lustroso. Unas escaleras subían por los costados hasta salientes y descansillos de acero que conducían a avenidas y senderos interiores. Luces de todos los colores destellaban en ramilletes de flores silvestres parpadeantes; tubos arqueados y gruesos como pozos de minas se curvaban de un enorme bloque a otro; aunque alrededor de esos motores todo era quietud, un sonido uniforme, como el de una docena de Niágaras amortiguados, creaba la inequívoca impresión de velocidad, movimiento y avance envolvente.
Avanzaron junto a la hilera de máquinas hasta que los descubrió un obrero que salía de uno de los largos pasillos interiores. No dijo nada mientras se acercaba pero, con su rostro inexpresivo y sus ojos como joyas, era la viva imagen de la expresión contenida y aquietada. Peter Lake había oído decir a Beverly que cuanto más quieta estaba una persona, más lejos podía viajar, hasta que, en una inmovilidad absoluta, alcanzaba la velocidad absoluta. Si lograba contener el aliento, cerrarse y detener cada átomo de agitación en su interior, había dicho Beverly, podía saltar al infinito. Todo esto escapaba a la comprensión de Peter Lake. No obstante, advirtió que, dentro de ese edificio, Athansor, su callada y afectuosa montura, tenía el aire de un caballo que entra en el patio de un herrero conocido. Se preguntó con qué lo habían herrado en el pasado y volverían, quizá, a herrarlo.
—¿Es que no ha visto el letrero? —preguntó el obrero.
—¿Qué letrero?
—Ese —dijo el hombre señalando un enorme panel luminoso donde se leía: «Prohibida la entrada».
—La verdad es que no lo he visto —respondió Peter Lake—. ¿Qué es este lugar?
—Una central eléctrica. Creía que saltaba a la vista.
—¿Qué clase de central eléctrica? —fue la siguiente pregunta de Peter Lake, mecánico, constructor y reparador habilidoso de motores eléctricos, dinamos, turbinas de vapor y motores de combustión interna.
—Una estación repetidora.
—¿Para qué?
—Para la electricidad que entra aquí.
—¿De dónde?
—No lo sé. Solo es una estación repetidora. No soy ingeniero.
—He visto toda clase de centrales eléctricas.
—Entonces debería saberlo, ¿no?
—Sí. Pero no lo sé. Nunca he visto ni oído nada parecido.
El obrero hizo un gesto desdeñoso.
—Lleva aquí tantos años que he perdido la cuenta.
—No lleva aquí tanto tiempo. Hace veinte años vivía gente en los edificios. En el patio había una caseta con el suelo de tierra. Era donde vivían las embaucadoras, que se dedicaban a robar carteras…
—Lo sé —lo interrumpió el obrero—. La Pequeña Liza Jane, Dolly y Bosca, la morena.
—¿Cómo lo sabe?
—Yo también vivía aquí. Allá, justo donde están esas máquinas, ¿lo ve?
—¿En un edificio?
—Así es. Todo el mundo murió o se mudó a otra parte.
—¿Recuerda un niño que vivía en ese edificio de allí —preguntó Peter Lake señalando el espacio vacío por encima de una hilera de luces— y que estaba muy enfermo? Era así de alto y apenas veía y tenía la cabeza horrorosamente grande, el cráneo hinchado.
—Ya se lo he dicho. Todo el mundo se fue. Pero, si el niño era como dice, puede que lo llevaran al hospital.
—¿Qué hospital?
—El hospital que atiende a los isleños y que los atendía entonces…, el hospital de Printing House Square.
—Pero está en Manhattan.
—Las ambulancias solo tienen que cruzar el puente.
El depósito de cadáveres del hospital de Printing House Square era una habitación sin ventanas en un subsótano que ni siquiera tenía una rejilla de ventilación. Había cincuenta mesas de autopsia bajo focos deslumbrantes, y en cada una descansaba un cuerpo. En varias había hasta diez niños colocados de lado, alineados de un extremo al otro como una fila de pistones inservibles. Los cadáveres eran de todas las edades y colores: hombres, mujeres, niños, indigentes grandes como caballos y flácidos como hatillos de andrajos, obreros musculosos ya rígidos, chicas menudas casi en los huesos, delincuentes cuyo último logro había sido obtener un orificio de bala del tamaño de una moneda de diez centavos, un oriundo de las Indias Orientales decapitado, cuya cabeza miraba fijamente su cuerpo desde el otro extremo de la habitación, niños con expresión de asombro y dolor, hombres y mujeres que nunca imaginaron que acabarían de ese modo, infelices cuya última expresión fue de sorpresa.
Un médico con una bata manchada de sangre iba de mesa en mesa dictando notas a una bocina que lo seguía suspendida de un riel en lo alto, y de vez en cuando se inclinaba sobre un cadáver para examinarlo o abrirlo. Peter Lake se quedó paralizado en la puerta. No podía entrar ni apartarse de allí. Los ojos de los muertos estaban clavados al azar en todas partes y era imposible no hallarse en su campo de visión.
—Sin duda busca a alguien —dijo el médico a Peter Lake sin levantar la vista—. Es probable que no lo encuentre aquí. Si no sabe por qué, yo se lo diré. —Hablaba como si siguiera dictando y la aparición de Peter Lake solo fuera otra circunstancia que anotar y examinar—. Esta gente no tiene a nadie que venga a por ellos. Son los olvidados. ¿Dónde están sus padres, sus hijos, hermanos y amigos? Están o han estado aquí, o lo estarán pronto. ¿Cree que los que todavía respiran quieren acercarse a este lugar antes de que no les quede más remedio? No los arrastraríamos hasta aquí abajo ni con un torno.
Peter Lake guardó silencio, lo que al parecer sirvió de estímulo al médico.
—Tal vez pertenezca usted a un grupo reformista y haya venido a buscar pruebas.
Echó una ojeada a Peter Lake y dedujo, por su aspecto y su expresión, que no lo era.
—Esos vienen a tomar fotos. Esto les resulta de lo más emocionante; por eso vienen. La indignación y la compasión que les inspiran estos fiambres mutilados les producen un júbilo extraordinario; es como su montaña rusa. Lo sé —agregó, al tiempo que practicaba una trágica incisión en el abdomen de una adolescente—, y le diré por qué. Desde que paso aquí todo el tiempo y desarmo a cincuenta de estos al día, no siento nada por ninguno de ellos. No soy Dios. No tengo eso dentro de mí. Los ayudantes de las damas y los críticos sociales enseguida se dan cuenta de que toda esta carne incomible me trae sin cuidado, y eso es precisamente lo que quieren. Saben que son mejores que los cabrones desgraciados a los que intentan ayudar, pero sobre todo disfrutan pensando que son mejores que el resto de nosotros, que no somos tan «compasivos» como ellos. —Se volvió de nuevo hacia Peter Lake y añadió—: ¿Se ha fijado en la cantidad de veces que sale de sus labios esa palabra? La utilizan como una cachiporra. Desconfíe.
Lo que hizo a continuación, como algo normal y corriente, obligó a Peter Lake a cerrar los ojos. El médico prosiguió, con las manos brillantes, como si no hubiera pasado nada.
—Bajan aquí por su propio interés. Les encanta, está más claro que el agua. La gran ironía y la broma perfecta es que los desgraciados que han tocado fondo toman a esa escoria egoísta como defensores. ¡Defensores! Se alimentan de los pobres…, primero de forma material y luego en espíritu. Pero en cierto modo son tal para cual, porque el vicio y la estupidez fueron hechos para ir de la mano.
»Verá, lo sé porque yo era pobre. Pero ascendí como un cohete y sé cómo funciona todo esto. Quienes siempre están de nuestra parte, o creen estarlo, son los que nos retienen abajo. Todos sus actos nos retienen abajo. Nos perdonarán todo. Robos, violaciones, saqueos y asesinatos, y nos defenderán de nosotros mismos. Comprenderán todas nuestras tropelías, y también todos nuestros fracasos y defectos. ¡Perfecto! Podemos continuar así eternamente. ¿Qué les importa a ellos? Perdón: sí les importa. Quieren que sea así.
Se inclinó para practicar un breve corte, fino como un cabello, en el pecho de la demacrada chica rubia a la que acababa de destripar.
—¿Cómo iban a ganarse la vida esos sirvientes de los pobres si no hubiera pobres?
»Lo que me permitió elevarme por encima de toda la gente que no sabe lo suficiente para ver la realidad es que un día miré cara a cara a un hombre que odiaba la mitad de lo que yo era y tuvo el coraje de decírmelo. Recuerdo exactamente sus palabras. Dijo: “Lo que hace usted es horrible…, la manera perfecta de morir joven. A no ser que pretenda vivir de forma agradable únicamente en el más allá, debería aprender a comportarse como es debido”. —El médico interrumpió su tarea, dejó caer las manos a los costados y miró a Peter Lake a los ojos—. Odio a los pobres. Mire lo que hacen consigo mismos. ¿Cómo no vamos a odiarlos, a menos que creamos que han de ser así?
Dejó el escalpelo y reflexionó unos momentos.
—Disculpe —añadió—. A veces hablo con los vivos del mismo modo que con los muertos. Y tal vez me conmuevan más de lo que creo. Pero usted busca a alguien. ¿Por qué, si no, iba a venir aquí?
Peter Lake asintió.
—¿Edad?
—Corta.
—¿Sexo?
—No lo sé. Me pareció un varón.
—¿Raza?
—Irlandés o italiano, creo.
—Eso no son razas. ¿De dónde era?
—De las islas.
—Ya no llegan tantos de allí desde que se industrializaron. La población quedó diezmada.
—Fue antes de eso.
—¿Hace veinte años?
—Sí.
—Tal vez… Podría ayudarle a encontrar a alguien que pasó por aquí hace veinte horas…, tal vez. Pero no veinte días, ni veinte semanas, ni mucho menos veinte meses. ¿Veinte años? Es casi gracioso. Como si fuera usted a un campo de trigo de Kansas con la intención de localizar un grano que cayó de la espiga dos décadas antes. Generaciones enteras nacen y mueren sin que nadie se acuerde de ellas. No se recuerda a nadie. Si los padres están vivos, lo que dudo, le garantizo que también lo habrán olvidado.
»Mire, allí encontrará niñas prostitutas, no una o dos, sino montones. Viven, si se puede llamar a eso vivir, hasta los diecinueve años. Luego sucumben por un exceso de cocaína, la sífilis o un navajazo. ¿Le llevo a la sala donde guardamos solo los pedazos sueltos, o los cadáveres que han estado dos meses en el río…, o años en un cuchitril sin que nadie los encuentre? ¿Le enseño la otra media docena de salas de este hospital donde se repiten escenas idénticas? ¿Y qué decir de los otros hospitales? Printing House Square es pequeño y tranquilo. Hasta en los centros privados de las afueras verá espectáculos como este: no hay nada más repugnante que un cadáver obeso en el que al final se manifiestan todos los placeres frívolos de muchos años para llenarlo hasta arriba de hediondos gases pútridos. La ciudad está en llamas y sitiada. Y estamos en una guerra en la que se mata a todo el mundo y no se recuerda a nadie.
—Entonces, ¿qué debo hacer —preguntó Peter—, si lo que dice es cierto?
—¿Tiene algún ser querido?
—Sí.
—¿Una mujer?
—Sí.
—Váyase a casa con ella.
—Y de ella, ¿quién se acordará?
—Nadie. De eso se trata. Debe usted ocuparse de todo eso ahora.