El Lago de los Coheeries

En invierno el Lago de los Coheeries se hallaba en estado de sitio. Ninguna máquina renacentista que arrojara fuego o lanzara piedras podría competir con un único bofetón blanco de un invierno en Nueva York, y el invierno allí abofeteaba tan incansable como la rueda de paletas de una de las grandes embarcaciones blancas que habían cruzado el lago en estaciones pasadas. Batallones de nubes árticas descendían zumbando del norte para bombardear de nieve el estado, dejarlo blanco como marfil puro, hostigarlo con escarcha que duraría de septiembre a mayo. Perdida en ese asedio blanco estaba la ciudad del Lago de los Coheeries, la cual, al lado del lago infinito, deslumbrante e interminable que, a decir de algunos, acababa en China, era del tamaño de una caja de zapatos.

El lago engullía toda la nieve hasta mediados de diciembre. Una vez congelado, esta se amontonaba y formaba un laberinto de calles lo bastante anchas para los cargueros rompehielos, con paredes más altas que los terraplenes de un canal. Por encima de ellas se veía desfilar los mástiles. En ocasiones un alma valerosa se subía a un globo para dirigir a una cuadrilla que abría a paladas un paso a través de las paredes para que los rompehielos pudieran surcar el lago por el camino más recto. Pero en menos de una semana los vientos cambiantes y la nieve amontonada en los surcos reconstruirían el laberinto y los hombres de los barcos tendrían que avanzar de nuevo a tientas, llamándose unos a otros a gritos y deteniéndose a menudo para encaramarse a un terraplén y mirar alrededor. Y cuando en enero llegara el invierno de verdad, la nieve cubriría por completo el lago y harían falta caballos y trineos para cruzarlo.

Aquel diciembre el hielo estaba despejado e inmaculado, perfecto como un espejo, y los rompehielos podían deslizarse por él como vencejos y martines pescadores. Dejaban surcos en el cristal sin tacha como las ruedas cortantes de un vidriero. Los Penn habían cruzado el lago a ochenta millas por hora. Willa estaba estupefacta. Isaac Penn, que la tenía sentada en el regazo, con el viento en la cara, le hablaba. Eso era holandés, como si decirlo bastara para justificar la velocidad, las grandes cuchillas que se deslizaban por el hielo brillante. Pero Willa lo aceptó sin cuestionarlo. Era holandés. Eso lo explicaba todo. No había necesidad de seguir asombrándose. La idea estaba dentro de su abrigado calcetín de lana. El vértigo, la velocidad, los horizontes marinos y el hielo celeste eran holandeses, y la niña se aferró con fuerza a la magia de la palabra.

No podía decirse lo mismo del hombre de telégrafos que se subió a su embarcación con un mensaje para Isaac Penn y salió disparado en la oscuridad en dirección a la orilla oriental, donde un conjunto de luces señalaba la casa de verano de los Penn, iluminada por las festividades navideñas. El hombre de telégrafos, con guantes de pieles y cuero, se agarraba con fuerza a los cabos. Tenía las manos acalambradas por el esfuerzo, los brazos a punto de desprendérsele, la cara crispada de forzar la vista buscando el camino más corto a través del hielo negro. Al principio las luces no se acercaban. Poco a poco aumentaron de tamaño, hasta que dio la impresión de que avanzaba hacia ellas más veloz que la misma luz. Tuvo que gritar «¡so!» al rompehielos como si fuera un caballo: aflojó la vela y tiró del freno, luego lo soltó y cambió de rumbo. Dejó que el barco se arrastrara durante la última media milla hasta el embarcadero de los Penn, y de vez en cuando daba unos golpecitos al papel arrugado del telegrama para asegurarse de que no había salido volando de su chaleco.

Isaac Penn era conocido por sus lúgubres depresiones, su profunda melancolía, sus momentos de equilibrio celestial y sus enloquecidos arrebatos de felicidad y alegría. Sus estados de ánimo contagiaban a cuantos lo rodeaban. Cuando estaba abatido, el mundo era más gris que los árboles cargados de lluvia de Londres. Cuando estaba eufórico, todas las habitaciones prorrumpían en un estruendo de timbales y metales; era como una feria medieval del corazón, el Medio Oeste en mayo, el vuelo de las aves planeadoras; era la risa de Willa resonando en todas partes, caprichosa e infalible como el oleaje. Aquella noche en el Lago de los Coheeries la casa de verano resplandecía como una vela dentro de un cono de papel. Era la víspera de Nochebuena e Isaac Penn brincaba como una cabra loca. Bailaba con Willa, agachándose mucho; boxeaba con Harry; ejecutaban danzas escocesas ante el fuego, con la alfombra enrollada, junto con los criados y los vecinos más cercanos, los Gamely. Las rodillas se alzaban en el aire, seguidas de calzones danzarines y piernas que se movían como marionetas. Los vestidos se retorcían a la luz amarilla con eufóricos cabeceos y rotaciones. Por todas partes había ron, champán, bizcochos y carne asada. (Bueno, en todas partes no: no los había ni en la chimenea, ni encima del arpa, ni pegados al techo). La casa estaba bien caldeada e iluminada. Hasta los gatos bailaban.

El hombre de telégrafos llamó a la puerta. Cuando la abrieron, allí estaba, cubierto de nieve y hielo, un arbusto en invierno. Al entrar alzó una mano para protegerse los ojos de la luz, que lo asaltó vibrando como un tambor, y caminó como si fuera una chinche, describiendo pequeños círculos, hasta que se detuvo en seco tercamente. Aceptó un tazón de ponche y, mientras los carámbanos de su bigote se derretían en la bebida y el gran órgano de vapor tocaba «Turkey in the Straw», dijo:

—Un telegrama.

Le sorprendió —incluso le asustó— la reacción de los demás. Bailaron y aplaudieron como una pandilla de locos.

—Solo he dicho «un telegrama» —protestó—, no «el segundo advenimiento».

—¡Que Dios le bendiga! —gritaron ellos, y aplaudieron una vez más, lo que dejó perplejo al hombre que acababa de pasar una hora oscura volando como un espíritu sobre el hielo—. ¡Un telegrama! ¡Un telegrama!

Locos, pensó, los típicos locos del sur del estado. Les dio el telegrama.

Harry lo leyó en voz alta: «Imposible ir Lago de los Coheeries Navidad. Pasaré Navidad bailando en Mouquin con Peter Lake. Os quiero a todos. Mi vida resplandece. Beso especial para Willa. Beverly».

Isaac Penn se quedó parado en mitad de la habitación, desconcertado, mientras la música de baile seguía sonando. ¿El Mouquin? ¿Cómo iba a bailar Beverly en el Mouquin? Estaba abarrotado y era sofocante. ¿Qué iba a hacerse a sí misma? ¿Y quién demonios era Peter Lake?

Peter Lake temblaba de miedo cuando, poco antes de Navidad, se dirigió con el caballo blanco (o Athansor, como ahora lo llamaba) a la casa de los Penn, en el extremo noroeste del parque cubierto de nubes. Lo que mejor recordaba de Beverly no eran los confusos momentos de amor ni cómo lo había cambiado cuando la vio sentada al piano, sino el aspecto que tenía al marcharse él. Plantada detrás de las escaleras, bajo la cruda luz nórdica, que suavizaba la bruma dorada de su cabello despeinado. Lo había mirado con una sencillez inigualable. Su expresión no decía nada, no reflejaba nada; no mostraba expectativas con respecto a él, ninguna añagaza ni estrategia. Ni siquiera afecto. Tal vez estaba demasiado cansada para hacer algo más que mirarlo sin pensar. En ese momento no había habido barreras entre ellos, y siempre la recordaría sola al pie de las escaleras, a punto de ascender hacia la fría cresta de luz que rompía como espumoso oleaje en su cabello. Esa era Beverly.

La casa donde vivía no encajaba con tan cautivadora sencillez, porque era un ensayo de fantasía, inventiva y risa. Era más resistente que el casco volcado de un arca, estaba erizada de obstáculos y resultaba tan atractiva como la redonda guirnalda verde que colgaba de la puerta principal. La puerta era azul pálido, casi gris. Si Pearly hubiera pasado por delante se habría detenido. «Sé lo que pasa en estos casos —susurró Peter Lake dirigiéndose a la guirnalda—. Fue demasiado rápido, demasiado rápido. Una conversión tan fulminante está destinada a tener un final mediocre. Se morirá de vergüenza al verme. No podrá mirarme a la cara. Luego se pondrá furiosa. Cuatro minutos después volveré a estar en la calle».

La puerta se abrió hacia él, lo que fue una verdadera sorpresa, ya que las puertas principales suelen abrirse hacia dentro. Debía de notársele la sorpresa en la cara, porque Jayga explicó:

—El señor Penn dice que las puertas deben abrirse hacia fuera, como la visera de un olmo o algo así. Dice que le gusta tener a la gente apretujada dentro de la casa como si llenara una gruta de muñecas. No sé qué quiere decir, pero las puertas se abren hacia fuera. ¿Qué quieres? —Lo miró rápidamente de arriba abajo—. No tenemos entrada de servicio.

—Beverly.

Jayga miró a un lado y al otro.

—¡Oh, Dios mío! —Pensando que podía retroceder en el tiempo, repitió—: ¿Qué quieres? No tenemos entrada de servicio.

—Beverly —respondió Peter Lake con calma.

—¿Beverly qué?

—Beverly Penn.

—¿La señorita Beverly Penn? ¿La señorita?

—La señorita Beverly Penn —repitió Peter Lake—. La señorita.

—¿Tú? —preguntó Jayga atónita—. No pareces un estudiante de Harberd.

—No soy estudiante de Harberd. Soy como tú.

Profundamente alterada, Jayga lo llevó al tejado, donde Beverly reposaba en una tumbona, con la cara vuelta hacia las nubes. Hacía casi calor en el recinto cubierto y la muchacha parecía más descansada y fuerte que cuando la había conocido. De hecho, era la imagen del sosiego, tan serena como el gris tenue y uniforme del bajo techo de nubes. Qué hermosa era. A Peter Lake le evocó las cualidades de fuerza y seguridad que, como eterno prófugo, más anhelaba. Le llevó a pensar que sus batallas eran cosa del pasado y, por primera vez, despertó en él el deseo de contraer matrimonio. Disfrutó imaginando la buena pareja que harían. Esto, y más, fue el resultado de una sola mirada.

Jayga se retiró al piso de abajo, muy agitada, como a menudo lo están los criados por sus señores. Peter Lake se sentó en una tumbona sin cojines frente a la de Beverly. Su abrigo color gris marengo formaba aleros y claraboyas en torno a sus rodillas. Si hubiera llevado un sombrero (no tenía sombrero) se lo habría quitado. La ciudad se preparaba para la Navidad. Aunque ambos sentían la tensión que se aproximaba, reinaba la paz.

Entonces sucedió algo insólito con lo que a veces sueñan hombres y mujeres. Mantuvieron una conversación entera en silencio absoluto, captando sentimientos, planes, exclamaciones, bromas, opiniones, risas y sueños callada, rápida e inexplicablemente. Sus ojos y sus rostros eran tan móviles como la luz cambiante sobre un banco de arena moteado cuando el agua transparente se agita por encima. Peter Lake robaba a veces grandes diamantes de las cabezadas de los caballos; blancos, amarillos y rosados. Y durante las fascinantes horas que precedían a su encuentro con la cerca, pasaba mucho tiempo hipnotizado por la luz que danzaba a través de ellos. Los diamantes, como Beverly, parecían capaces de hablar en silencio.

Mucho de lo que resultaba extraño, no por su contenido, sino por el modo en que se comunicaba, pasaba de uno a otro sin resistencia. Sí, quedaron encantados por la imagen del otro a la luz del día, al aire libre. Él era apuesto y ella hermosa y se llevaron una grata sorpresa al recibir un regalo mayor del que podía ofrecerles la memoria. Se confesaron mutuamente que estaban enamorados. El matrimonio parecía una idea excelente; ¿por qué preocuparse de impedimentos ocultos cuando era probable que ella no viviera otro año?

—¿El Mouquin? —preguntó Peter Lake rompiendo el silencio—. No puedo ir al Mouquin.

—Pero yo quiero ir —dijo Beverly, que hizo oídos sordos a la objeción de Peter Lake y parloteó de manera egoísta mientras bajaban por las escaleras—. Puedo ponerme el vestido de mi madre. Su ropa vuelve a estar de moda. Tengo su vestido de seda azul y blanco.

—Eso está muy bien, pero…

—Y dicen que el Mouquin es un edificio de madera amarilla que por fuera parece una pensión vulgar y corriente, pero por dentro es como un salón de baile francés, con balaustradas de mármol, hileras de helechos, una orquesta, gente que entra y sale y baila. Bailan como si no hubiera nadie más…, los enamorados. Y mi padre dice que todos van de punta en blanco. También dice que lo que lo convierte en un lugar tan maravilloso y alegre es que tiene un lado triste.

—Un lado triste, en efecto —dijo Peter Lake acomodándose en un sofá de terciopelo marrón de la biblioteca—. Ya lo creo que tiene un lado triste, sobre todo para mí. Yo no puedo ir al Mouquin. Pearly Soames prácticamente vive allí.

Entonces le contó que Pearly había jurado traspasarlo con una espada y que, a pesar de su torpeza y su banalidad (a menudo se daba golpes en la cabeza, tropezaba y se pillaba los dedos en las puertas), siempre cumplía sus promesas y era capaz de alcanzar los objetivos más extraordinarios.

—Verás, he estado en el Mouquin y no es tan fabuloso. Al menos no me parece que merezca la pena perder la vida por él.

Beverly se recostó en el terciopelo marrón y cerró los ojos. El calor empezaba a producirle una sensación de cansancio agradable y pendenciero. Jayga trató de atarearse en la cocina, pero, incapaz de resistir el impulso de espiarlos, cada pocos minutos se acercaba al aparador para atisbar el largo pasillo oscuro en dirección a la biblioteca, con sus paredes rojas y sus lámparas brillantes. El Mouquin danzaba ante los ojos de Beverly en una visión que invitaba a pensar nada menos que en un nuevo mundo, una Pascua rusa silenciosa y nevada comprimida en el interior translúcido de un huevo de alabastro, una especie de paraíso en miniatura que, si se entraba en él, podía ser escenario de milagros. Pensó, de modo temerario, que el acto de bailar en el Mouquin expulsaría la enfermedad, la anegaría en una luz devastadora y proporcionaría una cortina de tiempo y belleza que le permitiría a ella pasar al otro lado, donde no había cosas como la fiebre y los que se amaban vivían eternamente. Los problemas de Peter Lake con Pearly parecían insignificantes.

—Me cuesta creer que Pearly pueda hacerte daño mientras bailas conmigo —comentó.

—¡No me digas!

—Sí. No sabría decirte por qué, pero estoy convencida de que conmigo estás a salvo en cualquier parte, incluso en el Mouquin, incluso en el dormitorio de Pearly, incluso en la más oscura de las tumbas.

Peter Lake estaba asombrado, no solo por la pretensión de Beverly de que era capaz de protegerlo, sino porque, por alguna razón, la creía.

—Preferiría no poner a prueba tus poderes, si no te importa —dijo de todos modos, por si acaso.

—¡Quiero ir al Mouquin! —gritó ella, tan fuerte que Jayga pegó un brinco y se golpeó la cabeza con la cazuela que colgaba sobre ella. Como no podía chillar de dolor, ejecutó un largo y silencioso baile de bastones—. Te aseguro que no te pasará nada. Supone un riesgo mayor para mí: ir en coche embutida en ropas rígidas, bailar, beber, estar en un local sofocante, tenso y alegre. Pearly no te pondrá un dedo encima.

Él la creyó. Cuando estaba cansada era más extraña que un oráculo, hablaba de certezas y pronunciaba declaraciones sentenciosas, insistente, egoísta, delirante. Ella se recostó de nuevo, exhausta. Él solo oía el sonido de la respiración de la muchacha, el péndulo de un reloj y golpes procedentes de la cocina. Verlo bailar con Beverly en el Mouquin podía trastornar por completo a Pearly. Y si no, ¿qué? Sería un buen final. Bebería mucho champán y todo el monde de la alta sociedad, el beau monde y el bajo monde que se mezclaban libremente en el Mouquin presenciarían su muerte. Qué demonios, pensó, son los giros inesperados lo que demuestra que estás vivo.

—De acuerdo —dijo—. Iré contigo al Mouquin. Pero esperemos a la Nochevieja, que estará más animado.

—Estupendo. Así tendremos tiempo de ir al Lago de los Coheeries, donde está mi familia. Quiero ver a mi padre y a Willa. Quiero que los conozcas.

Su voz sonó débil, como si se estuviera quedando dormida. Peter Lake se preguntó en qué lo metería esa joven hermosa que a menudo expresaba tan bien lo que quería. No tenía ni idea de adónde lo conduciría, pero sabía que la amaba.

—¿Al Lago de los Coheeries? Bueno, pues al Lago de los Coheeries.

—Me alegro —respondió ella, tan bajito que él apenas la oyó.

Había un pino pequeño atado a la alta chimenea negra del barco de Albany. Tenía las ramas inclinadas hacia atrás debido a la lucha constante con el viento, pero seguía siendo un árbol de Navidad. Peter Lake y Beverly se introdujeron en una bodega oscura, donde instalaron cómodamente a Athansor con otros dos o tres caballos, y a continuación sujetaron el trineo a la cubierta. Las luces eléctricas cobraron intensidad de golpe cuando el generador se conectó con motores que habían estado al ralentí. Peter Lake y Beverly, él con su abrigo gris y ella con sus suaves pieles de marta, se volvieron de pronto visibles. Él se aseguró de que Athansor estuviera bien instalado y tomó a Beverly del brazo para conducirla por unas escaleras a su camarote. No sabía adónde iba, pero ella sí. Había viajado en ese camarote cientos de veces.

Cuando estaban a punto de entrar, Peter Lake se asomó por la barandilla para mirar la cubierta de abajo, donde unos vendedores ofrecían barras de pan caliente, castañas, té y café.

—Voy a comprar pan y té para la travesía. No, el té se enfriará; supongo que es mejor que compre cerveza.

—No es necesario —respondió ella.

—¿Por qué? Algo tendremos que comer.

—Hay un restaurante a bordo y, si quieres, puedes llamar a un camarero a las cuatro de la madrugada para pedir ostras, ron caliente, costillas y todo lo que se te antoje.

—En ese caso, al demonio las castañas.

El camarote tenía dos niveles. En el inferior había una mesa grande de comedor sobre la que pendía una lámpara de aceite de cardán (la habían dejado, después de la irrupción de la electricidad, a petición de Isaac Penn), camas nido, literas, un escritorio, un sofá cama y un cuarto de baño completo; en el superior, otra cama nido y unas pocas sillas de cuero mirando hacia la cristalera que daba a estribor. Como el barco zarpaba a mediodía para dirigirse río arriba, la vista de estribor mostraba todas las filigranas que el sol podía iluminar.

—Este es nuestro camarote —dijo Beverly—. El Brayton Ives se encarga de llevar el Sun desde las Glens Falls. A la naviera le va bien gracias al periódico, de manera que nos guardan este camarote para cuando queramos utilizarlo. Hemos de pagar, pero como si se tratara de un camarote corriente. Son pequeños pero están bien. Una vez, cuando éramos niños, Harry y yo dormimos en uno porque íbamos tantos Penn al lago que no quedaban camas libres.

El barco soltó las amarras y se adentró en el canal despejado de hielo. Sin quitarse el abrigo, Peter Lake y Beverly cayeron sobre una cama y estuvieron besándose hasta Riverdale. Por encima de la vibración de los motores oían las bandas de música del Upper West Side y el sonido apagado de coros en las iglesias más pequeñas. No se levantaron hasta que llegaron a Riverdale, momento en que salieron a cubierta y contemplaron las tierras vírgenes. Acantilados blanqueados, colinas ondulantes, árboles brillantes de hielo y, a millas de distancia, el Tappan Zee, que se extendía ante ellos como una ruta hacia los polos; esa era su Navidad, y el cálido sonido del motor, semejante al de un tambor, su música navideña.

En Tarrytown, la puesta de sol volvió rojos y naranjas como frutas tropicales los chapiteles, las torres y los edificios de ladrillo de la colina. Cuando pasaron por Ossining ya había oscurecido y los campos nevados se veían azules y violetas. Las casas de Ossining que ascendían por las colinas brillaban, con su luz interior, como luciérnagas mientras las familias felices, las infelices y las que no eran ni lo uno ni lo otro, o eran ambas cosas, se reunían alrededor de cenas prenavideñas al estilo holandés. Sin duda en los estanques quedaban aún unos cuantos chicos que bajaban veloces en la penumbra por las estrechas veredas despejadas que se atravesaban como fríos desfiladeros las paredes de robles y espadañas. El río en Ossining era tan ancho, hermoso y tranquilo, la plataforma de hielo sobre la bahía de Croton tan interminable y ártica, las montañas del norte tan gigantescas, los bosques del este tan bellos y los campos y huertos tan atrayentes con las luces de las bonitas casas que se alzaban en sus bordes o en los huecos de las colinas, que Peter Lake y Beverly se quedaron en cubierta, aunque el viento les dejó la cara helada y entumecida.

La bahía de Haverstraw se hallaba despejada en su mayor parte, pero el canal estaba sembrado de enormes bloques de hielo contra los que se estrellaba la proa revestida de hierro del Brayton Ives con su movimiento descendente. Cada vez que eso ocurría era como si diez mil campanas rodaran por una gran escalinata. El sonido combinaba bien con la gran presión del viento, los esfuerzos del motor y las distintas sirenas del barco de vapor. Peter Lake y Beverly, ambos con el rostro encendido por el viento del norte, observaban cómo el barco embestía un témpano blanco tras otro y los transformaba en confeti flotante o simplemente los partía por la mitad.

Las montañas entre las que serpenteaba el río, ahora blanqueadas por el invierno, en verano se convertían en ondulantes colinas verdes o en altas cordilleras marrones cubiertas de árboles fulminados por rayos en los que ejércitos de águilas construían sus enormes nidos. A menos de medio día de Nueva York había valles umbríos tan oscuros y desiertos que bien podrían haber estado en la frontera. No se divisaban luces al norte de Haverstraw y todos los habitantes de Verplanck, donde reinaban los rompehielos, estaban acostados o sentados junto al fuego, con las lámparas apagadas. Las colinas eran áridas, el agua negra, el hielo se volvía más denso con cada acometida del Brayton Ives. Aun así, la embarcación no paraba de estrellarse contra él y, cuanto más duro era, con más denuedo luchaba.

Durmieron a lo largo de toda una noche de embestidas y bandazos y soñaron que daban la vuelta a la tierra como ángeles, volando con las manos extendidas para marcar el rumbo. A veces por la ventana abierta entraba una voluta de humo que irritaba sus ojos dormidos, pero no tardaba en salir, y se vieron a sí mismos muy por encima del mar y silbando sobre una cordillera oscura en lo más profundo de Asia Central. Se despertaron con la sensación de que se habían pasado la vida embistiendo hielo y se encontraron con un amanecer bajo cero y un gran alboroto en la cubierta.

—¿Qué hay a bordo que se pueda quemar? —preguntó el capitán desde la timonera.

—Roble y pino tea, señor —respondió un marinero desde la toldilla, cuajada de hielo—. Y un cargamento de caoba —añadió, como si acabara de caer en la cuenta.

—Empezad con el pino. Cubridlo con roble. Y si no logramos ponerlo a todo vapor, tirad la maldita caoba. La pagaremos.

El Brayton Ives había llegado a Conn Hook, donde el río era tan estrecho que el hielo parecía una calzada recta de mármol. Tuvieron que subirse a la frágil plataforma helada (como si el barco fuera un pato mecánico que saliera aleteando de un estanque) y romperla con el enorme peso de la embarcación. No se trataba de simple navegación fluvial; era una guerra invernal.

El barco retrocedió un cuarto de milla a través de las placas que acababa de romper y se detuvo mientras la madera pasaba de mano en mano hasta la boca de la caldera. Los hornos rugían a temperaturas infernales y su estruendo se oía en los campos. La presión aumentaba. El jefe de máquinas, que miraba con los ojos entrecerrados sus instrumentos de medición, observaba cómo ascendían los indicadores. Tres columnas de agua coloreada atravesaron unas bandas rojas de advertencia. Contuvo la respiración: 1750… 1800… 1850… 1900… 1950… 1975… ¡2000! Puso el barco a todo vapor, sin saber si las máquinas soportarían la presión o provocarían otra explosión fatal en el río.

Los engranajes y los reguladores desacoplados giraron tan deprisa que se hicieron invisibles. El viscoso petróleo se volvió menos espeso. Empezó a salir humo de los ejes, aunque los grumetes les arrojaban cubos de agua fría. Comenzaron a dar vueltas las paletas, que cavaron una zanja en el agua del río y la volatilizaron como una sierra. El Brayton Ives recorrió un cuarto de milla como una bola de cañón y golpeó la plataforma de hielo. Con un movimiento lento pero imparable se subió a ella y avanzó un millar de pies. De nuevo en el centro del canal, con las ruedas de paletas picando el hielo como si fueran fresadoras enloquecidas, el Brayton Ives se deslizó tan lejos del agua que los miembros de la tripulación y el capitán, Peter Lake y Beverly, que se hallaban en la tercera cubierta, ahora inclinada, no estaban seguros de qué había ocurrido ni de dónde se encontraban.

«¡Explosión!», gritó el jefe de máquinas mientras tiraba de la válvula de seguridad y un chorro de vapor salía y se elevaba muy por encima del Hudson con un silbido que llegó a oírse en el extremo norte del lago Champlain. Cuando el silbido perdió fuerza, vieron que estaban varados en el hielo. Las ruedas habían dejado de girar. El agua despejada que habían abandonado quedaba tan lejos que no alcanzaban a verla. El Brayton Ives parecía un barco de juguete en un escaparate con motivos invernales.

Cerca de la proa un hombre empezó a moverse. El capitán le indicó por señas que se detuviera. Como todos los demás, aguzó el oído. Todas las miradas iban del río blanco al patrón del barco, que tenía las manos alzadas. Transcurrieron uno, dos, tres, cuatro minutos. Al los cinco minutos, los descreídos estaban convencidos de que el capitán había dejado el barco en dique seco hasta que trajeran un tonel de dinamita de West Point. Pero el capitán seguía en el puente, con las manos en la misma posición, escuchando.

«Mira —dijo Beverly—, está sonriendo». El hombre había esbozado una sonrisa de satisfacción y bajado los brazos. La tripulación de cubierta pensó que se tomaba con buen humor la derrota y se echaron a reír. Él agitó un dedo hacia ellos y miró por encima de sus cabezas.

Todos los ojos a bordo del barco se volvieron hacia el norte, donde un ruido semejante al restallido prolongado de un látigo resonó en el valle entero. Una línea negra que dividía el hielo avanzaba hacia ellos. El capitán supo lo que iba a suceder antes que nadie (por algo era el capitán). El mundo pareció desmoronarse cuando el río solidificado se partió en dos a lo largo de varias millas y el barco cayó con un rugido en un abismo de agua liberada. Ante ellos se abrió un camino tan claro como una vía entre dos muelles. Se pusieron en movimiento y se dirigieron con calma hacia el norte…, donde no parecía haber gente, solo montañas, lagos, estepas nevadas y pobladas de juncos y dioses del invierno que jugaban con tormentas y estrellas.

Jayga había observado cómo Peter Lake y Beverly colocaban en el trineo el equipaje, lo enganchaban a Athansor y se alejaban envueltos en pieles. Un minuto después corría a la comisaría para ensordecer al sargento de recepción con la trama de una de las tragedias shakespeareanas que había oído declamar en las tabernas, un confuso cruce entre Otelo, Lear, Hamlet y Cuando éramos jóvenes en Killarney, Molly, explicada con una mezcla de velocidad y estruendo que salió demasiado embarullada para admitir mucha gramática.

—La joven señorita y su pavo se han desfugado —dijo Jayga al sargento—. Sabía que él no tenía cualidad. Pardiez, pasa ahí toda la noche. ¡Prestadme orejas! Lustros atrás, lo recordaba en lo más rotundo de la memoria cuando se desurdía en ansias de batas de raso y colchas de seda. ¿Es que no tiene aprensión?

—¿Qué ha ocurrido? —inquirió el sargento—. ¿Ha venido a denunciar un delito?

—¡Pardiez! ¡Maldita sea vuestra estampa, bestia indecente!

Consideraba que, si tenía que hablar con la policía en nombre de los Penn, esa era la forma correcta. Y así continuó mientras inventaba detalles que atrajeron al sargento hacia ella hasta que la tripa de este aplastó el libro de registro como un pequeño hipopótamo reclinado sobre una Biblia de bolsillo. Peter Lake tenía unos ojos extraños, rojos. Salían relámpagos de su fusta. El caballo era capaz de volar (ella lo había visto en el aire, dando vueltas alrededor de la casa mientras su amo estaba fuera). Jayga se había aferrado a los tobillos de su señora suplicándole que se quedara y se había arrojado delante del trineo, pero de nada había servido. Después de media hora de gritos, cuando hubo acabado su relato, exclamó:

—¡Ay, he dejado las galletas en el horno! —Y salió de la comisaría tan deprisa que el policía creyó que había sido un sueño.

Siguió un trasiego de telegramas entre el Sun y el Lago de los Coheeries. El hombre del telégrafo trabajó como nunca esa Navidad y creó una ruta para rompehielos más recta que el cañón de un rifle Sharps.

BEVERLY DESAPARECIDA STOP JAYGA DICE SE FUGÓ CON SEÑOR STOP CONSEJO STOP

CÓMO SIGNO DE INTERROGACIÓN EXCLAMACIÓN ENCUÉNTRELA STOP REGISTRE EL TEJADO STOP BUSQUE EN TODAS PARTES STOP

TODOS ESTÁN BUSCANDO EN TODAS PARTES STOP NO LA ENCONTRAMOS STOP CONSEJO STOP

BUSQUEN MÁS STOP

SEGUIMOS SIN ENCONTRAR A BEVERLY STOP

BUSQUEN EN TODAS PARTES STOP

DÓNDE ES TODAS PARTES SIGNO DE INTERROGACIÓN STOP

QUIERE DETALLES SIGNO DE INTERROGACIÓN STOP

SÍ STOP

HOSPITALES HOTELES ALMACENES RESTAURANTES PANADERÍAS CORDELERÍAS ESTABLOS CARGUEROS VAQUERÍAS MAYORISTAS DE PRODUCTOS FRESCOS CERVECERÍAS INVERNADEROS MATADEROS BAÑOS MERCADOS DE AVES OFICINAS GUBERNAMENTALES COMERCIOS MINORISTAS SOLDADORES TALLERES INDUSTRIALES GIMNASIOS FORJAS ESCUELAS ESTUDIOS DE ARTE OFICINAS DE EMPLEO SALAS DE BAILE BIBLIOTECAS TEATROS OSTRERÍAS ALFARERÍAS PISTAS DE SQUASH IMPRENTAS SUBASTAS LABORATORIOS CENTRALES TELEFÓNICAS ESTACIONES DE TREN SALONES DE BELLEZA DEPÓSITOS DE CADÁVERES EMBARCADEROS ARSENALES CAFETERÍAS CLUBES HORNOS MUSEOS COMISARÍAS SENDEROS DE BICICLETA CURTIDURÍAS CÁRCELES BARBERÍAS SALAS DE ENSAYO BANCOS BARES CONVENTOS MONASTERIOS RESTAURANTES DE ENSALADAS TERMINALES DE BARCOS DE VAPOR IGLESIAS GALERÍAS CENTROS DE CONFERENCIAS PROSTÍBULOS ESCUELAS DE MÚSICA HANGARES Y TORRES DE OBSERVACIÓN STOP

HAN MIRADO EN EL SÓTANO STOP

SÍ STOP

El Brayton Ives se detuvo al pie de unas montañas altas que bordeaban la orilla oeste del río y se colocó una rampa que descendía hacia el hielo. Mientras los motores zumbaban al ralentí, todo estaba tranquilo y no se percibía ningún movimiento. De pronto Athansor salió en tromba por el costado del barco, golpeando la rampa con los cascos, tirando del trineo de Peter Lake y Beverly. Antes de que los marineros hubieran recogido las tablas, Athansor galopaba por los caminos blancos que llevaban a las montañas y más allá. No había barandillas junto a los precipicios de cientos de pies de altura, solo árboles revestidos de hielo y arbustos de hoja perenne encerrados en gruesos sarcófagos de nieve desde hacía tiempo. Subieron y subieron, rebotando a izquierda y derecha en aterradores derrapes, cruzando las montañas heladas bajo un despejado cielo polar. Finalmente se detuvieron en un pequeño desfiladero y miraron en dirección oeste, hacia la llanura más extensa que Peter Lake había visto jamás. Se prolongaba a lo largo de cientos de millas en tres direcciones y albergaba bosques, campos, ríos, ciudades y el Lago de los Coheeries, a veinte millas de distancia, silencioso y cubierto de nieve, más amplio que el sonido de un cuerno de caza, brillando sobre el horizonte en ondas blancas ilusorias, un reino independiente de la frontera no cartografiada. Tras bajar la montaña casi volando, Athansor corrió a una velocidad vertiginosa por un camino ancho, recto y nevado que conducía al lago.

Galopaba como un caballo de fuego por la senda de los trineos que corría paralela a la ruta del rompehielos, cuando Beverly se levantó y exclamó: «¡Ahí está mi familia!», y señaló un rompehielos que avanzaba como un cohete hacia ellos. Isaac Penn reconoció el trineo y soltó la vela al tiempo que hincaba en el hielo el freno, que levantó una cola de purpurina. Con el sonido de la respiración profunda del caballo y el ondear de la vela, los Penn se quedaron mirando a Beverly y Peter Lake, quienes los miraron a su vez. Nadie sabía qué decir, pero Willa se inclinó y tendió las manos hacia Beverly, su hermana querida, su predilecta. Peter Lake bajó de un salto del trineo, cogió a la niña y la dejó en los brazos de Beverly. Willa parecía un osezno jugueteando con su madre, pues las dos hermanas vestían brillantes pieles negras. Beverly la estrechaba como si nunca fuera a soltarla.

Willa cerró los ojos y se durmió feliz; el rompehielos dio media vuelta; la fusta de Peter Lake restalló, y se precipitaron hacia la casa a orillas del lago bajo un cielo de uniforme azul oscuro. «¡No pares, Peter Lake, no pares!», gritaba Beverly con la niña en brazos.

Él nunca había tenido una familia. Y, de pronto, ahí estaba, convertido casi en marido y padre. Las escenas triviales son a veces tan hermosas que cambian a un hombre para siempre. Peter Lake jamás olvidaría ese mediodía sobre un lago de hielo, del mismo modo que no olvidaría las palabras de Beverly.

«No pares», había dicho. Él no pensaba parar. Todo había cambiado. Lo único que quería ahora era amor.

Durmieron hasta el anochecer, Beverly en una logia construida expresamente para ella y Peter Lake en un dormitorio del piso de arriba. Él se despertó en una oscuridad absoluta y recorrió a tientas pasillos y pasadizos hasta que se encontró en una estancia enorme con dos chimeneas, donde estaban los Penn, todos bien despiertos, incluida Beverly, que había abandonado el frío. Peter Lake anunció que tenía que ocuparse de su caballo y salió por la puerta principal. El aire era una montaña de cristal a través de la cual brillaba una luna reluciente. Siguió el rastro del trineo hasta el establo, atisbó el interior y vio a Athansor, que soñaba con aire satisfecho bajo una gruesa manta escarlata. Con la cabeza despejada, Peter Lake volvió a la casa y se encontró con que todos, excepto Isaac Penn, estaban en la cocina preparando un festín digno de los hunos, los mongoles y los esquimales. Isaac Penn, entronizado en una butaca, miraba fijamente el fuego y tamborileaba con sus delgados dedos sobre los gruesos brazos de cuero.

Peter Lake se sentó en un banco de madera junto a la chimenea y miró a Isaac Penn a los ojos. Esperaba librar con él una batalla de miradas, como con Pearly. Sabía que los hombres poderosos eran capaces de empequeñecer a las personas con la mirada y que a menudo lo hacían. Jackson Mead y Mootfowl también solían hacerlo, aunque sin malicia. Por eso, Peter Lake daba por sentado que sería examinado, escudriñado y desmenuzado, porque Isaac Penn era un rival mucho más fuerte que Pearly. De hecho, a ojos de Isaac Penn, Pearly no era más que un cachorro de dientes afilados. Eso se debía a que Isaac Penn era el hombre que estaba detrás del espejo de la ciudad. Tenía un poder casi supremo sobre la idea que la ciudad tenía de sí misma y, mediante pequeños ajustes, era capaz de hipnotizarla y hechizarla. Si quería, podía conseguir que sacudiera sus miembros presa de convulsiones alarmantes. Era capaz de espantarla, de vaciar sus calles y de lograr que deseara esconderse en un agujero. Porque Isaac Penn podía conmocionar de tal modo Nueva York que la fuerza de la urbe dejaría en evidencia a los gigantes de la tierra u obligarla a levantar la mano para que quitara el polvo del ojo de un bebé. Peter Lake esperaba uno de esos encuentros en los que se sentía como un mosquito con aspiraciones.

Por lo tanto, se sorprendió cuando Isaac Penn lo miró a los ojos y, con bastante mansedumbre (incluso parecía un corderito, lo que probablemente explicaba la maravillosa expresión que distinguía a Willa de los demás niños; Beverly no parecía un corderito), dijo:

—Hummm…, esto…, ¿bebe vino con las comidas?

—A veces —respondió Peter Lake.

—Bien, esta noche tomaremos vino. ¿Le parece bien un claret? ¿Un Château Moules du Lac del noventa y ocho?

—Oh, sí, cualquier vino —contestó Peter Lake—. Pero ¿no se dice «claré»?

—No, claret. Se pronuncia la t, como en filet.

—¿Filet? Creía que se decía «filé».

—No. Filet y claret. —Isaac Penn se recostó en la butaca.

Peter Lake empezaba a relajarse. ¿Por qué había esperado algo distinto de ese anciano tímido?

—¿Sabe qué? —dijo Isaac Penn.

—¿Señor?

—Tiene pinta de sinvergüenza. ¿Quién es usted, a qué se dedica, qué relación tiene con Beverly, está al corriente de su delicado estado, cuáles son sus motivaciones, intenciones y deseos? Dígame toda la verdad, no invente nada, calle si entra un niño o un criado y sea breve.

—¿Cómo quiere que sea breve? Son preguntas complicadas.

—Puede ser breve. Si fuera usted uno de mis periodistas, ya habría terminado. Dios creó el mundo en seis días. Imítelo.

—Lo intentaré.

—Innecesario.

—De acuerdo.

—Innecesario.

—Me llamo Peter Lake. Tiene razón, soy un sinvergüenza. Soy ladrón, aunque en realidad soy mecánico, y de los buenos. Amo a Beverly. Nuestra relación no responde a ningún nombre. No tengo ninguna intención; estoy al corriente de su delicado estado; la quiero; me mueve… el amor. Esta tarde, cuando cruzábamos el lago y Beverly tenía a la niña en brazos, he experimentado un sentido de la responsabilidad mucho más gratificante que cualquier placer que haya conocido jamás.

»Sé que la niña es su hija. Sé que Beverly tal vez muera. Y soy más que consciente de mis deficiencias como padre, sostén y protector. Y, aunque entiendo de máquinas, soy ignorante. Sé que soy ignorante. Y sé… sé que la extraña pequeña familia del trineo pronto se romperá. Pero Willa quiere a Beverly. Beverly es casi su madre. Y creo que deberíamos dejar que la cuide durante un tiempo, no tanto por la niña como por ella misma. ¿Lo comprende?

—¿Cómo puedo saber —preguntó Isaac Penn— que no le mueve solo la vanidad o la curiosidad? ¿Cómo puedo saber que no está aquí solo por el dinero de esta familia?

Peter Lake era totalmente dueño de sí mismo.

—Soy huérfano —dijo—. Los huérfanos no tenemos vanidad. No sabría decirle por qué, pero es necesario tener padres para ser vanidoso. Sean cuales fueren mis defectos, tiendo a tomar las cosas con cierta gratitud, y a los vanidosos les cuesta sentirse agradecidos. En cuanto a la curiosidad, bueno, he visto mucho, demasiado. La curiosidad no tiene nada que ver con esto. No sé por qué la ha sacado a colación.

—¿Y el dinero? ¿Sabe por qué lo he sacado a colación?

—Sí, he pensado en el dinero. Al principio me entusiasmó. —Sonrió—. Ya lo creo. Tuve sueños de grandeza…, soñé que era la mano derecha de usted, que hacía todo lo que tienen ocasión de hacer los hombres ricos y poderosos, que cada día llevaba un traje diferente y dormía en sábanas limpias. Me convertía en senador, en presidente. Beverly vivía. Nuestros hijos también eran magníficos. Las entradas de la enciclopedia que hablaban de nosotros eran tan largas que ocupaban casi todo el tomo de la «L». Por todo el país había monumentos en mi honor, de mármol blanco como la nieve. Confieso que acababa volando por el universo. Beverly y yo tocábamos la luna y volábamos hacia las estrellas. Pero, fíjese, tras fantasear durante unas pocas horas, no quedaba ningún otro lugar al que ir. Tras caminar unas pocas horas entre reyes, me alegré mucho de ser Peter Lake, de quien nadie ha oído hablar, anónimo y libre.

»Señor Penn, las únicas personas que desean esa clase de cosas son aquellas que son demasiado estúpidas para fantasear con ellas y no darse cuenta de que no son reales. Quizá le extrañe lo que voy a decirle, señor, y es toda una novedad para mí (de estos últimos días, creo yo), pero quiero responsabilidad. Es la mayor gloria, en mi opinión. Quiero dar, no recibir. Y amo a Beverly.

—¿Se da cuenta de…? ¿Cómo debo llamarlo?

—Todo el mundo me llama por mi nombre y apellido.

—¿Se da cuenta, Peter Lake, de que el dinero, la existencia del dinero, puede erosionar y corromper esos sentimientos?

—Sí, señor. Lo he visto con mis propios ojos. También lo siento dentro de mí.

—Entonces, ¿qué se propone hacer para evitarlo…, suponiendo que tuviera ese privilegio?

—Sé lo que debo hacer. No tengo estudios pero no soy ningún necio. Después…, si… Beverly muere, desapareceré. No quiero nada de todo esto. —Abarcó con un ademán la habitación donde estaban sentados, pero en realidad se refería a todo lo que había en el mundo.

—¿Cree que le permitiría hacer eso? ¿Al hombre al que ama mi hija? Y ella lo ama. Así me lo ha confesado…, y no tenía por qué decírmelo.

—No está en su mano decidir.

—Le diré, Peter Lake, que, si por mí fuera, le permitiría hacer eso. Mi impulso sería velar por su bienestar el resto de su vida, introducirlo en la familia y convertirlo en uno de nosotros. Pero no lo haré. Por Beverly. ¿Lo comprende?

—Sí, lo comprendo. Por supuesto que lo comprendo, señor Penn. Además, es evidente que no he nacido para tener una familia en el sentido al que usted se refiere. No he nacido para ser protegido, se lo aseguro, sino para proteger.

—Entonces estamos de acuerdo. Doy por hecho que dejará usted de ser ladrón y volverá a la mecánica.

Peter Lake asintió.

—Voy a pedirle una cosa, solo una. Es para lo único que necesito su ayuda.

—¿De qué se trata?

—Un niño. Una vez, hace mucho tiempo, vi a un niño en un pasillo de un edificio. De todo lo que he visto en mi vida, eso es lo que mejor recuerdo. Esa imagen me ha acompañado desde…

Pero Peter Lake tuvo que interrumpirse al salir de la cocina toda la troupe, con las mejillas rojas por el calor del horno, fuentes de comida y botellas de vino. Antes de que se sentaran a la mesa para comer, Beverly los mandó a lavarse, no porque les hiciera falta (tenían las manos muy limpias), sino porque quería abrazar a su padre y darle las gracias por aceptar a Peter Lake, como sabía que había hecho por su expresión y la de Peter Lake…, y porque había estado escuchando junto a la puerta.

Más tarde, renovados y vigorizados por una buena cena y muchas risas, Isaac Penn y Peter Lake estaban sentados en el pequeño estudio, mirando el fuego. El calor emanaba de media docena de leños convertidos en rojos cilindros de llamas que cambiaron de color hasta parecer seis soles en un universo negro de ladrillo refractario. Su resplandor recorría la habitación como un viento invisible y había dejado a los dos hombres paralizados…, como ciervos que, en medio de un bosque que arde, levantan la cabeza hacia las llamas más altas y brillantes y miran el interior de un túnel de luz blanca.

—Los médicos dijeron que le quedaban pocos meses de vida —dijo Isaac Penn como si hablara consigo mismo—. De eso hará un año.

Miró la ventana cubierta de hielo en la que se había extraviado la luna y escuchó el viento procedente del Lago de los Coheeries como solo podía oírse allí, en una noche de mediados de invierno, semejante a los rugientes vientos rápidos de Marte o Saturno.

—Es un misterio para mí que pueda dormir al aire libre con este tiempo. No tendría por qué hacerlo en invierno, pero incluso aquí, en el lago, se niega a entrar en casa. Nunca me acostumbraré a la idea de que mi hija esté en esa caldera de hielo. Pero cuando por las mañanas baja a desayunar parece renovada después de doce horas expuesta a un frío que mataría a un hombre fuerte y sano. El viento y la nieve la asaltan, la cubren. Al principio le suplicaba que entrara, pero comprendí que eso la mantiene viva.

—¿Cómo?

—No lo sé.

—Me pregunto… —dijo Peter Lake, consciente de que se encontraba en un lugar acogedor en medio de un vasto mar de nieve y hielo que maniobraba al otro lado de las paredes como un ejército salvaje sin contrincante—. Me pregunto cómo se las arreglarán los demás.

—¿Los demás?

—Los miles, los cientos de miles que son como Beverly.

—Todos somos como Beverly. Ella ha empezado antes, eso es todo.

—Pero no tiene por qué ser así.

—¿Así? Hable claro.

—Los pobres no deberían sufrir como sufren y morir jóvenes.

—¿Los pobres? ¿Se refiere a todo el mundo? Sin duda se refiere a todos los habitantes de Nueva York, porque en Nueva York hasta los ricos son pobres. Pero ¿es pobre Beverly según su definición? No. ¿Y qué diferencia hay?

—La diferencia es que los niños, junto con sus madres y sus padres, viven y mueren como animales —respondió Peter Lake—. No tienen porches especiales donde dormir, ni cien libras de plumones y pieles de marta, ni bañeras de mármol que parecen piscinas, ni ejércitos de médicos de Harvard y Johns Hopkins, ni fuentes de carne asada, ni bebidas calientes en termos de plata, ni familias alegres y felices. Quiero que Beverly tenga esas cosas y preferiría morir antes que privarla de ellas. Pero ahí reside la diferencia. El niño que vi en ese pasillo estaba descalzo, con la cabeza descubierta, vestido con harapos mugrientos, famélico, ciego, abandonado. No tenía un colchón de plumas. Estaba al borde de la muerte. Y estaba de pie porque no tenía un lugar donde tumbarse a morir.

—Lo sé —dijo Isaac Penn—, lo he visto muchas más veces que usted. Olvida que yo era más pobre de lo que usted ha sido jamás y durante más tiempo del que usted ha vivido. Tenía un padre y una madre, hermanos y hermanas, y todos murieron jóvenes, demasiado pronto. Sé de qué me habla. ¿Cree que soy necio? En el Sun denunciamos las injusticias y proponemos medidas sensatas para corregir las iniquidades cuando no conducen a nada. Soy consciente de que hay demasiado sufrimiento innecesario y cruel. Pero al parecer usted no comprende que esas personas a las que dice defender tienen compensaciones en su lucha.

—¿Qué compensaciones?

—Sus movimientos, sus pasiones, sus sentimientos; sus cuerpos y sus sentidos apresados están dirigidos con mano tan segura como los detalles microscópicos de las estaciones o los componentes infinitesimales del único y gran movimiento de la ciudad. Con sus actos, fortuitos en apariencia, forman parte de un plan. ¿No se da cuenta?

—No veo justicia en ese plan.

—¿Quién ha dicho que usted —replicó Isaac Penn—, un simple hombre, pueda percibir siempre la justicia? ¿Quién ha dicho que la justicia es lo que usted supone? ¿Está seguro de que sabrá reconocerla cuando la vea, de que vivirá el tiempo suficiente para distinguir el contundente estruendo que la acompaña, de que puede manifestarse dentro de una generación, dentro de diez generaciones, dentro de la existencia humana en toda su extensión? Usted habla de sentido común, no de justicia. La justicia es más sublime y menos fácil de comprender…, hasta que se presenta con su inconfundible esplendor. El plan del que le hablo escapa a nuestra comprensión. Pero a veces intuimos su presencia.

»Ningún coreógrafo, arquitecto, ingeniero o pintor podría trazar un plan más exhaustivo y sutil. Todas las acciones y todos los escenarios cumplen una función. Y cuanto menos poder se tiene, más cerca se está de las grandes olas que se extienden sobre todas las cosas preparándolas pacientemente para la llegada de un futuro que no estará marcado por la simple equidad humana (hasta a un niño se le podría ocurrir eso), sino por conexiones luminosas y sorprendentes que no hemos imaginado, por ilustraciones aterradoras y benevolentes…, una edad de oro que no revelará lo que deseamos, sino alguna verdad cruda e incómoda sobre la que descansa cuanto ha existido y existirá jamás. En el mundo hay justicia, Peter Lake, pero no puede alcanzarse sin misterio. Tratamos de obtenerla sin saber exactamente qué es y apenas la rozamos. Da lo mismo, porque a lo largo de todos los tiempos las llamas y las chispas de la justicia llegan a revitalizar épocas ocultas, como motores cuya potencia se desliza sobre líneas invisibles para elevarse inconsciente contra la oscuridad en ciudades remotas.

—No lo sé —dijo Peter Lake, confuso—. Pienso en Beverly y no estoy muy seguro de la edad de oro de la que usted habla, que está más allá de nuestras vidas y que nunca veremos. Piense en Beverly. ¿Cómo lo explica?

Isaac Penn se levantó de la silla para salir de la habitación. Al llegar a la puerta se volvió hacia Peter Lake, que se sintió solo y tuvo frío. Isaac Penn era un anciano y a veces mostraba una solemnidad aterradora, como si estuviera en presencia de un millar de espíritus torturadores. En sus ojos se reflejaba el fuego. Parecían antinaturales, como túneles de llamas dentro de un alma que se había vuelto tan profunda que pronto abandonaría la vida.

—¿Todavía no se ha dado cuenta de que Beverly ha visto la edad de oro…, no una edad de oro del pasado ni una del futuro, sino una que está aquí? Aunque soy un anciano, yo aún no la he visto. Y ella sí. Eso me ha roto el corazón.

Con la proximidad de las fiestas los niños se habían convertido en pequeñas dinamos de codicia excitadas, y la mañana del día de Navidad tuvo lugar un impresionante intercambio de botines, en el que no hubo nada extraordinario salvo el regalo de Willa para su padre, el primero que le hacía en su vida. La niña había tardado un día y medio en decidirse, y entonces Peter Lake se dirigió a la ciudad del Lago de los Coheeries para comprarlo. Isaac Penn fue el último en abrir sus regalos y, en el interior de una gran caja con orificios, encontró un conejo blanco gordezuelo con una nota al cuello que decía: «De Willa».

El día de Navidad por la tarde, Beverly y Peter Lake fueron a dar una vuelta en trineo y se llevaron a más de media docena de niños: Willa, Jack, Harry y Jamie Absonord (que había llegado hacía poco en el tren y el barco rompehielos, y a quien todavía se le aceleraba el pulso por Jack, aunque por alguna razón ya no se miraban), los dos hijos de los Gamely y Sarah Shingles, jóvenes coheeries rollizos y caprichosos con un perfecto equilibrio de la agudeza yanqui, la magia india, la competencia inglesa y la locura holandesa. Los Gamely, fornidos y resistentes al frío, y la joven Sarah iban sentados en el alto asiento trasero del trineo como una hilera de tallas de madera bávaras, preparados para cualquier cosa.

Como el lago estaba cubierto de una capa totalmente lisa de nieve compacta, Athansor tuvo por fin un lugar infinito por el que correr. Cuando Peter Lake soltó las riendas para dejarlo a su aire, el animal se preparó y salió disparado hacia el horizonte. Tomaron velocidad. Todos se acomodaron en sus asientos y se cerraron bien el abrigo. El caballo iba cada vez más deprisa. No tardó en exceder la velocidad máxima de los trineos tirados por caballos más rápidos, y eso que solo iba a medio galope. Luego se puso a correr en serio. El viento los azotaba con tal fuerza que tuvieron que agacharse y entrecerrar los ojos. Se acercaron a un rompehielos que avanzaba a toda máquina por un tramo despejado y lo adelantaron tan deprisa que pareció que el barco iba en sentido contrario. A continuación Athansor levantó la cabeza y dio una serie de saltos largos y ligeros. El trineo abandonó el suelo y se elevó en el aire. En ocasiones rozaba la superficie, pero los patines apenas tocaban la nieve, y cuando lo hacían se oía un breve siseo como si la vaporizaran. Lo niños estaban pasmados, pero no asustados. Cuando avanzaban hacia el oeste en dirección al sol poniente, vieron cómo este se detenía, retrocedía y empezaba a ascender.

—¡Dios santo —dijo Peter Lake tras tragar saliva—, el sol está saliendo por el oeste!

Pero nadie lo oyó, porque el viento los hostigaba con tal fuerza que el mundo parecía haberse convertido en una sirena. Se movían tan deprisa que ni siquiera veían la orilla, solo una franja blanca y lisa, como un filete de esmalte en un cuenco de porcelana. Hasta los Gamely tuvieron que agacharse con el viento y confiar en que todo saliera bien. De pronto Athansor disminuyó la velocidad. Los patines regresaron al suelo, el viento perdió ímpetu, el sol se detuvo y empezó a ocultarse de nuevo, y alcanzaron a ver la orilla. Cuando Athansor se puso a trotar como un caballo normal y corriente, Peter Lake lo condujo hacia las primeras luces tenues de la población que tenían delante.

Era un pueblo pequeño en lo más profundo del oeste de Nueva York, tan remoto que los lugareños iroqueses seguían esperando a Pierre de la Tranche. Cubierto por treinta pies de nieve, las casas parecían obra de arquitectos locos que construían en hoyos excavados en el suelo. Pero la taberna se veía bien y sus luces se reflejaban en el lago desde un montículo azotado por el viento. El humo salía de las chimeneas en columnas singularmente delgadas y compactas. Los niños tomaron nota de ese detalle para sus futuros dibujos.

Athansor trotó hasta el establo de la taberna y se volvió hacia Peter Lake como para preguntarle si quería meter dentro el trineo. Beverly dijo que no, que esperaría donde estaba mientras Peter Lake llevaba a los niños a tomar ponche de Amberes bien caliente. Peter Lake protestó. Ella también debía entrar. ¿Por qué no? No era el Mouquin; no iban a bailar, y ella no llevaba un vestido con corsé; podían pasar un cuarto de hora en el local antes de emprender el regreso.

—No —dijo Beverly—. Me noto especialmente caliente.

Él le puso una mano en la mejilla y luego en la frente. La muchacha era el mismísimo equilibro térmico. Pero parecía agitada.

—Beverly, dime por qué no quieres entrar.

—Ya te lo he dicho. Tengo fiebre.

Él reflexionó un momento.

—¿Es por mí? ¿Porque no soy un caballero acompañado de un conductor de trineo ni llevo la ropa adecuada?

Señaló el interior del cobertizo, donde había dos docenas de vehículos y otros tantos caballos apretujados en cuadras y caminos de madera, y donde dos docenas de cocheros habían organizado una fiesta por su cuenta alrededor de una fragua obligada a prestar un servicio social. El pueblo era un destino popular para muchos jóvenes que se desplazaban al campo con regularidad para comer y beber en sus tabernas favoritas. Los muy ricos siempre iban a los lugares más lejanos.

—Sabes que no es eso —respondió Beverly—. Prefiero estar con el conductor del trineo que con su pasajero. Estaré bien. Iremos al Mouquin. Toma —dijo pasándole a Willa, que tenía los ojos brillantes y estaba emocionada por la negrura de una noche invernal, que hasta entonces nunca había visto—. Necesita tomar algo caliente.

Los niños mayores rodaban unos sobre otros en la nieve. Peter Lake se colocó a Willa sobre el hombro y saltó del trineo para reunirse con ellos. Se volvió un momento hacia Beverly antes de dirigirse a la taberna.

Él y los seis chiquillos llamaron mucho la atención al entrar. Varias mujeres atractivas se acercaron para hablar con Willa, Jamie Absonord y la encantadora Sarah Shingles, de ojillos brillantes, y sus acompañantes sonrieron con aprobación. Peter Lake lamentaba la ausencia de Beverly. No le parecía bien estar allí sin ella y lo incomodaban las miradas de los clientes, que le habrían hecho sentirse orgulloso de haber estado a su lado la muchacha.

En la sala reinaban el fuego, la excitación y la desenvoltura que emanaban del baile. A Peter Lake le dio un vuelco el corazón al recordar el siglo XIX, el suyo, en el que había crecido, cuando las cosas eran más tranquilas, más salvajes y más hermosas… No obstante, rodeado de niños y bailarines en una taberna remota del Lago de los Coheeries, tuvo la sensación de que se encontraba en una época en que la belleza era importante, y solo tuvo que pensar en Beverly, en la calle, al otro lado de las ventanas negras como el alquitrán, para confirmarlo.

—Nueve ponches de Amberes —pidió a la camarera—. Siete sin ginebra. Un momento. Que sean nueve: uno con una octava parte de ginebra, para esta niña; seis con la mitad de ginebra —Jamie Absonord gritó ante la perspectiva de achisparse un poquito—; uno con el triple y uno en un recipiente cerrado para llevárnoslo, con el doble de ginebra. Todos con mucha canela, mucho limón, mucha nata y un montón de ciruelas picadas.

Les sirvieron los ponches hirviendo. Peter Lake y los niños se los bebieron contemplando una apasionada contradanza ejecutada por dos docenas de elegantes bailarines. Las gastadas tablas del suelo temblaban y los fuegos del otro extremo de la habitación parpadeaban a través de una crujiente barrera de vestidos de seda y tafetán y fracs de pura lana inglesa. Sin interés por un baile de hombres y mujeres, los chiquillos (con excepción de Harry, que, aquejado de una inexplicable locura adolescente, se apoyó contra la pared y se quedó dormido como un narcoléptico), se enfrascaron en una acalorada y achispada partida de un juego conocido como «el pulgar del pato».

Peter Lake seguía triste porque Beverly estaba fuera. La echaba tanto de menos que, saturado de amor, respiró despacio con doloroso placer y una sensación de bienestar que le recorrió el cuerpo entero y desbordó todos los receptáculos que la contenían. Estuvo a punto de saltar por encima de la mesa y salir corriendo. Finalmente se abrió paso hasta el costado del cobertizo, donde Athansor comía heno. No vio a Beverly. Atisbó dentro. Tampoco estaba allí. Distinguió unas huellas que conducían a la parte de atrás. Las siguió en la oscuridad, entre pinos cargados de nieve, y encontró a Beverly en la ladera de la colina, con las manos juntas, mirando hacia la taberna. Antes de que ella reparara en su presencia, vio lo que estaba mirando. Era una miniatura casi silenciosa; un pequeño cubo iluminado, como una casa de papel con una vela en su interior. La distancia y la oscuridad transformaban una escena animada y llena de movimiento y de luz en algo triste, completo y de otra época. Vio que Beverly la aferraba con firmeza, como si fuera una joya en un engaste intrincado. La había convertido, por medio de la distancia, en un cuadro o una fotografía tomada sin querer que le llegaba a lo más hondo del corazón. Se había quedado fuera porque nunca había tenido la oportunidad de alternar en sociedad y estaba asustada. Algo tan inocente como un baile en una taberna le daba pavor. Peter Lake comprendió que el Mouquin supondría una prueba de coraje mayor para ella que para él.

Al principio pensó que sería fácil conducirla hacia la música y el baile. No había nada que temer. Pero ella tenía miedo, y por eso se había quedado fuera, en una posición que le permitía abarcar la escena y conocer su espíritu. Aquello no era muy diferente de la época en que Peter Lake contemplaba la ciudad desde lejos, cuando aprendió mucho más de lo que aprendería luego desde dentro. No, no trataría de persuadirla de que entrara, aunque en la taberna la habrían adorado. No la llevaría dentro, sino que se reuniría con ella en la intensa periferia.

Caminó hacia ella por la nieve. Beverly casi se avergonzó de que la encontrara sola entre los pinos, pero supo por su expresión que él había comprendido y que por fin estaba realmente con ella.

Miraron por las ventanas durante un rato y contemplaron a los niños sentados a la mesa, absortos en el juego. Harry, dormido contra la pared, parecía un joven ayudante de cocina medieval que hubiera trabajado demasiado. Luego Peter Lake asaltó el local y secuestró a los niños, y no tardaron en estar todos de nuevo en el trineo, avanzando raudos hacia el este en la feroz oscuridad. Beverly se bebió su ponche. Se alegraban de estar bien envueltos en mantas y pieles y recostados en sus asientos mientras Athansor tiraba del trineo, no tan deprisa como antes, pero sí a la agradable velocidad de un prestigioso tren directo.

Por encima de ellos, en el aire frío, se oía un confuso silbido de nubes y estrellas que pasaban con celeridad en forma de islas y lagos. Era un sonido tan hipnótico que echaron la cabeza hacia atrás para contemplar los gorjeantes, crepitantes y rítmicos embates del mar de luz de estrellas y nubes veloces.

Athansor, el caballo blanco, avanzaba al compás de los chasquidos de la difusa electricidad estática que había en lo alto. Aunque tenía la potencia y la alegría de un caballo raudo que se dirige a su establo, en su felicidad se percibía mucho más que eso. El ritmo hipnótico al que se movía era el de un viaje inconcebiblemente largo. Corría como nunca habían visto correr. Sus zancadas eran cada vez más ligeras, cada vez más poderosas, cada vez más perfectas. Daba la impresión de que se preparaba para despojarse del mundo.