En diciembre todos los Penn menos Beverly irían a la casa de campo del Lago de los Coheeries, que se encontraba tan al norte que nadie era capaz de encontrarla. Beverly se reuniría con ellos para las fiestas, porque ya habrían preparado los aposentos especiales que necesitaba y abierto la casa para recibirla después del largo y penoso viaje desde la ciudad. Tenía pensado escribir un telegrama pidiendo que la dispensaran de acudir al encuentro familiar en el lago, porque estaba nerviosa y alterada y quería estar sola. Sin embargo, en contra de lo que esperaba, subiría a un trineo, a un barco de vapor, a un segundo trineo y a un rompehielos para llegar a una gran casa que se alzaba sobre una isla pequeña, en un recodo del lago, para celebrar la Navidad.
Isaac, Harry, Jack y Willa (con su buzo de abrigo, Willa parecía un querubín con una almohada por cuerpo) no tardarían en ir. De los criados solo se quedaría Jayga, pero, en cuanto se fuera la familia, Beverly le diría que se marchara a su casa de Four Points para estar con su familia; sabía que su padre se moría lentamente y había conseguido que Isaac enviara a los Posposil suficiente dinero para ayudarlos en diversas ocasiones.
—Pero ya tenemos una fundación benéfica —había replicado él—. Nosotros no regalamos el dinero. Para eso está la fundación, y es totalmente independiente.
—Papá —repuso Beverly—, antes de que te des cuenta Harry se independizará, y Jack no tardará en seguirlo. Willa tiene su propio fondo y yo llevaré mucho tiempo enterrada. Dime, ¿qué harás con el dinero?
Isaac dio entonces a base de bien, aunque sabía que ni todo su dinero ni todo el dinero del mundo influirían en lo que perseguía tan de cerca al señor Posposil y a Beverly.
Así pues, Jayga se marcharía y durante varios días en la casa solo estaría Beverly, quien, sin saber por qué, estaba convencida de que iba a ocurrir algo especial: tal vez se curaría o tendría una altísima fiebre repentina que acabaría con su vida. Pero al parecer no sucedió nada. Dos noches antes de que se fuera la familia, nevó y las estrellas quedaron sepultadas. La noche siguiente un encaje de nubes blancas ocultó hasta la luna. Sin embargo, Beverly tenía fe y paciencia. Esperó. Y el día de la partida el cielo se despejó.
Peter Lake había pensado tanto en san Esteban que se volvió religioso durante un tiempo y llegó a poner los pies en una iglesia. Entró medio muerto de miedo. Nunca había pisado ninguna, porque el pastor Overweary no dejaba entrar a los chicos en el brillante santuario plateado que les había mandado construir cerca del bungalow turco de Bacon. Y no pasaba día sin que desde medio millar de púlpitos de toda la ciudad se censurara a Peter Lake y a los de su calaña. Era terreno enemigo, y se sintió sumamente incómodo al recorrer la gran nave central, asaltado por multitud de rayos de colores desconocidos que se colaban rodando por las vidrieras. Había escogido la catedral del Mar, la más bonita de la ciudad. Era a las de San Patricio y San Juan lo que la Sainte-Chapelle a Notre Dame. Los vitrales, que se alzaban verticales como campos de flores silvestres de montaña, ilustraban escenas de barcos y del mar. Isaac Penn, quien había donado dinero a la catedral, había insistido en que se expusiera la historia de Jonás en los ventanales iluminados. Había matado muchas ballenas.
Allí estaba Jonás, boquiabierto de asombro mientras lo engullía la ballena. ¡Y la ballena! No era una ridícula ballena simbólica con boca humana y ojos de actor de vodevil hipnotizado, sino que poseía la belleza de las auténticas ballenas. Era larga, negra y pesada, con unas mandíbulas monstruosas. Sus barbas, amarillentas y corruptas, estaban tan llenas de huecos como un rompecabezas. La enorme mole azul estaba cubierta de viejas heridas y cortes profundos. Tenía un arpón de acero clavado en el lomo y estaba tuerta. No se deslizaba por el agua como un pececito plateado en una miniatura renacentista, sino como una ballena de verdad, capaz de aplastar y herir el mar.
Peter Lake se quedó bastante sorprendido al encontrar dentro de la catedral cien maquetas de barco preciosas que navegaban por la nave y el crucero como si surcaran el mar siguiendo las principales rutas comerciales. Si eso era lo que uno encontraba en una catedral, ya le parecía bien. Había querido ver qué era la religión, con la idea de que quizá se volvería como san Esteban y podría rezar por Mootfowl. Si bien la muerte de Mootfowl yacía en el olvido desde hacía mucho tiempo, los que la recordaban creían que lo había matado él. Y era cierto, aunque en realidad no lo había hecho. Mootfowl se había quitado la vida… de una forma curiosa y singular que lo había unido a Peter Lake para siempre. ¿Por qué se había sentido Mootfowl tan abatido? Jackson Mead se había quedado unos cuantos años en la ciudad, medio aplaudido, medio en la sombra, construyendo un espléndido puente gris sobre el río East. Era una construcción alta, elegante y matemáticamente perfecta. A Mootfowl le habría encantado. Pero había otros puentes que construir y Jackson Mead desapareció de manera tan inexplicable como había llegado, desvaneciéndose con su séquito de mecánicos huraños, sin molestarse siquiera en asistir a la inauguración. Se decía que iba a edificar puentes en la frontera: en Manitoba, Oregón y California. Pero solo eran rumores.
Peter Lake se preguntó cómo se rezaba. Mootfowl los había obligado a rezar muchas veces, pero se habían limitado a arrodillarse delante del fuego y mirar fijamente los soles y los mundos que danzaban dentro de él. Con eso había bastado. En la catedral del Mar no había fuego, solo la luz pura y fría que bañaba los espléndidos colores llorosos de los vitrales. Peter Lake se arrodilló. «Mootfowl —susurró—, querido Mootfowl…». No sabía qué decir, pero movió los labios en silencio mientras recordaba el reflejo de la forja en los ojos de Mootfowl, su sombrero chino, sus delgadas y fuertes manos y la absoluta devoción por las cosas misteriosas que creía que podían encontrarse en la unión del fuego, el movimiento y el acero. Movía los labios diciendo frases distintas de las que pensaba. Le habría gustado decir que había querido a Mootfowl, pero le resultó demasiado duro, además de considerarlo inapropiado. Salió de la catedral caminando de espaldas, tan indeciso y frustrado como había entrado. ¿Quiénes eran aquellos a quienes les parecía tan fácil rezar? ¿De verdad hablaban con Dios como si pidieran en un restaurante lo que querían comer? Cuando él se arrodillaba, perdía el habla.
Peter Lake subió a lomos del caballo, a una elevada altura de la acera. A menudo tenía la sensación de que el caballo era una estatua heroica, un bronce enorme cuya tarea era vigilar un campo público sin moverse. Pero de pronto el animal se puso en movimiento y avanzaron con paso lento y relajado hasta llegar al parque. Peter Lake quería estudiar varias mansiones del extremo septentrional de la Quinta Avenida, pero el caballo saltó el lago en su punto más estrecho, cerca de la fuente Bethesda, y lo llevó al West Side, hasta la casa de Isaac Penn, que él no había visto nunca. Plantado en la nieve, Peter Lake observó cómo Isaac, Harry, Jack, Willa y todos los criados menos Jayga subían a tres grandes trineos, uno de ellos abarrotado de equipaje. Se alejaron en medio de un tintineo de cascabeles y restallidos de látigos. Los caballos tiraban de troicas. De pie junto al caballo blanco, Peter Lake vigiló la casa hasta el anochecer.
El caballo blanco se sentó sobre sus cuartos traseros como un perro y también vigiló. Al cabo de una hora la oscuridad cubrió la ciudad como si alguien hubiera cerrado de golpe la puerta de un depósito de hielo, y unos vientos fortísimos empezaron a recorrer el parque como grandes trenes llegados con mucho retraso de Canadá. Peter Lake saltaba de un pie a otro. Se subió el cuello de la chaqueta, notando claramente que el tejido de tweed silbaba como si lo atravesara el viento. Se volvió hacia el caballo, que seguía sentado y observaba con aire satisfecho la casa. «Yo no soy un caballo —empezó a quejarse Peter Lake en un murmullo—. Cojo frío mucho antes y no puedo dormir de pie».
Con todo, la posibilidad de una muerte lenta por congelación no mermó su profesionalidad. Cayó en la cuenta de que, cuando la familia había subido a los trineos con todo su equipaje, salía humo de cinco de las siete chimeneas de la casa. Ahora solo tres combaban las estrellas y el cielo con sus viscosas cintas de calor. Supuso que pronto se apagarían. Pero no fue así, y hacia las seis se encendió una cuarta chimenea, y luego una quinta.
—Tal vez sea aceite —dijo en voz alta—. Un sistema automático. Pero no, ni siquiera una casa como esta tendría cinco calderas. Tal vez dos, y dos calentadores de agua, como mucho. Son chimeneas. Ah, las huelo. Ahí dentro hay alguien.
A las seis y media se encendió una luz tras una ventana. Después de haber estado envuelto en la oscuridad, Peter Lake parpadeó. Se sintió vulnerable y se escondió detrás de un árbol. El frío era tremendo, pero había hecho bien en esperar. La luz brillaba en la cocina. En la ventana apareció brevemente una chica.
—Han dejado a una criada. Es lógico.
Aun así esperó inmóvil, porque él mismo pertenecía a esa clase (a una inferior, de hecho) y sabía muy bien que cuando el dueño estaba fuera podía suceder cualquier cosa.
—Es una chica —dijo al caballo—. Apuesto a que tiene un amante. Apuesto a que él vendrá y cogerán una borrachera de seis días. Me vendría de perilla. Mientras duermen desnudos en la cama de sábanas de seda del señor, entraré y me apropiaré de todos los objetos de valor del piso de abajo. Lo único que debemos hacer ahora… es esperar a que aparezca el muchacho.
A las siete hubo un destello en el cielo. Peter Lake creyó que era una estrella fugaz o una bengala lanzada para avisar a un práctico de río, pero en realidad lo había causado Beverly al abrir la puerta de la escalera de caracol que bajaba del tejado. Se encendieron otras luces. La chica está preparando la cama, pensó Peter Lake. Pronto llegará él a la puerta, echará una ojeada y entrará como una exhalación.
Beverly bajó a la cocina. Comió con Jayga, ya vestida con ropa de calle. Cruzaron unas pocas palabras. Ambas eran mujeres enamoradas de hombres que no existían y compartían la tristeza resignada que provoca soñar y anhelar demasiado. Tenían la costumbre de imaginar que, cuando se quedaban a solas, sus gracias y su belleza (que, en el caso de Jayga, residían en los ojos de quien la miraba) eran contempladas por un hombre que se hallaba en alguna parte, tal vez en una plataforma suspendida en el aire, sin ser visto. Y cualquier actividad que realizaran, ya fuera coser, tocar el piano o arreglarse el cabello ante un espejo, la dedicaban tiernamente a esa presencia invisible, a la que amaban casi como si fuera real.
Mientras Jayga recogía la cocina, Beverly se preparó para acostarse. Esa noche no habría piano, ajedrez ni backgammon, ni tampoco juegos con Willa y sus muñecas. Ya echaba de menos a Willa. Se parecía mucho a Isaac. Todavía no era realmente guapa, pero cuantos la veían la adoraban por la delicadeza de su rostro. Era una niña muy dulce. ¡Y sabía gritar! ¡Y soltar risitas! Serían las primeras navidades en el Lago de los Coheeries que recordaría, y por esa razón Beverly decidió que finalmente no enviaría ningún telegrama. Giró la llave blanca del grifo para interrumpir un grueso chorro de agua caliente. Por la mañana, cuando no hubiera nadie en la casa, se pasaría una hora en la maravillosa piscina natural de su padre. Pero en ese momento estaba cansada. Dio las buenas noches a Jayga, le dijo que esperaba verla al cabo de unos días y subió por las escaleras.
Peter Lake no advirtió el segundo destello, cuando se abrió la puerta del tejado, porque estaba observando cómo las luces de las distintas habitaciones se apagaban de una en una durante el recorrido de Jayga por la casa. Luego también desapareció la luz de la cocina. Jayga salió por la puerta principal y dejó la maleta en un escalón. Dio dos vueltas a la llave y giró el pomo para asegurarse de que la había cerrado bien. Peter Lake se sintió eufórico al ver a la criada con su grueso abrigo y su bufanda y una maleta. Una vez que Jayga se hubo alejado presurosa por la calle, el joven levantó la mirada y vio que solo tres chimeneas expulsaban jirones de calor, y hasta esas se debilitaban.
Ya está, pensó. A las cuatro de la madrugada, los cinco policías de servicio en Manhattan estarán sentados en algún prostíbulo alrededor de una estufa de leña, esperando al sargento (que estará en el piso de arriba, inconsciente, lanzando ronquidos hacia un boa de plumas rosas, con las rodillas dobladas contra las nalgas de una pobre chica de Cleveland). Entraré en la casa a las cuatro y antes de las cinco y media estaré fuera con la cubertería de plata, el dinero en efectivo y media docena de Rembrandt enrollados.
Sin embargo, le extrañaba que hubieran dejado semejante botín sin vigilar. Debían de haber contado con que la criada se quedara de guardia. Seguro. La chica había escurrido el bulto. Sin duda tendrían alarmas eléctricas y otros artilugios, pero eso no hacía sino aumentar la diversión.
Tiritó. Si no se tomaba unas ostras asadas y un ponche de ron caliente con mantequilla, moriría. El caballo también necesitaba su ración de avena y su infusión de alfalfa caliente para caballos. Deslizándose por los senderos cubiertos de nieve del parque, atravesaron veloces la noche en dirección a la música y el fuego de la Bowery.
A cinco manzanas de la ostrería ya se oía a la gente comer. Las ostras asadas tienen algo, el intenso y limpio sabor del mar azul, más ardiente que aceite hirviendo, y su pulcra presentación dentro de su propio horno de hueso, que hace que hasta los comensales más refinados resoplen, sorban y tarareen mientras las comen. Tras ocuparse del caballo, Peter Lake entró en el restaurante a la hora punta. Era una enorme cueva subterránea entre la Bowery y Rochambeau. Las paredes de piedra eran grises y blancas a lo largo de media docena de galerías grandiosas, y unos arcos como los de un acueducto romano tocaban el suelo y se alejaban rebotando. A las siete y media de la noche de un viernes, cenaban como mínimo cinco mil personas en esa ostrería subterránea. Allí trabajaban cuatrocientos chicos, que daban gritos como si introdujeran un gran barco en el puerto o empujaran un cañón de Napoleón a través de Rusia. Velas, lámparas de gas y, aquí y allá, luces eléctricas iluminaban los senderos entre los pequeños fuegos estruendosos. El ruido de fondo no era muy distinto de la famosa grabación que Thomas Alva Edison realizó de las cataratas del Niágara, y las trayectorias de las conchas de ostras voladoras recordaban a algunos viejos excombatientes el aire nocturno sobre Vicksburg.
Un camarero agobiado apareció ante Peter Lake, juntó las cejas y preguntó:
—¿Cuántas quiere?
—Cuatro docenas —respondió él—. Del fuego de nogal con tomillo.
—¿Para beber? —preguntó el chico.
—No, para comer, chico. Para beber tomaré ron caliente con mantequilla.
—Se nos ha acabado —dijo el chico—. Pero tenemos sidra.
—Está bien. Ah, ¿y tenéis lechuza asada?
—¿Lechuza asada? —preguntó el camarero—. No servimos lechuzas asadas.
Luego desapareció, pero menos de medio minuto después regresó con cuatro docenas de ostras a la parrilla, más calientes que el mayor horno de reverbero de todo Pittsburgh, y una flameante jarra de sidra. Peter Lake reaccionó como un hombre de la bahía, y durante una hora mantuvo los ojos clavados en el plato sin parpadear, gruñendo y murmurando, junto a individuos de cráneo rosado y pelucas empolvadas bamboleantes, en un repugnante desorden, entre un millar de tripas de ostra distendidas y colgadas de cuerdas de tendón blanco.
—Me gusta relajarme antes de cometer un robo —comentó Peter Lake a un abogado sentado cerca mientras los dos miraban por encima de los horizontes de sus respectivos estómagos hinchados, se hurgaban los dientes, danzaban con las llamas naranjas del fuego y tomaban té humeante en jarras con tapa de bisagra—. Es lógico relajarse antes de un gran esfuerzo, ¿no le parece? Desmelenarse antes de llevar a cabo un gran trabajo.
—Ya lo creo —respondió el abogado—. Yo siempre me emborracho o me voy de putas la víspera de un gran juicio. Esa clase de desenfreno despeja la mente y la convierte en una tabla rasa, por así decir, capaz de recibir la impronta de la energía pitacoriana.
—Vaya —repuso Peter Lake—, no sé qué significa todo eso, pero debe de ser usted un buen abogado para hablar así. Mootfowl decía que la tarea de un abogado consistía en hipnotizar a la gente con palabras enrevesadas y luego largarse con sus propiedades.
—¿Era letrado ese tal Mootfowl?
—Mecánico. Un genio de la forja. Yo le tenía mucho aprecio. Fue mi maestro. Era capaz de hacer cualquier cosa con el metal. Lo golpeaba para dotarlo de un seductor frenesí, lo encandilaba hasta crear inmóviles curvas blancas y hélices rojas de fuego, y a continuación le daba la forma deseada por su ojo poderoso.
—Fantástico —dijo el abogado.
Peter Lake subió flotando a una de las numerosas habitaciones blancas y limpias y, tras un sueño reparador, a las tres de la mañana se despertó con una sensación poco habitual de bienestar y una gran energía. Se lavó, se afeitó, bebió agua helada y salió al frío. Avanzó por las calles desiertas como si estuvieran a principios de verano, sintiéndose caliente por dentro, tenso como un muelle, feliz, lleno de afecto y fuerte. Y qué grata sorpresa se llevó cuando al llegar al establo encontró al caballo despierto y con los ojos brillantes, rebosante de energía y listo para marchar.
Eran casi las cuatro cuando Beverly abrió los ojos y contempló una escena primaveral en las estrellas. Se veían tan apacibles, nítidas y serenas, con una atención humana puesta en el nadir, que hasta el aire de invierno le pareció tibio y suave. No vio espíritus ni carreteras abiertas, solo el centelleo estival de pequeñas estrellas titilantes que bien podrían haber sido el decorado de una obra musical de alegría delirante.
Beverly sonrió, encantada de que el universo pareciera haberse convertido de pronto en un objeto de la Belle Époque: azul marino, deslumbrante, ligero, lleno de elegancia y júbilo, y tan maravilloso como los momentos de claridad que preceden a un aguacero. Como no podía dormir, se incorporó. Luego se levantó, pero sin el esfuerzo de costumbre. De repente estaba rodeada de estrellas y apenas se atrevía a moverse ni a respirar, porque el aire era todavía fresco y tibio y no tenía fiebre. ¿Era posible? Sí. No notaba el calor excesivo del despertar, ni la respiración anhelosa y profunda ni los temblores. Se quitó la capucha de marta y sintió el aire benévolo. ¿De verdad era posible? Sí, pero debía ser prudente. Entraría en casa, se bañaría y se tomaría la temperatura, y se aseguraría, cada pocas horas, de que la columna plateada no se elevara como una gaviota impulsada por una corriente térmica de verano.
Peter Lake estaba abajo, merodeando a la luz de la luna. Todas las entradas que no requerían acrobacias estaban atrancadas. Pero eso apenas suponía un problema, ya que en la mochila llevaba un soplete oxiacetilénico portátil capaz de cortar barras de hierro como si fueran salchichas. Estaba a punto de utilizarlo cuando se lo pensó mejor. Revolvió en la mochila y sacó un voltímetro. A través de las barras pasaba la corriente. Eran tan gruesas que para desviar la electricidad necesitaría conductores de un diámetro similar a fin de mimetizar su baja resistencia. Durante un momento se planteó conseguir unos cuantos —Amsterdam Machine Works no quedaba tan lejos y a menudo iba allí de noche, porque no tenían un inventario minucioso y él disponía de una llave de la puerta principal—, pero se fijó en que las barras eran de distinto grosor. Cuando las examinó con detenimiento, le sorprendió ver que llevaban incorporadas bandas metálicas en complejos patrones helicoidales y retículas incrustadas. Tendría que pasar un día entero ante el tablero de mandos solo para descifrar la teoría de ese sistema de alarma. No había posibilidad de neutralizarlo en la oscuridad a seis grados Fahrenheit. Impresionado, y hasta encantado, Peter Lake rodeó la casa y trepó al ancho alféizar de una ventana.
Se encontraba al nivel del salón, después de haber visto desde abajo que los majestuosos ventanales no contaban con las bandas rectangulares plateadas que a menudo los bordeaban al estilo egipcio; de todas formas, no era difícil anularlas, siempre que uno se empeñara en ser delicado. La ventana que tenía ante sí estaba cerrada y disponía de alarma, pero se limitaría a practicar un bonito agujero en el cristal y pasaría con cautela al otro lado, donde se hallaba el piano.
Lo salvó la luna, porque se asomó sobre los aleros y, al iluminar el cristal, mostró los diez mil finísimos canales cincelados en la superficie interior como pulcra escarcha. Sacó la lupa y los examinó. Mediante alguna técnica sofisticada que ni siquiera él conocía, habían rellenado las finas líneas con tiras metálicas apenas visibles. Naturalmente, todas las entradas habían sido manipuladas. Peter Lake no sabía que Isaac Penn estaba obsesionado con los ladrones y había tomado medidas titánicas para impedirles la entrada.
«Muy bien —dijo Peter Lake—. Es posible que hayan bloqueado las ventanas y las puertas, pero no habrán podido tender cables eléctricos en cada pie cuadrado de la pared y el tejado. Como no hay nadie, yo mismo haré un pasadizo».
En el preciso instante en que Beverly abría la puerta de la escalera de hierro y se veía el destello en el cielo, Peter Lake arrojó hacia el tejado el rezón de acero, que describió un arco perfecto. Se enganchó con un ruido parecido al de un hacha al clavarse en un trozo de madera. Pero Beverly no lo oyó, porque justo cuando aterrizaba el gancho la puerta se cerró de golpe. Con la mochila llena de herramientas a la espalda, Peter Lake trepó por la cuerda con nudos como un alpinista, hablando sin parar al rezón, suplicándole que no cediera. Beverly giró en torno al poste de la escalera de caracol como si bajara bailando por la escalinata de un palacio en el que sonara música. Eran las cuatro de la madrugada.
La ciudad aún no se movía. Unos pocos mimbres de humo se elevaban rectos e imperturbables, y en el río se veían las luces piloto de las embarcaciones amarradas a las boyas o encalladas en el hielo. Ofuscados y aturdidos, Beverly y Peter Lake se afanaban frenéticamente. Ella daba vueltas por el segundo piso, quitándose la ropa, mientras esperaba a que la piscina estuviera lo bastante llena para refugiarse en su interior del aire frío que se arremolinaba invisible por encima. No estaba acostumbrada a los esfuerzos y probablemente debería haberse refrenado, pero bailaba como suele bailar la gente cuando nadie la ve, tan desinhibida y libre de trabas como un niño, dando brincos como un corderito. Entretanto, Peter Lake trabajaba en el tejado, jadeando como un ciclista, con un pesado taladro en las manos.
«Este maldito tejado tiene tres pies de grosor», se dijo mientras hundía la herramienta. Le pareció que había topado con un travesaño y empezó un nuevo agujero. Al cabo de unos minutos el berbiquí dio con la parte superior del techo, pero la broca todavía no lo había atravesado. «¿Qué pasa aquí?», preguntó con gran irritación. En circunstancias normales ya habría alcanzado su objetivo. Ignoraba que Isaac Penn (un viejo ballenero excéntrico y atrozmente rico) había encargado la construcción de la casa a los mejores carpinteros de navíos de Nueva Inglaterra, especificando que el tejado debía ser como el casco de un ballenero polar, concebido para sobrevivir a los bancos de hielo. Por alguna razón, Isaac Penn temía a los meteoritos, y por eso la buhardilla era prácticamente un bloque de madera. Las tablas eran tan gruesas y macizas que Peter Lake no habría podido practicar un agujero ni aunque hubiera tenido hasta junio para llevar a cabo la tarea. Su inquietud fue en aumento al darse cuenta de que tal vez tendría que bajar por una chimenea. Ya era bastante desagradable hacerlo en verano, pero en invierno solía entrañar complicaciones.
Mientras Peter Lake trepaba por el tejado, Beverly se disponía a sumergirse en el agua. La piscina natural de Isaac Penn era un tanque de pizarra negra y mármol beis de diez pies de largo, ocho de ancho y cinco de profundidad. El agua caía desde un saliente de piedra lisa que se extendía en toda su longitud, brotaba de los surtidores del fondo en una explosión de burbujas y jugueteaba en la superficie tras ser arrojada por las bocas abiertas de unas ballenas doradas. Todos los hijos de Penn —Willa la última— habían aprendido a nadar allí. A pesar de su merecida fama de ser un dechado de virtud, Isaac Penn no tenía ningún reparo en que hombres y mujeres se bañaran juntos en cueros, siempre que no lo hicieran con remilgos. Había aprendido la costumbre en Japón y sostenía que era sumamente civilizada. De haber sido vox pópuli, habría sido objeto de burlas.
La piscina, a medio llenar, era un mar revuelto de cálidas burbujas blancas. Peter Lake encontró la puerta del tejado y la liviana escalera de caracol. Pensó que tal vez fuera una trampa, pero también podía ser un golpe de suerte. Era una pesada puerta de acero; alguien había olvidado atrancarla al salir de la terraza. Decidió aventurarse y sacó la pistola. Beverly levantó los brazos. Al parecer, no tenía fiebre. Se vio fugazmente en el espejo. Era hermosa, y qué maravilloso era ser hermosa y no consumirse. Peter Lake se asomó por la puerta del tejado y esperó a que los ojos se le acostumbraran a la luz. Luego dio un paso, y Beverly se arrojó, de pie y con un alarido, a la piscina de remolinos. Él bajó los escalones, aturdido. Ella alargó los brazos y dio vueltas con gracilidad en la corriente. Justo cuando él llegaba al piso principal, pistola en mano, y desplazaba la mirada de un lado para otro, ella se agarró a una ballena dorada y estiró las piernas para mover los pies, cantando para sí. Llevaba el pelo recogido en una trenza suelta, que yacía suspendida en el agua transparente que le cubría la espalda. Tenía extendidos sus delgados miembros, tersos y perfectos como el marfil, hermosos en sí mismos como ejemplos de forma, hermosos en su movimiento equilibrado, y sus brazos dibujaban la silueta de un laúd al aferrarse a la ballena dorada que tenía delante. Si la fiebre regresaba, sería después del baño, y acabaría más colorada que un campo de rosas. Pero no pensó en eso, y movió los pies y cantó mientras el agua caía en cascada.
Sin temer ya que se tratara de una trampa, Peter Lake entró en el estudio de Isaac Penn. Era realmente suntuoso, algo por lo que cualquier ladrón rezaría: diez mil libros encuadernados en piel (algunos en vitrinas), una reluciente colección de instrumentos antiguos de navegación, cronómetros y telescopios revestidos de cobre, y media docena de óleos. Peter Lake miró un libro guardado en una de las vitrinas. A su lado, una tarjeta indicaba: «Biblia de Gutenberg». No tiene ningún valor, pensó, ya que no podía ser muy antigua viniendo de Guttenberg, una ciudad de New Jersey justo al sur de North Bergen y al norte de Nueva York oeste. Alguien de allí estaba imprimiendo gigantescas biblias ilegibles.
Encima de un escritorio de caoba oscura, amplio como una habitación de los aposentos de los criados, pendía un cuadro de un caballo de carreras en un prado. Peter Lake sabía que detrás de cuadros como ese solía haber una caja fuerte. Lo descolgó de la pared. «¡Es tan grande como la caja fuerte de un banco!», dijo en voz alta. Y lo era, pero se encontraba en el estudio de Isaac Penn, y eso significaba algo.
Isaac Penn era un genio en muchos aspectos, pero también era un hombre singular y excéntrico. Amante de las ciencias, había querido llamar Oxígeno a su última hija, pero entre todos le habían persuadido de que escogiera un nombre más convencional, lo que había sido una suerte para la pequeña Willa. Años antes, sin embargo, había logrado endilgar a su hijo Harry un segundo nombre bastante extraño: Brazil. Y había impuesto su criterio en el diseño de la casa. Uno de los elementos más atípicos era la caja fuerte que Peter Lake se alegró tanto de encontrar. Aunque la mansión en sí era una fortaleza, Isaac Penn había querido asegurarse de dar trabajo a quien consiguiera entrar. Por eso la caja fuerte no era sino un sólido tapón de acero de molibdeno que se empotraba cinco pies en la pared. Peter Lake empezó a taladrar.
Media hora más tarde, el berbiquí con la broca de dos pulgadas empezó a perforar el acero. Sacó el taladro e insertó una sonda. No lo había atravesado. Debía de haberse fabricado de una forma poco precisa, pensó, o tal vez la broca estaba gastada. Sacó de la mochila un calibrador y midió la herramienta: dos pulgadas exactamente. Una de esas láminas metálicas, se dijo, e introdujo un punzón en el orificio. Lo golpeó con fuerza con el mazo de acero, que salió disparado por encima de su hombro y rebotó en la pared. ¿Una puerta de tres pulgadas? Imposible; no podría abrirse. Deja que lo compruebe. Después de cuidadosas mediciones y cálculos, decidió que el radio del orificio y el diseño de la bisagra no admitían una puerta de tres pulgadas de grosor. Lo intentaría de todos modos. Encajó una broca más larga y siguió taladrando.
Arriba, Beverly no sabía si le había vuelto la fiebre o si el calor que sentía de pronto se debía al baño. Sudaba como si estuviera a cuarenta grados Fahrenheit y temió que, una vez que la fiebre parecía haberse ido, su coqueteo con el vapor y el agua caliente la hubiera invitado a regresar. Tal vez debería haber permanecido en silencio absoluto y con la respiración contenida, a la espera de que la fiebre corriera ciega por la casa e, incapaz de encontrarla, destrozara una ventana, saliera y se desvaneciera en la nieve. Pero no estaba segura de si al final su desatino resultaría beneficioso, porque recordaba lo que había dicho su padre sobre los que callan en exceso y esperan demasiado el momento propicio. Le había dicho: «Dios no se deja engañar por el silencio». También le había aconsejado que siempre tuviera coraje y en ocasiones corriera riesgos, aunque no hacía falta que se lo dijera, porque al parecer formaba parte de su carácter. De modo que con un osado movimiento de la mano limpió el vaho del espejo, que dejó ver a una bellísima joven sudorosa con la cara y el pecho enrojecidos y cubiertos del brillo del agua. Combate la fiebre. Combátela y, si es necesario, muere en el combate. El coraje no quedaba sin recompensa, ¿no? Eso había que verlo, pensó. Pero entretanto no había duda: combatiría. Se envolvió en una toalla del tamaño de una manta y se la sujetó a la altura del hombro con un broche de plata. Con la fiebre, hasta mantenerse en pie era agotador. Cuando entró en el salón de camino al piso de abajo para tocar el piano, el aire fresco era como una brisa en las montañas.
Peter Lake también sudaba. Cuando el berbiquí se paró en seco, lo sacó y sopló para eliminar las virutas. A continuación introdujo la sonda por el orificio. Había algo duro. Metió el punzón. Dio un golpe descomunal con el martillo, que a punto estuvo de matarlo al rebotar y que esta vez se alojó en la pared de detrás. Con la muñeca y los dedos doloridos, olvidó para qué había entrado en la casa y cambió la broca por otra de diez pulgadas. «Voy a perforar a este cabrón —dijo furioso y con un atisbo de locura—, aunque muera en el intento». Se remangó la camisa y empezó a taladrar de nuevo. El sudor le empapaba la cara, se le metía en los ojos, que le escocían, y caía en la alfombra carmesí.
Beverly se deslizó por delante de la puerta del estudio. Peter Lake vio un difuso reflejo blanco en el acero mojado de la broca y se volvió convencido de que vería un fantasma. Pero ella ya estaba en la cocina. Peter Lake se concentró de nuevo en su tarea, agarrando con todas sus fuerzas el resbaladizo mango color remolacha del berbiquí.
Mientras miraba fijamente el infierno del tostador, Beverly oyó cómo el taladro chillaba y roía. Amortiguado por las paredes, sonaba como una rata enorme. La joven miró alrededor con recelo. ¿Desde cuándo había ratas en casa de los Penn? La visualizó y se estremeció al imaginar ratas en el laberinto de túneles que atravesaban las tumbas de los muertos, entre la horrible maraña de raíces que abrazaban el suelo, pálidas y ciegas como gusanos. Pero el animal sin duda estaría satisfecho con lo que hubiera dentro de las paredes. Además, los sonidos persistentes que llegaban del interior de la casa siempre se desvanecían y luego daba la impresión de que nunca hubieran estado allí. Lanzó dos bollos al aire y los atrapó al vuelo hábilmente.
Peter Lake perforó diez pulgadas. Le dolían los músculos. Tenía sed. Justo antes de que Beverly pasara por delante de la puerta del estudio camino del salón de música (esta vez, si hubiera mirado a la izquierda, lo habría visto), se arrojó a un sofá de cuero y cerró los ojos, agotado.
Ella dejó sobre el piano el platito de porcelana con los bollos y una taza color hueso de té humeante. Cuando era niña su padre la reñía por eso. El instrumento mostraba cercos de calor en su superficie, pero siempre había sonado igual. Al abrir la tapa del teclado, destelló un sonriente monstruo de marfil. ¿Qué podía tocar? Tal vez «Les Adieux». Era una de sus piezas favoritas y con ella podría despedirse de la fiebre. Pero no, la belleza de «Les Adieux» también era una invitación a volver, poseía la fuerza suficiente para incitar a regresar a un caballo al galope con su jinete. Recordando lo que había dicho su padre acerca de los que guardaban un silencio excesivo, se decantó por una composición que era puro coraje, el allegro del «Concierto para violín» de Brahms, del que tenía una adaptación para piano. Sacó la partitura y la desplegó. El vapor del té se elevaba por encima de las notas, cuyas formas se parecían a lo que vería un águila al sobrevolar una cordillera de montañas abruptas. El inicio era tan audaz y auténtico que le daba miedo empezar, porque la prolongada melodía era poco menos que un grito de un corazón humano. Se estremeció antes de comenzar. La belleza de la música estalló por toda la casa cuando las primeras frases fueron sostenidas, repetidas y elevadas por las siguientes.
Peter Lake yacía de espaldas en el sofá, desmadejado. Las herramientas estaban esparcidas por toda la habitación. No estaba acuclillado y alerta, con todo recogido y listo, como exigía su profesión; al contrario, se mostraba vulnerable, algo impropio de él. Y cuando la música estalló con brío, lo pilló totalmente desprevenido. Salió volando por los aires, se le paró el corazón y cayó de nuevo en el sofá con la expresión de un perro al que despierta de golpe una puerta mosquitera. Sin embargo, enseguida se recuperó —otra parte de su profesión—, y cuando se puso en pie había dejado de ser un ladrón asaltado por un concierto de violín para convertirse en un simple hombre. Dejó las herramientas y la chaqueta donde estaban y caminó en dirección al sonido.
No era el piano resonante del music hall, dulce y triste, sino algo mucho más sublime. Lo conmovió, pero no como lo haría una sucesión de sonidos abstractos, sino algo tan simple y evidente como las grandes sartas de perlas de un blanco verdoso que brillaban a lo largo de las catenarias de un puente por la noche. Aparecían a media tarde y eran el símbolo de algo que amaba mucho aun cuando no supiera qué era. ¿Qué habría hecho si las luces de los puentes no se hubieran encendido a media tarde? Eran su centro de calma, su apoyo, y mucho más. Esa música sonaba para él como la señal destellante que emitían las luces en la niebla.
Llegó a la puerta del salón de música indefenso, notando cómo el eco y el timbre del piano de cola sonaban a través de él en una reverberación tan firme y directa como una de las leyes de la física. Manejaba ese feroz motor negro una chica envuelta en una toalla. Sudaba del esfuerzo, absorta en alimentar la parte ancha del raudo piano. Tenía el cabello medio mojado, todavía recogido en una trenza, frenético. Cantaba y hablaba al instrumento para camelarlo, tentarlo, alentarlo. Susurraba y movía los labios para recalcar y corroborar. «Sí —decía—. ¡Ahora!». Tarareaba notas, o las cantaba, cerraba los ojos y a veces golpeaba las teclas con mucha fuerza o se echaba hacia atrás con una sonrisa. Pero en ningún momento dejaba de trabajar: las manos se movían; los tendones y los músculos del cuello y los hombros se desplazaban y fluían como los de un atleta. Peter Lake no vio que la joven casi lloraba. No sabía qué le estaba sucediendo a él mismo y le enojaban las profundas emociones que intentaba en vano controlar y que, por más que quisiera, no lograba ahuyentar. Se quedó clavado en el suelo hasta que Beverly acabó la pieza jadeando y cerró de golpe el teclado. La muchacha respiraba de una forma de lo más singular. Era la respiración de una persona sumida en la lúcida oscuridad de la fiebre.
Puso las manos sobre el piano y se apoyó en él para no caer. Peter Lake no se movió ni apartó los ojos de ella. Estaba profundamente avergonzado, humillado. Había ido allí a robar, había entrado por la fuerza, estaba cubierto de sudor y suciedad tras los esfuerzos con el taladro y observaba a Beverly sin que ella lo supiera.
Sentía una admiración indecible por el modo en que la joven había vencido una debilidad manifiesta para perseguir con tanta pasión las exigentes y elusivas notas que él había oído. Había hecho lo que Mootfowl siempre había defendido. Se había superado a sí misma, delante de sus propios ojos. Se había elevado y había vuelto a caer, debilitada, vulnerable, sola. Peter Lake quería seguir su ejemplo. Y de pronto la vio hermosa, medio desnuda, brillando como si acabara de salir del baño. Su cansancio casi parecía embriaguez o abandono. Sus hombros desnudos podrían haber absorbido su atención durante semanas. Estaba sobrecogido.
Pero ¿cómo iba a acercarse a ella, si es que podía? Tuvo la impresión de que el nuevo amanecer tardaba una hora en inundar la habitación, y durante ese tiempo los dos permanecieron inmóviles. Al final llegó a la conclusión de que sencillamente la muchacha era inabordable y no se atrevió a intentarlo. Con el viento del amanecer sacudiendo suavemente las ventanas, retrocedió un paso; tenía la esperanza de salir sin llamar la atención mientras ella seguía quieta ante el piano.
Cuando se movió, el suelo de madera lanzó un impresionante chillido torturado que revelaba inequívocamente la presencia de un peso vivo. Se detuvo, confiando en que hubiera pasado inadvertido. Ella levantó la cabeza y se volvió. Y entonces lo vio. Medio delirante, clavó su mirada franca en el rostro de él. Aunque en su interior se fraguó progresivamente una reacción, no mostró ningún indicio de cuál era. Él, por su parte, notó que la vergüenza le inundaba las mejillas como un géiser caliente.
No fue capaz de pronunciar palabra. No tenía derecho a estar allí, ya se había operado un cambio profundo en él, no se le daba bien hablar de trivialidades, la joven estaba medio desnuda, había amanecido y él la amaba.
Peter Lake movió el pie sobre la tabla suelta que lo había delatado. Sonaba como un juguete al apretarlo. Siguió moviendo el pie y pareció a punto de llorar.
—Cruje —dijo, con tanta emoción que creyó que el mundo entero había enloquecido—. Cruje.
Beverly miró el piano y luego volvió a dirigir la vista hacia él.
—¿Cómo? —preguntó, alzando dulcemente la voz—. ¿Qué has dicho?
—Nada. No tiene importancia.
Ella se echó a reír. La risa, que sonó muy fuerte al principio, les recordó que (exceptuando la música) la casa llevaba tiempo en silencio. Él también se rió, pero educadamente, con cautela. Ella se llevó una mano a la cara, cerró los ojos y suspiró. Se quedó callada, con la mano todavía en el rostro, hasta que soltó otra breve carcajada. Luego se apretó con fuerza la frente y lloró. Las lágrimas llegaron con una rapidez tremenda. Ahora Beverly estaba también salada y cubierta de vetas. Era un llanto espantosamente amargo, pero enseguida terminó, y cuando levantó de nuevo la cabeza estaba agotada, o eso parecía.
El sol de la mañana volvió la habitación blanca como el azúcar y las corrientes de aire y el viento la enfriaron.
—Si tú eres lo único que tengo —dijo ella—, te aceptaré.
Él podría haberse ofendido, pero ella no parecía lamentarse lo más mínimo. Era como si supiera más sobre su persona que él mismo. Peter Lake asintió para indicarle que lo comprendía. En cualquier caso, no daba la impresión de que fuera una unión armoniosa. Por primera vez en su vida se sintió exactamente como era, y no quedó impresionado. Aun así, quería abrazarla. Pero eso parecía impensable, y la habitación se volvía cada vez más blanca.
Debajo, en el sótano, se puso en marcha la caldera automática y todo el armazón de la casa de los Penn, parecido al de un barco, se estremeció. Oyeron los rítmicos latidos del quemador de gasóleo y el parpadeo de la llama amarilla. Lo que más deseaba en el mundo era abrazarla. Pero parecía imposible.
Entonces la joven se volvió hacia él y extendió los brazos. Y él se acercó a ella como si hubiera nacido para eso.