Que el río se hubiera congelado era motivo de celebración y alarma. La gente enseguida montó tiendas de colores y encendió peligrosas hogueras sobre el hielo, que en apenas un día se convirtió en escenario de una feria medieval para quienes sintieron el impulso de ir al río a ver la ciudad, de pronto silenciosa, desde una perspectiva que colmaba el corazón. Como los ferris habían quedado atrapados, los carreteros y vendedores de verdura fueron los primeros en salir, con recuas de mulas, reatas de caballos y hasta vehículos de motor, a las nuevas carreteras blancas. Muchos decían que se aproximaba una edad de hielo. Desesperados, se acurrucaban como ratas alrededor del fuego y envueltos en mantas de franela, ajenos al poder de la primavera.
Una noche que viajaba en medio de una intensa nevada, Peter Lake utilizó el hielo como si fuera un camino que condujera al pantano de Bayonne. Aunque no veía más que destellos cegadores que caían en cascada ante él en un vacío de un azul palpitante, avanzó sin desfallecer guiado por el lejano rugido del muro de nubes. Era un sonido puro, como el de un soplete o el de un coro misterioso entonando toda clase de sonidos. Indicaba que, al otro lado de la furiosa barrera, se combinaban de alguna manera un pasado profundo y un futuro hermoso y prometedor.
Para orientarse utilizaba a modo de lámpara el sonido sobrecargado, y pensaba que, si este estuviese vivo —un coro de espíritus, que habían cobrado vida por algún motivo, tal vez un dios—, no desaprobaría que lo convirtiera en un faro que dejaba en todo momento diez grados a su izquierda. Y oyendo cómo el hielo, amortiguado por la nieve recién caída, resonaba bajo los pasos lentos del caballo blanco, encontró no solo el camino correcto, sino también el que era seguro.
La mayoría de los caballos, al percibir agua debajo, se habrían asustado. Caer a través del hielo resquebrajado habría significado ahogarse en frías aguas negras, asfixiadas a su vez por una blanca plancha rígida y millares de pies de vibrante aire azul cuajado de algodón. Pero el caballo blanco no tenía miedo y avanzaba sin parar como si recorriera un sendero. Mantenía la cabeza erguida y seguía el sonido de las nubes con lo que parecía afecto. Peter Lake apenas veía al animal debajo de él, tan blanco como la abundante nieve, pero intuía que realizaba su propio viaje, reaprendiendo lo que había sabido hacía mucho. Y no era desagradable avanzar despacio sobre el hielo y descubrir que, de todos los medios hacia la tranquilidad, el más elegante y generoso era una silenciosa nevada.
Horas después, cuando advirtió que estaba en el pantano porque el hielo se elevaba sobre las dunas en largos montículos con forma de ballena y las frágiles espadañas tintineaban sacudidas por los cascos del caballo, notó que lo observaban. Sabía bien lo cautelosos que eran los hombres de la bahía cuando el pantano se helaba y las bandas errantes lo cruzaban para asolar sus pueblos. Se acordaban de los mercenarios alemanes del ejército británico y de los indios y de otros anteriores incluso a estos. Convencido de que lo observaban, siguió adentrándose en su campo de visión como entre un redoble de tambor. El caballo, alerta, trataba de silenciar sus pasos.
De pronto se acercaron a una velocidad sorprendente, un círculo de vestiduras blancas con capucha de gruesa piel de conejo, su indumentaria de invierno. El ruedo que formaron con las puntas de las lanzas era una expresión mecánica de lo ineludible, un cero absoluto de huida. Con cuánto sigilo habían llegado, con qué perfección habían surgido de la niebla cegadora, como si hubieran formado parte de ella. Peter Lake les habló en el lenguaje ceremonial. Lo reconocieron y lo dejaron pasar.
Peter Lake siempre cuidaba bien al caballo. A fin de cuentas, lo quería. Y mientras preparaba un espacio entre dos enormes percherones pintos para que el caballo blanco, que era incluso más grande que estos, estuviera caliente y cómodo en el establo de juncos, Humpstone John empujó la puerta de paneles de fieltro y entró. Cuando sus ojos se hubieron acostumbrado a la luz de un farol de latón con una vela, se quedó pasmado. No era habitual, ya que era un hombre que había estado muchas veces en presencia de cosas fabulosas. Miró al caballo con enorme satisfacción. Peter Lake vio en sus ojos la alegría de encontrar a un viejo amigo y vio también que no se debía a él.
El caballo resopló. No conocía a John, era evidente. John se volvió hacia Peter Lake.
—¿De dónde lo has sacado?
—Lo he sacado…, hummm, lo he sacado…
—Bueno, ¿de dónde lo has sacado?
—En realidad no lo he sacado de ninguna parte. Estaba allí.
—¿Dónde?
—En el Battery. Yo estaba casi acabado…, los Faldones Cortos. Me caí. Cuando me levanté no tenía fuerzas para seguir corriendo. Pensé que era el final. Y entonces apareció él…
—Por tu izquierda.
—Por mi izquierda. —Peter Lake asintió—. ¿Cómo lo sabes?
—¿Le has puesto nombre?
—No.
—No sabes cómo se llama, ¿verdad?
—No. No había forma de averiguarlo. —Reflexionó un momento—. Sabe saltar. Dios, qué saltos pega. Los Conejos Muertos quisieron comprármelo para llevarlo a un circo. —Bajó la voz—. John, es capaz de saltar cuatro manzanas.
—No me sorprende.
—Has oído hablar de él. ¿Cómo es eso?
—Peter Lake, pensé que acabarías mal, y todavía no lo descarto. Cuando te mandamos solo al otro lado del río, tenía pocas esperanzas de que supieras arreglártelas en ese lugar. —Dijo «en ese lugar» con el pavor y la repulsión que sentían los hombres de la bahía por la ciudad—. Pensé que nos dejarías y te convertirías en uno de ellos…
—Y lo he hecho —lo interrumpió Peter Lake.
—Tal vez. Pero ese no es el final de la historia.
—¿Por qué?
—Recuerda que hay diez canciones.
—Sí.
—Que se aprenden a partir de los trece años, una por década.
—Sí. Yo no las aprendí.
—Lo sé, Peter Lake. Te echamos. La primera, la de los trece años, tiene que ver con la configuración del mundo. Es la canción de la naturaleza y habla del agua, el aire, el fuego y cosas así. No puedo cantártelas todas, ya no, pero sí puedo decirte que la segunda, la de los veintitrés años, es la canción de las mujeres, y la siguiente, la tercera, Peter Lake, es la canción de Athansor.
—¿Athansor?
—Sí —dijo Humpstone John—. Athansor…, el caballo blanco.
A la mañana siguiente, cuando dejó de nevar y el cielo se convirtió en frío cristal, de todas partes acudieron los hombres de la bahía —es decir, todos los hombres de la bahía que conocían la canción del caballo blanco— para ver a Athansor. Negándose a informar a Peter Lake de lo que decía la canción, se limitaban a contemplar con asombro a Athansor, que no tenía ni idea de que ese era su nombre, pero que llegó a reconocerlo hacia mediodía. Peter Lake se enfadó porque, como dijo, quería saber en qué clase de animal cabalgaba. No tardó mucho en dejar de preguntar, ya que pensó que nunca lo averiguaría; era más difícil arrancar un secreto a un hombre de la bahía que abrir una almeja enferma. Se acercó al caballo blanco y lo consoló, y se consoló a su vez al comprender que la fama repentina y el nuevo nombre del caballo no significaban nada. No importa, se dijo; él es el caballo blanco, y su morro sigue siendo suave y cálido; no ha cambiado nada.
Pero algo había cambiado, o estaba cambiando. Todo cambiaba siempre, por mucho que amara lo que tenía. La única redención residiría en que todos los vuelcos y modificaciones tuviesen un sentido. Pero él no advertía ningún plan. Si existiese una igualdad absoluta, un equilibrio universal que pudiera comprender, entonces sabría que había otros y que algún día el telón del mundo se alzaría ante un silencio soleado como la primavera y revelaría que nada, absolutamente nada, había sido en balde, ni el sufrimiento de todos los niños que había visto sufrir, ni la agonía del chiquillo en el pasillo, ni el amor que acaba en muerte: nada. Dudaba que tuviera algún indicio de un objetivo más elevado, y no esperaba siquiera ver el momento de justicia incuestionable que, según la leyenda, volvería dorado el muro de nubes.
Cubierto de pieles, se tumbó en su cabaña y a través de la puerta abierta contempló Manhattan al otro lado de la blanca bahía helada. Había vivido dos décadas en la ciudad que se extendía sobre el horizonte como algo que flotara en las nubes y ahora sabía qué era el acantilado gris y rojo; conocía su escala, su música, su interior, el sonido de sus motores, el plano de sus calles. Por muy fabulosos que fueran, los puentes eran insondables. Entendía cómo se construían los nuevos rascacielos. Los mecánicos los construían y él era un mecánico. Durante veinte años había pisado las calles de esa ciudad y la amaba. Él era un guía, un camarada. Y sin embargo, desde lejos, recibiendo el sol sin trabas, la urbe no se parecía a nada de lo que había conocido. Siguiendo su lomo marrón hasta donde alcanzaba la vista, levantó la cabeza para pasar por encima de los pináculos de los edificios altos. Cientos de columnas de humo y vapor serpenteaban sobre esa criatura durmiente, y no le habría sorprendido que hubiera cobrado vida al instante. Su creciente animación se catapultaba a través del hielo y, aunque dormía con oscuras cadenas, él no tenía ninguna duda de que algún día se alzaría y brillaría, como una ballena que de pronto emerge del mar hacia la luz y el aire.
Era fácil perderse en vívidos recuerdos de una ciudad así, y lo asaltaban con la energía y el desorden de sus mismas calles. En medio del trasiego de formas y colores, las imágenes serenas hablaban en silencio, pero eran tan brillantes como miniaturas esmaltadas e igual de agradables de evocar.
Una familia aristócrata de Sudamérica había recorrido el parque un día de verano en una hilera de cuatro carruajes tirados por caballos tan grises como el mes de noviembre. Daba la impresión de que estaban acostumbrados a otra vida en un lugar amplio, agreste, lleno de sol y animales, y, sentados en los carruajes lacados, se comportaban como caballeros medievales. Las mujeres eran más atractivas que las bailarinas españolas en pleno frenesí: el sexo brillaba a su alrededor como metal. Había un patriarca y una matriarca silenciosos, de ojos ancianos y sabios y cabello blanco como el borde sin imprimir de un sello de correos. Peter Lake los envidió al verlos aproximarse; aunque no conocían la ciudad, saltaba a la vista que eran los amos de algún territorio lejano. Cuando estuvieron más cerca, se fijó en que al lado del conductor del primer carruaje iba sentado un imbécil o un idiota: un hijo, hermano o nieto de los que viajaban dentro. Vestía como ellos, pero tenía los ojos saltones y babeaba con una sonrisa demasiado fácil. Su caballo parecía pelaje y sus miembros colgaban desmadejados. De vez en cuando la abuela se ponía de pie y, apoyándose en una mano para mantener el equilibrio, le daba unas palmaditas como si fuera un perro, mientras los demás le hablaban con afecto. Para él debía de ser estupendo ir sentado junto al cochero. No se mostraban en absoluto avergonzados por ese golpe del destino. Al contrario, todos parecían beneficiarse de él, como las velas que ondean en el aire luminoso se benefician de la quilla ahogada que se abre camino ciegamente por las aguas oscuras. Él era uno de ellos y siempre lo sería. Lo querían. Hacía tiempo que habían pasado los carruajes, pero Peter Lake nunca olvidaría cómo subía y bajaba la cara de pan del chico que encabezaba la procesión.
De vez en cuando, desde las plataformas barridas por el viento del cruce de Brooklyn, veía las formaciones de soldadescos rascacielos en sus cerradas filas de piedra. En una ocasión, a finales de primavera, observó cómo detenían un mar continental de nubes y niebla, conteniéndolo como el agua en una represa de molino, hasta que se les escurrió entre los dedos y los convirtió en islas separadas. De noche se transformaban en un acantilado de luz parpadeante. Cuando hacía rato que todos dormían, conspiraban en tonos y vibraciones eólicos. Resistían en el tiempo cegador, hablaban en sus extraños chasquidos de electricidad estática y trataban de alcanzar grandes alturas en su esfuerzo por conseguir la unión de cielo e infierno que les habían prometido. Observándolos durante una tormenta, Peter Lake había visto cómo los relámpagos atravesaban danzando sus agujas de granito en láminas de blanco sólido.
Pero ningún recuerdo, por bonito, vívido o poderoso que fuera, podía rivalizar con su recuerdo de Beverly. Era electrizante y perfecto…, si no fuera porque no se acordaba del color de sus ojos. Eran redondos, brillantes y preciosos, de eso estaba seguro, pero ¿eran verdes, castaños o azules? ¿Para qué recordar el color de sus ojos si se estaba muriendo? Pero su Beverly de ojos azules (¿eran azules?), con un fular burdeos, lo atraía hacia sí cuando menos se lo esperaba o lo deseaba.
Trató de distraerse. Recordando una sucesión de veranos felices, evocó desde su cama en el hielo azotado por el viento una imagen de Manhattan reverberando en el calor. Y ahí estaba él, cabeceando y flotando sobre balsas de color muy por encima de las calles: desfiladeros plateados y ladrillo rojo cálido, el balbuceo de un enorme reloj de pared estropeado, árboles sonoros como campanas vibrando en calles verdes y silenciosas tan oscuras y elegantes como espejos bajo una luz tenue, miles de cuadros a diestra y siniestra…, islas en la corriente que caía en cascada desde lo alto, el calor de la piedra pálida, los comerciantes paralizados para siempre que nunca dejaban de moverse, palomas moradas con forma de concha marina que se arrullaban, un arsenal de rosas en el parque, calles que se entrecruzaban formando horcas y carillones, sombras de leopardo, líneas moteadas. Pero ¿qué era todo aquello sin su Beverly de ojos verdes (¿eran verdes?) con su fular burdeos?
Podía esconderse en lo más profundo de la ciudad y perderse en los colores difuminados, la acción violenta, las calderas temblorosas de aire estival en el extremo de cada calle. Ahora bien, mientras disfrutaba del placer de estar perdido, se daría la vuelta y descubriría que lo habían seguido y lo habían cambiado. Su Beverly de ojos castaños (¿eran castaños?), con su fular burdeos, podría arrancarlo fácilmente de su ensimismamiento. Una joven, una criatura frágil, lisa y llanamente, que había sido incapaz de levantarse del piano y había tenido que ser llevada en brazos; una joven que tenía la mitad de su edad; una joven que no sabía disparar una pistola, que nunca había estado en una ostrería, en lo alto de una torre ni bajo los muelles; una joven más ardiente que un mediodía de agosto, una joven que no sabía nada, lo había desconcertado de tal modo que se había quedado sin aliento para siempre.
La ciudad se cobraba vidas en un instante, a centenares, sin titubear. Ella no tardaría en sentirse abrumada entre los bloques de pisos, se esfumaría y desaparecería, se disolvería entre los obstáculos, se perdería, exhausta, incapaz de seguirlo mientras él se abría paso a través del laberinto. Y, sin embargo, esos ojos verdes, azules o castaños lo seguían sin esfuerzo por las calles, en los senderos, en todas partes.
Lo mejor era detener ese asunto mientras pudiera, ya que, por desgracia, no conduciría a ninguna parte. En ese mar de arquitectura que se extendía al otro lado del hielo no escaseaban las mujeres. Las había en cantidades al parecer infinitas y eran tan sorprendentes y hermosas como una tranquila plaza arbolada al final de una calle bulliciosa. Lo atrapaban firmemente con su conversación, lo retenían como una perla en un rígido engaste de plata, porque siempre le había resultado fácil enamorarse de una voz, lo que constituía una fuente de incesantes problemas cuando utilizaba el teléfono. En cierta ocasión, una mujer consumida por los celos, al verlo de pie en la barra de una ostrería, había querido pegarle un tiro. Una bala se incrustó en la caoba, otra mató una almeja y una tercera perforó la paleta de una máquina cortadora. Peter Lake se volvió hacia ella y le preguntó: «¿Qué tiene que ver esto con el amor?». Ella y las demás se desvanecían a medida que Beverly se consolidaba. Esa joven era la única que coloreaba su mente y sus recuerdos como si lo hubiera arrastrado por una zanja de tinte.
¿Cómo podía explicárselo a Mootfowl, que siempre estaba presente, en el aire, como si Peter Lake viviera en un cuadro y Mootfowl fuera una figura de un cuadro dentro del cuadro? Sentado al sol en una ventana abovedada muy alta, mirando la capilla que era la vida de Peter Lake, Mootfowl siempre estaba dispuesto a perdonar, pero tenía que oír la verdad. Y la verdad, tal como la veía Peter Lake, era que la joven estaba tísica; más aún, al borde de la muerte. Sabía de tales asuntos después de toda una vida entre las almas, oscuras o brillantes, que estaban preparadas para partir de los tejados de los edificios y surcar el aire. El niño del pasillo no era de ningún modo el único ser humano que había visto a punto de pasar de este mundo al otro. Eran tan numerosos como las flores en primavera y se les podía ver en hileras en buhardillas llenas de camas de hierro, o hacinados en los jardines mal cuidados de los hospitales para pobres. Mientras se elevaban, ya fantasmas, no podían gritar siquiera.
Ella no tardaría en unirse a las almas que desaparecían, brillando débilmente, vaporosas. ¿Cómo podía fiarse de que la amaba? Era rica y él tenía mucho que ganar. Los ricos también morían, para decepción de cuantos creían que a ellos no les ocurría eso. Peter Lake no se engañaba respecto a la muerte. Sabía que igualaba a todos y que los tesoros terrenales eran el movimiento, el coraje, la risa y el amor. Los ricos no podían comprar esas cosas. Al contrario, estaban a disposición de cualquiera. Aunque Peter Lake era, según él, un hombre afortunado, no era rico. Eso era algo muy distinto, que solo dependía de cosas como el oro, la plata y el papel comercial (él había robado un montón de papel comercial en bancos; era difícil de proteger). Beverly era una heredera de la clase de fortuna que cambiaba el carácter solo con pensar en ella, la clase de fortuna que era comparable a una dosis de estimulantes inyectados en vena. El corazón le palpitaba con fuerza cuando pensaba en los millones, los cientos de millones de dólares.
¿Cómo podía explicar al Mootfowl aéreo que lo que se había apoderado de él era amor y no codicia? Ella pronto moriría y él amaría a otras mujeres que, como solía decir Mootfowl, tenían un mayor control del mundo. ¿Y cómo explicaría a un espíritu clerical en una ventana iluminada que su lujuria y su amor habían confluido por fin, sin menguar?
La había levantado del piano y la había llevado en brazos, no al salón o al estudio de su padre, sino a un dormitorio. La había acostado sobre sábanas de algodón limpias y frescas como la seda y había observado asombrado cómo retiraba el broche de la toalla que la envolvía y, recostándose en las almohadas como si estuviera a punto de someterse a un examen médico, se la quitaba. La muchacha jadeaba —la respiración febril— y tenía la vista fija al frente. Luego se obligó a mirarlo y advirtió que estaba más asustado que ella.
Respiró hondo y se humedeció los labios. Exhaló el aliento y dijo al hombre que estaba junto a la cama:
—Nunca he hecho esto.
—¿Qué?
—El amor —respondió ella.
—Es una locura. Está ardiendo. Es demasiado esfuerzo —dijo Peter Lake casi de inmediato.
—¡Vete al infierno! —gritó ella.
—Pero, señorita, no es que no sea usted hermosa, es que yo…
—¿Tú qué? —preguntó ella, medio implorante, medio indignada.
—He forzado la puerta de la casa. —Peter Lake sacudió la cabeza—. Para robar.
—Si tú no me haces el amor, no creo que nadie me lo haga jamás. Tengo dieciocho años. Nunca me han besado en la boca. Verás, no conozco a nadie. Lo siento, pero me queda un año. —Cerró los ojos—. Tal vez un año y medio, según los médicos que vinieron de Baltimore. En Boston dijeron que seis meses…, y de eso hace ya ocho meses. De modo que llevo dos meses muerta —susurró— y puedes hacer conmigo lo que quieras.
Peter Lake, que era tan resuelto como valiente, reflexionó durante unos minutos.
—Eso es exactamente lo que haré —dijo sentándose en la cama para estrecharla en sus brazos.
La atrajo hacia sí y rodó con ella y empezó a besarle la frente y el pelo. Al principio ella se quedó lánguida y sorprendida como quien empieza a caer desde una gran altura. Parecía que se le hubiera parado el corazón.
No había contado con el afecto. La asombró. Él le besó las sienes, las mejillas y el cabello y le acarició los hombros con tanta ternura como si fuera una gata. Ella cerró los ojos y lloró, satisfecha con las lágrimas cuando atravesaron a la fuerza una cortina oscura y le rodaron por la cara.
Beverly Penn, que tenía el coraje de quien se enfrenta a menudo con lo más trascendental, no esperaba que hubiera otra persona que también fuera así. Peter Lake parecía amarla exactamente como ella amaba todo lo que sabía que iba a perder. La besó, la acarició y le habló. Cuánto le sorprendieron sus palabras. Le habló de la ciudad como si fuera una criatura viva, pálida y rosa, que tenía entrepierna, sangre y labios. Le habló de la primavera en Prince Street, de los estrechos callejones llenos de flores y protegidos por árboles, silenciosos y oscuros. Le habló de los colores de los abrigos y la ropa, de estar sobre el escenario y bajo toda clase de luces, y de que su movimiento azaroso les daba vida. «Prince Street está vivo. Los edificios son sonrosados como la carne. Los he visto respirar. Lo juro». Se sorprendió incluso a sí mismo.
Le habló durante horas. Le habló hasta que se le secó la garganta. Ella le escuchaba recostada sobre las almohadas, contenta de estar desnuda ante él, relajada, tranquila, sonriente. Él habló de colinas. Habló de jardines. Sus palabras eran tan dulces y fuertes, y estaban tan llenas de contrapunto y ritmo, que él mismo se preguntó si estaba cantando. Y mucho antes de que se hubiera cansado de hablar, ella ya se había enamorado de él.
La fiebre había remitido lo suficiente para que sintiera el fresco de la habitación. Tras un silencio cómodo y resonante a los oídos, él se inclinó y, al besarle los senos, se sintió invadido por un deseo brioso y móvil. Beverly estaba fría al tacto y, aunque había imaginado con asombrosa exactitud todo lo que hicieron en sus prisas por encontrarse, no había intuido la intensidad y el abandono con que se unieron. Era como si hubieran estado separados un millar de años y no fueran a reunirse en otros tantos. Pero ahora, pecho contra pecho, brazo entrelazado con brazo, alucinados y ligeros, tenían la sensación de estar girando en una nube.
¿Cómo explicaría Peter Lake al Mootfowl aéreo que, cuando la joven, de nuevo con fiebre, empezó a delirar y le suplicó que se casaran, él se planteó hacerlo enseguida, no fuera a ser que ella cambiara de idea? La muchacha no viviría demasiado, y él pensaba en el dinero. Luego se echó a llorar. Medio dormida, ella ni siquiera se dio cuenta. A la mañana siguiente, cuando él se marchó, la muchacha se quedó detrás de las escaleras, desprovista de todos sus poderes, que él se llevó con absoluta indiferencia, como si en la gran cama blanca hubieran intercambiado sustancia y espíritu. Sabía que ella le había dado cuanto tenía y, cuando la dejó, pensó en tornos y en máquinas, en mediciones complicadas y en instrumentos de precisión de superficies lisas como el cristal o el bronce bruñido.
Estaba enamorado de ella, no le era indiferente que fuera hija de Isaac Penn y que las dos facciones estuvieran en guerra. En la esquina luminosa del cuadro, Mootfowl pareció regocijarse, lo que sorprendió a Peter Lake, que se había creído culpable de una gran transgresión. Pero la risa y el color de la ventana iluminada en la periferia de su visión indicaban que no era así.
Luego vio una extraña nube blanca que cruzaba la cara dorada de los acantilados de la ciudad al atardecer. Observó que cambiaba de forma al flotar alrededor de las torres como un fantasma caprichoso. Supo lo que era: palomas, millones de palomas, en una nube electrificada por el reflejo. Revoloteaban a lo largo del horizonte como partículas de humo en movimiento browniano, capturadas brillantemente en una cámara oscura por un claro trazo de luz que reverberaba entre un cielo y un suelo de latón amarillo. Junto a los cuerpos de los edificios eran como ácaros, copos de nieve, confeti o polvo… y, sin embargo, constituían una única bandada que se elevaba como un penacho en el viento. Al verlo Peter Lake supo que la ciudad se haría cargo, porque era una puerta mágica que cruzaban quienes se acercaban con un anhelo inocente, abrazando toda esperanza, demostrando un coraje conmovedor… y con toda razón. La ciudad se haría cargo. No había más remedio que confiar en el sueño del arquitecto que se extendía ante él, compacto como un motor, sólido y seguro, titilando sobre el hielo destellante. Se recostó, resignado a no saber de qué color eran los ojos de la muchacha hasta que volviera a verla.
Y de pronto se sintió sobrecogido. Era como si un millar de relámpagos hubieran confluido para levantarlo. Todo lo que veía era azul, un azul eléctrico, un cálido azul brillante y húmedo, un azul sin final, omnipresente, un azul que relucía y que le hizo gritar, azul, azul, tenía los ojos de color azul.